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2021: año 1 d.C. (despúes de la Covid)

Se nos ha prometido esperanza, haciéndonos creer que después de una placentera fase de desescalada volveremos a una “nueva normalidad”. Aunque lo más probable es que nos encontremos un mundo regido por la desconfianza y el miedo: temeremos volver a salir a cenar con nuestra pareja y amigos, todo ello suponiendo que el establecimiento nos lo permita. Recelaremos de volver a los comercios minoristas a realizar compras físicas. Nos aterrará asistir a nuestro primer evento más o menos multitudinario. O volver a emprender un simple viaje en transporte público.

Sin embargo, ese no es el mundo en el que deseamos vivir. El miedo no es una opción.

En particular, el comercio sabe que, en el corto plazo, las cosas no pueden seguir igual. Por eso, con independencia de las inversiones que deban acometer de cara a adecuar sus locales a las nuevas medidas higiénico-sanitarias que les exijan desde las autoridades sanitarias, el sector minorista deberá centrar sus esfuerzos en recuperar la confianza del consumidor.

Al nuevo consumidor no le va a extrañar que se le tome la temperatura a la puerta del establecimiento, o que se les atienda con medidas personales de protección propias de películas de ciencia ficción. Eso, el cliente, lo da por supuesto. De lo que va esta próxima fase de “obligada anormalidad” es de cambiar la tendencia actual y renovar la credibilidad perdida.

El consumidor siempre espera que los negocios a los que acude cumplan a rajatabla con toda la normativa. Pero, ahora, sus expectativas van más allá: quiere que el empresario le informe, de manera clara, completa y transparente, de cuáles son los esfuerzos que está llevando a cabo al objeto de convertir su establecimiento en un espacio seguro y confiable, en lo que al riesgo de contagio se refiere.

Este proceso de información no puede quedar en una simple manifestación unilateral del empresario. El nuevo cliente va a exigir que aquel sea capaz de acreditar que dispone y cumple con procesos, protocolos y políticas que, preferiblemente, vayan más allá del mínimo impuesto por las normas sanitarias aplicables. Es más, que la veracidad y eficacia de tales procedimientos han sido objetivamente validadas por un tercero de confianza.

Dentro de este nuevo escenario post-Covid, la tecnología debe convertirse en una solución eficaz, de asunción rápida y asequible para la generalidad de los comercios. Valga como ejemplo el de un eventual sistema de autodiagnóstico inicial, que permita a las empresas a registrar en una cadena de bloques inmutable, o blockchain, cuantas evidencias disponga ese concreto negocio sobre las efectivas acciones llevadas a cabo para securizar sus negocios ante la amenaza del Covid, o de cualesquiera otros riesgos sanitarios a los que podamos enfrentarnos en el futuro. Dicho con otras palabras, si queremos darle la vuelta a este nuevo escenario de temor clientelar, no bastará con limitarse a cumplir las normas de control sanitario, ya que la salubridad ha dejado de ser un riesgo sanitario para convertirse en un riesgo de negocio.

En este sentido, las nuevas actividades de marketing de los negocios convertirán al cumplimiento normativo en un nuevo argumento publicitario, al objeto de lograr el mayor carácter diferenciador posible de su propio establecimiento frente al de sus competidores. Es decir, si un consumidor ha de elegir entre comprar en una tienda que le informa, de forma transparente y rigurosa, de la implantación de medidas sanitarias en el local y de control de higiene de sus empleados y proveedores, y además lo acredita; o entre entrar en otra tienda que no le da ningún tipo de información, casi con toda seguridad la prudencia llevará a ese consumidor a optar por la primera frente a la segunda.

En efecto, el negocio que sea capaz de convencer a sus clientes de que dentro de su establecimiento no corre riesgo de contagio, comenzará a construir los cimientos sobre los que se volverá a levantar la confianza de su clientela y, por tanto, de la sociedad en general. Al lograrlo, ese empresario no sólo volverá a impulsar su actividad, sino que se presentará ante el mercado como un negocio diligente y socialmente responsable, digno de la confianza del público en general, y del regulador en particular.

La clave del éxito de esta manera de proceder la podemos encontrar en la cultura de gestión de riesgos y cumplimiento normativo de las organizaciones. Esta forma de actuar resulta esencial para poder gestionar, de forma eficiente, la responsabilidad de la persona jurídica y, por tanto, de la de sus administradores y directivos. En el fondo, no olvidemos que un eventual contagio provocado en una tienda por una deficiente implantación de medidas sanitarias preventivas aparejará una posterior exigencia de responsabilidades, y una reclamación por los daños y perjuicios causados, cuando no -a la vista de la gravedad del caso que ahora nos ocupa- algún tipo de sanción penal.

Gracias a esta cultura de compliance a la que nos hemos referido, la empresa puede diseñar protocolos propios (o aplicar los desarrollados sectorialmente desde su agrupación, asociación, franquiciador, etc.), donde se identifican las acciones que debe emprender. El efectivo nivel de cumplimiento de tales medidas debe, además, quedar suficientemente probado (una certificación basada en ese extremo podría bastar). Y, por último, la documentación acreditativa debe quedar, en todo momento, a disposición de terceros (clientes, inspección, etc.), pues así lo exige el principio de accountability, o cumplimiento efectivo, que debe regir una eficaz gestión de riesgos empresariales.

Sólo con este enfoque basado en acciones, y en la acreditación de su implantación, estaremos en condiciones de avanzar hacia una nueva normalidad, en la que la responsabilidad de los negocios nos lleve, de nuevo, hasta los niveles de confianza que el comercio y la industria necesitan para superar estos meses de inactividad.