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La Fundación Hay Derecho se reúne con los grupos parlamentarios para trasladar sus preocupaciones y propuestas en materia de Estado de derecho

La Fundación Hay Derecho ha solicitado reuniones con los cuatro principales grupos parlamentarios con representación en el Congreso: el Grupo Parlamentario Popular, el Grupo Parlamentario Socialista, el Grupo Parlamentario VOX y el Grupo Parlamentario Plurinacional SUMAR.

Hasta la fecha, Hay Derecho se ha reunido con aquellos que le han fijado cita de reunión: el portavoz del Partido Popular, Miguel Tellado; el portavoz en la Comisión de Justicia del Grupo Parlamentario Socialista, Francisco Aranda Vargas; y la portavoz del Grupo Parlamentario VOX, Pepa Rodríguez de Millán. En cuanto a Sumar, este grupo ha acusado recibo de la solicitud de reunión, aunque aún no ha fijado una cita.

En los diferentes encuentros celebrados hasta el momento, Hay Derecho ha tenido la oportunidad de trasladar sus preocupaciones en, principalmente, tres grandes temas: la ley de amnistía, el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y la lucha contra la corrupción

Ley de amnistía y CGPJ

Hay Derecho ha expresado en las diferentes reuniones su preocupación por la ley de amnistía y su posible impacto en el Estado de derecho, proponiendo alternativas para promover la convivencia democrática en Cataluña. 

Además, la Fundación ha presentado a los grupos sus propuestas para la renovación del CGPJ y reforma del sistema, que buscan garantizar la independencia del órgano y evitar su captura con reparto de sus miembros según cuotas partidistas. Se ha de priorizar el desbloqueo del órgano para normalizar la institución sin supeditarlo a otros acuerdos políticos. 

Corrupción

En el ámbito de la lucha contra la corrupción, Hay Derecho ha insistido en la necesidad de crear la Autoridad Independiente de Protección al Informante, exigida por el derecho europeo y recogida en la conocida como «Ley de protección a denunciantes de corrupción», cuya aprobación acaba de cumplir su primer año. También ha propuesto enmiendas a la Ley de Función Pública, actualmente en tramitación parlamentaria, para salvaguardar la imparcialidad y dirección pública profesional de la administraciones públicas y evitar su utilización partidista.

Además, y también en el capítulo de la corrupción, la Fundación ha trasladado a los grupos parlamentarios su preocupación por la cuestión de los nombramientos en la dirección de empresas y otros entes del sector público, un tema sobre el cual está trabajando actualmente en su edición de 2024 del DEDÓMETRO, un estudio que analiza si los principios constitucionales de mérito y capacidad están garantizados en las entidades del sector público.

Babel parlamentaria e integración territorial

La sesión constitutiva de las Cortes nos dejó el primer señuelo político de la legislatura: el uso de las lenguas cooficiales en el Congreso. Un señuelo que avanza los derroteros por los que parece que va a seguir transcurriendo la vida política de nuestro país. No debatiremos sesudas propuestas de reforma del Reglamento del Congreso para mejorar nuestro parlamentarismo, como la que planteó en su día el añorado Manuel Marín, sino que seguiremos con enredos con el mantra plurinacional como telón de fondo.

Además, las formas con las que la recién elegida presidenta anunció la medida también resultaron preocupantes. Parecía que había sido una decisión in voce de la presidenta vigente “desde esta primera sesión constitutiva”. Algunos juristas nos sobresaltamos: ¿con qué base jurídica se adoptaba? Días después ha matizado reconociendo que, aunque su compromiso es firme, buscaría un “amplio acuerdo” y era consciente de sus dificultades técnicas. Ambos matices resultan pertinentes.

En primer lugar, porque cualquier decisión materialmente constitucional -y el uso de las lenguas cooficiales en el Parlamento creo que lo es- debería venir precedida por un acuerdo que incluya como mínimo a los dos principales partidos. Como nos recuerda el profesor Manuel Aragón, la nuestra no es una democracia de mayorías, sino “consensual”, por lo que, en temas constitucionales, no basta con tener la mitad más uno de los votos (ni siquiera una mayoría reforzada de la Cámara), sino que hay que aspirar a generar consensos con el adversario político. Por ello es tan nocivo el bloqueo ante decisiones que afectan al orden democrático, pero también que una mayoría se envalentone y adopte reformas institucionales sin contar con la otra mitad del arco parlamentario.

En cualquier caso, una iniciativa de este tipo debería respetar unas formas jurídicas mínimas, lo que, a mi juicio, exige una reforma del Reglamento del Congreso. Así se hizo en sucesivas reformas del Reglamento del Senado que han permitido un uso limitado de lenguas cooficiales. Y así fue como se planteó en 2022 con una propuesta de reforma del Reglamento del Congreso que fue rechazada por amplia mayoría. No hay, pues, una laguna que suplir mediante una resolución de la presidencia, sino la voluntad expresa de la Cámara de no regular esta cuestión manteniendo el español como única lengua.

En segundo lugar, las dificultades técnicas para lograr la correcta traducción e interpretación son evidentes. Se generarían costes económicos y disfuncionalidades en nuestros ya lastrados debates parlamentarios. En los debates con pinganillo del Parlamento Europeo las distorsiones son insalvables y los matices se pierden. En ese contexto europeo no hay otra alternativa, ya que no hay una auténtica lengua franca; pero, ¿tiene sentido convertir nuestro Congreso en una babel lingüística? Por mucho que España no sea Francia o Portugal y reconozcamos que hay un número significativo de españoles cuya lengua materna no es el castellano, tampoco somos Bélgica, Suiza, Canadá o la propia Unión Europea. Nuestro país sí que tiene una lengua común, el castellano o español.

Y, en tercer lugar, aunque en el Senado se venga permitiendo el uso de lenguas cooficiales en tanto que Cámara de representación territorial, cabe plantearse la constitucionalidad de esta medida si se extendiera al Congreso. De acuerdo con el artículo 3.1 de nuestra Constitución “el castellano es la lengua española oficial del Estado”. Son varias las lenguas españolas, algunas incluso con oficialidad en sus territorios (art. 3.2 CE), pero sólo una, el castellano, es la oficial de todo el Estado. Una oficialidad que comporta que esa lengua sea reconocida “por los poderes públicos como medio normal de comunicación en y entre ellos y en su relación con los sujetos privados” (STC 82/1986). Además, nuestro Tribunal Constitucional también ha declarado que no existe un derecho a relacionarse en la lengua cooficial con los órganos constitucionales del Estado. De todo lo cual se deduce, según me parece claro, que las relaciones institucionales a nivel nacional, de acuerdo con nuestra Constitución, han de desarrollarse fundamentalmente en castellano, que, además, es la única lengua cuyo deber de conocimiento impone la Constitución a todos. No parece que el constituyente en 1978 admitiera las tesis que postulan una posición en cierto modo equiparada de las lenguas españolas, sino, por el contrario, lo que se deduce es que sólo el español es la lengua común que cohesiona e integra nuestra comunidad.

Lo que sí que reconoce nuestra Constitución, y vincula a todos los poderes públicos, es que hay una riqueza lingüística que se afirma como un “patrimonio cultural que será objeto de especial respeto y protección” (art. 3.3 CE).

Se observan así los equilibrios que alcanzó el constituyente para darnos la única de nuestras constituciones que responde no sólo a ser una constitución auténticamente democrática, sino también de consenso. Un espíritu que debería preservarse en el desarrollo de las correspondientes políticas. De hecho, creo que el tema lingüístico es uno de los grandes asuntos pendientes. A este respecto, hay espacios para seguir avanzando en la integración de las lenguas cooficiales en la vida nacional y para fomentar su conocimiento en todo el territorio, porque todas son lenguas españolas. Conviene así destacar el acierto de políticas desplegadas por el Estado como la apertura del Instituto Cervantes o de premios nacionales a las lenguas cooficiales. Unas dinámicas positivas que contrastan con el afán excluyente del español que se practica en algunas Comunidades Autónomas que ahora reivindican la integración de las lenguas a las que llaman “propias”. De ahí que sea necesario advertir también el valor cohesionador de que entre las lenguas españolas haya una, el castellano o español, que es lengua común. No debemos permitir que la diversidad lingüística se convierta en un factor para segregar o discriminar ni para establecer barreras a la libre circulación. Contamos con una nutrida jurisprudencia constitucional al respecto cuyo leal cumplimiento es exigible a todos los poderes del Estado, incluidos los autonómicos, como recientemente ha estudiado España Juntos Sumamos en un informe coordinado por el profesor Fernández Cañueto de la Universidad de Lérida.

El problema es que me temo que la decisión aquí comentada del uso de las lenguas cooficiales en el Congreso sea una concesión a la “agenda plurinacional” de los actuales socios del Gobierno. Los partidos independentistas, de los que el PSC nunca ha estado especialmente lejos -y ahora todo el PSOE- han tenido una hoja de ruta bien definida: consolidar en sus respectivos territorios una cultura nacionalista hegemónica al tiempo que se iban desactivando las vías de integración colectiva como españoles y progresivamente se desmembraba el Estado, impidiendo que se consolidara un poder federal en democracia. Un proyecto que se ha visto reforzado por el afán deconstituyente de Podemos-Sumar.

Se intuye así una voluntad de mutar el sentido de nuestra Constitución, no ya hacia ideales federales, sino de corte confederal, que a mi entender resultan difícilmente conciliables con su espíritu (como también ocurre con quienes apuestan por relecturas centralistas). Frente a tales pulsiones urge que, de una vez, los grandes partidos nacionales propongan un proyecto de construcción nacional fundado en el reconocimiento de aquello que nos une, lo común, empezando por nuestros valores democráticos, y que haga de la diversidad un factor de riqueza y no de exclusión. Como escribí en su día, si el lema nacional estadounidense fue “E pluribus unum” (de muchos, uno), o el de la Unión Europea “In varietate concordia” (unidos en la diversidad), el nuestro podría ser “una pluralis, in commune fortis et in varietate dives” (una [España] plural, fuerte en lo común y rica en la diversidad).

La crisis institucional toca fondo…por ahora

La reciente dimisión del Presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, Carlos Lesmes, después de casi cuatro años de falta de renovación de esta institución no deja lugar a dudas sobre la importancia de la crisis institucional motivada por la tradicional voluntad de nuestros partidos políticos de controlar el Poder Judicial básicamente a través de los nombramientos de los más altos cargos de la magistratura a través del CGPJ. Desmontadas con bastante éxito -vía ocupación partidista- el resto de las instituciones contramayoritarias o de contrapeso propias de una democracia liberal representativa, tales como el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas o el Tribunal Constitucional, sujetas al tradicional “reparto de cromos” sólo queda el Poder Judicial como control último del poder.

No olvidemos, además, que la intensa judicialización de la vida política española (no buscada por los jueces
precisamente, sino por una clase política muy aficionada a acudir ante los tribunales de Justicia por cualquier motivo) proporciona unos incentivos muy claros: nunca se sabe cuándo se va a necesitar que alguien te haga un favor importante en un tribunal de Justicia.

El hecho de que esta alarmante situación haya llegado hasta las instancias europeas, y que incluso el comisario de Justicia de la Unión Europea se haya molestado en venir a España a intentar mediar en el conflicto –sin éxito alguno- pone de relieve el deterioro institucional que padecemos en este y en otros ámbito: es bastante deprimente que tengan que tirarte de las orejas desde la Unión Europea para conseguir algo tan básico en una democracia como es llegar a un acuerdo que, además, garantice la independencia del Poder Judicial.

La sensación de tener una clase política menor de edad o incapaz de resolver problemas básicos por sí sola
sin ayuda es bastante desasosegante. Lo que se sabe (o más bien lo que no se sabe) de las conversaciones de los “negociadores” oficiales por parte del PP y del PSOE no lo es menos. Por otra parte, el papel del Parlamento, el supuesto protagonista de esta historia, brilla por su ausencia.

La razón es, sencillamente, que ninguno de los grandes partidos (o de los pequeños, con la excepción de Ciudadanos) tiene el menor interés en que nuestras instituciones funcionen adecuadamente: en lo que tienen interés es en repartírselas. Lo ocurrido en el CGPJ lo deja bien claro. Con independencia de a quien se impute la responsabilidad (los de derechas se la imputan a la resistencia del PSOE a cambiar el sistema de nombramiento del CGPJ para impedir que los jueces conservadores copen la institución, mientras que los de izquierdas se la imputan al PP por resistirse a una renovación que le perjudica) lo cierto es que para el ciudadano de a pie las cosas están bastante claras.

Los dos partidos tienen una enorme responsabilidad en el mantenimiento de un sistema que sólo les beneficia a ellos pero que perjudica el buen funcionamiento de la Justicia y daña gravemente su imagen. Ya sea por razones ideológicas –una concepción iliberal de la democracia en la que todos los órganos
constitucionales deben de replicar la composición del Parlamento en un momento dado- o pragmáticas –la necesidad de un “control de daños” político ocupando las instituciones que los pueden producir- la consecuencia siempre es la misma: nuestros partidos no creen los “checks and balances” es decir, en las instituciones de contrapeso que limitan el poder del gobierno de turno.

O dicho de otra forma, no creen en que el poder tiene que estar sujeto a límites y que los políticos, como cualquier ciudadano, están sometidos al imperio de la Ley.

En ese sentido, no es casualidad que el gobierno iliberal polaco insista en que su órgano de gobierno de los jueces, tan denostado y cuestionado ante instancias judiciales europeas es muy similar al español. Lo es, aunque sea el resultado de muchos años de deterioro de la institución y no de un golpe de mano de un partido ultraconservador. Tampoco es casualidad que muchos españoles desconfíen de la imparcialidad y profesionalidad de jueces y magistrados, lo que es tremendamente injusto dado que su inmensa mayoría no juega a la política. Pero el problema es que unos pocos, muy bien situados y muy visibles sí lo hacen.

Personajes como el Consejero de Justicia de la Comunidad de Madrid, Enrique López, representan perfectamente el modelo del político togado, un juez al servicio de un partido político que ha ido saltando de puesto en puesto (no sólo en la política) de la mano del PP incluso pese a episodios grotescos como su detención por conducir ebrio y sin casco en una moto cuando era nada menos que magistrado del Tribunal Constitucional. Tuvo que dimitir pero esto no le ha impedido volver a primera fila de la política de nuevo con el PP, esta vez el de la Comunidad de Madrid.

Otro botón de muestra de la indiferencia de nuestros políticos por el buen funcionamiento de nuestras instituciones han sido los cambios en la regulación del CGPJ en este periodo. En 2021 se reformó la Ley orgánica del Poder Judicial (LOPJ) para privar al CGPJ (mientras esté en funciones) de la potestad de nombrar los puestos más importantes de la carrera judicial, aún siendo previsible que la consecuencia sería un atasco monumental en algunos órganos judiciales, muy señaladamente en el Tribunal Supremo al no poderse cubrir las vacantes que se fueran produciendo por jubilaciones.

Pero en 2022 se hizo una “contrarreforma”, cuando alguien se dio cuenta de que les habían privado también de la posibilidad de nombrar a los dos magistrados del Tribunal Constitucional y, con ello, de la posibilidad de que el Gobierno pudiera nombrar a su vez a los dos magistrados que le corresponden, dado que los cuatro tienen que nombrarse a la vez. Como estos magistrados son decisivos –o así lo entiende el
Gobierno- para cambiar la mayoría en el Tribunal Constitucional de “conservadora” a “progresista” se apresuraron a cambiar la ley para devolver al CGPJ en funciones esta potestad. Es decir, que el CGPJ está o no en funciones dependiendo de lo que a los políticos les interese en cada caso.

Toda una lección de Derecho, de ética y de preocupación por los intereses generales, en este caso, por el funcionamiento de los tribunales de Justicia y del Tribunal Constitucional, al que, por cierto, se concibe como una especie de tercera cámara que tiene que actuar al dictado de las mayorías parlamentarias. De nuevo una concepción profundamente iliberal del papel de este órgano constitucional.

¿Cómo salimos de aquí? Pues no es fácil mientras que la opinión pública no conceda la debida importancia a estas cuestiones básicas y cambien los incentivos de los partidos. Porque esto no se arregla con un cambio de gobierno; los daños estructurales son ya demasiado profundos. En este sentido, hay que combatir la ilusión de que si otro partido gana las elecciones, todo se arreglará como por arte de magia, empezando por el deterioro. Esto es como pensar que porque cambien los inquilinos de una casa muy desvencijada el techo nunca se va a caer o las puertas no se van a atrancar. También demuestra una confianza nada justificada en que los partidos que lleguen al gobierno no se aprovecharán de una situación que tanto les beneficia,
como es la posibilidad de ocupar los organismos de contrapeso. Y a lo mejor en un día no muy
lejano ya no hablamos de partidos más o menos institucionales o/y europeístas; ya estamos viendo lo que ocurre en otros países europeos. En definitiva, no hay que esperar que alguien renuncie a comprar al árbitro si con eso puede ganar el partido particularmente si el adversario también es un tramposo. O incluso, aunque pienses que no lo es, si no confías demasiado en tus posibilidades de ganar limpiamente.

Queda también la presión desde Europa, pero no nos podemos engañar demasiado: la Unión Europea y sus comisarios tienen problemas más acuciantes a los que atender en estos momentos. Siempre será más visible un retroceso repentino y visible en la situación del Estado de Derecho en un país miembro, llevado a cabo por un único partido, que un deterioro lento a lo largo de décadas que es responsabilidad de todos los partidos. Dicho eso, no deja de resultar llamativo que en una democracia supuestamente avanzada los actores políticos sean incapaces de resolver por sí solos problemas que están perfectamente diagnosticados e implantar, sin necesidad de presión o de ayuda externa, soluciones que están también perfectamente identificadas y que, creo sinceramente, serían muy bien recibidas por la ciudadanía. Tendrían además la ventaja de que supondrían una gran diferencia con mucha celeridad lo que no puede decirse de todas las reformas estructurales. Simplemente, nombrar para puestos relevantes en instituciones contramayoritarias a personas con prestigio profesional y no afiliadas o identificadas con unos u otros partidos ya sería un gran paso.

El ejemplo de Portugal me parece especialmente interesante, dado que empieza a superarnos en muchos indicadores de buen funcionamiento institucional, pero no solamente en éstos: también en educación o en crecimiento del PIB. Es cierto que, en su caso, muchas de las reformas fueron impuestas desde la Unión Europea debido al rescate financiero de 2012 pero ¿de verdad en España es necesario un rescate o una condicionalidad europea de algún tipo para reformar nuestras instituciones? Porque ¿Quién no prefiere instituciones neutrales, independientes y que funcionen bien? La respuesta lamentablemente está muy clara: nuestros partidos políticos.

Mientras esto no cambie, con o sin renovación del CGPJ, me temo que seguiremos cayendo
por la pendiente del deterioro institucional, cada vez más inclinada.

Artículo publicado en El Mundo

 

La necesaria reforma de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre de lucha contra la morosidad

Desde la aprobación de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales (LLCM) ya se han cumplido más de diecisiete años. Esta ley prevé medidas para combatir la morosidad en los pagos efectuados como contraprestación en operaciones comerciales entre empresas privadas y entre éstas y el sector público. Además, el artículo 4.3 LLCM establece un plazo máximo de pago de 60 días naturales después de la fecha de recepción de las mercancías. Debe señalarse, que la LLCM fue el resultado de la transposición de la Directiva 2000/35/CE del Parlamento Europeo y del Consejo, de 29 de junio de 2000, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales.

La LLCM no ha servido para aminorar la morosidad de las transacciones comerciales, reducir los impagos de créditos interempresariales ni reprimir las malas prácticas de pago. En apoyo de esta afirmación, en el cuarto trimestre del año 2021 el plazo medio de pago se encuentra en 96 días según el Informe sobre el comportamiento de pago de las empresas españolas, cuarto trimestre de 2021, publicado por Informa D&B, por lo que el período medio de pago duplica holgadamente la media europea que está en 40 días. Igualmente, sorprende comparar este plazo medio de pago con el de Francia que es de solo 44 días. Asimismo, Informa D&B ha calculado que el coste anual de los retrasos en los pagos en España es de 1.823 millones de euros.

El principal problema que presenta la actual LLCM es que las medidas sustantivas contra la morosidad que esta Ley regula, por un lado, la exigibilidad de intereses de demora que se devengan automáticamente con tipo de interés de demora, el 8%, que hoy en día es elevado y por otro, la facultad concedida al acreedor para reclamar al deudor una indemnización razonable por los costes de cobro (como mínimo 40 euros por factura impagada), en realidad no se aplican en las operaciones entre empresas. La explicación por esta renuncia generalizada de los acreedores a reclamar las indemnizaciones que legalmente les corresponden es el temor que tienen los proveedores a perder clientes si solicitan el pago de intereses moratorios y penalizaciones por los impagos.

Desde hace muchos años las organizaciones patronales que representan a las pymes y los expertos en combatir la morosidad han reclamado al Legislador que se promulguen medidas coercitivas para que la norma contra la morosidad se cumpla en la realidad empresarial y no sea un mero brindis al sol. Aun así, durante diecisiete años los partidos políticos han demostrado desinterés por incluir un régimen de infracciones y de sanciones en la ley de lucha contra la morosidad. Después de varios intentos de reforzar la LLCM incorporando un régimen de infracciones y sanciones, esta vez hay esperanzas de que se apruebe la iniciativa legislativa presentada por el Grupo Parlamentario Plural. El régimen de infracciones y sanciones para combatir la morosidad, pendiente desde hace años y que estuvo a punto de salir adelante en alguna ocasión (en particular en la XII legislatura gracias a la proposición de ley de Ciudadanos), y va a ser muy difícil que acabe viendo la luz en la XIV legislatura.

Conviene recordar, que en el mes de mayo de 2020 el Grupo Parlamentario Plural presentó ante el Congreso de los Diputados una Proposición de Ley de modificación de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, que fue admitida a trámite por la Mesa de la Cámara, en su reunión del día 12 de mayo de 2020 y fue publicada en el Boletín Oficial de las Cortes Generales (BOCG). Con fecha 22 de septiembre de 2020 el Pleno del Congreso de los Diputados aprobó iniciar la modificación de la Ley 3/2004 de 29 de diciembre. La toma en consideración fue apoyada por 344 votos a favor y una sola abstención, resultado digno de figurar en los anales de la Cámara como paradigma del consenso parlamentario. El grupo proponente aseguró que mediante los cambios normativos propuestos se pretende realizar un cambio en la cultura empresarial de pago de las transacciones comerciales entre empresas, que elimine las malas prácticas en la liquidación de las facturas y despierte en la sociedad española que la morosidad es muy perjudicial no solo para la economía de las empresas, sino incluso para la economía española. Con posterioridad a la toma en consideración de la tramitación de la Proposición de Ley de modificación de la Ley 3/2004, en su reunión del 29 de septiembre la Mesa de la Cámara tomó el acuerdo subsiguiente de encomendar la aprobación con competencia legislativa plena a la Comisión de Industria, Comercio y Turismo del Congreso de los Diputados.

No obstante, una vez que llegó la iniciativa legislativa del Grupo Parlamentario Plural a la Comisión de Industria, Comercio y Turismo los partidos con mayoría en la Mesa de la Cámara han ido ampliando sucesivamente el plazo para presentar enmiendas de forma que no se ha podido avanzar a la siguiente fase. Merece la pena subrayar, que es la Mesa de la Cámara la que acuerda si se amplía o no este plazo, por lo que tener una mayoría en este órgano resulta imprescindible para la estrategia de los partidos. Este mecanismo es en realidad una triquiñuela transversal para retrasar la tramitación de una ley en el Congreso de los Diputados. De ahí que en esta ocasión se está utilizando este instrumento político para obstaculizar en la Mesa de la Cámara, mediante la prórroga de los plazos, la completa tramitación del texto legislativo que tiene el apoyo mayoritario de los miembros de la Cámara, dilatando indefinidamente el procedimiento. Por eso, a pesar de haber pasado su primer examen en el pleno del Congreso, la iniciativa parlamentaria ha estado meses embarrancada en la Comisión competente desde el 21 de octubre de 2020 en una interminable fase de “ampliación de enmiendas al articulado” puesto que cada siete días se amplía un nuevo plazo de enmiendas. En el momento de escribir este artículo la iniciativa legislativa se encuentra en el sexagésimo plazo de ampliación de enmiendas al articulado que durará hasta el treinta de marzo de 2022. Con toda seguridad se irá ampliando sucesivamente el plazo para presentar enmiendas hasta que caduque el procedimiento de tramitación con la finalización de la XIV legislatura.

 

Arbitrariedad como norma: reproducción tribuna en EM de Jose Eugenio Soriano

Malos tiempos para el parlamentarismo. El desdén del Ejecutivo hacia el oscurecido legislador es patente. Años sin celebrarse el Debate sobre el Estado de la Nación, aquél que no quiso hacer Suárez costándole que Carrillo socarronamente le espetara que «ya se está arrepintiendo de no haberlo comenzado»; años de decretos-leyes sin pluralismo que valga, hasta llegar al inefable Real Decreto-ley 24/2021, de 2 de noviembre, de transposición de directivas de 161 páginas, divididas en Libros, Títulos y Capítulos, como si de un Código se tratase y todo por evitar multas europeas por la pereza en incorporarlas a tiempo (y la saga continúa con un par más de decretos en apenas 10 días); años, en fin, de concentrar en el partido todo, el Ejecutivo y el Legislativo, que, con listas cerradas, primarias que elevan devotamente al jefe, circunscripción provincial, sistema proporcional (en el Congreso)… han acabado matando a Montesquieu. Y con el reparto de cromos en el Tribunal Constitucional, en el Consejo General del Poder Judicial y en cualquier otro rincón constitucional (Tribunal de Cuentas, Defensor del Pueblo), enterrándolo hasta muy hondo. La ecuación que integraba democracia con Estado de Derecho no se despeja ya y el resultado está siendo gravemente fallido. Lo que digan los jefes es palabra de diputado, con alguna simulación estética y estéril, más para acrecentar el dogmatismo que para evitar que el Congreso sea caja de resonancia de lo que acuerden los jefes. Incluso la Ley de hierro de la oligarquía política de Michels se ha convertido ya en rústico pedernal.

Y esto sucedió también durante la pandemia con el eclipse del Parlamento, que abdicó de su función de control del Gobierno, ocasionando la intervención única y última del Tribunal Constitucional respecto de este trance provocado por un decreto que al prorrogarse por seis meses continuaba empobreciendo la acción de fiscalización del Congreso, al mismo tiempo que inauguraba una peculiar delegación en las Autonomías, a las que se traspasaba, ilícitamente, una responsabilidad que es de todos. Responsabilidad que no puede ser compartimentada ya que el virus no conoce fronteras y, además, la fórmula constitucional de los estados excepcionales atienden exclusivamente a un dialogo entre Congreso y Gobierno, en ningún caso incorporando a terceros. Y, así, pese a la inmensa presión mediática, orquestada políticamente, mal que bien, el Tribunal Constitucional -su mayoría al menos- sí que ha sido resiliente y ha mantenido límites a la invasión gubernamental sobre el Parlamento, recuperando para éste su dignitas auctoritas incluso contre lui-même: no cabe cierre parlamentario ni siquiera ordenado por el propio Parlamento. Da un disparo de advertencia por delante de la proa: las Cortes no pueden abdicar de sus funciones ni el Gobierno decidir cuándo y cómo han de ejercerse éstas.

Caveant consules ne quid respublica detrimenti (Vigilen los cónsules que la República no padezca, lema del Senado en Roma cuando investía a los senadores). De eso se trata.

Nuestra lamentable historia constitucional está llena de estas crisis y así nos fue. Pareciera que la jurisprudencia constitucional ha de salvar al Parlamento de sí mismo, aunque para ello deba limitar las propias capacidades decisorias de la Cámara en el punto clave que define su posición como sujeto de control del Ejecutivo en el marco de los estados excepcionales, dice un voto particular favorecedor de la posición gubernamental y contrario a la mayoría del Tribunal. Pues bien, esto es cierto exactamente. Y aventuro que cuando pase el tiempo de turbulencias quedará tal idea como poso de una nítida defensa de lo que queda de la función que corresponde al Parlamento, ya que todos los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Y la Carta Magna recuerda que las Cortes Generales… controlan la acción del Gobierno y tienen las demás competencias que les atribuya la Constitución. Y si declinan de tal función está el Tribunal Constitucional para recordarlas.

La Constitución sigue siendo una norma jurídica, no una mera declaración programática de intenciones ni una contraseña vacía de contenido. No cabe (hoy) el harakiri parlamentario.

Van tres sentencias del Tribunal Constitucional, tres, criticando el apagón parlamentario durante esta maligna situación de excepción. Y en esta ocasión se añade una severa crítica a la abdicación de funciones gubernamentales mediante la extraña delegación en las Autonomías cuando es más cierto, por inevitable, que una situación general de excepción obliga a concentrar y coordinar actividades y funciones durante el provisional período de su vigencia mediante medidas temporales de carácter extraordinario. Y sin que ello suponga en modo alguno vuelta al centralismo, ya que la normalidad, felizmente la situación común, no impone ese tipo de anormalidades. Lo que no cabe en lógica constitucional es trasladar e intercambiar situaciones de excepción con las situaciones comunes y ordinarias, ni viceversa. Y desde luego ¡ojalá nunca se dé!, en caso de estados de excepción y de sitio, tal concentración de poderes en el Gobierno sería mucho más enérgica, como por demás se hizo en la primera declaración del Estado de Alarma.

El Parlamento, pues, no puede desertar de sus funciones y así lo recuerda el Tribunal:

Recae sobre aquella institución parlamentaria el deber constitucional de asumir en exclusiva el control político al Gobierno y, en su caso, la exigencia de responsabilidad por su gestión política en esos períodos de tiempo excepcionales, en la misma forma y con mayor intensidad que en el tiempo de funcionamiento ordinario del sistema constitucional, dada la afectación de derechos fundamentales acordada en los citados estados de excepcionalidad. Y taxativamente añade: «No puede calificarse de razonable o fundada la fijación de la duración de una prórroga por tiempo de seis meses que el Congreso estableció sin certeza alguna acerca de qué medidas iban a ser aplicadas, cuándo iban a ser aplicadas y por cuánto tiempo serían efectivas en unas partes u otras de todo el territorio nacional al que el estado de alarma se extendió».

Se trata de un caso de abuso por omisión, ya que por las circunstancias en que se realiza sobrepasa manifiestamente los límites normales del ejercicio de un poder, como es el de conceder una autorización al Gobierno, con desconocimiento además de sus propias funciones de control. Por ello, esa falta de justificación y la consecuente falta de control son nulas e inconstitucionales, con fundada razón constitucional.

Como igual falta de control parlamentario y confrontación con la propia Constitución y la Ley fue la delegación de la propia alarma en los presidentes autonómicos, que no responden ante el Congreso, sino ante sus Asambleas, que tampoco serían competentes para declarar y resucitar en su caso dicho estado excepcional. Desaparecidos en combate epidemiológico, político también, el Gobierno y el Congreso no velaron por los derechos ciudadanos, entregaron el preciado orden constitucional a quienes no podían mirar más allá de sus limitadas fronteras y, mientras tanto, economía y salud, derechos y libertades, reclamando la vuelta y recuperación de sus legítimos representantes. Así las cosas, el Congreso quedó privado primero, y se desapoderó después, de su potestad, ni suprimible ni renunciable, para fiscalizar y supervisar la actuación de las autoridades gubernativas durante la prórroga acordada. Quien podía ser controlado por la Cámara (el Gobierno ante ella responsable) quedó desprovisto de atribuciones en orden a la puesta en práctica de unas medidas u otras… Quedó así cancelado el régimen de control que, en garantía de los derechos de todos, corresponde al Congreso de los Diputados bajo el estado de alarma.

Una cierta resurrección constitucional del Parlamento, que debemos al Tribunal, sería una correcta conclusión. Apreciemos pues que «tres palabras del legislador no conviertan en basura bibliotecas enteras de libros de Derecho».

¿Reconstruir incendiando? Sobre la Comisión de reconstrucción del Congreso

En Hay Derecho creemos que los países progresan cuando tienen instituciones inclusivas, es decir que permiten la participación política y económica de todos en igualdad de oportunidades, y por eso prestamos más atención a las normas que las regulan que a las actuaciones de las personas individuales. Dicho de otra forma, si las personas importan, las instituciones importan todavía más.  Aunque no cabe duda de que las normas e instituciones no actúan en el vacío y que las actitudes y actuaciones individuales influyen también sobre ellas. El caso tantas veces comentado en este blog del CIS de Tezanos es un ejemplo magnífico de como un individuo puede destruir una institución al no respetar las normas que la rigen y la cultura institucional. 

Pues bien, sabemos que en el Congreso se ha puesto en marcha una pomposamente denominada “Comisión  de reconstrucción” donde se supone que todos los partidos políticos van a colaborar para salir de esta crisis. Para los que abogábamos por unos Pactos de la Moncloa no deja de ser un “second best”, dados los problemas que tienen las Comisiones de este tipo  y que Ignacio Prendes puso de manifiesto en este post. Pero ciertamente lo que no imaginábamos -se ve que somos muy ingenuos- es que el propio Vicepresidente segundo del Congreso se iba a ocupar de dinamitarla desde el primer día, con el consentimiento de su Presidente, Patxi López (aunque después se disculpó, bien es cierto).  Ya saben que nos referimos a la declaración dirigida al representante de Vox: “yo creo que a ustedes les gustaría dar un golpe de Estado, pero que no se atreven”. No fue un lapsus porque lo había dicho antes en términos parecidos y lo repitió después insistiendo en que además de desearlo hay que atreverse. Días más tarde, la Ministra de Igualdad (y su pareja) le defendía en público.  Un espectáculo que nos acerca cada día más a los modos de las democracias populistas o iliberales en las que todo vale para atacar al adversario político, incluso aunque tengas que llevarte por delante las instituciones.  

Desde un punto de vista político, resulta totalmente contraproducente que, ante una crisis sanitaria, social y económica tan grave, los políticos se dediquen a insultarse en lugar de tratar de buscar acuerdos para tomar medidas, haciendo claramente imposible cualquier acercamiento. Algo parecido había ocurrido ya en la sesión de control del Gobierno del Congreso entre la portavoz del PP, Cayetana Alvarez de Toledo y el Vicepresidente segundo del Gobierno, donde el cruce de descalificaciones fue sencillamente bochornoso.

Pero es que además no se trata de un insulto cualquiera, sino que se acusa a un partido político de ser enemigo del propio sistema democrático, colocándolo fuera del sistema, e incitando a los ciudadanos al miedo, precursor e instrumento privilegiado del odio. Esto es plenamente coherente con la idea la política de los defensores del populismo como Laclau (como el propio Iglesias explica aquí): para el cambio es necesario aglutinar a la gente alrededor de una identidad, que tiene que tener un enemigo. Nos da igual a estos efectos que el enemigo se coloque en uno u otro extremo. Los partidos políticos representados en el Congreso se deben respetar como actores políticos que dan voz a los ciudadanos que les han votado.

En definitiva, nosotros creemos que nuestro sistema de democracia liberal representativa tiene fallos, sin duda, pero lo que queremos es su mejora y no su destrucción, y no podemos olvidar que la polarización y demonización de los adversarios lleva demasiado a menudo a la destrucción del mejor sistema de gobierno que hemos conocido. La irresponsabilidad de realizar este tipo de acusaciones es enorme pero esa irresponsabilidad se convierte en intolerable cuando proviene de un Vicepresidente del Gobierno. Resulta el colmo del cinismo que en la misma frase presuma de tolerante porque está dispuesto a hablar con Puigdemont porque le han votado muchos españoles y acuse de golpista a otro partido que tiene bastantes más votos.

En definitiva, no podemos minusvalorar el peligro de que desde el poder se señale como enemigo de la democracia a un partido político. En España no hay por ahora ningún problema de convivencia en la sociedad entre ciudadanos que votan a opciones políticas muy distintas; sin embargo hemos visto lo que ha ocurrido en Cataluña cuando desde el poder se ha fomentado el miedo y luego el odio a España y los partidos políticos españolistas. La fractura social puede ocurrir también aquí.

Sin embargo, quizás lo más grave de la intervención vaya más allá de lo político y entra en el ámbito de lo ético. Lo que es más desasosegante de la intervención del Vicepresidente no es su contenido sino su estilo. Ante la protesta del diputado al Presidente de la Comisión tras la primera acusación de golpismo, y cuando éste le pregunta si quiere retirarla, no solo no la retira sino que la reformula de manera más clara e insiste en que son golpistas que no se atreven. En el estilo más clásico de los matones, respondiendo desde la altura del estrado en que le coloca su cargo y ante la pasividad de un Presidente que claramente tampoco se atreve con él (aunque luego haya rectificado), reta al que considera su enemigo, tachándole de cobarde. Y remata la chulería del reto diciendo al diputado que se marcha que cierre la puerta. La mezcla de abuso de poder, matonismo e irresponsabilidad no es ya imperdonable desde un punto de vista político sino también moral, siendo a nuestro juicio lo contrario de la ejemplaridad que deben tener los que tienen mayores responsabilidades. 

Es imposible que con políticos así con las más altas responsabilidades de gobierno nuestro país pueda encarar  no ya la reconstrucción (nada se ha destruido) sino la simple recuperación en que los ciudadanos sí que estamos poniendo nuestro empeño diario. 

Sobre el control a los gobiernos durante la crisis del coronavirus (I): del Gobierno Central

Cuando hablamos de Estado de derecho, la mayoría de ciudadanos entienden por ello una suma difusa de separación de poderes e imperio de la ley; esto es, que los poderes públicos estén sometidos en su ejercicio a la ley, lo que sólo puede lograrse dividiendo el poder en diferentes instituciones de acuerdo a las funciones a realizar: legislar, ejecutar, juzgar. Sin embargo, con demasiada frecuencia esta separación se concibe como división absoluta, olvidando la condición por la que dividir el poder efectivamente ayuda a garantizar dicho imperio de la ley: que los poderes se vean obligados a colaborar en el desarrollo de sus acciones entre sí y que, de esta y otras maneras, tengan capacidad para hacerse rendir cuentas. Esto es, que existan mecanismos de control mutuo y que ningún poder se vea excesivamente disminuido; lo que en inglés se ha denominado “checks and balances”: controles y equilibrios. La tradición occidental de pensamiento político lleva más de dos milenios sosteniendo ideas similares de uno u otro modo [1]. Estos controles y los enfrentamientos que los ponen en marcha, como han señalado numerosos teóricos de la democracia deliberativa, tienen la ventaja de obligar al poder a justificar públicamente sus decisiones; a darnos razones para obedecer.

Todo este entramado de mecanismos tiene como objetivo último compatibilizar la libertad con la autoridad; con la política (tristemente necesaria según los liberales, espacio de realización colectiva para los republicanos). Y, evidentemente, hace la toma de decisiones más lenta en su garantismo; en ocasiones, incluso, la imposibilita. No sorprende por tanto que el propio derecho contemple que, en circunstancias excepcionales y sin salirnos del derecho, algunos de estos mecanismos se aligeren.

Esta regulación de la excepcionalidad también tiene una larga tradición, como recordarán quienes estudiasen derecho romano y la figura del “dictador”, palabra que en un primer momento careció de connotación negativa. En tales circunstancias de emergencia, el poder se acumula en un centro y se confía en la buena disposición para devolverlo (y en los mecanismos para forzar esta devolución) pasado el momento de crisis, que es la única fuente de legitimidad de esos poderes.

Siempre, por tanto, debe ejercerse este poder extraordinario dentro de las fronteras establecidas por el derecho mismo, limitado en su ejercicio por el fin que lo justifica, con la buena disposición de devolverlo y, por supuesto, de forma temporal. Cuando estas condiciones están ausentes, la crisis se convierte en mera excusa para el avance del autoritarismo, y la libertad perece bajo la sombra de la emergencia.

Este parece ser el caso ahora mismo en Hungría, por desgracia. Pero por lejos que esté Hungría, conviene que los españoles no nos descuidemos. Los ciudadanos haríamos bien en dedicar tiempo no sólo a seguir y lamentar las luctuosas noticias o a proponer medidas que palien la dura crisis que resultará de frenar la actividad social para no desbordar a nuestro sistema sanitario; también debemos velar porque las garantías de nuestra libertad no se vean sacrificadas más allá de lo imprescindible, tanto material como temporalmente. Como desde la opinión pública somos más eficientes señalando los problemas a modo de “alarma antirrobo” que haciendo análisis globales, voy a centrarme en una cuestión sobre la que estamos oyendo bastante estos días: el control parlamentario y mediático a los gobiernos.

Para empezar, debe recordarse que la propia Constitución española especifica en su artículo 116.5 que el funcionamiento de las Cámaras legislativas, “así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados” de alarma, excepción o sitio. Por ello, si no estuvieran en periodo de sesiones, quedarían “automáticamente convocadas”. Tal es el celo que nuestra Constitución pone para que el control sobre el Gobierno se extreme en estas circunstancias. De hecho, los poderes excepcionales que otorga el estado de alarma pueden ejercerse por 15 días sin contar con el Congreso, pero es necesaria su aprobación parlamentaria para prorrogarlo. Mayores aún son las cautelas con otros estados de excepcionalidad.

Sin embargo, la principal y más mediática forma de hacer rendir cuentas al Gobierno desde el Parlamento quedó suspendida en los primeros días de la crisis. Me refiero a las sesiones de control. De acuerdo con lo acordado por la Junta de Portavoces, y a propuesta de la presidenta Meritxell Batet, el 12 de marzo se suspendió la actividad parlamentaria (excepto la Comisión de Sanidad) durante dos semanas. Como explica la presidenta en la página web del Congreso: “El Congreso mantiene abierto su registro, a disposición de sus miembros y de todos los ciudadanos para el ejercicio de sus derechos, y continúa con toda su actividad escrita, que canaliza buena parte de las posibilidades de control al Gobierno”. El motivo alegado es minimizar la actividad de la Cámara para evitar los contagios por una pandemia que, precisamente, es el motivo que explica el estado de alarma; el cual, irónicamente, exige el mencionado celo sobre el control al gobierno. A esta suspensión se opusieron PP y Vox, habiendo anunciado este último un próximo recurso al Tribunal Constitucional.

Debe tenerse en cuenta, no obstante, que el Gobierno sigue compareciendo en la comisión de sanidad, donde nuestro ministro (y filósofo-rey por sorpresa) trata de dar explicaciones de su gestión: así lo ha hecho, por ejemplo, el jueves 2 de abril y el miércoles 8 de abril. También es cierto que, para poder prorrogar el estado de alarma, el Gobierno se ve obligado a recabar el apoyo del Congreso; según ha manifestado el propio presidente, seguirá pidiendo prórrogas de 15 días, aun sabiendo que la crisis se extenderá más allá, con el fin de evitar acusaciones en este aspecto. Vemos así cómo funciona nuestro sistema: el mero miedo a que la oposición le acuse de querer saltarse al Parlamento le fuerza a comparecer quincenalmente.

Además, nuevas comparecencias son necesarias -aunque agrupables con las anteriores- para convalidar los decretos leyes. Por otro lado, y aunque con menor visibilidad mediática, los Diputados pueden seguir recabando los “datos, informes o documentos” que estimen de las Administraciones Públicas (Art. 7 del Reglamento del Congreso de los Diputados) y el Gobierno seguirá teniendo que responder a las preguntas por escrito (Título IX de dicho Reglamento), mientras las orales y las interpelaciones se han ido acumulando. Finalmente las sesiones de control se retomarán el miércoles 15 de abril, terminando con este periodo de suspensión.

La oposición, en este sentido, tiene muchas ocasiones para el control parlamentario desde el Congreso de los Diputados, especialmente intenso dada la precariedad de la mayoría que sostiene a este Gobierno. Y no puede decirse que el Gobierno haya aprovechado la ausencia de las sesiones de control para tomar sistemáticamente decisiones al margen del Parlamento en cuestiones diferentes a aquellas vinculadas a la crisis del coronavirus, por mucho que su reactivación de los indultos y la apertura de la comisión sobre el CNI para Pablo Iglesias encendieran todas las alarmas inicialmente.

En todo caso, puede entenderse la desconfianza: no sólo porque nuestros sistemas políticos cuentan con ella para ejercer la debida rendición de cuentas, sino porque el Gobierno ha mostrado signos preocupantes en el pasado con respecto a esta cuestión. Además de su tendencia a recurrir a reales decretos-leyes para cuestiones de dudosa urgencia, hay un menoscabo del Parlamento que merece la pena no olvidar: el cambio de los Consejos de Ministros de los viernes a los martes. Dado que la sesión de control se celebra los miércoles y esto no se ha modificado, ello deja apenas unas horas para que los grupos parlamentarios presenten preguntas relacionadas con los temas lanzados por el Gobierno a la opinión pública en su comparecencia pública más importante. Poco importa que los grupos de la oposición antes hicieran un pobre uso del tiempo entre el uno y la otra [3], o que puedan reconducir el debate en las réplicas; es una traba a la labor del Parlamento ciertamente criticable.

A esto hay que sumar la forma en que el Gobierno ha limitado la libertad de información de los ciudadanos al filtrar las preguntas de los periodistas entre los dedos del Secretario de Estado de Comunicación, impidiendo de paso las repreguntas. Que tal método haya decaído ante las protestas de los medios, así como el ejemplo de otros países, demuestran la arbitrariedad de esta medida, únicamente entendible como una vía más por la que el Gobierno ha tratado de reforzarse en momentos difíciles.

Quedará a juicio del votante, eso sí, si tales medidas de restricción de la libertad en favor de la autoridad quedan justificadas por ese contexto. No debe olvidarse ni la gravedad de la situación ni la debilidad estructural de este gobierno, como tampoco la existencia de nutridas fuerzas radicales de todos los colores en el Parlamento y su efecto centrífugo sobre otras más moderadas. También tendrá que evaluar el lector  hasta qué punto estas medidas han podido resultar contraproducentes en su relación con la oposición: por un lado, porque han dado razones para la desconfianza que estos manifiestan. Por otro, porque alimentaban su sed de atención mediática, que además nuestros periodistas tan sólo saben otorgar al conflicto, por vacuo que sea. Se promueve así el exabrupto, el oponerse a todo por sistema en torno a la acusación de antidemócrata. Y también el reparto de culpas. Todo ello, precisamente cuando más necesitamos debates propositivos y estratégicos. En tal situación, sobra decir, las llamadas a la unidad son pura quimera… aunque, justo antes de negociar, a uno siempre le conviene mostrarse más radical, acercando el punto medio a su sardina.

En todo caso, lo cierto es que el control parlamentario, por otras vías, no ha decaído. Se han tomado medidas desligadas de la situación que nos acucia, pero apenas notables. Y, aunque el control mediático directo fue entorpecido, el contexto sometió al Gobierno al máximo escrutinio. No puede decirse lo mismo, eso sí, de todas las Comunidades Autónomas. A ello, sin embargo, convendrá dedicar en exclusiva una futura nueva entrada… (ya disponible en el blog). [4]

 

NOTAS

[1] Es un principio que encuentra su formulación moderna más lúcida dentro del canon de autores clásicos en el trabajo de Locke (aunque un Montesquieu aún anclado en la sociedad estamental suela llevarse el mérito). No puede tampoco olvidarse el papel de los padres fundadores de Estados Unidos a este respecto. Sin embargo, pueden rastrearse ideas similares desde mucho antes en la tradición occidental; en particular, entre aquellos que abogaron por un gobierno mixto, de Aristóteles a Maquiavelo. Permítaseme que, por una cuestión de espacio, no entre a matizar la diferencia que presenta este control en sistemas presidenciales y sistemas parlamentarios, donde el gobierno depende de la confianza de la cámara para subsistir.

[2] Véanse como ejemplos el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general o la reiteración electoral producida por la presentación de sus candidaturas ante unas Cortes de las que previamente no había recabado el suficiente apoyo.

[3] Según el diario El País, la posibilidad de modificar preguntas tras el Consejo de Ministros sólo se había utilizado en 5 ocasiones desde 2008.

[4] Entre los varios confidentes a los que agradezco me ayuden a pensar estas cuestiones, quiero expresar especialmente esa gratitud a Carlos Fernández Esquer por sus comentarios, sin que ello en ningún caso suponga que pueda atribuírsele ninguna de estas opiniones.

 

Una historia de filibusterismo parlamentario

Allá por el siglo XVII, tal como recoge la RAE, eran filibusteros los piratas que formaban parte de los grupos que infestaron el mar de las Antillas. Más tarde, comenzó a usarse el término filibusterismo para referirse a determinadas prácticas parlamentarias de dudosa rectitud, particularmente orientadas a dilatar procedimientos o impedir acuerdos aprovechando cualquier resquicio existente en la ley o el reglamento. Los filibusteros de nuestro tiempo, por tanto, son los parlamentarios que disfrutan jugando sobre la línea de cal y aprovechan la más mínima oportunidad para dejar a su rival fuera de juego.

Veamos el último caso. A las 20.00 horas del pasado 3 de abril, vencía el plazo para la presentación de enmiendas al articulado de la Proposición de Ley del Grupo Parlamentario Socialista de reforma de la LEC y de la LJCA, en materia de costas del proceso. Como indica el propio título de la iniciativa parlamentaria y su exposición de motivos (ver aquí), el objeto de la misma se encontraba perfectamente delimitado, y no era otro que la modificación de un aspecto procesal muy concreto: el régimen de imposición de costas. A las 19:45 el Grupo Parlamentario Socialista, y a las 19:58 el Grupo Parlamentario Popular, presentaban un conjunto de enmiendas –80 en total– a fin de introducir, sorpresivamente, una reforma en profundidad del recurso de casación civil.

La similitud de las enmiendas presentadas por ambos grupos solo puede responder a la existencia de un pacto previo, entre bastidores, para su posterior aprobación en la Comisión de Justicia. Y sin perjuicio de que pueda producirse debate sobre las enmiendas en el trámite de Ponencia, lo cierto es que el resto de grupos parlamentarios se han visto indebidamente privados de su derecho de enmienda respecto de una cuestión de enorme importancia. En términos de procedimiento legislativo, los grupos parlamentarios, no solo no podrán presentar una enmienda la totalidad, planteado un texto completo alternativo con su propio modelo  de casación civil (art. 110.3 RCD), sino que además han visto vedada su derecho a presentar enmiendas al articulado, a fin de plantear modificaciones de aspectos concretos de la propuesta (art. 110.3 RCD). Si se me permite el símil, esto es algo así como cambiar las reglas de juego en el minuto 89 del partido, sustituyendo las porterías por canastas.

No quiero detenerme demasiado en la cuestión de fondo. Muy resumidamente, PP y PSOE pretenden: (i) suprimir el carácter autónomo del recurso extraordinario por infracción procesal, sin perjuicio de que pueda seguir invocándose infracción de normas procesales en sede en sede de recurso de casación; (ii) eliminar el catálogo de motivos casacionales para que únicamente se pueda recurrir en casación cuando concurra interés casacional; (iii) y reformular los criterios que definen el interés casacional, aproximando la casación civil a la contencioso-administrativa (para quien quiera profundizar, dejo aquí el enlace del Boletín Oficial de las Cortes). En estos términos, es muy probable que en los próximos meses haya que publicar en este blog un “réquiem por el recurso de casación”. Y es que ambos grupos parlamentarios suman los votos suficientes para sacar adelante las enmiendas presentadas sin necesidad de negociar su contenido con el reto de grupos.

Cualquier profesional del derecho sabe –o al menos puede intuir– que la materia casacional ostenta la suficiente importancia como para ser merecedora de una iniciativa parlamentaria propia. Plantear una reforma del recurso de casación civil de esta enjundia, por la puerta de atrás, es una auténtica burla a los mecanismos parlamentarios. Creo que no se trata de una cuestión menor que pueda ser ventilada obviando el procedimiento propio una proposición de ley (o proyecto de ley, si es presentado el Gobierno), con la más que recomendable comparecencia de expertos y la posibilidad de presentación de enmiendas por todos los grupos parlamentarios. La desfachatez llega a tal punto que incluso se presenta una enmienda dirigida a modificar el título de la Proposición de Ley, que pasaría a denominarse “Proposición de Ley para la agilización y mejora de los procedimientos en materia civil, contencioso-administrativo y social” (Enmienda núm. 98).

Desafortunadamente, creo que no nos encontramos ante una práctica aislada. El último ejemplo tuvo lugar el pasado 27 de febrero de 2018, a las 20.00 horas (sobre la bocina), cuando el Grupo Parlamentario Popular aprovechaba el trámite de presentación de enmiendas a su propia Proposición de Ley sobre régimen de permisos y licencias de los jueces y magistrados (ver aquí) para presentar 50 enmiendas sobre un sinfín de aspectos de la LOPJ que, por supuesto, no guardaban relación de ningún tipo con el objeto de la iniciativa parlamentaria.

Ante situaciones como esta, me pregunto si sería necesario abordar una reforma del Reglamento del Congreso de los Diputados a fin de evitar situaciones de este tipo, en línea con la doctrina constitucional sobre los límites del derecho de enmienda de los parlamentarios (por todas: STC 59/2015, RTC 2015, 59). En esencia, la doctrina del Tribunal Constitucional puede resumirse en dos ideas: (i) en primer lugar, que “en el ejercicio del derecho de enmienda al articulado, como forma de incidir en la iniciativa legislativa, debe respetarse una conexión mínima de homogeneidad con el texto enmendado, so pena de afectar, de modo contrario a la Constitución”; (ii) y en segundo lugar, que “los órganos de gobierno de las Cámaras deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo éstos pronunciarse de forma motivada acerca de la conexión”.

De conformidad con los argumentos expuestos por el Tribunal Constitucional sobre conexidad y homogeneidad de las enmiendas, los órganos de gobierno de las Cámaras –en el caso de las Cortes Generales, la Mesa o el órgano rector de cada Comisión– deben contar con un amplio margen de apreciación para determinar la existencia de conexión material entre enmienda y proyecto o proposición de ley objeto de debate, debiendo rechazar (inadmitir) únicamente aquellas enmiendas que de manera manifiesta y evidente no presenten conexión con el objeto de la iniciativa legislativa. Admitir lo contrario, en palabras del Tribunal Constitucional, “pervertiría la auténtica naturaleza del derecho de enmienda, ya que habría pasado a convertirse en una nueva iniciativa legislativa”.

Los vigentes artículos 109 a 111 del Reglamento de la cámara –sobre la Presentación de enmiendas-  no atribuyen a la Mesa (u órgano rector de la Comisión que corresponda) una función de control de contenido de las enmiendas presentadas por los grupos parlamentarios, previa a su calificación y admisión. Y aquí podríamos discutir sobre si la ausencia de regulación concreta eximiría a la Mesa de realizar ese control o no, teniendo en cuenta que ya contamos con doctrina constitucional aplicable al caso, más aún cuando se producen casos evidentes de desviación entre el objeto de la iniciativa y de la enmienda presentada. Con todo, creo que no estaría de más reformar el Reglamento, a fin de recoger el control preceptivo por parte de la Mesa y prever la inadmisión a limine de todas aquellas enmiendas que de manera manifiesta se aparten de la materia objeto de tramitación parlamentaria.

Más allá de consideraciones jurídicas, creo que es pertinente hacer una reflexión política sobre este tipo de prácticas parlamentarias. Algunos partidos todavía no han entendido la función deliberativa del parlamento. Venimos de una época en que prácticamente todas las cuestiones relevantes se despachaban por la vía del Decreto-Ley, asumiendo el Gobierno un papel preponderante en la función legislativa (en contra del carácter excepcional que el art. 86 CE atribuye a esta figura). Y también era habitual que el partido de gobierno contase con una mayoría parlamentaria clara, bien por ostentar mayoría absoluta, bien por haber transado con los partidos nacionalistas, muchas veces en perjuicio del interés general. En este contexto, puede ser comprensible que a algunos les cueste tanto entender para qué sirve un parlamento y la importancia de respetar los procedimientos legislativos en un sistema de democracia representativa. Resistencia al cambio, nada nuevo bajo el sol.

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