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El caso ERE: una mirada constitucional sine ira et studio, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

Hard cases make bad law”, reza un adagio jurídico del derecho estadounidense. Diría más, los casos sensibles políticamente hacen mal derecho y dificultan notablemente su análisis. Resulta difícil acercase a ellos sine ira et studio, más aún en la actual esfera de comunicación digital contaminada por la polarización política. Así que, permítaseme el atrevimiento de aproximarme al que creo que es uno de los casos penales más sonados de nuestro país, con el permiso de las investigaciones judiciales abiertas a la sra. Begoña Gómez: el caso ERE. No voy a ofrecer un análisis en profundidad de las sentencias y me limitaré a ofrecer algunas claves interpretativas desapasionadas que espero que puedan ser de utilidad a quienes quieran formarse un juicio sobre el asunto y más allá. Porque, en este caso, más que la resolución concreta del mismo me preocupa cómo se está desenvolviendo el debate público, las reacciones que está suscitando, muchas de las cuales, a mi entender, son una evidencia más del precario estado de salud de nuestra democracia.

Pues bien, el punto de partida fijado como hecho probado irrefutable (y que el Tribunal Constitucional no contesta, lógicamente) es que durante más de diez años la Junta de Andalucía, gobernada entonces por el PSOE, favoreció la creación de un entramado que facilitó graves actos de corrupción, a través de la adopción de toda una serie de decisiones (básicamente, mediante la adopción de anteproyectos y proyectos de leyes de presupuestos y a través de modificaciones presupuestarias) dirigidas a distribuir de forma ilegal subvenciones, evitando los controles jurídico-contables y las exigencias de publicidad en la concesión, con afectación a más de setecientos millones de euros.

A partir de ahí, el problema al que se enfrentó primero la Audiencia Provincial de Sevilla y luego el Tribunal Supremo era si las personas intervinientes en estas decisiones no solo incurrieron en infracciones administrativas y contables, sino si sus conductas también encajaban en los delitos previstos por nuestro Código Penal. En particular, en el delito de prevaricación administrativa, que castiga a la autoridad o funcionario público que adopte una resolución arbitraria a sabiendas de su injusticia, o en los de malversación de caudales públicos, que se produce cuando quien está encargado de administrar bienes públicos incurre en conductas desleales o indebidas en perjuicio de patrimonio público.

Sin entrar en detalles, sí que adelantaré que el encaje en algunos de los supuestos no era fácil. Si se me permite el símil, estaba claro que había un gran bosque fraudulento, propiciado por toda una serie de actos desviados, manifiestamente contrarios al interés general. En palabras del magistrado constitucional César Tolosa en uno de los votos particulares a las sentencias de este caso, “el juicio histórico de la sentencia no recoge hechos aislados sino una actuación muy compleja, integrada por un conjunto de decisiones, adoptadas por distintas autoridades administrativas, en un periodo de tiempo muy prolongado, pero dirigidas todas ellas a conseguir un único propósito, el otorgamiento de subvenciones excepcionales incumpliendo de forma absoluta los requisitos establecidos en la normativa sobre subvenciones”. Este era el bosque. El problema es que el derecho penal se construye castigando no por el bosque, sino por la siembra de arbolitos. Y aquí, cuando uno analiza arbolito a arbolito, se encuentra, por ejemplo, que dudosamente se podían considerar como “resolución” en un asunto administrativo, como exige el Código Penal, las actuaciones prelegislativas adoptadas por un Gobierno. O que puedan ser consideradas como arbitrarias determinadas transferencias una vez que habían sido aprobadas esas leyes que le daban una cierta cobertura, las cuales nunca fueron declaradas inconstitucionales. Aun así, las sentencias del Constitucional a los condenados más relevantes de los ERE conceden un amparo “parcial”, por lo que ahora la Audiencia de Sevilla tendrá que volver a dictar sentencia por aquellos “arbolitos” que claramente encajaban en los delitos. Es decir, la absolución no ha sido absoluta como consecuencia del amparo constitucional y pronto veremos la nueva condena, minorada, pero igualmente condena por haber cometido ciertos delitos.

Ahora bien, esta realidad (el hecho de que el Código penal no dé respuesta eficaz frente a estos graves supuestos de corrupción) invita a que debamos replantearnos tipos penales e, incluso, alguna arraigada categoría penal. Precisamente, desde la malograda Cátedra de Buen Gobierno de la Universidad de Murcia, unos meses antes de que la Vicepresidencia del Gobierno Regional encabezada por Vox decretara su cierre (decisión no enmendada, por el momento, por el Partido Popular) promovimos un coloquio al respecto: El derecho constitucional a una buena administración y su incidencia en el derecho penal. Invitamos a administrativistas, penalistas y también intervino el fiscal anticorrupción de la Región. Una ocasión de debate en la que sobrevolaron algunas cuestiones de interés: ¿Cómo podemos releer los delitos contra la Administración Pública, aquellos que más directamente castigan la corrupción, a la luz de este nuevo paradigma del buen gobierno? En particular, ¿podemos empezar a trasladar al ámbito público la lógica del administrador desleal o, cuando menos, negligente que está presente en el sector privado y, en especial, al ámbito penal? ¿Podríamos castigar penalmente ante faltas graves en el debido cuidado por una suerte de omisión impropia si los responsables públicos faltan a ciertos deberes de diligencia? ¿Puede situárseles en una suerte de “posición de garante” con respecto a la gestión que se realice en sus respectivos departamentos que pudieran suponer una grave desviación de esos ideales de buen gobierno? O, por el contrario, ¿llevar el derecho penal a estos extremos podría dar lugar a una excesiva judicialización de la política? Son temas que creo que merecen atención por parte de juristas y de los que el legislador debería tomar nota.

Pero, volviendo al caso en concreto de los ERE, las preguntas relevantes serían: ¿se ha excedido el Tribunal Supremo al aplicar estos delitos en la interpretación que ha realizado? ¿O ha sido el Tribunal Constitucional el que ha desbordado su jurisdicción como órgano de garantías al enmendar al máximo intérprete de la legalidad ordinaria, que es el Tribunal Supremo?

Mi respuesta seguramente va a ser decepcionante, porque, sin afán de resultar equidistante, veo problemas en lo resuelto por ambos tribunales. En mi opinión, los tribunales de justicia dieron una interpretación “atrevida” de esos delitos, si se me permite recurrir a un término no jurídico, ya que extendieron el sentido típico de las conductas castigadas, aunque lo hicieron con un especial esfuerzo de motivación. Un esfuerzo argumental que no evita que puedan formularse críticas muy sólidas a estas sentencias de la Audiencia y del Tribunal Supremo (recomiendo, en especial, ese análisis del profesor Quintero Olivares –aquí– o los más recientes del profesor De la Quadra –aquí, aquí y aquí–).

Sin embargo, no veo con la claridad que los autores antes mencionados que la interpretación de los órganos judiciales haya sido tan irrazonable. Porque ese, y no otro, es el canon de enjuiciamiento en el que puede apoyarse el Tribunal Constitucional en esa revisión excepcional que puede realizar de las decisiones judiciales. En concreto, el Tribunal Constitucional puede corregir una decisión judicial de acuerdo con el principio de legalidad penal (art. 25 CE) cuando la argumentación judicial hubiera resultado “ilógica o indiscutiblemente extravagante”, es decir, cuando estuviéramos ante una aplicación que carezca de razonabilidad por resultar “imprevisible para sus destinatarios”.

Se trata, como puede observarse, de un canon poroso y la doctrina del Tribunal Constitucional sobre el principio de legalidad penal, proyectada sobre el legislador y sobre jueces, ha sido un campo minado. Para una divulgativa panorámica sobre estas cuestiones pueden verse las recientes aportaciones del profesor Juan Antonio Lascuraín, en su día Letrado del Tribunal Constitucional (de forma general sobre los límites a la interpretación penal según el Tribunal Constitucional –aquí– y sobre el terrorismo en la jurisprudencia constitucional –aquí–). En general, dar la última palabra a un Tribunal Constitucional en la tutela de los derechos fundamentales, facultándolo a través del amparo a revisar lo decidido por los jueces, especialmente cuando el corregido es un Tribunal Supremo, genera tensiones inevitables. Ocurre siempre que a un órgano “supremo” se le pone alguien por encima (pensemos en las tensiones entre el Tribunal Constitucional federal alemán que, de cuando en cuando, le levanta el hacha amenazante el Tribunal de Luxemburgo). Y, en España, tenemos ejemplos míticos, casi esperpénticos, como los derivados del caso Presley y sus secuelas donde Tribunal Supremo y Constitucional se enfrentaron por la interpretación del derecho a la intimidad, llegando aquél a acusar a este de incurrir en el vicio de los “masoretas”; o, más reciente, la STC 62/2011, en la que un fragmentado Constitucional (aunque sin alineación ideológica exacta), tras examinar la valoración de la prueba, revocó la ilegalización de las candidaturas de Bildu decidida por el Supremo.

Sin embargo, estas tensiones no creo que justifiquen cuestionar el acierto de que nuestra Constitución haya atribuido la función de amparo al Tribunal Constitucional, como no se discute su esencial función revisando la constitucionalidad de las leyes, aunque ella dé lugar a desencuentros con el Parlamento. Es lo que tiene contar con un tribunal de garantías que limita al resto de poderes públicos para hacer valer la supremacía de la Constitución. Por ello, descarto alguna respuesta extravagante que apunta a reformar nuestra Norma Fundamental para cercenar o capar de competencias al Tribunal Constitucional. O aquellos que denuncian que cómo un órgano no integrado íntegramente por jueces puede enmendar a un Tribunal Supremo, olvidando que en los momentos más gloriosos del Tribunal Constitucional este estaba integrado por una amplia mayoría de académicos.

El problema creo que es otro. Y aquí está el gran elefante en la habitación, que llevamos advirtiendo con especial intensidad desde hace unos años, por lo que me toca, una vez más, volver a insistir en estas páginas: la pérdida de credibilidad del Tribunal Constitucional, de su auctoritas, culpa de unos partidos empeñados en nombrar a magistrados afines ideológicamente, que, para colmo, se esfuerzan en su ejercicio en no separarse de los intereses de sus patronos y cuyos vínculos políticos empañan el quehacer de sus decisiones (en este caso, con abstenciones que quizá hubieran debido darse y, más allá de lo jurídico, con fotos que revelan relaciones “comprometidas”). De ahí que lo que tengamos que recuperar es que los mejores vayan al Constitucional, juristas con indiscutible prestigio y lo más desvinculados del circuito político posible. En Hay Derecho propusimos algunas buenas prácticas para los nombramientos de magistrados constitucionales (aquí), que solo necesitan de voluntad política para aplicarse.

Por último, en este comentario no podemos obviar las reacciones de los principales partidos políticos a este serial del caso ERE, los cuales se afanan dialécticamente por barrenar nuestro orden institucional. Por un lado, desde el PSOE, aclamando como mártires a quienes han sido y volverán a ser condenados por uno de los más graves casos de corrupción de nuestro país. Y, desde el PP, disparando al mensajero, el Constitucional, cuya decisión, aunque discutible, tiene también buen fundamento, y cuyo principal flanco de crítica es la colonización partidista de la que el PP es absoluto corresponsable.

De forma que, en apretada síntesis, para terminar extraería las siguientes conclusiones: el caso ERE ha desvelado un gravísimo caso de corrupción que exige todo el reproche político y jurídico, desde el prisma contable y penal, aunque, seguramente, no tanto reproche penal como el que recayó. Aún así, no creo que quepa hablar de lawfare sino, como mucho, de un excesivo afán de nuestros jueces para evitar la impunidad ante tamaño bosque de corrupción. Y el Tribunal Constitucional, al corregir a los órganos judiciales, ha ofrecido también buenas razones para justificar por qué una parte de la condena pudo no resultar “previsible” de acuerdo con los dictados del Código penal, actuando como juez de garantías, que es su papel constitucional. El problema es que un juicio tan excepcional, con un canon tan poroso para la revisión de la aplicación de la ley penal, enmendando una sesuda condena del Tribunal Supremo en un tema tan sensible, para haber sido acogido de forma menos traumática habría requerido un Constitucional con una gran autoridad jurídica, que, por desgracia, no tiene hoy quien corona nuestro Estado constitucional. La insensatez de los principales partidos políticos, cada vez menos pudorosos a la hora de lanzar consignas iliberales, crea un caldo de cultivo terrible para la salud de nuestra democracia.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (23/07/2024).

El acuerdo de renovación del CGPJ: ¿hacia un nuevo modelo de justicia más independiente o vuelta al bipartidismo?

Finalmente, después de más de cinco años y medio de impasse, el 25 de junio de 2024, el PSOE y el PP consiguieron alcanzar un acuerdo para la renovación inmediata del CGPJ y la tramitación por el procedimiento de urgencia de la Proposición de Ley Orgánica de reforma de Ley Orgánica del Poder Judicial y del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal. El acuerdo permite desbloquear una situación de deterioro, que se había agravado tras la adopción de la LO 4/2021. La presente reforma había impedido a este órgano proceder al nombramiento de los altos cargos judiciales, creando una situación inasumible, que imposibilitaba el correcto ejercicio de la función judicial. Es suficiente pensar que ahora no hay que renovar solo los 20 vocales del Consejo, sino que inmediatamente después el órgano entrante tendrá que proceder a la designación de un centenar de nombramientos pendientes, entre los que se encuentran 26 magistrados del Tribunal Supremo, más del   30 % de la plantilla. La tarea no será sencilla, en absoluto, y los vocales tendrán que ponerse de acuerdo.  

El reparto de los vocales entre PSOE y PP, a primera vista, es equitativo, permitiendo anular en el inmediato el intento de «captura del Poder Judicial». Al respecto, dos son los perfiles que creo merecen la pena ser puestos de relieve: la vuelta al bipartidismo y la marcada orientación política de los futuribles vocales. Desde el primer punto de vista, si bien el mutuo acuerdo entre PSOE y PP asegura una cierta estabilidad, es índice de la persistente politización de este modelo y por lo tanto también de la justicia, con un impacto importante en la independencia judicial. 

Y desde el segundo, se observa que esta distribución de «cuotas» no es realmente representativa de las asociaciones judiciales presentes en España sino más bien de las distintas «sensibilidades políticas». Por ejemplo, se han designado a cinco representantes de la Asociación Profesional de la Magistratura (APM), que es la primera, y hasta 3 de la Asociación Juezas y Jueces para la Democracia (AJJpD), una asociación progresista, a la que están afiliados solo el 8% de los jueces, siendo por lo tanto su impacto a nivel nacional mínimo. Al contrario, no aparece ningún vocal de la Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFR), que es la segunda en España, y había presentado 6 candidaturas, ni de Foro Judicial Independiente, que sin embargo no tenía candidatos. También se ha criticado que no hay ningún representante de la Abogacía. Asimismo, la «vinculación política» reaparece con fuerza también en los futuribles vocales «laicos». No son perfiles políticos puros, pero es conocida la orientación política. 

En definitiva, y al margen de las críticas, también en este caso el juicio en su conjunto es positivo pero mejorable. Es positivo básicamente porque nos esperábamos un reparto mucho más partidario. En este sentido, no se puede olvidar que el objetivo final del Gobierno es anular el Poder Judicial para controlarlo y someterlo al Ejecutivo. Para ello, los nombramientos eran clave; por eso el PP ha intentado no ceder a las presiones recibidas durante mucho tiempo, pues de esta forma se estaba intentando salvar el último baluarte del Estado de Derecho.

En cambio, se comparte plenamente la propuesta de José María Macias Castaño para cubrir la vacante de Magistrado del TC, que le corresponde al Senado. Macías Castaño contribuirá a atenuar «la mayoría capturada» en el seno del Tribunal Constitucional, restableciendo un cierto equilibrio y orden interno. También es interesante poner de relieve que hasta ahora esa vacante no había sido una prioridad para el Gobierno, que ha intentado posponerla por razones obvias. 

Pero, ¿por qué el Gobierno ha cedido justo en este momento? La respuesta puede ser más sencilla de lo que parece. El Gobierno ha recibido presiones desde la UE, que actualmente está vigilando España no solo por la no renovación del Consejo sino también por los peligrosos efectos que lleva consigo la Ley Orgánica de Amnistía. Además, en el mes de julio, se publicará, con un poco más de retraso respecto a los años anteriores por el cambio de mandato en la Comisión Europea, el Informe del Estado de Derecho, y España podría verse incluida entre los Estados rebeldes en términos democráticos y constitucionales, en el mismo plano que Hungría, Polonia y Rumanía. En este sentido, solo la UE, junto al pueblo español, cuando se convoquen otra vez elecciones generales, puede conseguir limitar las «aspiraciones» de este Gobierno. 

Ahora bien, aunque pacta sunt servanda, ¿el acuerdo se cumplirá? Bolaños ya ha hecho algunas declaraciones en las que ha afirmado que el pacto no es vinculante en relación con el modelo para elegir a los nuevos vocales, que no habría quedado cerrado, y que le corresponde al CGPJ entrante elaborar una propuesta, basándose en el Derecho comparado. Evidentemente, esto no es lo que se deduce de los testimonios de las negociaciones, atendiendo a los que las dos fuerzas políticas se han comprometido a devolver a los jueces la designación de los vocales del CGPJ de extracción judicial, mediante un modelo de participación directa, que les permitiría designar a sus representantes. En definitiva, todo dependerá de lo que quiera el Sr. Presidente, pero es cierto que si el acuerdo se cumpliera nos dejaría respirar un poco, en un momento en el que ya estábamos todos al borde del abismo, pues la situación está degenerando a una velocidad increíble. No obstante, no podemos pensar que la democracia en España esté a salvo. El sistema se ha debilitado tanto, que necesita un cambio y una nueva regeneración política e institucional, que no sea solo aparente. 

Por último, para finalizar, en este do ut des que caracteriza todo tipo de negocio siempre hay alguien que cede más y, por lo tanto, se puede considerar el perdedor. En este caso, es evidente que la parte que ha tenido que ceder más ha sido el PSOE en representación del Gobierno, a pesar de lo que pueda decir. Por lo pronto, todos los intentos llevados a cabo en estos últimos años de modificar mayorías para la designación de los vocales, de controlar, manipular e imponerse en los nombramientos, las acciones de descrédito y el llamamiento al lawfare de momento de poco le han servido. Los jueces han resistido hasta ahora de forma encomiable a estas presiones y no se han plegado al poder, demostrando su independencia e integridad moral. Falta solo que también la ciudadanía se dé cuenta de lo que está ocurriendo y que cuando finalmente haya elecciones generales manifieste su disconformidad y opte por el cambio.

Enemigos del pueblo, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

“Enemies of the people” fue la portada del Daily Mail cuando, en el fragor del Brexit, la Corte Suprema resolvió que la decisión de abandonar la Unión Europea exigía la aprobación del Parlamento, a pesar de que el pueblo ya se había pronunciado a su favor. Se contraponía así democracia a legalidad, se situaba al Parlamento y los jueces frente al pueblo. De esta forma se manifestaban con absoluta claridad los postulados del populismo iliberal que corroe las bases de nuestras democracias. Y es que, en nuestra lógica democrática, aunque puedan existir tensiones, no caben tales contraposiciones. Todo lo contrario. Como reza el nombre oficial de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa: “For democracy through law”. Porque solo es auténtica democracia aquella regida por el imperio de la ley; y solo es legítimo el Estado de Derecho cuando se engarza en una sociedad democrática abierta y plural. Democracia e imperio de la ley son así dos conceptos inescindibles. Una democracia que se realiza, fundamentalmente, a través de la representación parlamentaria.

Ahora bien, presentar a los jueces como una casta togada y conservadora que se enfrenta al espíritu del pueblo es un truco muy viejo, también en democracia. Ya los revolucionarios franceses se preocuparon porque los jueces no fueran un obstáculo para la consecución de los avances que exigían la ruptura con el régimen anterior y de ahí la doctrina del juez como viva vox legis. Sin embargo, más recientemente, estos mensajes tienen unas connotaciones claramente iliberales en boca de quien ostentando un poder público no quiere rendir cuentas ni ser controlado. Así, podemos recordar el “jueces comunistas” que invocaba Berlusconi o cómo Trump y su séquito han sembrado la desconfianza en el sistema judicial norteamericano y en otro ámbito fundamental para una democracia, el orden electoral, por poner solo dos ejemplos. Y es que, como les explico a mis alumnos, la primera lección del manual del populista iliberal es capturar el poder judicial y, ante la resistencia del mismo, minar su credibilidad para luego poder justificar su asalto.

Por ello, creo que debe preocuparnos ver cómo en los últimos tiempos se ha deteriorado la confianza en el poder judicial en nuestro país. En general, España es uno de los países de Europa donde la confianza ciudadana en las instituciones es más baja y, en lo que aquí interesa, hay una extendida percepción entre la ciudadanía de que la justicia en España está politizada. De acuerdo con los datos de 2021 facilitados por el propio CGPJ, un 66% de los españoles considera que los jueces reciben presiones, lo que contrasta con la apreciación de los propios jueces donde tan solo un 10% comparten tal impresión. Y, según los datos publicados en 2023 sobre la imagen de la justicia en nuestro país, un 87% de los encuestados considera que los políticos tratan de influir en el poder judicial. Al final, el mantra de la “politización de la justicia” va haciendo mella en la ciudadanía.

Se trata, en mi opinión, de una desconfianza inducida de forma no ingenua, sino intencionada, por unos políticos que, para colmo, son los responsables fundamentales de muchos de los problemas que tiene nuestra justicia, empezando por la pérdida de credibilidad de algunos de sus órganos a consecuencia de la sistemática captura de los mismos por los partidos vía nombramientos.

En cualquier caso, no podemos quedarnos en señalar la culpa de los políticos. Si no queremos que se nos desmorone el sistema, debemos afrontar, con razones y sentido crítico, esa “percepción” de que la justicia está politizada, la cual tiene una cierta base real que la fundamenta, aunque creo que menor de lo que aparenta. No podemos permitirnos el lujo de que la ciudadanía siga desconfiando en la justicia. Lo escribía Balzac: “desconfiar de la magistratura es un comienzo de disolución social”. En realidad, desconfiar de nuestras instituciones, en general, es la semilla de esa disolución.

Pues bien, para afrontar este debate lo primero es sentar una premisa y desmentir un tópico falaz. La premisa es que la confianza en la justicia no es una creencia o fe ciega, sino que se sustenta en la existencia de todo un orden legal y de un sistema judicial que permite ir corrigiendo las desviaciones. Como en cualquier colectivo, puede haber un juez politizado que actúe movido por sus sesgos, pero, hasta llegar a Estrasburgo, tenemos mecanismos eficaces para corregir tales decisiones e, incluso, en los casos más graves, para exigir responsabilidades penales. Por tanto, por principio, no puede haber lawfare en un Estado de Derecho, porque, si un juez actúa de forma contraria a derecho, podrá ser corregido y castigado. Eso sí, la actuación desviada de un juez se observará, fundamentalmente, en cómo motive sus decisiones, sin que pueda juzgarse aquello que le haya movido en su fuero interno. De ahí que las actuaciones judiciales puedan criticarse, pero a partir de argumentos jurídicos centrados en la justificación que toda decisión judicial ha de tener, sin recurrir a descalificaciones ad hominem ni a especulaciones sobre unos motivos íntimos que desconocemos.

Luego, el tópico a desmentir: los jueces y magistrados son conservadores. Una cierta razón hay en señalar no ya a los jueces, sino a los juristas, como conservadores. El estudio del derecho inculca algo de ese espíritu, entendido como convicción de que el progreso exige también preservar, porque uno es consciente del legado que hemos recibido desde nuestros fundamentos en el derecho romano y cómo nuestro orden jurídico ha ido evolucionando y adaptándose, pero con problemas y principios que tienen mucho de inmutable cuando se trata de organizar la convivencia humana. Más allá, los datos revelan que no hay razones para sostener la afirmación de que nuestros jueces sean conservadores en un sentido ideológico fuerte. De hecho, más de la mitad de los jueces no se encuentran asociados y las dos asociaciones judiciales más directamente vinculadas con partidos (la Asociación Profesional de la Magistratura, que es la mayoritaria, con el PP, y la de Jueces y Juezas para la democracia, con el PSOE) no suman ni un tercio de los jueces y magistrados totales.

En cuanto al sistema de oposición, este puede dar lugar a un cierto sesgo de clase social (no ideológico), algo que es un problema compartido con toda la alta función pública española (sin que ello lleve a acusar a los abogados del Estado o a los TAC de ser “conservadores”). A mayores, solo un 5,96% de los jueces que acceden por oposición tiene algún familiar que sea juez o magistrado e, incluso, un 20-30% de los nuevos jueces, según la promoción, tiene padres sin estudios superiores. Eso sí, en torno al 95% de los jueces han necesitado el apoyo económico de sus familias, aunque poco a poco se va incrementando la política de becas.

A partir de aquí, el análisis de la politización de la justicia tendría que centrarse, a mi entender, en observar el Tribunal Supremo y, aunque no sean poder judicial, en dos órganos especialmente vinculados, por un lado, el Consejo General del Poder Judicial, que no ejerce función jurisdiccional, pero tiene una importante influencia en los nombramientos judiciales, y el Tribunal Constitucional. Y debe hacerse teniendo en cuenta el contexto en el que vivimos. Si los ingleses sufrieron su Brexit y los americanos tuvieron el asalto al Capitolio, en España sufrimos la embestida del populismo iliberal en la forma del procés el otoño de 2017, que nos ha dejado una política desbocada y un orden institucional herido.

Así, el Consejo General del poder judicial, que nació con el objetivo de alejar del Ministerio de Justicia determinadas decisiones sensibles (como nombramientos, ascensos o régimen disciplinario de los jueces), creo que a lo largo de estos años no ha cumplido con ese desiderátum como habría sido deseable. Sus vocales han dado demasiadas muestras de división por bloques y, cuando de nombramientos se trataba, aunque no creo que se haya producido una captura política de los altos puestos judiciales, sí que ha primado una lógica de cabildeo corporativo donde el patronazgo asociativo ha tenido un peso excesivo. Pero, sobre todo, este último periodo de bloqueo y de turbulencias políticas ha hundido la credibilidad del órgano, contaminando a todo el poder judicial. Veremos si los nuevos vocales son capaces de revertirlo, aunque sea mínimamente.

En relación con el Tribunal Constitucional, la situación es especialmente preocupante. No tengo estudios demoscópicos, pero creo no equivocarme si afirmo que su pérdida de credibilidad es muy profunda. La lectura jurídica de sus sentencias es cada vez menos importante, empañada por su división en bloques alineados ideológicamente cuando deciden casos sensibles ideológicamente. Una realidad inédita en nuestro país. Incluso, cuando se invocan precedentes polémicos (Rumasa, Estatuto catalán…), se obvia que en aquellos casos hubo división, pero no un alineamiento ideológico absoluto de sus magistrados. A este respecto, los culpables primeros de esta situación son los principales partidos que, de forma cada vez más acusada, han ido eligiendo magistrados con un alto perfil político y, aun peor, con probada docilidad hacia sus patronos políticos. Ahora bien, la responsabilidad última es de los propios magistrados que, una vez con la toga puesta, no se desprenden de ese patronazgo olvidándose, parafraseando a P. Rosanvallon, de que su primer deber es el de ingratitud con quien los nombró. Hoy, más que nunca, resulta imperioso releer aquel primer discurso de García Pelayo como primer presidente del Tribunal Constitucional para recordar su esencia como órgano jurisdiccional que corona un Estado constitucional de Derecho.

¿Y qué ocurre con nuestro Tribunal Supremo, que en los últimos tiempos se ha situado en el centro del debate político? Lo primero que sucede es que, en un contexto de turbulencias iliberales, las tensiones políticas terminan convirtiéndose en problemas jurídicos que le corresponde resolver a nuestro Alto Tribunal. La manida “judicialización” de la política es, en realidad, la consecuencia del auge de una política iliberal cada vez más expansiva, que desconoce los límites y controles al poder. Así que las salas de lo Penal y la de lo Contencioso-Administrativo del Supremo han tenido trabajo extra. La gran patata caliente fue el juicio penal a la insurgencia independentista, resuelta por unanimidad y con un proceso impecable –todo sea dicho–, pero también ha habido notables decisiones del Supremo controlando al Gobierno y a la Fiscalía, y, ahora, ha llegado el vendaval de la amnistía.

No es fácil para un órgano jurisdiccional lidiar con un contexto y unas causas como estas y creo que, en general, el Supremo lo ha hecho con tiento y acierto. Aquellos que lo acusan de estar “politizado” chocan contra la evidencia de que la mayoría de sus decisiones en casos polémicos han sido dictadas por unanimidad o por amplias mayorías (y no vale pensar que todos los magistrados del Supremo son conservadores, porque no es así). Ahora bien, nuestro Tribunal Supremo debería ser cuidadoso para no caer en lo que podríamos llamar la tentación del “justiciero”.

Ocurre, a mi entender, que el Supremo es consciente de su singular posición en la defensa del Estado de Derecho en un contexto como el ya descrito. Además, su Sala de lo penal ha intentado cubrir importantes espacios de impunidad a los que la ley no daba adecuada respuesta en casos en los que se observaba un bosque de actuaciones fraudulentas (caso ERE) o de graves ataques ante los propios cimientos de nuestra convivencia democrática (caso procés). Pero, al mismo tiempo, este encomiable afán le ha llevado a, si se me permite la expresión, jugar al fuera de juego en algunos casos (no en todos), extendiendo los contornos de su propia jurisdicción. Algo de ello creo que está presente en su última decisión sobre la no amnistía de la malversación. El problema es que este afán (a lo que ayudan poco algunos excesos retóricos de ciertas decisiones) puede terminar contribuyendo al mal que se quiere paliar, convirtiéndose en diana de alguna justificada crítica (y de muchas injustificadas o excesivas).

Por todo ello, en estos momentos en los que al régimen del 78 se le están abriendo las costuras, creo que debemos escuchar con detenimiento las admoniciones de nuestro Rey, reserva última del sentido de nuestras instituciones, quien está cumpliendo con escrupulosidad, sobriedad y prudencia con su papel como jefe del Estado en una monarquía parlamentaria. En concreto, en su discurso de la pasada Nochebuena recordaba que “cada institución, comenzando por el Rey, debe situarse en el lugar que constitucionalmente le corresponde, ejercer las funciones que le estén atribuidas y cumplir con las obligaciones y deberes que la Constitución le señala”. Una apelación a la autocontención institucional que en estos estresados tiempos resulta fundamental. Ya nos enseñó J. Bryce, y es predicable de nuestra Constitución, que las constituciones rígidas están construidas “como un puente de hierro de ferrocarril, hecho sólidamente para resistir la más grande presión del viento o del agua que probablemente caerán sobre él. Si los materiales son sólidos y la hechura buena, el puente resiste con aparente facilidad y quizá sin mostrar signos de esfuerzo o movimiento, en tanto la presión quede dentro del límite previsto. Pero cuando este límite es rebasado, puede romperse en pedazos de repente y completamente”. Ayudemos a descargar la nuestra con moderación, sabiendo cada uno, ciudadanos e instituciones, cuál es nuestro lugar.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (05/07/2024).

Si no priman los méritos, aparece la desigualdad en la Justicia, por Irene de Noriega y Cecilia de la Serna en ‘Artículo 14’

El techo de cristal no escapa al mundo de la judicaturaEl 56% de los jueces y magistrados en activo en el sistema judicial español son mujeres, según los datos de 2023 del informe sobre la estructura de la carrera judicial elaborado por el Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). Sin embargo, ellas siguen siendo minoría cuando llegamos a la cúpula del poder judicial.

España, un país que ha vivido una gran transformación social y que abandera el movimiento feminista, suspende sin embargo en esta materia: es uno de los estados miembros de la Unión Europea con menor número de mujeres en su Tribunal Supremo –el órgano que se encuentra en la cúspide del sistema judicial–, solo por delante de la República Checa, Dinamarca, y Malta.

Todos estos datos, recogidos en el Informe del Estado de derecho que elabora anualmente la Fundación Hay Derecho y cuya nueva edición se publicará próximamente, ponen de manifiesto una problemática estructural: la de la desigualdad de género, que tiene muchas explicaciones. Una, la más evidente, es la de la discrecionalidad de los nombramientos. Es decir, cuando estos nombramientos se realizan sin atender a requisitos objetivos, concretos y claros.

La discrecionalidad de los nombramientos en la cúpula judicial está directamente relacionada con la brecha de género que prevalece en la misma. Los datos no engañan: cuando las promociones profesionales se realizan con base en criterios objetivos, entonces se produce una distribución más equitativa de los cargos entre hombres y mujeres. Así, por ejemplo, cuando las promociones se realizan por escalafón –antigüedad– para órganos unipersonales, o por elección directa entre otros jueces –para las salas de gobierno de tribunales superiores de justicia y el Tribunal Supremo–, la distribución es casi paritaria: 2475 hombres, 2686 mujeres en las primeras y 65 mujeres, 70 hombres en las segundas. Sin embargo, ahí donde entra la discrecionalidad, el equilibrio se pierde: 50 hombres frente a 15 mujeres en el Tribunal Supremo o 43 hombres frente a 28 mujeres en la Audiencia Nacional.

Por otro lado, la discrecionalidad exige a los jueces y magistrados con aspiraciones de apuntar más alto un esfuerzo en la construcción de una agenda de contactos e influencias. Y, tal y como apuntaban las magistradas María Isabel Llambés Sánchez y Amparo Salom Lucas en el Blog Hay Derecho, «si ya nos resulta muy difícil el conciliar vida familiar y profesional, resulta impensable tener tiempo extra para mantener relaciones y contactos».

Mientras tanto, las mujeres siguen liderando las listas en el acceso a la carrera judicial y fiscal. Desde 2014, más mujeres que hombres superan en cada convocatoria la oposición. A nadie se le escapa que la oposición, con sus promotores y detractores, es un proceso objetivo basado en la capacidad de los aspirantes de superar las duras pruebas y largos años de preparación. En la última convocatoria, 96 mujeres accedieron a la carrera judicial, frente a 42 hombres. ¿Podrán llegar ellas también a lo más alto de la carrera judicial?

La reciente renovación del CGPJ, que termina con más de cinco años de bloqueo institucional, ha sido ampliamente celebrada. Con sus luces y sus sombras, es una buena noticia que se desbloquee el órgano. Pero no bajemos la guardia: la discrecionalidad sigue vigente, y sigue detrás de la desigualdad de género que impera en la cúpula judicial. A falta conocer cómo se van a desarrollar algunas de las medidas anunciadas, será crucial, por ejemplo, que la nueva comisión de calificación del CGPJ establezca criterios objetivos basados en el mérito y la capacidad que permitan, de verdad, que las personas más preparadas accedan a los puestos de responsabilidad. Veremos entonces si hay una distribución más equitativa.

Por el momento, sólo ocho de los 20 nuevos vocales acordados son mujeres. Además, ante el Tribunal Constitucional, el nuevo nombramiento no cambiará las tornas. Resulta paradójico que sólo una mujer, María Emilia Casas, lo haya presidido en sus más de 40 años de historia.

En 2021, la Asamblea General de la Naciones Unidas declaró el 10 de marzo como el Día Internacional de las Juezas (International Day of Women Judges) para promover la representación de las mujeres en el poder judicial. Quedan ocho meses para saber si el próximo 10 de marzo tendremos algo que celebrar.

Artículo originalmente publicado en Artículo 14 (29/06/2024).

​​La renovación del Consejo (y del TC), los cromos y la cosmética del bipartidismo en el régimen del 78, por Germán M. Teruel Lozano en ‘Letras Libres’

Después de varios años de un irresponsable bloqueo en la renovación del Consejo General del Poder Judicial y de uno de los magistrados del Tribunal Constitucional, desde la capital europea hemos visto una fumata que anunció el acuerdo entre nuestros principales partidos. Pero ¿cómo hemos llegado hasta aquí? ¿Estamos ante una auténtica fumata blanca?

La premisa creo que puede ser compartida por todos: urgía acabar con esta situación de bloqueo. Llevamos ya un lustro largo de devastación institucional consecuencia de una polarización que incapacita para alcanzar consensos con el adversario político, la cual está minando las bases de nuestros regímenes políticos (uso el plural, porque no es un problema solo de España). Las constituciones nacidas de las cenizas de la II Guerra Mundial fueron constituciones de “consenso”, no solo porque en su momento original nacieran con un apoyo político transversal especialmente amplio, sino porque en su propio diseño presuponían una forma de concebir la política que reclama el entendimiento de las principales fuerzas políticas que en el centro-derecha y centro-izquierda aglutinan a una amplia mayoría social, al menos cuando se trata de decidir sobre las reglas del juego democrático y su arquitectura institucional. Bloqueos como el vivido no son más que la muestra de cómo se ha deteriorado esa “empatía” que resulta imprescindible para la supervivencia del régimen político del 78. Si, para colmo, el bloqueo se acompaña de propuestas con aroma indudablemente iliberal (como reformar sin consenso el estatuto de un órgano constitucional capándolo de sus competencias constitucionales o se amenaza con rebajar las mayorías para “colocar” a los propios si no había acuerdo), el resultado es explosivo. En nuestro caso, ha supuesto no ya solo el descrédito político, sino también un hondo deterioro de la confianza en el Poder Judicial.

De ahí que, a mi entender, debamos felicitarnos por el solo hecho de que PP y PSOE hayan alcanzado un acuerdo. Algo que, por cierto, ha sentado bastante mal a aquellos partidos que no pierden oportunidad de entonar su delenda est 78. Por tanto, como primera conclusión, aunque con muchas cautelas porque las dinámicas políticas son las que son, celebremos que ¡todavía hay esperanza para el régimen del 78! Se trata, además, de un acuerdo en el que no hay borrones que lo oscurezcan de forma radical. No estamos, como en la renovación del Constitucional de noviembre de 2021, ante un pacto votado con “la nariz tapada”. Eso sí, a aquellos que deseamos larga vida al régimen del 78 nos deja un sabor agridulce porque sus luces no ocultan sus muchas sombras.

Los borrones

En primer lugar, una cuestión estética pero que afecta a la sustancia: resulta desolador ver a nuestros representantes políticos tutelados por la Comisión Europea para cumplir con una obligación constitucional capital para la vigencia del Estado de Derecho. La imagen deja a nuestra clase política a la altura del betún, pero, sobre todo, ha supuesto un acto de auténtico vilipendio a nuestro Parlamento, relegado a mera comparsa, sin que ninguno de los presidentes de las dos Cámaras haya pestañeado a lo largo de todos estos años. Un proceso que no ha hecho sino constatar que la democracia parlamentaria que nominalmente proclama nuestra Constitución ha sido sustituida por una partidocracia (en realidad fue sustituida, porque viene de lejos).

En segundo lugar, la luz del desbloqueo se ve ensombrecida porque el acuerdo no se extiende al segundo de los grandes problemas que pesaban sobre el Consejo: su forma de nombramiento. Algo en lo que venía insistiendo la Comisión Europea en sus informes anuales sobre la situación del Estado de Derecho en España era en que la preocupación era doble: por un lado, la falta de renovación, pero, por otro, la necesidad de adoptar medidas para adecuar su forma de elección a los estándares europeos. Y sobre esta última cuestión el acuerdo PP-PSOE pega una patada hacia adelante al diferir en el tiempo y en el sujeto la concreción del modelo, encomendando al nuevo Consejo la responsabilidad de aprobar un informe, en el plazo de seis meses, sobre la elección de los vocales judiciales, que deberá contar “con la participación directa de jueces y magistrados que se determine”, y que deberá vestirse de forma que contente a la vigilante Comisión Europea. Un compromiso crítico (y críptico) que, para colmo, el propio Bolaños y Patxi López han descafeinado en declaraciones públicas. Aun así, creo que el margen de maniobra es estrecho, ya que en el marco europeo se ha forjado un estándar ya consolidado que impone que, allí donde hay consejos judiciales, su composición sea mixta, de forma que al menos la mitad de sus miembros sean elegidos por y entre los propios jueces y magistrados. Ese era también el sentido de nuestro diseño constitucional, tal y como quedó reflejado en la primera regulación orgánica, que fue reformada en 1985 para llevarnos al modelo actual que tantos problemas ha dado: que los veinte vocales sean elegidos por el Parlamento. Por tanto, el sentido de nuestra Constitución y los estándares europeos marcan el dictado de la reforma con un signo claro: volver a que los doce vocales judiciales sean elegidos por y entre los jueces y magistrados, siguiendo una lógica de representación corporativa, y los ocho no togados, juristas de reconocido prestigio, sean nombrados por las Cortes. Así que más le vale al PSOE dejar de seguir insistiendo en la idea de que el Consejo tiene que ser elegido democráticamente, porque no es como una “asociación de petanca”. Un mantra que dista de ser así: su legitimidad no está en la elección parlamentaria de sus vocales, sino en lograr la autonomía del órgano, cuya legitimidad se sostiene en la idea de imparcialidad descrita por P. Rosanvallon. Donde sí que habrá que afinar será en el diseño del sistema electoral que se articule para votar a los vocales judiciales, en el cual deberían incluirse cautelas para evitar el predominio de las asociaciones judiciales. Por otro lado, para la elección de los vocales no togados, juristas de reconocida competencia, el gran avance sería exigir que se abriera un concurso público para que se pudieran presentar candidatos y que, antes de la designación política, hubiera una evaluación por una comisión técnica (como se previó para RTVE, por mucho que el sistema se haya terminado pervirtiendo), en lugar de teatrillos en audiencias parlamentarias. Pero nada de esto está en el acuerdo.

Partitocracia

Por lo demás, entrando de lleno en el contenido de lo acordado para el desbloqueo, la lista de los vocales del Consejo y del propio magistrado constitucional también tiene sus propias luces y sombras. La luz, quizá tenue, es que en general se ha rebajado el perfil político de los designados, evitándose que sean muchos los “sapos” a tragarse (Echenique dixit en la renovación de 2021 del Constitucional). Igual que, al menos por pudor, esta vez no se ha confirmado (aunque intuimos que esté pactado), el nombre del futuro (seguramente futura) presidenta del TS y del CGPJ. Ahora bien, estos motivos de “discreta” celebración no deben esconder que la lógica que sigue imperando es la partitocrática de las cuotas para ir colocando afines: el ya “clásico” (y desgraciado) reparto de cromos. Tú pones diez y yo otros diez, el TC para ti y la presidencia del TS para mí… Una lógica que en su día el Tribunal Constitucional, con una cierta dosis de ingenuidad, advirtió que resultaba incompatible con el espíritu de la Constitución.

De hecho, aunque entre los designados hay algunos perfiles interesantes por su independencia y prestigio profesional, apenas se acerque un poco la lupa a la lista se pueden rastrear con facilidad los vínculos políticos y las filiaciones asociativas de la mayoría de los nominados. Nuevamente, el prestigio profesional palidece ante la afinidad que, en el caso de los judiciales, se traduce en cómo ciertas asociaciones judiciales se garantizan sus cuotas de poder, mientras que se orilla a jueces no asociados o a aquellos afiliados a asociaciones con menos sintonía con los partidos. Además, el nombramiento de José María Macías como magistrado constitucional confirma un cursus honorum en el que el Consejo es un banco de pruebas de la lealtad al partido que acredita para saltar luego al Constitucional. Amén de que, en este caso, optar por una persona que se ha manifestado públicamente muy crítica y ha informado en contra de la ley de amnistía puede suponer un error estratégico del PP, ya que su apariencia de imparcialidad puede ser contestada cuando tenga que resolver los correspondientes recursos.

Responsabilidad histórica

Aun así, creo que el nuevo Consejo merece un voto de confianza y ojalá que sea consciente de la responsabilidad histórica que pesa sobre sus espaldas para recomponer la confianza en el sistema judicial español. Algo que exigirá que sus vocales ejerciten ese “deber de ingratitud” hacia quien les nombró, como nos recuerda siempre Jiménez Asensio, siguiendo al ya mencionado P. Rosanvallon. En especial, su gran desafío será eludir componendas de conciliábulo y dejar de jugar a ese nocivo reparto de cromos político-asociativo, aunque ello suponga que, el día de mañana, tengan que volver con modestia, pero con la cabeza alta a sus correspondientes destinos profesionales, sin el patronazgo ya de los partidos a sus respectivas carreras.

Además, también hay una moderada luz en las medidas de “acompañamiento” que se contemplan en la proposición de ley orgánica de reforma del poder judicial y del estatuto orgánico del ministerio fiscal. Bien está exigir 20 años de experiencia profesional en la carrera judicial para ser nombrado magistrado del Tribunal Supremo y, sobre todo, como veníamos solicitando desde Hay Derecho y otras entidades civiles, que se dificulten las puertas giratorias política-judicatura (el salto a la política ya no se hará con servicios especiales, sino como excedencia voluntaria en la mayoría de los casos) y que se impongan unos periodos de enfriamiento para quienes hayan estado en la política y quieran volver a ejercer como jueces y para pasar a Fiscal General del Estado. Ya no más ministros saltando de inmediato a la cabeza de la Fiscalía. Una pena que no se haya extendido a magistrados constitucionales.

De igual forma, bien está extender la mayoría de 3/5 para nombramientos del Consejo en casos hasta ahora no cubiertos (presidentes de audiencias provinciales y del magistrado del TS que controla al CNI), pero la clave no es tanto la mayoría como la práctica: da igual que se exija una mayoría muy cualificada si luego se hacen “cestas” de cargos en las que se los reparten por cuotas.

Pero, sobre todo, esta ampliación de las mayorías y la creación, también prevista, de una Comisión de Calificación en el seno del CGPJ para informar sobre los nombramientos judiciales no debe distraernos de cuánto más tendría que haberse avanzado en estos ámbitos para garantizar una valoración objetiva del mérito y la capacidad. Por un lado, como propuso el todavía presidente del CGPJ, el sr. Guilarte, tiene sentido estudiar que los cargos gubernativos (presidentes de audiencias, TSJ y salas) sean elegidos directamente por los propios jueces del territorio o sala afectados. Y, por otro lado, habría que ir más allá a la hora de limitar la discrecionalidad del Consejo de magistrados del Tribunal Supremo. Porque, como sabemos, esta es la facultad que hace tan goloso políticamente al Consejo. A este respecto, más que una comisión de calificación integrada solo por vocales del propio Consejo, se tendría que haber apostado por un comité evaluador semejante al que se conforma para un tribunal de oposición, y habrá que ver en qué se traduce esa invocación genérica que incluye la propuesta de que la selección se realizará atendiendo a una “valoración objetiva” de la trayectoria profesional.

Por último, vistas las disparatadas propuestas de alguno de los socios del actual Gobierno sobre las oposiciones judiciales, es un consuelo comprobar que en la proposición de ley presentada por el PP y el PSOE se afirme que “se mantiene el sistema actual de acceso a la carrera judicial y el vigente sistema de formación”. Creo que habría mucho que mejorar en el mismo y siempre he apostado por una lógica tipo MIR para nuestras oposiciones a los altos puestos funcionariales, pero, a la vista de las circunstancias, mejor no remover. Lo que sí que se muestra manifiestamente insuficiente es el anuncio de una provisión anual de 200 plazas al año para jueces y fiscales. Nuestro país es uno de los que menos plantilla de jueces per cápita tiene de Europa y, en general, la Justicia ha sido la hermana pobre de los servicios públicos de nuestro país. Va siendo hora de que nos la tomemos en serio.

Por tanto, fumata gris, si lo que nos preocupa no es ya el bloqueo, sino las causas profundas del mal funcionamiento del Consejo y preservar la independencia del Poder Judicial. De forma más general, toda esta experiencia evidencia la “resiliencia” de nuestro bipartidismo (necesaria para sostener el régimen del 78, aunque no necesariamente con los partidos que ahora la forman –ya en su día el PP sustituyó a la UCD–). Pero, al mismo tiempo, la vocación regeneracionista de los principales partidos cotiza hoy muy a la baja y se muestra puramente cosmética. Cómo insuflar el compromiso con las instituciones a nuestra vida política actual sigue siendo una tarea pendiente para nuestro país.

Artículo originalmente publicado en Letras Libres (28/06/2024).

Falta profesionalidad en la dirección de las empresas públicas, por Safira Cantos en ‘El Español’

Se busca directivo de empresa pública. Volumen de negocio: 1.000 millones de euros; empleados a cargo: 5.000; salario: 158.000 euros anuales. Requisitos: Formación: la que tenga. Experiencia de gestión: la que se pueda. Experiencia en el sector: ninguna. 

Parece broma, pero no lo es. ¿Cómo es posible que en las empresas públicas no haya requisitos y procedimientos de selección de sus máximos directivos? Estamos ante responsabilidades de primera división de gestión pública, y no hay un sistema que asegure que los responsables a quienes se pone al frente tengan un perfil acorde a esa responsabilidad. No son puestos subalternos en los que se pueda admitir una experiencia cualquiera, porque alguien espabilado y con empuje se pueda poner al día pronto.

No, dirigir una empresa pública no puede ser ni un cómodo retiro ni una oportunidad singular de aprendizaje y contactos para quien ocupa el cargo. Porque es una oportunidad para el país. Esa oportunidad es de los ciudadanos, que merecemos que la gestión pública empresarial esté en las mejores manos posibles. Y que no sea así tiene un enorme coste de oportunidad para sectores estratégicos en los que se ha reservado la forma pública precisamente por la función de interés general a la que deben servir.

La igualdad ante la ley, y su correlativo de igualdad en el acceso a la función pública (art. 23 de la Constitución) no significa que cualquiera vaya a cualquier puesto de responsabilidad. No hay mayor perversión y allanamiento a la tropelía que concebir la igualdad de oportunidades como supresión de requisitos. Por el contrario, con ello se asegura que la desigualdad regirá, pues el acceso queda al albur del servicio al partido de turno.

Cuando una acción impacta de manera individualizada sobre nosotros lo tenemos claro: no nos dejaríamos operar por alguien sin formación en medicina y cirugía, o no queremos que nuestros hijos en su etapa escolar estén en manos de personas sin conocimiento en la materia o sin competencias pedagógicas. ¿Y qué sucede cuando trasladamos esta obviedad al terreno de la gestión pública general?

Entonces, ¿por qué la discrecionalidad propia del liderazgo político de lo público puede ser utilizada en contra del propio interés público? Una cosa es tener margen de confianza en quien se nombra y otra, bien distinta, asaltar los entes públicos como espacio cainita de poder en el que colocar a los afines, poniendo recursos públicos al servicio de intereses partidistas. ¿Se puede generalizar? No. Ni sería ni justo ni conveniente.  Por eso es de sumo interés analizar en detalle y medir lo que está pasando. Es lo que hemos hecho en la Fundación Hay Derecho con El Dedómetro: un estudio que mide el mérito y la capacidad de los máximos responsables de entidades públicas. 

La muestra es de 40 entidades, entre las que hay empresas públicas (Correos, Adif, Renfe, Loterías del Estado o Paradores son algunas), museos, autoridades independientes y organismos reguladores (la AEPD, la CNMV o el Banco de España, entre otros). El periodo incluido es de 20 años, abarca ocho legislaturas, con gobiernos de diferente color político, tanto de partido único como en coalición. El total de directivos examinados: 215.

En la investigación se evalúan la formación, la experiencia profesional general, la experiencia de gestión y la específica en el sector; sobre ello se pondera un factor de vinculación política. En la foto resultante, solamente 39 de los 215 directivos alcanzan el 8 sobre 10, que sería una calificación deseable para cargos de esta envergadura. Pero hay otros datos mucho más relevantes: la politización de los perfiles nombrados es una tendencia en aumento y la rotación se ha disparado. La mitad de los máximos dirigentes de estas entidades públicas no alcanza los tres años de permanencia al frente de las mismas. Y hay algún ejemplo de escándalo: la Entidad Pública Empresarial del Suelo (SEPES), que ha tenido ocho responsables distintos en solo 15 años. ¿Cómo va a ser posible llevar a cabo un plan estratégico mínimamente cabal en estas circunstancias?

También se han evidenciado casos en los que se elige a sus responsables por su solvencia técnica. Son ejemplo positivo la AIReF (Autoridad independiente de responsabilidad fiscal) o –hasta ahora– el Banco de España. En general, los entes regulados como “autoridades independientes” son más exigentes en el perfil y también más estables al tener un mandato con duración preestablecida. En cambio, entre las empresas públicas nos encontramos con un grupo que tiene en común estar presididas una y otra vez por personas no idóneas para el puesto, como si se tratase de retiros políticos. Otro grupo de empresas, el más numeroso, lo mismo tiene al frente a una persona cualificada que a otra que nada tiene que ver con la materia que va a dirigir. Y esto es lo más preocupante: que sea posible cualquier cosa al frente de las empresas públicas. Esta falta de profesionalidad en la dirección pública empresarial no tiene parangón en nuestro entorno comparado, pero sí tiene solución. 

La primera es no asumir desde la ciudadanía que las empresas públicas dependan del mangoneo político de turno, exigir convocatorias públicas y abiertas, con procedimientos selectivos transparentes con base en requisitos objetivos previamente definidos. Es común que en empresas privadas haya procesos de selección competitivos. ¿Por qué, sin embargo, para dirigir las empresas públicas no puede generalizarse este flujo de talento?

El Estatuto Básico del Empleado Público habla de mérito y capacidad, criterios de idoneidad, procedimientos de publicidad y concurrencia, así como evaluación de acuerdo con criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad de gestión y control de resultados. Suena bien, luego, ¿por qué las empresas públicas están excluidas de esto?

El mejor incentivo que podría tener un directivo público profesional es saber que va a ser valorado por su gestión, no por su docilidad para satisfacer intereses ajenos a la misión de la entidad que dirige.

Y el mejor incentivo social es tener acceso a una rendición de cuentas de la gestión pública con absoluta transparencia.

La investigación y todos sus datos se encuentran accesibles en https://www.hayderecho.com/dedometro-2024/.

Artículo originalmente publicado en El Español (23/06/2024).

Jueces imparciales

Creo no equivocarme al afirmar que la recusación judicial no es un asunto que suscite el interés del público. De tanto en tanto los medios de comunicación dan cuenta de la recusación de jueces en algún asunto de interés para la prensa. Lo hemos visto últimamente en dos ocasiones. Una, en el conocido como «caso Barbate», en el que se investiga el asesinato de dos Guardias Civiles al ser embestidos por una embarcación destinada al transporte de droga, cuando un investigado recusó a la jueza instructora por portar durante un interrogatorio una pulsera de la Guardia Civil. Otra, al recusar el Fiscal General del Estado a los magistrados del Tribunal Supremo que deben resolver el recurso interpuesto por una asociación de fiscales (APIF) contra su nombramiento para el cargo, basada en que los recusados estaban «contaminados» por haber dictado sentencia en un asunto anterior en la que, al anular un nombramiento efectuado por el Fiscal General,  atribuían a este haber incurrido en desviación de poder. En ambos casos se cuestionó la imparcialidad de los magistrados, pero ninguna de las noticias ha abierto un verdadero debate acerca de la importancia que la imparcialidad judicial tiene para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho. 

Igualmente, es frecuente que desde el ámbito judicial se alcen voces que, al alertar sobre los riesgos que afronta actualmente el Estado de derecho, insistan en la defensa de la independencia judicial, pero rara vez mencionan la imparcialidad. Sin embargo, es ella el verdadero elemento vertebrador del sistema de justicia en cuanto instrumento de resolución pacífica de conflictos.

Es cierto que el artículo 117 de nuestra Constitución, a diferencia de los convenios internacionales más relevantes en la materia, no incluye la imparcialidad entre los atributos de los jueces y magistrados a quienes encomienda en exclusiva el ejercicio de la potestad jurisdiccional – y sí lo hace con la independencia -. Sin embargo, el  Tribunal Constitucional (TC) ha entendido que la exigencia de que el juez sea imparcial está implícita en el derecho a un proceso con todas las garantías consagrado en su artículo 24.2 (STC 113/1987, de 3 de julio; STC 145/1988, de 12 de julio).

La independencia judicial consiste, en esencia, en que el juez, en el ejercicio de su función, no está sometido a ningún tipo de orden, mandato o injerencia, de hecho o de derecho, en particular procedente de cualquier poder del Estado, incluido el judicial. Ahora bien, no basta con ser independiente, porque se puede gozar de independencia y, sin embargo, incurrir en parcialidad al resolver un determinado asunto (por ejemplo, porque se tenga un fuerte interés particular en el mismo). La independencia es requisito o condición de la imparcialidad, porque difícilmente podrá el juez mantenerse neutral y generar en el ciudadano la confianza en que lo es mientras esté sujeto a órdenes o injerencias de terceros. Pero no es suficiente.

El juez independiente tiene que ser, además, imparcial. Y es la imparcialidad la que permite que los ciudadanos puedan confiar razonablemente en que la solución dada a su caso será «justa» (esto es, basada exclusivamente en la ley y no en otras razones ajenas a ella), puesto que tal confianza reposa en la certeza de que el sistema garantiza suficientemente que el juez que decide es, en efecto, juez y no parte – es decir, que no actúa para favorecer a alguna de las partes enfrentadas en el pleito -. Si la ley es igual para todos, el juez que la aplica tiene que permanecer neutral en el litigio.

En esto consiste, en efecto, la imparcialidad: en la ausencia por parte del juez de cualquier prejuicio, sesgo o interés de cualquier clase capaz de influir en su decisión, inclinándole a tomar a priori una posición determinada en relación con las partes o con el asunto. El juez es imparcial cuando permanece ajeno a las partes y a la propia cuestión debatida, a la que se enfrenta sometido en exclusiva a la ley y con una absoluta libertad de criterio, la cual debe ser incluso preservada frente a sus propias simpatías, antipatías, convicciones o prejuicios (STC 8/2024, de 16 de enero).

No se trata, como es obvio, de que el juez no tenga criterio propio sobre un asunto (personal, político, ideológico, religioso, etc), sino de que ello no interfiera en el proceso de escucha activa de los argumentos de las partes, valoración racional de la prueba y aplicación técnica y razonada conforme al estándar constitucional del Derecho que configuran la esencia de su función.

El sistema legal procura preservar la imparcialidad del juez mediante la abstención y la recusación. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) enumera en su artículo 219 hasta 16 causas que obligan al juez a abstenerse y permiten a las partes recusarle si no lo hace. Además, ignorar conscientemente una causa de abstención da lugar a responsabilidad disciplinaria (artículo 417.8 LOPJ).

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), al que ha seguido nuestro TC, distingue en su jurisprudencia (por todas, sentencia de 15 de octubre de 2009, Micallef c. Malta) dos planos de análisis que no están completamente separados: uno subjetivo, basado en la existencia de convicciones y comportamientos personales del juez que le inclinan a tomar partido previamente; y otro objetivo, que se centra en establecer si el tribunal (por su composición, por factores de naturaleza gubernativa u orgánica o por las relaciones de cierto tipo existentes entre los jueces y otros actores en los procedimientos) ofrece suficientes garantías para excluir cualquier duda legítima sobre su imparcialidad. Mientras que la imparcialidad subjetiva del juez se presume – por lo que quien la cuestiona tiene que aportar una prueba en contrario -, la objetiva proporciona una garantía adicional al ciudadano, ya que le permite acreditar que se dan circunstancias objetivas y verificables, que, al margen de lo que sucede en el fuero interno del juez, justifican desde el punto de vista de un observador externo sus dudas sobre la parcialidad del tribunal.

Al regular las causas de abstención y recusación, la LOPJ identifica aquellas circunstancias verificables que, de forma tasada, caracterizan supuestos en los que no es esperable que el juez mantenga la neutralidad debida o, cuando menos, son susceptibles de generar una duda legítima en el ciudadano acerca de su parcialidad (parentesco con alguna de las partes, enemistad manifiesta, amistad íntima, interés en el asunto, haber tomado decisiones relevantes sobre dicho asunto anteriormente, etc). La existencia de este marco legal es un dato relevante, aunque no definitivo, en la jurisprudencia del TEDH. Pero el contexto actual obliga a los jueces, en mi opinión, a ir más allá del mismo, por más que el plano de la legalidad sea obviamente el más importante.

Debe quedar claro, ante todo, que la recusación de un juez no pone en entredicho su profesionalidad. Constituye, por el contrario, una garantía en beneficio de la legitimidad del sistema. Como dice el TEDH (sentencia citada, 98) «la justicia no solo debe realizarse, también debe verse que se realiza», ya que lo «que está en juego es la confianza que debe inspirar en el público un tribunal en una sociedad democrática».

Si lo que está en juego es la credibilidad de nuestra justicia y ello atañe a una esfera que pertenece a nuestro quehacer profesional, los jueces deberíamos plantearnos hasta qué punto el contexto actual afecta al modo en el que debemos afrontar el cumplimiento del deber de imparcialidad.

Más allá de respetar, como es obvio, el régimen legal de la abstención y la recusación, si desde un punto de vista subjetivo la parcialidad tiene que ver con  prejuicios y preferencias que interfieren en la decisión neutral del juez, será inevitable que este mantenga un esfuerzo activo y continuo para preservar su propia libertad de criterio. Este es el campo propio de actuación de la ética profesional, que debe identificar y reforzar las reglas éticas esenciales para evitar el riesgo de parcialidad.

Desde un punto de vista objetivo, el juez debe actuar dentro y fuera del proceso de modo que evite que recaigan sobre él dudas o sospechas de parcialidad. Como hemos dicho, tales dudas no determinarán su deber de abstención a menos que vengan respaldadas por algún dato objetivo que las convierta en razonables para un observador externo. Pero cuando surjan de un contexto general de desconfianza hacia los tribunales, como sucede en muchos casos hoy en día, su mera formulación contribuirá a su vez a reforzar aquella percepción general sobre el sistema judicial. Para cerrar el círculo, la percepción que la sociedad tenga del sistema influirá en la valoración que, a propósito del examen de la imparcialidad objetiva, se haga en cada caso acerca de la legitimidad de la duda expresada.

Vivimos tiempos caracterizados por un indisimulado ataque al poder judicial. En este contexto, los jueces debemos reforzar nuestro compromiso con la preservación de nuestra imparcialidad. Más allá del deber de abstención y de la posibilidad de que seamos recusados, es imprescindible que reafirmemos nuestro compromiso ético para mantenernos imparciales. Desde el rigor y la reflexión, hemos de ser críticos con los comportamientos incompatibles con ese compromiso. Y, especialmente, debemos ser exquisitos en nuestro comportamiento dentro y fuera del proceso, porque, como señala el TEDH, en esta materia incluso las apariencias importan. Solo así lograremos salvaguardar la confianza de los ciudadanos en nuestro trabajo.

Elección de vocales del CGPJ: un sistema corporativo, pero no corporativista

Pocos asuntos han sido tan estudiados como el sistema de elección de los vocales judiciales al Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) y pocos análisis sobre un tema han resultado ser tan infructuosos. Pese a que el Tribunal Constitucional ya avisó allá por 1986 en su sentencia de 29 de julio del riesgo que existía de que el sistema de elección parlamentaria de los doce vocales judiciales frustrara la finalidad de la Constitución si las cámaras olvidaban el objetivo perseguido (la pluralidad del órgano) y atendiesen únicamente a la división de fuerzas existentes en su propio seno para distribuir los puestos a cubrir, la profecía cumplida no ha traído como consecuencia un cambio legislativo. Tanto es así que, en pura lógica jurídica, podemos afirmar que el artículo 567 de la Ley Orgánica del Poder Judicial ha devenido inconstitucional por este motivo, al cumplirse los temores expuestos entonces por el Alto Tribunal. 

Es también amplio el debate acerca de si es necesario reformar la ley antes que renovar el CGPJ. En mi opinión, frente a lo que teóricamente sería preferible, ha de primar la necesidad democrática de, en primer lugar, ser realistas y aceptar que no va a poder reformarse la Ley en esta legislatura al exigirse una mayoría cualificada que ninguno de los dos partidos mayoritarios está dispuesto a formar. El fracaso que ha supuesto la retirada por el Gobierno del proyecto de Ley del Suelo ante la falta de apoyos; el rechazo de Sumar, PP, ERC, Junts, PNV y EH Bildu a tramitar la proposición de Ley de prostitución y proxenetismo registrada por el PSOE; la decisión del Gobierno hecha pública el pasado marzo de no tramitar la Ley de Presupuestos Generales del Estado para 2024; o la tendencia a aprobar los escasos textos legislativos que han visto la luz a través de la figura del Real Decreto Ley, pintan un escenario de evidente parálisis legislativa. La hipotética reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial sería imposible, al requerir el beneplácito de dos fuerzas políticas enfrentadas a caraperro. 

En esta situación asfixiante de descrédito institucional, aunque algunas asociaciones de jueces y organizaciones de sociedad civil han apostado por exigir la reforma previa a la renovación, desde otros flancos –como Hay Derecho– se reclama la reforma inmediata del órgano para salvar la crisis, con el compromiso activo de cambiar la ley con posterioridad. De hecho, desde esta última Fundación, se ha propuesto una alternativa basada en la elección por sorteo de los vocales que, unida a la vía Guilarte de elección de los cargos gubernativos por elección directa de los jueces y magistrados del territorio u órgano en cuestión, paliaría casi en su totalidad la injerencia de los partidos políticos en la elección tanto de los vocales como de la mayoría de los cargos discrecionales pendientes de elección. Las soluciones propuestas salvarían la situación actual, permitirían la normalización de las instituciones y acabarían con la parálisis del órgano que lleva más de 2.000 días en situación de interinidad. Cada día que pasa sin que se renueve el CGPJ, la situación empeora exponencialmente y la imagen de la Justicia (y de los jueces) que nada podemos hacer porque se revierta la situación, sufre una degradación constante. 

Cierto es que, un amplio sector de la sociedad civil, la mayoría de las asociaciones judiciales y un amplio respaldo de los jueces reclaman la reforma de la Ley Orgánica del Poder Judicial para que seamos los jueces y magistrados quienes elijamos a doce de los veinte vocales, interpretando sistemáticamente el artículo 122 de la Constitución y acomodándolo a las recomendaciones europeas en materia de independencia judicial. Ahora bien, hay que ser cautos y exigentes con la forma en la que tal reforma se haría, so pena de trasladar a la Carrera Judicial los mismos vicios de los que adolece el actual sistema de elección de los vocales. 

No le falta razón a Vicente Guilarte en su carta dirigida a las Cortes Generales el pasado abril cuando afirma que las «Asociaciones Judiciales ideológicamente próximas a ambas formaciones políticas, tras exigir insistentemente la renovación, se reafirman en la irrenunciabilidad de las posiciones –elección parlamentaria o corporativa— que sus afines políticos sostienen. Exigencia de renovación, por la que claman todos los actores del sistema, y a la par monolítica persistencia en el modelo que cada uno defiende me resultan en cierta medida incompatibles. Ello permite pensar, al menos indiciariamente, que el problema no está en optar por una u otra fórmula de renovación, pues la alternativa a la hoy vigente no haría sino perpetuarlo. Frente a tal realidad es mi idea que deben buscarse soluciones intermedias que conjuguen las bondades de uno y otro sistema o, al menos, que eludan sus deficiencias». En efecto, hay dos asociaciones judiciales a quienes les va en juego mucho con la renovación del órgano. Desde 1985 –año en que entró en vigor el actual sistema de elección de los vocales del CGPJ– ha habido seis Consejos con 71 vocales de procedencia judicial de los cuales 35 pertenecían a la Asociación Profesional de la Magistratura (APM) –asociación mayoritaria en la carrera judicial con 1.413 asociados (un 26% de la Carrera está asociada a APM)– y 28 a Juezas y Jueces para la Democracia (JJpD) –tercera asociación en número de asociados, 434, un 8% de la Carrara Judicial–. El resto de vocales que ha habido se dividen en 1 pertenecientes a la Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) –segunda asociación en número con 885 asociados– y 7 vocales judiciales no asociados. Para contextualizar los datos, es preciso afirmar que un 57,8% de la Carrera Judicial se encuentra asociado, frente a un 42,2% de no asociados. 

El dato más relevante es que todos los vocales pertenecientes a APM fueron propuestos por el PP, mientras que todos los pertenecientes a JJpD (salvo uno que propuso Izquierda Unida) lo fueron por el PSOE. Si bien APM no se identifica con ninguna ideología política mientras que JJpD no duda en manifestarse como progresista, la correlación es elocuente, como también lo es el hecho de que JJpD, antes de que el PSOE estuviera en el gobierno, defendiera un sistema de elección de los vocales judiciales por los jueces; algo que ha abandonado definitivamente para apoyar un sistema de elección parlamentaria, como propone el PSOE, ahora que este partido se encuentra en el Gobierno. 

No yerra Guilarte cuando advierte de lo incompatible de la exigencia de APM y JJpD en que se renueve el órgano cuanto antes y que, a la vez, APM mantenga la actual postura del PP en cuanto a la necesidad de modificar la ley para que los vocales judiciales sean elegidos por los jueces y que JJpD apoye la posición del PSOE de que la elección sea parlamentaria. Genera desconfianza que ambas asociaciones, cuyos vocales tradicionalmente han sido elegidos por uno u otro partido, defiendan la posición de cada uno de ellos. Conviene recordar una vez más que el PP ha podido cambiar la ley para favorecer la elección por los jueces con cualquiera de sus mayorías absolutas (en las últimas elecciones en las que obtuvo Mariano Rajoy la mayoría absoluta lo llevaba, de hecho, en su programa electoral) y no lo ha hecho. Solo ahora, cuando está en la oposición bloqueando la renovación, es cuando vuelve a pedir la reforma del sistema. 

Pudiera darse la situación de que el problema del reparto de vocales se trasladara de Ferraz y Génova a las sedes de APM y JJpD. O incluso que, si no se aplicaran medidas correctoras, la asociación mayoritaria (APM) lograse los doce vocales judiciales mediante una votación masiva y ordenada a sus doce candidatos, algo que ya consigue en la mayoría de las Salas de Gobierno de los Tribunales Superiores de Justicia de España, con algunas excepciones en las que la Asociación Judicial Francisco de Vitoria –sola o en compañía de otras asociaciones y/o magistrados no asociados– se ha hecho con dicha mayoría. Por eso, en mi opinión, no basta con pedir que se reforme la Ley Orgánica del Poder Judicial para que sean los jueces los que elijan a los doce vocales judiciales, sino que, en el mismo nivel de importancia y como conditio sine qua non, ha de exigirse un sistema de elección de esos vocales que garantice la pluralidad y la concurrencia en igualdad de condiciones de todos los miembros de la Carrera Judicial que opten a ser elegidos vocales. 

La Asociación Judicial Francisco de Vitoria (AJFV) y la asociación Foro Judicial Independiente (FJI), que juntas suman casi tantos asociados como APM, en 2022 hicieron una propuesta de elección de vocales que introduce elementos de corrección al sistema mayoritario puro y duro y que permitiría una mayor transversalidad de los vocales de procedencia judicial. La propuesta parte de la elección directa por los miembros de la Carrera Judicial en activo de los doce vocales de procedencia judicial, pero mediante un sistema que garantice la pluralidad proporcional en su composición: cada elector podrá votar a un máximo de seis candidatos que hayan obtenido los avales estipulados; y que el voto sea «cualificado», es decir, se asignarían más puntos al primer votado que al segundo, y así sucesivamente. Reducir el número de candidatos que cada juez pueda votar de doce a seis impedirá que se pueda adulterar el resultado a través de una organización interna de las asociaciones mayoritarias (APM y AJFV) para impedir que bien se vote a los doce vocales de la primera por una mayoría de sus asociados copando todos los puestos, bien que se pacte entre ellas o con terceras asociaciones una lista en la que se repartan los vocales. El voto a seis garantizará el reparto sin injerencias, especialmente ponderando a los que más votos saquen. 

Por otra parte, la propuesta incluye que todas las asociaciones judiciales puedan presentar candidaturas, pero también que lo puedan hacer agrupaciones de electores. Las candidaturas completas deberán necesariamente presentar, como mínimo, un candidato de la categoría de Magistrado del Tribunal Supremo, un candidato de la categoría de Magistrado y un candidato de la categoría de Juez. El artículo 122.3 de la Constitución exige que el CGPJ tenga vocales de las tres categorías de jueces, si bien se incumple el precepto en la medida en la que no se nombran candidatos de categoría juez. Junto a las propuestas de candidatos de las asociaciones y agrupaciones de electores, se mantendría la posibilidad de que jueces a título individual que logren los avales fijados puedan optar a ser vocales del CGPJ. 

Finalmente, la proposición de AJFV y FJI incluye una previsión consistente en que, para evitar futuras parálisis del órgano cuando este llegara al fin de su mandato, el CGPJ pudiera continuar su trayectoria tras la elección de los vocales judiciales, funcionando provisionalmente con estos hasta que el Poder Legislativo eligiera a los ocho vocales restantes, procedentes de juristas de reconocida competencia. No olvidemos que esto sería posible en la medida en la que, tras el cambio legislativo, las Cortes Generales no intervendrían en la elección de los de procedencia judicial, solo en el resto (los ocho restantes). 

Pese a lo razonable de la propuesta, una vez situados en el escenario de modificación de la LOPJ conforme a los estándares europeos para evitar la injerencia de los otros poderes en el judicial, ni JJpD ni APM se han unido a las otras dos asociaciones, dando la callada por respuesta. Que JJpD no se adhiera no deja de ser consecuente con su posición de elección parlamentaria que, repito, ha adoptado cuando el PSOE ha llegado al gobierno. Que no lo haga APM es, a mi juicio, inexplicable, salvo que con dicho modelo APM se vea obligada a frustrar sus expectativas en cuanto a su representatividad en el órgano de gobierno de los jueces y eso no le convenga. 

Por tanto, y a modo de resumen, en la situación actual de paralización del órgano, es imprescindible instar su renovación cuanto antes, siendo la propuesta de Hay Derecho una solución eficaz y temporal que evitaría la injerencia de los grupos parlamentarios en la elección de los vocales. Ahora bien, una vez la situación política sea proclive a la modificación del texto legislativo, con unas cámaras operativas y no sometidas a inestables pactos de gobierno, no basta con reclamar una reforma legislativa que dé a los jueces la potestad de elegir a doce de los veinte vocales. Es imprescindible que la elección sea corporativa, pero no corporativista. Es necesario para ello que se establezcan mecanismos de corrección como los propuestos por AJFV y FJI para garantizar la pluralidad del órgano y evitar trasladar a la elección corporativa los defectos arrastrados por la elección parlamentaria actual. Finalmente, me adhiero a la propuesta de Vicente Guilarte de que sean los jueces de cada órgano o territorio los que elijan de forma democrática a sus presidentes, como así sucede con los decanos y con los miembros de las Salas de Gobierno. La falta de influencia política en estos nombramientos discrecionales restaría atractivo al CGPJ y los políticos abandonarían sus luchas partidistas para repartirse el pastel. 

Para la elección de los miembros del Tribunal Supremo, Guilarte hace una propuesta que no termina de convencerme. Creo que lo importante en este caso es que se valoren méritos objetivos y objetivables para su designación, dando lugar a resoluciones motivadas susceptibles de control jurisdiccional. Pero eso daría para otra entrada de blog. 

EDITORIAL: Propuesta para el desbloqueo de la renovación del CGPJ a través de un sorteo

En relación con la insoportable situación del bloqueo del CGPJ queremos presentar una propuesta desde la sociedad civil dado que nuestros políticos parecen incapaces de alcanzar un acuerdo para renovarlo primero y reformarlo después, tal y como nos exige la Unión Europea.

Hay que partir de que el reconocimiento como Estado democrático comporta que, entre otras funciones, las Cortes Generales están llamadas a designar a miembros de otros órganos constitucionales confiriéndoles así una legitimación democrática, aún indirecta. Ahora bien, cuando se trata de nombramientos para vocales que integran el órgano de gobierno del Poder Judicial, encargado de defender la independencia de Jueces y Magistrados, como advirtiera el Tribunal Constitucional, no cabe repartirse los cargos a cubrir «en proporción a la fuerza parlamentaria» de las distintas fuerzas políticas y es exigible que se supere la lógica del Estado de partidos para preservar la mayor independencia de los seleccionados (STC 1081986, de 29 de julio). Precisamente por ello, la Constitución exige para este tipo de nombramientos su adopción por mayorías políticas reforzadas que exigen alcanzar amplios consensos.

Por esa razón, ante el bloqueo actual es necesario buscar mecanismos alternativos que permitan superar una situación enquistada. La solución planteada por Podemos de rebajar las mayorías reforzadas (en la actualidad 3/5 partes) no es, obviamente, el camino para superar la extremada politización del órgano, que es la razón última del incontestable fracaso del modelo actual. Además ya fue rechazado en su momento por la UE, y recordemos que los jueces españoles son también jueces europeos encargados de la aplicación del Derecho comunitario: de ahí el profundo interés de la UE en preservar la separación de poderes en los Estados miembros. Este tipo de soluciones pueden verse, y con razón, como un ataque a esta separación de poderes.

Por ello, en Hay Derecho pensamos que el sorteo se presenta como un mecanismo de designación que, por neutralidad, plantea indudables ventajas. Este no sólo ha sido un método que cuenta con relevantes antecedentes históricos, sino que en nuestro país ha demostrado su funcionalidad en el ámbito de las Juntas Electorales, encargadas de algo tan fundamental en una democracia como es la preservación de unas elecciones limpias. De esta forma, no solo se sale del bloqueo, sino que se evita que los candidatos deban directamente su nombramiento a un partido.

La solución que proponemos no exige reformas legislativas, sino simplemente un pacto de los principales partidos de votar a los candidatos que resulten del sorteo. Lo planteamos como solución transitoria que permita devolver la normalidad al CGPJ mientras se acuerda un nuevo sistema de elección que evite al tiempo el bloqueo y la politización del órgano. Se abriría por tanto un periodo de reflexión que permitiría, o eso esperamos, alcanzar con sosiego y sin urgencias un modelo de elección que evite los problemas evidenciados con el actual, que ha fracasado sin paliativos. En este contexto, más que de hablar de modelos conceptuales opuestos y binarios “elección parlamentaria o democrática” vs “elección corporativa o censitaria” -que a día de hoy sirven más de bandera de enganche para los distintos bandos que para una reflexión digna de tal nombre- se trataría de abordar los cambios que, a la luz del Derecho comparado europeo, permitan asegurar que no volveremos a llegar a una situación tan esperpéntica como la actual.

Como de lo que se trata es de que la solución sea aceptable por todos, ofrecemos dos alternativas. La primera supone una cierta moderación del azar permitiendo a los representantes parlamentarios excluir de las bolsas de candidatos aquellos que se consideran menos idóneos. La segunda consiste un sorteo sencillo entre los candidatos.

Recordemos en primer lugar que hay 20 vocales, 12 son vocales judiciales (elegidos entre Jueces y magistrados) y 8 no judiciales (juristas de reconocida competencia).

I.- ALTERNATIVA 1 (preselección con descarte y sorteo)
Se realizaría un sorteo dentro de unas bolsas de candidatos que estarán integradas por el quíntuple de puestos a cubrir. En concreto:

a. Veinte candidatos a vocal del Consejo a nombrar por el Congreso en el turno de juristas de reconocida competencia.

b. Veinte candidatos a vocal del Consejo a nombrar por el Senado en el turno de juristas de reconocida competencia.
c. Treinta candidatos a vocal del Consejo a nombrar por el Congreso por el turno judicial, distribuidos por categorías para respetar las proporciones mínimas establecidas por el art. 578.3 LOPJ.
d. Treinta candidatos a vocal del Senado a nombrar por el Congreso por el turno judicial, distribuidos por categorías para respetar las proporciones mínimas establecidas por el art. 578.3 LOPJ.

Para la conformación de las correspondientes bolsas de candidatos, se seguirá el siguiente procedimiento:

1. Formación de las bolsas de candidatos: Para la preselección de los candidatos se atenderá al procedimiento legalmente establecido para cada uno de los órganos. En especial:
a. Para la renovación de vocales no judiciales del Consejo, los Presidentes del Congreso y del Senado instarán a cada grupo parlamentario a realizar sus propuestas de candidatos. El número de candidatos será de cincuenta y le
corresponderá a cada grupo un número de candidatos proporcional a los diputados de cada grupo.
b. Para la renovación de vocales judiciales del Consejo, los Presidentes del Congreso y Senado acordarán la conformación de las correspondientes bolsas, sin exclusiones, las personas incluidas en la lista facilitada por el Presidente del Tribunal Supremo de acuerdo con el art. 578 LOPJ y que se hayan postulado conforme al art. 567 LOPJ.

2. Descarte por la Comisión de nombramientos de Congreso y Senado: si los candidatos presentados superan el número de integrantes que corresponde a cada una de las bolsas, en las Comisiones de nombramientos de Congreso y Senado se procederá al descarte de candidatos a través de votaciones sucesivas. En cada votación, los parlamentarios elegirán un nombre para su descarte, siendo excluidos de la bolsa de candidatos los dos que obtengan más votos. Las votaciones se irán repitiendo hasta alcanzar el número de integrantes que han de componer la bolsa. A tales efectos, se podrán realizar audiencias parlamentarias con el objeto de examinar a los candidatos.

3. Sorteo: la elección de los vocales, así como de sus suplentes, se realizará por sorteo entre los candidatos incluidos de forma definitiva en la correspondiente bolsa, con el compromiso de los grupos parlamentarios de ratificar el resultado final.

II.- ALTERNATIVA 2 (presentación de candidatos y sorteo, sin descartes)
– Para los no judiciales: cada grupo propone 4 candidatos. Se haría una bolsa con los 8 del PP-PSOE, de la que saldrían 3, y otra bolsa con los del resto de grupos parlamentarios, de la que saldría 1.
– Para los judiciales: se procede directamente al sorteo entre los que incluidos en la lista del punto 1.b anterior

Cabría incluso simplificar esta alternativa aún mas, limitándola a los miembros de la carrera judicial, y aún más si se limitara la bolsa a la que en su día se presentó (aunque consideramos más lógica y más ajustada a Derecho su actualización).

En todo caso, esta renovación debe venir acompañada de la reforma del sistema de nombramientos que hace el CGPJ en la línea propuesta por Guilarte, y que inicialmente fue bien recibida por el Gobierno.

Como ha señalado el actual presidente del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ), la crisis que los partidos han provocado en este órgano es tal que no basta su renovación para solucionarla. Es necesario también modificar la intervención del Consejo en los nombramientos, dando mayor protagonismo a los jueces y reduciendo la discrecionalidad de esos nombramientos. La propuesta del profesor Vicente Guilarte de crear al efecto una comisión de expertos para proponer los candidatos, de manera semejante a como sucede en Alemania, nos parece acertada. También es necesario reformar el sistema de elección, siguiendo los criterios que marca la Unión Europea, y sobre ello también ha hecho propuestas esta fundación, con cautelas para evitar que la elección por los jueces lleve a la politización de la que tratamos de salir, esta vez a través de las asociaciones.

Pero eso no quiere decir que la renovación no sea urgente, sobre todo porque ante el bloqueo, el PSOE y sus socios aprobaron una modificación legal que impide al CGPJ  en funciones realizar nombramientos, lo que ha dejado al Tribunal Supremo y a otros tribunales con más de un 30% de plazas vacantes, con gravísimo perjuicio para la Justicia y los ciudadanos. Esta es la razón de la urgencia de esta propuesta. También pensamos que una vez desbloqueado el CGPJ, el ritmo de los nombramientos debería producirse en un periodo de tiempo razonable y no de golpe, valga la expresión. Esto permitiría también aquilatar el nuevo sistema de nombramientos si, como esperamos, se llega a adoptar.

Esto garantizaría la no politización de esos nombramientos y reduciría el efecto de que el azar propiciara unas mayorías de uno u otro signo. Teniendo en cuenta que con el sistema de sorteo no se sabe quien saldrá favorecido (el «velo de la ignorancia Rawlsiano»), conviene a todos reducir la discrecionalidad de los nombramientos por el CGPJ, objetivando los nombramientos de los más altos cargos judiciales. En ese sentido, el acuerdo es absolutamente mayoritario.

Esperamos que esta propuesta sea de interés para nuestros políticos y para todos los agentes involucrados, empezando por las asociaciones judiciales. Desde Hay Derecho mostramos nuestra total disposición a actuar como organización facilitadora de cualquier posibilidad de acuerdo sobre nuestra propuesta o sobre cualquier otra que intente superar la actual situación con ánimo constructivo. Y recordemos que para llegar a un acuerdo si hay dos posiciones incompatibles, las dos tienen que ceder en algo.

Las urnas y las togas (la legitimidad del juez en una sociedad democrática)

De un tiempo a esta parte, cada vez con mayor fuerza, se elevan en el debate público voces que abogan por acometer determinadas reformas en el sistema judicial aludiendo a la falta de legitimidad democrática de los jueces.

Este argumento no es nuevo y hace referencia a una cuestión que ha interesado a numerosos juristas a lo largo del tiempo. Lo específico del momento actual es que, en no pocas ocasiones, no se trae a colación por su interés teórico, sino a modo de envoltorio ilustrado del mensaje que verdaderamente se quiere transmitir a la opinión pública: el de que es contrario al principio democrático que un juez pueda adoptar sus decisiones en contra del criterio expresado por la mayoría política salida de las urnas.

Quizá convenga comenzar recordando que, como se ha explicado tantas veces, la legitimidad democrática de los jueces no deriva de que sean elegidos por sufragio, de ahí que este sistema sea muy minoritario en las democracias occidentales. Si el voto directo no es imprescindible para la legitimidad democrática del juez, menos aún tendrá relevancia el que la designación de magistrados proceda, directa o indirectamente, de un parlamento. Desde este punto de vista, la encendida defensa del actual sistema de elección íntegramente parlamentario de los vocales del CGPJ está desenfocada. El sistema será bueno o malo por otras razones, pero no añade ni resta un ápice a la legitimidad democrática de los jueces.

En realidad, la cláusula del Estado democrático de Derecho no impone un determinado modelo de selección de los jueces, ya que lo fundamental es que se garanticen las notas esenciales de la jurisdicción, señaladamente la imparcialidad e independencia de quien ha de juzgar. La concreta forma de articular en cada país el proceso de nombramiento del juez dependerá de factores históricos, sociales y políticos que condicionan el modo en que puede lograrse mejor aquel objetivo.

La legitimidad democrática del juez deriva, recordemos, de su sometimiento a la ley democrática. Cuando el artículo 117.1 de la Constitución (CE) dice que «la justicia emana del pueblo y se administra en nombre del Rey por Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, independientes, inamovibles, responsables y sometidos únicamente al imperio de la ley», está vinculando la función de administrar justicia con el principio democrático plasmado en el artículo 1.2 CE. La justicia, al igual que los otros poderes del Estado, tiene su origen en el pueblo español, único titular de la soberanía nacional.

Desde otra perspectiva, la justicia que administran los jueces es aquella que, como concreción de un valor superior de nuestro ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE), se ha plasmado en las leyes aprobadas por el parlamento democrático. Por lo tanto, ese valor de la justicia que el poder judicial, como organización estatal destinada a resolver en Derecho los conflictos sociales, está llamado a satisfacer, procede también del pueblo, puesto que la forma de componer aquellos conflictos es, precisamente, aplicando la ley.

El principio democrático está presente de otras formas – aunque de menor intensidad – en el ejercicio de la potestad jurisdiccional. Se puede vincular al mismo la exigencia de que la selección de los jueces se base en los principios de igualdad, mérito y capacidad (artículos 23.2 y 103.3 CE). Y, en particular, el artículo 125 nos dice que «los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado (…) así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales», a los que se refiere el artículo 19 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

El hecho de que la justicia se administre en nombre del Rey no afecta en nada a la legitimidad democrática del juez. Al margen de reminiscencias históricas, en nuestra Constitución corresponde al Rey, como Jefe del Estado, una función simbólica expresiva de su unidad y permanencia (artículo 56.1 CE), de ahí que esté presente en todos los actos de autoridad del Estado mismo. Así, el Rey sanciona y promulga las leyes y expide los decretos acordados en el Consejo de Ministros (artículo 62). Y, por la misma razón, las sentencias se pronuncian en su nombre. De la misma manera que las leyes son sancionadas por el Rey y es él quien, al pie de las mismas, manda «a todos los españoles, particulares y autoridades, que (las) guarden y hagan guardar», el juez pronuncia su fallo en nombre del Rey, que simboliza al Estado.

En realidad, la crítica basada en el argumento de la falta de legitimidad de los jueces trae causa de una determinada concepción de la democracia misma.

España no es un Estado democrático sin más, sino un «Estado social y democrático de derecho» (artículo 1.1). La expresión define algo más – y algo distinto – que la mera yuxtaposición de los tres elementos (Estado social, Estado democrático y Estado de Derecho). Prescindiendo ahora de la cláusula del Estado social, el Estado democrático de Derecho es, en esencia, un Estado en el que el poder público tiene su origen en el pueblo, que participa también en su ejercicio a través, fundamentalmente, de representantes. Pero dicho ejercicio del poder está limitado mediante normas destinadas a preservar la libertad de cada individuo, considerada el fundamento de la comunidad política. Esta libertad individual se proyecta, a su vez, sobre la participación política de cada ciudadano en el ejercicio del poder, lo que en último término protege a las minorías y, de este modo, condiciona la prevalencia del criterio mayoritario en el proceso de toma de decisiones. Esta interrelación entre las exigencias derivadas del principio democrático y las del Estado de Derecho da lugar a la democracia liberal, que es nuestro modelo político.

Este modelo, hoy en día, se está agrietando. Estamos asistiendo a un progresivo proceso de desgaste que separa y contrapone la cláusula del Estado democrático a la del Estado de Derecho. Subyace una concepción de la democracia centrada en el principio mayoritario como fundamento de  legitimidad en todos los ámbitos de la vida pública. De ahí que se entienda que cualquier límite que se oponga al ejercicio del poder así legitimado representa una traba inaceptable al libre desenvolvimiento del principio democrático. Por eso para describir a los Estados que se han visto arrastrados por procesos de esta índole se utiliza el término «democracias iliberales» (esto es, no liberales).

En ese empeño por hacer desaparecer los límites a los que está sometido el poder político salido de las urnas, el poder judicial, como elemento institucional básico en la arquitectura del Estado de Derecho cuya función esencial es, precisamente, limitar el ejercicio del poder, se ha convertido en un objetivo principal.

La pugna está servida. Veremos el desenlace en estos próximos años.

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