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La ley lo puede todo (hasta lo que no puede)

Me propongo en este post, con el límite de caracteres que implica, abordar, aunque sea de manera superficial, una cuestión compleja que posee una importancia crucial en nuestro sistema democrático. Democracia, entendida no sólo como el acto de depositar un voto cada cierto tiempo, sino como control de poderes y garantía de derechos de los ciudadanos. Me estoy refiriendo al avance sin piedad, a la fagocitación paulatina por parte del Ejecutivo y de la Administración sobre el resto de los poderes, merced a la actuación del Legislativo.

El admirado e independiente Alejandro Nieto decía que estamos asistiendo no ya a una invasión del Ejecutivo, sino a lo que es más grave, a un control total de estos por parte de los partidos y estos, a su vez, por la voluntad de sus dirigentes, lo que provoca una crisis en el sistema constitucional.

Pongamos un ejemplo reciente. Según la prensa, la alcaldesa de Ripoll, Silvia Orriols, ha sido multada con 10.000 euros por la administración de la Generalitat de Catauña por expresiones xenófobas y ello al amparo de lo dispuesto en la Ley catalana 19/2020 de igualdad de trato, que contiene un catálogo sancionador. Orriols afirmó al parecer que «la identidad catalana está amenazada» y que «una Cataluña islámica supondría violaciones grupales y matrimonios forzados». La primera conclusión que debemos extraer, es que nos hallamos ante una sanción administrativa y no ante un delito del artículo 510 del Código Penal. Este precepto establece la imposición de una pena a quienes públicamente fomenten, promuevan o inciten directa o indirectamente al odio, hostilidad, discriminación o violencia contra un grupo. De haber sido castigada por la comisión de un delito al realizar semejantes afirmaciones, estaría vetado sancionar esta conducta en el ámbito administrativo en aplicación del principio de non bis in idem. Pero no. En este caso no se ha dictado sentencia condenatoria, sino que se trata de una sanción administrativa al amparo de una normativa autonómica.

El artículo 20 de la Constitución consagra la libertad de expresión como derecho fundamental cuyos límites son otros derechos del mismo rango. El artículo 81, por su parte, determina que las leyes que desarrollen este derecho deben tener el carácter de orgánicas, lo que exige una mayoría absoluta del Parlamento para su aprobación.

El Tribunal Constitucional por ejemplo y entre otras muchas, en la sentencia nº 35/2020 de 25 de febrero, o la anterior sentencia nº 177/2015 de 22 de julio, aclaran el concepto de «libertad de expresión» y lo entienden de manera amplia, si bien limitado en supuestos en los que determinadas manifestaciones puedan constituir delitos que inciten al odio, en consonancia con la doctrina del TEDH. Precisamente y por ello en nuestro Estado, mediante Ley Orgánica, el Código Penal en su artículo 510 tipifica la conducta de expresión en este sentido apuntado. Incluso el Tribunal Constitucional exige que, cuando se condene, el tribunal explique y motive el porqué las manifestaciones proferidas exceden de la libertad de expresión y no son simplemente el ejercicio de una opción política legítima. 

La Constitución, en sus artículos 148 y 149, establece un régimen de competencias entre el Estado y las respectivas Comunidades Autónomas. La igualdad es competencia exclusiva básica del Estado, al igual que lo es la inmigración.  Sin embargo, la Ley catalana 19/2020 por la que se sanciona a la Sra. Orriols no determina con claridad, más allá de hacer referencia a generalidades, qué título competencial le atribuye la posibilidad de castigar expresiones de odio no delictivas por parte de una ciudadana que, además, es alcaldesa.

De lo hasta aquí expuesto cabe colegir que, mediante una ley de dudosa constitucionalidad, un Parlamento autonómico ha conferido a la Administración la posibilidad de limitar la libertad de expresión de los ciudadanos, sin cumplir de manera clara los parámetros constitucionales y con asentimiento de quienes podrían evitarlo. Frente a ello, al ciudadano sólo le queda recurrir la decisión ante la jurisdicción contencioso-administrativa, que tendrá que, o bien aplicar la ley y ratificar la sanción de la conducta –pues esas expresiones se incardinan en las infracciones contempladas en un texto normativo– o plantear una cuestión de inconstitucionalidad si considera que el precepto aplicado entra en contradicción con la Constitución Española. Mientras tanto, el ciudadano recurrente deberá contratar un abogado o un procurador, solicitar la suspensión cautelar y un aval, etc.

En este caso como en otros muchos, la ley (sobre todo las que tienen naturaleza de Real Decreto Ley y de Decreto-Ley autonómico) se utiliza como cobertura formal ajena al control judicial con el fin de que la administración actúe en base a sus prerrogativas conforme a los deseos, a los pactos y a los intereses de partidos políticos que son sabedores de la prevalencia y la aparente legitimación que otorgan los votos. En distintas ocasiones puede comprobarse cómo las leyes se han usado no con carácter de generalidad y por un bien común en abstracto, sino al amparo de oportunismos electoralistas de grupos concretos. Ahí se halla la Administración, para cumplir y ejecutar lo regulado por ley, sin que tampoco las personas que la integran puedan hacer otra cosa. Por desánimo y agotamiento en unos casos, por temor a desembolsos importantes en otros, por «no querer problemas», los ciudadanos nos sometemos frente a quien precisamente debería protegernos y a quien terminamos en muchos casos conceptuando como enemigo. Podríamos afirmar que, aunque la Ley como tal no está sometida al control jurisdiccional, si lo está por parte del Tribunal Constitucional, pero resulta palmario que, aunque este órgano acabara declarando inconstitucional un texto normativo, salvo en supuestos excepcionales, resolvería cuando ya no tenga mucho sentido práctico y, si lo hace a favor del administrado, supondrá que el ciudadano de nuevo deba acudir otra vez a los tribunales. El caso del IBI es un supuesto paradigmático de esta situación.

Cada vez tengo más claro que los jueces nos debemos someter a la Ley, pero por encima de ella a la Constitución, al Derecho de la Unión y a los tratados internacionales. La igualdad de armas frente a las decisiones administrativas debería ser real y no una entelequia, como sucede en muchos casos

Por otra parte, se debería arbitrar una fórmula para que los propios órganos administrativos pudiesen cuestionar la legalidad de la norma que se ven obligados a aplicar si entienden que esta es contraria a normas superiores, sin que tal carga recaiga en el administrado.

Una ciudadana, por alcaldesa que sea, ha sido sancionada administrativamente por expresarse. Quizás no comparta sus ideas ni lo que ha dicho, pero sí defenderé siempre su derecho constitucional a expresarse con libertad.

Una prensa libre e independiente, pero también seria

Nuestra Constitución consagra el derecho a «recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión» (artículo 20.d), lo cual «no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» (20.2). Hoy más que nunca conviene recordarlo y sobre todo practicarlo, pues corren tiempos difíciles para la libertad de prensa, con muchos intereses de todo tipo aprovechando las extraordinarias oportunidades que brindan las nuevas tecnologías para manipular a buena parte de la opinión pública. Eso, a su vez, ha animado a gobiernos e instituciones a plantearse medidas para combatir esta amenaza, sin duda una de las más importantes a las que se enfrentan las sociedades democráticas, entre las que, pese a todo, sigue estando España.

La cantidad de bulos y fake news que circulan hoy no es peor, pero sí infinitamente mayor y más viral que hasta no hace mucho. En contra de lo que algunos propalan, la desinformación es tan vieja como la humanidad. Antes se pintaba en las paredes de las cuevas o se cincelaba en los pórticos de las iglesias y ahora se cuelga en X o Telegram porque siempre hubo poderes interesados en controlar al personal y además es fieramente humano preferir una mentira agradable que una verdad incómoda. Hoy, por suerte, tenemos un Estado de derecho gracias al cual es más fácil difundir bulos, cierto, pero también detectarlos, desmontarlos, denunciarlos y, en su caso, castigarlos. Una ventaja que no tenían nuestros congéneres de Atapuerca o en la Edad Media, ni siquiera nuestros abuelos.

Así las cosas, quienes trabajamos para mantener ese privilegio de una democracia digna de tal nombre debemos preocuparnos de que se afronte esta cuestión con los instrumentos del Estado de derecho. Es una tarea cuasi quirúrgica, pues operar sobre libertades fundamentales como las de expresión o información conlleva un alto riesgo de meter el bisturí en zonas muy sensibles para nuestra buena salud democrática. Por eso hay que mantener el pulso firme ante cualquier veleidad de extirpar la desinformación con terapias que, en la práctica, causen males mayores.

En ese afán pesa una doble responsabilidad sobre los legacy media o empresas periodísticas tradicionales, sean grandes o pequeñas, que el tamaño no importa cuando se trata de ser profesional. Primero, evitar que los consumidores de información crean que cualquier cosa es noticia, aunque sea intrascendente o sencillamente falsa, porque eso nos rebaja al mismo nivel de quienes se lucran con el inveterado negocio del «difama que algo queda». Para ello, bien haríamos en no dejarnos arrastrar por la tentación de generar muchos clicks con poco escrúpulos, una tiranía que empieza a condicionar nuestro oficio más de lo recomendable. En cualquier caso, esa es una batalla que debemos librar los medios y en la que, en última instancia, deciden los lectores, oyentes y espectadores, que ya son bastante mayorcitos e inteligentes para que venga nadie a decirles lo que tienen que leer, ver o escuchar. La cultura, como la información, también es un derecho básico que moldea a la opinión pública y estamos hartos de ver cómo instituciones de todo tipo gastan alegremente grandes cantidades de dinero público en espectáculos (nunca peor dicho) cuya capacidad de formar y educar es más que discutible, pero no por ello nos dan la matraca con que tal obra de teatro o tal película son bulos culturales sobre los que hay que legislar para erradicarlos. Igual es porque a los políticos les molestan más las portadas sobre sus escándalos que nuestros representantes en Eurovisión. 

Y aquí es donde viene el segundo y auténtico problema, cuando los gobiernos y otros poderes para los que la prensa resulta incómoda pretenden arrogarse la capacidad de decidir qué es noticia y qué es un medio. E incluso se lanzan a arbitrar medidas que en la práctica podrían degenerar en todo lo contrario a los fines benévolos con que se justifican. Cualquier demócrata, y más quienes nos dedicamos a ello, aplaudirá iniciativas que sirvan para que los ciudadanos estén mejor informados y, por tanto, sean más libres. Pero, si implican riesgos contra la libertad de expresión e información, el remedio puede ser peor que la enfermedad. 

Claro que tenemos un problema con los bulos y las fake news, bien lo sabemos quienes los sufrimos por partida doble como ciudadanos y como profesionales, pero eso no va a arreglarse ni siquiera a paliarse con regulaciones que añadan más trabas todavía a la necesaria labor de controlar al poder político, económico y en sus diversas e insospechadas formas. Los medios ya nos hemos dejado comer demasiado terreno sin rebelarnos contra tantas ruedas de prensa en diferido, tantas comparecencias sin preguntas, tantas respuestas elusivas o displicentes y otras malas artes a las que nuestros políticos se han y nos han acostumbrado. Razón de más para que no sigamos cediendo resortes de contrapoder: el periodismo se convierte en relaciones públicas, por no decir connivencia, cuando renuncia a contar cosas que la gente tiene derecho a saber y que algunos no quieren que se sepan y otros no quieran saberlas, en versión adaptada y resumida de maestros como Iñaki Gabilondo o el argentino Martín Caparrós.

Algunas de esas «reformas» y «regeneraciones» que se anuncian se prestan a ser aprovechadas de forma espuria por los mismos que vivirían mejor no sin prensa, que la necesitan para mantener su pátina de demócratas y la apariencia de democracia, sino con una prensa dependiente y obediente, lo cual es mucho peor que todos los bulos juntos. La desinformación se combate con buenos periodistas y con buenos medios, no poniendo puertas al campo. Y, cuando esos periodistas y medios se equivocan o se exceden, el ordenamiento jurídico cuenta con recursos de sobra para corregirlo.

En derecho se dice que es mejor un culpable en la calle que un inocente en la cárcel. Pues el mismo criterio aplica cuando se trata de libertades fundamentales como las de expresión, opinión o información: mejor desmontar los bulos con la prensa responsable y leyes garantistas que andar con ocurrencias que apenas sirven para mitigar el problema y que comportan mucho riesgo de agravarlo. El mejor antídoto contra la desinformación es leer más de un periódico y escuchar o ver más de un informativo de radio o televisión. Y, si pueden ser de línea editorial distinta, mejor. Una prensa libre e independiente, además de seria, es un derecho que tiene usted como ciudadano de una democracia y de un Estado de derecho, no el político de turno, al que más bien le suele preocupar lo contrario. Se lo digo por experiencia.

El talón de Aquiles de la futura Ley de Amnistía

Son dos los puntos de partida desde los que voy a enjuiciar la constitucionalidad de las normas de la futura Ley de Amnistía, cuyos aspectos más relevantes son ya conocidos.

Uno de ellos es que una norma jurídica contenida en una ley o en un decreto puede ser inconstitucional al menos por las tres razones siguientes: a) porque su contenido contradice o es contrario a alguna norma constitucional, b) por estar expresamente desautorizada por alguna norma constitucional, y c) porque en el proceso de su creación ha sido infringida alguna norma constitucional. Según esto, hay al menos tres tipos de inconstitucionalidad. Para que una norma contenida en una ley o en un decreto sea constitucional, es necesario que no presente ningún tipo de inconstitucionalidad.

La otra consideración desde la que parto es que la Constitución Española de 1978 (CE) contiene, entre otras muchas, normas de las tres clases siguientes:

  1. Normas de competencia, que atribuyen competencia para algo o autorizan a hacer algo. Un ejemplo es el art. 133.2 CE: «Las Comunidades Autónomas y las Corporaciones locales podrán establecer y exigir tributos, de acuerdo con la Constitución y las leyes»
  2. Normas de incompetencia, que deniegan la competencia, o desautorizan, para hacer algo. Ejemplo de norma de incompetencia es el primer enunciado del art. 134.7 CE: «La Ley de Presupuestos no puede crear tributos».
  3. Normas de competencia e incompetencia, que tienen parcialmente sentido de norma de competencia y parcialmente sentido de norma de incompetencia. La mayoría de estas normas reservan a algo o alguien la competencia para algo. Pero esta categoría se subdivide en varias subcategorías.

La más famosa de ellas es la de las reservas de ley, que son normas que reservan la competencia para regular una determinada materia a los cuerpos legales o jurídicos de la categoría de las leyes. Estas normas, por un lado, autorizan o atribuyen competencia a las leyes para regular una determinada materia; y, por otro lado, desautorizan o niegan la competencia para regular esa misma materia a cuerpos legales de otras categorías.

También son normas de competencia e incompetencia las normas de competencia exclusiva. En estos casos, la reserva de competencia se realiza a un sujeto o órgano determinado. Un ejemplo de norma de competencia exclusiva es el art. 134.1 CE: «Corresponde al Gobierno la elaboración de los Presupuestos Generales del Estado y a las Cortes Generales, su examen, enmienda y aprobación». Creo que todos entendemos que la expresión «Corresponde» que aparece en el precepto citado significa «Corresponde exclusivamente». Por ello, la primera parte de la norma que acaba de ser citada puede ser glosada diciendo que dicha norma, por un lado, autoriza al Gobierno a elaborar los Presupuestos Generales del Estado, le otorga competencia para ello; y, por otro lado, desautoriza a cualquier otro órgano a elaborar dichos presupuestos. Por tanto, una ley que autorizara a un órgano distinto del Gobierno, por ejemplo, al Banco de España, o al Tribunal de Cuentas o al Rey, a elaborar los Presupuestos Generales del Estado sería contraria al citado art. 134.1 CE, concretamente, sería contraria al segundo contenido de dicho precepto, a su aspecto de norma de incompetencia. Por esta razón, dicha ley sería inconstitucional.

El art. 62 CE tiene una redacción parecida. Comienza diciendo: «Corresponde al Rey:» Y a continuación sigue una lista de apartados, ordenados alfabéticamente, cada uno de los cuales menciona una función, actividad, cargo, etc., atribuidos al Rey, como sancionar y promulgar las leyes, apartado a), y el mando supremo de las Fuerzas Armadas, apartado h). También este precepto es una norma de competencia e incompetencia, una norma de competencia exclusiva: por un lado, autoriza al Rey, por ejemplo, a sancionar y promulgar las leyes, le otorga competencia para ello (aunque estas actividades son, en rigor, obligaciones del Rey, conforme al art. 91 CE); y, por otro lado, desautoriza a cualquier otro órgano a sancionar o promulgar las leyes. Por consiguiente, si una norma contenida en una ley autorizara a un órgano distinto, por ejemplo, al Presidente del Gobierno, a sancionar y promulgar las leyes esa norma sería contraria al aspecto de norma de incompetencia que tiene el artículo 62.a). En consecuencia, dicha norma sería inconstitucional.

Con relación a las normas de la futura Ley de Amnistía, el aspecto relevante del art. 62 CE es su apartado i), conforme al cual corresponde exclusivamente al Rey ejercer el derecho de gracia (con arreglo a la ley). Lo que significa, en parte, que el Rey tiene competencia para dictar medidas de gracia, está autorizado para ello, y en parte también que cualquier otro órgano carece de competencia o está desautorizado para dictar esas medidas. Partiendo, pues, de esta interpretación del art. 62.i) CE, este resulta relevante para dos aspectos de la citada Ley de Amnistía.

Es relevante, en primer lugar, respecto a las propias normas de esta ley, en particular, respecto a las contenidas en su artículo 9 titulado «Competencia para la aplicación de la amnistía». Las normas de los dos primeros apartados de este artículo atribuyen competencia a algunos órganos judiciales y administrativos para dictar ciertas medidas de gracia (con arreglo a la ley), concretamente, para amnistiar (con arreglo a la Ley de Amnistía) determinados actos. Por consiguiente, dichas normas atribuyen a órganos distintos del Rey una función, la función de dictar medidas de gracia, que, según el art. 62.i) CE, corresponde exclusivamente al Rey y para la cual cualquier otro órgano carece de competencia. De ahí que las normas citadas sean contrarias al sentido de norma de incompetencia que tiene el art. 62.i) CE.

En segundo lugar, dicho art. 62.i) CE también es relevante respecto a las decisiones o resoluciones que pudieran ser dictadas por los órganos judiciales o administrativos a los que la Ley de Amnistía atribuye competencia para aplicar esta ley. Téngase en cuenta que, según el artículo 9.3 de esta ley, «solo podrá entenderse amnistiado un acto determinante de responsabilidad penal, administrativa o contable concreto cuando así haya sido declarado por resolución firme dictada por el órgano competente para ello con arreglo a los preceptos de esta ley».

Las posibles resoluciones judiciales o administrativas que amnistíen determinados actos, y a las que se refiere el citado artículo 9.3, serán resoluciones que dictan medidas de gracia y no proceden del Rey. Estas resoluciones, a diferencia de las normas contenidas en los dos primeros apartados del art. 9 de la Ley de Amnistía, no serán contrarias al art. 62.i) CE, pero sí estarán desautorizadas por este precepto constitucional. La diferencia entre una cosa y otra es la que existiría entre una norma legal que autorizase al Presidente del Gobierno a sancionar y promulgar las leyes, norma que, según he dicho antes, sería contraria al artículo 62.a) CE, y un acto del Presidente del Gobierno sancionando o promulgando una ley, acto que estaría desautorizado por dicho art. 62.a) CE. No obstante, y aunque sea por razones distintas, son inconstitucionales tanto las normas de los dos primeros apartados del art. 9 de la futura Ley de Amnistía, como las posibles resoluciones judiciales o administrativas que pudieran ser dictadas en aplicación de esta ley, y a las que se refiere el apartado tercero de dicho artículo.

Las observaciones anteriores impugnan la constitucionalidad de la Ley de Amnistía, no por las medidas de gracia en sí mismas previstas en esta ley, sino en atención al órgano al que la citada ley atribuye competencia para dictar esas medidas. Este es el talón de Aquiles de la futura ley de Amnistía. Aunque también las propias medidas de gracia incurren en inconstitucionalidad por las razones que expongo a continuación.

Es frecuente que las leyes, códigos, decretos, etc., regulen un sector de la vida social mediante reglas generales y excepciones. En rigor, una regla general y una excepción a ella se contradicen, pues es imposible cumplir ambas. No obstante, esa contradicción se comprende y es tolerada si sucede que la regla general y la excepción están contenidas en la misma ley, código, etc.

La situación cambia radicalmente cuando la regla general y la excepción que la contradice están contenidas en textos legales de distinta categoría. Esto es precisamente lo que sucede con las medidas de gracia, sean indultos, sean amnistías. Respecto a estos casos, la regla general está contenida en el art. 118 CE, que dice así: «Es obligado cumplir las sentencias y demás resoluciones firmes de los Jueces y Tribunales, así como prestar la colaboración requerida por éstos en el curso del proceso y en la ejecución de lo resuelto». Las excepciones a esta regla son las medidas de gracia, que no están contenidas en la CE, y que eximen de cumplir las sentencias que imponen las penas indultadas o castigan los actos amnistiados, en contra de lo que exige el citado artículo 118.

Cabría pensar, pues, que todas las medidas de gracia son inconstitucionales por contradecir dicho artículo 118. Sin embargo, en el caso de los indultos, estos son concedidos por el Rey, en reales decretos, y ello está autorizado expresamente por el antes citado art. 62.i) CE, concretamente, por el aspecto de norma de competencia que tiene dicho precepto. De ahí que se pueda decir que la inconstitucionalidad que un real decreto de indulto presenta por ser contrario al art. 118 CE queda subsanada o exceptuada por la propia Constitución, por su art. 62.i). Pero no sucedería lo mismo en el caso de una resolución judicial que, en aplicación de la Ley Amnistía, amnistiase un acto que esta ley declara amnistiado. Pues esa resolución, al eximir de cumplir una determinada sentencia judicial, sería contraria al art. 118 CE, y por ello inconstitucional, sin que exista ningún precepto constitucional que la pudiera librar de esa tacha.

Esta inconstitucionalidad alcanzaría por conexión, por íntima conexión, a las normas que autorizan esas resoluciones judiciales, o sea, a las normas de la Ley de Amnistía, ya que estas son una condición necesaria para la existencia de aquellas: sin las normas de la Ley de Amnistía no podrían existir resoluciones judiciales que amnistíen.

Amnistía a la insurgencia en Cataluña: una pendiente muy resbaladiza en un Estado democrático de Derecho

España está viviendo un momento turbulento desde el punto de vista político-institucional, que se ha visto agravado tras las elecciones del pasado 23 de julio con el planteamiento como condición para la investidura de la amnistía a las responsabilidades por el intento de secesión en Cataluña. En concreto, a lo largo de este análisis abordaremos el debate jurídico que se ha planteado en España sobre los límites al legislador en el Estado democrático de Derecho en relación con la propuesta de amnistía al procés catalán.

A este respecto, no se discute que en un Estado democrático se pueda recurrir a diferentes formas de perdón o amnistía y, de hecho, en países europeos podemos encontrar ejemplos relativamente recientes. Ahora bien, no es lo mismo cuando se trata de perdones justificados en motivos político-criminales, normalmente para infracciones menores (el reciente caso del perdón concedido en Portugal en 2023 a jóvenes delincuentes con motivo de las JMJ) o en el marco de reformas de un Código penal obsoleto, que tienen un encaje constitucional menos problemático. Que cuando estamos ante lo que llamaría amnistías “políticas”, que suponen declarar la impunidad, incluso por graves delitos, atendiendo al contexto de grave crisis en el que se produjeron y del que se quiere pasar página. Son los casos de amnistías en procesos de transición política (así, las amnistías tras la II Guerra Mundial en Alemania, Austria o Francia; la española de 1977 y la portuguesa de 1979; o, más recientemente, en los balcanes) o en procesos de descolonización (Francia, tras la Guerra de Argelia en los sesenta o ya en los noventa con Nueva Caledonia). Pero, también, se han concedido amnistías para superar conflictos armados o situaciones de grave ruptura político-social. A este último grupo pertenecería la amnistía concedida por Reino Unido en el proceso de desarme por el conflicto de Irlanda del Norte en 1997, y la polémica ley aprobada recientemente en septiembre de 2023 por el Parlamento británico que abre la puerta a amnistías a paramilitares británicos en los “Northern Ireland Troubles”, la cual ha suscitado la crítica de víctimas y organizaciones de derechos humanos. Igualmente, fue polémica la amnistía que en 1996 se concedió en Portugal al Frente de Unidade Popular, con el voto en contra de la mayoría de la oposición.

Estas amnistías políticas deben concebirse como un instrumento sumamente “excepcional”, como ha reconocido el Tribunal Constitucional español en relación con la amnistía de 1977 (STC 147/1986) y como se deduce de las recomendaciones internacionales (en especial, recomendación CM/Rc (2010)12, § 17 y Venice Commission Opinion n. 710/2012). Por ello, a mi entender, conviene que estas amnistías sólo se produzcan si existe habilitación constitucional expresa, ya que se trata de un poder exorbitante del Parlamento que no debe confundirse con la potestad legislativa ordinaria, y, aún más, debe requerir mayorías cualificadas para su adopción. El ejemplo, en mi opinión, es Italia que, tras un uso polémico de los instrumentos de clemencia, reformó su Constitución en 1992 para exigir la aprobación por una mayoría de 2/3 de cada una de las Cámaras parlamentarias.

Además, hay ciertos límites a las posibilidades de conceder amnistías. En primer lugar,  el Derecho internacional prohíbe dejar impunes a quienes hayan cometido crímenes de guerra o contra la humanidad, torturas o graves violaciones de derechos humanos (por todas, STEDH (Gran Sala) de 27 de mayo de 2014, caso Marguš c. Croacia). Pero, un Estado democrático de Derecho debe ir más allá para evitar que se creen espacios de impunidad: “las leyes de amnistía aprobadas por un parlamento deben respetar con principios del Estado de Derecho como el de legalidad, la prohibición de arbitrariedad, así como la no discriminación ante la ley” (Venice Comission Opinion n. 710/212, 11 March 2013). En este sentido, han sido problemáticas las amnistías concedidas a “prisioneros políticos” en Georgia, al no estar definido con un criterio claro a quienes se iba a considerar como tales. Y, del mismo modo, han preocupado las auto-amnistías que buscan la impunidad de quienes tienen el poder político por abusos cometidos en ejercicio de sus cargos. Ese fue el caso de Rumanía en 2019 que hizo que saltara las alarmas en Europa cuando se propuso amnistiar delitos de corrupción que afectaban a líderes políticos del país.

Pues bien, es en este marco en el que creo que debemos analizar la propuesta de amnistía por los delitos del procés catalán. Algo que exige dar respuesta a dos preguntas clave: ¿qué encaje constitucional tiene la amnistía en España? Y, atendiendo a las circunstancias concretas, ¿sería legítimo desde el prisma de la legalidad democrática y de la legitimidad democrática que el Parlamento aprobara una amnistía como la propuesta?

En relación con la primera de las cuestiones sobre la legalidad constitucional de una amnistía, lo primero que debe señalarse es que la Constitución de 1978 no contempló este mecanismo. Prohibió expresamente conceder “indultos generales” y rechazó dos enmiendas que proponían haber regulado en la Constitución la posibilidad de conceder amnistías. Ambos argumentos han llevado a un amplio sector doctrinal, diría que mayoritario, a concluir que la amnistía no cabe en nuestro ordenamiento constitucional. La amnistía más reciente en España fue la de 1977 en la Transición, y es pre-constitucional. Después, sólo ha habido alguna amnistía fiscal que, en realidad, no era una auténtica amnistía sino regularizaciones tributarias especiales. Como indicio cabe señalar también que el Código penal de 1995 tampoco incluyó la amnistía entre las causas de exención de la responsabilidad, a diferencia del indulto singular que sí que está permitido constitucionalmente. En sentido contrario, otro sector doctrinal ha venido sosteniendo que el rechazo de las enmiendas por las Cortes constituyentes no es revelador de la inconstitucionalidad de este instrumento porque el constituyente, de haberlo querido prohibir, lo podría haber hecho como ocurrió con los indultos generales. Y, en lo no prohibido, el Parlamento tendría una cierta libertad para poder disponer. Esta es la lógica en la que se apoya la Exposición de Motivos de la proposición de ley.

Por mi parte, no me atrevo a sostener que una amnistía no quepa en ningún caso y bajo ninguna circunstancia en la Constitución de 1978, pero sí que creo que pesa una fuerte presunción de inconstitucionalidad porque, como he señalado, este tipo de ley singular afecta de forma muy intensa a principios que sostienen el Estado de Derecho. También creo que cualquier análisis constitucional tiene que tener en cuenta la legitimidad democrática de la decisión y si se ha alcanzado un consenso político genuino y amplio. Si ante una grave crisis política en España una amplísima mayoría parlamentaria hubiera decidido responder concediendo una amnistía, el encaje constitucional de la misma se habría discutido menos. Pero la amnistía al procés no sólo tiene una precaria base constitucional, sino también desde el prisma democrático.

A este respecto, debemos recordar que no estaba incluida en el programa electoral de ningún partido nacional y que el PSOE, con intervenciones de destacados ministros y del propio presidente Sánchez, incluso pocos días antes de las elecciones del pasado 23 de julio, afirmaron con claridad la inconstitucionalidad de la amnistía y lo inadecuado de este instrumento para afrontar el conflicto catalán. A mayores, en el informe que acompañó a la concesión de los indultos a los condenados por el procés, firmado por el entonces Ministro de Justicia del Gobierno socialista y hoy magistrado constitucional, se afirmaba también que una amnistía no sería constitucional. Además, en marzo de 2023, la Mesa del Congreso de los Diputados, presidida por una socialista y apoyada en un informe de los Letrados del Congreso, rechazó tramitar una proposición de amnistía que plantearon los grupos independentistas al considerarla inconstitucional. Para colmo, la Ley, de ser aprobada, contará con 173 votos en contra, frente a 177 a favor en el Congreso; con el voto en contra de una holgada mayoría absoluta del Senado (que puede ser superada posteriormente por el Congreso); y con la oposición de al menos 11 presidentes autonómicos (de 17), varios de los cuales ya han anunciado que recurrirán la constitucionalidad de la medida. En las presentes circunstancias, como ha expresado el profesor Cruz Villalón, “las actuales Cortes Generales carecen de legitimidad para promulgar una amnistía política. A espaldas del pueblo”.

Además, un problema adicional se presenta porque el conflicto catalán, aunque su fase más intensa tuvo lugar en 2017, sigue muy vivo. No estamos ante hechos que estén en nuestro pasado político sobre los que convenga pasar página. Los líderes del procés siguen reivindicando hoy la legitimidad de sus actos de ruptura y llevan décadas (todavía hoy) desplegando políticas en Cataluña que están dando lugar a una grave fractura social. Ante ello, la ley no contempla ninguna cláusula de salvaguarda ni condición resolutoria alguna en caso de que los beneficiarios volvieran a delinquir o a impulsar nuevas rupturas.

Pero, sobre todo, se trata de hechos que habían sido o estaban siendo juzgados por los tribunales españoles, en algunos casos pendientes de sentencia. De manera que, si cualquier ley de amnistía afecta al principio de igual sujeción de todos ante la ley común, en este caso se ve también comprometido con especial intensidad la separación de poderes y el principio de reserva de jurisdicción, ya que se está impidiendo que los jueces y tribunales españoles puedan cumplir con su función. De ahí la preocupación que suscitó que se incluyera en el acuerdo de investidura entre el PSOE con Junts que la intención de constituir comisiones de investigación parlamentarias para estudiar situaciones de “lawfare”, “con las consecuencias que, en su caso, puedan dar lugar a acciones de responsabilidad [frente a jueces] o modificaciones legislativas”. Algo que ha suscitado el rechazo generalizado en el ámbito jurídico, por considerarlo una injerencia en la independencia judicial sin precedentes en nuestro país (ver aquí). Aún más, la proposición de ley de amnistía está redactada de forma claramente defensiva frente al poder judicial. Por ejemplo, la Ley prevé que se alcen todas las medidas cautelares que pesen sobre los amnistiados, “incluso cuando tenga lugar el planteamiento de un curso o una cuestión de inconstitucionalidad contra la presente ley”. Y para tratar de evitar que los jueces españoles planteen cuestiones prejudiciales ante el TJUE, se ha excluido expresamente del ámbito de la ley de amnistía si con las conductas se afectaron a los “intereses financieros de la UE”. De esta manera, se trata de anular un posible punto de conexión con la normativa comunitaria que podría haber justificado la intervención revisora de Luxemburgo. Algo que causa un cierto estupor: si se ha afectado a los intereses financieros estatales, se garantiza la impunidad; pero si se tocan los europeos, entonces se podrá castigar.

A mayores, la constitucionalidad de esta ley de amnistía, una vez que sea aprobada, será decidida por un Tribunal Constitucional, cuya credibilidad cotiza muy a la baja debido a la alta politización de los últimos nombramientos, donde se han elegido perfiles de magistrados que no destacan por su prestigio profesional, sino por sus vínculos con los partidos que los nombraban. De hecho, en los últimos años la mayoría de las decisiones sensibles políticamente adoptadas por el Constitucional vienen reproduciendo la mayoría de 7-4, divididos en dos bloques alineados ideológicamente. El problema de la colonización política de los órganos de control y contrapeso es muy grave en España desde hace años y las dinámicas cada vez son más perversas. La Comisión Europea haría bien en supervisar este aspecto en nuestro país, no sólo el bloqueo del CGPJ y la falta de autonomía de la Fiscalía General del Estado, sino que debe exigirnos que todos estos órganos que sirven de frenos al poder cumplan con los estándares europeos. También aquí la ley de amnistía podrá recogerse en una antología en la que se relate como pieza a pieza se han ido desmontando los posibles frenos al Gobierno.

Asimismo, debe destacarse la amplitud de la extensión de esta amnistía que alcanzaría no sólo a graves delitos (desórdenes, malversación, atentado contra la autoridad, prevaricación…), sino también a responsabilidades administrativas y contables. Todo ello en un lapso temporal que va desde 2012 hasta finales de 2023. A este respecto, o podemos olvidar que todos estos procesos penales y de responsabilidad contable y administrativa no se iniciaron por defender un programa o ideas políticas, sino por situarse, como sentenció el Tribunal Constitucional, “por completo al margen del derecho…, entrando en una inaceptable vía de hecho” (STC 114/2017, de 17 de octubre, FJ. 5).

Por último, debe destacarse que esta ley saldrá adelante gracias al voto de los parlamentarios de los partidos cuyos líderes se beneficiarán por la amnistía, por lo que tiene mucho de auto-amnistía, y que dejará sin castigar a funcionarios y autoridades que desviaron dinero público y dictaron resoluciones a sabiendas de su ilegalidad.

Así las cosas, el debate no es, por tanto, si la amnistía cabe en el ordenamiento constitucional o puede ser admisible en abstracto en un Estado democrático, sino si esta amnistía, en este concreto contexto y con esta redacción, es compatible con postulados básicos de un Estado democrático de Derecho. Mi conclusión, como he señalado, es que claramente no: supone una grave quiebra del principio de igual sujeción a la ley común que el legislador democrático sólo puede adoptar con habilitación constitucional expresa y que exigiría una amplísima mayoría política que la sustentara para darle un valor quasi-constitucional. Además, a la luz de las circunstancias concretas, supone una peligrosa injerencia en la independencia judicial y se manifiesta como una ley de impunidad a cambio de poder político. Por ello, esta amnistía resulta inédita en las democracias europeas, no encuentra precedentes, y sitúa a España en una pendiente muy resbaladiza. ¿Qué otras circunstancias políticas podrían llegar a justificar un “acto soberano” del Parlamento para establecer la impunidad de los socios de un Gobierno?

Una versión de este trabajo se ha publicado originalmente Democrata.es (15/12/2023) y, en inglés, enVersfassungsblog (06/12/2023)

Editorial de Hay Derecho sobre el acuerdo PSOE-Junts

Desde Hay Derecho queremos mostrar nuestra preocupación en relación con el acuerdo de investidura suscrito entre el PSOE y Junts este jueves 9 de noviembre, por varias razones en relación con la preservación del Estado social y  democrático de Derecho y del orden constitucional:

En primer lugar, el centro del relato que queda plasmado en este acuerdo es superar la judicialización a través de la negociación y del acuerdo político. Sin embargo, en ningún momento se recuerda que el marco en el que deben darse tales negociaciones es la Constitución. Esta omisión es especialmente grave cuando se señala al Tribunal Constitucional, en particular a su sentencia sobre el Estatut, como el origen del conflicto por haber preservado nuestra Norma Fundamental; y cuando Junts sigue reivindicando la legitimidad del proceso rupturista.

En segundo lugar, se acuerda una amnistía para hechos vinculados con el procés, cometidos “antes y después de la consulta de 2014 y del referéndum de 2017”, para lo cual se deberá tener en cuenta las conclusiones de comisiones de investigación parlamentarias sobre casos de “lawfare o judicialización de la política”, que, además, podrán “dar lugar a acciones de responsabilidad o modificaciones legislativas”. Tales afirmaciones presuponen que en España hay persecución judicial por motivos políticos y pretenden situar la actuación judicial bajo la supervisión de órganos políticos, algo inaceptable en un Estado de Derecho. Tanto es así que las principales asociaciones judiciales y fiscales, tanto de signo progresista como conservador, han reaccionado rechazando los términos del acuerdo y denunciando el ataque que supone a la independencia judicial (también el ICAM y otras organizaciones) . Y, en este sentido, desde Hay Derecho nos preguntamos:  ¿dónde quedan los postulados del Estado de Derecho si se admite que un Parlamento pueda aprobar leyes en las que por motivos políticos se asegure la inmunidad jurídica de los socios de gobierno? ¿Dónde queda la igualdad ante la ley cuando un Parlamento pretende aprobar una ley singular que declara inmunes jurídicamente a ciertas personas por su motivación política? ¿Dónde queda la independencia judicial cuando se afirma que hay que preservar la inmunidad de ciertos sujetos frente a persecuciones de los jueces –lawfare– y se anuncian comisiones parlamentarias para supervisar su actuación con posibilidad de exigir responsabilidades?

En tercer lugar, en el marco de una democracia parlamentaria, debe censurarse que la respuesta a cuestiones fundamentales para la ordenación territorial de nuestro Estado pretenda darse en foros de negociación bilateral entre partidos, sujetos a la revisión a través de un mecanismo internacional de acompañamiento y verificación, y no en sede parlamentaria.

En cuarto lugar, el referéndum de autodeterminación que Junts propone celebrar “amparado en el artículo 92 de la Constitución” es un oxímoron constitucional. El Tribunal Constitucional cuenta con una consolidada jurisprudencia en la que ha sentado que las cuestiones que afectan al orden constituido y a los fundamentos del orden constitucional “sólo puede[n] ser objeto de consulta popular por vía del referéndum de revisión constitucional. Es un asunto reservado en su tratamiento institucional al procedimiento del artículo 168 CE” (STC 103/2008, de 11 de septiembre, FJ. 4, doctrina reiterada, entre otras, en las SSTC 42/2014, de 25 de marzo, FJ. 4; 31/2015, de 25 de febrero, FJ. 6; 90/2017, de 5 de julio, FJ. 6; y 114/2017, de 17 de octubre, FJ. 3).

En quinto lugar, la alternativa propuesta por el PSOE a favor del “amplio desarrollo, a través de los mecanismos jurídicos oportunos, del Estatut de 2006, así como el pleno despliegue y el respeto a las instituciones del autogobierno y a la singularidad institucional, cultural y lingüística de Catalunya” apunta hacia un intento de mutación constitucional a través de normas infraconstitucionales, que nos devuelve a las tensiones que plantearon las reformas estatutarias realizadas entre 2004-2011, que dieron lugar a diferentes declaraciones de inconstitucionalidad (en particular, las SSTC 247/2007, de 12 de diciembre, sobre el Estatuto de Autonomía de Valencia, y 31/2010, de 28 de junio, sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña)).

En quinto lugar, el acuerdo con Junts abre la puerta a un “diálogo singular” con Cataluña sobre financiación que puede dar lugar a nuevos privilegios fiscales, vislumbrándose “de manera clara y evidente la ruptura del régimen constitucional actual, en varias materias, entre las cuales se encuentra la materia financiera”, como han advertido en un comunicado la Asociación de Inspectores de Hacienda del Estado. A mayores, voluntad avanzar en las singularidades no sólo institucionales, sino también culturales y lingüísticas de Cataluña, blindará la hegemonía cultural-lingüística del nacionalismo catalán con riesgo evidente de discriminación hacia lo español. Asimismo, la articulación de mecanismos de cooperación bilateral en detrimento de foros multilaterales resulta incompatible con la perfección federal del modelo de ordenación territorial previsto por nuestra Constitución.

Por todo ello, queremos mostrar nuestro rechazo a un acuerdo que puede comprometer postulados esenciales del Estado democrático de Derecho declarado por nuestra Constitución, y recordamos que “el respeto a la ley y a los derechos de los demás son fundamento del orden político y de la paz social” (art. 10.1.in fine Constitución española).

Nos estamos dirigiendo a las autoridades y queremos sumar la voz de la ciudadanía que comparte esta preocupación. Puedes unirte a la campaña firmando aquí:  https://actuahayderecho.org/peticion/amnistia

Pueden ver y compartir la versión en inglés aquí

 

Amnesty, dissension and rigor

On many occasions politics marks the time of the legal debate, and this case will not be different. In recent weeks, we have learned of the Government’s willingness to pass an Amnesty Law by the legislator, which would mean the extinction of the criminal responsibility of those who were accused and accused in Special Case 20907/2017 before the Second Chamber of the Supreme Court and, who knows, of someone else investigated in the criminal cases of the misnamed “Procés”. We do not yet know the personal scope of the intended rule of grace, but it can be guessed.

I will not and should not refer to the political side, it is evident that we all have the right to support and defend our own ideology and not to manifest it, as established in Article 16 of the Spanish Constitution (EC), but it is not the purpose of this article. Its purpose lies in the need for jurists to fight legal arguments of dubious solidity that are multiplying everywhere in favor of this amnesty. I am referring, of course, to the text published by the Spanish newspaper El Pais on October 5 of this year, authored by Xavier Vidal-Folch.

I agree with Mr Vidal-Folch on something. The final word on the adequacy of the future Amnesty Law to the Constitution corresponds to the Constitutional Court, in accordance with Articles 1.1 and 2.1.a) of Organic Law 2/1979, of 3 October, of the Constitutional Court, and with Article 161 EC. There is no greater interpreter and guarantor than he does, notwithstanding that it is the ordinary courts that will first ensure respect for constitutional provisions when interpreting and applying the law. Otherwise, I can only disagree.

It is said that the amnesty “is expressly protected by the Council of Europe”, that “the Convention on the Transfer of Sentenced Persons of the Council of Europe allows the parties to grant the pardon, Amnesty or commutation of sentences in accordance with the Constitution or its other legal provisions (Article 12). Well, precisely the content of the quote of Article 12 of the Convention is the key. To the extent that the constitutional texts or the domestic order of a State (which is party to the convention) make it possible, amnesty may be granted. It is a hypothetical conditional, because first we have to establish whether our right allows the measure of grace or not. Then, if so, this text as an instrument of international judicial cooperation in criminal matters constitutes it as a limit for the transfer of sentenced persons. It is not a direct source, or a main argument if you will, to endorse it.

In the same block it is said that “amnesty directly incorporates several legal norms […], among them the Criminal Procedure Law, which includes the term in article 666.4“. The precept to which it refers is undoubtedly correct, and there is included as article of previous pronouncement the amnesty together with the pardon. Both are configured as obstacles or obstacles to the criminal process that, if judged by the Court by virtue of self-motivated action (article 674 LECrim), will give rise to free dismissal, with the effect of res judicata (article 675 LECrim), preventing any criminal proceedings against the accused who had alleged it.

However, we have to point out something obvious: The Criminal Procedure Law is dated 1882, and it is a legal text that has been reformed on the basis of patches. Here we have to do some historical-legal analysis of criminal procedural rules. Consider that the figure of the Municipal Judge (article 28 and LECrim concordant) is still contemplated, without having been repealed, communication via telegraph when a diplomatic representative denies his authorization for an entry and registration (article 560 LECrim), Or the entry into prison of mentally alienated persons once a conviction has been issued (Articles 991 and 992 LECrim). Being as it is an ancient text, although of great technical quality as a whole, it is normal that it foresees a historical figure such as amnesty.

As constitutional provisions prior to the LECrim, the Magnas Letters of 1812 or 1869 already provided for amnesty. Particularly striking is the case of the text of 1869, which demanded the approval of a special law to authorize the King to grant amnesty (article 74). In the draft Constitution of the Spanish Federal Republic of 1872, the President was allowed to grant pardons (Article 82.9). Even in a Royal Decree of October 15, 1833, Queen Elizabeth II, through the Regent Maria Cristina, promulgated a broad amnesty in favor (among others) of participants in political crimes and participants in the military insurrection of the Americas. Needless to say, the crimes prosecuted by the Supreme Court are not political crimes, but crimes against the Public Administration (embezzlement of funds) and against public order (sedition, repealed).

It seems logical that a law subsequent to all the legal texts cited above provides for amnesty. The fact that it is provided for in the Spanish criminal procedural law does not imply per se that it is constitutionally admissible, since it is the legal texts that have to be interpreted in accordance with the Spanish Constitution of 1978 and not the other way around. Even if this is admitted, which would already be a real legal mess, the Penal Code of 1995 (the one in force, without prejudice to its subsequent amendments) curiously does not contemplate amnesty as a cause of extinction of criminal responsibility.

Mr. also says Vidal-Folch that “Article 62 covers it as a right of grace […] and in STC 147/1986 the magistrates reinforce the differentiating reasoning of pardon and amnesty, include both in the broad framework of grace: Recognized by the Constitution in its various institutes, except that of the general pardon.” Let us go in parts, as the infamous London serial killer would say.

Article 62 EC expressly prohibits general pardons. A pardon, conceptually, supposes the forgiveness of the criminal consequences for a committed fact that is punished as a crime. If it is individual, it is preached of a sentenced person in firm (it is not possible to pardon someone without a firm conviction in accordance with article 2 of the Law of the Pardon). If it is general, an innumerable number of convicts will benefit, hence in order to safeguard the principle of legality, equality and the constitutional function of the Judiciary are prohibited. Individual pardon, yes. General No.

It is true that the Constitution  does not prohibit amnesty. It also does not allow it. By its effects, scope, and motivation, it is the closest figure to a general pardon. In fact, its consequences are more beneficial for the prisoner, since amnesty is the “clean slate”, a step beyond pardon.

Notable jurists in the field of Constitutional Law such as Manuel Aragon, Teresa Freixes Xavier Arbos or Miguel Presno Linera consider that the amnesty violates the principle of separation of powers (in terms of the actions of the Judiciary) and the principle of equality before the law, as well as the principle of equality before the law. And that if they did not want to include it in the Constitution it was because the Constituent Assembly did not want it that way. Constructing a pardon and forgetfulness of a criminal proceeding for serious crimes for a very specific number of offenders also violates legal certainty, and Article 117 EC (the aforementioned jurisdictional power).

In the pardon report issued by the Second Chamber of the Supreme Court in the above-mentioned special case, this paragraph is most illustrative:

Amnesty would thus be presented – unlike pardon – as a legal instrument for healing unjust sentences. This Chamber understands that addressing the debate on the constitutionality of amnesty as a formula for the widespread extinction of criminal responsibility declared by judges and courts would exceed the terms that are typical of this report. But this preference for amnesty – justified in political moments of the transition from a totalitarian system to a democratic regime – ignores a historical teaching that, in many cases, is not the case. amnesty laws have been the means enforced by dictatorial regimes to erase very serious crimes against people and their fundamental rights. Political amnesty decisions are part of the collective memory that served to hide crimes whose forgiveness and consequent impunity they tried to disguise through end-point laws, and which were neutralized precisely by the Courts.”

This report, initialed by H.E. SRES. Magistrates Manuel Marchena Gomez, Andres Martinez Arrieta, Juan Ramon Berdugo Gomez de la Torre, Antonio del Moral Garcia, Andres Palomo del Arco, and Ana Maria Ferrer, seems to allude to laws such as those approved in Argentina by Raul Alfonsin, Or to Decree Law No. 2191 of April 18, 1978 in the Chile of Augusto Pinochet. Despite the disparity of scenarios, there is a common pattern in this reasoning of the Chamber: Using amnesty not as a backbone of a regime change, but as a means to achieve impunity for those who commit crimes.

On the other hand, the STC 147/1986 cited in the news of the newspaper El Pais, which brings cause of the STC 63/1983 as far as the argument of the amnesty is concerned, states precisely that this “is a legal operation that, based on an ideal of justice, seeks to eliminate, at present, the consequences of the application of a certain regulation – in a broad sense – that is rejected today as contrary to the principles inspiring a new political order.” That is, in this case it would mean rejecting a regulation that has emanated from a fully democratic Parliament and that aims to protect the public funds of the different Public Administrations and the security and legitimate trust of citizens in the normal functioning of those.

As the same article recognizes, it seems that the principle of equality of all Spaniards before the law, which is provided as a superior value of the legal system (article 1.1 EC) and as a principle, right and introductory inspiration to fundamental rights and public freedoms (article 14 EC), it would be hard to coexist with an amnesty, for its aims are not inspired by principles of equitas or criminal policy, but purely driven by political motivations.

Amnistía, discordia y rigor

En no pocas ocasiones la política marca los tiempos del debate jurídico, y este caso no va a ser distinto. Hemos conocido en las últimas semanas la voluntad del Gobierno de que se apruebe por el legislador una Ley de Amnistía que suponga la extinción de la responsabilidad criminal de quienes figuraron como encausados y acusados en la causa especial 20907/2017 seguida ante la Sala Segunda del Tribunal Supremo y, quién sabe, de algún otro investigado en las causas penales del mal llamado “Procés”. No conocemos aún el alcance personal de la norma de gracia pretendida, pero puede intuirse.

Quien suscribe estas líneas ni puede ni debe entrar en el plano político, Es evidente que todos tenemos derecho a sustentar y defender nuestra propia ideología y a no manifestarla, como establece el artículo 16 de la Constitución Española (CE), pero no es el objeto de este artículo. Su finalidad reside en la necesidad de que los juristas combatamos argumentos legales de dudosa solidez que se están multiplicando por doquier en favor de esta amnistía. Me refiero, por supuesto, al texto publicado por el Diario El País de fecha 5 de octubre del año en curso, cuyo autor es Xavier Vidal-Folch.

En algo coincido con el señor Vidal-Folch. La última palabra sobre la adecuación de la futurible Ley de Amnistía a la Carta Magna le corresponde al Tribunal Constitucional, de conformidad con los artículos 1.1 y 2.1.a) de la Ley Orgánica 2/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, y con el artículo 161 CE. No existe un intérprete y garante mayor que él, sin perjuicio de que son los Tribunales ordinarios los que velarán en primer lugar por el respeto a las disposiciones constitucionales al interpretar y aplicar la ley. En lo demás, no puedo sino disentir.

Se dice que la amnistía “la ampara expresamente el Consejo de Europa”, que “el Convenio sobre traslado de personas condenadas del Consejo de Europa permite a las partes conceder el indulto, la amnistía o la conmutación de penas de conformidad con la Constitución o sus demás normas jurídicas (artículo 12). Pues bien, precisamente en la cita del artículo 12 del Convenio está la clave. En la medida que los textos constitucionales o el ordenamiento interno de un Estado parte lo posibilite, podrá concederse la amnistía. Se trata de un condicional hipotético, porque primero hemos de establecer si nuestro Derecho permite la medida de gracia o no. Después, si fuera así el caso, este texto como instrumento de cooperación judicial internacional en materia penal la constituye como un límite para el traslado de personas condenadas. No es una fuente directa, o un argumento principal si se quiere, para avalarla.

En el mismo bloque se dice que “incorporan directamente la amnistía varias normas jurídicas […], entre ellas destaca la Ley de Enjuiciamiento Criminal, que incluye el término en el artículo 666.4”. El precepto al que se alude es sin duda correcto, y ahí se incluye como artículo de previo pronunciamiento la amnistía junto al indulto. Se configuran ambos como óbices u obstáculos al proceso penal que, de ser estimados por el Tribunal en virtud de auto motivado (artículo 674 LECrim), dará lugar al sobreseimiento libre, con efecto de cosa juzgada (artículo 675 LECrim), impidiendo cualquier proceso penal frente al encausado que la hubiese alegado.

No obstante, hemos de señalar algo evidente: La Ley de Enjuiciamiento Criminal es de 1882, y es un texto legal que se ha venido reformando a base de parches. Aquí hay que hacer una cierta labor de análisis histórico-jurídico de la norma procesal penal. Piénsese en que aún se contempla, sin que se haya derogado, la figura del Juez Municipal (artículo 28 y concordantes LECrim), la comunicación vía telégrafo cuando un representante diplomático deniega su autorización para una entrada y registro (artículo 560 LECrim), o el ingreso en presidio de enajenados mentales una vez que se hubiese dictado sentencia condenatoria (artículos 991 y 992 LECrim). Siendo como es un texto antiguo, aunque de gran calidad técnica en su conjunto, es normal que prevea una figura histórica como la amnistía.

Como normas constitucionales anteriores a la LECrim, las Cartas Magnas de 1812 o la de 1869 ya preveían la amnistía. Particularmente llamativo resulta el caso del texto de 1869, donde se exigía la aprobación de una ley especial para autorizar al Rey a conceder la amnistía (artículo 74). En el Proyecto de Constitución de la República Federal Española de 1872 se permitía al Presidente la concesión de los indultos (artículo 82.9º). Incluso en un Decreto Real de 15 de octubre de 1833 la Reina Isabel II, a través de la Regente María Cristina, promulgó una amplia amnistía en favor (entre otros) de participantes en delitos políticos y los partícipes en la insurrección militar de las Américas. Huelga decir que los delitos enjuiciados por el Tribunal Supremo no son delitos políticos, sino delitos contra la Administración Pública (malversación de caudales) y contra el orden público (sedición, derogada).

Parece lógico que una ley posterior a todos los textos jurídicos anteriormente citados contemple la amnistía. El hecho de que esté prevista en la LECrim no implica per se que sea constitucionalmente admisible, pues son los textos legales los que tienen que interpretarse de acuerdo con la Constitución española de 1978 y no a la inversa. Incluso de admitirse esto, que ya sería una auténtica barrabasada jurídica, el Código Penal de 1995 (el vigente, sin perjuicio de sus ulteriores modificaciones) curiosamente no contempla como causa de extinción de la responsabilidad criminal la amnistía.

Dice también el Sr. Vidal-Folch que “el artículo 62 la abarca como derecho de gracia […] y en la STC 147/1986 los magistrados refuerzan los razonamientos diferenciadores del indulto y la amnistía, incluyen a ambos en el amplio marco de la gracia: reconocido por la Constitución en sus distintos institutos, excepto el del indulto general.” Vayamos por partes, como diría aquel tristemente afamado asesino en serie londinense.

El artículo 62 CE expresamente prohíbe los indultos generales. Un indulto, conceptualmente, supone el perdón de las consecuencias penales por un hecho cometido que está castigado como delito. Si es individual, se predica de un condenado en firme (no cabe indultar a alguien sin sentencia condenatoria firme conforme al artículo 2º de la Ley del Indulto). Si es general, se beneficiará un innumerable número de condenados, de ahí que con el fin de salvaguardar el principio de legalidad, de igualdad y la función constitucional del Poder Judicial estén proscritos. Indulto individual, sí. General no.

La Constitución es cierto que no veda la amnistía. Tampoco la permite. Por sus efectos, alcance, y motivación, es la figura más próxima a un indulto general. De hecho, sus consecuencias son más beneficiosas para el reo, dado que la amnistía es el “borrón y cuenta nueva”, un paso más allá del indulto.

Es aquí donde notables juristas en el campo del Derecho Constitucional como Manuel Aragón, Teresa Freixes Xavier Arbós o Miguel Presno Linera consideran que la amnistía conculca el principio de separación de poderes (en cuanto a la actuación del Poder Judicial) y el principio de igualdad ante la ley, y que si no se quiso incluir en la Carta Magna fue porque el Constituyente no lo quiso así. Construir un perdón y olvido de un procedimiento penal por delitos graves para un número muy concreto de penados quebranta asimismo la seguridad jurídica, y el artículo 117 CE (la ya referida potestad jurisdiccional).

En el informe de indulto emitido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo en la causa especial anteriormente referida, resulta sumamente ilustrativo este párrafo:

La amnistía se presentaría así -a diferencia del indulto- como un instrumento jurídico de sanación de sentencias injustas. Esta Sala entiende que abordar el debate sobre la constitucionalidad de la amnistía como fórmula de extinción generalizada de la responsabilidad criminal declarada por los jueces y tribunales desbordaría los términos que son propios de este informe. Pero esa preferencia por la amnistía -justificada en momentos políticos de la transición de un sistema totalitario a un régimen democrático- prescinde de una enseñanza histórica que, en no pocos casos, las leyes de amnistía han sido el medio hecho valer por regímenes dictatoriales para borrar gravísimos delitos contra las personas y sus derechos fundamentales. De la memoria colectiva forman parte decisiones políticas de amnistía que sirvieron para ocultar delitos cuyo perdón y consiguiente impunidad pretendieron disfrazar mediante leyes de punto final, y que fueron neutralizadas precisamente por los Tribunales”.

Este informe, rubricado por los Excmos. Sres. Magistrados Manuel Marchena Gómez, Andrés Martínez Arrieta, Juan Ramón Berdugo Gómez de la Torre, Antonio del Moral García, Andrés Palomo del Arco, y Ana María Ferrer, parece que alude a leyes como las aprobadas en la Argentina de Raúl Alfonsín, o al Decreto Ley nº 2191 de 18 de abril de 1978 en el Chile de Augusto Pinochet. A pesar de la disparidad de escenarios, hay un patrón común en este razonamiento de la Sala: usar la amnistía no como un elemento vertebrador de un cambio de régimen, sino como un medio para lograr la impunidad de quienes delinquen.

Por otro lado, la STC 147/1986 citada en la noticia de El País, que trae causa de la STC 63/1983 en lo que al argumentario de la amnistía se refiere, señala precisamente que ésta “es una operación jurídica que, fundamentándose en un ideal de justicia, pretende eliminar, en el presente, las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa -en sentido amplio- que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político.” Es decir, que en el supuesto de autos supondría rechazar una normativa que ha emanado de un Parlamento plenamente democrático y que tiene por objeto la tutela de los caudales públicos de las distintas Administraciones Públicas y de la seguridad y la confianza legítima de los ciudadanos en el normal desenvolvimiento de aquéllas.

Como el mismo artículo reconoce, parece que el principio de igualdad de todos los españoles ante la ley, que está previsto como valor superior del ordenamiento jurídico (artículo 1.1 CE) y como principio, derecho y pórtico introductorio a los derechos fundamentales y libertades públicas (artículo 14 CE), sería difícilmente salvable en la amnistía, pues sus fines no están inspirados en principios de equidad o de política criminal, mas en fines políticos netamente.

Without Law there is no democracy

In a recent article, Victor Lapuente said that the biggest political divide today is not between left and right but between “legalists and democratists.” The first is true: Junts and the PNV, which have refused to agree with the PP but agree to support a PSOE and Sumar government, are right-wing. Right-wing and oligarchic, because they have the richest voters in those autonomous communities and have directed their destinies for most of the democracy – and xenophobic, because they only consider those who defend their exclusionary nationalism to be true Catalans or Basques.

The second is already more debatable. The legalists, according to Lapuente, are the ones who put respect for the Law before the will of the ballot box, while the democratists prioritize that will. Although the author may only intend to make a sociological description, the distinction recalls the political discourse that opposes Law and Democracy. It is the same idea of those who criticize the “judicialization of politics” when a politician who has violated the Law is prosecuted or when a Law is challenged before the Constitutional Court. The same is maintained by Sanchez Cuenca when he speaks of “conflict between the principle of legality and the democratic principle.”

It must be acknowledged that their argument is simple and convincing: Citizens elect their representatives and they have the mandate to form a government and develop the policies of their programs. The limits of the law or the Constitution and its imposition by judges are contrary to popular will and democracy.

The problem is that, if democracy is to elect the rulers, it would be enough to elect a President – double-turned, of course – who would appoint the government that will implement the policies. Parliament is too much, because it is more efficient for the rules to be made by the government. There is also a surplus of judicial power, because no one better to interpret the law than who has made it, which also has democratic legitimacy. Lower costs and more democracy.

All this is logical, but it clashes with experience, which tells us that power inevitably tends to abuse and corruption. Shortly after the French Revolution, Constant already warned that “it is inherent to be able to cross its own limits, to overflow the channels established for its exercise and to enjoy individual plots of freedom that should be forbidden to it.” In other words, power, including democratically elected power, tends to favor those who exercise it and their relatives, to the detriment of equality, security and justice. It also tends to perpetuate itself, and for this it will change the electoral rules or, directly, it will abolish the elections.

That is why the law does not oppose democracy, but sustains it. Not just any law, but the law drawn up by a democratically elected parliament in accordance with a procedure that guarantees its quality. Experience also shows that an independent judiciary is necessary, but also subject to the law. As Judge Fernando Portillo graphically says, the citizen goes to the judge asking for justice, but what he obtains is the application of the Law. Precisely because what he does is apply the law, the judge has democratic legitimacy, even if he is not elected.

Experience also tells us that all this is not enough. If the parliamentary majority could pass any law, we would be subject to the tyranny of the majority that could, for example, pass laws that would take the vote off women or allow slavery. That is why there is the Constitution, which is nothing more than a law that sets the framework that all other laws must respect. This framework is necessary to prevent abuse and civil strife, and has to be accepted by a large majority of citizens. That is why the Constitution is approved – and reformed – by large majorities of Parliament and ratified by referendum.

The Constitution and the Law are the expression of the popular will and the guarantee of equality, peace and security. Outside of them we will not find concord, as we are told, but arbitrariness and civil conflict. Let us not forget that the procés was not an attack against Spain, but mainly against the rights of all Catalans. As the Constitutional Court said, the disengagement laws and the declaration of independence put “at maximum risk, for all citizens of Catalonia, the validity and effectiveness of all guarantees and rights preserved for them both the Constitution and the Statute itself. He leaves them [ron] thus at the mercy of a power that claims not to recognize any limit.”

The current negotiation of the investiture consideration with Junts -and PNV- and the insistence that politics must prevail over the law puts the system at risk.  It is true that the PSOE says that everything will be done according to the Law and the Constitution. But there is reason to worry. For example, the President’s recent statement calling the procés a political crisis that should not lead to justice. There is also concern about the general lack of respect for the system and institutions in recent times. Suffice it to see that the main producer of laws is no longer Parliament but the Government, by Decree Law; Or that people closely linked to the Government are appointed as judges of the Constitutional Court, damaging their prestige and legal security – that the PP has acted in a similar way does not excuse it. Repeated attacks by government partners on judges complete a picture of deliberate erosion of power controls.

The constitutionality of an amnesty law can be debatable. What is clear is that granting it to specific politicians in exchange for the vote of their party for the investiture, is a frontal attack on the rule of law and democracy. It means violating the principle of equality benefiting politicians who have committed crimes, it means disregarding the Law and the courts that applied it with all the guarantees.

It is surprising that those who put the will of the majority above the law do not see that those barriers that are destroying today will no longer defend us when those of a contrary ideology govern. It is not a struggle between right and left, nor between law and democracy. It is the struggle of citizens against politicians who, for their own short-term interests, tear down the levees that contain power, by taking away the protection of the law and the Constitution. Nothing new: 2500 years ago Heraclitus said that “the people must fight for the Law as for its wall” and that is what we must do (of course, within the framework of democracy and the rule of law, which in these times seems necessary to repeat the obvious).

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Sin Ley no hay democracia

En un reciente artículo, Victor Lapuente decía que la mayor división política hoy no está entre izquierda y derecha sino entre “legalistas y democratistas”. Lo primero es cierto: Junts y el PNV, que han rechazado pactar con el PP pero aceptan  apoyar un Gobierno de PSOE y Sumar, son de derechas. De derechas y oligárquicos, pues tienen los votantes más ricos de esas comunidades autónomas y han dirigido sus destinos durante la mayor parte de la democracia – y xenófobos, pues sólo consideran verdaderos catalanes o vascos a los que defienden su nacionalismo excluyente-.

Lo segundo ya es más discutible. Los legalistas, según Lapuente, son los que anteponen el respeto a la Ley a la voluntad de las urnas, mientras que los democratistas priorizan esa voluntad. Aunque el autor quizás solo pretenda hacer una descripción sociológica, la distinción recuerda al discurso político que opone Ley y democracia. Es la misma idea de quien critica la “judicialización de la política” cuando se procesa a un político que ha infringido la Ley o cuando se impugna una Ley ante el Tribunal Constitucional. Lo mismo que sostiene Sanchez Cuenca cuando habla de “conflicto entre el principio de legalidad y el principio democrático”.

Hay que reconocer que su argumento es sencillo y convincente: los ciudadanos eligen a sus representantes y estos tienen el mandato de formar Gobierno y desarrollar las políticas de sus programas. Los límites de la ley o la Constitución y su imposición por los jueces son contrarios a la voluntad popular y a la democracia.

El problema es que, si la democracia consiste en elegir a los gobernantes, bastaría con elegir a un Presidente -a doble vuelta, claro- que nombrará el Gobierno que ejecutará las políticas. Sobra el Parlamento, pues es más eficiente que las normas las haga el Gobierno. Sobra también el poder judicial, pues nadie mejor para interpretar la ley que quien la ha hecho, que además tiene legitimidad democrática. Menos costes y más democracia.

Todo esto es lógico, pero choca con la experiencia, que nos dice que el poder tiende inevitablemente al abuso y la corrupción. Poco después de la Revolución francesa, Constant ya advertía que “es inherente al poder traspasar sus propios límites, desbordar los cauces establecidos para su ejercicio y usufructuar parcelas individuales de libertad que deberían estarle vedadas”. Es decir, que el poder, también el elegido democráticamente, tiende a favorecer al que lo ejerce y sus allegados, en detrimento de la igualdad, la seguridad y la justicia. También tiende a perpetuarse, y para ello cambiará las reglas electorales o, directamente, suprimirá las elecciones.

Por eso la Ley no se opone a la democracia, sino que la sostiene. No cualquier Ley, sino la que elabora un Parlamento elegido democráticamente conforme a un procedimiento que garantiza su calidad. La experiencia también demuestra que es necesario un poder judicial independiente, aunque también sujeto a la Ley. Como gráficamente dice el juez Fernando Portillo, el ciudadano acude al juez pidiendo justicia, pero lo que obtiene es la aplicación de la Ley. Justamente porque lo que hace es aplicar la ley, el juez tiene legitimación democrática, aunque no sea elegido.

La experiencia también nos dice que todo esto no es suficiente. Si la mayoría parlamentaria pudiera aprobar cualquier ley, estaríamos sometidos a la tiranía de la mayoría que podría, por ejemplo, aprobar leyes que quitaran el voto a las mujeres o permitieran la esclavitud. Por eso existe la Constitución, que no es otra cosa que una ley que fija el marco que tienen que respetar todas las demás leyes. Este marco es necesario para evitar el abuso y el enfrentamiento civil, y tiene que ser aceptado por una amplia mayoría de los ciudadanos. Por eso la Constitución se aprueba -y se reforma- por amplias mayorías del Parlamento y se ratifica en referéndum.

La Constitución y la Ley son la expresión de la voluntad popular y la garantía de la igualdad, la paz y la seguridad. Fuera de ellas no encontraremos la concordia, como se nos dice, sino la arbitrariedad y el conflicto civil. No olvidemos que el procés no fue un ataque contra España, sino principalmente contra los derechos de todos los catalanes. Como dijo el Tribunal Constitucional, las leyes de desconexión y la declaración de independencia pusieron “en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto. Los deja[ron] así a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno”.

La actual negociación de las contraprestaciones a la investidura con Junts -y PNV- y la insistencia de que la política debe prevalecer sobre la ley pone en riesgo el sistema.  Es cierto que el PSOE dice que todo se hará conforme a la Ley y a la Constitución. Pero hay motivos para preocuparse. Por ejemplo, la reciente declaración del Presidente calificando el procés de crisis política que no debía derivar en la justicia. Preocupa también el poco respeto en general al sistema y las instituciones en tiempos recientes. Basta ver que el principal productor de leyes no es ya Parlamento sino el Gobierno, por Decreto Ley; o que se nombran personas estrechamente vinculadas al Gobierno como magistrados del Tribunal Constitucional, dañando su prestigio y la seguridad jurídica – que el PP haya actuado de forma semejante no lo excusa-. Los reiterados ataques de los socios de Gobierno a los jueces completan un panorama de deliberada erosión de los controles del poder.

La constitucionalidad de una Ley de amnistía puede ser discutible. Lo que está claro es que concederla a unos políticos concretos a cambio del voto de su partido para la investidura, es un ataque frontal al Estado de Derecho y a la democracia. Supone infringir el principio de igualdad beneficiando a políticos que han cometido delitos, supone despreciar la Ley y a los tribunales que la aplicaron con todas las garantías.

Sorprende que los que ponen la voluntad de la mayoría por encima de la Ley no vean que esas barreras que hoy destruyen ya no nos defenderán cuando gobiernen los de una ideología contraria. No es una lucha entre derecha e izquierda, ni entre ley y democracia. Es la lucha de los ciudadanos contra los políticos que, por intereses propios y cortoplacistas, derriban los diques que contienen al poder, al quitarnos la protección de la ley y la Constitución. Nada nuevo: ya hace 2500 años Heráclito decía que “el pueblo debe luchar por la Ley como por su muralla” y eso es lo que debemos hacer (por supuesto, dentro del marco de la democracia y del Estado de Derecho, que en estos tiempos parece necesario repetir lo obvio).

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¿Qué ha ocurrido en Chile?

Hace un mes escaso tuvo lugar en Chile el llamado ‘plebiscito de salida’, un referéndum en el que se sometió a aprobación de la ciudadanía una propuesta de nueva constitución. Al diseñarse el proceso constituyente que terminaría en este hito, allá hacia fines de 2019, este referéndum siempre tuvo un propósito muy claro: servir de resguardo institucional ante los eventuales excesos en que pudieran incurrir quienes resultaran electos para integrar la Convención Constitucional a cargo de su redacción.

En tanto proceso constituyente post-soberano (para recurrir a la expresión de Andrew Arato), todo el diseño procedimental del experimento constitucional chileno descansa sobre una sencilla premisa: en sociedades complejas como la chilena, es imposible que una asamblea –incluso una electa popularmente– sea capaz de recoger o representar la pluralidad de visiones de aquello que llamamos pueblo. Por consiguiente, un proceso constituyente debe estructurarse en torno a diversas instancias, en algunas de las cuales existirá una intensa participación ciudadana, mientras que en otras primará la deliberación política asistida del saber técnico. Todas ellas, sin embargo, tienen el propósito proveer de reservas de legitimidad al texto constitucional resultante hacia el final del proceso.

En este contexto, el llamado plebiscito de salida constituye la última instancia de este proceso concatenado en la que se entrega a la deliberación ciudadana el resultado en todo lo obrado en las etapas anteriores. Así, el reciente referéndum constituía un resguardo institucional en un doble sentido. Primero, en tanto funciona como un incentivo a evitar excesos para todos quienes intervengan en las instancias anteriores del proceso constituyente y, en seguida, por cuanto busca evitar futuros de reproches de legitimidad en contra del texto ratificado ciudadanamente. Esto último es particularmente importante, por cuanto el problema constitucional chileno –si puede hablarse de tal– no radica tanto en arreglos institucionales específicos de la constitución vigente, sino más bien en la falta de legitimidad que amplios sectores de la representación política le imputan a ésta.

Teniendo en consideración su propósito, el referéndum del cuatro de septiembre parece haber cumplido plenamente su propósito garante: la alternativa por el rechazo obtuvo un 62,86% de las preferencias, mientras que en favor de la constitución solo se manifestó un 38,14% del electorado, lo que supone una contundente diferencia de más de veinte puntos porcentuales. Es cierto que existieron episodios de desinformación, pero el resultado es tan categórico que difícilmente puede atribuirse a estos hechos. Sin ir más lejos, es difícil imaginar un suceso similar en la historia electoral chilena. En términos de movilización ciudadana, participó el 85% del padrón electoral, algo solo equiparable a las primeras elecciones presidenciales y parlamentarias desde el retorno a la democracia (1989). En términos de magnitud, esto supone que solo quienes se manifestaron por el rechazo superan en número a la participación total de quienes concurriendo a votar en el referéndum de 2020 (cuyo propósito era determinar si iniciar o no un proceso constituyente). Igualmente importante, se trata de un resultado transversal: la propuesta de nueva constitución fue rechazada en todas las regiones del país y en un 97% de los municipios (todos los resultados electorales pueden ser consultados aquí).

Como antecedente de contexto, debe señalarse que es extremadamente excepcional a nivel comparado que una propuesta de nueva constitución sea rechazada en un referéndum de esta naturaleza, en tanto su tasa de aprobación ronda el 94% (Elkins y Hudson, 2019). En un estudio reciente, Zachary Elkins y Alexander Hudson (2022) sugieren que, con anterioridad, solo once referéndums de esta naturaleza a nivel comparado han concluido con un resultado similar.

Ciertamente son muchas las causas que explican este resultado, las que tomarán tiempo desentrañar en detalle. Por ejemplo, se cometieron graves errores en el diseño del proceso constituyente que contribuyeron a este desenlace (algo de eso puede leerse aquí). De igual forma, muchas de las normas en materia indígena –o, al menos, la forma en que éstas fueron comunicadas a la ciudadanía– produjeron un rechazo generalizado en la ciudadanía, según sugieren algunas encuestas. Por supuesto que en este resultado contribuyen factores exógenos al proceso mismo, como la desaprobación del gobierno actual o la situación inflacionaria.

Hay, sin embargo, una causa que es particularmente interesante de mencionar: aquella relativa a la legitimidad procedimental. Diversas encuestas sugieren que la principal motivación de la ciudadanía para votar rechazo no radicó tanto en el contenido sustantivo de la propuesta constitucional sino en el desempeño de los constituyentes. Una de ellas, por ejemplo, sugiere que el 40% de quienes fueron consultados votaron rechazo porque ‘el proceso fue llevado de muy mala manera por los constituyentes’. Esto es consistente con el incremento progresivo en la percepción negativa de la ciudadanía hacia la Convención Constitucional que evidenciaban desde diciembre pasado estas encuestas, y que ellas  sugerían la posibilidad del rechazo ya desde marzo, mucho antes que el proceso de escrituración constitucional hubiese concluido. Un antecedente adicional en este sentido: un estudio basado en métodos de humanidades digitales muestra una explosión en los sentimientos negativos en redes sociales hacia la Convención Constitucional en febrero de este año, fecha que coincide con el cierre del proceso de participación pública y en el que las diversas propuestas ciudadanas comenzaron a ser rechazadas por las comisiones de la Convención. ¿Simple coincidencia?

A lo menos preliminarmente, este plebiscito de salida nos enseña una lección fundamental sobre el proceso constituyente chileno: la importancia de los procedimientos y las formas en las discusiones constitucionales. No solo por las consecuencias que éstos tendrán en el resultado final de un proceso constituyente –un punto en el que ha enfatizado Gabriel Negretto ( ) –, sino también porque son las formas y procedimientos las que permitirán tener una discusión en igualdad de oportunidades entre posiciones políticas antagónicas. Más importante aún, son ellas las que permitirán que el pluralismo propio de sociedades complejas como la chilena se exprese bajo guías predecibles de funcionamiento y también bajo el atento escrutinio ciudadano. Como sugiere con dramatismo la experiencia chilena, descuidar las reglas y los formas está lejos de ser una consideración de importancia solo para abogados, porque ellas son precisamente una condición de posibilidad del pluralismo político.