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Sobre la constitucionalidad de prorrogar el estado de alarma por más de 15 días

En la tarde del pasado domingo 25 de octubre entró en vigor el Real Decreto 926/2020 por el que el Gobierno declaró el estado de alarma para contener la propagación de infecciones causadas por el SARS-Cov-2. El ámbito espacial de la ley se extiende a todo el territorio nacional –salvo las Islas Canarias– y atribuye a las comunidades y ciudades autónomas competencias para graduar las medidas restrictivas de derechos fundamentales contenidas en la norma.

En este estado de cosas, el presidente del Gobierno Pedro Sánchez –aficionado a invocar al fantasma de los estados iliberales pasados– declaró su voluntad de solicitar al congreso una prórroga de 6 meses al estado de alarma en vigor y, con ello, volvía a poner sobre la mesa el debate sobre si la letra de la ley (concretamente el art. 116.2 de la CE y el 1.2 y 6.2 de la LOEAES) permite una interpretación tan elástica o no; es decir: si la prórroga del estado de alarma puede hacerse por periodo de tiempo mayor al que la ley prevé para su inicial declaración.

Y aquí un paréntesis por oportuno. Y es que los ciudadanos no terminan de aclararse sobre si se puede hacer o no –lógico por lo demás cuando ni lo juristas nos ponemos de acuerdo; lógico de nuevo–, a lo que tampoco ayuda que el presidente del gobierno haga dislocaciones argumentales según se esté ante el primer estado de alarma o ante el tercero. En este sentido, en abril de este año, ante la segunda de las prórrogas del primer estado de alarma, admitía: “Lógicamente las medidas van a durar más que 15 días. ¿Por qué no solicitamos más? Porque estaríamos sentando un precedente. La Constitución en su artículo 116 habla de prórrogas de 15 días y es muy importante rendir cuentas ante el Congreso de los Diputados”. Así era por rigor democrático, según dijo.

Hoy, seis meses más tarde, ha pedido y obtenido una prórroga de medio año con todo rigor, no se sabe ya si democrático, como adelanta el propio preámbulo de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el TC): “Resulta por ello preciso ofrecer una respuesta inmediata, ajustada y proporcional, en un marco de cogobernanza, que permita afrontar la gravedad de la situación con las máximas garantías constitucionales durante un periodo que necesariamente deberá ser superior al plazo de quince días establecido para la vigencia de este real decreto, por lo que resultará imprescindible prorrogar esta norma por un periodo estimado de seis meses”. Lo cierto es que comenzar predicando del estado de alarma su necesaria proporcionalidad y vocación de respetar las garantías constitucionales como exordio a una imprescindible (sic) prórroga de 6 meses es un oxímoron. Al fin y al cabo, durante medio año el Ejecutivo, casi omnímodo y con un país en estado de alarma, se sustraería del control parlamentario impidiendo al Congreso ejercer sus contrapesos propios –e irrenunciables– de los estados de emergencia, esto es, decidir sobre las sucesivas prórrogas y su alcance.

Cierro paréntesis y vuelvo al debate: ¿es ajustado a Derecho (o si se quiere constitucional) prorrogar el estado de alarma por plazo mayor a la quincena inicial del art. 116.2 CE? Pues bien, la literatura jurídica, como se decía, no es pacífica al respecto; y quien se dirige al lector hará toma de postura. Los que entienden que la prórroga por plazo mayor a los 15 días tiene cobertura legal sostendrán que donde la ley no distingue, tampoco debería hacerlo el intérprete –ubi lex non distinguit nec nos distinguere debemus–. Y que, si al respecto de la prórroga del estado de alarma no se especifica plazo (“… y sin cuya autorización no podría ser prorrogado dicho plazo” 116.2 CE), mientras que para el estado de excepción sí (“… que no podrá exceder de treinta día, prorrogables por otro plazo igual…” 116.3 CE), debe inferirse que el legislador constituyente quiso prohibirlo exclusivamente para el estado de excepción, por lo que sensu contrario quiso permitirlo para el estado de alarma.

Por otro lado, y en la misma línea, también defenderán desde un argumento interpretativo gramatical del art. 6.2 LOEAES sobre el estado de alarma (“…Sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”) que indudablemente el término “alcance”, en su uso de lenguaje, encierra coordenadas espacio-tiempo y que, por tanto, habilita a prorrogar por plazo mayor. Estos argumentos interpretativos serían válidos de acuerdo con el art. 3 del Código civil, según el cual Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas”.

Sin embargo, no es posible dar por válido lo anterior sin desatender la interpretación teleológica de la norma, que expresa la voluntad del legislador –voluntas legislatoris– y a la que debe acudirse –y que debe prevalecer– cuando la exégesis gramatical de la norma conduce a resultados que subvierten su espíritu. Este canon hermenéutico es, por tanto, obligatorio para realizar una interpretación plena de la ley y descubrir así el el espíritu y finalidad de aquellas, tal y cómo cierra el precepto enunciado. No hacerlo e interpretar la ley únicamente desde su tenor literal llevaría al absurdo de habilitar a decretar una prórroga de 6 meses, o por qué no, de una legislatura. Ello constituiría una antinomia con el espíritu de la norma de emergencia, que a modo de baliza reluce en su art. 1.2 como sigue: “Las medidas a adoptar en los estados de alarma, excepción y sitio, así como la duración de los mismos, serán en cualquier caso las estrictamente indispensables para asegurar el restablecimiento de la normalidad. Su aplicación se realizará de forma proporcionada a las circunstancias”.  Sobre la anticonstitucionalidad de una prórroga tal, para quien escribe, huelgan más palabras.

Por último, debo añadir que tampoco soporta un examen jurídico serio justificar la constitucionalidad de la medida en el hecho de que el Tribunal Constitucional no declaró la inconstitucionalidad de la prórroga que se hizo por un mes en el estado de alarma declarado en 2010 con ocasión de la huelga de los controladores aéreos, pues esto no constituía el objeto de recurso de amparo que conoció. Me refiero a aquél en el que, a propósito y en su F.J.9º, otorga rango de ley tanto a la declaración de los estados de emergencia, como a sus sucesivas prórrogas, precisamente por ser “expresión del ejercicio de una competencia constitucionalmente confiada a la Cámara Baja ex art. 116 CE en aras de la protección, en los respectivos estados de emergencia, de los derechos y libertades de los ciudadanos”.

Poca dignidad cobraría el Estado de Derecho si, cuando atraviesa sus peores momentos, se pierde de vista la única servidumbre que debe tener cualquier democracia; el cumplimiento de la ley. Como dijo Cicerón, “seamos esclavos de la ley para ser libres”.

COLOQUIO: El Estado de derecho ante el nuevo estado de alarma

Nuevo coloquio organizado por la Fundación Hay Derecho para debatir sobre el nuevo estado de alarma, declarado el pasado 25 de octubre de 2020. En él debatiremos sobre las dudas que pueda generar sobre su necesidad, sobre la duración de la prórroga, sobre la delegación en las Comunidades Autónomas y sobre el ejemplo de otros países. Intervendrán:

– Germán Teruel: Profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Murcia

– Mercedes Fuertes. Catedrática de Derecho administrativo en la Universidad de León.

– Ignacio Gomá. Notario y presidente de la Fundación Hay Derecho

– Elisa de la Nuez Secretaria General de la Fundación Hay Derecho

Modera

– Rodrigo Tena. Notario y editor de Hay Derecho

 

Es imprescindible registrarse para asistir, momento en el que podrán hacernos llegar alguna pregunta breve que quieran que se trate durante el coloquio. El registro se realiza a través de ESTE ENLACE.

Podrán seguir el evento en nuestra cuenta de Youtube. También podrán acceder vía Zoom, cuyo enlace recibirán en su correo al registrarse. ATENCIÓN: EL ENLACE APARECE AL FINAL DEL CORREO.

¿Le sale más barato a la Administración vulnerar la Constitución que el Derecho comunitario?

La normativa española no solo tiene que ser respetuosa con nuestra Constitución, sino también con el Derecho comunitario. Cuando esto último no ocurre, España puede ser denunciada ante la Comisión Europea y, finalmente, llevada ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea (TJUE). Pues bien, una reciente sentencia del Tribunal Supremo, de 16-7-2020 (recurso 810/2019) ha abierto la posibilidad de solicitar la nulidad de pleno derecho de las liquidaciones firmes dictadas por la Administración Tributaria, cuando éstas se basen en normativa que ha sido declarada contraria al Derecho de la Unión. La sentencia, esperanzadora y novedosa, llama sin embargo la atención. Y es que, en mi opinión, ampara un castigo al legislador, en caso de infracción de Derecho comunitario, que es mucho mayor del que se le impone en caso de que la norma infringida sea nuestra Constitución.

NUESTRO LEGISLADOR, EN EL PUNTO DE MIRA DE LA COMISIÓN EUROPEA

Lamentablemente, no estamos ante una situación nueva. Y es que en los últimos años son varios los casos en los que el TJUE ha declarado nuestra normativa, contraria al Derecho comunitario.

Entre los más recientes, tenemos el caso del terrible régimen sancionador del modelo 720, que va a ser enjuiciado próximamente por el TJUE (asunto C-788/19). Y es que considera la Comisión Europea que las sanciones previstas en el caso de que se incumpla la obligación de presentar en plazo el modelo 720, entran en conflicto con las libertades fundamentales de la Unión Europea, tales como la libre circulación de personas, la libre circulación de trabajadores, la libertad de establecimiento, la libre prestación de servicios y la libre circulación de capitales.

Y lo mismo le ha ocurrido a España con el procedimiento previsto para exigir la responsabilidad patrimonial del estado legislador, en el caso de normativa que vulnere el Derecho comunitario (artículo 32.5, Ley 40/2015).

España ha sido igualmente llevada ante el TJUE por esta cuestión (asunto C-278/20). Y ello, porque considera la Comisión Europea que la legislación española pone demasiadas trabas para exigir la responsabilidad al estado, en caso de infracción del Derecho de la Unión Europea. De ello, resulta que sea excesivamente difícil exigir responsabilidad del Estado por una infracción del Derecho comunitario. Y ello redunda en que dicho Derecho sea menos efectivo en nuestro país.

Cuando estas denuncian prosperan, la normativa es declarada contraria al Derecho comunitario. Y surge entonces la duda de si ello abre la puerta a solicitar la nulidad de pleno derecho de liquidaciones firmes dictadas por la Administración Tributaria, que se basan en dicha normativa declarada contraria al Derecho de la Unión.

EL CASO PLANTEADO ANTE EL TRIBUNAL SUPREMO (IMPUESTO DE SUCESIONES DE NO RESIDENTES)

En el caso planteado ante el Tribunal Supremo, se solicitó la nulidad de pleno derecho de una liquidación firme dictada en concepto de Impuesto de Sucesiones y Donaciones (ISyD). En concreto, se trataba de un contribuyente no residente, que tributó en España por obligación real, al haber heredado inmuebles localizados en Aragón. Sin embargo, no se le permitió aplicar ninguno de los beneficios fiscales previstos en dicha Comunidad Autónoma para el ISyD. Y ello, por el único hecho de ser no residente europeo.

Ello ocurrió en 2012. Sin embargo, mediante sentencia de 3-9-2014, el TJUE (asunto C-127/12) declaró que la legislación estatal española del ISyD vulneraba el Derecho originario de la Unión. Concretamente, la libre circulación de capitales. Y ello, al amparar un diferente trato fiscal en el referido impuesto a los contribuyentes residentes, respecto a los no residentes.

Ello llevó al contribuyente a solicitar la nulidad de pleno derecho de la liquidación dictada en 2012, pese a su firmeza. Y es que el contribuyente nunca recurrió la liquidación. Dicha nulidad se fundamentó en las causas previstas en el artículo 217.1.a) y g) de la Ley General Tributaria (LGT).

EL TRIBUNAL SUPREMO AMPARA LA NULIDAD DE LAS LIQUIDACIONES FIRMES QUE SE BASAN EN NORMAS DECLARADAS CONTRARIAS AL DERECHO COMUNITARIO

Se me permitirá en este caso ir al grano. Y ello, porque no es el fallo de la sentencia el objeto principal de estas líneas, sino las consideraciones jurídicas vertidas en relación con la firmeza de las liquidaciones tributarias.

La sentencia considera nula de pleno derecho la liquidación dictada, en base a la causa prevista en la letra a) del artículo 217.1 de la LGT. Y ello por considerar vulnerado el derecho de igualdad (artículo 14 de la Constitución) teniendo en cuenta el diferente trato que se otorgaba a los contribuyentes residentes y no residentes, y ser éste un derecho susceptible de amparo constitucional.

Además, el Tribunal fija el siguiente criterio interpretativo, restringido al caso concreto: “Si bien la doctrina del TJUE contenida en la sentencia de 3 de septiembre de 2014, asunto Comisión/España (C-127/12) no constituye, por sí misma, motivo suficiente para declarar la nulidad de cualesquiera actos, sí obliga, incluso en presencia de actos firmes, a considerar la petición sin que haya de invocarse para ello una causa de nulidad de pleno derecho, única posibilidad de satisfacer el principio de efectividad”.

Ésta es, en mi opinión, la clave de esta sentencia, y la novedad de su planteamiento. Y es que el Tribunal Supremo se atreve a cuestionar uno de los pilares de nuestro sistema tributario, como es el de la firmeza de los actos administrativos consentidos. La pena es que, esta doctrina tan novedosa, no se ha aplicado a otro supuesto, también muy reciente, como es de las liquidaciones firmes del impuesto de plusvalía municipal.

Por ello, cabe plantearse si a nuestro legislador le sale más barato vulnerar nuestra Carta Magna, que el Derecho comunitario.

LA BENEVOLENCIA DEL SUPREMO CON LA NULIDAD DE LAS LIQUIDACIONES FIRMES QUE INFRINGEN EL DERECHO COMUNITARIO

Antes de comenzar este análisis, es necesario aclarar que comparto plenamente los argumentos vertidos por el Tribunal Supremo en la sentencia objeto de este comentario, en relación con la excesiva dureza y contundencia con la que se aplica la firmeza administrativa. Y ello, en caso de que un contribuyente deje de recurrir un plazo una liquidación tributaria.

Mi crítica se centra, por tanto, en que esta benevolencia o condescendencia con el contribuyente, no se ha aplicado en otros supuestos, como es el reciente caso de las liquidaciones firmes del impuesto de plusvalía municipal. Lo explicaré a continuación.

1.  El Supremo “excusa” al contribuyente: Debe indagarse por qué no recurrió en plazo.

Así, vemos cómo, en la sentencia de 16-7-2020 que comentamos, el Supremo califica la vía del artículo 217 de la LGT como un “último, angosto y precario asidero” que surge de la “concepción extrema y rigurosa -y un tanto automática- que se otorga en nuestro derecho al denominado acto firme y consentido, consumado solo por el hecho de no recurrir, sin mayores aditamentos ni indagaciones, los actos de la Administración en los plazos fugaces y fatales ofrecidos para su obligatoria impugnación.

Y continúa afirmando que “Ello como señalamos, se produce, además, de una forma mecánica, sin detenerse en las causas determinantes de ese pretendido consentimiento que, en cualquier disciplina jurídica, exigiría para otorgarle eficacia una evaluación mínima acerca del conocimiento y voluntad inequívoca de no recurrir un acto, a conciencia, y sobre la base de una situación de apariencia de legitimidad que luego puede cambiar por razón de nulidades ulteriores, como aquí sucede.”

Además, el Supremo plantea un posible vicio en la voluntad del contribuyente, que decide no recurrir la liquidación. Así, afirma que debe tenerse en cuenta “si se trata de un acto propio de voluntad, aunque sea movido por una voluntad viciada, lo que nos llevaría a preguntarnos si hay que adivinar, el 29 de julio de 2012, que va a dictarse la sentencia del TJUE de 3 de septiembre de 2014, a fin de recurrir cautelarmente por si la norma que ampara el acto administrativo es contraria a normas superiores y así asegurar el principio de seguridad jurídica.

Por último, el Alto Tribunal encuentra un motivo absolutorio más a favor del contribuyente. Así, echa en cara a la Administración que “No se dio traslado previo de los contenidos de la demanda de la Comisión ni se informó cumplidamente ni se suspendió el procedimiento liquidatario del ISD instado por el representante del Sr. Martin, a la espera de la resolución del TJUE, no para que éste accionara en ese procedimiento en que no podía ser parte legitimada, sino para conocer toda la información precisa disponible para decidir recurrir o no recurrir el acto”.

2.  El Supremo cuestiona la existencia del acto firme y consentido.

Seguidamente, el Supremo cuestiona la existencia de los actos firmes y consentidos, y si éstos pueden serlo “a todo trance”. Así, afirma que debe analizarse “si el acto firme y consentido lo es a todo trance, incluso mientras se está produciendo y aun no existe la sentencia posterior, en un proceso ya abierto y conocido en que se denuncia formalmente la Ley ante el TJUE, cuando luego esa sentencia declara la oposición de la ley al Tratado de Funcionamiento de la Unión”.

Además se refiere a la posibilidad de que la existencia del acto firme y consentido quede sometida a “una especie de condictio iuris de validez de la norma en que se ampara o, expresado de otro modo, si sería viable admitir una especie de cláusula rebus sic stantibus, en el sentido de aceptar que el interesado no ha impugnado el acto en la creencia -o si se quiere, bajo el error invencible- de que la ley que lo ampara se acomoda a las fuentes jurídicas de rango superior. Si lo supiera, justamente aquí lo planteado, es posible que lo hubiera impugnado, por lo que si cambian las bases esenciales de ese consentimiento que lo presidieron, falla el fundamento mismo de la imposibilidad de recurrir debido a una firmeza tan precariamente obtenida”.

3.  El Supremo cuestiona la rigidez del procedimiento de revisión de actos nulos de pleno derecho (217, LGT).

Ya hemos visto que el Supremo considera la vía del 217 de la LGT, un “último, angosto y precario asidero”. Pero su crítica va más allá, y es que considera además, que “Los plazos de los recursos administrativos obligatorios -es de repetir, privilegios exorbitantes de la Administración- no son de prescripción, sino de caducidad, de una gran fugacidad y, de rebasarse, suponen a todo trance, como consecuencia adversa, y sin posible prueba en contrario, que el interesado ha dejado firme y consentido el acto de que se trata. Tal declaración supone, en la práctica, una especie de derecho fundamental de la Administración a dejar intangible el acto. En ningún caso, el ordenamiento español permite acreditar al interesado las circunstancias que rodean el carácter consentido y libre del acto -ej. el desconocimiento de la antijuricidad de la norma nacional aplicada”.

Recalca además que “Frente a los actos firmes -sin sentencia- sólo cabe acudir a vías rigurosamente excepcionales, por motivos tasados y en presencia de causas ciertamente graves, como la revisión de oficio o la revocación, que también ha de decidir la propia Administración interesada”.

Estamos, en definitiva, ante una crítica contundente, y muy dura, al parapeto que supone para la Administración la existencia del acto firme y consentido. Crítica que, como he indicado, comparto plenamente. Sin embargo, considero que el Supremo no ha sido tan contundente en otras ocasiones. Ello es especialmente notorio en el caso de la plusvalía municipal.

LA RIGIDEZ DEL TRIBUNAL SUPREMO CON LAS LIQUIDACIONES FIRMES DEL IMPUESTO DE PLUSVALÍA MUNICIPAL

El Tribunal Supremo, en sentencias de 18-5-2020 (recursos 1665/2019, 2596/2019 y 1068/2019) cerró la posibilidad de declarar la nulidad de pleno derecho de las liquidaciones firmes del impuesto de plusvalía municipal.

Comenté dichas sentencias en este mismo blog, destacando incluso el “blindaje” llevado a cabo por muchos Ayuntamientos, para dificultar el recurso de los contribuyentes.

Sin embargo y en lo que se refiere a la vía para reclamar la nulidad de pleno derecho de estas liquidaciones firmes, el Tribunal Supremo fue entonces mucho más estricto.

Así, en las referidas sentencias afirmó que “La acción de nulidad no está concebida para canalizar cualquier infracción del ordenamiento jurídico que pueda imputarse a un acto tributario firme, sino solo aquellas que constituyan un supuesto tasado de nulidad plena, previsto en el artículo 217 de la Ley General Tributaria…”. Vemos por tanto cómo no existe crítica alguna al procedimiento. No era entonces un procedimiento rígido ni angosto. Ni tampoco suponía un “derecho fundamental de la Administración a dejar intangible el acto”, como ahora se afirma.

Más al bien al contrario, el Supremo recalcó que la acción de nulidad debe referirse tan solo a casos concretos, e interpretarse de forma restrictiva. Así, continúa el Supremo afirmando que este procedimiento para declarar la nulidad “sacrifica la seguridad jurídica en beneficio de la legalidad cuando ésta es vulnerada de manera radical, lo que obliga a analizar la concurrencia de aquellos motivos tasados -con talante restrictivo”.

Por último, no hay en estas sentencias ni rastro de la benevolencia y comprensión con la que el Supremo trata ahora a los contribuyentes que solicitan la nulidad, en caso de infracción de Derecho comunitario. Así, declaró el Supremo que “dada la previa inacción del interesado, que no utilizó en su momento el cauce adecuado para atacar aquel acto con cuantos motivos de invalidez hubiera tenido por conveniente- la revisión de oficio no es remedio para pretender la invalidez de actos anulables, sino solo para revisar actos nulos de pleno derecho”.

Por último, el Supremo fue claro y contundente al declarar cuál era la única vía para obtener la devolución de ingresos indebidos, en caso de una liquidación firme. Y ello, afirmando que “No son necesarios especiales esfuerzos hermenéuticos para convenir que solo procederá la devolución cuando el acto (firme) de aplicación del tributo en virtud del cual se haya efectuado el ingreso indebido (i) sea nulo de pleno derecho o (ii) se revoque en los términos del artículo 219 de la Ley General Tributaria, en ambos casos -obvio es decirlo- siempre que se cumplan estrictamente las exigencias previstas en esos dos preceptos”.

Ni rastro, por tanto, de la obligación, que ahora se impone como criterio interpretativo, de “considerar la petición sin que haya de invocarse para ello una causa de nulidad de pleno derecho, única posibilidad de satisfacer el principio de efectividad”.

EL PRINCIPIO DE EFECTIVIDAD, ¿JUSTIFICA ESTE CAMBIO EN LA DOCTRINA DEL TRIBUNAL SUPREMO?

Considero que ambos supuestos son comparables. Y ello, aunque uno se refiera a la vulneración de nuestra Constitución, y el otro, a la vulneración del Derecho comunitario.

La sentencia del Supremo que vengo comentando, no obstante, se refiere al principio de efectividad, como fundamento de un pronunciamiento tan novedoso. En base a tal principio, nuestra normativa interna no debe imponer trabas excesivas para que los contribuyentes puedan restablecer la aplicación del Derecho comunitario, cuando éste haya sido vulnerado.

Así, el Tribunal Supremo se plantea “si el examen sobre si el acto cuestionado, por ser firme y consentido (…) es nulo o no de pleno derecho exige una respuesta anterior sobre si tal es la única vía que nuestro derecho interno ofrece frente a las vulneraciones del derecho de la unión o si, por el contrario, cabe un sistema de adecuación a este ordenamiento un poco más amplio y flexible, en aras de la satisfacción del principio de efectividad”.

Sin embargo, el hecho de que deba velarse por eliminar cualquier traba u obstáculo que impida restablecer situaciones en las que se ha vulnerado el Derecho comunitario, no significa, a mi juicio, que no deban eliminarse igualmente dichas trabas, cuando la norma vulnerada es nuestra Constitución.

Y es que, de lo contrario, estaríamos legitimando que una vulneración de la Constitución tenga menos efectos y consecuencias para la Administración, que una vulneración de normativa comunitaria. En definitiva, se estaría permitiendo que a la Administración le saliera más barato vulnerar la Constitución, que el Derecho comunitario.

¿Y A PARTIR DE AHORA, QUÉ?

La interpretación sostenida por el Tribunal Supremo en la sentencia de 16-7-2020 es, a mi juicio, novedosa y valiente. Y supone un bálsamo para todos aquellos contribuyentes a los que se cerró la puerta para exigir la devolución de ingresos indebidos, en caso de liquidaciones firmes, dictadas en base a normativa contraria al Derecho de la Unión.

Sin embargo, surge la duda de si dicha doctrina podrá extenderse también al caso de que dichas liquidaciones firmes, se hubiesen dictado en aplicación de normativa que haya vulnerado la Constitución.

En definitiva, cabe preguntarse si el Supremo considerará que, en todo caso, la acción de nulidad es rígida, angosta, excesiva, y no tiene en cuenta los motivos por los que el contribuyente no recurrió en plazo. O, por el contrario, ello solo ocurrirá cuando se alegue la existencia de una vulneración del Derecho comunitario.

Notas para el desarrollo legislativo del Título II de la Constitución, “De la Corona”

Como es sabido, nuestra norma suprema de 1978 cuenta con diez títulos, numerados en romanos. Toca poner el reflector en el segundo de ellos, o sea, los Arts. 56 a 65: son diez preceptos. Resulta obvio que no lo regula todo: a una norma jurídica no se le pueden pedir imposibles y menos aún contra más alto sea su rango. Pero aquí el problema resulta especialmente agudo porque estamos ante un contenido casi inmodificable: el procedimiento de reforma del Art. 168 fue diseñado justo para no poderse aplicar.

Es algo muy enojoso, porque sucede que el contenido del Título II (y, peor aún, su tono) no resulta por así decir homologable con el resto del documento. Casi diríase que constituye un cuerpo extraño, cuando no un verdadero quiste, que si pudo introducirse fue a martillazos. Mientras el Art. 23 declara que el acceso a los cargos públicos se encuentra abierto a los ciudadanos, viene el Art. 57 para reservar uno de ellos -el de más arriba- a una familia: casi se antoja un aguafiestas. Si el Art. 14 proclama que todos son iguales ante la ley independientemente del sexo -en estos tiempos, la duda ofende-, sucede que el mismo Art. 57 se planta estableciendo que, dentro de esa familia, el varón tiene preferencia. Como en la época de nuestros abuelos: casi una provocación. Y un tercer ejemplo, particularmente relevante hoy: así como cualquier hijo de vecino vive a la intemperie desde el punto de vista de los procedimientos judiciales –“el que la hace, la paga”; o al menos se arriesga a un día deberlo pagar-, de la persona del monarca se estipula en el Art. 56.3 que “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Sin matices. Una auténtica machada, podría decirse, si no fuese porque esa palabra suena hoy a incorrección política.

Y no sólo eso es singular; la singularidad de este Título II se manifiesta también a la hora de designar a quien está encargado de interpretarlo. Todo el ordenamiento se encuentra lleno de agujeros y es fuente de cogitaciones, para cuya resolución está precisamente el poder judicial: en eso consiste la potestad jurisdiccional de la que habla (con tono de arrobo, para más inri) el Art. 117.3. Pero el apartado 5 del mismo Art. 57, luego de reconocer que el orden de sucesión puede generar dudas (“de hecho o de derecho”), se desvía de la regla y atribuye la labor decisoria a las Cortes Generales: esas cuitas “se resolverán por una ley orgánica”. El Parlamento se ve así llamado a ejercer una función materialmente judicial, por así decir.

Así pues, es un cuerpo extraño, casi algo excéntrico. Y además, y ahí es donde ahora hay que situar el foco, está lleno de lagunas. Algo que resulta muy peligroso para una institución de la que se proclama -art. 56.1- que es “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado. Asunto serio donde los haya. Pifiarla, en el sentido de no dejar atados todos los cabos, puede acabar teniendo fatales consecuencias.

Desde 1978 han transcurrido más de cuarenta años. En los primeros treinta y seis de ellos la institución estuvo encarnada en un aventurero -dicho sea con todo respeto para la figura en abstracto: también lo eran, por ejemplo, un Hernán Cortés o un Francisco Pizarro, que tantos servicios prestaron a la patria- que se encontró amparado por el silencio cómplice de los medios de comunicación. Las trapisondas del buen hombre las intuía todo el mundo, pero sobre ellas se había corrido un tupido velo. El típico secreto a voces. Sólo faltaba que llegara el momento del estallido. Los estudiosos de la artillería saben que los polvorines acaban inexorablemente por saltar en mil pedazos, aunque no resulte fácil vaticinar el momento exacto.

A mediados de 2014, y ya tras la abdicación -obra de Rajoy y del difunto Rubalcaba: dos hombres de Estado, como se dijo entonces entre grandes aplausos: vivir para ver-, las Cortes Generales tuvieron la ocurrencia de aprobar la Ley Orgánica 4/2014, de 17 de julio, de nombre equívoco por no decir abiertamente engañoso: “complementaria de la Ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial”. Sus autores debían saber que bajo el Emérito se emboscaba un pasado tenebroso -aunque aún no exteriorizado-, porque de otra manera no se explica que se anticipasen a poner el siguiente parche en la Exposición de Motivos, IV, párrafo tercero:

“Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentaron la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad”. Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Nos situamos seis años largos después, en septiembre de 2020, y el juego de naipes se ha terminado desmoronando a los ojos del mundo entero, poniéndose de relieve con toda crudeza muchas patologías. Hay que empezar por enumerarlas, porque sin diagnóstico no hay terapia que valga. A saber:

Primero, la ingenuidad de los autores del texto constitucional; ingenuos hasta el grado de lo arcangélico o incluso lo tontorrón. El personaje -designado por su nombre y apellidos en el Art. 56.1- era un Edmond Dantés, Conde de Montecristo o, si vamos a Le rouge et le noir, un Julien Sorel (o, en España, un buscón don Pablos), siendo así que el cargo había sido diseñado pensando en un monje cisterciense o, puestos a pensar en un laico, en Eugéne de Rastaignac, el menos balzaquiano (por su carácter timorato y sus escrúpulos morales) de los personajes de Balzac. Un grosero error de diseño. Y un error de los inexcusables, porque el sujeto para entonces ya había apuntado maneras.

Segundo, lo concertado de todo el mundo -una verdadera omertá en el peor sentido del término- a la hora de no impedir las fechorías y además ocultarlas de manera deliberada. Lo ha dicho Elisa de la Nuez en El mundo el 6 de agosto de este 2020: del dato de que “el Rey Emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados)”, dato que constituye “un fracaso tremendo”, se declara que resulta imputable (aparte de a “los agujeros del sistema”), a “la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los empresarios que durante tanto (tiempo) le dieron cobertura”. Sólo cabe decir amén. No sabe uno si los firmantes de la carta de los 75 que se hizo pública unos días más tarde, en ese mismo mes de agosto, están defendiendo a la persona (o a la institución) o si más bien se están autoexonerando de lo que son, al menos por conducta omisiva, sus propias responsabilidades.

Y en el bien entendido de que ese tipo de fenómenos -callar mientras alguien se enriquece con todo descaro- no es algo privativo del caso que nos concierne. En la Cataluña de 1980-2003 sucedió lo mismo con los negociets del que era Presidente de la Generalitat. Sin una sociedad tan peculiar y sumisa como la barcelonesa no habría podido suceder lo que sucedió: ya se sabe que las personas son como las plantas, que obedecen a un clima. El cactus sólo puede crecer en el desierto y el edelweiss es la blanca flor de los Alpes. Pero cerremos el paréntesis catalán y volvamos a lo que nos concierne.

La tercera y última de las causas de la tragedia está en la inactividad del legislador a lo largo de tantas legislaturas. Somos, y lo dice también Elisa de la Nuez, “un país adicto al BOE” (adicto hasta el extremo de la hiperventilación, definida por el Diccionario RAE como “aumento de la temperatura y la intensidad respiratoria que produce un exceso de oxígeno en la sangre”) y, en efecto, basta leer cualquier producto normativo para poder denunciar lo innecesario y meramente propagandístico de la mayor parte de las determinaciones que salen de los magines de la gente de la Carrera de San Jerónimo, cuando no de su abierta nocividad para el interés general. Las épocas de mayoría absoluta (la última de las cuales, la concluida a finales de 2015) han resultado particularmente prolíficas en lo que a esos bodrios concierne. Todo lo cual contrasta con lo sucedido en relación con la Corona, siendo así que, se insiste, lo incompleto de la regulación constitucional hacía especialmente perentorio el establecimiento de reglas. Pero en lo relativo a la Jefatura del Estado los parlamentarios, de ordinario tan dicharacheros, parecían encontrarse aquejados de una suerte de atrofia que les impedía actuar.

En 2014 entraron en harina por primera (y única) vez, mediante las dos Leyes orgánicas que se han mencionado, la de abdicación de junio y sobre todo la complementaria de un mes más tarde. De esta última cabe indicar que puede servir como antimodelo: lo que era un cáncer en estado de metástasis se pretendía curar poniendo una tirita: el aforamiento en el Tribunal Supremo. Como si la piel de zapa (volvamos a Balzac) todavía pudiera seguir dando de sí. El resultado, en este sufrido 2020, está a la vista.

En agosto acabamos de ver en efecto lo que ha sido un espectáculo pirotécnico, empezando por la espantá del día 3, digna del mismísimo Rafael Gómez Ortega, “El gallo”, el famoso hermano de Joselito que hizo de eso un arte (más aún: teorizó sobre él, en la más noble estela de los toreros filósofos, al explicar que “las banderillas son las banderillas, el pase natural es el pase natural, el volapié es el volapié y la espantá es la espantá”). El debate -jurídico y en general mediático- ha ocupado casi todo el mes. Los partidos políticos se han posicionado de una u otra manera y con más o menos fortuna a la hora de expresarse. No es este el momento de entrar en detalles.

Si modificar la Constitución no resulta hacedero, al menos habría que ir preparando cuanto antes una Ley Orgánica que la desarrollara. Su contenido tendría que versar como mínimo (en eso consiste cabalmente el mensaje de este breve comentario) en dar respuesta a las siguientes cuatro preguntas que la Constitución dejó abiertas de par en par, con el infeliz resultado, casi medio siglo después, y como se dice en las resoluciones judiciales, que obra en autos:

– Determinar el radio objetivo de la inviolabilidad (y con carácter previo definir el alcance exacto de la palabra) del Art. 56.3, así como precisar la noción de “actos del Rey” del Art. 64. Lo que exige pronunciarse sobre si tiene vida privada -¿negociets?– y, en su caso, su régimen económico.

Explicar en qué consiste “el orden regular de primogenitura y representación” a efectos sucesorios, sobre todo para el caso de que las líneas descendentes no existieran o hubieran premuerto. ¿Se recupera en primer lugar la línea ascendente, como en el Derecho Civil? ¿Qué efectos tiene una anterior abdicación del progenitor, como se ha dado de hecho aquí? ¿Implica renuncia a quedarse en la lista de espera?

– ¿Qué sucede con los hijos extramatrimoniales, “iguales ante la ley con independencia de su filiación”, como proclama con entusiasmo el Art. 39?

– ¿En qué supuestos procede que las Cortes Generales inhabiliten a alguien -al margen de la obvia incapacidad física o mental- para llevar el cetro? ¿Cabe una suerte de declaración de incapacidad moral antes de que los jueces -el Supremo, en caso de aforamiento- hubieran impuesto (en cuyo caso todo pasaría a quedar claro) una condena que imposibilitara desempeñar cargo alguno, incluso el de Concejal de pueblo?

Mucho más complicado va a ser poner blanco sobre negro los criterios materiales de deslinde -el reparto competencial, que decimos los administrativistas con nuestro empeño en que cada una de las tareas públicas tenga un dueño claramente predeterminado- entre la función del Rey según el Art. 56.1 (“la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”) y el cometido de la dirección de la política exterior que según el Art. 97.1 se encuentra en manos del Gobierno.

Entre 1978 y 2014, Juan Carlos I fue, en realidad, el Ministro de Asuntos Exteriores, y con carácter general lo hizo muy bien, porque abrió mercados para muchas empresas. En ello pudo haber influido el hecho de que durante muchos períodos la cartera estuvo de facto poco menos que vacante (si uno repasa la lista de los titulares se lleva las manos a la cabeza, a salvo por supuesto de las excepciones que confirman la regla) y, como la naturaleza tiene horror al vacío, fue el Jefe del Estado el que ocupó el hueco: pura ley de Gay-Lussac de la expansión de los gases. Cosa distinta es que ese (buen) desempeño del trabajo -la “más alta representación”- viniera acompañada, ¡ay!, de los trapicheos que ya conocemos: yo te doy el Toisón de Oro -Enrique el de las mercedes, el II de Castilla, 1334-1379, puede haber sido el modelo histórico- y a cambio tú me retribuyes en metálico con lo que formalmente representa una donación. Ahí es donde se ha producido la colusión de intereses. Y eso por no hablar de comisiones descarnadas, que se han sumado a lo anterior.

Hay, en suma, que deslindar lo que, para actuar por España en el exterior, corresponde a cada quien; pero sabiendo, se insiste, que estamos ante un terreno que, como sucede siempre con lo simbólico (o incluso con lo mítico), se resiste al seco corsé de lo normativo. Jacobo I de Inglaterra (y VI de Escocia: era hijo de María Estuardo y vivió entre 1566 y 1625), que, como el torero, también se dedicó a teorizar sobre su oficio -el de rey absoluto-, explicó que lo suyo era un misterio, the mistery of the king, en el sentido de que sus poderes, por participar de lo numinoso, resultaban no sólo jurídicamente informalizables sino incluso intelectualmente inasibles. Ni que decir tiene que, cuatro siglos más tarde, estamos en un contexto muy otro, mucho más racionalizado y objetivo, pero nadie podrá discutir que precisar al dedillo el contenido y los límites de las funciones del titular de la Corona resulta menos fácil que, por ejemplo, establecer, dentro de la estructura orgánica del Ministerio competente en materias eléctricas, el ámbito de potestades de la Dirección General de Política Energética y Minas. En la institución monárquica sigue anidando un punto de hechizo, por mucho que lo sucedido entre 1978-2014 haya mostrado que al final lo que explica las cosas es algo tan poco mágico -tan común- como er mardito parné.

Son sólo unos pequeños aportes para el contenido de esa Ley Orgánica. Y no será porque el autor de estas líneas, luego de muchos años de ejercicio de profesiones jurídicas -la Abogacía, sobre todo- sea un creyente en que las normas resuelven por sí solas los problemas: la financiación de los partidos políticos está superregulada y ya vemos lo que hacen todos ellos. Pero al menos las disposiciones pueden ayudar a que en lo sucesivo no volvamos a vernos en esta misma tesitura.

No hace falta afirmar que estoy entre los que sinceramente piensan que, en la atribulada España actual, cambiar la monarquía -símbolo de la unidad y permanencia del Estado, según el Art. 56.1 de la Constitución: segunda cita- por la República sería el acabose. Dicho sea literalmente: no habría una República, sino varias. Alguna de ellas, además, particularmente bananera y, además, cursi. Pero precisamente por eso a la institución hay que hacerle un lifting, porque ha llegado a 2020 muy perjudicada. El paso de los años sin haberla sabido remozar es lo que le ha provocado la aluminosis, inserta además en una crisis general del modelo representativo partitocrático.

No sabe uno quién ha hecho más daño a la monarquía -una pieza esencial de nuestra convivencia e incluso, reitero, de la propia capacidad de España para subsistir-: si el anterior titular o los que han estado jaleándolo y tapando sus vergüenzas. Hay cariños que matan.

Sobre la moción de censura

Esta semana se cumplen dos años de la moción de censura a Mariano Rajoy que permitió a Pedro Sánchez acceder a la Presidencia del Gobierno. Su inesperado triunfo cambió el curso de los acontecimientos políticos en España. A mitad de legislatura, con las mismas mayorías parlamentarias, los bloques Gobierno-oposición se intercambiaron y, por primera vez en nuestro país, un presidente del Gobierno accedía al cargo a través de una moción de censura.

Con ello se generó un intenso debate público sobre este instrumento constitucional. ¿Se puede entender como una válvula de escape cuando se produce la quiebra del contrato entre ciudadanía y ejecutivo? ¿Por qué se ha cuestionado su legitimidad en España? Desde aquel momento, en determinados sectores políticos se ha sugerido cuando no explicitado la idea del presidente ilegítimo. De alguna manera, parte del discurso de oposición se ha basado en la percepción de que la constitución del nuevo ejecutivo respondía a una suerte de irregularidad perpetrada contra la voluntad popular.

A pesar de que la tesis de la ilegitimidad caló en ciertos sectores sociales, no debemos dejar de reiterar que es característica fundamental de los sistemas parlamentarios que el gobierno debe recibir y mantener la confianza del Parlamento para ejercer las funciones que tiene encomendadas constitucionalmente. Lo hará, además, sometiéndose de forma continua la vigilancia política del control parlamentario.

Junto a ese esquema básico, se suele añadir como característica habitual de los sistemas parlamentarios que en ellos existe un cierto equilibro entre poder ejecutivo y legislativo. Ese equilibrio se manifiesta con la mayor evidencia en dos decisiones de ultima ratio: la disolución del Parlamento y, precisamente, la censura al ejecutivo. El gobierno tiene la potestad de, según su criterio político, ordenar la disolución del poder legislativo y llamar a elecciones (art. 115 de la Constitución Española). Paralelamente, el Parlamento podrá cesar mediante una moción de censura a un ejecutivo que no se ajuste a lo exigido por la mayoría parlamentaria (art. 113). Ejecutivo y legislativo pueden neutralizarse mutuamente.

Las mociones de censura son propias de los sistemas parlamentarios como es el español, lo que resulta del todo lógico puesto que se asientan en la idea de que el ejecutivo nace de la confianza del poder legislativo y le rinde cuentas durante todo su mandato, pudiendo el último llegar al límite de retirar tal confianza. El elemento central es, por lo tanto, un Parlamento que otorga y retira su confianza de forma soberana.

Nuestro ordenamiento constitucional dificulta la viabilidad de esa retirada de confianza con la intención de primar la estabilidad del gobierno a través de dos vías: el carácter constructivo de la moción de censura y la mayoría exigida para su aprobación. Así, las mociones de censura tradicionalmente se distinguen entre constructivas o destructivas. A diferencia de las primeras, en las segundas se complica el éxito de la moción al vincular el cese del gobierno saliente al otorgamiento de la confianza a un nuevo presidente.

La regulada por la Constitución en su artículo 113 es de carácter constructivo, al exigir de forma explícita que los Diputados que la registran deben plantear un candidato la misma. El constituyente pretende evitar la inestabilidad que podría suponer que una mayoría negativa provocase el cese del Gobierno sin un ejecutivo alternativo que asumiese sus funciones de forma inmediata. Téngase en cuenta que ello provocaría continuas repeticiones electorales o periodos de gobierno en funciones prolongados.

El juego de mayorías establecido también supone otro paso en la protección de los Gobiernos en minoría en detrimento del equilibrio legislativo-ejecutivo. Fijémonos. El presidente puede ser investido por una mayoría simple, por lo que resulta coherente que para que el propio presidente voluntariamente revalide su confianza parlamentaria le baste una nueva mayoría simple a través de una cuestión de confianza, tal y como prevé la propia Constitución. Sin embargo, aunque pudo otorgar y ratificar su confianza una mayoría simple de Diputados, deberá ser una mayoría absoluta la que la retire.

En conclusión, la Constitución ordena la moción de censura de forma restrictiva, asegurándose de que la misma nace un ejecutivo que cuenta con respaldo parlamentario y, en consecuencia, popular. De todo lo anterior cabe concluir que un gobierno surgido tras una moción de censura es un gobierno constitucional con la misma relación con las urnas que los gobiernos emanados de una investidura ordinaria. A Pedro Sánchez le otorgó su confianza en 2018 el Congreso de los Diputados constituido según el resultado electoral del 26 de junio de 2016. Es el mismo Congreso que hizo presidente a Mariano Rajoy dos años antes.

A todos los presidentes del Gobierno de España los avalan las mismas mayorías, que son las exigidas en la Constitución. El constituyente español, como sucede el resto de sistemas parlamentarios, trató de garantizar que el ejecutivo estuviese apoyado de forma sólida por el poder legislativo. Por ello trazó unas mayorías concretas que permitiesen entender otorgada la confianza al Gobierno de turno. Poner en cuestión la legitimidad de un Gobierno que ha recibido el apoyo parlamentario de tales mayorías es poner en cuestión, en definitiva, el conjunto del funcionamiento institucional diseñado por la Constitución.

La razonabilidad del Gobierno

“¿Cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?”

Rawls, 1980.

 

No hablaré en este texto ni de los aciertos del Gobierno, que los ha tenido, ni de sus abusos, que hemos padecido, sino que lo haré de los usos, de los débiles y difusos, así como de su relación con los usos que Ortega llamaba fuertes y rígidos -esto es, el derecho y el Estado-, pues de ellos trae causa el Gobierno en un Estado democrático de derecho. En una sociedad, el poder máximo, el poder público, radica en el Estado, en un uso jurídico que consiste en “dar por bueno que ciertos hombres bajo ciertas condiciones manden”, lo que quiere decir que “se les atribuye el derecho a mandar”; esto es, a crear la ley.

Ahora bien, esta atribución del mando de unos sobre otros suscitó desde tiempo inmemorial cierto temor. Esta es la razón por la que ya Aristóteles sostuvo que la política ha de ocuparse de construir un gobierno de leyes y no de hombres, pues “no permitiremos –decía- que nos mande un hombre, sino la razón, porque el hombre manda en interés propio y se convierte en tirano”. Con este fin se dictan leyes que han de satisfacer el requisito de no ir contra la recta razón. El problema con el que nos enfrentamos desde entonces es el de saber dónde encontrar ese depósito de racionalidad que nos permita asegurar el bien de la ciudad.

En un Estado democrático de derecho podemos encontrarlo en la Constitución. Y esto, por dos razones: primero, porque se asienta en el interés general; y segundo, porque establece una serie de procedimientos que permiten que ese interés general perviva en su determinación. Sin embargo, tanto el origen de este Gobierno como sus actuaciones ponen en riesgo estos presupuestos. Trataré de explicarlo.

Sabemos que el Presidente fue elegido tras un pacto de investidura para el que fueron necesarios, entre otros, los votos de Esquerra Republicana. Esto tiene un grave inconveniente. Decía su portavoz parlamentario que en política todo tiene precio, al mismo tiempo que su líder natural había afirmado con anterioridad que lo volverían a hacer. Dice Kelsen que un golpe de Estado consiste en alterar la forma política existente, esto es, la Constitución, al margen de los procedimientos recogidos en la misma para su cambio. Si esto fue lo que sucedió, produce cierta desconfianza que un Presidente sea elegido con los votos de aquellos que trataron de romper el orden constitucional, al mismo tiempo que afirman que están dispuestos a apoyarlo por un determinado precio, ¿qué precio?

El acuerdo de Gobierno entre socialistas y Podemos produce pavor. Es verdad que se han logrado avances sociales importantes que han cuestionado, ahora con la ayuda de la Unión Europea, los desastres de la anterior política de austeridad, entonces bajo la exigencia de la misma Unión. El problema de este ejecutivo progresista consiste, en mi opinión, en los mimbres sobre los que se asienta. No me voy a detener en la contradicción flagrante que supone que Podemos se denomine como grupo confederal, lo que se contradice con el principio de soberanía sobre el que se construye nuestro orden constitucional. Esto supone cobijar “el monstruo político de un imperium in imperio”. Tampoco entraré en la diferente concepción de la democracia que poseen los miembros de la coalición de Gobierno, aunque sí que lo haré en relación con algunas actuaciones relativas al poder judicial; la quiebra de los derechos y libertades y algunos de los usos débiles de algún miembro del Gobierno.

Teniendo en cuenta que existe un solapamiento entre el poder ejecutivo y el legislativo, sobre el que ya advirtió Montesquieu que “cuando los poderes legislativo y ejecutivo se reúnen en la misma persona o asamblea, no puede haber libertad”, es evidente que sólo queda un poder que pueda actuar como garante de nuestros derechos y libertades: el poder judicial. Por eso son preocupantes las críticas irracionales que miembros de Podemos vertieron sobre el juez que condenó a uno de sus miembros. Aunque peor es el manifiesto que este partido, firmante del acuerdo de Gobierno, suscribió, entre otros, con algunas de las fuerzas independentistas. En ese manifiesto se critica, lo que es loable, la sentencia dictada por unanimidad por la sala penal del Tribunal Supremo, compuesta por siete magistrados, basándose en un informe de escasas veinticuatro páginas de Amnistía Internacional, que no se sabe quién firma. Esta acción es plenamente legítima cuando la llevan a cabo partidos, grupos, ONGs, etc, pero es una insensatez cuando lo hace uno de los partidos que componen el ejecutivo, pues sólo contraponer una sentencia como la que el Supremo dictó con unas páginas deslavazadas es un absoluto despropósito. Si el poder judicial es el depositario último del ejercicio del discernimiento –judgement-, frente a la fuerza y la voluntad de los otros poderes, el hecho de cuestionarlo mediante procedimientos propios de la agitación política pone en grave riesgo uno de los pilares fundamentales del Estado democrático de derecho.

Tampoco habría que olvidar la que parece probable injerencia del ejecutivo, por medio de su ministro de Interior, en las investigaciones llevadas a cabo por la Guardia Civil en su actuación como policía judicial en relación con la cuestión de la manifestación del ocho de marzo. Esta se encuentra íntimamente relacionada con la quiebra de derechos y libertades que empezamos a sufrir en este país. Si recordáramos las palabras de un general advirtiendo de la necesidad de controlar las críticas al Gobierno y esto todavía en una democracia constitucional, produce espanto pensar que es lo que sucedería si se alcanzase su destrucción. Por eso no creo que sea muy razonable la defensa de este Gobierno por su “restauración de derecho civiles y políticos”.

Por último, quisiera referirme, aunque muy brevemente, a los usos débiles y difusos de este Gobierno que contribuyen a conformar la opinión pública. Es cierto que tales usos son también ejercidos por una oposición “poco escrupulosa” y “agresiva”, incluso como se ha dicho de “tono cuartelero y tabernario”. Pero predicar “elegancia y contención” del Gobierno me parece desacertado y esto por dos razones: porque sus usos han sido tan poco escrupulosos y agresivos como los de la oposición, pero también porque es el Gobierno, y el Gobierno no lo es de una fracción frente a la oposición, sino que lo es como poder ejecutivo, un poder que emana de la soberanía nacional, esto es, del pueblo español, y en consecuencia ha de ser el Gobierno de todos, también de quienes lo critiquen y de quienes, chabacanamente, lo insulten.

En definitiva, un Gobierno constitucional y democrático no puede tolerar que una parte de él cuestione las bases sobre las que se asienta el Estado democrático de derecho, es decir, la soberanía del pueblo, la división de poderes y los derechos y libertades civiles y políticos. Un Gobierno que permita tales actuaciones por algunos de sus miembros no puede calificarse como un Gobierno razonable, pues este ha de sustentarse sobre estas estructuras básicas, justamente las que se están poniendo en cuestión.

Un jueguito alemán

La Historia es conocida: la República de Weimar, ayuna del calor de los republicanos, se desplomó con ayuda de los propios mecanismos constitucionales, en especial, del artículo 48 que contenía los poderes excepcionales del Presidente y de la llegada a la cancillería de Adolf Hitler el 30 de enero de 1933 con lo que se consumó la entrega del poder al “enemigo de la Constitución” que se limitaba a tomarlo de las manos ya temblorosas de un anciano irresponsable (el presidente Hindenburg). Porque era claro que no se trataba de un simple cambio de gobierno sino de una ruptura ostensible e irreversible del sistema constitucional.

Al 30 de enero siguieron las fechas del 27 de febrero en la que ardió el edificio del Parlamento y a esta la del 5 de marzo, que es la de las elecciones donde el partido nazi (NSDAP) obtiene 288 escaños de un total de 647. Hitler es reelegido canciller y vuelve a jurar fidelidad a la Constitución. Le bastaron dos cañonazos, la Ordenanza presidencial (de nuevo el art. 48) de 28 de febrero y la “ley de autorización” de 24 de marzo, para acabar con ella. Esta experiencia llevó al constituyente de 1949 a ser extremadamente cauto y riguroso a la hora de taponar los agujeros por los que la legalidad constitucional pudiera convertirse en humo (en humo pestilente además).

Con detalle me he ocupado de todas estas vivencias políticas y jurídicas en los dos tomos de mis “Maestros alemanes de Derecho Público” (segunda edición en un solo tomo, 2005) y en “Juristas y enseñanzas alemanas I 1945-1975” (siempre en Marcial Pons). En más de medio siglo no ha existido preocupación seria en Alemania motivada por la posibilidad de un vuelco constitucional, acaso la única se produjo cuando se aprobaron las leyes de excepción a finales de la década de los sesenta, momento de grandes disturbios políticos ligados a la efervescencia del mayo del 68 francés. Pero ahora se ha incorporado al paisaje político alemán un partido, la “Alternativa para Alemania” de clara inspiración autoritaria de derechas, presente ya con voz audible y aun determinante en los Estados federados y también en el Parlamento federal.

Al hilo de esta novedad, Maximilian Steinbeis, jurista, periodista y editor de un blog de gran repercusión, se ha dado a idear un juego consistente en señalar las piezas de la Constitución que podrían ser cambiadas con relativa facilidad para vaciarla y mutarla en sus intimidades. El juego es sobrecogedor sobre todo si se tiene en cuenta que la Constitución alemana contiene, precisamente por los temores que el pasado suscita, la llamada “cláusula de eternidad” del artículo 79. 3, a cuyo tenor nunca podrán ser abolidos el Estado social de Derecho, el federalismo, la forma republicana del Estado y el derecho fundamental a la dignidad humana.

Pues bien, Steinbeis demuestra que todo eso puede convertirse en “verdura de las eras”. ¿Cómo? No cita a la “Alternativa …” pero razona que si un partido político ganara unas elecciones de manera abultada podría el nuevo canciller aprobar una reforma del Tribunal Constitucional que creara una tercera Sala (hoy cuenta con dos) a la que se atribuyera la competencia sobre la organización del Estado. La mitad de los jueces de esa Sala serían designados por el partido al que perteneciera el canciller, con mayoría en el Bundestag y que habría abolido paralelamente la actual exigencia de la mayoría de dos tercios para designar a los jueces constitucionales.

Podría – es cierto- llegar a ese Tribunal el examen de las leyes de la mano del Bundesrat  que no habría sufrido en su interior ese terremoto electoral (sus miembros son designados por los Gobiernos de los Estados federados). Pero, una vez en manos del Gobierno federal la pieza clave del Tribunal Constitucional, cualquier reforma no sería muy complicada pues el grueso de las reglas que rigen su funcionamiento no están en la Constitución sino en la ley del Tribunal (la mayoría para elegir a los magistrados, la duración de sus mandatos, la edad de su jubilación, el número de Salas …).

Si el Presidente de la República se negara, haciendo uso de su derecho de veto, a dar su visto bueno a las leyes así aprobadas, podría el canciller hablar ya un lenguaje de palabras mayores: promover la reforma del derecho electoral, del sistema de financiación de partidos y organizar como colofón un referéndum para aprobar una nueva Constitución.

Hay que decir que en el Tribunal Constitucional actual ya se vivió un gran susto cuando el año pasado la “Alternativa …” presentó un proyecto en el Bundestag según el cual los jueces de Karlsruhe se verían obligados a motivar fundadamente el rechazo de cualquier recurso de amparo, lo que hubiera llevado directamente a su paralización.

Algún responsable político relevante (de los Verdes) no se ha tomado a broma el juego ideado por Steinbeis y, competente como es en materia de Justicia en Hamburgo, ha pedido, en una sesión de ministros de Justicia de los Estados federados, que se elabore un estudio destinado a identificar los “puntos débiles” de la Constitución, aquellos que permitirían vivir un escenario inquietante: “sería un error considerar que somos inmunes a los peligros que acechan a algunas democracias en la Europa oriental” ha señalado. Tanto en Hungría como en Polonia han sido precisamente sus tribunales constitucionales las primeras piezas que se han cobrado sus Gobiernos, hoy puestos bajo la lupa de la Unión Europea.

¿Por qué traigo este juego a las páginas de este Blog? Lo habrá adivinado cualquiera de sus inteligentes lectores. Si este escenario de horror se le ocurre a un alemán donde la estabilidad es notable y donde, hasta ahora, todos los protagonistas políticos han rezado juntos el credo constitucional y comulgado con el pan vivificador de sus principios básicos ¿qué diremos del panorama español donde un partido que está en el Gobierno quiere acabar con la monarquía y abomina del esfuerzo de entendimiento que han protagonizado las generaciones precedentes? ¿y qué de los socios gubernamentales que lisa y llanamente quieren acabar con España?

Téngase en cuenta que los prejuicios necios son los triunfos de la sinrazón. Y que la desgracia nos puede llegar de una atolondrada aleación de esos prejuicios y de despropósitos.

Apuntes sobre una prórroga que nunca verá la luz

En una de sus comparecencias públicas de las últimas semanas, el presidente del gobierno hizo una afirmación que no pasó desapercibida, y que dio lugar a regueros de tinta y a una animada (aunque también algo avinagrada, todo hay que decirlo) discusión con tintes jurídicos en medios de comunicación y redes sociales.

Lo que el presidente del gobierno afirmó fue que el acudir al Congreso de los Diputados cada quince días para renovar el estado de alarma respondía a un afán de transparencia y por verse controlado por el poder legislativo, y no tanto a una obligación legal. Y, si bien es cierto que el artículo 116 de la constitución (relativo a los estados de alarma, excepción y sitio) no pone coto alguno a las prórrogas, sí parece dar a entender que las prorrogas lo serán en cualquier caso por otros quince días: “dando cuenta al Congreso, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”.

Es, sin embargo, la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, la que matiza esta expresión: según el artículo 6, el estado de alarma “sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”. Resulta sorprendente hasta qué punto el texto de la norma puede resultar ambiguo, lo que sugiere (a mi juicio) dos posibilidades:

  • Por un lado, que el legislador no reparase en que las prórrogas del estado de alarma, al ser este declarado por el gobierno sin concurso del Congreso (cosa que no sucede en los estados de excepción y sitio, en los que el Congreso juega un rol desde el principio), se hallaban condicionadas por el plazo de quince días que se otorgaba al gobierno antes de acudir al Congreso. Es decir: tal vez el legislador no previó que el plazo de quince días que se daba al gobierno para acudir al Congreso iba a condicionar la aproximación de legisladores y opinión pública a las prórrogas posteriores. El legislador no buscaba que las prórrogas fuesen necesariamente de quince días, pero la redacción constitucional lo dio a entender (aunque no lo impusiese).
  • La otra posibilidad es que los autores de la Ley 4/1981 buscasen relajar las limitaciones del artículo 116 de la Constitución. Recordemos que el artículo 6 de la Ley incide en que “sin cuya autorización (del Congreso, se entiende) no podrá ser prorrogado dicho plazo”. Los autores de la norma habrían buscado, de esta manera, ampliar la discrecionalidad del poder legislativo a través de un enunciado ambiguo, que permitiese interpretar que se permitía que el legislativo aprobase prórrogas que fuesen más allá de los quince días.

Fuesen cuales fuesen los motivos del quienes participaron en la redacción de ambas normas, de la redacción de la Ley 4/1981 no cabe colegir en ningún caso que las prórrogas deban tener una duración de quince días. De hecho, desde una perspectiva teleológica tiene sentido que el plazo de quince días solo opere para el primer tramo del estado de alarma El plazo de quince días del artículo 116 es un límite temporal a la acción del gobierno sin aprobación del legislativo. Es el poder legislativo quien puede postergar indefinidamente el estado de alarma (y modificar radicalmente su alcance y condiciones, según la Ley), y por ello no tendría sentido que se viese constreñido por el plazo de quince días.

Así mismo, existe un precedente en el que se aplicó (y prorrogó el estado de alarma). En diciembre del año 2010, y como consecuencia de la huelga ilegal de los controladores aéreos, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero declaró el estado de alarma, y solicitó su prórroga por un periodo superior a los quince días. La prórroga fue aprobada por el Congreso. En aquel momento no se puso en duda la legalidad de una prórroga superior a los quince días, y ningún partido de la oposición (si bien el Partido Popular era el único con capacidad para hacerlo) buscó que el Tribunal dictaminase si dicha prórroga era constitucional.

Sin embargo, no debe sorprendernos que las normas relativas a los estados de emergencia tengan problemas de interpretación y zonas grises. La mayor parte de las leyes que nos gobiernan se han ido depurando (o interpretando por los tribunales) como consecuencia de su aplicación continuada, y de las posibles controversias que han ido surgiendo y se han resuelto (ya sea de forma jurisdiccional o por una reforma posterior). Las leyes, así, se van puliendo, como una piedra a la que hace rodar el agua de un río. Pero las normas de emergencia, por su carácter excepcional, solo se aplican en situaciones muy poco frecuentes, y por lo tanto para que se vayan depurando tiene que transcurrir periodos muy largos de tiempo. Y nuestro orden constitucional es muy joven.

Ahí reside una paradoja: aquellas normas que requieren de una mayor claridad por afectar a derechos fundamentales son precisamente las que menos claras resultan por haber sido aplicadas en contadas ocasiones.

En esta ocasión, el uso de la legislación de emergencia ha descubierto la existencia de una ‘zona gris’ situada entre la alarma y la excepción (tal y como sostiene el profesor Xavier Arbos), y que no cabe adjudicar a uno u otro estado. Así las cosas, sería muy positivo que el Tribunal Constitucional se pronunciase sobre las medidas adoptadas por el gobierno dentro del estado de alarma, y que contribuyese a dibujar nítidamente los perímetros y contornos de cada figura prevista por la legislación de emergencia. Ya lo hizo tras la huelga de los controladores aéreos en el año 2010 (STC 83/2016), pero aun quedan numerosos aspectos por esclarecer.

Pero volvamos, pues, a la cuestión de las prórrogas. Si optar por una prórroga de quince días o por una superior es legal, lo que cabría preguntarse es por qué el presidente del gobierno cambió de criterio de forma súbita hace unos días (después de presentar su aparente decisión de acudir a renovar las prórrogas cada quince días como un ejercicio de ‘accountability’). Ahora, además, sabemos que la prórroga de treinta días ya no será tal, merced al acuerdo con Ciudadanos. Otro cambio de parecer.

Fue el presidente del gobierno quien se impuso a sí mismo el dogal de acudir al Congreso cada quince días (pues bien hubiera podido no hacerlo, Sánchez dixit), y es por ello a él a quien compete dar las explicaciones oportunas para justificar semejante cambio de criterio. ¿Cuáles fueron las razones del presidente del gobierno para esbozar un prórroga de treinta días? Los incentivos para pasar de una prórroga de dos semanas a una de un mes eran fuertes, y a mi juicio existían dos posibles causas para ello:

  • Por un lado, que el hecho de que las prórrogas sean aprobadas por una mayoría menguante convenciese al gobierno de la necesidad de obtener una última prórroga para el periodo que reste, de forma que se conjuraría la posibilidad de un final abrupto del estado de alarma (lo que tendría graves implicaciones prácticas).
  • Y, por el otro, un deseo del gobierno de reducir la presión social y el aumento de la conflictividad social fijando en el horizonte un punto final definitivo (con permiso del otoño) para el estado de alarma. Se sacrificaría, así, el control parlamentario a cambio de una obligación autoimpuesta de no buscar una nueva prórroga.

Que el gobierno haya tanteado la opción de una última prórroga superior a los quince días supone, pues, una primera aceptación por su parte de que el apoyo parlamentario a sus medidas se tambalea, al tiempo que el malestar popular por la falta de claridad respecto a la desescalada y la catástrofe económica que se avecina comienza a tomar vuelo. Es un primer indicio de que, como muchos anticiparon, una crisis como la actual iba a ser prolongada en el tiempo, y que la docilidad de muchos ciudadanos a la hora de ser confinados se agrietaría a medida que la ansiedad económica y la situación política comenzasen a emerger.

El debate en torno a las prórrogas es también un primer indicio de cómo el empeoramiento de la situación política, de la economía y el aumento del descontento social comienzan a tener un peso en las decisiones de nuestros responsables políticos. En esta ocasión, Ciudadanos ha logrado pactar finalmente una prórroga de quince días, en lo que supone una derrota a la pretensión del ejecutivo de dirigir los tiempos de la respuesta al virus como hasta ahora. De forma algo paradójica, la pretensión de extender el estado de alarma por treinta días era un indicio de debilidad, y el acuerdo de hoy para limitarla a quince días es su confirmación.

Y, sin embargo, lo más dramático de la decisión adoptada por el gobierno esta tarde es el hecho de que va a ser el preludio de otra peor: cómo proceder si, después de un verano terrible, llega el otoño y se ve abocado a ordenar que los ciudadanos vuelvan a recluirse en sus casas.

Detrás de la aparente indefinición jurídica subyacía, como tantas otras veces, un dilema político.

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

«Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia».

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

Excepciones autorizadas, seguridad jurídica y celo policial: a vueltas con la celebración de cultos y otras dudosas prohibiciones

El artículo 9.1 CE prescribe que ciudadanos y poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Ahora bien, a diferencia de los poderes públicos, para los ciudadanos rige lo que llamamos el principio de vinculación negativa, en virtud del cual tenemos libertad para realizar todo aquello que no esté prohibido. Ocurre que con la declaración del estado de alarma en nuestro país parece que se hubiera dado la vuelta al sentido de este principio: fuera de la alfombrilla de nuestras casas, sólo podemos hacer aquello que nos está expresamente permitido. E incluso aquello que podemos hacer se presenta borroso, con la consiguiente inseguridad jurídica. El tema no es baladí porque afecta al sentido profundo de la idea de libertad en un Estado constitucional, el cual lógicamente se puede ver matizado en circunstancias excepcionales como las que vivimos, pero, más en concreto, el mismo está generando dudas acerca de la legitimidad de ciertas intervenciones policiales.

Así las cosas, todos asumimos que estamos “confinados”. Con visual expresión decía el profesor Aragón Reyes que se ha ordenado una “especie de arresto domiciliario” –aquí-. Pero si uno bucea en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma se encontrará con que el mismo no prohíbe salir de casa. Este decreto lo que prescribe es que “las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público para la realización de las siguientes actividades” (art. 7.1), fijando entonces las causas que legitiman circular. Entonces, ¿podemos transitar o reunirnos en las azoteas de nuestros edificios? En la medida que estas sean zona común de una propiedad horizontal (privada) no tendría que haber impedimento normativo. Cuestión distinta es que sea prudente hacerlas. Sin embargo, la mayoría hemos recibido comunicaciones de los administradores de las comunidades de propietarios advirtiendo de las limitaciones de uso de tales espacios. Incluso, este Domingo de Ramos veíamos como la policía desalojaba la azotea –parece que de un convento- donde se estaba oficiando una misa –aquí-.

Un tema que merece particular atención porque según interpretan los responsables policiales –aquí– no se podrían celebrar este tipo de actos de culto y en consecuencia han procedido a ordenar el desalojo de distintas iglesias en nuestro país –así en Cádiz –aquí– o en Granada –aquí-. Ello contrasta con el art. 11 del Decreto del estado de alarma, que establece que “La asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro”.

Centrándonos en las ceremonias católicas, es cierto que muchos Obispos de forma prudente han optado porque éstas se celebren a puerta cerrada y en la medida de lo posible se retransmiten por televisión o Internet. Pero, jurídicamente, parece claro que la celebración de las mismas no está prohibida, si bien de celebrarse tendrán que respetarse algunas condiciones para prevenir el riesgo de contagio. A lo que habría que hacer dos puntualizaciones adicionales. La primera trae causa de la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo, que en su artículo 5º viene a prohibir (aunque la misma dice que se “pospondrá”) la celebración de cultos o ceremonias fúnebres mientras dure el estado de alarma, y limita la participación en el enterramiento o cremación. Pues bien, sin querer aquí apelar al dilema de Antígona, de acuerdo con el sistema de fuentes de nuestro ordenamiento sí que cabe plantearse si una orden ministerial puede terminar prohibiendo -no ya limitando o restringiendo-, lo que el Decreto del estado de alarma ha permitido que se realice aun con condiciones.

La segunda puntualización viene dada ante la ausencia de previsión de la asistencia a las ceremonias o cultos religiosos entre las causas que justifican circular de acuerdo con el art. 7 del Decreto del estado de alarma. ¿Pueden entonces salir los feligreses de sus casas para “asistir” a “los lugares de culto”? A tenor del art. 11 concluiría sin lugar a dudas que si, por lo que, aunque el art. 7 no lo diga, éste debe entenderse como uno de los supuestos análogos que admite para justificar salidas. No entenderlo así vaciaría de contenido el propio art. 11, cuyo objeto es precisamente circunscribir el ejercicio de un derecho fundamental para adecuarlo a la crisis sanitaria. Y precisamente por ello corresponde a los sacerdotes disponer las medidas organizativas necesarias, como ya se ha dicho. Pero en una Catedral como la de Granada que una veintena de personas mantengan la distancia de seguridad no parece muy difícil. O lo mismo en la Iglesia de Cádiz. Por lo que parece que en todos estos desalojos se ha dado un exceso en la intervención policial.

De igual forma se puede apreciar un cierto celo policial en algún caso donde se ha denunciado a una persona por salir a comprar unas coca-colas, chocolate y salchichas –aquí-. De hecho, aunque no ha sido reconocido oficialmente, se ha difundido un listado que maneja la Guardia Civil con aquellos productos alimenticios que justificarían salir a comprar –aquí y aquí-. Sin embargo, el artículo 7 del Decreto no hace distingos y se refiere genéricamente a que se podrá circular cuando el objeto sea adquirir “alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.”. De manera que carece de sentido que la policía pueda hacer un escrutinio de si lo comprado en un supermercado es más o menos de primera necesidad. De igual forma que tampoco está jurídicamente prescrito que uno tenga que ir al supermercado más cercano a su casa y, de hecho, en poblaciones dispersas puede tener sentido desplazarse a otras localidades para poder abastecerse por preferir un supermercado más lejano a otros más limitados de la aldea o pueblo en el que se resida. Esta situación se ha planteado cuando varias comunidades islámicas en pueblos de Cáceres han solicitado permiso para poder desplazarse a otras localidades para comprar alimentos en establecimientos autorizados por la Comisión Islámica de España –aquí-. Nuevamente lo que sorprende es que tenga que pedirse una autorización policial para poder hacer algo que, a priori, no está prohibido: ir a comprar.

De igual manera, se ha dicho que está prohibida toda actividad económica que no preste servicios esenciales. Pero tampoco aquí el Decreto del estado de alarma hace mención a la misma. Se refiere únicamente en su artículo 10 a las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, equipamientos culturales, establecimientos y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración, y otras adicionales. Lo que ha hecho el Gobierno ha sido colar esta suspensión de la actividad económica por la puerta de atrás –si se me permite la expresión-, regulando un “permiso obligatorio” para los trabajadores en el Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo. Un Decreto-ley que se sitúa en la línea de fuera de juego porque, de acuerdo con el art. 86.1 CE, este tipo normativo no puede afectar con su regulación a derechos constitucionales –aunque es cierto que la jurisprudencia constitucional ha sido muy generosa a este respecto-. Y, sobre todo, porque soslaya lo que en buena lid debería haber sido una novación del estado de alarma o, de forma más correcta, de un estado de excepción, ya que estas medidas suponen una limitación –si no suspensión- del ejercicio de derechos y libertades constitucionales y, en todo caso, están previstas en la LO 4/1981, de 1 de junio, como medidas posibles en un estado de excepción (art. 26.1), no en el de alarma.

Así las cosas, de todo lo dicho se pueden extraer varias conclusiones. La primera de ellas es que al final las limitaciones a las libertades de los ciudadanos son mucho mayores de lo que la normativa del estado de alarma quiere “aparentar”, quizá para esconder así lo que algunos hemos venido sosteniendo, y es que los efectos del mismo son los que el artículo 55.1 CE y la propia Ley Orgánica prevén para un estado de excepción –en una entrada anterior así lo sostuve-. La aceptación generalizada de la necesidad de estas medidas no subsana este déficit constitucional. La segunda es que, aun siendo comprensivos en estos difíciles momentos que abocan a una inevitable improvisación, no deja de ser deseable una mayor seguridad jurídica a la hora de definir aquello que está o no prohibido. Y, por último, igual que es necesario pedir que las personas sean responsables y cumplan prudentemente no sólo con la letra, sino sobre todo con el espíritu de las restricciones que se han impuesto, por su parte los cuerpos policiales sí que deben ceñirse estrictamente a denunciar sólo aquello que está terminantemente prohibido. No pueden ir más allá, por mucho que parezca inapropiado que una persona vaya a una misa o salga de casa a comprar pipas a un súper distante. Ni siquiera en circunstancias como las que vivimos está justificado educar a golpe de multa.

 

 

Imagen: El Mundo.