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Notas para el desarrollo legislativo del Título II de la Constitución, “De la Corona”

Como es sabido, nuestra norma suprema de 1978 cuenta con diez títulos, numerados en romanos. Toca poner el reflector en el segundo de ellos, o sea, los Arts. 56 a 65: son diez preceptos. Resulta obvio que no lo regula todo: a una norma jurídica no se le pueden pedir imposibles y menos aún contra más alto sea su rango. Pero aquí el problema resulta especialmente agudo porque estamos ante un contenido casi inmodificable: el procedimiento de reforma del Art. 168 fue diseñado justo para no poderse aplicar.

Es algo muy enojoso, porque sucede que el contenido del Título II (y, peor aún, su tono) no resulta por así decir homologable con el resto del documento. Casi diríase que constituye un cuerpo extraño, cuando no un verdadero quiste, que si pudo introducirse fue a martillazos. Mientras el Art. 23 declara que el acceso a los cargos públicos se encuentra abierto a los ciudadanos, viene el Art. 57 para reservar uno de ellos -el de más arriba- a una familia: casi se antoja un aguafiestas. Si el Art. 14 proclama que todos son iguales ante la ley independientemente del sexo -en estos tiempos, la duda ofende-, sucede que el mismo Art. 57 se planta estableciendo que, dentro de esa familia, el varón tiene preferencia. Como en la época de nuestros abuelos: casi una provocación. Y un tercer ejemplo, particularmente relevante hoy: así como cualquier hijo de vecino vive a la intemperie desde el punto de vista de los procedimientos judiciales –“el que la hace, la paga”; o al menos se arriesga a un día deberlo pagar-, de la persona del monarca se estipula en el Art. 56.3 que “es inviolable y no está sujeta a responsabilidad”. Sin matices. Una auténtica machada, podría decirse, si no fuese porque esa palabra suena hoy a incorrección política.

Y no sólo eso es singular; la singularidad de este Título II se manifiesta también a la hora de designar a quien está encargado de interpretarlo. Todo el ordenamiento se encuentra lleno de agujeros y es fuente de cogitaciones, para cuya resolución está precisamente el poder judicial: en eso consiste la potestad jurisdiccional de la que habla (con tono de arrobo, para más inri) el Art. 117.3. Pero el apartado 5 del mismo Art. 57, luego de reconocer que el orden de sucesión puede generar dudas (“de hecho o de derecho”), se desvía de la regla y atribuye la labor decisoria a las Cortes Generales: esas cuitas “se resolverán por una ley orgánica”. El Parlamento se ve así llamado a ejercer una función materialmente judicial, por así decir.

Así pues, es un cuerpo extraño, casi algo excéntrico. Y además, y ahí es donde ahora hay que situar el foco, está lleno de lagunas. Algo que resulta muy peligroso para una institución de la que se proclama -art. 56.1- que es “símbolo de la unidad y permanencia” del Estado. Asunto serio donde los haya. Pifiarla, en el sentido de no dejar atados todos los cabos, puede acabar teniendo fatales consecuencias.

Desde 1978 han transcurrido más de cuarenta años. En los primeros treinta y seis de ellos la institución estuvo encarnada en un aventurero -dicho sea con todo respeto para la figura en abstracto: también lo eran, por ejemplo, un Hernán Cortés o un Francisco Pizarro, que tantos servicios prestaron a la patria- que se encontró amparado por el silencio cómplice de los medios de comunicación. Las trapisondas del buen hombre las intuía todo el mundo, pero sobre ellas se había corrido un tupido velo. El típico secreto a voces. Sólo faltaba que llegara el momento del estallido. Los estudiosos de la artillería saben que los polvorines acaban inexorablemente por saltar en mil pedazos, aunque no resulte fácil vaticinar el momento exacto.

A mediados de 2014, y ya tras la abdicación -obra de Rajoy y del difunto Rubalcaba: dos hombres de Estado, como se dijo entonces entre grandes aplausos: vivir para ver-, las Cortes Generales tuvieron la ocurrencia de aprobar la Ley Orgánica 4/2014, de 17 de julio, de nombre equívoco por no decir abiertamente engañoso: “complementaria de la Ley de racionalización del sector público y otras medidas de reforma administrativa por la que se modifica la Ley Orgánica 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial”. Sus autores debían saber que bajo el Emérito se emboscaba un pasado tenebroso -aunque aún no exteriorizado-, porque de otra manera no se explica que se anticipasen a poner el siguiente parche en la Exposición de Motivos, IV, párrafo tercero:

“Conforme a los términos del texto constitucional, todos los actos realizados por el Rey o la Reina durante el tiempo en que ostentaron la Jefatura del Estado, cualquiera que fuere su naturaleza, quedan amparados por la inviolabilidad y están exentos de responsabilidad”. Excusatio non petita, accusatio manifesta.

Nos situamos seis años largos después, en septiembre de 2020, y el juego de naipes se ha terminado desmoronando a los ojos del mundo entero, poniéndose de relieve con toda crudeza muchas patologías. Hay que empezar por enumerarlas, porque sin diagnóstico no hay terapia que valga. A saber:

Primero, la ingenuidad de los autores del texto constitucional; ingenuos hasta el grado de lo arcangélico o incluso lo tontorrón. El personaje -designado por su nombre y apellidos en el Art. 56.1- era un Edmond Dantés, Conde de Montecristo o, si vamos a Le rouge et le noir, un Julien Sorel (o, en España, un buscón don Pablos), siendo así que el cargo había sido diseñado pensando en un monje cisterciense o, puestos a pensar en un laico, en Eugéne de Rastaignac, el menos balzaquiano (por su carácter timorato y sus escrúpulos morales) de los personajes de Balzac. Un grosero error de diseño. Y un error de los inexcusables, porque el sujeto para entonces ya había apuntado maneras.

Segundo, lo concertado de todo el mundo -una verdadera omertá en el peor sentido del término- a la hora de no impedir las fechorías y además ocultarlas de manera deliberada. Lo ha dicho Elisa de la Nuez en El mundo el 6 de agosto de este 2020: del dato de que “el Rey Emérito haya hecho de su capa un sayo tanto en cuestiones personales como patrimoniales (ambos aspectos están relacionados)”, dato que constituye “un fracaso tremendo”, se declara que resulta imputable (aparte de a “los agujeros del sistema”), a “la tolerancia y pasividad de quienes debían haber velado por su ejemplaridad: el personal de la Casa Real, los políticos de uno y otro signo y los empresarios que durante tanto (tiempo) le dieron cobertura”. Sólo cabe decir amén. No sabe uno si los firmantes de la carta de los 75 que se hizo pública unos días más tarde, en ese mismo mes de agosto, están defendiendo a la persona (o a la institución) o si más bien se están autoexonerando de lo que son, al menos por conducta omisiva, sus propias responsabilidades.

Y en el bien entendido de que ese tipo de fenómenos -callar mientras alguien se enriquece con todo descaro- no es algo privativo del caso que nos concierne. En la Cataluña de 1980-2003 sucedió lo mismo con los negociets del que era Presidente de la Generalitat. Sin una sociedad tan peculiar y sumisa como la barcelonesa no habría podido suceder lo que sucedió: ya se sabe que las personas son como las plantas, que obedecen a un clima. El cactus sólo puede crecer en el desierto y el edelweiss es la blanca flor de los Alpes. Pero cerremos el paréntesis catalán y volvamos a lo que nos concierne.

La tercera y última de las causas de la tragedia está en la inactividad del legislador a lo largo de tantas legislaturas. Somos, y lo dice también Elisa de la Nuez, “un país adicto al BOE” (adicto hasta el extremo de la hiperventilación, definida por el Diccionario RAE como “aumento de la temperatura y la intensidad respiratoria que produce un exceso de oxígeno en la sangre”) y, en efecto, basta leer cualquier producto normativo para poder denunciar lo innecesario y meramente propagandístico de la mayor parte de las determinaciones que salen de los magines de la gente de la Carrera de San Jerónimo, cuando no de su abierta nocividad para el interés general. Las épocas de mayoría absoluta (la última de las cuales, la concluida a finales de 2015) han resultado particularmente prolíficas en lo que a esos bodrios concierne. Todo lo cual contrasta con lo sucedido en relación con la Corona, siendo así que, se insiste, lo incompleto de la regulación constitucional hacía especialmente perentorio el establecimiento de reglas. Pero en lo relativo a la Jefatura del Estado los parlamentarios, de ordinario tan dicharacheros, parecían encontrarse aquejados de una suerte de atrofia que les impedía actuar.

En 2014 entraron en harina por primera (y única) vez, mediante las dos Leyes orgánicas que se han mencionado, la de abdicación de junio y sobre todo la complementaria de un mes más tarde. De esta última cabe indicar que puede servir como antimodelo: lo que era un cáncer en estado de metástasis se pretendía curar poniendo una tirita: el aforamiento en el Tribunal Supremo. Como si la piel de zapa (volvamos a Balzac) todavía pudiera seguir dando de sí. El resultado, en este sufrido 2020, está a la vista.

En agosto acabamos de ver en efecto lo que ha sido un espectáculo pirotécnico, empezando por la espantá del día 3, digna del mismísimo Rafael Gómez Ortega, “El gallo”, el famoso hermano de Joselito que hizo de eso un arte (más aún: teorizó sobre él, en la más noble estela de los toreros filósofos, al explicar que “las banderillas son las banderillas, el pase natural es el pase natural, el volapié es el volapié y la espantá es la espantá”). El debate -jurídico y en general mediático- ha ocupado casi todo el mes. Los partidos políticos se han posicionado de una u otra manera y con más o menos fortuna a la hora de expresarse. No es este el momento de entrar en detalles.

Si modificar la Constitución no resulta hacedero, al menos habría que ir preparando cuanto antes una Ley Orgánica que la desarrollara. Su contenido tendría que versar como mínimo (en eso consiste cabalmente el mensaje de este breve comentario) en dar respuesta a las siguientes cuatro preguntas que la Constitución dejó abiertas de par en par, con el infeliz resultado, casi medio siglo después, y como se dice en las resoluciones judiciales, que obra en autos:

– Determinar el radio objetivo de la inviolabilidad (y con carácter previo definir el alcance exacto de la palabra) del Art. 56.3, así como precisar la noción de “actos del Rey” del Art. 64. Lo que exige pronunciarse sobre si tiene vida privada -¿negociets?– y, en su caso, su régimen económico.

Explicar en qué consiste “el orden regular de primogenitura y representación” a efectos sucesorios, sobre todo para el caso de que las líneas descendentes no existieran o hubieran premuerto. ¿Se recupera en primer lugar la línea ascendente, como en el Derecho Civil? ¿Qué efectos tiene una anterior abdicación del progenitor, como se ha dado de hecho aquí? ¿Implica renuncia a quedarse en la lista de espera?

– ¿Qué sucede con los hijos extramatrimoniales, “iguales ante la ley con independencia de su filiación”, como proclama con entusiasmo el Art. 39?

– ¿En qué supuestos procede que las Cortes Generales inhabiliten a alguien -al margen de la obvia incapacidad física o mental- para llevar el cetro? ¿Cabe una suerte de declaración de incapacidad moral antes de que los jueces -el Supremo, en caso de aforamiento- hubieran impuesto (en cuyo caso todo pasaría a quedar claro) una condena que imposibilitara desempeñar cargo alguno, incluso el de Concejal de pueblo?

Mucho más complicado va a ser poner blanco sobre negro los criterios materiales de deslinde -el reparto competencial, que decimos los administrativistas con nuestro empeño en que cada una de las tareas públicas tenga un dueño claramente predeterminado- entre la función del Rey según el Art. 56.1 (“la más alta representación del Estado español en las relaciones internacionales, especialmente con las naciones de su comunidad histórica”) y el cometido de la dirección de la política exterior que según el Art. 97.1 se encuentra en manos del Gobierno.

Entre 1978 y 2014, Juan Carlos I fue, en realidad, el Ministro de Asuntos Exteriores, y con carácter general lo hizo muy bien, porque abrió mercados para muchas empresas. En ello pudo haber influido el hecho de que durante muchos períodos la cartera estuvo de facto poco menos que vacante (si uno repasa la lista de los titulares se lleva las manos a la cabeza, a salvo por supuesto de las excepciones que confirman la regla) y, como la naturaleza tiene horror al vacío, fue el Jefe del Estado el que ocupó el hueco: pura ley de Gay-Lussac de la expansión de los gases. Cosa distinta es que ese (buen) desempeño del trabajo -la “más alta representación”- viniera acompañada, ¡ay!, de los trapicheos que ya conocemos: yo te doy el Toisón de Oro -Enrique el de las mercedes, el II de Castilla, 1334-1379, puede haber sido el modelo histórico- y a cambio tú me retribuyes en metálico con lo que formalmente representa una donación. Ahí es donde se ha producido la colusión de intereses. Y eso por no hablar de comisiones descarnadas, que se han sumado a lo anterior.

Hay, en suma, que deslindar lo que, para actuar por España en el exterior, corresponde a cada quien; pero sabiendo, se insiste, que estamos ante un terreno que, como sucede siempre con lo simbólico (o incluso con lo mítico), se resiste al seco corsé de lo normativo. Jacobo I de Inglaterra (y VI de Escocia: era hijo de María Estuardo y vivió entre 1566 y 1625), que, como el torero, también se dedicó a teorizar sobre su oficio -el de rey absoluto-, explicó que lo suyo era un misterio, the mistery of the king, en el sentido de que sus poderes, por participar de lo numinoso, resultaban no sólo jurídicamente informalizables sino incluso intelectualmente inasibles. Ni que decir tiene que, cuatro siglos más tarde, estamos en un contexto muy otro, mucho más racionalizado y objetivo, pero nadie podrá discutir que precisar al dedillo el contenido y los límites de las funciones del titular de la Corona resulta menos fácil que, por ejemplo, establecer, dentro de la estructura orgánica del Ministerio competente en materias eléctricas, el ámbito de potestades de la Dirección General de Política Energética y Minas. En la institución monárquica sigue anidando un punto de hechizo, por mucho que lo sucedido entre 1978-2014 haya mostrado que al final lo que explica las cosas es algo tan poco mágico -tan común- como er mardito parné.

Son sólo unos pequeños aportes para el contenido de esa Ley Orgánica. Y no será porque el autor de estas líneas, luego de muchos años de ejercicio de profesiones jurídicas -la Abogacía, sobre todo- sea un creyente en que las normas resuelven por sí solas los problemas: la financiación de los partidos políticos está superregulada y ya vemos lo que hacen todos ellos. Pero al menos las disposiciones pueden ayudar a que en lo sucesivo no volvamos a vernos en esta misma tesitura.

No hace falta afirmar que estoy entre los que sinceramente piensan que, en la atribulada España actual, cambiar la monarquía -símbolo de la unidad y permanencia del Estado, según el Art. 56.1 de la Constitución: segunda cita- por la República sería el acabose. Dicho sea literalmente: no habría una República, sino varias. Alguna de ellas, además, particularmente bananera y, además, cursi. Pero precisamente por eso a la institución hay que hacerle un lifting, porque ha llegado a 2020 muy perjudicada. El paso de los años sin haberla sabido remozar es lo que le ha provocado la aluminosis, inserta además en una crisis general del modelo representativo partitocrático.

No sabe uno quién ha hecho más daño a la monarquía -una pieza esencial de nuestra convivencia e incluso, reitero, de la propia capacidad de España para subsistir-: si el anterior titular o los que han estado jaleándolo y tapando sus vergüenzas. Hay cariños que matan.

Sobre la moción de censura

Esta semana se cumplen dos años de la moción de censura a Mariano Rajoy que permitió a Pedro Sánchez acceder a la Presidencia del Gobierno. Su inesperado triunfo cambió el curso de los acontecimientos políticos en España. A mitad de legislatura, con las mismas mayorías parlamentarias, los bloques Gobierno-oposición se intercambiaron y, por primera vez en nuestro país, un presidente del Gobierno accedía al cargo a través de una moción de censura.

Con ello se generó un intenso debate público sobre este instrumento constitucional. ¿Se puede entender como una válvula de escape cuando se produce la quiebra del contrato entre ciudadanía y ejecutivo? ¿Por qué se ha cuestionado su legitimidad en España? Desde aquel momento, en determinados sectores políticos se ha sugerido cuando no explicitado la idea del presidente ilegítimo. De alguna manera, parte del discurso de oposición se ha basado en la percepción de que la constitución del nuevo ejecutivo respondía a una suerte de irregularidad perpetrada contra la voluntad popular.

A pesar de que la tesis de la ilegitimidad caló en ciertos sectores sociales, no debemos dejar de reiterar que es característica fundamental de los sistemas parlamentarios que el gobierno debe recibir y mantener la confianza del Parlamento para ejercer las funciones que tiene encomendadas constitucionalmente. Lo hará, además, sometiéndose de forma continua la vigilancia política del control parlamentario.

Junto a ese esquema básico, se suele añadir como característica habitual de los sistemas parlamentarios que en ellos existe un cierto equilibro entre poder ejecutivo y legislativo. Ese equilibrio se manifiesta con la mayor evidencia en dos decisiones de ultima ratio: la disolución del Parlamento y, precisamente, la censura al ejecutivo. El gobierno tiene la potestad de, según su criterio político, ordenar la disolución del poder legislativo y llamar a elecciones (art. 115 de la Constitución Española). Paralelamente, el Parlamento podrá cesar mediante una moción de censura a un ejecutivo que no se ajuste a lo exigido por la mayoría parlamentaria (art. 113). Ejecutivo y legislativo pueden neutralizarse mutuamente.

Las mociones de censura son propias de los sistemas parlamentarios como es el español, lo que resulta del todo lógico puesto que se asientan en la idea de que el ejecutivo nace de la confianza del poder legislativo y le rinde cuentas durante todo su mandato, pudiendo el último llegar al límite de retirar tal confianza. El elemento central es, por lo tanto, un Parlamento que otorga y retira su confianza de forma soberana.

Nuestro ordenamiento constitucional dificulta la viabilidad de esa retirada de confianza con la intención de primar la estabilidad del gobierno a través de dos vías: el carácter constructivo de la moción de censura y la mayoría exigida para su aprobación. Así, las mociones de censura tradicionalmente se distinguen entre constructivas o destructivas. A diferencia de las primeras, en las segundas se complica el éxito de la moción al vincular el cese del gobierno saliente al otorgamiento de la confianza a un nuevo presidente.

La regulada por la Constitución en su artículo 113 es de carácter constructivo, al exigir de forma explícita que los Diputados que la registran deben plantear un candidato la misma. El constituyente pretende evitar la inestabilidad que podría suponer que una mayoría negativa provocase el cese del Gobierno sin un ejecutivo alternativo que asumiese sus funciones de forma inmediata. Téngase en cuenta que ello provocaría continuas repeticiones electorales o periodos de gobierno en funciones prolongados.

El juego de mayorías establecido también supone otro paso en la protección de los Gobiernos en minoría en detrimento del equilibrio legislativo-ejecutivo. Fijémonos. El presidente puede ser investido por una mayoría simple, por lo que resulta coherente que para que el propio presidente voluntariamente revalide su confianza parlamentaria le baste una nueva mayoría simple a través de una cuestión de confianza, tal y como prevé la propia Constitución. Sin embargo, aunque pudo otorgar y ratificar su confianza una mayoría simple de Diputados, deberá ser una mayoría absoluta la que la retire.

En conclusión, la Constitución ordena la moción de censura de forma restrictiva, asegurándose de que la misma nace un ejecutivo que cuenta con respaldo parlamentario y, en consecuencia, popular. De todo lo anterior cabe concluir que un gobierno surgido tras una moción de censura es un gobierno constitucional con la misma relación con las urnas que los gobiernos emanados de una investidura ordinaria. A Pedro Sánchez le otorgó su confianza en 2018 el Congreso de los Diputados constituido según el resultado electoral del 26 de junio de 2016. Es el mismo Congreso que hizo presidente a Mariano Rajoy dos años antes.

A todos los presidentes del Gobierno de España los avalan las mismas mayorías, que son las exigidas en la Constitución. El constituyente español, como sucede el resto de sistemas parlamentarios, trató de garantizar que el ejecutivo estuviese apoyado de forma sólida por el poder legislativo. Por ello trazó unas mayorías concretas que permitiesen entender otorgada la confianza al Gobierno de turno. Poner en cuestión la legitimidad de un Gobierno que ha recibido el apoyo parlamentario de tales mayorías es poner en cuestión, en definitiva, el conjunto del funcionamiento institucional diseñado por la Constitución.

La razonabilidad del Gobierno

“¿Cómo es posible la existencia duradera de una sociedad justa y estable de ciudadanos libres e iguales que no dejan de estar profundamente divididos por doctrinas religiosas, filosóficas y morales razonables?”

Rawls, 1980.

 

No hablaré en este texto ni de los aciertos del Gobierno, que los ha tenido, ni de sus abusos, que hemos padecido, sino que lo haré de los usos, de los débiles y difusos, así como de su relación con los usos que Ortega llamaba fuertes y rígidos -esto es, el derecho y el Estado-, pues de ellos trae causa el Gobierno en un Estado democrático de derecho. En una sociedad, el poder máximo, el poder público, radica en el Estado, en un uso jurídico que consiste en “dar por bueno que ciertos hombres bajo ciertas condiciones manden”, lo que quiere decir que “se les atribuye el derecho a mandar”; esto es, a crear la ley.

Ahora bien, esta atribución del mando de unos sobre otros suscitó desde tiempo inmemorial cierto temor. Esta es la razón por la que ya Aristóteles sostuvo que la política ha de ocuparse de construir un gobierno de leyes y no de hombres, pues “no permitiremos –decía- que nos mande un hombre, sino la razón, porque el hombre manda en interés propio y se convierte en tirano”. Con este fin se dictan leyes que han de satisfacer el requisito de no ir contra la recta razón. El problema con el que nos enfrentamos desde entonces es el de saber dónde encontrar ese depósito de racionalidad que nos permita asegurar el bien de la ciudad.

En un Estado democrático de derecho podemos encontrarlo en la Constitución. Y esto, por dos razones: primero, porque se asienta en el interés general; y segundo, porque establece una serie de procedimientos que permiten que ese interés general perviva en su determinación. Sin embargo, tanto el origen de este Gobierno como sus actuaciones ponen en riesgo estos presupuestos. Trataré de explicarlo.

Sabemos que el Presidente fue elegido tras un pacto de investidura para el que fueron necesarios, entre otros, los votos de Esquerra Republicana. Esto tiene un grave inconveniente. Decía su portavoz parlamentario que en política todo tiene precio, al mismo tiempo que su líder natural había afirmado con anterioridad que lo volverían a hacer. Dice Kelsen que un golpe de Estado consiste en alterar la forma política existente, esto es, la Constitución, al margen de los procedimientos recogidos en la misma para su cambio. Si esto fue lo que sucedió, produce cierta desconfianza que un Presidente sea elegido con los votos de aquellos que trataron de romper el orden constitucional, al mismo tiempo que afirman que están dispuestos a apoyarlo por un determinado precio, ¿qué precio?

El acuerdo de Gobierno entre socialistas y Podemos produce pavor. Es verdad que se han logrado avances sociales importantes que han cuestionado, ahora con la ayuda de la Unión Europea, los desastres de la anterior política de austeridad, entonces bajo la exigencia de la misma Unión. El problema de este ejecutivo progresista consiste, en mi opinión, en los mimbres sobre los que se asienta. No me voy a detener en la contradicción flagrante que supone que Podemos se denomine como grupo confederal, lo que se contradice con el principio de soberanía sobre el que se construye nuestro orden constitucional. Esto supone cobijar “el monstruo político de un imperium in imperio”. Tampoco entraré en la diferente concepción de la democracia que poseen los miembros de la coalición de Gobierno, aunque sí que lo haré en relación con algunas actuaciones relativas al poder judicial; la quiebra de los derechos y libertades y algunos de los usos débiles de algún miembro del Gobierno.

Teniendo en cuenta que existe un solapamiento entre el poder ejecutivo y el legislativo, sobre el que ya advirtió Montesquieu que “cuando los poderes legislativo y ejecutivo se reúnen en la misma persona o asamblea, no puede haber libertad”, es evidente que sólo queda un poder que pueda actuar como garante de nuestros derechos y libertades: el poder judicial. Por eso son preocupantes las críticas irracionales que miembros de Podemos vertieron sobre el juez que condenó a uno de sus miembros. Aunque peor es el manifiesto que este partido, firmante del acuerdo de Gobierno, suscribió, entre otros, con algunas de las fuerzas independentistas. En ese manifiesto se critica, lo que es loable, la sentencia dictada por unanimidad por la sala penal del Tribunal Supremo, compuesta por siete magistrados, basándose en un informe de escasas veinticuatro páginas de Amnistía Internacional, que no se sabe quién firma. Esta acción es plenamente legítima cuando la llevan a cabo partidos, grupos, ONGs, etc, pero es una insensatez cuando lo hace uno de los partidos que componen el ejecutivo, pues sólo contraponer una sentencia como la que el Supremo dictó con unas páginas deslavazadas es un absoluto despropósito. Si el poder judicial es el depositario último del ejercicio del discernimiento –judgement-, frente a la fuerza y la voluntad de los otros poderes, el hecho de cuestionarlo mediante procedimientos propios de la agitación política pone en grave riesgo uno de los pilares fundamentales del Estado democrático de derecho.

Tampoco habría que olvidar la que parece probable injerencia del ejecutivo, por medio de su ministro de Interior, en las investigaciones llevadas a cabo por la Guardia Civil en su actuación como policía judicial en relación con la cuestión de la manifestación del ocho de marzo. Esta se encuentra íntimamente relacionada con la quiebra de derechos y libertades que empezamos a sufrir en este país. Si recordáramos las palabras de un general advirtiendo de la necesidad de controlar las críticas al Gobierno y esto todavía en una democracia constitucional, produce espanto pensar que es lo que sucedería si se alcanzase su destrucción. Por eso no creo que sea muy razonable la defensa de este Gobierno por su “restauración de derecho civiles y políticos”.

Por último, quisiera referirme, aunque muy brevemente, a los usos débiles y difusos de este Gobierno que contribuyen a conformar la opinión pública. Es cierto que tales usos son también ejercidos por una oposición “poco escrupulosa” y “agresiva”, incluso como se ha dicho de “tono cuartelero y tabernario”. Pero predicar “elegancia y contención” del Gobierno me parece desacertado y esto por dos razones: porque sus usos han sido tan poco escrupulosos y agresivos como los de la oposición, pero también porque es el Gobierno, y el Gobierno no lo es de una fracción frente a la oposición, sino que lo es como poder ejecutivo, un poder que emana de la soberanía nacional, esto es, del pueblo español, y en consecuencia ha de ser el Gobierno de todos, también de quienes lo critiquen y de quienes, chabacanamente, lo insulten.

En definitiva, un Gobierno constitucional y democrático no puede tolerar que una parte de él cuestione las bases sobre las que se asienta el Estado democrático de derecho, es decir, la soberanía del pueblo, la división de poderes y los derechos y libertades civiles y políticos. Un Gobierno que permita tales actuaciones por algunos de sus miembros no puede calificarse como un Gobierno razonable, pues este ha de sustentarse sobre estas estructuras básicas, justamente las que se están poniendo en cuestión.

Un jueguito alemán

La Historia es conocida: la República de Weimar, ayuna del calor de los republicanos, se desplomó con ayuda de los propios mecanismos constitucionales, en especial, del artículo 48 que contenía los poderes excepcionales del Presidente y de la llegada a la cancillería de Adolf Hitler el 30 de enero de 1933 con lo que se consumó la entrega del poder al “enemigo de la Constitución” que se limitaba a tomarlo de las manos ya temblorosas de un anciano irresponsable (el presidente Hindenburg). Porque era claro que no se trataba de un simple cambio de gobierno sino de una ruptura ostensible e irreversible del sistema constitucional.

Al 30 de enero siguieron las fechas del 27 de febrero en la que ardió el edificio del Parlamento y a esta la del 5 de marzo, que es la de las elecciones donde el partido nazi (NSDAP) obtiene 288 escaños de un total de 647. Hitler es reelegido canciller y vuelve a jurar fidelidad a la Constitución. Le bastaron dos cañonazos, la Ordenanza presidencial (de nuevo el art. 48) de 28 de febrero y la “ley de autorización” de 24 de marzo, para acabar con ella. Esta experiencia llevó al constituyente de 1949 a ser extremadamente cauto y riguroso a la hora de taponar los agujeros por los que la legalidad constitucional pudiera convertirse en humo (en humo pestilente además).

Con detalle me he ocupado de todas estas vivencias políticas y jurídicas en los dos tomos de mis “Maestros alemanes de Derecho Público” (segunda edición en un solo tomo, 2005) y en “Juristas y enseñanzas alemanas I 1945-1975” (siempre en Marcial Pons). En más de medio siglo no ha existido preocupación seria en Alemania motivada por la posibilidad de un vuelco constitucional, acaso la única se produjo cuando se aprobaron las leyes de excepción a finales de la década de los sesenta, momento de grandes disturbios políticos ligados a la efervescencia del mayo del 68 francés. Pero ahora se ha incorporado al paisaje político alemán un partido, la “Alternativa para Alemania” de clara inspiración autoritaria de derechas, presente ya con voz audible y aun determinante en los Estados federados y también en el Parlamento federal.

Al hilo de esta novedad, Maximilian Steinbeis, jurista, periodista y editor de un blog de gran repercusión, se ha dado a idear un juego consistente en señalar las piezas de la Constitución que podrían ser cambiadas con relativa facilidad para vaciarla y mutarla en sus intimidades. El juego es sobrecogedor sobre todo si se tiene en cuenta que la Constitución alemana contiene, precisamente por los temores que el pasado suscita, la llamada “cláusula de eternidad” del artículo 79. 3, a cuyo tenor nunca podrán ser abolidos el Estado social de Derecho, el federalismo, la forma republicana del Estado y el derecho fundamental a la dignidad humana.

Pues bien, Steinbeis demuestra que todo eso puede convertirse en “verdura de las eras”. ¿Cómo? No cita a la “Alternativa …” pero razona que si un partido político ganara unas elecciones de manera abultada podría el nuevo canciller aprobar una reforma del Tribunal Constitucional que creara una tercera Sala (hoy cuenta con dos) a la que se atribuyera la competencia sobre la organización del Estado. La mitad de los jueces de esa Sala serían designados por el partido al que perteneciera el canciller, con mayoría en el Bundestag y que habría abolido paralelamente la actual exigencia de la mayoría de dos tercios para designar a los jueces constitucionales.

Podría – es cierto- llegar a ese Tribunal el examen de las leyes de la mano del Bundesrat  que no habría sufrido en su interior ese terremoto electoral (sus miembros son designados por los Gobiernos de los Estados federados). Pero, una vez en manos del Gobierno federal la pieza clave del Tribunal Constitucional, cualquier reforma no sería muy complicada pues el grueso de las reglas que rigen su funcionamiento no están en la Constitución sino en la ley del Tribunal (la mayoría para elegir a los magistrados, la duración de sus mandatos, la edad de su jubilación, el número de Salas …).

Si el Presidente de la República se negara, haciendo uso de su derecho de veto, a dar su visto bueno a las leyes así aprobadas, podría el canciller hablar ya un lenguaje de palabras mayores: promover la reforma del derecho electoral, del sistema de financiación de partidos y organizar como colofón un referéndum para aprobar una nueva Constitución.

Hay que decir que en el Tribunal Constitucional actual ya se vivió un gran susto cuando el año pasado la “Alternativa …” presentó un proyecto en el Bundestag según el cual los jueces de Karlsruhe se verían obligados a motivar fundadamente el rechazo de cualquier recurso de amparo, lo que hubiera llevado directamente a su paralización.

Algún responsable político relevante (de los Verdes) no se ha tomado a broma el juego ideado por Steinbeis y, competente como es en materia de Justicia en Hamburgo, ha pedido, en una sesión de ministros de Justicia de los Estados federados, que se elabore un estudio destinado a identificar los “puntos débiles” de la Constitución, aquellos que permitirían vivir un escenario inquietante: “sería un error considerar que somos inmunes a los peligros que acechan a algunas democracias en la Europa oriental” ha señalado. Tanto en Hungría como en Polonia han sido precisamente sus tribunales constitucionales las primeras piezas que se han cobrado sus Gobiernos, hoy puestos bajo la lupa de la Unión Europea.

¿Por qué traigo este juego a las páginas de este Blog? Lo habrá adivinado cualquiera de sus inteligentes lectores. Si este escenario de horror se le ocurre a un alemán donde la estabilidad es notable y donde, hasta ahora, todos los protagonistas políticos han rezado juntos el credo constitucional y comulgado con el pan vivificador de sus principios básicos ¿qué diremos del panorama español donde un partido que está en el Gobierno quiere acabar con la monarquía y abomina del esfuerzo de entendimiento que han protagonizado las generaciones precedentes? ¿y qué de los socios gubernamentales que lisa y llanamente quieren acabar con España?

Téngase en cuenta que los prejuicios necios son los triunfos de la sinrazón. Y que la desgracia nos puede llegar de una atolondrada aleación de esos prejuicios y de despropósitos.

Apuntes sobre una prórroga que nunca verá la luz

En una de sus comparecencias públicas de las últimas semanas, el presidente del gobierno hizo una afirmación que no pasó desapercibida, y que dio lugar a regueros de tinta y a una animada (aunque también algo avinagrada, todo hay que decirlo) discusión con tintes jurídicos en medios de comunicación y redes sociales.

Lo que el presidente del gobierno afirmó fue que el acudir al Congreso de los Diputados cada quince días para renovar el estado de alarma respondía a un afán de transparencia y por verse controlado por el poder legislativo, y no tanto a una obligación legal. Y, si bien es cierto que el artículo 116 de la constitución (relativo a los estados de alarma, excepción y sitio) no pone coto alguno a las prórrogas, sí parece dar a entender que las prorrogas lo serán en cualquier caso por otros quince días: “dando cuenta al Congreso, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”.

Es, sin embargo, la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, la que matiza esta expresión: según el artículo 6, el estado de alarma “sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”. Resulta sorprendente hasta qué punto el texto de la norma puede resultar ambiguo, lo que sugiere (a mi juicio) dos posibilidades:

  • Por un lado, que el legislador no reparase en que las prórrogas del estado de alarma, al ser este declarado por el gobierno sin concurso del Congreso (cosa que no sucede en los estados de excepción y sitio, en los que el Congreso juega un rol desde el principio), se hallaban condicionadas por el plazo de quince días que se otorgaba al gobierno antes de acudir al Congreso. Es decir: tal vez el legislador no previó que el plazo de quince días que se daba al gobierno para acudir al Congreso iba a condicionar la aproximación de legisladores y opinión pública a las prórrogas posteriores. El legislador no buscaba que las prórrogas fuesen necesariamente de quince días, pero la redacción constitucional lo dio a entender (aunque no lo impusiese).
  • La otra posibilidad es que los autores de la Ley 4/1981 buscasen relajar las limitaciones del artículo 116 de la Constitución. Recordemos que el artículo 6 de la Ley incide en que “sin cuya autorización (del Congreso, se entiende) no podrá ser prorrogado dicho plazo”. Los autores de la norma habrían buscado, de esta manera, ampliar la discrecionalidad del poder legislativo a través de un enunciado ambiguo, que permitiese interpretar que se permitía que el legislativo aprobase prórrogas que fuesen más allá de los quince días.

Fuesen cuales fuesen los motivos del quienes participaron en la redacción de ambas normas, de la redacción de la Ley 4/1981 no cabe colegir en ningún caso que las prórrogas deban tener una duración de quince días. De hecho, desde una perspectiva teleológica tiene sentido que el plazo de quince días solo opere para el primer tramo del estado de alarma El plazo de quince días del artículo 116 es un límite temporal a la acción del gobierno sin aprobación del legislativo. Es el poder legislativo quien puede postergar indefinidamente el estado de alarma (y modificar radicalmente su alcance y condiciones, según la Ley), y por ello no tendría sentido que se viese constreñido por el plazo de quince días.

Así mismo, existe un precedente en el que se aplicó (y prorrogó el estado de alarma). En diciembre del año 2010, y como consecuencia de la huelga ilegal de los controladores aéreos, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero declaró el estado de alarma, y solicitó su prórroga por un periodo superior a los quince días. La prórroga fue aprobada por el Congreso. En aquel momento no se puso en duda la legalidad de una prórroga superior a los quince días, y ningún partido de la oposición (si bien el Partido Popular era el único con capacidad para hacerlo) buscó que el Tribunal dictaminase si dicha prórroga era constitucional.

Sin embargo, no debe sorprendernos que las normas relativas a los estados de emergencia tengan problemas de interpretación y zonas grises. La mayor parte de las leyes que nos gobiernan se han ido depurando (o interpretando por los tribunales) como consecuencia de su aplicación continuada, y de las posibles controversias que han ido surgiendo y se han resuelto (ya sea de forma jurisdiccional o por una reforma posterior). Las leyes, así, se van puliendo, como una piedra a la que hace rodar el agua de un río. Pero las normas de emergencia, por su carácter excepcional, solo se aplican en situaciones muy poco frecuentes, y por lo tanto para que se vayan depurando tiene que transcurrir periodos muy largos de tiempo. Y nuestro orden constitucional es muy joven.

Ahí reside una paradoja: aquellas normas que requieren de una mayor claridad por afectar a derechos fundamentales son precisamente las que menos claras resultan por haber sido aplicadas en contadas ocasiones.

En esta ocasión, el uso de la legislación de emergencia ha descubierto la existencia de una ‘zona gris’ situada entre la alarma y la excepción (tal y como sostiene el profesor Xavier Arbos), y que no cabe adjudicar a uno u otro estado. Así las cosas, sería muy positivo que el Tribunal Constitucional se pronunciase sobre las medidas adoptadas por el gobierno dentro del estado de alarma, y que contribuyese a dibujar nítidamente los perímetros y contornos de cada figura prevista por la legislación de emergencia. Ya lo hizo tras la huelga de los controladores aéreos en el año 2010 (STC 83/2016), pero aun quedan numerosos aspectos por esclarecer.

Pero volvamos, pues, a la cuestión de las prórrogas. Si optar por una prórroga de quince días o por una superior es legal, lo que cabría preguntarse es por qué el presidente del gobierno cambió de criterio de forma súbita hace unos días (después de presentar su aparente decisión de acudir a renovar las prórrogas cada quince días como un ejercicio de ‘accountability’). Ahora, además, sabemos que la prórroga de treinta días ya no será tal, merced al acuerdo con Ciudadanos. Otro cambio de parecer.

Fue el presidente del gobierno quien se impuso a sí mismo el dogal de acudir al Congreso cada quince días (pues bien hubiera podido no hacerlo, Sánchez dixit), y es por ello a él a quien compete dar las explicaciones oportunas para justificar semejante cambio de criterio. ¿Cuáles fueron las razones del presidente del gobierno para esbozar un prórroga de treinta días? Los incentivos para pasar de una prórroga de dos semanas a una de un mes eran fuertes, y a mi juicio existían dos posibles causas para ello:

  • Por un lado, que el hecho de que las prórrogas sean aprobadas por una mayoría menguante convenciese al gobierno de la necesidad de obtener una última prórroga para el periodo que reste, de forma que se conjuraría la posibilidad de un final abrupto del estado de alarma (lo que tendría graves implicaciones prácticas).
  • Y, por el otro, un deseo del gobierno de reducir la presión social y el aumento de la conflictividad social fijando en el horizonte un punto final definitivo (con permiso del otoño) para el estado de alarma. Se sacrificaría, así, el control parlamentario a cambio de una obligación autoimpuesta de no buscar una nueva prórroga.

Que el gobierno haya tanteado la opción de una última prórroga superior a los quince días supone, pues, una primera aceptación por su parte de que el apoyo parlamentario a sus medidas se tambalea, al tiempo que el malestar popular por la falta de claridad respecto a la desescalada y la catástrofe económica que se avecina comienza a tomar vuelo. Es un primer indicio de que, como muchos anticiparon, una crisis como la actual iba a ser prolongada en el tiempo, y que la docilidad de muchos ciudadanos a la hora de ser confinados se agrietaría a medida que la ansiedad económica y la situación política comenzasen a emerger.

El debate en torno a las prórrogas es también un primer indicio de cómo el empeoramiento de la situación política, de la economía y el aumento del descontento social comienzan a tener un peso en las decisiones de nuestros responsables políticos. En esta ocasión, Ciudadanos ha logrado pactar finalmente una prórroga de quince días, en lo que supone una derrota a la pretensión del ejecutivo de dirigir los tiempos de la respuesta al virus como hasta ahora. De forma algo paradójica, la pretensión de extender el estado de alarma por treinta días era un indicio de debilidad, y el acuerdo de hoy para limitarla a quince días es su confirmación.

Y, sin embargo, lo más dramático de la decisión adoptada por el gobierno esta tarde es el hecho de que va a ser el preludio de otra peor: cómo proceder si, después de un verano terrible, llega el otoño y se ve abocado a ordenar que los ciudadanos vuelvan a recluirse en sus casas.

Detrás de la aparente indefinición jurídica subyacía, como tantas otras veces, un dilema político.

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

“Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia”.

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

Excepciones autorizadas, seguridad jurídica y celo policial: a vueltas con la celebración de cultos y otras dudosas prohibiciones

El artículo 9.1 CE prescribe que ciudadanos y poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico. Ahora bien, a diferencia de los poderes públicos, para los ciudadanos rige lo que llamamos el principio de vinculación negativa, en virtud del cual tenemos libertad para realizar todo aquello que no esté prohibido. Ocurre que con la declaración del estado de alarma en nuestro país parece que se hubiera dado la vuelta al sentido de este principio: fuera de la alfombrilla de nuestras casas, sólo podemos hacer aquello que nos está expresamente permitido. E incluso aquello que podemos hacer se presenta borroso, con la consiguiente inseguridad jurídica. El tema no es baladí porque afecta al sentido profundo de la idea de libertad en un Estado constitucional, el cual lógicamente se puede ver matizado en circunstancias excepcionales como las que vivimos, pero, más en concreto, el mismo está generando dudas acerca de la legitimidad de ciertas intervenciones policiales.

Así las cosas, todos asumimos que estamos “confinados”. Con visual expresión decía el profesor Aragón Reyes que se ha ordenado una “especie de arresto domiciliario” –aquí-. Pero si uno bucea en el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma se encontrará con que el mismo no prohíbe salir de casa. Este decreto lo que prescribe es que “las personas únicamente podrán circular por las vías o espacios de uso público para la realización de las siguientes actividades” (art. 7.1), fijando entonces las causas que legitiman circular. Entonces, ¿podemos transitar o reunirnos en las azoteas de nuestros edificios? En la medida que estas sean zona común de una propiedad horizontal (privada) no tendría que haber impedimento normativo. Cuestión distinta es que sea prudente hacerlas. Sin embargo, la mayoría hemos recibido comunicaciones de los administradores de las comunidades de propietarios advirtiendo de las limitaciones de uso de tales espacios. Incluso, este Domingo de Ramos veíamos como la policía desalojaba la azotea –parece que de un convento- donde se estaba oficiando una misa –aquí-.

Un tema que merece particular atención porque según interpretan los responsables policiales –aquí– no se podrían celebrar este tipo de actos de culto y en consecuencia han procedido a ordenar el desalojo de distintas iglesias en nuestro país –así en Cádiz –aquí– o en Granada –aquí-. Ello contrasta con el art. 11 del Decreto del estado de alarma, que establece que “La asistencia a los lugares de culto y a las ceremonias civiles y religiosas, incluidas las fúnebres, se condicionan a la adopción de medidas organizativas consistentes en evitar aglomeraciones de personas, en función de las dimensiones y características de los lugares, de tal manera que se garantice a los asistentes la posibilidad de respetar la distancia entre ellos de, al menos, un metro”.

Centrándonos en las ceremonias católicas, es cierto que muchos Obispos de forma prudente han optado porque éstas se celebren a puerta cerrada y en la medida de lo posible se retransmiten por televisión o Internet. Pero, jurídicamente, parece claro que la celebración de las mismas no está prohibida, si bien de celebrarse tendrán que respetarse algunas condiciones para prevenir el riesgo de contagio. A lo que habría que hacer dos puntualizaciones adicionales. La primera trae causa de la Orden SND/298/2020, de 29 de marzo, que en su artículo 5º viene a prohibir (aunque la misma dice que se “pospondrá”) la celebración de cultos o ceremonias fúnebres mientras dure el estado de alarma, y limita la participación en el enterramiento o cremación. Pues bien, sin querer aquí apelar al dilema de Antígona, de acuerdo con el sistema de fuentes de nuestro ordenamiento sí que cabe plantearse si una orden ministerial puede terminar prohibiendo -no ya limitando o restringiendo-, lo que el Decreto del estado de alarma ha permitido que se realice aun con condiciones.

La segunda puntualización viene dada ante la ausencia de previsión de la asistencia a las ceremonias o cultos religiosos entre las causas que justifican circular de acuerdo con el art. 7 del Decreto del estado de alarma. ¿Pueden entonces salir los feligreses de sus casas para “asistir” a “los lugares de culto”? A tenor del art. 11 concluiría sin lugar a dudas que si, por lo que, aunque el art. 7 no lo diga, éste debe entenderse como uno de los supuestos análogos que admite para justificar salidas. No entenderlo así vaciaría de contenido el propio art. 11, cuyo objeto es precisamente circunscribir el ejercicio de un derecho fundamental para adecuarlo a la crisis sanitaria. Y precisamente por ello corresponde a los sacerdotes disponer las medidas organizativas necesarias, como ya se ha dicho. Pero en una Catedral como la de Granada que una veintena de personas mantengan la distancia de seguridad no parece muy difícil. O lo mismo en la Iglesia de Cádiz. Por lo que parece que en todos estos desalojos se ha dado un exceso en la intervención policial.

De igual forma se puede apreciar un cierto celo policial en algún caso donde se ha denunciado a una persona por salir a comprar unas coca-colas, chocolate y salchichas –aquí-. De hecho, aunque no ha sido reconocido oficialmente, se ha difundido un listado que maneja la Guardia Civil con aquellos productos alimenticios que justificarían salir a comprar –aquí y aquí-. Sin embargo, el artículo 7 del Decreto no hace distingos y se refiere genéricamente a que se podrá circular cuando el objeto sea adquirir “alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.”. De manera que carece de sentido que la policía pueda hacer un escrutinio de si lo comprado en un supermercado es más o menos de primera necesidad. De igual forma que tampoco está jurídicamente prescrito que uno tenga que ir al supermercado más cercano a su casa y, de hecho, en poblaciones dispersas puede tener sentido desplazarse a otras localidades para poder abastecerse por preferir un supermercado más lejano a otros más limitados de la aldea o pueblo en el que se resida. Esta situación se ha planteado cuando varias comunidades islámicas en pueblos de Cáceres han solicitado permiso para poder desplazarse a otras localidades para comprar alimentos en establecimientos autorizados por la Comisión Islámica de España –aquí-. Nuevamente lo que sorprende es que tenga que pedirse una autorización policial para poder hacer algo que, a priori, no está prohibido: ir a comprar.

De igual manera, se ha dicho que está prohibida toda actividad económica que no preste servicios esenciales. Pero tampoco aquí el Decreto del estado de alarma hace mención a la misma. Se refiere únicamente en su artículo 10 a las medidas de contención en el ámbito de la actividad comercial, equipamientos culturales, establecimientos y actividades recreativas, actividades de hostelería y restauración, y otras adicionales. Lo que ha hecho el Gobierno ha sido colar esta suspensión de la actividad económica por la puerta de atrás –si se me permite la expresión-, regulando un “permiso obligatorio” para los trabajadores en el Real Decreto-ley 10/2020, de 29 de marzo. Un Decreto-ley que se sitúa en la línea de fuera de juego porque, de acuerdo con el art. 86.1 CE, este tipo normativo no puede afectar con su regulación a derechos constitucionales –aunque es cierto que la jurisprudencia constitucional ha sido muy generosa a este respecto-. Y, sobre todo, porque soslaya lo que en buena lid debería haber sido una novación del estado de alarma o, de forma más correcta, de un estado de excepción, ya que estas medidas suponen una limitación –si no suspensión- del ejercicio de derechos y libertades constitucionales y, en todo caso, están previstas en la LO 4/1981, de 1 de junio, como medidas posibles en un estado de excepción (art. 26.1), no en el de alarma.

Así las cosas, de todo lo dicho se pueden extraer varias conclusiones. La primera de ellas es que al final las limitaciones a las libertades de los ciudadanos son mucho mayores de lo que la normativa del estado de alarma quiere “aparentar”, quizá para esconder así lo que algunos hemos venido sosteniendo, y es que los efectos del mismo son los que el artículo 55.1 CE y la propia Ley Orgánica prevén para un estado de excepción –en una entrada anterior así lo sostuve-. La aceptación generalizada de la necesidad de estas medidas no subsana este déficit constitucional. La segunda es que, aun siendo comprensivos en estos difíciles momentos que abocan a una inevitable improvisación, no deja de ser deseable una mayor seguridad jurídica a la hora de definir aquello que está o no prohibido. Y, por último, igual que es necesario pedir que las personas sean responsables y cumplan prudentemente no sólo con la letra, sino sobre todo con el espíritu de las restricciones que se han impuesto, por su parte los cuerpos policiales sí que deben ceñirse estrictamente a denunciar sólo aquello que está terminantemente prohibido. No pueden ir más allá, por mucho que parezca inapropiado que una persona vaya a una misa o salga de casa a comprar pipas a un súper distante. Ni siquiera en circunstancias como las que vivimos está justificado educar a golpe de multa.

 

 

Imagen: El Mundo.

Estado de alarma del gobierno y estado de shock de los ciudadanos: ¿Confinamiento obligatorio de asintomáticos?

Artículo originalmente publicado aquí.

Es este un post eminentemente ilustrativo que tiene una finalidad muy clara: poner de manifiesto conceptos esenciales relativos al estado de alarma en el que nos encontramostal y como se encuentra regulado en nuestro Ordenamiento jurídico. Ello no impedirá que, al socaire de estos conceptos, vayan surgiendo dudas que intentaré resolver, en la medida de lo posible, de forma clara y concisa para que resulte inteligible a todo el mundo y no solamente a los juristas. Comencemos, pues, por el principio …

Como es conocido, el Gobierno ha decretado el estado de alarma al amparo de lo dispuesto en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio (que regula los estados de alarma, excepción y sitio). Esto se ha hecho mediante el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. En el artículo 7 de esta disposición se regulan las limitaciones a la libertad de circulación de las personas, debiendo destacar que no se prevé el confinamiento obligatorio en determinados Centros de las personas denominadas “asintomáticas” por su contagio con el COVID-19 [1]. Quede esto claro, por tanto, ya que es un tema que preocupa a muchos ciudadanos, aunque otra cosa es que el Gobierno se atreva a hacerlo sin contar con el debido apoyo legal.

Por otra parte, la Ley Orgánica 4/1981, tampoco contiene precepto alguno (relativo al estado de alarma) que permita adoptar semejante medida sin previa autorización judicial. En el artículo 11 de dicha Ley se establecen las medidas que pueden ser acordadas por la autoridad competente, y son las siguientes:

  • a)Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos.
  • b) Practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias.
  • c) Intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los Ministerios interesados.
  • d) Limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.
  • e) Impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios de los centros de producción afectados por el apartado d) del artículo cuarto.

Pues bien, como ya he dicho, muchos ciudadanos se encuentran actualmente, y de forma literal, en estado de “shock” ante el anuncio oficioso de que, al ser objeto de los oportunos análisis, se detecte su contagio con el COVID 19 pero de forma “asintomática”. Este mismo anuncio proclama que serán sacados de su domicilio (en donde ya se encuentran confinados) para ser llevados a hoteles específicamente dedicados a su acogida. O, dicho de otro modo, se les privará de libertad y de su derecho a permanecer en el domicilio, sin ninguna clase de autorización judicial, lo cual es, me anticipo a decirlo, claramente ilegal.

Y es ilegal porque, ni siquiera el estado de excepción (regulado en la misma Ley Orgánica 4/1981) admite la adopción de semejante medida a pesar de que permite otras muchas actuaciones que no caben en el estado de alarma. Así, y por ejemplo, permite la privación del derecho del artículo 18.2 de nuestra Constitución (relativo a la inviolabilidad del domicilio), aunque, siempre, con autorización del Congreso (art. 17). Por su parte, en art. 16 se autoriza la detención, cuando “existan fundadas sospechas de que dicha persona vaya a provocar alteraciones del orden público” añadiendo que “la detención no podrá exceder de diez días y los detenidos disfrutarán de los derechos que les reconoce el artículo diecisiete, tres, de la Constitución”.

Por su parte, el artículo 18 permite la suspensión del artículo 18.3 de la Constitución (derecho a la libre comunicación), pero con autorización judicial, lo que lleva al artículo 20 en donde se permite la suspensión del artículo diecinueve de la Constitución (libre circulación de personas), llegando, incluso a permitir fijar transitoriamente la residencia de personas determinadas en localidad o territorio adecuados a sus condiciones personales [2]. 

Todos estos derechos que, insisto, solo pueden ser suspendidos en el estado de excepción, han sido ya objeto de limitación al amparo del estado de alarma, lo cual es, a mi juicio, de legalidad bastante dudosa (es el caso del confinamiento en nuestros domicilios). Sin embargo, lo que ni en estado de excepción se admite es lo que se cuenta respecto a los “asintomáticos”, porque eso no supone fijar su residencia en una determinada localidad, sino ser “sacados” a la fuerza de su propio domicilio (y sin intervención alguna de un juez) y confinados en un hotel. Y por ahí no debemos pasar, porque una cosa es tomar medidas para evitar la expansión del COVID 19 y otra muy diferente que esas medidas no se ajusten a la legalidad porque, entonces, habremos perdido el Estado de Derecho.

Y es que tampoco cabe recurrir a la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, porque i) se trata de una norma pensada para grupos de individuos y espacios muy concretos y ii) porque, evidentemente, una vez que se entra en la Ley Orgánica 4/1981 (declarando el estado de alarma) prevalece lo establecido por nuestra Constitución (art 55) como se verá más adelante.

No debe olvidarse, tampoco, que hay dos condicionamientos (comunes a los estados de alarma y de excepción, además) que deben ser tenidos muy en cuenta en estos días. El primero de ellos viene explicitado en el artículo 1º de la propia Ley Orgánica 4/1981, que en su apartado 4 dispone que “la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado”. Se entiende mal, por tanto, que el Gobierno esté dando de lado al Congreso, limitando su funcionamiento y funciones, cuando su misión fundamental consiste en controlar al propio Gobierno.

el segundo condicionamiento se encuentra en la propia Constitución que en su artículo 55 se ocupa de la suspensión de los derechos y libertades fundamentales en los siguientes términos:

  1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción.
  2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.

La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes.

Como puede comprobarse, solamente en el estado de excepción se pueden suspender determinados derechos y libertades fundamentales, cosa que no puede hacerse en el estado de alarma en donde sólo pueden limitarse estos derechos y libertades. des. Y me temo que el Gobierno ha traspasado los límites entre la suspensión y la limitación de derechos y libertades con muchas de las medidas que ha tomado (como pueda ser el confinamiento o el cese de actividad en muchas empresas). Unas medidas que, para colmo, llegan tarde y mal, por la mera incompetencia de quien las ordena sin el debido asesoramiento.

Mucho ojo, por tanto, a la forma en que se ejercitan las facultades extraordinarias del estado de alarma, porque su utilización “injustificada o abusiva” puede y debe comportar la exigencia de responsabilidades de todo orden (incluidas las penales), porque la propia Constitución impide el abuso de los poderes extraordinarios que confieren los estados de alarma y excepción. Lo que resulta especialmente aplicable a la adopción de medidas que no se correspondan con los límites que marca la Ley Orgánica 4/1981, utilizando medidas propias del estado de excepción en el actual marco del estado de alarma en el que nos encontramos. De modo que olvidemos el “estado de shock” y tengamos conciencia de nuestros derechos frente a cualquier clase de abuso por parte de los poderes públicos. Tiempo habrá, por tanto, para ejercitar estos derechos y exigir responsabilidades (ahora o cuando proceda).

Con esta clara advertencia a nuestros poderes públicos me despido, sin llegar a perder la sonrisa etrusca, deseando a todos que el confinamiento se haga más llevadero y rindiendo homenaje a quienes están dando todo por todos, como es el caso del personal sanitario, las fuerzas del orden, los trasportistas y demás profesionales que no dudan en jugarse sus propias vidas por las de todos nosotros.

 

NOTAS:

[1] Este precepto dice lo siguiente:

Artículo 7. Limitación de la libertad de circulación de las personas.

  • Durante la vigencia del estado de alarma las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público para la realización de las siguientes actividades:
  • a) Adquisición de alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.
  • b) Asistencia a centros, servicios y establecimientos sanitarios.
  • c) Desplazamiento al lugar de trabajo para efectuar su prestación laboral, profesional o empresarial.
  • d) Retorno al lugar de residencia habitual.
  • e) Asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables.
  • f) Desplazamiento a entidades financieras y de seguros.
  • g) Por causa de fuerza mayor o situación de necesidad.
  • h) Cualquier otra actividad de análoga naturaleza que habrá de hacerse individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad o por otra causa justificada.
  • Igualmente, se permitirá la circulación de vehículos particulares por las vías de uso público para la realización de las actividades referidas en el apartado anterior o para el repostaje en gasolineras o estaciones de servicio.
  • En todo caso, en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias.
  • El Ministro del Interior podrá acordar el cierre a la circulación de carreteras o tramos de ellas por razones de salud pública, seguridad o fluidez del tráfico o la restricción en ellas del acceso de determinados vehículos por los mismos motivos.

Cuando las medidas a las que se refieren los párrafos anteriores se adopten de oficio se informará previamente a las administraciones autonómicas que ejercen competencias de ejecución de la legislación del Estado en materia de tráfico, circulación de vehículos y seguridad vial.

Las autoridades estatales, autonómicas y locales competentes en materia de tráfico, circulación de vehículos y seguridad vial garantizarán la divulgación entre la población de las medidas que puedan afectar al tráfico rodado.

[2]  Por su parte, en el artículo 21 se permite la suspensión de todo tipo de publicaciones, emisiones de radio y televisión, proyecciones, cinematográficas y representaciones teatrales, siempre y cuando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo veinte, apartados uno, a) y d), y cinco de la Constitución. Y en el artículo 22 se autoriza a la suspensión del derecho de reunión (art. 21 de la Constitución), lo que se completa con la suspensión del derecho de huelga en el art 23.

Derecho de excepción y control al Gobierno: una garantía inderogable

La pandemia causada por el coronavirus ha llevado a nuestro país a una situación de emergencia que ha reclamado medidas excepcionales. Ya no era posible seguir actuando a través de los poderes ordinarios. Las primeras medidas que se adoptaron estiraron hasta casi desbordar la cobertura jurídica que daban normas como la LO 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y alguna legislación autonómica. El Gobierno de España finalmente, como es sabido, tuvo que recurrir al art. 116 CE, desarrollado por la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio –en adelante LOEAES-. Así, el 14 de marzo el Gobierno dictaba el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, posteriormente prorrogado con autorización del Congreso el 27 de marzo por otros quince días y, anteayer, por otros quince más. En el mismo se adoptan un amplio abanico de medidas que nos sitúan fuera de la “normalidad” constitucional, lo que suscita varias preguntas: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional da cobertura jurídica a las mismas? ¿ha acertado el Gobierno con la forma jurídica que ha dado a este estado de alarma? Y, en última instancia, ¿qué garantías deben mantenerse?

Pues bien, como se ha dicho, la Constitución de 1978 contempla un Derecho constitucional de excepción, el cual, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho, enmarca el ciceroniano salus populi suprema lex esto sujetándolo a límites y garantías. En concreto, la Constitución prevé tres posibles estados para afrontar estas situaciones de emergenciaalarma, excepción, y sitio, cuya declaración exige determinar el ámbito territorial, los efectos y, en su caso, la duración dentro de los límites constitucionales. Además, cuanto mayor sea la gravedad del estado en el que nos encontremos, mayor es la participación que le corresponde al Congreso de los Diputados. Se trata de un claro contrapeso institucional que además dota de legitimidad democrática a la medida. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el acuerdo por el que se declara o prorroga alguno de estos estados tiene fuerza de ley (ATC 7/2012, de 13 de enero, y STC 83/2016, de 28 de abril). Y es que los mismos introducen “excepciones o modificaciones pro tempore” al ordenamiento jurídico (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 9). Ahora bien, todas las medidas deberán responder a los principios de necesidad y de proporcionalidad y sólo podrá recurrirse a ellos cuando fuera imposible dar respuesta a la crisis mediante los poderes ordinarios (art. 1 LOEAES).

Las causas que justifican declarar cada uno de los estados no las especifica la Constitución, sino que nos tenemos que buscarlas en la Ley Orgánica. La misma, como ha apuntado Cruz Villalón –aquí-, parece alejarse de una visión gradualista y ha configurado tres estados excepcionales “como institutos de respuesta a tres emergencias cualitativamente distintas”. El estado de alarma se habría “despolitizado” y habría quedado para combatir catástrofes naturales o tecnológicas, crisis sanitarias, o para supuestos que comportaran “paralización de servicios públicos esenciales” o “situaciones de desabastecimiento” (art. 4 LOEAES). El estado de excepción estaría previsto entonces para crisis de orden público, sin que el estado de alarma tenga que ser una antesala del mismo. Ahora bien, comparto con F. J. Álvarez García (Estudios Penales y Criminológicos, n. 40, 2020, pp. 1-20), que el concepto de orden público no ha de circunscribirse a la idea de “tranquilidad en la calle”, asociándolo a graves desórdenes públicos, sino que debe asumirse un concepto de orden público constitucional más amplio, vinculado a la “participación activa de los ciudadanos en la totalidad del orden constitucional”. De tal manera que, como prevé la propia LOEAES, aquellas circunstancias que puedan comprometer gravemente el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o el de los servicios públicos integrarían esa idea de orden público que justifica la declaración de un estado de excepción. Por último, el estado de sitio queda restringido a circunstancias de insurrección o fuerza que buscan la ruptura del orden constitucional.

Es por ello que, a mi entender, a la hora de valorar si debe declararse un estado de alarma o de excepción ante determinadas circunstancias que hicieran “imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios” (art. 1.1 LOEAES) hay que atender más a la naturaleza de las medidas que se quieren adoptar, considerando aquí sí a una visión “gradualista”, que a una “artificial” diferenciación entre situaciones con origen natural o humano vinculadas -o no- a alteraciones de orden público (F. J. Álvarez García, ob. cit.). Una catástrofe o una epidemia, igual que una huelga, tanto pueden justificar un estado de alarma como de excepción en función de la alteración que estás puedan provocar y, sobre todo, de las medidas que sea necesario adoptar para afrontarlas. Sobre todo porque la Constitución no ha especificado los presupuestos habilitantes, por así llamarlos, para la declaración de estos estados, pero sí que ha introducido una regla clara en el artículo 55.1 CE en relación a sus efectos, según la cual, en palabras del Tribunal Constitucional, “[a] diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 8). Por tanto, si es necesario “suspender” y no sólo “limitar” un derecho fundamental no se podrá recurrir al estado de alarma.

De tal suerte que, a la luz de lo visto, las dos preguntas claves para valorar la opción del Gobierno por el estado de alarma y no por el de excepción ante la epidemia del coronavirus serían: la primera –para saber si podía decretarse el estado de excepción-, ¿el coronavirus ha generado una situación que comprometa gravemente el ejercicio de los derechos fundamentales y un servicio público como la sanidad integrados en esa idea de orden público constitucional? Y, la segunda, ¿la sedicente medida de “limitación” de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del Decreto que declara el estado de alarma es una restricción del derecho fundamental o estamos ante una suspensión del mismo? En mi opinión la respuesta a la primera pregunta sería que, desde el momento en el que los ciudadanos no pueden ejercer libremente sus derechos por riesgo de contagio y que la extensión del virus provoca un peligro de colapso del sistema sanitario, se ve gravemente comprometido el orden público constitucional y estaría justificado declarar el estado de excepción. No es que sea necesario, pero es una posibilidad constitucional toda vez que, además, no es suficiente actuar mediante las potestades ordinarias, según lo ya dicho. Además, si se decreta este estado, tampoco quiere decirse que tengan que adoptarse todas las medidas que la ley permite. Por ejemplo, en una situación como la actual sería un disparate suspender el secreto de las comunicaciones. Y, en cuanto a la segunda pregunta, a diferencia de lo que han concluido otros colegas (entre otros Presno Linera –aquí-, Arman Basurto e Íñigo Bilbao –aquí– o Francisco Velasco –aquí-), entiendo que nos encontramos ante un supuesto de suspensión general de la libertad de circulación, que arrastra además la de otros derechos fundamentales como el de reunión o el de manifestación (en este sentido también F. J. Álvarez García, ob. cit.). Hoy, en España, por mor del estado de alarma, está prohibido celebrar manifestaciones (art. 22.1 LOEAES), aunque no se diga expresamente. Y el decreto del estado de alarma al establecer que “las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público” para realizar ciertas actividades muy específicas está, en definitiva, suspendiendo el derecho con ciertas excepciones. La prohibición de circulación con posibilidad de que se fije el “itinerario a seguir” recogida en el art. 20 LOEAES para el estado de excepción se parece bastante a las causas que justifican poder salir del confinamiento según el real decreto. Por el contrario, restricciones condicionadas al cumplimiento de requisitos o límites como los que prevé el art. 11.a LOEAES para el estado de alarma serían, por ejemplo, si pudiéramos circular pero con mascarilla y guantes, o, como me decía un alumno en un reciente seminario, el clásico toque de queda circunscrito a determinadas horas.

Aún más, estamos viendo excesos de celo policiales cuando se impide el desarrollo de actos de culto como los que muestran estas noticias en Sevilla –aquí– o Cádiz –aquí-, que evidencian como la libertad religiosa se está viendo también comprometida. De hecho, puede incluso dudarse de si estaría justificado que una persona saliera de casa para asistir a uno de estos actos de culto, que en principio están permitidos siempre y cuando se realicen con las debidas garantías (art. 11 Real Decreto 463/2020).

En todo caso, sobre esta segunda cuestión parece que la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional. Al final, como hemos visto, en un Estado de Derecho incluso en momentos de excepción quienes ejercen el poder han de estar sujetos al Derecho y, por tanto, a la revisión de sus decisiones por los tribunales, en este caso por el Constitucional.

Más allá, en relación con las debidas garantías no sólo jurídicas sino también institucionales, me preocupa especialmente la inoperancia del Congreso en su función de control y el pasotismo gubernamental a la hora de dar cuenta de su gestión. En unas circunstancias como las actuales es precisamente cuando el Gobierno tiene un deber cualificado de responder en sede parlamentaria y las Cortes Generales han de poder ejercer con plenitud su función de control al Gobierno para fiscalizarlo. La Constitución también es terminante en este punto y afirma con rotundidad que el principio de responsabilidad del Gobierno mantiene su vigencia cuando se declara alguno de los estados de emergencia (116.6 CE). Como consecuencia de ello, prevé que no se pueda disolver el Congreso y que si no estuviera en período de sesiones quedarían automáticamente convocadas (art. 116.5 CE). Pues bien, ello contrasta con la suspensión de la actividad parlamentaria acordada por la Presidenta del Congreso aquí, que ha quedado reducida a su mínima expresión (prórroga del estado de alarma, convalidación de decretos-leyes y sesiones de control al Ministro de Sanidad en la correspondiente comisión), y con el compromiso del Gobierno de informar sobre las medidas que adopte. Es cierto que las exigencias sanitarias imponen límites que dificultan el normal desarrollo de la actividad parlamentaria y, de hecho, no es solo un problema al que se enfrente el Parlamento nacional, sino que en el ámbito autonómico se está reproduciendo esta polémica. Pero es precisamente el Congreso de los Diputados el que tiene que realizar en este extremo un mayor esfuerzo habida cuenta de la singular posición constitucional que ocupa. Estando declarado uno de los estados de emergencia el control parlamentario al Gobierno de la Nación es una garantía inderogable e inexcusable. Las comparecencias televisivas del Presidente –para colmo con preguntas capadas- y las ruedas de prensa de sus ministros –o de los casos de altos cargos- no pueden sustituir el debate y escrutinio parlamentario. Los problemas técnicos o logísticos, o la falta de previsión normativa son excusas de mal pagador. Como han sostenido el profesor Aragón Reyes y otros académicos –aquí-, hay que ser creativos, imaginativos para hallar fórmulas que permitan desarrollar la actividad parlamentaria. Y, sobre todo, una Presidenta del Parlamento debe erigirse en la mayor defensora de las prerrogativas de éste, no en el baluarte del Gobierno. Qué lejos nos queda el speaker británico enfrentándose al Primer Ministro cuando quiso suspender las sesiones parlamentarias para evitar que lo controlaran con el Brexit. Qué lejos quedan las razones que daba Pedro Sánchez cuando estaba en la oposición y el entonces Presidente Mariano Rajoy se oponía a ser controlado por estar en funciones –aquí-. Recientemente se titulaba un reportaje sobre esta cuestión “tarjeta roja al Gobierno y a Batet” –aquí-, no sé si tarjeta roja, pero cuando menos amarilla ya muy teñida al naranja sí que es. Porque, como ha titulado Carlos Vidal, “El Congreso no puede hibernar” (El Mundo, 6/04/2020).

 

Los filtros de Moncloa: sobre la libertad de prensa

Hace tiempo que los ingredientes están listos, sólo falta esperar el momento propicio. Son éstos tiempos de crisis en muchos sentidos, si es que no todos los tiempos lo son para el que los vive, y cada año el populismo aumenta sus posibilidades de triunfo sobre la democracia. A veces parece que alguien decidió que los primeros años del siglo XXI fueran parte de éste, y no del siglo XX –donde encajan mejor–, sólo para que ilustraran mejor la historia de nuestra crisis, con sus antecedentes:

Derribado el Muro de Berlín hacía más de una década, el comunismo estaba definitivamente derrotado: se extendió la globalización, crecieron las finanzas y su protagonismo y triunfaron el liberalismo y el capitalismo económico. Hasta finales de la primera década de siglo, este modelo socioeconómico nos condujo a un grado considerable de bienestar, crecimiento y riqueza.

Pero llega la crisis de 2008 y, con ésta, emergen las verdaderas causas de la degeneración del modelo: el desigual reparto de los beneficios (a nivel intrapaís e interpaíses), la aparición de élites extractivas, el distanciamiento entre gobernantes y gobernados, el deterioro del consenso social, nuevas políticas de identidad, etc. Desde entonces, la democracia liberal está constantemente en cuestión (nadie duda ya que el sistema ha de repensarse; el tema es cuánto ha de repensarse) y diversos populismos pugnan por el poder en todo el mundo.

Los hay que aprovechan situaciones de crisis para provocar cambios de envergadura, supuestamente necesarios. Tiene sentido, y por eso hay que estar atentos, no vaya a ser que el cambio sea a peor. Tal cosa parece probable (como explica Matías González en otro post) en Polonia, donde, aprovechando la crisis sanitaria, el Gobierno ha propuesto aplazar las elecciones dos años más para extender el mandato del presidente, y en Hungría, donde su presidente ha recibido poderes para gobernar, no ya por dos años más, sino directamente de manera indefinida. El miedo y las crisis son instrumentos fabulosos para convencer a la población de la necesidad de aprobar medidas atroces. Y hay medidas que, una vez aprobadas, son difíciles de revertir.

La lucha contra la presente crisis sanitaria genera diversas tensiones, pero la que a efectos de este artículo me interesa es la existente entre las medidas sanitarias que necesariamente han de tomarse y el inexcusable respeto a los derechos fundamentales durante la propia crisis. Porque es en situaciones como éstas cuando los ciudadanos son más proclives a disculpar medidas peligrosas por entenderlas ineludibles.

Uno de los puntos delicados que los juristas estamos planteándonos estos días es, en efecto, el de discernir dónde está el equilibrio entre esas dos fuerzas. Esta cuestión ha sido objeto de polémica en los últimos días, a raíz de un manifiesto firmado por un millar de periodistas en defensa de la libertad de prensa que, dicen, el Gobierno pretende mermar.

Lo curioso es que el propio Miguel Ángel Oliver es periodista, profesión que ejerció durante más de treinta años (principalmente en Cadena Ser y Cuatro) hasta que en junio de 2018 Moncloa le ofreció el cargo de secretario de Estado de Comunicación, y pasó entonces a lidiar con los medios de comunicación, últimamente a confrontar con ellos.

Oliver, de lo cual se quejan los periodistas firmantes, estableció un sistema de filtrado y selección previa de las preguntas a realizar por éstos durante las ruedas de prensa celebradas en Moncloa, con la excusa de que las dificultades técnicas no permitían otra alternativa. No es la primera vez que se ve inmerso en una polémica con sus colegas: a finales de 2019, había acusado de “tertulianos” e “insaciables” a los periodistas, que habían protestado por razones parecidas (recomiendo oír las declaraciones del susodicho, pues son ilustrativas).

Criticar abiertamente a la prensa siendo un cargo político es sumamente torpe y contraproducente, doblemente grave siendo periodista. Algunos han jugado a remar contracorriente –de los medios de comunicación–, como Trump, con relativo éxito electoral, menor posteriormente. Pero el caso que nos ocupa no es el de una mera crítica u opinión desafortunada por parte de un diputado, o de un candidato en tiempo de elecciones, sino de un cargo del Ejecutivo con poder real para ejercer limitaciones sobre una libertad tan básica como la de prensa.

Por supuesto, un Estado democrático de Derecho regula todo tipo de salvaguardas para proteger estas libertades fundamentales, sabedor de que, cuando éstas peligran, el conjunto se tambalea. Filtrar y seleccionar de manera previa las preguntas con las que los periodistas habrán de controlar e informar sobre la acción del Gobierno es impedirles de facto preguntar libremente, y ello puede fácilmente considerarse una limitación intolerable del derecho fundamental recogido en el artículo 20 de la Constitución: «1. Se reconocen y protegen los derechos: (…) d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión».

Procede recordar, por ello, que se ha decretado el estado de alarma, no de excepción, lo cual entraña diferencias considerables, detalladas por un artículo publicado hace unos días por Basurto y Bilbao en este blog (y próximamente por otro de Germán Teruel). Resumidamente puede decirse que, mientras que el primero está pensado para graves alteraciones de la normalidad (catástrofes, calamidades, epidemias, desabastecimiento), puede desencadenar limitaciones –pero no suspensiones– de derechos fundamentales y lo acuerda directamente el Gobierno (aunque su prórroga exige la autorización del Congreso), el segundo implica una mayor gravedad, lo cual se infiere de dos requisitos que dispone la Constitución: la necesidad de la autorización previa del Congreso para su declaración y de la posibilidad de suspender derechos fundamentales.

Que se haya declarado el estado de alarma en España significa, por tanto, que el Gobierno no puede suspender el ejercicio de los derechos y libertades públicas (sólo las limitaciones previstas en el artículo once de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio), ni suspender ni limitar en modo alguno la libertad de prensa, a la que las circunstancias le imponen un especial deber de información y control del Gobierno, a la vista de las restricciones que operan en muchas instituciones llamadas a cumplir esa misma función. De hecho, la Constitución establece el alcance del contenido de dicho derecho cuando, por un lado, dispone que su ejercicio «no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» pero, por otro, exige que en todo caso respete los demás derechos fundamentales «y, especialmente, el derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia». Está claro que no es este último límite el que se ha sobrepasado, sino acaso el otro.

Por si fuera poco, el ministro de Justicia anunció recientemente que pretendía regular las fake news, esta vez amparándose en una justificación (¿excusa?) que consiste en ensalzar no tanto la libertad de informar libremente como el deber de recibir información veraz (en cuanto al artículo 20 antes citado), y a tal efecto «revisar si el instrumento de defensa de la sociedad es lo suficientemente fuerte y garantista para cumplimentar el derecho» (de recibir información veraz). No niego que este debate ha de llegar, pero desde luego discuto la oportunidad del momento y advierto de que es un campo repleto de minas.

Como decía al principio, las crisis nacionales, igual que las personales, son oportunidades; para mejorar, pero también para cometer errores mayúsculos. Del mismo modo que el PSOE promovió un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional tras las evasivas del Gobierno de Rajoy a someterse al control parlamentario mientras se encontraba en funciones, el Gobierno de Sánchez tiene ahora un deber reforzado de información y de sometimiento a los demás poderes del Estado, es decir, a la ciudadanía a la que ha obligado al confinamiento durante al menos seis semanas; a una restricción, en definitiva, de su libertad.

La prensa, el llamado cuarto poder, que también contribuye –no siempre ejemplarmente– al equilibrio del Estado al conectarnos con el Gobierno, debe cumplir su función, y cualquier limitación que se pretenda a este respecto debe ponernos en guardia. Porque insisto: una vez consolidada una práctica nociva, es difícil revertirla.

 

Imagen: El Confidencial.