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Estado de alarma del gobierno y estado de shock de los ciudadanos: ¿Confinamiento obligatorio de asintomáticos?

Artículo originalmente publicado aquí.

Es este un post eminentemente ilustrativo que tiene una finalidad muy clara: poner de manifiesto conceptos esenciales relativos al estado de alarma en el que nos encontramostal y como se encuentra regulado en nuestro Ordenamiento jurídico. Ello no impedirá que, al socaire de estos conceptos, vayan surgiendo dudas que intentaré resolver, en la medida de lo posible, de forma clara y concisa para que resulte inteligible a todo el mundo y no solamente a los juristas. Comencemos, pues, por el principio …

Como es conocido, el Gobierno ha decretado el estado de alarma al amparo de lo dispuesto en la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio (que regula los estados de alarma, excepción y sitio). Esto se ha hecho mediante el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. En el artículo 7 de esta disposición se regulan las limitaciones a la libertad de circulación de las personas, debiendo destacar que no se prevé el confinamiento obligatorio en determinados Centros de las personas denominadas “asintomáticas” por su contagio con el COVID-19 [1]. Quede esto claro, por tanto, ya que es un tema que preocupa a muchos ciudadanos, aunque otra cosa es que el Gobierno se atreva a hacerlo sin contar con el debido apoyo legal.

Por otra parte, la Ley Orgánica 4/1981, tampoco contiene precepto alguno (relativo al estado de alarma) que permita adoptar semejante medida sin previa autorización judicial. En el artículo 11 de dicha Ley se establecen las medidas que pueden ser acordadas por la autoridad competente, y son las siguientes:

  • a)Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos.
  • b) Practicar requisas temporales de todo tipo de bienes e imponer prestaciones personales obligatorias.
  • c) Intervenir y ocupar transitoriamente industrias, fábricas, talleres, explotaciones o locales de cualquier naturaleza, con excepción de domicilios privados, dando cuenta de ello a los Ministerios interesados.
  • d) Limitar o racionar el uso de servicios o el consumo de artículos de primera necesidad.
  • e) Impartir las órdenes necesarias para asegurar el abastecimiento de los mercados y el funcionamiento de los servicios de los centros de producción afectados por el apartado d) del artículo cuarto.

Pues bien, como ya he dicho, muchos ciudadanos se encuentran actualmente, y de forma literal, en estado de “shock” ante el anuncio oficioso de que, al ser objeto de los oportunos análisis, se detecte su contagio con el COVID 19 pero de forma “asintomática”. Este mismo anuncio proclama que serán sacados de su domicilio (en donde ya se encuentran confinados) para ser llevados a hoteles específicamente dedicados a su acogida. O, dicho de otro modo, se les privará de libertad y de su derecho a permanecer en el domicilio, sin ninguna clase de autorización judicial, lo cual es, me anticipo a decirlo, claramente ilegal.

Y es ilegal porque, ni siquiera el estado de excepción (regulado en la misma Ley Orgánica 4/1981) admite la adopción de semejante medida a pesar de que permite otras muchas actuaciones que no caben en el estado de alarma. Así, y por ejemplo, permite la privación del derecho del artículo 18.2 de nuestra Constitución (relativo a la inviolabilidad del domicilio), aunque, siempre, con autorización del Congreso (art. 17). Por su parte, en art. 16 se autoriza la detención, cuando “existan fundadas sospechas de que dicha persona vaya a provocar alteraciones del orden público” añadiendo que “la detención no podrá exceder de diez días y los detenidos disfrutarán de los derechos que les reconoce el artículo diecisiete, tres, de la Constitución”.

Por su parte, el artículo 18 permite la suspensión del artículo 18.3 de la Constitución (derecho a la libre comunicación), pero con autorización judicial, lo que lleva al artículo 20 en donde se permite la suspensión del artículo diecinueve de la Constitución (libre circulación de personas), llegando, incluso a permitir fijar transitoriamente la residencia de personas determinadas en localidad o territorio adecuados a sus condiciones personales [2]. 

Todos estos derechos que, insisto, solo pueden ser suspendidos en el estado de excepción, han sido ya objeto de limitación al amparo del estado de alarma, lo cual es, a mi juicio, de legalidad bastante dudosa (es el caso del confinamiento en nuestros domicilios). Sin embargo, lo que ni en estado de excepción se admite es lo que se cuenta respecto a los “asintomáticos”, porque eso no supone fijar su residencia en una determinada localidad, sino ser “sacados” a la fuerza de su propio domicilio (y sin intervención alguna de un juez) y confinados en un hotel. Y por ahí no debemos pasar, porque una cosa es tomar medidas para evitar la expansión del COVID 19 y otra muy diferente que esas medidas no se ajusten a la legalidad porque, entonces, habremos perdido el Estado de Derecho.

Y es que tampoco cabe recurrir a la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, porque i) se trata de una norma pensada para grupos de individuos y espacios muy concretos y ii) porque, evidentemente, una vez que se entra en la Ley Orgánica 4/1981 (declarando el estado de alarma) prevalece lo establecido por nuestra Constitución (art 55) como se verá más adelante.

No debe olvidarse, tampoco, que hay dos condicionamientos (comunes a los estados de alarma y de excepción, además) que deben ser tenidos muy en cuenta en estos días. El primero de ellos viene explicitado en el artículo 1º de la propia Ley Orgánica 4/1981, que en su apartado 4 dispone que “la declaración de los estados de alarma, excepción y sitio no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado”. Se entiende mal, por tanto, que el Gobierno esté dando de lado al Congreso, limitando su funcionamiento y funciones, cuando su misión fundamental consiste en controlar al propio Gobierno.

el segundo condicionamiento se encuentra en la propia Constitución que en su artículo 55 se ocupa de la suspensión de los derechos y libertades fundamentales en los siguientes términos:

  1. Los derechos reconocidos en los artículos 17, 18, apartados 2 y 3, artículos 19, 20, apartados 1, a) y d), y 5, artículos 21, 28, apartado 2, y artículo 37, apartado 2, podrán ser suspendidos cuando se acuerde la declaración del estado de excepción o de sitio en los términos previstos en la Constitución. Se exceptúa de lo establecido anteriormente el apartado 3 del artículo 17 para el supuesto de declaración de estado de excepción.
  2. Una ley orgánica podrá determinar la forma y los casos en los que, de forma individual y con la necesaria intervención judicial y el adecuado control parlamentario, los derechos reconocidos en los artículos 17, apartado 2, y 18, apartados 2 y 3, pueden ser suspendidos para personas determinadas, en relación con las investigaciones correspondientes a la actuación de bandas armadas o elementos terroristas.

La utilización injustificada o abusiva de las facultades reconocidas en dicha ley orgánica producirá responsabilidad penal, como violación de los derechos y libertades reconocidos por las leyes.

Como puede comprobarse, solamente en el estado de excepción se pueden suspender determinados derechos y libertades fundamentales, cosa que no puede hacerse en el estado de alarma en donde sólo pueden limitarse estos derechos y libertades. des. Y me temo que el Gobierno ha traspasado los límites entre la suspensión y la limitación de derechos y libertades con muchas de las medidas que ha tomado (como pueda ser el confinamiento o el cese de actividad en muchas empresas). Unas medidas que, para colmo, llegan tarde y mal, por la mera incompetencia de quien las ordena sin el debido asesoramiento.

Mucho ojo, por tanto, a la forma en que se ejercitan las facultades extraordinarias del estado de alarma, porque su utilización “injustificada o abusiva” puede y debe comportar la exigencia de responsabilidades de todo orden (incluidas las penales), porque la propia Constitución impide el abuso de los poderes extraordinarios que confieren los estados de alarma y excepción. Lo que resulta especialmente aplicable a la adopción de medidas que no se correspondan con los límites que marca la Ley Orgánica 4/1981, utilizando medidas propias del estado de excepción en el actual marco del estado de alarma en el que nos encontramos. De modo que olvidemos el “estado de shock” y tengamos conciencia de nuestros derechos frente a cualquier clase de abuso por parte de los poderes públicos. Tiempo habrá, por tanto, para ejercitar estos derechos y exigir responsabilidades (ahora o cuando proceda).

Con esta clara advertencia a nuestros poderes públicos me despido, sin llegar a perder la sonrisa etrusca, deseando a todos que el confinamiento se haga más llevadero y rindiendo homenaje a quienes están dando todo por todos, como es el caso del personal sanitario, las fuerzas del orden, los trasportistas y demás profesionales que no dudan en jugarse sus propias vidas por las de todos nosotros.

 

NOTAS:

[1] Este precepto dice lo siguiente:

Artículo 7. Limitación de la libertad de circulación de las personas.

  • Durante la vigencia del estado de alarma las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público para la realización de las siguientes actividades:
  • a) Adquisición de alimentos, productos farmacéuticos y de primera necesidad.
  • b) Asistencia a centros, servicios y establecimientos sanitarios.
  • c) Desplazamiento al lugar de trabajo para efectuar su prestación laboral, profesional o empresarial.
  • d) Retorno al lugar de residencia habitual.
  • e) Asistencia y cuidado a mayores, menores, dependientes, personas con discapacidad o personas especialmente vulnerables.
  • f) Desplazamiento a entidades financieras y de seguros.
  • g) Por causa de fuerza mayor o situación de necesidad.
  • h) Cualquier otra actividad de análoga naturaleza que habrá de hacerse individualmente, salvo que se acompañe a personas con discapacidad o por otra causa justificada.
  • Igualmente, se permitirá la circulación de vehículos particulares por las vías de uso público para la realización de las actividades referidas en el apartado anterior o para el repostaje en gasolineras o estaciones de servicio.
  • En todo caso, en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias.
  • El Ministro del Interior podrá acordar el cierre a la circulación de carreteras o tramos de ellas por razones de salud pública, seguridad o fluidez del tráfico o la restricción en ellas del acceso de determinados vehículos por los mismos motivos.

Cuando las medidas a las que se refieren los párrafos anteriores se adopten de oficio se informará previamente a las administraciones autonómicas que ejercen competencias de ejecución de la legislación del Estado en materia de tráfico, circulación de vehículos y seguridad vial.

Las autoridades estatales, autonómicas y locales competentes en materia de tráfico, circulación de vehículos y seguridad vial garantizarán la divulgación entre la población de las medidas que puedan afectar al tráfico rodado.

[2]  Por su parte, en el artículo 21 se permite la suspensión de todo tipo de publicaciones, emisiones de radio y televisión, proyecciones, cinematográficas y representaciones teatrales, siempre y cuando la autorización del Congreso comprenda la suspensión del artículo veinte, apartados uno, a) y d), y cinco de la Constitución. Y en el artículo 22 se autoriza a la suspensión del derecho de reunión (art. 21 de la Constitución), lo que se completa con la suspensión del derecho de huelga en el art 23.

Derecho de excepción y control al Gobierno: una garantía inderogable

La pandemia causada por el coronavirus ha llevado a nuestro país a una situación de emergencia que ha reclamado medidas excepcionales. Ya no era posible seguir actuando a través de los poderes ordinarios. Las primeras medidas que se adoptaron estiraron hasta casi desbordar la cobertura jurídica que daban normas como la LO 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y alguna legislación autonómica. El Gobierno de España finalmente, como es sabido, tuvo que recurrir al art. 116 CE, desarrollado por la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio –en adelante LOEAES-. Así, el 14 de marzo el Gobierno dictaba el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, posteriormente prorrogado con autorización del Congreso el 27 de marzo por otros quince días y, anteayer, por otros quince más. En el mismo se adoptan un amplio abanico de medidas que nos sitúan fuera de la “normalidad” constitucional, lo que suscita varias preguntas: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional da cobertura jurídica a las mismas? ¿ha acertado el Gobierno con la forma jurídica que ha dado a este estado de alarma? Y, en última instancia, ¿qué garantías deben mantenerse?

Pues bien, como se ha dicho, la Constitución de 1978 contempla un Derecho constitucional de excepción, el cual, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho, enmarca el ciceroniano salus populi suprema lex esto sujetándolo a límites y garantías. En concreto, la Constitución prevé tres posibles estados para afrontar estas situaciones de emergenciaalarma, excepción, y sitio, cuya declaración exige determinar el ámbito territorial, los efectos y, en su caso, la duración dentro de los límites constitucionales. Además, cuanto mayor sea la gravedad del estado en el que nos encontremos, mayor es la participación que le corresponde al Congreso de los Diputados. Se trata de un claro contrapeso institucional que además dota de legitimidad democrática a la medida. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el acuerdo por el que se declara o prorroga alguno de estos estados tiene fuerza de ley (ATC 7/2012, de 13 de enero, y STC 83/2016, de 28 de abril). Y es que los mismos introducen “excepciones o modificaciones pro tempore” al ordenamiento jurídico (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 9). Ahora bien, todas las medidas deberán responder a los principios de necesidad y de proporcionalidad y sólo podrá recurrirse a ellos cuando fuera imposible dar respuesta a la crisis mediante los poderes ordinarios (art. 1 LOEAES).

Las causas que justifican declarar cada uno de los estados no las especifica la Constitución, sino que nos tenemos que buscarlas en la Ley Orgánica. La misma, como ha apuntado Cruz Villalón –aquí-, parece alejarse de una visión gradualista y ha configurado tres estados excepcionales “como institutos de respuesta a tres emergencias cualitativamente distintas”. El estado de alarma se habría “despolitizado” y habría quedado para combatir catástrofes naturales o tecnológicas, crisis sanitarias, o para supuestos que comportaran “paralización de servicios públicos esenciales” o “situaciones de desabastecimiento” (art. 4 LOEAES). El estado de excepción estaría previsto entonces para crisis de orden público, sin que el estado de alarma tenga que ser una antesala del mismo. Ahora bien, comparto con F. J. Álvarez García (Estudios Penales y Criminológicos, n. 40, 2020, pp. 1-20), que el concepto de orden público no ha de circunscribirse a la idea de “tranquilidad en la calle”, asociándolo a graves desórdenes públicos, sino que debe asumirse un concepto de orden público constitucional más amplio, vinculado a la “participación activa de los ciudadanos en la totalidad del orden constitucional”. De tal manera que, como prevé la propia LOEAES, aquellas circunstancias que puedan comprometer gravemente el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o el de los servicios públicos integrarían esa idea de orden público que justifica la declaración de un estado de excepción. Por último, el estado de sitio queda restringido a circunstancias de insurrección o fuerza que buscan la ruptura del orden constitucional.

Es por ello que, a mi entender, a la hora de valorar si debe declararse un estado de alarma o de excepción ante determinadas circunstancias que hicieran “imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios” (art. 1.1 LOEAES) hay que atender más a la naturaleza de las medidas que se quieren adoptar, considerando aquí sí a una visión “gradualista”, que a una “artificial” diferenciación entre situaciones con origen natural o humano vinculadas -o no- a alteraciones de orden público (F. J. Álvarez García, ob. cit.). Una catástrofe o una epidemia, igual que una huelga, tanto pueden justificar un estado de alarma como de excepción en función de la alteración que estás puedan provocar y, sobre todo, de las medidas que sea necesario adoptar para afrontarlas. Sobre todo porque la Constitución no ha especificado los presupuestos habilitantes, por así llamarlos, para la declaración de estos estados, pero sí que ha introducido una regla clara en el artículo 55.1 CE en relación a sus efectos, según la cual, en palabras del Tribunal Constitucional, “[a] diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 8). Por tanto, si es necesario “suspender” y no sólo “limitar” un derecho fundamental no se podrá recurrir al estado de alarma.

De tal suerte que, a la luz de lo visto, las dos preguntas claves para valorar la opción del Gobierno por el estado de alarma y no por el de excepción ante la epidemia del coronavirus serían: la primera –para saber si podía decretarse el estado de excepción-, ¿el coronavirus ha generado una situación que comprometa gravemente el ejercicio de los derechos fundamentales y un servicio público como la sanidad integrados en esa idea de orden público constitucional? Y, la segunda, ¿la sedicente medida de “limitación” de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del Decreto que declara el estado de alarma es una restricción del derecho fundamental o estamos ante una suspensión del mismo? En mi opinión la respuesta a la primera pregunta sería que, desde el momento en el que los ciudadanos no pueden ejercer libremente sus derechos por riesgo de contagio y que la extensión del virus provoca un peligro de colapso del sistema sanitario, se ve gravemente comprometido el orden público constitucional y estaría justificado declarar el estado de excepción. No es que sea necesario, pero es una posibilidad constitucional toda vez que, además, no es suficiente actuar mediante las potestades ordinarias, según lo ya dicho. Además, si se decreta este estado, tampoco quiere decirse que tengan que adoptarse todas las medidas que la ley permite. Por ejemplo, en una situación como la actual sería un disparate suspender el secreto de las comunicaciones. Y, en cuanto a la segunda pregunta, a diferencia de lo que han concluido otros colegas (entre otros Presno Linera –aquí-, Arman Basurto e Íñigo Bilbao –aquí– o Francisco Velasco –aquí-), entiendo que nos encontramos ante un supuesto de suspensión general de la libertad de circulación, que arrastra además la de otros derechos fundamentales como el de reunión o el de manifestación (en este sentido también F. J. Álvarez García, ob. cit.). Hoy, en España, por mor del estado de alarma, está prohibido celebrar manifestaciones (art. 22.1 LOEAES), aunque no se diga expresamente. Y el decreto del estado de alarma al establecer que “las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público” para realizar ciertas actividades muy específicas está, en definitiva, suspendiendo el derecho con ciertas excepciones. La prohibición de circulación con posibilidad de que se fije el “itinerario a seguir” recogida en el art. 20 LOEAES para el estado de excepción se parece bastante a las causas que justifican poder salir del confinamiento según el real decreto. Por el contrario, restricciones condicionadas al cumplimiento de requisitos o límites como los que prevé el art. 11.a LOEAES para el estado de alarma serían, por ejemplo, si pudiéramos circular pero con mascarilla y guantes, o, como me decía un alumno en un reciente seminario, el clásico toque de queda circunscrito a determinadas horas.

Aún más, estamos viendo excesos de celo policiales cuando se impide el desarrollo de actos de culto como los que muestran estas noticias en Sevilla –aquí– o Cádiz –aquí-, que evidencian como la libertad religiosa se está viendo también comprometida. De hecho, puede incluso dudarse de si estaría justificado que una persona saliera de casa para asistir a uno de estos actos de culto, que en principio están permitidos siempre y cuando se realicen con las debidas garantías (art. 11 Real Decreto 463/2020).

En todo caso, sobre esta segunda cuestión parece que la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional. Al final, como hemos visto, en un Estado de Derecho incluso en momentos de excepción quienes ejercen el poder han de estar sujetos al Derecho y, por tanto, a la revisión de sus decisiones por los tribunales, en este caso por el Constitucional.

Más allá, en relación con las debidas garantías no sólo jurídicas sino también institucionales, me preocupa especialmente la inoperancia del Congreso en su función de control y el pasotismo gubernamental a la hora de dar cuenta de su gestión. En unas circunstancias como las actuales es precisamente cuando el Gobierno tiene un deber cualificado de responder en sede parlamentaria y las Cortes Generales han de poder ejercer con plenitud su función de control al Gobierno para fiscalizarlo. La Constitución también es terminante en este punto y afirma con rotundidad que el principio de responsabilidad del Gobierno mantiene su vigencia cuando se declara alguno de los estados de emergencia (116.6 CE). Como consecuencia de ello, prevé que no se pueda disolver el Congreso y que si no estuviera en período de sesiones quedarían automáticamente convocadas (art. 116.5 CE). Pues bien, ello contrasta con la suspensión de la actividad parlamentaria acordada por la Presidenta del Congreso aquí, que ha quedado reducida a su mínima expresión (prórroga del estado de alarma, convalidación de decretos-leyes y sesiones de control al Ministro de Sanidad en la correspondiente comisión), y con el compromiso del Gobierno de informar sobre las medidas que adopte. Es cierto que las exigencias sanitarias imponen límites que dificultan el normal desarrollo de la actividad parlamentaria y, de hecho, no es solo un problema al que se enfrente el Parlamento nacional, sino que en el ámbito autonómico se está reproduciendo esta polémica. Pero es precisamente el Congreso de los Diputados el que tiene que realizar en este extremo un mayor esfuerzo habida cuenta de la singular posición constitucional que ocupa. Estando declarado uno de los estados de emergencia el control parlamentario al Gobierno de la Nación es una garantía inderogable e inexcusable. Las comparecencias televisivas del Presidente –para colmo con preguntas capadas- y las ruedas de prensa de sus ministros –o de los casos de altos cargos- no pueden sustituir el debate y escrutinio parlamentario. Los problemas técnicos o logísticos, o la falta de previsión normativa son excusas de mal pagador. Como han sostenido el profesor Aragón Reyes y otros académicos –aquí-, hay que ser creativos, imaginativos para hallar fórmulas que permitan desarrollar la actividad parlamentaria. Y, sobre todo, una Presidenta del Parlamento debe erigirse en la mayor defensora de las prerrogativas de éste, no en el baluarte del Gobierno. Qué lejos nos queda el speaker británico enfrentándose al Primer Ministro cuando quiso suspender las sesiones parlamentarias para evitar que lo controlaran con el Brexit. Qué lejos quedan las razones que daba Pedro Sánchez cuando estaba en la oposición y el entonces Presidente Mariano Rajoy se oponía a ser controlado por estar en funciones –aquí-. Recientemente se titulaba un reportaje sobre esta cuestión “tarjeta roja al Gobierno y a Batet” –aquí-, no sé si tarjeta roja, pero cuando menos amarilla ya muy teñida al naranja sí que es. Porque, como ha titulado Carlos Vidal, “El Congreso no puede hibernar” (El Mundo, 6/04/2020).

 

Los filtros de Moncloa: sobre la libertad de prensa

Hace tiempo que los ingredientes están listos, sólo falta esperar el momento propicio. Son éstos tiempos de crisis en muchos sentidos, si es que no todos los tiempos lo son para el que los vive, y cada año el populismo aumenta sus posibilidades de triunfo sobre la democracia. A veces parece que alguien decidió que los primeros años del siglo XXI fueran parte de éste, y no del siglo XX –donde encajan mejor–, sólo para que ilustraran mejor la historia de nuestra crisis, con sus antecedentes:

Derribado el Muro de Berlín hacía más de una década, el comunismo estaba definitivamente derrotado: se extendió la globalización, crecieron las finanzas y su protagonismo y triunfaron el liberalismo y el capitalismo económico. Hasta finales de la primera década de siglo, este modelo socioeconómico nos condujo a un grado considerable de bienestar, crecimiento y riqueza.

Pero llega la crisis de 2008 y, con ésta, emergen las verdaderas causas de la degeneración del modelo: el desigual reparto de los beneficios (a nivel intrapaís e interpaíses), la aparición de élites extractivas, el distanciamiento entre gobernantes y gobernados, el deterioro del consenso social, nuevas políticas de identidad, etc. Desde entonces, la democracia liberal está constantemente en cuestión (nadie duda ya que el sistema ha de repensarse; el tema es cuánto ha de repensarse) y diversos populismos pugnan por el poder en todo el mundo.

Los hay que aprovechan situaciones de crisis para provocar cambios de envergadura, supuestamente necesarios. Tiene sentido, y por eso hay que estar atentos, no vaya a ser que el cambio sea a peor. Tal cosa parece probable (como explica Matías González en otro post) en Polonia, donde, aprovechando la crisis sanitaria, el Gobierno ha propuesto aplazar las elecciones dos años más para extender el mandato del presidente, y en Hungría, donde su presidente ha recibido poderes para gobernar, no ya por dos años más, sino directamente de manera indefinida. El miedo y las crisis son instrumentos fabulosos para convencer a la población de la necesidad de aprobar medidas atroces. Y hay medidas que, una vez aprobadas, son difíciles de revertir.

La lucha contra la presente crisis sanitaria genera diversas tensiones, pero la que a efectos de este artículo me interesa es la existente entre las medidas sanitarias que necesariamente han de tomarse y el inexcusable respeto a los derechos fundamentales durante la propia crisis. Porque es en situaciones como éstas cuando los ciudadanos son más proclives a disculpar medidas peligrosas por entenderlas ineludibles.

Uno de los puntos delicados que los juristas estamos planteándonos estos días es, en efecto, el de discernir dónde está el equilibrio entre esas dos fuerzas. Esta cuestión ha sido objeto de polémica en los últimos días, a raíz de un manifiesto firmado por un millar de periodistas en defensa de la libertad de prensa que, dicen, el Gobierno pretende mermar.

Lo curioso es que el propio Miguel Ángel Oliver es periodista, profesión que ejerció durante más de treinta años (principalmente en Cadena Ser y Cuatro) hasta que en junio de 2018 Moncloa le ofreció el cargo de secretario de Estado de Comunicación, y pasó entonces a lidiar con los medios de comunicación, últimamente a confrontar con ellos.

Oliver, de lo cual se quejan los periodistas firmantes, estableció un sistema de filtrado y selección previa de las preguntas a realizar por éstos durante las ruedas de prensa celebradas en Moncloa, con la excusa de que las dificultades técnicas no permitían otra alternativa. No es la primera vez que se ve inmerso en una polémica con sus colegas: a finales de 2019, había acusado de “tertulianos” e “insaciables” a los periodistas, que habían protestado por razones parecidas (recomiendo oír las declaraciones del susodicho, pues son ilustrativas).

Criticar abiertamente a la prensa siendo un cargo político es sumamente torpe y contraproducente, doblemente grave siendo periodista. Algunos han jugado a remar contracorriente –de los medios de comunicación–, como Trump, con relativo éxito electoral, menor posteriormente. Pero el caso que nos ocupa no es el de una mera crítica u opinión desafortunada por parte de un diputado, o de un candidato en tiempo de elecciones, sino de un cargo del Ejecutivo con poder real para ejercer limitaciones sobre una libertad tan básica como la de prensa.

Por supuesto, un Estado democrático de Derecho regula todo tipo de salvaguardas para proteger estas libertades fundamentales, sabedor de que, cuando éstas peligran, el conjunto se tambalea. Filtrar y seleccionar de manera previa las preguntas con las que los periodistas habrán de controlar e informar sobre la acción del Gobierno es impedirles de facto preguntar libremente, y ello puede fácilmente considerarse una limitación intolerable del derecho fundamental recogido en el artículo 20 de la Constitución: «1. Se reconocen y protegen los derechos: (…) d) A comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión».

Procede recordar, por ello, que se ha decretado el estado de alarma, no de excepción, lo cual entraña diferencias considerables, detalladas por un artículo publicado hace unos días por Basurto y Bilbao en este blog (y próximamente por otro de Germán Teruel). Resumidamente puede decirse que, mientras que el primero está pensado para graves alteraciones de la normalidad (catástrofes, calamidades, epidemias, desabastecimiento), puede desencadenar limitaciones –pero no suspensiones– de derechos fundamentales y lo acuerda directamente el Gobierno (aunque su prórroga exige la autorización del Congreso), el segundo implica una mayor gravedad, lo cual se infiere de dos requisitos que dispone la Constitución: la necesidad de la autorización previa del Congreso para su declaración y de la posibilidad de suspender derechos fundamentales.

Que se haya declarado el estado de alarma en España significa, por tanto, que el Gobierno no puede suspender el ejercicio de los derechos y libertades públicas (sólo las limitaciones previstas en el artículo once de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio), ni suspender ni limitar en modo alguno la libertad de prensa, a la que las circunstancias le imponen un especial deber de información y control del Gobierno, a la vista de las restricciones que operan en muchas instituciones llamadas a cumplir esa misma función. De hecho, la Constitución establece el alcance del contenido de dicho derecho cuando, por un lado, dispone que su ejercicio «no puede restringirse mediante ningún tipo de censura previa» pero, por otro, exige que en todo caso respete los demás derechos fundamentales «y, especialmente, el derecho al honor, la intimidad, la propia imagen y la protección de la juventud y de la infancia». Está claro que no es este último límite el que se ha sobrepasado, sino acaso el otro.

Por si fuera poco, el ministro de Justicia anunció recientemente que pretendía regular las fake news, esta vez amparándose en una justificación (¿excusa?) que consiste en ensalzar no tanto la libertad de informar libremente como el deber de recibir información veraz (en cuanto al artículo 20 antes citado), y a tal efecto «revisar si el instrumento de defensa de la sociedad es lo suficientemente fuerte y garantista para cumplimentar el derecho» (de recibir información veraz). No niego que este debate ha de llegar, pero desde luego discuto la oportunidad del momento y advierto de que es un campo repleto de minas.

Como decía al principio, las crisis nacionales, igual que las personales, son oportunidades; para mejorar, pero también para cometer errores mayúsculos. Del mismo modo que el PSOE promovió un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional tras las evasivas del Gobierno de Rajoy a someterse al control parlamentario mientras se encontraba en funciones, el Gobierno de Sánchez tiene ahora un deber reforzado de información y de sometimiento a los demás poderes del Estado, es decir, a la ciudadanía a la que ha obligado al confinamiento durante al menos seis semanas; a una restricción, en definitiva, de su libertad.

La prensa, el llamado cuarto poder, que también contribuye –no siempre ejemplarmente– al equilibrio del Estado al conectarnos con el Gobierno, debe cumplir su función, y cualquier limitación que se pretenda a este respecto debe ponernos en guardia. Porque insisto: una vez consolidada una práctica nociva, es difícil revertirla.

 

Imagen: El Confidencial.

La delgada línea entre alarma y excepción

Una de las afirmaciones más sorprendentes que se escucharon en el pleno del pasado miércoles en el Congreso de los Diputados vino de la mano de Pablo Casado, líder del Partido Popular. Apenas hubo comenzado su réplica al presidente del Gobierno, dejó caer que su grupo consideraba que las acciones adoptadas por el Gobierno en virtud del Decreto de estado de alarma iban más allá de lo legalmente permitido:

“Señor Sánchez, es usted el presidente del Gobierno (…) que más poder ha recibido de la oposición. Le hemos concedido las competencias extraordinarias de un estado de alarma, que ya es más un estado de excepción encubierto, pues afecta a la limitación de derechos fundamentales que no recoge la Constitución en la figura que hoy aprobamos. Por ese motivo, ni siquiera hemos presentado enmiendas al decreto, (…) porque ya ha excedido con creces su alcance constitucional. Aun así, hoy vamos a votar a favor por sentido de Estado”.

Vemos cómo, a su juicio, las medidas adoptadas por el Gobierno suponían una limitación tal de derechos que lo convertían en un estado de excepción encubierto. De ser esto cierto, nos hallaríamos pues ante unos hechos de enorme gravedad, dado que la regulación de las figuras de emergencia es enormemente restrictiva y busca que cualquiera de estas medidas tenga un nivel de escrutinio adecuado. Por ello, aplicar medidas propias del estado de excepción bajo un estado de alarma (que tiene un nivel de escrutinio inferior al del estado de excepción) supondría vulnerar los controles que impone la Ley para evitar que el Gobierno pueda actuar con arbitrariedad y pueda recortar derechos sin control.

Es menester preguntarse, en consecuencia, si no hubiera sido adecuado avanzar en la escala que supone el artículo 116 de la Constitución, y haber decretado el estado de excepción. Pero, para dar respuesta a esa pregunta, es necesario en primer término verificar si efectivamente las medidas adoptadas por el momento van más allá de lo legalmente previsto para el estado de alarma, y si es pues legítimo que el Gobierno extienda de esta manera el confinamiento a todas las funciones no esenciales.

En nuestro país, los “poderes de emergencia” se distribuyen en tres figuras (los estados de alarma, excepción y sitio, respectivamente), recogidos en el artículo 116 de la Constitución (complementado, entre otros, por el artículo 55.1, al que nos referiremos más adelante). Dentro de ese régimen, y a fin de desarrollar los tres estados de emergencia citados, el Gobierno de la UCD promulgó en la primera legislatura constitucional la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

En efecto, las crisis sanitarias “tales como epidemias” justifican la declaración del estado de alarma, tal y como ha sucedido en nuestro caso. Esta declaración confiere al ejecutivo ciertas facultades, entre las que podemos encontrar muchas de las medidas ya adoptadas. Destaca de entre ellas, además de que las autoridades civiles y la policía del territorio afectado por la situación de emergencia pasen a estar bajo las órdenes directas de la autoridad competente, la capacidad de “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarla al cumplimiento de ciertos requisitos” a la que hacía referencia Casado. De hecho, esta es la base sobre la cual se han asentado todas las limitaciones al derecho de libre circulación de personas que hemos vivido en las últimas semanas.

La crítica que lanzó el líder del Partido Popular y que algunas voces de la doctrina secundan es que la limitación aprobada es tan amplia (al restringir tanto la libertad o los derechos de la ciudadanía), que nos encontraríamos ante un estado de excepción encubierto. En este punto, conviene detenernos en una de las principales diferencias entre el estado de alarma y el de excepción: en contraposición con el primero, el de excepción puede conllevar la suspensión de determinados derechos fundamentales. Entre ellos, posibilita la suspensión del derecho a la libre expresión y difusión de pensamientos, ideas y opiniones, el plazo máximo de detención preventiva, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones, la libertad de circulación, el derecho de reunión o el de huelga.

Esta cuestión dimana del artículo 55.1 de nuestra Constitución, del que se hizo eco el Tribunal Constitucional en la STC 83/2016, sobre el recurso de amparo presentado en su día por un nutrido grupo de controladores aéreos tras la declaración del primer estado de alarma en la historia democrática de nuestro país: “a diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” [1].

Esta es, pues, la incógnita que debe despejarse para dirimir si el Gobierno se ha excedido en las facultades que le brinda el estado de alarma: si las medidas adoptadas suponen una limitación en el ejercicio de los derechos o, por el contrario, una suspensión encubierta de los mismos. En resumen, y ciñéndonos a las palabras del líder del PP, el debate estriba fundamentalmente en el binomio limitación vs. suspensión.

¿Estaba entonces en lo cierto Pablo Casado al afirmar que se ha ido más allá de lo legalmente previsto para el estado de alarma? Lo cierto es que su aplicación en esta ocasión ha supuesto, como decíamos, la limitación de la libertad de circulación de las personas o libertad ambulatoria; requisas temporales y prestaciones personales obligatorias; y la adopción de determinadas medidas de contención en diversos ámbitos, tales como el educativo, económico o religioso. Por muy amplias que hayan sido las limitaciones o restricciones, ninguna ha comportado la suspensión de derechos fundamentales de los ciudadanos, tales como la libertad (artículo 17.1 CE), la libertad de circulación (artículo 19 CE) o el derecho de reunión (artículo 21 CE), que sí podrían verse afectados en un estado de excepción.

Por otro lado, las funciones de coordinación y el mando único establecido por el gobierno de Pedro Sánchez encajan con el estado de alarma tal y como está planteado en nuestra legislación. Y lo mismo sucede, a nuestro juicio, respecto del tejido económico y la propiedad privada. Por el momento, la intervención del gobierno en los medios productivos no ha ido más allá de llevar a cabo requisas e impartir órdenes a centros de producción (supuestos contemplados en el artículo 11 de la Ley 4/1981, que permite incluso la intervención transitoria de comercios e industrias). No se ha producido, a nuestro juicio, ninguna acción que requiera del estado de excepción en ese sentido: para que así fuese tendría que haberse llegado a la intervención de industrias o comercios, que la Ley 4/1981 sí vincula con el estado de excepción.

Cuestión distinta, sería, claro está, que un agravamiento de la situación (algo no descartable en absoluto) llevase al Gobierno a endurecer las medidas de confinamiento hasta el punto de suspender de forma efectiva el derecho a la libre circulación de ciudadanos que no desempeñen funciones consideradas como esenciales; o que el colapso del sistema sanitario llevase a una intervención más profunda en los medios de producción. Entonces sí cabría exigir del Gobierno que acudiese a las Cortes para solicitar que aprobasen la declaración del estado de excepción.

De cualquier modo, y si bien consideramos que la crítica vertida por el líder de la oposición yerra en el fondo de la cuestión, es importante recalcar que cualquier controversia que surja durante la aplicación de los estados de alarma o excepción debe ser examinada en profundidad y con rigor, por afectar gravemente al ejercicio de los derechos por parte de los ciudadanos. En ese sentido, incluso podría resultar positivo que el Tribunal Constitucional se pronunciase (a través de un recurso) acerca de las medidas incluidas en los decretos aprobados en las últimas semanas, y arrojase luz sobre los difusos límites entre alarma y excepción.

En el mismo pleno en el que Casado acusaba al Gobierno de llevar el estado de alarma al límite, Íñigo Errejón introducía su discurso parafraseando a Carl Schmitt, diciendo que “la norma no explica nada, (…) es la excepción la que lo explica todo”. Si así fuese, son estas horas excepcionales las que habrían de dar una medida de cuáles son los controles y garantías que operan en nuestro sistema constitucional. Por el momento, los límites previstos por el legislador no parecen haberse rebasado, pero esta crisis puede ser una oportunidad para revisitar nuestra legislación de emergencia, examinar cuáles han sido sus deficiencias operativas y trabajar para determinar cuáles son los límites en la acción gubernamental. Solo así garantizaremos que, cuando se produzca la tan ansiada regresión a la norma, los ciudadanos tengan la certidumbre de que nuestro sistema de garantías funciona también en los momentos más oscuros.

 

[1] STC 83/2016, vid. fundamento jurídico octavo.

Pandemia y Estado de Alarma

La crisis (o pandemia) de salud pública en la que estamos inmersos tiene múltiples efectos colaterales. En estos últimos días se está llamando a que el Gobierno declare el estado de alarma, como ya lo hizo en 2010 (RD 1676/2010, de 4 de diciembre) en la crisis del transporte aéreo derivada de los efectos de la huelga de controladores (un supuesto que nada tenía que ver con el actual). No cabe olvidar que el estado de alarma, aunque sea el más liviano en sus efectos, no deja de ser una situación de excepción constitucional. Y, por tanto, su adopción debe ser adoptada cuando se produzca una “alteración grave de la normalidad”, que puede darse, como expresamente recoge la legislación aplicable, en supuestos de “crisis sanitarias” (y se cita expresamente a las “epidemias”). En suma, la declaración del estado de alarma es una excepción a la normalidad constitucional como consecuencia de la gravedad de la situación (imposibilidad del mantenimiento de la normalidad por los poderes ordinarios de las autoridades competentes). En su declaración deben regir una serie de principios. No suspende la aplicación de derechos fundamentales, pero sí la adopción de medidas que limitan o restringen su ejercicio. Su afectación básica es a la modificación del ejercicio de las competencias ordinarias de las Administraciones y autoridades públicas. El propio Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de analizar y acotar el alcance del estado de alarma en la STC 83/2016, de 28 de abril.

En otras palabras, la excepción también es norma constitucional, si bien actúa sólo en determinadas circunstancias. La Constitución, por tanto, admite paréntesis o cesuras en sus efectos institucionales que juegan como excepción, para salvaguardarla o protegerla. Las quiebras de la normalidad constitucional siempre son, por definición, extraordinarias y transitorias, pues lo contrario significaría la propia negación de la idea constitucional.

La clave de cualquier excepción constitucional es que, como bien señalara Carl Schmitt, “el caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente”. Según este autor, la excepción constitucional “no se trata, por consiguiente, de una competencia”. Pero, a pesar de su contundencia, este autor no podía ocultar lo obvio: “La Constitución puede, a lo sumo, señalar quien está llamado a actuar en tal caso”. Por consiguiente, hay excepciones constitucionales que sí se anudan a una competencia o que sirven para anular transitoriamente esta. Y el estado de alarma puede ser una de ellas. Es aquí dónde los problemas aparecerán.

El debate puede parecer técnico, pero tiene implicaciones políticas innegables. Especialmente, en la realidad político-constitucional española. Pues quien declara el estado de alarma es el Gobierno a través de Real Decreto, dando cuenta de inmediato al Congreso de los Diputados, así como de los decretos que apruebe durante ese período. El control político de la Cámara no duerme, sino que debe permanecer plenamente activo, con la finalidad de evitar abusos gubernamentales. La separación de poderes está viva, pues lo contrario sería negar el vigor de la Constitución.

La declaración del estado de alarma puede ser sobre la integridad o parte del territorio nacional. En este último caso, si esa declaración se circunscribe exclusivamente a todo o parte de una Comunidad Autónoma, el Gobierno puede delegar en la Presidencia de la Comunidad Autónoma respectiva la condición de autoridad competente. Pero si el ámbito territorial de la declaración extralimita el territorio de una Comunidad Autónoma, la actual regulación (y la interpretación hasta la fecha del Tribunal Constitucional) conlleva que la autoridad competente para adoptar las medidas del estado de alerta es el Gobierno, quien centralizaría las decisiones. No parece, por tanto, caber una delegación múltiple ni en cadena, por lo cual cabe intuir que una declaración de estado de alarma despertará muchos recelos en ciertos ámbitos políticos en cuanto que tal declaración puede alterar de forma sustantiva, si bien transitoria, el orden constitucional de competencias establecido en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. Pero ese es su sentido y finalidad, sin perjuicio de que en su aplicación se pretenda cohonestar con las competencias autonómicas y locales, algo que no resultará sencillo de articular de forma efectiva, salvo que la actuación del Gobierno se limite a normar y no a ejecutar (aún así, autoridades, policías y funcionarios, quedan siempre “bajo las órdenes directas de la autoridad competente en cuanto sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares”; con lo que, cabe insistir, delegar la ejecución no resultará fácil).

Otro aspecto nada menor es la duración del estado de alarma, así como la intervención del Congreso de los Diputados en su prórroga. La duración del estado de alarma es de quince días. La competencia de declaración es exclusiva del Gobierno (dando cuenta e información al Congreso), pero la prórroga del estado de alarma requiere inexcusablemente la autorización del Congreso de los Diputados. Por tanto, la prórroga, según la interpretación del Tribunal Constitucional (de acuerdo con el Reglamento de la Cámara), se convierte en “elemento determinante del alcance, de las condiciones y de los términos de la misma, bien establecidos directamente por la propia Cámara, bien por expresa aceptación de los propuestos en la solicitud de prórroga, a los que necesariamente ha de estar el decreto que la declara”.

Dicho en términos más claros: el Gobierno es soberano para declarar el estado de alarma y fijar su alcance y medidas, pero no lo es para llevar a cabo la prórroga, que depende directamente de las mayorías del Congreso y de los condicionamientos (medidas) que los grupos parlamentarios puedan incluir en el desarrollo de esa prórroga. Por tanto, en una crisis como la actual, en la que su proyección temporal se puede extender varios meses, el Gobierno tiene sólo dos opciones: 1) Gestionar la crisis con sus propias competencias y las que le pueda otorgar la legalidad ordinaria, dentro de un marco de normalidad constitucional, dejando que sean las CCAA quienes adopten las medidas que, en ejercicio de sus atribuciones, les competan; 2) Declarar el estado de alarma que, ante su duración más allá de los quince días, deberá pactar necesariamente las condiciones de la prórroga con los grupos políticos (especialmente con sus apoyos parlamentarios en la investidura), algo que se muestra complejo de articular en algunos casos por la sencilla razón ya expuesta: el estado de alarma es un estado excepcional que quiebra, siquiera sea transitoriamente, la normalidad constitucional y, por tanto, el orden constitucional de reparto de competencias.

No se pregunten por qué el Gobierno sigue a estas horas deshojando la margarita. En lo expuesto brevemente tienen la respuesta. La solución no es políticamente fácil. Pero puede llegar tarde. Algunas Comunidades Autónomas se están así viendo empujadas a adoptar decisiones excepcionales amparadas en competencias materiales sustantivas sobre determinados ámbitos. Sin embargo, no cabe olvidar que determinadas medidas excepcionales, siempre que impliquen limitaciones o afectaciones a derechos y libertades, sólo se pueden adoptar constitucionalmente por el Gobierno mediante la declaración del estado de alarma, con la autorización del Congreso en caso de prórroga. Otra cosa es que, por parte del Gobierno central, se haga dejación de tales atribuciones o se mire hacia otro lado.

Cabrá tener por parte de todos (Gobierno y oposición, así como del resto de instituciones) cintura política y sentido de Estado para evitar que la pandemia termine no solo afectando a la población española y devastando los servicios públicos (en particular, aunque no solo, los sanitarios), sino que también se lleve por delante la credibilidad ya suficientemente deteriorada de nuestro sistema constitucional y el (hoy en día bajo) prestigio de la clase política. La responsabilidad ciudadana en esta gravísima crisis es importante, pero la de las instituciones (sean estatales, autonómicas o locales), gobernantes y partidos lo es mucho más. No perdamos de vista este aspecto.

Debate en Barcelona: la Constitución en tiempos de polarización ¿reinvindicación y reforma?

El jueves día 5 tuve la oportunidad de participar en el Colegio de Abogados de Barcelona de un coloquio organizado por Sociedad Civil Catalana con el título «La Constitución en tiempos de polarización: ¿Reivindicación o reforma»? sumamente interesante. Tuve el honor de compartir mesa con dos ex vicepresidentes del Tribunal Constitucional, Eugeni Gay Montalvo y Ramón Rodriguez Arribas moderados todos por  Francisco Javier Jurado, -cuyas inteligentes preguntas orientaron el debate- además de dos insignes juristas catalanes como Montserrat Nebrera y Pere Lluis Huguet. Para que se hagan una idea, estuvimos hablando dos horas y media y casi se nos hizo corto (por lo menos a los ponentes) de tan interesante que fue. Hay que tener en cuenta además que tanto Ramón como Eugeni estaban en el Tribunal Constitucional cuando la famosa sentencia del Estatut.

En resumen, el acto sirvió para hacer una reivindicación -tan necesaria hoy y especialmente en Cataluña- de nuestra Constitución y de la Transición española. Se destacó el enorme esfuerzo de consenso, su carácter avanzado y abierto y el hecho de que ha permitido la etapa más próspera y más libre de nuestra Historia. También que quienes hoy la atacan tienen intereses claros en su deslegitimación (populistas, separatistas) por razones puramente partidistas. Y por último que es fácil no apreciar lo que se tiene -una democracia avanzada- cuando no se ha luchado por conseguirlo y se ha nacido y vivido siempre en democracia. Quizás el hecho de que en Sociedad Civil Catalana incluso los más jóvenes sepan muy bien que la democracia y la convivencia son frágiles y que el totalitarismo acecha a la vuelta de la esquina les hace ser más conscientes del logro histórico de 1978.

No obstante, hubo un consenso en que la actual crisis institucional y territorial haría deseable una reforma del texto constitucional, para mejorar algunas cuestiones (la falta de utilidad del Senado, por ejemplo) que además permitiría que las nuevas generaciones conectasen emocionalmente con el pacto básico de nuestra convivencia. Pero lo hubo también en que en momentos de extrema polarización política como la que vivimos y de falta de acuerdos transversales entre partidos (a pesar de su evidente necesidad en temas que van desde la demografía  a la educación) es muy complicado iniciar un proceso de reforma constitucional. Que además podría tener un carácter involucionista, no lo olvidemos. No hace falta más que pensar en las propuestas de Vox de supresión de las Autonomías (tan garantizadas por la Constitución como la unidad territorial, no lo olvidemos) o en los separatistas que cuestionan el Estado mismo.

Pero teniendo en cuenta que nuestros representantes están muy lejos, desgraciadamente, de los que fueron protagonistas de la Transición a cuya generosidad y capacidad de acuerdo debemos tanto, la conclusión fue que merece la pena que desde la sociedad civil se empiece a hacer el esfuerzo que nuestros mayores hicieron en las postrimerías del franquismo.

Se trataría de alcanzar primero dichos acuerdos transversales en la sociedad para que después los políticos puedan trasladarlos después al ámbito de la reforma constitucional. Y en esta empresa será imprescindible gente extraordinaria y valiente como los compañeros de Sociedad Civil Catalana que conocen de primera mano el valor de lo que declara solemnemente el art.1º de nuestra Constitución: » España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.»

Para que así siga siendo por muchos años, todos debemos comprometernos en este proyecto, tan ilusionante y tan difícil hoy como hace 41 años.

 

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Prisión permanente revisable: una visión a favor

Dice el refranero que el tiempo lo cura todo. Y, hasta hace bien poco, también lo decía el sistema penal español. Una concepción fuertemente arraigada en la democracia española que, sin embargo, se vio alterada el 31 de marzo de 2015, con la publicación en el BOE de la modificación de la LO 10/7/1995, de 23 de noviembre. Con ella, además de otras medidas igualmente polémicas, se introdujo en el ordenamiento la Prisión Permanente Revisa (en adelante ‘PPR’) de acuerdo con la cual el tiempo, por sí solo, no puede curarlo todo. O esa es, al menos, la interpretación que he propuesto en Prisión permanente revisable. Una nueva perspectiva para apreciar su constitucionalidad en tanto que pena de liberación condicionada, publicado el pasado septiembre con la editorial Bosch Editor.

Para muchos, la incorporación de esta nueva institución en el acervo punitivo estatal supone un importante retroceso legislativo, una concesión al Derecho Penal del Enemigo, o una muestra de populismo punitivo. No obstante, y de acuerdo con mi parecer, muchas de estas críticas provienen de la incomprensión, de ver en la PPR una suerte de cadena perpetua algo maquillada para –digamos- “colársela” al Tribunal Constitucional. Ciertamente no conozco cuál fuera la intención efectiva de sus impulsores, ni si deseaban realmente revivir esta antigua pena. Sea como fuera, sostengo que es posible otra comprensión de la cuestión, viendo en la PPR un punto medio virtuoso entre los dos extremos en los que parece encausarse el debate. Por un lado, que cualesquiera que sean los delitos cometidos, la estancia en prisión es suficiente para enmendarlos –que el tiempo lo cura todo-, y por otro, que determinados actos son tan graves y nocivos para la sociedad que su autor no merece jamás una segunda oportunidad –que el tiempo no lo cura todo. Como expondré a continuación, existe una tercera vía más atractiva con la que sintetizar lo mejor de ambos mundos.   

El libro que presento está dividido en dos partes. Una primera de corte descriptivo en que repaso la historia de las penas perpetuas en el Derecho español moderno, detallo la compleja (y mejorable) regulación de la PPR, hago una pequeña comparativa con sus análogos europeos para acabar repasando la jurisprudencia nacional y comunitaria más relevante. En la segunda parte, de tipo filosófica, abordo el meollo de la cuestión: responder al consenso casi unánime de la doctrina de acuerdo con el cual la PPR sería, además de indeseable, inconstitucional. ¿Es así realmente? En esta ocasión querría centrarme en las tres críticas más repetidas, y a las que mayor espacio dedico en el texto: que la PPR es inhumana, no resocializadora e innecesaria y, por ende, contraria a la Constitución. 

En contra de la alegada inhumanidad cabe argumentar que, si una pena es de una naturaleza tal que no merezca el anterior reproche –como sería la pena de prisión-, entonces no se volverá inhumana cuando su finalización se condicione al cumplimiento de determinados requisitos, (siempre y cuando estos sean razonables, estén al alcance del reo y se hayan definido adecuadamente). En efecto, “imaginemos a un ladrón que hubiese sustraído una gran cantidad de dinero, joyas, arte etc. ¿La pena de prisión que se le impusiese se volvería inaceptable por el hecho de que se condicionase la liberación a la revelación del lugar donde escondiera su alijo (en el caso de que efectivamente existiese tal lugar)? ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta al asesino por condicionar su finalización a que el mismo revelase el lugar donde se enterró el cadáver y así permitir que la familia pudiese darle adecuada sepultura? (p.64-65)” ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta a un violador por condicionar su finalización a que este colaborase diligentemente con la víctima en sesiones psicoterapéuticas que pudieran ayudarla a superar el trauma sufrido? Ciertamente no lo parece. Ahora bien, más allá de estos ejemplos, ¿cuáles podrían ser estos criterios de liberación? Pasamos entonces a la segunda crítica.

No cabe duda que la actual legislación de la PPR adolece de problemas muy sustanciales, tal y como destaca acertadamente López* (2018). Sin embargo, ello no implica que no sea posible abordar esta cuestión con más rigor y acierto, en particular, en lo que atañe a los criterios de revisión, hoy centrados en variables cuestionables como la situación familiar y social del reo, sus antecedentes o las circunstancias del delito. Pues bien, si aquello que nos preocupa es atender al mandato del art. 25.2 CE nada mejor que exigir como condición de liberación con la que acceder a una segunda oportunidad, precisamente, el habérsela ganado. ¿Cómo? Esforzándose en reparar o aliviar el daño cometido –ya sea mediante la socorrida responsabilidad civil o, mucho más interesante, mediante medidas de justicia restaurativa- y, muy importante, haberse reinsertado efectivamente, es decir, gozar de un pronóstico de escasa peligrosidad. De este modo, el perdón social no se ofrecería a cambio del mero paso del tiempo, sino que debería ser ganado por el propio reo lo que, a su vez, le ofrecería una posibilidad real de redención, daría cumplimiento al mandato constitucional y aumentaría la seguridad pública. 

Llegamos entonces a la tercera crítica habitual con que descalificar a la PPR: su alegada futilidad. Así se argumenta que, en contra de lo defendido en la Exposición de Motivos, con la PPR se habría dado un endurecimiento penal innecesario ya que, como es sabido, penas mayores raramente conllevan menos crímenes. Comparto tal principio, ahora bien, ¿acaso agota la prevención general todo el campo de la seguridad? Como ahora sugería, en el análisis de la PPR también hay que ponderar las ganancias que se obtengan desde el punto de vista de la prevención especial que, por razones obvias, son significativas. Y es que “A menos que uno postule la inexistencia de criminales irreformables (para algunos delitos) parece sensato –y necesario- que los Estados dispongan de los medios para hacerles frente […] A menos que uno considere que las medidas de libertad vigilada serán suficientes en todos los casos, debería concluirse que la PPR sí aumenta la seguridad (por la vía de la prevención especial negativa) y que, por tanto, no puede ser considerada una medida fútil. (p.111)”. Dicho de otro modo, sin la PPR debería liberarse a un preso (de homicidio, de secuestro, de violación etc.) aun cuando se supiera que volvería a reincidir –como ha sucedido en diversas ocasiones. En cambio, con la PPR esta sería una situación que, si bien no se eliminaría, sí podría reducirse significativamente. 

Introducía esta breve discusión hablando de extremos viciosos, ¿de qué modo ocupa la PPR el punto medio virtuoso? La PPR destaca por oponerse por igual a la idea de que existen actos imperdonables –i.e cadena perpetua o pena capital- como a su opuesta, esto es, que el tiempo lo cura todo -de modo que el confinamiento pasivo en prisión sea suficiente para volver a la vida en sociedad-.  Pues bien, bien entendida, la PPR “propone que el perdón siempre es posible, pero siempre y cuando uno se lo gane. Luego, con la PPR nadie se ve privado de una segunda oportunidad, ni tan siquiera aquellos que las hayan arrebatado todas de las formas más reprochables. Eso sí, esa segunda oportunidad no se regala, sino que se le pone un precio: haberse esforzado por minimizar el mal causado y haberse reformado hasta el punto de no constituir un grave peligro para la sociedad. (p.132)” Bien regulada y acompañada de los medios adecuados, esta nueva sanción puede convertirse en una herramienta muy versátil en la que combinar los distintos fines de la pena con más precisión y justeza de la que normalmente es posible. Analizada con detenimiento, y abstrayéndose de las connotaciones y los simbolismos que acompañan este debate, la PPR aparecerá como una medida en sintonía con los principios y valores que deben regir en una democracia avanzada. 

 

* LÓPEZ PEREGRÍN, C. (2018). “Más motivos para derogar la prisión permanente revisable”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, núm. 20-30, pp. 1-49.

Lealtad constitucional y separatismo (reproducción de la Tribuna de nuestro editor Ignacio Gomá Garcés en El Mundo)

(Ver la publicación original aquí)

 

Dos sentencias señalan la metamorfosis del cuasisofisticado nacionalismo catalán hacia formas más pedestres. En la primera, el Tribunal Constitucional anuló varios artículos de la reforma del Estatut que promovió Zapatero sin que nadie se lo pidiese y que fue permitida por el triunvirato socialista, nacionalista y verde a sabiendas de que sería declarada inconstitucional. En la segunda el Tribunal Supremo condenó a doce líderes separatistas por dar un golpe de Estado.

La primera sentencia sería utilizada como pretexto para alimentar la indignación que después permitiría poner en marcha el llamado procés, un proceso soberanista guiado por una hoja de ruta cuyo objetivo final era la independencia de Cataluña. Aquel dulce nacionalismo, carismático, paciente y pedigüeño, que usaba dos varas de medir pero que, como dice Savater, no llegaba a insoportable, mudó así de piel hasta convertirse en un movimiento separatista en constante y contumaz desafío al Estado.

No importaron las innumerables advertencias que entre 2014 y 2017 les fueron notificadas, porque los líderes separatistas siguieron adelante con un plan que en realidad no tenían agallas de cumplir: un referéndum repleto de épica pero desprovisto del rigor más elemental, una conmovedora DUI suspendida a los ocho segundos, otra DUI sin efectos vinculantes. Atrapados en un callejón sin salida, el de haber educado a su electorado en la desobediencia, siguieron hacia adelante hasta que la perpetración del golpe de Estado obligó a las autoridades a desactivar el plan por las malas.

Ahora la sentencia del procés abre una nueva etapa. Si en unos pocos años, y solamente por declarar inconstitucional lo que era inconstitucional, el independentismo llegó a abrazar la vía unilateral, la ilegalidad, el dominio del espacio público y el señalamiento al diferente, además de dar tímidas muestras de violencia, no hemos de dudar que, tras la condena de nueve líderes separatistas a más de nueve años de prisión, utilizará la sentencia del Tribunal Supremo como pretexto para la rebeldía, quién sabe en qué grado esta vez.

Por lo pronto, mezclando indebidamente cuestiones políticas con la ineludible aplicación del Derecho, desde la publicación de la sentencia se han provocado incendios, se han cortado carreteras y vías del tren y bloqueado aeropuertos; se han construido barricadas; se han lanzado objetos; se ha herido a centenares de agentes; y se ha atacado a varios ciudadanos.

A la vista de lo anterior, en las reuniones celebradas el pasado miércoles en Moncloa los principales líderes políticos instaron al Gobierno a la adopción de medidas como la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional o del artículo 155, o la declaración del estado de excepción en Cataluña. Pero, pese a su contundencia, dichas medidas tienen la desventaja del intrusismo: se conciben como una ilegítima intervención en su autonomía y utilizadas en un abuso injustificado de poder, lo cual, a su vez, genera tensión y más excusas para el victimismo. De nuevo no importa tanto que estas afirmaciones sean justas como que se perciban como tal.

El relato del independentismo apela a cuestiones emocionales que van más allá de la razón. Por ello, en esta nueva fase del conflicto catalán y salvo que lamentablemente se produzca una situación de urgencia que precise de una actuación rápida y contundente (en cuyo caso pudieran resultar necesarias algunas de las medidas anteriores), es preferible acudir a otras estrategias jurídicas al objeto de desmontar ese relato y de acelerar la caída de un conflicto que en todo caso irá cayendo por su propio peso.

La más eficaz pasa por recurrir al clásico divide et impera. Existe un dato a tomar en consideración: la mayoría de catalanes -incluso los independentistas- empieza a hartarse del cariz que están tomando las cosas en Cataluña. Es cierto, pero también que solamente lo hace en su fuero interno o, en todo caso, sin mucho aspaviento. Durante años, como una mancha de aceite, el independentismo ha ido desplegando en Cataluña lenta pero inexorablemente una ficción de consenso que hoy pocos se atreven a cuestionar. Mientras unos cuantos independentistas adoctrinan para la causa, el verdadero problema es que la mayoría calla. Y así los más ruidosos, los fanáticos, se invisten de autoridad, porque el silencio de los demás se la otorga -a sabiendas de que, en realidad, no existe tal consenso. Otro dato a tomar en consideración: en Cataluña se tiene la sensación de que enfrentarse al independentismo sale mucho más caro que enfrentarse al Estado, lo cual, al contrario, es recompensado social y profesionalmente.

Pues bien, es preciso invertir los términos, es decir, desmantelar esa ficción de consenso y garantizar que la deslealtad al Estado resulte más perjudicial que la sumisión al separatismo. A este respecto, la regulación de un principio de lealtad constitucional pudiera ser de utilidad.

Muchos se resisten a reconocer una cualidad militante a nuestra Constitución, pero lo cierto es que vivimos en un Estado casi federal acusado, sin embargo, por una enorme dispersión legislativa y ejecutiva y por la cesión de competencias importantísimas a diversas regiones sin pedir nada a cambio. Al margen de que dichos pactos sirvieran para investir a uno y otro presidente: ¿por qué el Estado cedió a Cataluña, por ejemplo, competencias en materia de justicia, prisiones, sanidad o hacienda sin asegurarse de que, por lo menos, las ejercerían de manera leal, y no para golpear al propio Estado, al cedente, con ellas?

El principio de lealtad constitucional tiene su fundamento en los de unidad, solidaridad interterritorial y autonomía que configuran el Estado autonómico y, por tanto, reivindicarlo no es otra cosa que reivindicar la Constitución, y los derechos y obligaciones que de ésta derivan: igualdad, libertad, unidad, dignidad, separación de poderes y solidaridad.

Las medidas concretas a adoptar son variadas, desde la consagración legal de la obligación de jurar o prometer acatar la Constitución para quienes acceden a un cargo público (en aplicación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) o la previsión de consecuencias jurídicas y económicas para aquellos organismos de la Administración que incumplan el mandato constitucional, hasta la imposición de sanciones a aquellos miembros de la función pública que obstaculicen por acción u omisión el cumplimiento de las leyes. En definitiva, la idea consiste en diseñar incentivos que sirvan al interés general y, a la vez, disponer dificultades para quienes pretendan entorpecer el cumplimiento de esos incentivos.

No se trata de dividir a la población catalana (ya está dividida), ni de convencer a los independentistas más creyentes de su error (sería inútil), ni a los constitucionalistas más convencidos de su acierto (sería innecesario), sino simplemente de dejar que el ideal romántico que enarbola el independentismo se dé de bruces con la realidad del ciudadano medio sin tiempo para revueltas posadolescentes, y desfallezca por sí mismo. Las penosas circunstancias han obligado a los mossos, antes indulgentes con los manifestantes, a dar el primer paso. Algunos comerciantes y unos pocos ciudadanos, hasta las narices de cargar con los costes de las protestas, también.

El independentismo sería apenas un estorbo si los que se oponen a él hiciesen el mismo ruido. Pero la aquiescencia de éstos, aunque cívica y muy comprensible, convierte a aquél en una inquietud permanente. A fin de convivir en paz, es indispensable adoptar medidas que apuesten no solamente por el restablecimiento del orden, sino también por la total desarticulación jurídica del separatismo, el mismo que enmudece injustamente a una parte de la sociedad catalana y se toma la justicia por su mano.

 

 

(Imagen: Alejandro García – EFE)

¿Reformar el artículo 99.5 de la Constitución? Opciones y riesgos

Pues la formación de gobierno se hará esperar. Esperemos que a septiembre, y no a diciembre o enero… Abruma bastante la posibilidad de una repetición electoral, como ocurrió en 2016. Y, ante las penosas carencias del arte del pacto entre quienes debieran ser sus mejores expertos, empiezan a alzarse voces que piden cambios constitucionales. Entre estas, se encuentra, la del propio Pedro Sánchez.

De las muchas propuestas que formuló, en su discurso como candidato a la investidura, apenas dedicó algo más de un minuto a su «primera oferta de pacto de Estado»: reformar el art. 99 de nuestra constitución, para, en sus propias palabras, «actualizarlo a la nueva realidad parlamentaria», a fin de que los ciudadanos nunca más debamos «sufrir la amenaza de una repetición electoral». Como argumentos favorables a un cambio constitucional cuyo sentido no concretó, trajo a colación que la Ley ya facilita la formación de los órganos del gobierno en ayuntamientos, en el Congreso de los Diputados y en «muchos Estatutos de Autonomía».

No es que fueran razones muy sólidas. Para empezar, resulta falaz poner en equivalencia al Gobierno, como titular del Poder Ejecutivo, Estatal o territorial, con el órgano de gobierno de una cámara legislativa. Las similitudes entre ambos entes terminan en la denominación «órgano de gobierno», que ni siquiera significa lo mismo en ambos casos.

También es bastante inexacto que «muchos Estatutos de Autonomía» favorezcan la formación del gobierno en las CCAA. Todos los Estatutos de autonomía contienen un precepto análogo al art. 99 CE, con la salvedad de los casos de Ceuta y Melilla cuyos Presidentes se eligen por el mismo procedimiento que los alcaldes y de Castilla la Mancha que, tras la reforma de su Estatuto (art. 14.5) por la LO 3/1997, establece que, si tras dos meses del primer debate fallido de investidura, ningún candidato alcanzada la mayoría simple, quedará investido presidente automáticamente el candidato del partido que tenga mayor número de escaños.

Mención aparte merecen Asturias y el País Vasco. Bien es cierto que en la investidura del Presidente del Principado y del Lendakari, en la segunda votación, sólo puede votarse a favor o abstención. Ahora bien, estas previsiones no se encuentran en sus Estatutos, sino, respectivamente, en el art. 3.2 Ley asturiana 5/1984, de 5 de julio, del Presidente y el Consejo de Gobierno de Principado de Asturias y el art. 165 in fine del Reglamento del Parlamento Vasco. Obiter dicta, sería interesante plantearse la validez constitucional de tales preceptos que, en cierto modo, defraudan la literalidad de los Estatutos de ambas autonomías, los cuales también mimetizan al art. 99 CE.

¿De qué modelos de reforma disponemos para el art. 99 CE? A mi modo de ver tres: a) Castilla La Mancha, b) una suerte de presidencialismo sui generis y c) lo que Duverger denominó semiparlamentarismo israelí.

La senda castellano manchega implicaría el nombramiento automático por el Rey, como Presidente del Gobierno, del candidato propuesto por el partido más votado a los dos meses de la primera investidura fallida. Ahora bien, un gobierno sin apoyo parlamentario transitaría el poder en la esterilidad legislativa, hasta que, cumplido el plazo de un año (art. 115.3 CE), su interés electoral le sugiriera la fecha de elecciones anticipadas.

En el art. 63.4 de la Ley Fundamental de Bonn, encontramos una alternativa más flexible. Dicho precepto faculta al Presidente alemán a elegir entre nombrar canciller al candidato más votado o, disolver el Bundestag a los quince días de la primera investidura fallida. En España, sin perjuicio de su ejecución formal por el Rey, esta decisión podría quedar en manos del Presidente del Congreso, siguiendo parcialmente la línea apuntada por Pérez Royo, contrario a la intervención de la Corona en el proceso de investidura. No está de más recordar que según relata Herrero de Miñón, en sus Memorias de Estío, la participación del Rey en la elección de nuestro jefe de Gobierno ni siquiera estaba prevista en un principio, siendo su vigente rol el resultado de una propuesta espontánea de Roca Junyent.

En cualquier caso, esta fórmula alemana no ofrece muchas más esperanzas que la manchega de esquivar comicios anticipados.

Respecto las opciones b) y c) ambas implicarían la elección directa del Presidente de Gobierno. Inaugurar en España un presidencialismo sui generis, en que conviviera un poder ejecutivo completamente independiente del legislativo, con un Rey como Jefatura de Estado independiente, exigiría una reforma constitucional radical del Título V además del art. 99 CE, para borrar de nuestro sistema la moción de censura (art. 113 CE) y el derecho de disolución anticipada del Presidente (art. 115 CE). A su vez habría que estudiar los términos del impeachment revocatorio y la conveniencia de un derecho de veto presidencial.

Los riesgos del modelo presidencialista son bien conocidos a cualquiera que siga un poco la política norteamericana: legislador y Gobierno se bloquean, de modo que Administración y Legislación se paralizan. Un Estado que carece de derechos sociales elementales, se lo puede permitir. Un Estado del Bienestar con alta intervención en la economía, difícilmente lo resistirá.

En cuanto al semiparlamentarismo, este régimen entró en vigor en Israel tras la reforma de 19 de marzo de 1992, de la Ley Fundamental del Gobierno de 1965 -Israel no tiene una constitución como tal, sino un total de 11 leyes fundamentales-. Así, se adoptó la elección directa del Primer Ministro, pese a mantener la figura separada de un Presidente elegido por la Knésset, con un rol de jefe de Estado ceremonial. La reforma perseguía facilitar la formación de gobierno en uno de los parlamentos más fragmentados del mundo, pero evitando las situaciones de bloqueo entre poder legislativo y ejecutivo propias del presidencialismo, cuando las tendencias políticas de ambos poderes difieren. Para ello, se puso a ambas instituciones en una situación de mutua dependencia, con ligera preferencia de parlamento, de modo que se convocaban elecciones a ambos poderes en caso de:

  • La disolución del Parlamento por el Primer Ministro.
  • La moción de censura aprobada por mayoría absoluta.
  • La autodisolución de la Knésset.
  • La no aprobación de los Presupuestos del Estado.
  • El rechazo del parlamento a aceptar la composición del gobierno propuesta por el Primer Ministro.

Y únicamente elecciones a Primer Ministro cuando:

  • La moción de censura era apoyada por dos tercios de la Knésset.
  • Si en 45 días el Primer Ministro no lograba presentar una propuesta de composición de gobierno.
  • Se produjera la dimisión, incapacidad, muerte del Primer Ministro o su condena por el Tribunal Supremo.

El éxito del sistema fue tal, que en 2001 ya se había restaurado la elección indirecta del jefe de Gobierno. No resolvió ninguno de los problemas que había y creó otros nuevos agravando la inestabilidad.

Una alternativa a modificar el art. 99 CE, es alterar nuestro régimen electoral. El ex President de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps ha defendido el paso a un congreso elegido por un sistema mayoritario, similar a nuestro senado o a la Cámara de los Comunes. Otras voces, como la del ahora senador, Rafael Hernando, apuntaron en alguna tertulia a una prima de diputados para la lista más votada, en términos análogos al modelo electoral Heleno, cuyo partido más votado recibe 50 diputados extras. Por su parte Ciudadanos ha planteado la posibilidad de dejar fuera del Congreso a los partidos nacionalistas aumentando la barrera electoral de un 3% a un 5% del voto.

Salvo la propuesta de Cs, habríamos de reformar los arts. 68 y 69 CE, además, de en todos los casos, la LO del Régimen Electoral General.

En todo caso, lectores estimados, a mi parecer nuestra constitución no es el problema, sino la orfandad absoluta de cultura de pactos. No le faltaba razón a Felipe González cuando dijo aquello de que íbamos a un sistema político italiano, sin italianos. ¿Cómo se cambia esto? Idealmente, persuadiendo al electorado de que no penalicemos el abandono del maximalismo en favor del acuerdo; así los partidos pactarán por interés -electoral. Pragmáticamente, penalizando pecuniariamente, en términos proporcionales a su representación, a las formaciones políticas cuando se den adelantos electorales del art. 99.5 CE; así los partidos pactarán por interés -no electoral.

Propuestas para un nuevo sistema de partidos políticos

Nuestra actual Constitución, votada en referéndum por las personas que tenían derecho a voto en diciembre de 1978, consagra en su artículo sexto el denominado “Estado de partidos”. Literalmente, el mencionado precepto de la carta magna proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

En el constitucionalismo contemporáneo, se considera que el “Estado de partidos” es la forma que adoptan los actuales Estados constitucionales, comprometidos con el principio democrático, garantista de la participación política, en los que los partidos políticos protagonizan prácticamente la totalidad de la actividad política, con el objetivo de superar períodos constitucionales anteriores en los que los partidos políticos no actuaban con relevancia electoral y parlamentaria.

Sobre la participación en la vida política, y la tensión ciudadanos/partidos políticos, el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973) elaboró el fundamento filosófico del “Estado de partidos” con esta reflexión: “es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, consiguientemente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan, en forma de partidos políticos, las voluntades coincidentes de los individuos. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”.

Varias décadas después, con la experiencia de observación de la actividad de los partidos políticos, y de su supuesto (y exigido por la actual Constitución) funcionamiento y estructura interna democráticas, creo que estamos ante una crisis del elaborado doctrinalmente y consagrado constitucionalmente “Estado de partidos” (políticos). Esa tesis de Hans Kelsen, y del constitucionalismo contemporáneo del pasado siglo, creo que está superada, y es poco democrática.

Estudios sociológicos reiterados señalan a dichas entidades políticas y a sus líderes como problemas para la ciudadanía, cuando deberían ser considerados parte de la solución a los problemas que padecemos. El reciente estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas del pasado mes de junio lo ha vuelto a poner de manifiesto. Además, las tasas de abstención electoral son otro elemento que nos lleva a plantearnos la duda sobre la efectividad de esa casi exclusividad, monopolio, en la representación política por parte de los partidos políticos.

Sin duda uno de los mayores problemas para la consideración como realmente democrático del actual sistema de partidos políticos es la ausencia aún de un sistema de listas abiertas, que posibilite a la ciudadanía realmente elegir a nuestros representantes. El sistema de primarias implantado progresivamente por los partidos políticos es sin duda un avance, pero vemos que en la práctica real no deja de ser una variante de las decisiones de las cúpulas de los partidos, e incluso directamente decisiones personales del dirigente máximo, pidiendo a posteriori que los afiliados o inscritos den o no el visto bueno, cuando no flagrantes incumplimientos de los supuestos de primarias que se aprueban en los documentos internos de los partidos políticos.

Se imponen reformas constitucionales para una mayor participación democrática. La ciudadanía, a título individual, la que no participa, ni quiere participar, en la vida interna de los partidos políticos, también tenemos derecho a ser relevantes en el sistema de representación política, pero no para decidir sobre opciones electorales cerradas y bloqueadas. Queremos votar, pero también, y sobre todo, queremos elegir a las personas concretas que serán nuestros representantes públicos en las instituciones democráticas.

En este final de la segunda década del siglo, los partidos políticos deben dejar de ser el monopolio de la vida política. Es un error su concepción de que representan en exclusiva la voluntad del pueblo. Las Constituciones del siglo XXI deben introducir en sus reformas mecanismos de participación política que sitúen a la persona en el centro del sistema democrático, con el objetivo de conseguir de nuevo la afección de la ciudadanía a la actividad política, tan necesaria para luchar por los objetivos del Estado social, con la igualdad real como fin último del constitucionalismo y de la democracia.

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