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La delgada línea entre alarma y excepción

Una de las afirmaciones más sorprendentes que se escucharon en el pleno del pasado miércoles en el Congreso de los Diputados vino de la mano de Pablo Casado, líder del Partido Popular. Apenas hubo comenzado su réplica al presidente del Gobierno, dejó caer que su grupo consideraba que las acciones adoptadas por el Gobierno en virtud del Decreto de estado de alarma iban más allá de lo legalmente permitido:

“Señor Sánchez, es usted el presidente del Gobierno (…) que más poder ha recibido de la oposición. Le hemos concedido las competencias extraordinarias de un estado de alarma, que ya es más un estado de excepción encubierto, pues afecta a la limitación de derechos fundamentales que no recoge la Constitución en la figura que hoy aprobamos. Por ese motivo, ni siquiera hemos presentado enmiendas al decreto, (…) porque ya ha excedido con creces su alcance constitucional. Aun así, hoy vamos a votar a favor por sentido de Estado”.

Vemos cómo, a su juicio, las medidas adoptadas por el Gobierno suponían una limitación tal de derechos que lo convertían en un estado de excepción encubierto. De ser esto cierto, nos hallaríamos pues ante unos hechos de enorme gravedad, dado que la regulación de las figuras de emergencia es enormemente restrictiva y busca que cualquiera de estas medidas tenga un nivel de escrutinio adecuado. Por ello, aplicar medidas propias del estado de excepción bajo un estado de alarma (que tiene un nivel de escrutinio inferior al del estado de excepción) supondría vulnerar los controles que impone la Ley para evitar que el Gobierno pueda actuar con arbitrariedad y pueda recortar derechos sin control.

Es menester preguntarse, en consecuencia, si no hubiera sido adecuado avanzar en la escala que supone el artículo 116 de la Constitución, y haber decretado el estado de excepción. Pero, para dar respuesta a esa pregunta, es necesario en primer término verificar si efectivamente las medidas adoptadas por el momento van más allá de lo legalmente previsto para el estado de alarma, y si es pues legítimo que el Gobierno extienda de esta manera el confinamiento a todas las funciones no esenciales.

En nuestro país, los “poderes de emergencia” se distribuyen en tres figuras (los estados de alarma, excepción y sitio, respectivamente), recogidos en el artículo 116 de la Constitución (complementado, entre otros, por el artículo 55.1, al que nos referiremos más adelante). Dentro de ese régimen, y a fin de desarrollar los tres estados de emergencia citados, el Gobierno de la UCD promulgó en la primera legislatura constitucional la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio.

En efecto, las crisis sanitarias “tales como epidemias” justifican la declaración del estado de alarma, tal y como ha sucedido en nuestro caso. Esta declaración confiere al ejecutivo ciertas facultades, entre las que podemos encontrar muchas de las medidas ya adoptadas. Destaca de entre ellas, además de que las autoridades civiles y la policía del territorio afectado por la situación de emergencia pasen a estar bajo las órdenes directas de la autoridad competente, la capacidad de “limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarla al cumplimiento de ciertos requisitos” a la que hacía referencia Casado. De hecho, esta es la base sobre la cual se han asentado todas las limitaciones al derecho de libre circulación de personas que hemos vivido en las últimas semanas.

La crítica que lanzó el líder del Partido Popular y que algunas voces de la doctrina secundan es que la limitación aprobada es tan amplia (al restringir tanto la libertad o los derechos de la ciudadanía), que nos encontraríamos ante un estado de excepción encubierto. En este punto, conviene detenernos en una de las principales diferencias entre el estado de alarma y el de excepción: en contraposición con el primero, el de excepción puede conllevar la suspensión de determinados derechos fundamentales. Entre ellos, posibilita la suspensión del derecho a la libre expresión y difusión de pensamientos, ideas y opiniones, el plazo máximo de detención preventiva, la inviolabilidad del domicilio, el secreto de las comunicaciones, la libertad de circulación, el derecho de reunión o el de huelga.

Esta cuestión dimana del artículo 55.1 de nuestra Constitución, del que se hizo eco el Tribunal Constitucional en la STC 83/2016, sobre el recurso de amparo presentado en su día por un nutrido grupo de controladores aéreos tras la declaración del primer estado de alarma en la historia democrática de nuestro país: “a diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” [1].

Esta es, pues, la incógnita que debe despejarse para dirimir si el Gobierno se ha excedido en las facultades que le brinda el estado de alarma: si las medidas adoptadas suponen una limitación en el ejercicio de los derechos o, por el contrario, una suspensión encubierta de los mismos. En resumen, y ciñéndonos a las palabras del líder del PP, el debate estriba fundamentalmente en el binomio limitación vs. suspensión.

¿Estaba entonces en lo cierto Pablo Casado al afirmar que se ha ido más allá de lo legalmente previsto para el estado de alarma? Lo cierto es que su aplicación en esta ocasión ha supuesto, como decíamos, la limitación de la libertad de circulación de las personas o libertad ambulatoria; requisas temporales y prestaciones personales obligatorias; y la adopción de determinadas medidas de contención en diversos ámbitos, tales como el educativo, económico o religioso. Por muy amplias que hayan sido las limitaciones o restricciones, ninguna ha comportado la suspensión de derechos fundamentales de los ciudadanos, tales como la libertad (artículo 17.1 CE), la libertad de circulación (artículo 19 CE) o el derecho de reunión (artículo 21 CE), que sí podrían verse afectados en un estado de excepción.

Por otro lado, las funciones de coordinación y el mando único establecido por el gobierno de Pedro Sánchez encajan con el estado de alarma tal y como está planteado en nuestra legislación. Y lo mismo sucede, a nuestro juicio, respecto del tejido económico y la propiedad privada. Por el momento, la intervención del gobierno en los medios productivos no ha ido más allá de llevar a cabo requisas e impartir órdenes a centros de producción (supuestos contemplados en el artículo 11 de la Ley 4/1981, que permite incluso la intervención transitoria de comercios e industrias). No se ha producido, a nuestro juicio, ninguna acción que requiera del estado de excepción en ese sentido: para que así fuese tendría que haberse llegado a la intervención de industrias o comercios, que la Ley 4/1981 sí vincula con el estado de excepción.

Cuestión distinta, sería, claro está, que un agravamiento de la situación (algo no descartable en absoluto) llevase al Gobierno a endurecer las medidas de confinamiento hasta el punto de suspender de forma efectiva el derecho a la libre circulación de ciudadanos que no desempeñen funciones consideradas como esenciales; o que el colapso del sistema sanitario llevase a una intervención más profunda en los medios de producción. Entonces sí cabría exigir del Gobierno que acudiese a las Cortes para solicitar que aprobasen la declaración del estado de excepción.

De cualquier modo, y si bien consideramos que la crítica vertida por el líder de la oposición yerra en el fondo de la cuestión, es importante recalcar que cualquier controversia que surja durante la aplicación de los estados de alarma o excepción debe ser examinada en profundidad y con rigor, por afectar gravemente al ejercicio de los derechos por parte de los ciudadanos. En ese sentido, incluso podría resultar positivo que el Tribunal Constitucional se pronunciase (a través de un recurso) acerca de las medidas incluidas en los decretos aprobados en las últimas semanas, y arrojase luz sobre los difusos límites entre alarma y excepción.

En el mismo pleno en el que Casado acusaba al Gobierno de llevar el estado de alarma al límite, Íñigo Errejón introducía su discurso parafraseando a Carl Schmitt, diciendo que “la norma no explica nada, (…) es la excepción la que lo explica todo”. Si así fuese, son estas horas excepcionales las que habrían de dar una medida de cuáles son los controles y garantías que operan en nuestro sistema constitucional. Por el momento, los límites previstos por el legislador no parecen haberse rebasado, pero esta crisis puede ser una oportunidad para revisitar nuestra legislación de emergencia, examinar cuáles han sido sus deficiencias operativas y trabajar para determinar cuáles son los límites en la acción gubernamental. Solo así garantizaremos que, cuando se produzca la tan ansiada regresión a la norma, los ciudadanos tengan la certidumbre de que nuestro sistema de garantías funciona también en los momentos más oscuros.

 

[1] STC 83/2016, vid. fundamento jurídico octavo.

Pandemia y Estado de Alarma

La crisis (o pandemia) de salud pública en la que estamos inmersos tiene múltiples efectos colaterales. En estos últimos días se está llamando a que el Gobierno declare el estado de alarma, como ya lo hizo en 2010 (RD 1676/2010, de 4 de diciembre) en la crisis del transporte aéreo derivada de los efectos de la huelga de controladores (un supuesto que nada tenía que ver con el actual). No cabe olvidar que el estado de alarma, aunque sea el más liviano en sus efectos, no deja de ser una situación de excepción constitucional. Y, por tanto, su adopción debe ser adoptada cuando se produzca una “alteración grave de la normalidad”, que puede darse, como expresamente recoge la legislación aplicable, en supuestos de “crisis sanitarias” (y se cita expresamente a las “epidemias”). En suma, la declaración del estado de alarma es una excepción a la normalidad constitucional como consecuencia de la gravedad de la situación (imposibilidad del mantenimiento de la normalidad por los poderes ordinarios de las autoridades competentes). En su declaración deben regir una serie de principios. No suspende la aplicación de derechos fundamentales, pero sí la adopción de medidas que limitan o restringen su ejercicio. Su afectación básica es a la modificación del ejercicio de las competencias ordinarias de las Administraciones y autoridades públicas. El propio Tribunal Constitucional tuvo la oportunidad de analizar y acotar el alcance del estado de alarma en la STC 83/2016, de 28 de abril.

En otras palabras, la excepción también es norma constitucional, si bien actúa sólo en determinadas circunstancias. La Constitución, por tanto, admite paréntesis o cesuras en sus efectos institucionales que juegan como excepción, para salvaguardarla o protegerla. Las quiebras de la normalidad constitucional siempre son, por definición, extraordinarias y transitorias, pues lo contrario significaría la propia negación de la idea constitucional.

La clave de cualquier excepción constitucional es que, como bien señalara Carl Schmitt, “el caso excepcional no se puede delimitar rigurosamente”. Según este autor, la excepción constitucional “no se trata, por consiguiente, de una competencia”. Pero, a pesar de su contundencia, este autor no podía ocultar lo obvio: “La Constitución puede, a lo sumo, señalar quien está llamado a actuar en tal caso”. Por consiguiente, hay excepciones constitucionales que sí se anudan a una competencia o que sirven para anular transitoriamente esta. Y el estado de alarma puede ser una de ellas. Es aquí dónde los problemas aparecerán.

El debate puede parecer técnico, pero tiene implicaciones políticas innegables. Especialmente, en la realidad político-constitucional española. Pues quien declara el estado de alarma es el Gobierno a través de Real Decreto, dando cuenta de inmediato al Congreso de los Diputados, así como de los decretos que apruebe durante ese período. El control político de la Cámara no duerme, sino que debe permanecer plenamente activo, con la finalidad de evitar abusos gubernamentales. La separación de poderes está viva, pues lo contrario sería negar el vigor de la Constitución.

La declaración del estado de alarma puede ser sobre la integridad o parte del territorio nacional. En este último caso, si esa declaración se circunscribe exclusivamente a todo o parte de una Comunidad Autónoma, el Gobierno puede delegar en la Presidencia de la Comunidad Autónoma respectiva la condición de autoridad competente. Pero si el ámbito territorial de la declaración extralimita el territorio de una Comunidad Autónoma, la actual regulación (y la interpretación hasta la fecha del Tribunal Constitucional) conlleva que la autoridad competente para adoptar las medidas del estado de alerta es el Gobierno, quien centralizaría las decisiones. No parece, por tanto, caber una delegación múltiple ni en cadena, por lo cual cabe intuir que una declaración de estado de alarma despertará muchos recelos en ciertos ámbitos políticos en cuanto que tal declaración puede alterar de forma sustantiva, si bien transitoria, el orden constitucional de competencias establecido en la Constitución y en los Estatutos de Autonomía. Pero ese es su sentido y finalidad, sin perjuicio de que en su aplicación se pretenda cohonestar con las competencias autonómicas y locales, algo que no resultará sencillo de articular de forma efectiva, salvo que la actuación del Gobierno se limite a normar y no a ejecutar (aún así, autoridades, policías y funcionarios, quedan siempre “bajo las órdenes directas de la autoridad competente en cuanto sea necesario para la protección de personas, bienes y lugares”; con lo que, cabe insistir, delegar la ejecución no resultará fácil).

Otro aspecto nada menor es la duración del estado de alarma, así como la intervención del Congreso de los Diputados en su prórroga. La duración del estado de alarma es de quince días. La competencia de declaración es exclusiva del Gobierno (dando cuenta e información al Congreso), pero la prórroga del estado de alarma requiere inexcusablemente la autorización del Congreso de los Diputados. Por tanto, la prórroga, según la interpretación del Tribunal Constitucional (de acuerdo con el Reglamento de la Cámara), se convierte en “elemento determinante del alcance, de las condiciones y de los términos de la misma, bien establecidos directamente por la propia Cámara, bien por expresa aceptación de los propuestos en la solicitud de prórroga, a los que necesariamente ha de estar el decreto que la declara”.

Dicho en términos más claros: el Gobierno es soberano para declarar el estado de alarma y fijar su alcance y medidas, pero no lo es para llevar a cabo la prórroga, que depende directamente de las mayorías del Congreso y de los condicionamientos (medidas) que los grupos parlamentarios puedan incluir en el desarrollo de esa prórroga. Por tanto, en una crisis como la actual, en la que su proyección temporal se puede extender varios meses, el Gobierno tiene sólo dos opciones: 1) Gestionar la crisis con sus propias competencias y las que le pueda otorgar la legalidad ordinaria, dentro de un marco de normalidad constitucional, dejando que sean las CCAA quienes adopten las medidas que, en ejercicio de sus atribuciones, les competan; 2) Declarar el estado de alarma que, ante su duración más allá de los quince días, deberá pactar necesariamente las condiciones de la prórroga con los grupos políticos (especialmente con sus apoyos parlamentarios en la investidura), algo que se muestra complejo de articular en algunos casos por la sencilla razón ya expuesta: el estado de alarma es un estado excepcional que quiebra, siquiera sea transitoriamente, la normalidad constitucional y, por tanto, el orden constitucional de reparto de competencias.

No se pregunten por qué el Gobierno sigue a estas horas deshojando la margarita. En lo expuesto brevemente tienen la respuesta. La solución no es políticamente fácil. Pero puede llegar tarde. Algunas Comunidades Autónomas se están así viendo empujadas a adoptar decisiones excepcionales amparadas en competencias materiales sustantivas sobre determinados ámbitos. Sin embargo, no cabe olvidar que determinadas medidas excepcionales, siempre que impliquen limitaciones o afectaciones a derechos y libertades, sólo se pueden adoptar constitucionalmente por el Gobierno mediante la declaración del estado de alarma, con la autorización del Congreso en caso de prórroga. Otra cosa es que, por parte del Gobierno central, se haga dejación de tales atribuciones o se mire hacia otro lado.

Cabrá tener por parte de todos (Gobierno y oposición, así como del resto de instituciones) cintura política y sentido de Estado para evitar que la pandemia termine no solo afectando a la población española y devastando los servicios públicos (en particular, aunque no solo, los sanitarios), sino que también se lleve por delante la credibilidad ya suficientemente deteriorada de nuestro sistema constitucional y el (hoy en día bajo) prestigio de la clase política. La responsabilidad ciudadana en esta gravísima crisis es importante, pero la de las instituciones (sean estatales, autonómicas o locales), gobernantes y partidos lo es mucho más. No perdamos de vista este aspecto.

Debate en Barcelona: la Constitución en tiempos de polarización ¿reinvindicación y reforma?

El jueves día 5 tuve la oportunidad de participar en el Colegio de Abogados de Barcelona de un coloquio organizado por Sociedad Civil Catalana con el título “La Constitución en tiempos de polarización: ¿Reivindicación o reforma”? sumamente interesante. Tuve el honor de compartir mesa con dos ex vicepresidentes del Tribunal Constitucional, Eugeni Gay Montalvo y Ramón Rodriguez Arribas moderados todos por  Francisco Javier Jurado, -cuyas inteligentes preguntas orientaron el debate- además de dos insignes juristas catalanes como Montserrat Nebrera y Pere Lluis Huguet. Para que se hagan una idea, estuvimos hablando dos horas y media y casi se nos hizo corto (por lo menos a los ponentes) de tan interesante que fue. Hay que tener en cuenta además que tanto Ramón como Eugeni estaban en el Tribunal Constitucional cuando la famosa sentencia del Estatut.

En resumen, el acto sirvió para hacer una reivindicación -tan necesaria hoy y especialmente en Cataluña- de nuestra Constitución y de la Transición española. Se destacó el enorme esfuerzo de consenso, su carácter avanzado y abierto y el hecho de que ha permitido la etapa más próspera y más libre de nuestra Historia. También que quienes hoy la atacan tienen intereses claros en su deslegitimación (populistas, separatistas) por razones puramente partidistas. Y por último que es fácil no apreciar lo que se tiene -una democracia avanzada- cuando no se ha luchado por conseguirlo y se ha nacido y vivido siempre en democracia. Quizás el hecho de que en Sociedad Civil Catalana incluso los más jóvenes sepan muy bien que la democracia y la convivencia son frágiles y que el totalitarismo acecha a la vuelta de la esquina les hace ser más conscientes del logro histórico de 1978.

No obstante, hubo un consenso en que la actual crisis institucional y territorial haría deseable una reforma del texto constitucional, para mejorar algunas cuestiones (la falta de utilidad del Senado, por ejemplo) que además permitiría que las nuevas generaciones conectasen emocionalmente con el pacto básico de nuestra convivencia. Pero lo hubo también en que en momentos de extrema polarización política como la que vivimos y de falta de acuerdos transversales entre partidos (a pesar de su evidente necesidad en temas que van desde la demografía  a la educación) es muy complicado iniciar un proceso de reforma constitucional. Que además podría tener un carácter involucionista, no lo olvidemos. No hace falta más que pensar en las propuestas de Vox de supresión de las Autonomías (tan garantizadas por la Constitución como la unidad territorial, no lo olvidemos) o en los separatistas que cuestionan el Estado mismo.

Pero teniendo en cuenta que nuestros representantes están muy lejos, desgraciadamente, de los que fueron protagonistas de la Transición a cuya generosidad y capacidad de acuerdo debemos tanto, la conclusión fue que merece la pena que desde la sociedad civil se empiece a hacer el esfuerzo que nuestros mayores hicieron en las postrimerías del franquismo.

Se trataría de alcanzar primero dichos acuerdos transversales en la sociedad para que después los políticos puedan trasladarlos después al ámbito de la reforma constitucional. Y en esta empresa será imprescindible gente extraordinaria y valiente como los compañeros de Sociedad Civil Catalana que conocen de primera mano el valor de lo que declara solemnemente el art.1º de nuestra Constitución: ” España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.”

Para que así siga siendo por muchos años, todos debemos comprometernos en este proyecto, tan ilusionante y tan difícil hoy como hace 41 años.

 

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Prisión permanente revisable: una visión a favor

Dice el refranero que el tiempo lo cura todo. Y, hasta hace bien poco, también lo decía el sistema penal español. Una concepción fuertemente arraigada en la democracia española que, sin embargo, se vio alterada el 31 de marzo de 2015, con la publicación en el BOE de la modificación de la LO 10/7/1995, de 23 de noviembre. Con ella, además de otras medidas igualmente polémicas, se introdujo en el ordenamiento la Prisión Permanente Revisa (en adelante ‘PPR’) de acuerdo con la cual el tiempo, por sí solo, no puede curarlo todo. O esa es, al menos, la interpretación que he propuesto en Prisión permanente revisable. Una nueva perspectiva para apreciar su constitucionalidad en tanto que pena de liberación condicionada, publicado el pasado septiembre con la editorial Bosch Editor.

Para muchos, la incorporación de esta nueva institución en el acervo punitivo estatal supone un importante retroceso legislativo, una concesión al Derecho Penal del Enemigo, o una muestra de populismo punitivo. No obstante, y de acuerdo con mi parecer, muchas de estas críticas provienen de la incomprensión, de ver en la PPR una suerte de cadena perpetua algo maquillada para –digamos- “colársela” al Tribunal Constitucional. Ciertamente no conozco cuál fuera la intención efectiva de sus impulsores, ni si deseaban realmente revivir esta antigua pena. Sea como fuera, sostengo que es posible otra comprensión de la cuestión, viendo en la PPR un punto medio virtuoso entre los dos extremos en los que parece encausarse el debate. Por un lado, que cualesquiera que sean los delitos cometidos, la estancia en prisión es suficiente para enmendarlos –que el tiempo lo cura todo-, y por otro, que determinados actos son tan graves y nocivos para la sociedad que su autor no merece jamás una segunda oportunidad –que el tiempo no lo cura todo. Como expondré a continuación, existe una tercera vía más atractiva con la que sintetizar lo mejor de ambos mundos.   

El libro que presento está dividido en dos partes. Una primera de corte descriptivo en que repaso la historia de las penas perpetuas en el Derecho español moderno, detallo la compleja (y mejorable) regulación de la PPR, hago una pequeña comparativa con sus análogos europeos para acabar repasando la jurisprudencia nacional y comunitaria más relevante. En la segunda parte, de tipo filosófica, abordo el meollo de la cuestión: responder al consenso casi unánime de la doctrina de acuerdo con el cual la PPR sería, además de indeseable, inconstitucional. ¿Es así realmente? En esta ocasión querría centrarme en las tres críticas más repetidas, y a las que mayor espacio dedico en el texto: que la PPR es inhumana, no resocializadora e innecesaria y, por ende, contraria a la Constitución. 

En contra de la alegada inhumanidad cabe argumentar que, si una pena es de una naturaleza tal que no merezca el anterior reproche –como sería la pena de prisión-, entonces no se volverá inhumana cuando su finalización se condicione al cumplimiento de determinados requisitos, (siempre y cuando estos sean razonables, estén al alcance del reo y se hayan definido adecuadamente). En efecto, “imaginemos a un ladrón que hubiese sustraído una gran cantidad de dinero, joyas, arte etc. ¿La pena de prisión que se le impusiese se volvería inaceptable por el hecho de que se condicionase la liberación a la revelación del lugar donde escondiera su alijo (en el caso de que efectivamente existiese tal lugar)? ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta al asesino por condicionar su finalización a que el mismo revelase el lugar donde se enterró el cadáver y así permitir que la familia pudiese darle adecuada sepultura? (p.64-65)” ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta a un violador por condicionar su finalización a que este colaborase diligentemente con la víctima en sesiones psicoterapéuticas que pudieran ayudarla a superar el trauma sufrido? Ciertamente no lo parece. Ahora bien, más allá de estos ejemplos, ¿cuáles podrían ser estos criterios de liberación? Pasamos entonces a la segunda crítica.

No cabe duda que la actual legislación de la PPR adolece de problemas muy sustanciales, tal y como destaca acertadamente López* (2018). Sin embargo, ello no implica que no sea posible abordar esta cuestión con más rigor y acierto, en particular, en lo que atañe a los criterios de revisión, hoy centrados en variables cuestionables como la situación familiar y social del reo, sus antecedentes o las circunstancias del delito. Pues bien, si aquello que nos preocupa es atender al mandato del art. 25.2 CE nada mejor que exigir como condición de liberación con la que acceder a una segunda oportunidad, precisamente, el habérsela ganado. ¿Cómo? Esforzándose en reparar o aliviar el daño cometido –ya sea mediante la socorrida responsabilidad civil o, mucho más interesante, mediante medidas de justicia restaurativa- y, muy importante, haberse reinsertado efectivamente, es decir, gozar de un pronóstico de escasa peligrosidad. De este modo, el perdón social no se ofrecería a cambio del mero paso del tiempo, sino que debería ser ganado por el propio reo lo que, a su vez, le ofrecería una posibilidad real de redención, daría cumplimiento al mandato constitucional y aumentaría la seguridad pública. 

Llegamos entonces a la tercera crítica habitual con que descalificar a la PPR: su alegada futilidad. Así se argumenta que, en contra de lo defendido en la Exposición de Motivos, con la PPR se habría dado un endurecimiento penal innecesario ya que, como es sabido, penas mayores raramente conllevan menos crímenes. Comparto tal principio, ahora bien, ¿acaso agota la prevención general todo el campo de la seguridad? Como ahora sugería, en el análisis de la PPR también hay que ponderar las ganancias que se obtengan desde el punto de vista de la prevención especial que, por razones obvias, son significativas. Y es que “A menos que uno postule la inexistencia de criminales irreformables (para algunos delitos) parece sensato –y necesario- que los Estados dispongan de los medios para hacerles frente […] A menos que uno considere que las medidas de libertad vigilada serán suficientes en todos los casos, debería concluirse que la PPR sí aumenta la seguridad (por la vía de la prevención especial negativa) y que, por tanto, no puede ser considerada una medida fútil. (p.111)”. Dicho de otro modo, sin la PPR debería liberarse a un preso (de homicidio, de secuestro, de violación etc.) aun cuando se supiera que volvería a reincidir –como ha sucedido en diversas ocasiones. En cambio, con la PPR esta sería una situación que, si bien no se eliminaría, sí podría reducirse significativamente. 

Introducía esta breve discusión hablando de extremos viciosos, ¿de qué modo ocupa la PPR el punto medio virtuoso? La PPR destaca por oponerse por igual a la idea de que existen actos imperdonables –i.e cadena perpetua o pena capital- como a su opuesta, esto es, que el tiempo lo cura todo -de modo que el confinamiento pasivo en prisión sea suficiente para volver a la vida en sociedad-.  Pues bien, bien entendida, la PPR “propone que el perdón siempre es posible, pero siempre y cuando uno se lo gane. Luego, con la PPR nadie se ve privado de una segunda oportunidad, ni tan siquiera aquellos que las hayan arrebatado todas de las formas más reprochables. Eso sí, esa segunda oportunidad no se regala, sino que se le pone un precio: haberse esforzado por minimizar el mal causado y haberse reformado hasta el punto de no constituir un grave peligro para la sociedad. (p.132)” Bien regulada y acompañada de los medios adecuados, esta nueva sanción puede convertirse en una herramienta muy versátil en la que combinar los distintos fines de la pena con más precisión y justeza de la que normalmente es posible. Analizada con detenimiento, y abstrayéndose de las connotaciones y los simbolismos que acompañan este debate, la PPR aparecerá como una medida en sintonía con los principios y valores que deben regir en una democracia avanzada. 

 

* LÓPEZ PEREGRÍN, C. (2018). “Más motivos para derogar la prisión permanente revisable”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, núm. 20-30, pp. 1-49.

Lealtad constitucional y separatismo (reproducción de la Tribuna de nuestro editor Ignacio Gomá Garcés en El Mundo)

(Ver la publicación original aquí)

 

Dos sentencias señalan la metamorfosis del cuasisofisticado nacionalismo catalán hacia formas más pedestres. En la primera, el Tribunal Constitucional anuló varios artículos de la reforma del Estatut que promovió Zapatero sin que nadie se lo pidiese y que fue permitida por el triunvirato socialista, nacionalista y verde a sabiendas de que sería declarada inconstitucional. En la segunda el Tribunal Supremo condenó a doce líderes separatistas por dar un golpe de Estado.

La primera sentencia sería utilizada como pretexto para alimentar la indignación que después permitiría poner en marcha el llamado procés, un proceso soberanista guiado por una hoja de ruta cuyo objetivo final era la independencia de Cataluña. Aquel dulce nacionalismo, carismático, paciente y pedigüeño, que usaba dos varas de medir pero que, como dice Savater, no llegaba a insoportable, mudó así de piel hasta convertirse en un movimiento separatista en constante y contumaz desafío al Estado.

No importaron las innumerables advertencias que entre 2014 y 2017 les fueron notificadas, porque los líderes separatistas siguieron adelante con un plan que en realidad no tenían agallas de cumplir: un referéndum repleto de épica pero desprovisto del rigor más elemental, una conmovedora DUI suspendida a los ocho segundos, otra DUI sin efectos vinculantes. Atrapados en un callejón sin salida, el de haber educado a su electorado en la desobediencia, siguieron hacia adelante hasta que la perpetración del golpe de Estado obligó a las autoridades a desactivar el plan por las malas.

Ahora la sentencia del procés abre una nueva etapa. Si en unos pocos años, y solamente por declarar inconstitucional lo que era inconstitucional, el independentismo llegó a abrazar la vía unilateral, la ilegalidad, el dominio del espacio público y el señalamiento al diferente, además de dar tímidas muestras de violencia, no hemos de dudar que, tras la condena de nueve líderes separatistas a más de nueve años de prisión, utilizará la sentencia del Tribunal Supremo como pretexto para la rebeldía, quién sabe en qué grado esta vez.

Por lo pronto, mezclando indebidamente cuestiones políticas con la ineludible aplicación del Derecho, desde la publicación de la sentencia se han provocado incendios, se han cortado carreteras y vías del tren y bloqueado aeropuertos; se han construido barricadas; se han lanzado objetos; se ha herido a centenares de agentes; y se ha atacado a varios ciudadanos.

A la vista de lo anterior, en las reuniones celebradas el pasado miércoles en Moncloa los principales líderes políticos instaron al Gobierno a la adopción de medidas como la aplicación de la Ley de Seguridad Nacional o del artículo 155, o la declaración del estado de excepción en Cataluña. Pero, pese a su contundencia, dichas medidas tienen la desventaja del intrusismo: se conciben como una ilegítima intervención en su autonomía y utilizadas en un abuso injustificado de poder, lo cual, a su vez, genera tensión y más excusas para el victimismo. De nuevo no importa tanto que estas afirmaciones sean justas como que se perciban como tal.

El relato del independentismo apela a cuestiones emocionales que van más allá de la razón. Por ello, en esta nueva fase del conflicto catalán y salvo que lamentablemente se produzca una situación de urgencia que precise de una actuación rápida y contundente (en cuyo caso pudieran resultar necesarias algunas de las medidas anteriores), es preferible acudir a otras estrategias jurídicas al objeto de desmontar ese relato y de acelerar la caída de un conflicto que en todo caso irá cayendo por su propio peso.

La más eficaz pasa por recurrir al clásico divide et impera. Existe un dato a tomar en consideración: la mayoría de catalanes -incluso los independentistas- empieza a hartarse del cariz que están tomando las cosas en Cataluña. Es cierto, pero también que solamente lo hace en su fuero interno o, en todo caso, sin mucho aspaviento. Durante años, como una mancha de aceite, el independentismo ha ido desplegando en Cataluña lenta pero inexorablemente una ficción de consenso que hoy pocos se atreven a cuestionar. Mientras unos cuantos independentistas adoctrinan para la causa, el verdadero problema es que la mayoría calla. Y así los más ruidosos, los fanáticos, se invisten de autoridad, porque el silencio de los demás se la otorga -a sabiendas de que, en realidad, no existe tal consenso. Otro dato a tomar en consideración: en Cataluña se tiene la sensación de que enfrentarse al independentismo sale mucho más caro que enfrentarse al Estado, lo cual, al contrario, es recompensado social y profesionalmente.

Pues bien, es preciso invertir los términos, es decir, desmantelar esa ficción de consenso y garantizar que la deslealtad al Estado resulte más perjudicial que la sumisión al separatismo. A este respecto, la regulación de un principio de lealtad constitucional pudiera ser de utilidad.

Muchos se resisten a reconocer una cualidad militante a nuestra Constitución, pero lo cierto es que vivimos en un Estado casi federal acusado, sin embargo, por una enorme dispersión legislativa y ejecutiva y por la cesión de competencias importantísimas a diversas regiones sin pedir nada a cambio. Al margen de que dichos pactos sirvieran para investir a uno y otro presidente: ¿por qué el Estado cedió a Cataluña, por ejemplo, competencias en materia de justicia, prisiones, sanidad o hacienda sin asegurarse de que, por lo menos, las ejercerían de manera leal, y no para golpear al propio Estado, al cedente, con ellas?

El principio de lealtad constitucional tiene su fundamento en los de unidad, solidaridad interterritorial y autonomía que configuran el Estado autonómico y, por tanto, reivindicarlo no es otra cosa que reivindicar la Constitución, y los derechos y obligaciones que de ésta derivan: igualdad, libertad, unidad, dignidad, separación de poderes y solidaridad.

Las medidas concretas a adoptar son variadas, desde la consagración legal de la obligación de jurar o prometer acatar la Constitución para quienes acceden a un cargo público (en aplicación de la jurisprudencia del Tribunal Constitucional) o la previsión de consecuencias jurídicas y económicas para aquellos organismos de la Administración que incumplan el mandato constitucional, hasta la imposición de sanciones a aquellos miembros de la función pública que obstaculicen por acción u omisión el cumplimiento de las leyes. En definitiva, la idea consiste en diseñar incentivos que sirvan al interés general y, a la vez, disponer dificultades para quienes pretendan entorpecer el cumplimiento de esos incentivos.

No se trata de dividir a la población catalana (ya está dividida), ni de convencer a los independentistas más creyentes de su error (sería inútil), ni a los constitucionalistas más convencidos de su acierto (sería innecesario), sino simplemente de dejar que el ideal romántico que enarbola el independentismo se dé de bruces con la realidad del ciudadano medio sin tiempo para revueltas posadolescentes, y desfallezca por sí mismo. Las penosas circunstancias han obligado a los mossos, antes indulgentes con los manifestantes, a dar el primer paso. Algunos comerciantes y unos pocos ciudadanos, hasta las narices de cargar con los costes de las protestas, también.

El independentismo sería apenas un estorbo si los que se oponen a él hiciesen el mismo ruido. Pero la aquiescencia de éstos, aunque cívica y muy comprensible, convierte a aquél en una inquietud permanente. A fin de convivir en paz, es indispensable adoptar medidas que apuesten no solamente por el restablecimiento del orden, sino también por la total desarticulación jurídica del separatismo, el mismo que enmudece injustamente a una parte de la sociedad catalana y se toma la justicia por su mano.

 

 

(Imagen: Alejandro García – EFE)

¿Reformar el artículo 99.5 de la Constitución? Opciones y riesgos

Pues la formación de gobierno se hará esperar. Esperemos que a septiembre, y no a diciembre o enero… Abruma bastante la posibilidad de una repetición electoral, como ocurrió en 2016. Y, ante las penosas carencias del arte del pacto entre quienes debieran ser sus mejores expertos, empiezan a alzarse voces que piden cambios constitucionales. Entre estas, se encuentra, la del propio Pedro Sánchez.

De las muchas propuestas que formuló, en su discurso como candidato a la investidura, apenas dedicó algo más de un minuto a su “primera oferta de pacto de Estado”: reformar el art. 99 de nuestra constitución, para, en sus propias palabras, “actualizarlo a la nueva realidad parlamentaria”, a fin de que los ciudadanos nunca más debamos “sufrir la amenaza de una repetición electoral”. Como argumentos favorables a un cambio constitucional cuyo sentido no concretó, trajo a colación que la Ley ya facilita la formación de los órganos del gobierno en ayuntamientos, en el Congreso de los Diputados y en “muchos Estatutos de Autonomía”.

No es que fueran razones muy sólidas. Para empezar, resulta falaz poner en equivalencia al Gobierno, como titular del Poder Ejecutivo, Estatal o territorial, con el órgano de gobierno de una cámara legislativa. Las similitudes entre ambos entes terminan en la denominación “órgano de gobierno”, que ni siquiera significa lo mismo en ambos casos.

También es bastante inexacto que “muchos Estatutos de Autonomía” favorezcan la formación del gobierno en las CCAA. Todos los Estatutos de autonomía contienen un precepto análogo al art. 99 CE, con la salvedad de los casos de Ceuta y Melilla cuyos Presidentes se eligen por el mismo procedimiento que los alcaldes y de Castilla la Mancha que, tras la reforma de su Estatuto (art. 14.5) por la LO 3/1997, establece que, si tras dos meses del primer debate fallido de investidura, ningún candidato alcanzada la mayoría simple, quedará investido presidente automáticamente el candidato del partido que tenga mayor número de escaños.

Mención aparte merecen Asturias y el País Vasco. Bien es cierto que en la investidura del Presidente del Principado y del Lendakari, en la segunda votación, sólo puede votarse a favor o abstención. Ahora bien, estas previsiones no se encuentran en sus Estatutos, sino, respectivamente, en el art. 3.2 Ley asturiana 5/1984, de 5 de julio, del Presidente y el Consejo de Gobierno de Principado de Asturias y el art. 165 in fine del Reglamento del Parlamento Vasco. Obiter dicta, sería interesante plantearse la validez constitucional de tales preceptos que, en cierto modo, defraudan la literalidad de los Estatutos de ambas autonomías, los cuales también mimetizan al art. 99 CE.

¿De qué modelos de reforma disponemos para el art. 99 CE? A mi modo de ver tres: a) Castilla La Mancha, b) una suerte de presidencialismo sui generis y c) lo que Duverger denominó semiparlamentarismo israelí.

La senda castellano manchega implicaría el nombramiento automático por el Rey, como Presidente del Gobierno, del candidato propuesto por el partido más votado a los dos meses de la primera investidura fallida. Ahora bien, un gobierno sin apoyo parlamentario transitaría el poder en la esterilidad legislativa, hasta que, cumplido el plazo de un año (art. 115.3 CE), su interés electoral le sugiriera la fecha de elecciones anticipadas.

En el art. 63.4 de la Ley Fundamental de Bonn, encontramos una alternativa más flexible. Dicho precepto faculta al Presidente alemán a elegir entre nombrar canciller al candidato más votado o, disolver el Bundestag a los quince días de la primera investidura fallida. En España, sin perjuicio de su ejecución formal por el Rey, esta decisión podría quedar en manos del Presidente del Congreso, siguiendo parcialmente la línea apuntada por Pérez Royo, contrario a la intervención de la Corona en el proceso de investidura. No está de más recordar que según relata Herrero de Miñón, en sus Memorias de Estío, la participación del Rey en la elección de nuestro jefe de Gobierno ni siquiera estaba prevista en un principio, siendo su vigente rol el resultado de una propuesta espontánea de Roca Junyent.

En cualquier caso, esta fórmula alemana no ofrece muchas más esperanzas que la manchega de esquivar comicios anticipados.

Respecto las opciones b) y c) ambas implicarían la elección directa del Presidente de Gobierno. Inaugurar en España un presidencialismo sui generis, en que conviviera un poder ejecutivo completamente independiente del legislativo, con un Rey como Jefatura de Estado independiente, exigiría una reforma constitucional radical del Título V además del art. 99 CE, para borrar de nuestro sistema la moción de censura (art. 113 CE) y el derecho de disolución anticipada del Presidente (art. 115 CE). A su vez habría que estudiar los términos del impeachment revocatorio y la conveniencia de un derecho de veto presidencial.

Los riesgos del modelo presidencialista son bien conocidos a cualquiera que siga un poco la política norteamericana: legislador y Gobierno se bloquean, de modo que Administración y Legislación se paralizan. Un Estado que carece de derechos sociales elementales, se lo puede permitir. Un Estado del Bienestar con alta intervención en la economía, difícilmente lo resistirá.

En cuanto al semiparlamentarismo, este régimen entró en vigor en Israel tras la reforma de 19 de marzo de 1992, de la Ley Fundamental del Gobierno de 1965 -Israel no tiene una constitución como tal, sino un total de 11 leyes fundamentales-. Así, se adoptó la elección directa del Primer Ministro, pese a mantener la figura separada de un Presidente elegido por la Knésset, con un rol de jefe de Estado ceremonial. La reforma perseguía facilitar la formación de gobierno en uno de los parlamentos más fragmentados del mundo, pero evitando las situaciones de bloqueo entre poder legislativo y ejecutivo propias del presidencialismo, cuando las tendencias políticas de ambos poderes difieren. Para ello, se puso a ambas instituciones en una situación de mutua dependencia, con ligera preferencia de parlamento, de modo que se convocaban elecciones a ambos poderes en caso de:

  • La disolución del Parlamento por el Primer Ministro.
  • La moción de censura aprobada por mayoría absoluta.
  • La autodisolución de la Knésset.
  • La no aprobación de los Presupuestos del Estado.
  • El rechazo del parlamento a aceptar la composición del gobierno propuesta por el Primer Ministro.

Y únicamente elecciones a Primer Ministro cuando:

  • La moción de censura era apoyada por dos tercios de la Knésset.
  • Si en 45 días el Primer Ministro no lograba presentar una propuesta de composición de gobierno.
  • Se produjera la dimisión, incapacidad, muerte del Primer Ministro o su condena por el Tribunal Supremo.

El éxito del sistema fue tal, que en 2001 ya se había restaurado la elección indirecta del jefe de Gobierno. No resolvió ninguno de los problemas que había y creó otros nuevos agravando la inestabilidad.

Una alternativa a modificar el art. 99 CE, es alterar nuestro régimen electoral. El ex President de la Generalitat Valenciana, Francisco Camps ha defendido el paso a un congreso elegido por un sistema mayoritario, similar a nuestro senado o a la Cámara de los Comunes. Otras voces, como la del ahora senador, Rafael Hernando, apuntaron en alguna tertulia a una prima de diputados para la lista más votada, en términos análogos al modelo electoral Heleno, cuyo partido más votado recibe 50 diputados extras. Por su parte Ciudadanos ha planteado la posibilidad de dejar fuera del Congreso a los partidos nacionalistas aumentando la barrera electoral de un 3% a un 5% del voto.

Salvo la propuesta de Cs, habríamos de reformar los arts. 68 y 69 CE, además, de en todos los casos, la LO del Régimen Electoral General.

En todo caso, lectores estimados, a mi parecer nuestra constitución no es el problema, sino la orfandad absoluta de cultura de pactos. No le faltaba razón a Felipe González cuando dijo aquello de que íbamos a un sistema político italiano, sin italianos. ¿Cómo se cambia esto? Idealmente, persuadiendo al electorado de que no penalicemos el abandono del maximalismo en favor del acuerdo; así los partidos pactarán por interés -electoral. Pragmáticamente, penalizando pecuniariamente, en términos proporcionales a su representación, a las formaciones políticas cuando se den adelantos electorales del art. 99.5 CE; así los partidos pactarán por interés -no electoral.

Propuestas para un nuevo sistema de partidos políticos

Nuestra actual Constitución, votada en referéndum por las personas que tenían derecho a voto en diciembre de 1978, consagra en su artículo sexto el denominado “Estado de partidos”. Literalmente, el mencionado precepto de la carta magna proclama que “los partidos políticos expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política. Su creación y el ejercicio de su actividad son libres dentro del respeto a la Constitución y a la ley. Su estructura interna y funcionamiento deberán ser democráticos”.

En el constitucionalismo contemporáneo, se considera que el “Estado de partidos” es la forma que adoptan los actuales Estados constitucionales, comprometidos con el principio democrático, garantista de la participación política, en los que los partidos políticos protagonizan prácticamente la totalidad de la actividad política, con el objetivo de superar períodos constitucionales anteriores en los que los partidos políticos no actuaban con relevancia electoral y parlamentaria.

Sobre la participación en la vida política, y la tensión ciudadanos/partidos políticos, el jurista austriaco Hans Kelsen (1881-1973) elaboró el fundamento filosófico del “Estado de partidos” con esta reflexión: “es patente que el individuo aislado carece por completo de existencia política positiva por no poder ejercer ninguna influencia efectiva en la formación de la voluntad del Estado y que, consiguientemente, la democracia sólo es posible cuando los individuos, a fin de lograr una actuación sobre la voluntad colectiva, se reúnen en organizaciones definidas por diversos fines políticos; de tal manera que entre el individuo y el Estado se interpongan aquellas colectividades que agrupan, en forma de partidos políticos, las voluntades coincidentes de los individuos. Sólo por ofuscación o dolo puede sostenerse la posibilidad de la democracia sin partidos políticos. La democracia, necesaria e inevitablemente, requiere un Estado de partidos”.

Varias décadas después, con la experiencia de observación de la actividad de los partidos políticos, y de su supuesto (y exigido por la actual Constitución) funcionamiento y estructura interna democráticas, creo que estamos ante una crisis del elaborado doctrinalmente y consagrado constitucionalmente “Estado de partidos” (políticos). Esa tesis de Hans Kelsen, y del constitucionalismo contemporáneo del pasado siglo, creo que está superada, y es poco democrática.

Estudios sociológicos reiterados señalan a dichas entidades políticas y a sus líderes como problemas para la ciudadanía, cuando deberían ser considerados parte de la solución a los problemas que padecemos. El reciente estudio del Centro de Investigaciones Sociológicas del pasado mes de junio lo ha vuelto a poner de manifiesto. Además, las tasas de abstención electoral son otro elemento que nos lleva a plantearnos la duda sobre la efectividad de esa casi exclusividad, monopolio, en la representación política por parte de los partidos políticos.

Sin duda uno de los mayores problemas para la consideración como realmente democrático del actual sistema de partidos políticos es la ausencia aún de un sistema de listas abiertas, que posibilite a la ciudadanía realmente elegir a nuestros representantes. El sistema de primarias implantado progresivamente por los partidos políticos es sin duda un avance, pero vemos que en la práctica real no deja de ser una variante de las decisiones de las cúpulas de los partidos, e incluso directamente decisiones personales del dirigente máximo, pidiendo a posteriori que los afiliados o inscritos den o no el visto bueno, cuando no flagrantes incumplimientos de los supuestos de primarias que se aprueban en los documentos internos de los partidos políticos.

Se imponen reformas constitucionales para una mayor participación democrática. La ciudadanía, a título individual, la que no participa, ni quiere participar, en la vida interna de los partidos políticos, también tenemos derecho a ser relevantes en el sistema de representación política, pero no para decidir sobre opciones electorales cerradas y bloqueadas. Queremos votar, pero también, y sobre todo, queremos elegir a las personas concretas que serán nuestros representantes públicos en las instituciones democráticas.

En este final de la segunda década del siglo, los partidos políticos deben dejar de ser el monopolio de la vida política. Es un error su concepción de que representan en exclusiva la voluntad del pueblo. Las Constituciones del siglo XXI deben introducir en sus reformas mecanismos de participación política que sitúen a la persona en el centro del sistema democrático, con el objetivo de conseguir de nuevo la afección de la ciudadanía a la actividad política, tan necesaria para luchar por los objetivos del Estado social, con la igualdad real como fin último del constitucionalismo y de la democracia.

Las adscripciones en la Audiencia Nacional tras los nombramientos anulados. El Rey Sol gobierna a los jueces.

La Sala de Apelaciones de la Audiencia Nacional comenzó a funcionar el 1 de junio de 2017. Su creación respondía a las reiteradas llamadas de atención de las instituciones europeas en orden a que debía existir una segunda instancia real en la Audiencia Nacional. La particular estructura de la casación española implica que el Tribunal Supremo no puede revisar los hechos que la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional considera probados en sentencia, por lo que la Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) fue reformada y la nueva Sala de Apelaciones se constituyó como esa segunda instancia.

Se crearon tres plazas en la Sala de Apelaciones; una de ellas, la del presidente, debía ser cubierta por nombramiento discrecional del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ) en concurso de méritos. Las otras dos plazas vacantes serían cubiertas por concurso de traslado ordinario.

El CGPJ publicó el 24 de abril de 2017 el acuerdo de convocatoria de 6 de abril para cubrir las dos plazas; y el acuerdo que resolvió la convocatoria fue adoptado por la Comisión Permanente del CGPJ el 17 de mayo de 2017. Se acordaba en él el nombramiento de Eloy Velasco y de Enrique López.

La simple mención de sus nombres basta de presentación, pues les precede en el mundo jurídico la fama de ser magistrados próximos al PP, con lo que esto pueda significar —que no se sabe muy bien qué es—, ni qué clase de resoluciones se puede esperar de ellos, pero sí que tienen la simpatía del PP porque fueron nombrados con anterioridad para cargos públicos con el apoyo de este partido político.

La sentencia de la Sección Sexta de la Sala Tercera del Tribunal Supremo del pasado 3 de abril de 2019 desestima el recurso interpuesto contra el acuerdo de convocatoria, pero estima el recurso contra el acuerdo de nombramiento de los magistrados Eloy Velasco y Enrique López, interpuesto por los magistrados Manuela Fernández y Carlos Valle, por entender que el GGPJ había realizado una interpretación errónea del artículo 330.7 de la Ley Orgánica del Poder Judicial, que fija los requisitos para asignar este tipo de plazas. El Tribunal Supremo reprochaba al CGPJ que solo había valorado el mérito de haber superado las pruebas de promoción de juez a magistrado para los órdenes civil y penal, pero no el mérito de haber superado las pruebas de especialización convocadas por acuerdo del Pleno del CGPJ de 30 de julio de 2011. Y debía haberlo hecho.

La sentencia del alto tribunal ordenaba al CGPJ dictar un nuevo acuerdo “nombrando para ocupar las plazas de magistrado de la Sala de Apelación de la Audiencia Nacional convocadas a los magistrados con mayor antigüedad de entre aquellos solicitantes en quienes concurre alguno de los requisitos a que se refiere el artículo 37.2 del Reglamento de la Carrera Judicial, haber superado las pruebas de especialización, convocadas por acuerdo del  Pleno del Consejo General del Poder Judicial de 30 de julio de 2011, o las pruebas de promoción de juez a magistrado para los órdenes civil y penal”.

No ordenaba al CGPJ adoptar un concreto acuerdo sobre los dos magistrados con nombramiento anulado, sino que se limitaba a declarar el acuerdo de 17 de mayo de 2017 contrario a Derecho en la parte impugnada y a retrotraer las actuaciones al momento anterior al nombramiento. Por eso, al expulsar del ordenamiento el acuerdo de 17 de mayo de 2017, y ordenar la aplicación del art. 37.2 del Reglamento de forma correcta, Eloy Velasco y Enrique López recuperaron la situación jurídica en la que se encontraban antes del acuerdo, es decir, la derivada de sus destinos de origen, para someterse de nuevo, junto a los 31 aspirantes restantes que concursaron, a una nueva valoración bajo la perspectiva de la valoración de los méritos de especialización tanto como de los de promoción, de manera que los dos magistrados podían seguir siendo los mejores aspirantes. O no.

En ejecución de esta sentencia, la Permanente del CGPJ de 16 de mayo de 2019 concluyó que los mejores aspirantes eran otros y acabó nombrando magistrados de la Sala de Apelación a Ángel Hurtado y a Manuela Fernández, por ser quienes tenían mejor número de escalafón entre los que superaron las citadas pruebas de especialización y habían comunicado que mantenían la petición efectuada en el concurso de traslado en el que se anunciaron las dos plazas.

Hasta aquí llega la ejecución del fallo en sus propios términos. El pronunciamiento del CGPJ acerca de la situación en la que deben quedar Eloy Velasco y Enrique López podría vulnerar la intangibilidad del fallo e incurrir en una actuación no ajustada a Derecho, según se sugiere por algunas voces autorizadas, porque va más allá de la estricta ejecución.

Sin embargo, no todo es blanco o negro.

Podría entenderse que lo único que hace el CGPJ es seguir la doctrina del Tribunal Supremo en procesos selectivos de funcionarios de carrera, cuando estos ven sus nombramientos anulados como consecuencia de recursos interpuestos por otros aspirantes y sin que quepa reprocharles la causa de la anulación (vg.STS 18 de enero de 2012, 17 de junio de 2014, 24 y 29 de septiembre de 2014, 8 de octubre de 2014, 15 de diciembre de 2014, 22 de abril de 2015 y 29 de junio de 2015). Son casos en los que se mantiene como funcionarios a quienes ya se hallaban en esa situación al estimarse el recurso, por razones de seguridad jurídica.

El CGPJ habría acordado el 16 de mayo de 2019 mantener a los dos magistrados inicialmente nombrados en el puesto en el que se encontraban cuando se produjo la anulación, siguiendo esta doctrina jurisprudencial aplicada a los funcionarios.

Pero hay quienes consideran que el CGPJ, simplemente, se debía haber limitado a nombrar a los dos nuevos magistrados con mejor derecho y dejar que la anulación del nombramiento de Eloy Velasco y de Enrique López surtiera el efecto de toda nulidad: volver a la situación anterior. El problema de hallarse sendas plazas de origen cubiertas se debería haber resuelto sin que el CGPJ se inmiscuyera, dejando que se aplicara el régimen legal de la nulidad y la adscripción.

La fórmula de la adscripción obedece a que la gestión del CGPJ desde hace años solapa los concursos de traslado de los jueces. Haremos en este punto un breve excurso para explicarla. Antes incluso de que se publique en el BOE el Real Decreto de nombramiento de los magistrados que han concursado en el último concurso de traslado, el CGPJ publica en el BOE la convocatoria para la cobertura de las plazas que esos magistrados van a dejar vacantes. Es un tren en marcha que no se detiene para que suban o bajen los pasajeros, de forma que, si en alguno de los concursos de traslado un magistrado recurre el nombramiento de quien cree que tiene peor derecho que él y le acaba dando el Tribunal Supremo la razón, el recurrente obtendrá la plena satisfacción de su derecho, pero el magistrado cuyo nombramiento se haya anulado años después de tomar posesión en el nuevo destino encontrará que ya no puede regresar a su plaza de origen porque está cubierta.

La dificultad podría evitarse si la Sala Tercera del Tribunal Supremo adoptara como medida cautelarísima suspender la toma de posesión del magistrado cuyo nombramiento se recurre y que este no abandone su plaza, de tal manera que la convocatoria de cobertura de esa vacante también quedara suspendida, pero las contadas veces que algún magistrado se ha atrevido a solicitar esa medida ha sido denegada por el Tribunal Supremo. Por tanto, esa gestión tan acelerada de los concursos, que permite obtener un positivo dinamismo en los traslados de los magistrados, tiene como contrapartida que los posibles errores cometidos por el CGPJ se subsanan de una forma singular e incompleta, que exige una adscripción.

Los jueces cuyo nombramiento es anulado quedan en la situación de adscritos hasta que puedan concursar y ganar una plaza en concurso. La condición de adscrito se define como la asignación, de modo temporal y sin plaza, de un juez a un órgano judicial, tal como se regula la figura en el antiguo art. 118 de la LOPJ para cubrir vacantes producidas por magistrados en servicios especiales a los que se reserva en propiedad la plaza, pero se saca la plaza a concurso de provisión ordinario y el nuevo magistrado la ocupa mientras el titular no se reincorpora. Decía el precepto que, en caso de reincorporación antes de lo esperado, el nuevo magistrado queda adscrito al Tribunal colegiado en el que se hubiera producido la reserva o, si se tratase de un Juzgado, a disposición del presidente del Tribunal Superior de Justicia correspondiente.

Explicada la adscripción, volvamos al caso. Si antes de ser nombrados para la Sala de Apelaciones, uno era magistrado de la Sala de lo Penal y otro era magistrado con destino en el Juzgado de Instrucción nº 6 de la propia Audiencia Nacional, la anulación judicial no producía el efecto inmediato de regresar a estas plazas de origen porque ya estaban cubiertas.

Ante esta situación provocada por el devenir solapado de concursos, cabían dos soluciones: o bien la adscripción al órgano judicial de origen entendiendo la anulación judicial como una nulidad y retroacción en sentido propio, de forma que Velasco quedaría adscrito al presidente de la Audiencia Nacional por aplicación analógica del art. 118.2 LOPJ —con el que concursó a la plaza, por cierto, allá por el año 2008 (BOE de 29/4/08)— y López al presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional; o bien la adscripción al órgano judicial de destino en el momento de la anulación, también por aplicación analógica del régimen del art. 118 LOPJ.

Por tanto, la segunda cuestión que se alza es que, según la ejecución que se considere adecuada a Derecho, será distinto el órgano que tiene competencia para decidir la adscripción. Si se le da el tratamiento de una nulidad pura y simple, debe decidir la adscripción el presidente de la Audiencia Nacional (Eloy Velasco) y el presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional (Enrique López), o bien el presidente de la Sala de Apelaciones; pero, si se ejecuta como una nulidad con aplicación de jurisprudencia sobre casos análogos de funcionarios, debe decidir el CGPJ.

Así las cosas, quienes sostienen que no procedía ejecutar de modo extensivo la sentencia de 3 de abril de 2019 tienen motivos para recelar que el CGPJ haya adoptado una postura, particularmente, activa en orden a decidir sobre el destino de los dos magistrados.

Asimismo, reprochan al CGPJ ejercer esta potestad en contra del interés de la administración de justicia porque es desproporcionado asignar dos magistrados más a una Sala de Apelaciones, que ya queda conformada con Fernández, Hurtado y el presidente, teniendo en cuenta que la Sala dicta de media dieciocho sentencias al año. A este respecto, siendo la carga de trabajo de la Sala de lo Penal y de los juzgados de instrucción mucho mayor, haberlos adscrito al puesto de origen de refuerzo podría haber sido una solución más razonable y ajustada a las circunstancias, decisión que quizá hubiera adoptado el presidente de la Audiencia Nacional o de la Sala de lo Penal o de la Sala de Apelaciones, si el CGPJ no les hubiera sustraído la competencia.

En cualquier caso, se esté ante una apariencia de parcialidad o ante una mera forma de ejecución, una cuestión que causa extrañeza es que el CGPJ no haya fijado un plazo límite a esa adscripción. Anunciadas en el siguiente concurso de traslado las dos plazas de Fernández y Hurtado en la Sala de lo Penal, lo lógico sería que Velasco y López optaran a ellas para conseguir plaza en propiedad. Pero, al quedar adscritos sin límite temporal, que es tanto como decir hasta que ellos quieran, si para ellos resulta más cómodo dictar dieciocho sentencias entre cinco magistrados cada año, puede que elijan quedarse y no concursar.

Hasta sería lógico que así actuaran. Se trata de afrontar menos trabajo y mucho más cómodo que el que asumirían en aquellas plazas que salen a concurso. Por eso, se mire como se mire, la pregunta que surge de forma espontánea es si la Permanente del CGPJ los ha querido favorecer.

Aunque la respuesta fuera positiva, lo grave no es esto sino que el favoritismo connotado no se limitaría a estas dos plazas, sino que, sin salir de la Sala de Apelaciones, se extendería al presidente de la Audiencia Nacional, que pertenece a otra asociación judicial diferente a la de los dos magistrados anteriores. El hecho de que el CGPJ no haya sacado a concurso de méritos desde el 1 de junio de 2017 la plaza de presidente de la Sala de Apelaciones permite a José Ramón Navarro, presidente de la Audiencia Nacional, actuar como presidente de la Sala de Apelaciones y dictar sentencias, lo que le facilita en un futuro postularse a magistrado del Tribunal Supremo. Por tanto, como la Plataforma Cívica por la Independencia Judicial, sistemáticamente, ha denunciado, subyace a las decisiones del CGPJ algo más estructural y profundo que la corrupción jurídica por mera afinidad ideológica o política, pues sus decisiones evidencian un régimen clientelar que funciona como mecanismo de carrera.

Si se introdujera la carrera horizontal como modo de promoción en el puesto, nada de esto ocurriría, porque los magistrados 1036 y 1035 del escalafón ganarían tanto como les permitiera su categoría y nivel, en condiciones de igualdad con los demás que los hubieran alcanzado; y el resto de los magistrados habríamos sido espectadores de este concurso sin apreciar intereses espurios en llegar a la Sala de Apelaciones… Siempre que la carga de trabajo estuviera mejor repartida, claro.

En cuanto a alcanzar el Tribunal Supremo, la carrera horizontal permitiría que no solo José Ramón Navarro sino todos los magistrados del último escalón e igual competencia, demostrada en la evaluación del desempeño, pudieran postularse a la plaza, de manera que no sería necesario que el CGPJ entrara en estas maniobras que se parecen a la devolución de un favor.

Podemos culpar de lo sucedido a la mecánica de concatenación de concursos del CGPJ, a la praxis del Tribunal Supremo de no aceptar medidas cautelarísimas de carácter suspensivo y a la doctrina del Tribunal Supremo sobre ejecución de nulidades en procesos selectivos de funcionarios por seguridad jurídica, y es posible que una de ellas o todas sean la causa de esta adscripción que tanta alarma ha causado, pero el análisis jurídico no mitiga la turbadora sensación de que el CGPJ se sale siempre con la suya. Aquí lo hemos visto: aun estimándose el recurso interpuesto ante los tribunales por un aspirante, sus nombramientos conservan eficacia revestidos de apariencia de legalidad.

La conclusión es frustrante, pues, como si de un monarca absolutista se tratara, el CGPJ reina sobre sus gobernados y ejecuta lo que es contrario a la ley sin verdadero control. Muchas cosas se hacen mal porque las personas se equivocan, pero, si el CGPJ no está gobernando de manera conforme a Derecho desde hace años, o el control político distorsiona, o la discrecionalidad sobra, o falta carrera.

 

Haz click aquí para leer la sentencia del 3 de abril de 2019.

#JuicioProcés: la malversación y la suspensión de los diputados procesados

La pasada semana en el Juicio del Procés asistimos a la práctica de diversas pruebas periciales sobre la “malversación”: la más extensa y relevante, la de las cuatro funcionarias del Ministerio de Hacienda sobre los gastos públicos incurridos en la preparación y ejecución de la consulta ilegal del 1-O.

Los gastos públicos que debían realizarse o comprometerse para la realización del referéndum que convocaron los integrantes del gobierno, se refieren fundamentalmente a los relativos al desarrollo de la campaña de registro de catalanes en el extranjero para la emisión de su voto, los relativos a la campaña de publicidad y difusión del referéndum, los referidos al suministro de papeletas, al censo electoral y a las citaciones a personas integrantes de las mesas electorales, realizados por Unipost, así como los gastos incurridos por la participación de observadores internacionales y por el uso de Centros docentes públicos como locales de votación.

Aunque el centro de estos gastos se sitúa en las Consejerías de Presidencia, Economía y Hacienda y Exteriores, es decir, bajo el ámbito de competencia de Turull, Junqueras y Romeva, la acusación -por los tipos que veremos- se dirige contra todos los miembros del Gobierno de la Generalitat. Y ello porque, al igual que sucede con el tipo de rebelión, en la instrucción de la Causa Especial se ha considerado que la realización conjunta del hecho implica que cada coautor colabore en una aportación objetiva y causalmente eficaz dirigida a la consecución del fin conjunto, sin que sea necesario que cada partícipe realice todos los actos materiales integradores del núcleo del tipo, pues a la realización de éste se llega por la agregación de las diversas aportaciones de quienes se integran en el plan común, siempre que se trate de aportaciones decisivas. En este sentido, como razonó el Juez Llarena, el hecho de que los gastos deriven de la consecución de un objetivo para el que se concertaron todos los miembros del Gobierno y que todos ellos en su conjunto impulsaron con la aprobación del Decreto 139/2017, de convocatoria del referéndum, habiendo formalizado además -a propuesta del vicepresidente y de los consejeros de Presidencia y de Asuntos Institucionales y Exteriores-, un Acuerdo específico en el que todos ellos autorizaban a los diferentes departamentos para que realizaran las acciones y contrataciones necesarias para la realización del referéndum, asumiendo la responsabilidad colegiada y solidaria, puede entrañar una responsabilidad compartida en la desatención del interés al que estaban afectos los caudales públicos, con independencia de las partidas contables tras las que se ocultó el desembolso y el concreto departamento contra cuyo presupuesto se hizo descansar cada uno de los parciales desembolsos en los que se fracciona el total del gasto. Sobre este punto, el acuerdo por el que todos los Consejeros asumían “responsabilidad colegiada y solidaria”, compareció como testigo el Letrado-Jefe de la Asesoría Jurídica del Departamento de Gobernación, quien afirmó el carácter puramente político del acuerdo y su irrelevancia jurídico-administrativa sobre la base del artículo 8 de la Ley 40/2015, cuando dispone que la competencia es irrenunciable y se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia, de donde se pretende extraer la irresponsabilidad de los Consejeros cuando los gastos no se relacionaban con su ámbito material, pese a haber suscrito el citado acuerdo.

Los tipos penales por los que se acusa son diferentes: en el caso de los acusados por delito de rebelión, están acusados por el artículo 473.2 del Código Penal, que establece como tipo agravado de rebelión el haber “distraído los caudales públicos de su legítima inversión”.

En el caso de los ex Consejeros Mundó, Borrás y Vila, están acusados por delito de malversación. Hasta la reforma del Código Penal de 2015, el delito se restringía a quien “con ánimo de lucro, sustrajere” o facilitare a otro la sustracción de “los caudales o efectos públicos que tenga a su cargo”. Pero a raíz de la consulta del 9-N abarca una conducta más amplia: la de la “administración desleal”, y castiga ahora a quien teniendo “facultades para administrar un patrimonio ajeno”, lo haga “excediéndose en las mismas” (artículos 432 y 252 del Código Penal).

Las funcionarias han cuantificado los gastos acreditados en 917.600 euros. En realidad, la cuantía concreta no es relevante para la tipicidad de los hechos, no afecta a su calificación: lo que determina que, en el caso de los acusados por malversación, se impondría la pena de cuatro a ocho años en prisión en su mitad superior, pudiéndose llegar a la superior en grado (artículo 432.3). Y, en el caso, de los acusados por rebelión, el artículo 473.2 establece una agravación de la pena, el artículo es una agravación de la pena y su reclamación se ha dejado para los procedimientos contables ante el Tribunal de Cuentas.

Las cuatro peritas, que informaron sobre aspectos jurídico-presupuestarios y contables, pusieron en la sesión del miércoles en apuros a la defensa, que previamente trató de impugnar, de modo extemporáneo, la práctica de esta prueba. Las funcionarias afirmaron haber realizado una “búsqueda de la verdad material” de aquellas “actuaciones de la Generalitat vinculadas con el 1-O” que supusieran un “perjuicio al patrimonio público”, con independencia del reflejo formal del encargo y de las vicisitudes de la factura. Todas ellas dejaron claro que la prestación de un servicio por un tercero implica una contracción de gasto público porque “una vez se ha prestado el servicio, el patrimonio ya está disminuido”. “El perjuicio para la Hacienda Pública no es cuando se paga, que es totalmente irrelevante, indiferente y absolutamente inocuo, sino cuando se entiende realizado el gasto, que es el reconocimiento de la obligación o con la prestación del servicio”, explicó una perita con claridad literaria. Es decir, matizó otra técnica, lo importante es si se ha realizado o no el trabajo, “no tanto si se ha emitido o no la factura”.

Sobre las partidas en concreto, han señalado que Diplocat es un órgano financiado mayoritariamente por la Generalitat que forma parte de la Hacienda Pública catalana, de manera que los gastos asociados a esta entidad comprometen patrimonio público salieron del erario público. Lo mismo sucede con los dos anuncios de las vías del tren emitidos por la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales, que según la Generalitat tienen carácter público, pero sobre los que las peritos han sido tajantes: “los servicios públicos no son gratuitos, o los pagan los usuarios o los pagan los ciudadanos”.

Por otro lado, está semana también hemos asistido a la resolución del entuerto de a quién correspondía suspender a los presos diputados procesados.

Ha sido finalmente la mesa del Congreso de los Diputados quien les ha suspendido con efectos desde la constitución de la Cámara, el pasado 21 de mayo.

Se había resistido pidiendo un informe al Tribunal Supremo, por eso la Presidenta del Congreso remitió una carta en este sentido al Presidente del Tribunal Supremo pidiéndole un informe sobre el alcance y contenido del art. 384 bis de la LEcrm. Parecía que la competencia para suspender a los diputados podía haber acabado en un conflicto de atribuciones ante el Tribunal Constitucional entre el Poder judicial y el Poder legislativo. Conflicto inédito del que sólo existía un antecedente menor.

No fue así, el Presidente de la Sala Segunda del Tribunal Supremo contestó de forma inmediata en un oficio parco recordando que no es un órgano consultivo del Poder Legislativo y que su objetivo era isalvaguardar el juicio oral.

La Presidencia del Congreso pidió un informe urgente a los letrados que confirmaron tanto la aplicación del artículo de la Ley de la Enjuiciamiento Criminal como la competencia del Congreso para suspender a los Diputados. De ese informe cabe señalar que los letrados no consideraron aplicable el propio reglamento de la cámara, que prevé también la suspensión en caso de prisión provisional, sino que entendieron aplicable la ley procesal, y señalaron que la suspensión era automática.

Ante esta tesitura no cabía más opción al Congreso que suspender a los diputados, cosa que hizo el pasado viernes. Eso sí, pidiendo un nuevo informe a los letrados sobre los efectos concretos de esa suspensión que, una vez emitido, será objeto de debate en una nueva mesa del congreso.

Lo que más preocupa es la alteración de las mayorías parlamentarias, ya que existen cuatro diputados cuyo voto no computa. Veremos si los letrados del congreso tienen la misma creatividad que los letrados del Parlamento de Cataluña a la hora de definir fórmulas que permitan la sustitución o delegación de los suspendidos.

Queda el Senado, donde Romeva debe ser suspendido por el Pleno de la Cámara conforme a su reglamento, y lo más razonable es que siga el mismo camino que el Congreso en los próximos días.

Si bien se puede considerar que se ha superado el primer escollo que podría afectar a la imparcialidad del Tribunal y a la marcha del Juicio, ahora viene uno más complicado: en las elecciones del pasado 26 de mayo han sido elegidos Junqueras y Puigdemont para el Parlamento Europeo.

Si bien respecto de Puigdemont ya existe informe del Parlamento Europeo sobre la obligación de regresar a España para poder ser eurodiputado y no parece probable que regrese sabiendo que será detenido, respecto de Junqueras sí se plantean problemas, ya que igual que en el caso del Congreso es previsible que el Tribunal le permita recoger su acta ante la Junta Electoral Central y es previsible, por tanto, que adquiera la inmunidad. Ahí esta el problema, la eurocámara sí exige su autorización para continuar el juicio contra Junqueras.

Veremos cómo se solventa este escollo para que no afecte al tramo final del Juicio.

Ante el setenta cumpleaños de la Constitución alemana

Hace ahora setenta años nacía la Ley Fundamental de Bonn, la Constitución alemana, cuya sala de partos se encuentra en los “Documentos de Frankfurt” que en julio de 1948 recibieron, de manos de los generales aliados, los presidentes de los Länder – reorganizados tras la derrota militar y aprobadas sus respectivas Constituciones- quienes aceptaron la convocatoria de un Consejo (Rat) parlamentario para elaborar una ley aplicable a toda la zona occidental. Se reúne por primera vez en Bonn el 1 de septiembre de ese año 1948. Se trataba de fundar un orden democrático con garantías para las libertades individuales y también de crear una estructura estatal federal. Todo ello sin abdicar los vencedores de sus poderes excepcionales en el territorio alemán.

El Rat se componía de sesenta y cinco miembros elegidos por las Asambleas o Parlamentos de los nuevos Länder agrupados por familias políticas, no por procedencia geográfica. Para la presidencia eligieron a Konrad Adenauer. Un mágico lugar llamado Herrenchiemsee (lago hermosísimo sito en las cercanías de Munich) acogió las sesiones en el mes de agosto de una comisión de expertos. A anotar los nombres del catedrático Carlo Schmid – ¡a no confundir con Carl Schmitt refugiado en su pueblecito natal!- y el de Theodor Maunz, catedrático en Munich, un personaje que da para una novela (sobre él he escrito en mi libro Juristas y enseñanzas alemanas I, 1945-1975, Marcial Pons, 2013). El viejo Richard Thoma fue consultado como experto “externo” y, en tal calidad, redactó algunos dictámenes. Todos ellos trabajaron con el recuerdo del fracaso de Weimar pero también de lo que había ocurrido en la Iglesia de san Pablo de Frankfurt en 1848 cuando interminables discusiones profesorales dificultaron la adopción de los acuerdos que la Historia demandaba. Como se encargó de subrayar Carlo Schmid, un hombre temperamental, muy culto, muy entretenido, militante del partido socialdemócrata alemán, las Constituciones las hacen los pueblos soberanos y el alemán no lo era. Por eso era preciso conformarse con una “Ley Fundamental” hasta el momento en que el pueblo alemán pudiera hablar con libertad.

En ese lugar de Baviera las mayores complicaciones las ofrecieron los expertos bávaros por su empeño en crear un sistema federal de Länder fuertes y de un Bund o Federación débil. Frente a ellos, Carlo Schmid defendería un federalismo unitario como vía además para arribar al puerto de la unidad alemana.

Inevitable resultaba abordar el debate acerca de la supervivencia del viejo Reich y, en este sentido, frente a las tesis de Kelsen, de nuevo Schmid insistió en la continuidad: la sustancia de Alemania permanece, solo que se halla ahora “desorganizada, misión nuestra es volver a darle cuerpo”.

Grandes quebraderos de cabeza fueron -entre otros- a) la discusión entre crear un Senado -cuyos miembros serían elegidos por los parlamentos de los Länder- o el modelo triunfante Bundesrat, vinculado a sus gobiernos; b) las finanzas federales y de los territorios federados; c) el voto de censura constructivo, capital para evitar las permanentes crisis políticas de la época de Weimar; d) la posición de los partidos políticos, que habían de adquirir dignidad constitucional; e) la enumeración de los derechos fundamentales; f) la creación de un Tribunal constitucional, aceptada con amplio consenso aunque con matices: Schmid por ejemplo quería esquivar la deformación profesional de los jueces incorporando a jueces legos y Hans Nawiasky -profesor procedente del círculo vienés kelseniano- redactó todo un anteproyecto de ley para el tribunal por encargo del Gobierno bávaro …

Sintiendo en su nuca el aliento de las fuerzas militares de ocupación, el Consejo parlamentario logró aprobar la Ley Fundamental por una mayoría de 53 votos contra 12 (bávaros, derechas y comunistas). Estamos en mayo de 1949. Había habido momentos de máxima tensión como cuando, en los primeros días de marzo de 1949, los comandantes militares rechazaron el texto que había sido ya aprobado unos días antes por los miembros del Rat. Pretendían los aliados reforzar los poderes de los Länder en detrimento de la Federación (Bund), ocasión esta que desencadenó negociaciones a varias bandas: entre los alemanes, entre los alemanes con los aliados, también entre las mismas filas aliadas. Al final, algunos preceptos fueron reelaborados, especialmente los referidos a la constitución financiera y hacendística y a la salvaguardia de la unidad jurídica y económica, lo que abre el camino para el placet aliado de forma que el seis de mayo se culmina la segunda lectura en el plenario. El 23 de ese mes se produce una firma solemne bajo acordes musicales fastuosos. Descartado el cuarteto “Emperador” de Haydn por sus evocaciones nacionales, se interpretó a Händel, más neutral (al fin y al cabo era un alemán que conoció el éxito en Inglaterra).

Con posterioridad fue adoptado también por los parlamentos de los Länder. Su contenido fue concebido como provisional … hasta que existieran las condiciones para que la Nación alemana en su conjunto pudiera darse una Constitución.

En tal sentido, es muy elocuente el Preámbulo que llevó la Ley Fundamental -donde se perciben claramente las inquietudes de Schmid- pues empieza invocando la responsabilidad “ante Dios y los hombres” y sigue con las bellas palabras “animado por la voluntad de guardar su identidad nacional y estatal y servir, en igualdad de derechos, a la paz del mundo en una Europa unida, el pueblo alemán, en los Länder …”. Pronto se ocuparía el Tribunal Constitucional de explicar el significado de este Preámbulo y también su valor jurídico y no meramente retórico, de acuerdo por cierto con la doctrina tradicional expuesta años atrás por los juristas de Weimar.

A destacar que en ningún momento se convocó al pueblo para su ratificación, aunque los aliados pensaron en algún momento en un referéndum. Tampoco se le ha convocado después para las modificaciones que ha vivido, incluida la muy notable de la reunificación en los años noventa, con la excepción de alguna relacionada con la configuración definitiva de los Länder (por ejemplo, en 1952 nació, como resultado de consulta popular, el Land de Baden-Württemberg, una fusión bien controvertida de los Länder Württemberg- Baden, Baden und Württemberg-Hohenzollern).

Esta ausencia de la participación directa del pueblo debe realzarse porque en los últimos años se ha vivido en Alemania la polémica acerca de la necesidad de un referéndum para la acomodación del derecho constitucional a la construcción europea y podemos leer a miembros conspicuos del Tribunal Constitucional defendiéndola. Resulta lícito el planteamiento de tal escrúpulo pero desde luego sería una novedad de bulto en el derecho público alemán del último medio siglo. Hay que tener en cuenta que esta alergia a la comparecencia popular no es casualidad pues de la experiencia de Weimar salió el país escaldado. Y sus juristas avisados.

Conviene saber que ninguno de estos textos constitucionales -de los Länder y de Bonn- desplazaron lo que podríamos llamar el derecho emanado de los órganos militares de ocupación que solo cedía allí donde estos expresamente lo permitían. La Alta Comisión Aliada formaba una especie de “supragobierno” que controlaba la política exterior, las cuestiones afectantes a la seguridad, la desmilitarización, el comercio exterior … las leyes alemanas necesitaban por tanto las firmas de los tres Altos comisarios de Estados Unidos, Gran Bretaña y Francia. Por tanto este bello proceso histórico de aprobación de cartas constitucionales, tablas de derechos fundamentales y demás, careció de la fuerza suficiente -al menos hasta el 26 de mayo de 1952 en que se aprueba el llamado Deutschlandvertrag- para reducir los poderes de las fuerzas militares vencedoras. Y que serán “ocupantes” hasta mayo de 1955, momento en que Alemania recobra su soberanía (Acuerdos de París) y desaparece formalmente el “protectorado” que había sido la República y la “ocupación” (aunque seguirían por un tiempo las tropas estacionadas en Alemania, contemplada ya como espacio de la OTAN, así conocí yo a las francesas en
Tübingen a finales de los sesenta).

En la zona soviética se vivió un proceso paralelo. Se crearon los Länder Brandenburg, Mecklenburg, Thüringen, Sajonia (Sachsen) y Sajonia (Sachsen)-Anhalt con sus respectivas Constituciones y una cierta autonomía que perderían definitivamente en 1952. Un “Congreso del pueblo”, en el que se integraron distintas comisiones, se encargó de redactar un texto cuyos trabajos se aceleraron cuando se aceleraron los trabajos en la zona occidental. La característica fundamental en todo el itinerario es la vigilancia de las autoridades soviéticas -como en el otro lado ocurrió con las de los otros países vencedores- y el predominio absorbente del nuevo partido SED (Sozialistiche Einheitspartei Deutschlands), fruto de la fusión ordenada por el mando militar de los partidos socialista y comunista, más sus organizaciones satélites. Los demás partidos políticos (entre ellos, el cristiano-demócrata) actuaron como cuerpos que apenas si lograban proyectar sombras vacilantes. Walter Ulbricht, el hombre fuerte de la nueva situación, lo diría con la sutileza que siempre fue su estilo: “ha de parecer democrático, pero nosotros [se refería a los comunistas] debemos tenerlo todo en la mano”. Desde el 7 de octubre de 1949 dispondría el nuevo Estado de su texto constitucional.

Para advertir las diferencias entre las dos Alemanias que nacían basta con anotar un dato. Lo que en la República Federal se convirtió en un festín para los juristas y en un negocio ubérrimo para las editoriales especializadas, a saber, los comentarios y estudios sobre la Ley Fundamental, en la República Democrática recibió este jarro de agua helada desde la jefatura del Partido el día 18 de abril de 1950: “no es apropiado publicar un comentario a la constitución de la DDR”.

¿Qué consecuencias había tenido en el mundo profesoral el paso por la historia alemana de lo que con exactitud cromática podemos llamar “la bestia parda”? ¿cómo se iban a levantar los supervivientes por entre el montón de escombros que aquella había dejado? ¿cómo iban a reaccionar al sonido de las campanas que anunciaban un tiempo desconocido?

Resulta estremecedor poner caras a aquellos profesores que habían chapoteado gozosos en la charca nazi y a quienes, por el contrario, habían vivido dramas personales intensos, esos que dejan cuchillos en forma de cicatrices, angustias que infligen latigazos de tragedia. Y ahora, tras la monstruosa inmolación, se vuelven a encontrar como viejos colegas y han de recomponer sus vidas, y hacerlo cuando aún hay espejos que reflejan miradas vidriosas y muchas vivencias comunes han muerto en medio de una melodía fúnebre.

Cuando todos ellos, víctimas y victimarios, se acercan a sus Facultades advierten que sus cancelas están herrumbrosas. Y, sin embargo es preciso que el gozne se desatasque y gire. Hay que abrir las ventanas para dar salida a tanta miasma, hay que organizar los cursos, los seminarios, hay que anunciar la buena nueva del Derecho, convocar a la juventud para que acuda a sus aulas, recomponer las bibliotecas depuradas de autores proscritos, elegir nuevas y limpias autoridades, en fin, seleccionar jóvenes con buenas cabezas que permitan izar de nuevo las velas de la historia.

Es preciso trabajar. Es preciso olvidar. Es preciso recordar.

Todo a un tiempo.

Ha nacido una nueva generación de juristas, algunos de los cuales serían profesores de derecho público. Con la Constitución que ahora cumple años como libro canónico.

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