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Con flores a María: ¿expresión artística o blasfemia?

La obra Con Flores a María, incluida en la exposición Maculadas sin remedio, que se exhibe en la Diputación de Córdoba en un proyecto que pretende la “reivindicación de la feminidad más profunda” (ver noticia), ha sido objeto de polémica. No es de extrañar: se trata de un autorretrato donde la autora aparece tocándose los genitales al tiempo que evoca una Inmaculada de Murillo. El Partido Popular, Vox y Ciudadanos han criticado esta exhibición, llegando el primero a anunciar que lo denunciará ante la Fiscalía, mientras que representantes del PSOE y de IU la han defendido como expresión artística. Para colmo, un espontáneo se ha tomado la Justicia por su mano y ha rajado la obra.

No se trata de valorar aquí la calidad o mediocridad artística de la obra, ni tampoco el mejor o peor gusto de la misma –aunque personalmente me inclino por lo segundo-, sino de enjuiciar desde el prisma jurídico-constitucional si ésta está amparada por la libertad de expresión artística o si nos encontramos ante una ofensa a bienes y valores que merecen también protección constitucional y por ende estaría justificada su sanción.

A pesar de la dificultad de definir aquello que es arte en abstracto, desde la perspectiva jurídica lo que sí que parece claro es que en la elaboración y exhibición de este cuadro su autora está ejerciendo su libertad de expresión artística. Es doctrina reiterada del Tribunal Europeo declarar que la libertad de expresión “constituye uno de los fundamentos de una sociedad democrática y una de las condiciones esenciales para su progreso y la realización personal del individuo”, por lo que su protección se extiende no sólo “a la ‘información’ o a las ‘ideas’ positivamente recibidas o contempladas como inofensivas o irrelevantes, sino también a aquellas que ofenden, escandalizan o molestan. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’“ (Handyside v. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976). Aún más, cuando se entrelaza arte y sátira, el Tribunal ha sostenido que en la medida que el objeto de ésta es “deformar la realidad”, con la intención de “provocar y agitar”, cualquier restricción a las mismas debe examinarse con particular atención (Alves da Silva c. Portugal, de 20 de octubre de 2009; y, en sentido similar, Vereinigung Bildender Kunstler c. Austria, de 25 de enero de 2007). Además, a diferencia del insulto –que no estaría protegido por la libertad de expresión-, la vulgaridad en sí o el mal gusto no son determinantes para justificar un límite a la libertad (Tuşalp c. Turquía, de 21 de febrero de 2012). Doctrina que, por su parte, también ha recogido nuestro Tribunal Constitucional.

Sin embargo, ninguna libertad es absoluta –tampoco la libertad de expresión–, y en particular cuando nos encontramos con casos de mensajes que vilipendian la integridad moral de una sociedad los Estados, incluso los liberal-democráticos, tienden a establecer límites. En el caso en cuestión, la obra es a un tiempo obscena y sacrílega, reuniendo así los dos elementos que, como explica el profesor Víctor Vázquez, han obsesionado tanto al “yo creador”, al artista que se ha erigido como “profanador o violador natural del tabú de las sociedades modernas”, pero también al Estado (Artistas abyectos y discurso del odio). Tanto es así que, aunque los ordenamientos democráticos modernos deberían inclinarse por dar protección a bienes jurídicos de la persona como son el honor o la intimidad, mientras que tendrían que ir desapareciendo aquellas normas que limitan la libertad de expresión para tutelar bienes supra-individuales como el prestigio de las Instituciones, la integridad de la Nación o de los dogmas de una Religión, lo cierto es que todavía quedan importantes residuos de estos últimos. En nuestro país es el caso, por ejemplo, de los delitos de injurias a la Corona (arts. 490.3 y 491 Cp.) o a las Cámaras parlamentarias (art. 496 Cp.), el de ultrajes a España (art. 543 Cp.) o, en lo que más interesa ahora, el delito de escarnio a los sentimientos religiosos (art. 525 Cp.), que con el Código penal de 1995 ya avanzó en su “democratización” al situarse el objeto de tutela no en la Religión y sus dogmas, sino en los sentimientos de los creyentes (y no creyentes).

Y es que a este respecto conviene distinguir tres posibles conductas ofensivas que merecen distinto tratamiento. Una cosa es que el ordenamiento dé tutela frente a quienes hagan escarnio de una Religión, como defensa abstracta de sus dogmas, algo en principio incompatible con cualquier orden liberal-democrático que pretenda salvaguardar la libertad de expresión. Otra cosa es castigar aquellos discursos que supongan una provocación al odio por motivos religiosos, cuando se dé un peligro de que se cometan actos violentos o discriminatorios contra un grupo social, lo cual en principio quedaría fuera del ámbito de la libertad de expresión. Y otra vía es dar protección a los sentimientos religiosos de las personas ante supuestos de escarnio o burla de sus creencias o ritos, lo cual puede llegar a justificar un límite a la libertad de expresión aunque habrá que valorar en concreto la justificación del mismo, su necesidad y proporcionalidad. En este sentido pueden leerse la Declaración conjunta suscrita el 9 de diciembre de 2008 por el Relator Especial de la ONU sobre Libertad de Opinión y Expresión y otros, y el Comentario General no 34, del Comité de Derechos Humanos de la ONU al artículo 19, de 12 de septiembre de 2011, que ha reconocido que “prohibir las demostraciones de falta de respeto a una religión u otro sistema de creencias, incluidas las leyes sobre la blasfemia, es incompatible con el Pacto, excepto en las circunstancias previstas explícitamente en el párrafo 2 de su artículo 20″.

A este respecto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado que por muy amplia que sea la libertad de expresión puede ser necesario limitar la misma cuando nos encontramos con expresiones que puedan herir gratuitamente los sentimientos religiosos de las personas y, en consecuencia, ha venido siendo muy generoso con los Estados miembros a los que ha otorgado un amplio margen de apreciación y no los ha condenado en asuntos en los que habían impuesto restricciones a la libertad de expresión artística en aras de tutelar sentimientos religiosos de su población (en especial, Müler c. Suiza, 24 de mayo de 1988; Otto-Preminger-Institut c. Austria, de 20 de septiembre de 1994; Wingrove c. Reino Unido, de 25 de noviembre de 1996; y I.A. c. Turquía, de 13 de septiembre de 2005). Sin embargo, es cierto que más recientemente ha resuelto otros asuntos en los que el Tribunal ha estimado que determinadas restricciones que afectaban a cuestiones relacionadas con hechos religiosos habían violado el Convenio, aunque sólo remotamente se trataba de ofensas a sentimientos religiosos de un sector de la población (donde esta afectación es más directa es en Aydin Tatlav c. Turquía, de 2 de mayo de 2006, pero también pueden verse Paturel c. Francia, de 22 de diciembre de 2005; Giniewski c. Francia, de 31 de enero de 2006; Klein c. Eslovaquia, de 31 de octubre de 2006; y Mariya Alekhina y otras c. Rusia, de 17 de junio de 2018, en las que se añaden otros elementos a la ponderación final).

Por mi parte, no puedo hacer otra cosa que compartir la conclusión del profesor Víctor Vázquez: “No puede obviarse, a este respecto, que si aceptamos que la especial sensibilidad de ciertas personas con respecto a los dogmas de su fe es óbice para impermeabilizar jurídicamente estas doctrinas frente a cualquier juicio de valor crítico, estaríamos vaciando de contenido el derecho a la libertad de expresión en este ámbito y, con ello, parte del propio valor emancipador de este derecho. Y es que de los dogmas de fe, de las religiones, en definitiva, se derivan también pautas morales que inciden en la vida social, y que como tales no pueden permanecer al margen de la de la crítica. En este sentido, la irreverencia artística contra la religión no hace sino poner de manifiesto una de las características de una sociedad abierta, que es la de que todo dogma puede considerarse falible en el ámbito de la esfera pública.” (Artistas abyectos y discurso del odio). Es por ello que, a mi entender, debemos avanzar en la abrogación del delito de escarnio a los sentimientos religiosos y deberíamos considerar que un supuesto como el del cuadro de Con flores a María está amparado por la libertad artística.

Ahora bien, para concluir, creo que casos como el aquí comentado nos ofrecen la oportunidad de abrir un necesario debate social sobre los ideales de tolerancia y de respeto en una sociedad abierta. Algo que me lleva a reivindicar la importancia de ser respetuosos en el ejercicio de nuestras libertades para no ofender a quienes piensan distinto a nosotros, del mismo modo que no podemos ser hipersensibles ante las manifestaciones de otros. Quien ejerce la libertad de expresión debe esforzarse por no abusar de la tolerancia propia de una sociedad abierta, pero quienes admitimos el pluralismo debemos asumir que en la esfera pública habrá mensajes que nos desagraden. De igual manera, ante los “excesos” de algunos debemos ponderar la adecuada forma de reprocharlos. La sanción jurídica deberá quedar sólo para los supuestos más graves, precisamente porque ese es el sentido de reconocer la libertad de expresión, y quizá la indiferencia ante el abyecto o el provocador sea la mejor respuesta; otras veces habrá que elevar una crítica social o se pueden adoptar otras políticas públicas para dar voz a los colectivos más vulnerables; e incluso llegado el caso pueden ser legítimas ciertas formas de boicot social (por ejemplo, una campaña para que la gente no vaya a ver una película que resulte ofensiva). Lo que no puede nunca justificarse es la violencia como respuesta. El caso más extremo lo vimos con los ataques terroristas contra Charlie Hebdo, pero también ahora cuando alguien se ha lanzado a romper el cuadro de Con Flores a María. El equilibrio es difícil y de ahí la importancia de esta reflexión.

 

¿Puede la democracia resolver disyuntivas identitarias intensas e incompatibles?

«No lo creemos».

Es en solo tres palabras, la conclusión final a la pregunta.

La respuesta la dieron en 1972 dos catedráticos de ciencias políticas de Harvard y Stanford, autores de una obra de referencia en ciencias políticas sobre el gobierno de sociedades plurinacionales o multiétnicas.

En su libro «Política en Sociedades Plurales: una teoría de inestabilidad democrática», basado en los comportamientos de las élites políticas y la población en doce países de cuatro continentes, Rabushka y Shepsle presentan un modelo dinámico, vigente y ampliamente aceptado, de los fenómenos políticos en naciones multiétnicas.

Condiciones y consecuencias
Los requisitos para calificar a una nación como plural son los siguientes: tener identidades diversas; organizadas en sectores políticos coherentes (partidos, sindicatos,…) y que sus conflictos se entiendan en términos étnicos.

Ello requiere las siguientes presunciones sobre la población y sus decisiones colectivas. Coexiste un consenso intracomunal junto a un conflicto intercomunal. Todos sus miembros tienen idénticas preferencias, pero estas son intensas y por tanto, mutuamente excluyentes. Los partidos compiten por los votos y si un grupo es dominante en el tiempo, condena al otro al ostracismo.

Basado en estas premisas, la teoría establece el siguiente comportamiento cronológico de las elites políticas:
1. Cooperación preautogobierno, formación de una coalición multiétnica.
2. Ambigüedad inicial, supervivencia de la coalición.
3. Preeminencia de la etnicidad, generada por la ambigüedad y la aparición de la demanda de asuntos nacionales.
4. Sobrepuja étnica, emergencia de políticos ambiciosos que provocan las pasiones étnicas y a la vez ineficacia de la moderación y la agregación de intereses.
5. Maquinaciones y desconfianza, si los políticos no alcanzan sus objetivos. Pérdida de calidad democrática.

Desde un inicio se establecen claramente dos limitaciones del estudio: no puede explicar la formación de preferencias políticas en la sociedad, ni tampoco como los políticos emprenden su acción.

A partir de esta incertidumbre inicial, los autores dejan muy claro que una vez establecidos los requisitos de definición e intensidad de preferencias, la política discurrirá inevitablemente por los cinco puntos arriba descritos.

Intensidad, polarización y fraccionamiento
La inicial coalición multiétnica una vez obtenido el autogobierno, convertirá la política común de extracción de poder del poder central, en una política de ganancia respecto a sus coparticipantes.

Cuando los intereses locales son más prominentes, las fuerzas locales ganan fuerza y la cooperación se hace cada vez menos necesaria. A continuación, los políticos, actuando como publicistas, buscan generar demanda y sensibilizar al electorado hacia los espacios políticos escogidos.

Comienza así una creciente etnicización de los bienes colectivos como educación, policía, etc., que se convierten en bienes propios de una comunidad étnica aventajada. Los bienes comunes, por definición inclusivos, se convierten en pérdidas para los colectivos que no participan de los mismos objetivos. Una vez que la intensidad se ha establecido es muy difícil establecer cualquier concesión a la negociación.

El proceso termina, cuando las opiniones alcanzan una determinada intensidad, con la emergencia de movimientos que exigen un control total del estado. De esta manera, los miembros de comunidades separadas internalizan una historia de conflicto intergrupal que se manifiesta de forma institucional en la nación estado. Porque las preferencias étnicas son intensas y por lo tanto no negociables.

Con frecuencia la comunidad es el grupo con el que el individuo se identifica y al que otorga más fácilmente su lealtad. En sociedades étnicamente diversas estas lealtades (ancestrales, lingüísticas, religiosas, culturales,..), base de la cohesión política, pugnan por la autoridad política.

La democracia, como se entiende en el mundo occidental, no se puede sostener bajo condiciones de lealtades intensas y excluyentes, porque en estas condiciones los objetivos tienen más valor que las propias leyes.

Homogeneidad o diversidad nacional
En contraste, la capacidad del plurinacionalismo de crear identificación y cohesión nacional depende de la aceptación por la sociedad de su existencia como un proceso dinámico.

Esto es, de la presencia simultánea en la sociedad de un conflicto continuo y la búsqueda constante de su solución. Donde el pluralismo, de naturaleza competitivo, tiene que encontrar un equilibrio con el nacionalismo de naturaleza exclusivo.

En democracia, el pluralismo étnico y el nacionalismo tienen que aceptarse mutuamente y reconciliarse. Porque en las sociedades heterogéneas, donde por definición existen múltiples afiliaciones, los sentimientos primordiales se deben subordinar a los requerimientos de la sociedad civil.

La indispensable legitimidad necesaria para cualquier sistema democrático es una dimensión afectiva, que el propio sistema debe generar evitando excluir o relegar a los colectivos que la componen. Ningún grupo étnico se someterá a procedimientos mayoritarios democráticos, que aunque supuestamente justos, liquiden su cultura. Por esto generar un perdedor constante deslegitima a las instituciones.

Crucialmente, la estabilidad y el futuro de una comunidad puede depender de su capacidad de escoger los asuntos que se pueden dilucidar públicamente. Y evitar aquellas materias que en condiciones de sociedades plurales no tienen, por su propia esencia, solución democrática.

Hasta aquí la reseña del influyente libro de Rabushka y Shepsle.

La ética de nuestra Constitución
En España, esa inteligencia para acotar el dialogo, la habilidad de establecer unos principios acordados que mitiguen tensiones individuales, sociales y nacionales, se fundamentó en el ejercicio del consenso. Atributo que fue y es el principio de conducta moral y la conciencia fundacional de nuestra Constitución.

Desde 1978 nuestra nación se articula en torno a los siguientes principios: por un lado la primacía de los derechos individuales y libertades civiles; por otro una identidad como comunidad que protege su diversidad.

La pareja distribución entre las fuerzas políticas nacionalistas y estatales no se ha alterado substancialmente desde 1978. Si bien la diversidad identitaria, como valor social, ha desaparecido de la vida política e institucional catalana.

En contraste con la homogeneidad lingüística y demográfica, superior al 85%, de Escocia o Quebec (Divine, 2018; Scriber 2001), Cataluña evidencian una clara poliidentidad. El origen no local de su población es del 60% (Cabré, 1999) y el 31% de la población tiene catalán como lengua materna (Idescat, 2013). Sin embargo, la supraidentidad española se considera como un rival a suprimir.

Institucionalmente, la negación de España como nación es una norma de comunicación (CCMA, 2013) y el catalán se propone por los partidos nacionalistas como lengua vehicular preferente y vertebradora de las instituciones y la sociedad (programas electorales ER, JxC, CUP-CC, 2007, sin versión española). O declaradas ambiciones territoriales (Resolución 306/11 Parlamento de Cataluña).

Existe un amplio consenso entre la mayoría de los estudiosos sobre la incompatibilidad entre mantener propuestas vehementes y opuestas y el funcionamiento de la democracia.

Otro gran especialista en la materia, Robert Dahl (1956, p.119) escribió «no existe solución constitucional o procedimental al problema de la intensidad».

Mientras que Donald Horowitz, influyente académico más inclinado a creer en la fluidez de las identidades y los valores comunales de solidaridad, concede que «se pueden hacer cosas,… pero hay razones sistémicas que dificultan la emergencia de democracias multiétnicas» (1993, p.20). Según Horowitz (1998) el sistema democrático se basa en la elección entre alternativas y no promueve la inclusividad. Simultáneamente, el poder en sociedades divididas étnicamente, no es un medio sino un fin en sí mismo, porque proporciona autoestima y garantiza la supervivencia (Horowitz, 1985).

Éstos y otros autores relevantes (por ej. Lijphart, 1977) señalan que el abuso de la falta de alternancia en sociedades de identidades plurales se puede atemperar, además de con medidas estructurales, mediante la moderación de las élites en torno a unos valores civiles comunes, minimizando los identitarios e incrementando la neutralidad del aparato institucional.

Queda saber cómo incentivar semejante cambio. Es decir, cómo volver a los valores constitucionales del régimen de consenso nacido en 1978.

Consenso que, merece recordar, no fue casual ni idiosincrático. Sino consecuencia de la convulsa experiencia, vivida por toda Europa sin excepción, de los frecuentes cambios de constituciones —no acordadas— y turbulencias civiles de los siglos XIX y XX.

Consulta las referencias bibliográficas.

Constitucionalizar Europa

El 26 de julio de 1977 el Congreso de los diputados aprobaba una moción redactada por todos los grupos por la cual se creaba una Comisión Constitucional con el encargo de elaborar un proyecto de Constitución que diese paso a la Democracia. Ese mismo día, el presidente del Gobierno, Adolfo Suárez, dirigía una carta al presidente del Consejo de las Comunidades Europeas poniendo en relevancia la identificación de España con los ideales europeos y solicitando su adhesión a la Comunidad Económica Europea.

La elaboración de la Constitución y la adhesión a las Comunidades Europeas forman parte de un mismo proyecto perseguido durante la Transición, compartiendo los mismos fines: la consolidación de España como un Estado democrático de Derecho y la creación de un sistema aperturista basado en la cooperación.

A pesar de ello, en el momento de su elaboración el constituyente decidió no incorporar la Unión Europea de forma expresa en la Constitución. La realidad española y europea es hoy muy diferente a la de 1978, debido a la cada vez mayor cesión de soberanía que implican los diferentes tratados ratificados desde su entrada, así como el fin del denominado consenso permisivo, estando la UE más necesitada de legitimidad que nunca. La reforma de 2011 del artículo 135 sobre la estabilidad presupuestaria incluyó por primera vez una referencia a la Unión Europea en la carta magna. Por ello puede entenderse oportuna la apertura de un debate sobre la posible inclusión de la UE en la Constitución de forma amplia.

La primera de las razones es teleológica: expresar la coincidencia de los valores españoles y europeos y la búsqueda de unos mismos fines con el resto de Estados miembros. Esto justificaría la cesión de soberanía a la UE, suponiendo una mejora de nuestro sistema constitucional en términos de estabilidad, legitimidad y democracia. Además, también supliría lo que considero ciertos vacíos constitucionales y del marco jurídico resolviendo problemas concretos.

Legitimidad de la UE: cláusula de integración

La pertenencia de España a la UE se basa prácticamente en su totalidad al genérico artículo 93 de la Constitución cuya finalidad ha sido a mi juicio sobrepasada, especialmente desde el tratado de Maastricht.

Por ello considero necesaria la inclusión de una cláusula de integración en la que se exprese de forma explícita los límites que puede alcanzar la integración europea y la cesión de competencias en tanto que afectan a la propia soberanía del Estado, tal y como sugería el informe del Consejo de Estado en 2006. Todo aquello sobre lo que no quedase excluida la posibilidad de ceder competencias, quedaría permitido. Esto supondría constitucionalizar la cesión de soberanía a la Unión Europea de forma expresa, con la consecuente legitimidad que aporta estar regulado en la Constitución.

Este límite podría ser general, siguiendo el ejemplo de Alemania, debiendo los tratados y el derecho europeo coincidir con los valores de la Constitución nacional y garantizar los derechos y libertades, o específico, como el caso de Irlanda, donde se excluye la posibilidad de ceder a la UE ciertas materias.

Afectaría tanto al derecho Europeo general como a la ratificación de nuevos tratados. En este último caso, podría incluirse un proceso específico de ratificación, el cual podría ser un proceso análogo al de la reforma de la Constitución, que en nuestro caso sería el del artículo 167.

El hecho de constitucionalizar el proceso de ratificación de tratados y cesión de competencias también afecta en sentido contrario, es decir, refuerza las mayorías necesarias para revertir tal proceso. En este sentido, la presencia de la Unión Europea en la Constitución aportaría a España una mayor estabilidad especialmente necesaria frente a las difíciles coyunturas por las que pueda atravesar nuestro país y a los diferentes intereses políticos del momento, necesario después del ejemplo dado por el Reino Unido y sus consecuencias.

Primacía del derecho de la UE y el TJUE

La pertenencia de España a la UE hace convivir dos ordenamientos jurídicos a priori diferentes con un mismo destinatario. Estos dos ordenamientos coexisten bajo el principio de primacía del Derecho comunitario frente al nacional.

Esta doctrina ha sido creada por sentencias europeas como la de Simmenthal/Commission de 1979. A nivel nacional, el Tribunal Constitucional en su declaración 1/2004 del 13 de diciembre afirma que “la proclamación de la primacía del Derecho de la Unión no contradice la supremacía de la Constitución” entendiendo nuevamente que el artículo 93 faculta para ello.

Esta primacía se traduce en el deber de los jueces de aplicar el derecho europeo antes que el nacional en caso de contradicción, así como la existencia de una instancia superior al Tribunal Supremo a la cual se puede recurrir en aquellas materias reguladas por el derecho comunitario. Sin embargo, la Constitución, al contrario que las de otros países europeos como la de Portugal en el artículo 8.4, no hace referencia alguna a este hecho que transforma por completo su sistema jurídico.

Siguiendo el ejemplo de países comunitarios de nuestro entorno, sería conveniente reconocer explícitamente la primacía del derecho comunitario y su entrada directa en vigor, así como la competencia del TJUE como una instancia más de nuestro ordenamiento.

El papel de los parlamentos y las autonomías.

La integración europea, en cuanto proceso de cesión de soberanía y competencias, afecta a toda la estructura del Estado, pero lo hace de forma desigual. Mientras que las competencias cedidas son principalmente legislativas y estas corresponden principalmente al Parlamento nacional y los de las diferentes autonomías, la influencia en el proceso legislativo a nivel europeo recae principalmente en los ejecutivos nacionales a través de la Comisión y el Consejo.

Esto afecta tanto a la separación de poderes como, en el caso de los estados descentralizados, a su organización territorial, por lo que entiendo necesario que la participación de los parlamentos nacionales y autonómicos esté regulada en la Constitución. Esta regulación puede partir de constitucionalizar leyes como la Ley 8/1994 que regula la Comisión mixta para la Unión Europea, siendo necesario a mi juicio profundizar más en el papel del Congreso y del Senado, pudiendo estas, por regulación constitucional, fijar de forma previa la postura que deba defender el presidente en el Consejo Europeo, pudiendo determinar el sentido de una votación que afecte a leyes nacionales.

Respecto a estas últimas, como apuntaba el informe del Consejo de Estado de 2008, dado que la responsabilidad de cumplir con la aplicación de las directivas europeas es de los Estados, pero la competencia en el caso de los Estados descentralizados corresponde a las regiones, es necesario un mecanismo constitucional para que el Estado pueda intervenir en caso de incumplimiento. El artículo 155 claramente no tiene por objeto esta situación, y tal y como dicho informe sugería, sería conveniente introducir un mecanismo por el cual el Estado pudiera legislar de manera supletoria para introducir el derecho europeo en caso de inacción.

¿Cómo incluir la UE en la Constitución?

Respecto a la forma de introducir los cambios Constitucionales, el informe del Consejo de Estado de 2006 realiza una serie de propuestas apostando por una de ellas con la cual estoy plenamente de acuerdo.

Esta consistiría en incluir en el Preámbulo de la Constitución una mención general a la participación de España en el proceso de integración europea y a los valores que esta representa.

A su vez debería incluirse un nuevo Título VIII bis bajo la rúbrica “De la Unión Europea” en la cual se desarrollarían los temas tratados, introduciendo la cuestión de la primacía del derecho comunitario, la cláusula de integración, la forma de ratificar y adoptar nuevos tratados, la participación del Parlamento en la toma de decisiones y aquellas que se considerasen oportunas, con independencia de que fuesen necesarios cambios en los correspondientes títulos para adaptarlos.

El problema catalán para dummies (II): comienza el juicio

Imagen por Javier Ramos Llaguno

En el post El problema catalán para dummies tratábamos de explicar de una manera sencilla –más bien para extranjeros- cómo se había podido gestar el problema secesionista catalán y el estado de la cuestión a 26 de septiembre de 2017.

En ese momento estábamos a la espera de lo que ocurriría en el referéndum convocado para el día 1 de octubre. En efecto, el 6 de septiembre el parlamento regional de Cataluña había aprobado una ley del Referéndum que pretendía que se pudiera votar la secesión de Cataluña sólo por los ciudadanos de esa región de España. Tal cosa –el referéndum y, por supuesto, la secesión- no están permitidas por la Constitución española, a diferencia de otros casos, con los que se ha querido comparar, como los de Escocia o Quebec, cuyas normas fundamentales no resuelven el asunto y hacían posible la consulta. Al día siguiente, el 7 de septiembre, el mismo parlamento aprobó la llamada Ley de transitoriedad jurídica y fundacional de la República Catalana que pretendía regular el proceso de transición de Cataluña hacia el estado independiente, que se suponía ocurriría irremisiblemente con el referéndum convocado.

Son datos importantes que conviene recordar: primero, que las fuerzas políticas que votaron en el Parlamento estas leyes no tenían una mayoría significativa que pudiera fundamentar algún tipo de legitimidad democrática: los dos partidos que estaban a favor no llegaron, en las elecciones de 2015, a representar ni siquiera el 50% de la población, y menos aún las mayorías reforzadas que este tipo de cambios pudieran exigir en el improbable caso de que se aceptara una decisión unilateral. Sólo el juego de la ley electoral (sistema D’Hont) permitiría que quienes no tenían el 50% de los votos sí tuvieran un escaso 50% de los escaños (ver aquí los resultados de esas elecciones). Segundo, que ambas sesiones de la cámara fueron extraordinariamente irregulares: el grupo parlamentario independentista Junts pel Sí había conseguido reformar el reglamento de la cámara el 27 de julio anterior para así evitar la discusión de ambos proyectos en la comisión, y aprobarlos por medio de lectura única, introduciendo además la votación en el orden del día de una forma solapada en el último momento. Los grupos de la oposición protestaron: pidieron el dictamen del Consell de Garanties Estatutàries (una especie de Tribunal Constitucional regional) e hicieron notar que los letrados de la cámara habían advertido que el procedimiento elegido para aprobar la ley podía incurrir en un delito de desobediencia al Tribunal Constitucional. Después de varias suspensiones, finalmente se aprobó en ausencia de los grupos parlamentarios constitucionalistas que abandonaron la cámara. El secretario general del Parlamento, un funcionario, rechazó publicar el proyecto de Ley y a firmarlo por considerarlo ilegal.

Ambas iniciativas fueron impugnadas por el gobierno español ante el Tribunal Constitucional que, al ser admitido, produjo la inmediata suspensión  de la ley. Y poco después fueron declaradas inconstitucionales y anuladas. Las apelaciones al derecho de autodeterminación que se han usado al respecto como argumento derivado de una normativa superior son absolutamente infundadas, porque como nos recuerda Gimbernat aquí las Resoluciones 1514 y 2625 de la Asamblea General de Naciones Unidas atribuyen el derecho de autodeterminación “sólo en supuestos de colonialismo o bien cuando existe una discriminación racial o una discriminación de los ciudadanos en su vida pública o en sus relaciones económico-sociales de carácter privado, prohibiéndose expresamente ese derecho a decidir precisamente en supuestos como el de Cataluña”

A pesar de ello el gobierno catalán, presidido por Carles Puigdemont, hizo caso omiso de ello y continuó con la convocatoria, ya en franca rebeldía. El a la sazón presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, afirmó que el referéndum que no se celebraría y, después de muchísimo tiempo de pasividad y atonía, pareció tomar algunas medidas: la policía empezó a buscar las urnas y las papeletas que se estaban preparando para la consulta y realizó algunas investigaciones (produciéndose algunos actos muy sonados de acoso a funcionarios públicos y daños) y, además, activó algunas medidas previstas en la ley para el control de las finanzas de Cataluña, fundamentalmente evitar transferencias directas a la Comunidad catalana, realizando los pagos directamente contra la certificación del gasto correspondiente (ver aquí), con lo que se intentaba evitar que se realizaran pagos para facilitar el referéndum ilegal.

Sin embargo, la decisión de impedir el referéndum tuvo su origen en una decisión judicial. El día uno de octubre se instalaron las urnas y con cierta pasividad y hasta connivencia por parte de la policía autónoma catalana (a las órdenes del gobierno regional secesionista) el referéndum comenzó, acudiendo mucha gente en los colegios electorales. Finalmente, la Policía Nacional y la Guardia Civil, en cumplimiento de los mandatos judiciales, intentaron clausurar los colegios electorales, produciéndose algunas escenas de violencia. Aunque desde el ámbito secesionista se quiso magnificar ésta anunciando que se habían producido hasta 800 heridos, lo cierto es que pasado el tiempo no ha logrado demostrarse que hubiera prácticamente ninguno, al menos de consideración.

En todo caso, la votación no tuvo garantías: sin un censo fiable, sin verdaderos colegios electorales oficiales, sin controles independientes, con muchísimas personas que votaron varias veces, no parece que pudiera tener relevancia alguna, no ya jurídica, sino política. Unos días más tarde la Generalitat facilitó los resultados: votó el 43 % del censo, y votaron ‘SÍ’ el 90 % de los sufragios. La reacción del gobierno central fue declarar que, en realidad, el referéndum no se había celebrado porque había sido declarado ilegal y nulo, y lo que es nulo no existe ni produce efecto alguno.

Aun siendo eso cierto, enviar a la policía a detener el referéndum fue un error político, pues, aun siendo legal y proporcionado, el objetivo era muy difícil de cumplir, los beneficios de pararlo escasos y los perjuicios, encarnados en la imagen de la represión policial, poco admirable en un mundo posmoderno, muy grandes. Mejor hubiera sido esperar a que se desarrollara el acto ilegal –que no iba a producir efecto- y luego proceder a unas cuantas detenciones y a aplicar el artículo 155, del que luego hablaremos.

En todo caso, aquellos sucesos dejaron a la población española sumida en una profunda depresión anímica: la visión de la inepcia e impotencia de nuestros representantes y el descaro y provocación de unos dirigentes regionales dispuestos a todo no hacían presagiar nada bueno. Sin embargo, dos días después la aparición del rey en la televisión enviando un mensaje claro, contundente y sin fisuras a favor de la Constitución y las leyes levantó súbitamente el ánimo a todos los españoles que creían en el imperio de la ley y en la convivencia democrática. Estas últimas cuestiones las comentamos aquí.

El 3 de octubre celebró en Cataluña un «Paro de País» como protesta por la actuación policial durante la jornada del referéndum. En ese momento muchas empresas que tenían su domicilio en Cataluña (algunas tan grandes como Caixabank) deciden cambiar su domicilio para huir de la inseguridad jurídica que se estaba produciendo (ver aquí y aquí). El día ocho se celebró en Barcelona una manifestación multitudinaria a favor de la Constitución, que tuvo gran trascendencia emocional porque por primera vez la mitad constitucionalista de la población catalana se manifestaba claramente, cosa no habitual en una región controlada en todos sus resortes por la mayoría nacionalista.

El 10 de octubre, el presidente regional Carles Puigdemont comunicó al pleno del Parlamento de Cataluña que asumía «el mandato del pueblo de que Cataluña se convierta en un Estado independiente en forma de república» para suspender a continuación «los efectos de la declaración de independencia para que en las próximas semanas emprendamos el diálogo». Una extraña declaración que contenía en sí misma la mutilación de sus efectos. A partir de ese momento empieza un juego de tensión política porque el gobierno de Rajoy anunció entonces que ponía en marcha los mecanismos previstos para aplicar en Cataluña el artículo 155 de la Constitución, que permite tomar las medidas necesarias “si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España”. Parece que el supuesto de hecho se había dado, y, en mi opinión particular, debía haberse aplicado mucho antes.

Ante esa amenaza, evidenciada en los requerimientos que el gobierno central realiza, el presidente Puigdemont realiza algunas exhibiciones políticas (alocución a los alcaldes), pero también movimientos y conversaciones que parecen sugerir una convocatoria de elecciones que resolviera el asunto de una manera aceptable, evitando la declaración de la independencia anunciada. Parece ser que las presiones que recibió lo hicieron imposible y el viernes 27 de octubre el Parlamento de Cataluña aprobó en votación secreta una resolución que incluía la declaración de independencia de Cataluña, con ausencia de los grupos políticos constitucionalistas. Aunque, como tuvimos oportunidad de tratar en el blog, la declaración es tan confusa que hay incluso dudas de que verdaderamente se produjera en sentido estricto (ver aquí).

A la vista de los acontecimientos, el mismo viernes 27 de octubre el gobierno, aplica el art. 155, destituye al gobierno de Puigdemont y convoca elecciones al Parlamento de Cataluña para el 21 de diciembre.​ Parece ser que el presidente Rajoy quiso conseguir un acuerdo de todas las fuerzas política constitucionalistas y eso llevó a que la amplitud de la aplicación del artículo 155 no llegara a la prevista suspensión de la autonomía de hasta seis meses, sino que quedó limitada a esa convocatoria de elecciones. Desde mi punto de vista particular eso fue un error que sólo aplazaba el problema a un momento posterior y los hechos posteriores parecen haberlo confirmado (ver aquí)

A continuación, la Fiscalía General del Estado presentaba una querella contra Puigdemont, todos los consellers (ministros regionales) y otros cargos públicos por la declaración unilateral de independencia o por actos previos. Mientras Puigdemont huye a Bélgica con algunos consejeros, el vicepresidente Oriol Junqueras y otros consejeros acuden a declarar y finalmente son encarcelados provisionalmente, a espera de juicio.

El 21 de diciembre de 2017 se celebraron las elecciones convocadas en virtud de la aplicación del artículo 155, que las fuerzas políticas independentistas rechazaban, pero a las que acabaron concurriendo. La participación se acercó al 80% y fue el partido Ciudadanos –constitucionalista- el que ganó las elecciones con más de un millón de votos y 36 escaños. Sin embargo,  los partidos independentistas (Junts per Catalunya, Esquerra Republicana de Catalunya y la Candidatura d’Unitat Popular, CUP) consiguieron, con el  47,49% de los votos, la mayoría absoluta al sumar 70 diputados en total.

Una vez constituido el parlamento regional, se producen una serie de tiras y aflojas de los partidos independentistas, que querían conseguir nombrar al huido presidente Puigdemont, lo que no consiguen porque el Tribunal Constitucional advierte de las consecuencias al presidente del parlamento, que desiste. Se intenta con otros independentistas encarcelados y tampoco se logra, porque se precisa que estén presencialmente en la investidura. Finalmente, se tras lograr un acuerdo los independentistas y por indicación del fugado Puigdemont, se nombra a Joaquim Torra, un personaje atrabiliario cuyo bagaje principal es haber realizado soflamas supremacistas e insultado a los españoles en general (ver aquí) y que ayer mismo no vaciló en declarar que “la democracia está por encima de cualquier ley”. Una vez nombrado el nuevo gobierno, la aplicación del artículo 155 quedo automáticamente extinguida.

Como hechos relevantes ocurridos tras ese momento, convendría recordar que la política del nuevo presidente ha sido absolutamente continuista con la del gobierno anterior, actuando como si no hubiera ocurrido nada desde el día anterior al 1 de octubre: sigue hablando del derecho de autodeterminación, insinúa una vía unilateral para obtener la independencia, alienta a la vía de hecho de determinados grupúsculos violentos denominados “CDRs”, que cortan vías de comunicación y acosan a los ciudadanos que no participan de sus ideas.

No ha habido, pues, una toma de conciencia del independentismo de la realidad jurídica y política ni el Gobierno central ha sido capaz de hacerle comprender con contundencia que se encuentra en un camino sin salida, que sólo puede conducir al deterioro de la convivencia en Cataluña, lo que, de hecho, ya está ocurriendo. Por otro lado, los acontecimientos en la política nacional han sufrido vicisitudes que han afectado también a la situación en Cataluña. A raíz de una sentencia de mediados de 2018 que condenaba la corrupción en el Partido Popular, en el gobierno en ese momento, prosperó una moción de censura contra el gobierno de Rajoy propuesta por el Partido Socialista, apoyado por otros partidos de izquierda y también….por los independentistas catalanes representados en el Congreso de los Diputados.

En un primer momento, este relevo en el gobierno central insufló en mucha gente la esperanza de que se produjera un cambio de aires que aligerara el ambiente: quizá un talante negociador pudiera desbloquear una situación de impasse que tenía visos de prolongarse indefinidamente ante unas posiciones independentistas encastilladas y un gobierno central silente e inmovilista. Sin embargo, las cosas no han evolucionado en el sentido anhelado. La dependencia del gobierno central del apoyo de unos diputados independentistas con agenda propia y desvinculados de la legalidad ha sido tolerable en tanto la relación se ha mantenido en el ámbito de los gestos y de las aproximaciones (algunas de una cierta relevancia como el acercamiento de los políticos presos a las cárceles catalanas, sobre cuyo carácter jurídico o político hemos debatido en el blog, ver aquí y aquí), pero cuando el asunto se ha situado en el ámbito de la aprobación de los presupuestos nacionales y en contrapartidas concretas por parte del gobierno nacional (por ejemplo, hablar de 21 puntos indicados por Torra, que incluían la autodeterminación, ante un “relator” que a todas luces pretendía ser un mediador internacional) la cosa no se ha podido sostener. Además, la experiencia en las recientes elecciones andaluzas, en que el PSOE ha perdido una mayoría que ostentaba desde hace 40 años y el crecimiento de un partido radical de derecha como VOX hacen temer que parte de la población española ha considerado la inacción e incluso tolerancia ante la rebelión catalana una cuestión de máxima relevancia ante las elecciones generales que, a no mucho tardar, deben convocarse.

En este contexto jurídico y político acaba de comenzar el juicio de los políticos secesionistas. Si he llegado a contar fielmente los hechos, creo que se podría concluir que, independientemente de cuestiones políticas que pudieran subyacer, se han producido unos hechos de importante relevancia penal que han de ser dilucidados en el ámbito jurisdiccional penal, sin que quepa retórica alguna acerca de la conveniencia de soluciones políticas al problema planteado, lo que en puridad es una falacia: nadie dudará que si un socio apuñala a otro porque ha regido con negligencia de la sociedad, quizá haya cuestiones que resolver en el ámbito mercantil, pero sin duda antes habrá que resolver las penales. Y aquí lo mismo: las cuestiones penales no resolverán los problemas políticos, pero no se pueden eludir.

Tampoco me parece que debamos enredarnos dialécticamente en la calificación que proceda atribuir los hechos: si lo cometido es un delito de rebelión (por haber concurrido violencias) o sólo sedición u otros (por no haber mediado violencia física) es una cuestión técnica que, precisamente, ha de resolver el tribunal según las peticiones de las partes, los hechos y las leyes. En mi opinión, como en materia penal no se puede hacer interpretaciones extensivas, es francamente dudoso apreciar la violencia en este caso, pues posiblemente el Código sólo pensaba en un golpe militar. Y en este punto precisamente ha estado la razón de la denegación de extradición del fugado Puigdemont en Alemania y Bélgica. Pero en realidad todo esto una cuestión accesoria frente al hecho evidente de que se han cometido graves hechos ilegales que pueden considerarse como golpe de estado, si con Kelsen entendemos que una revolución, en el sentido amplio de la palabra, que abarca también el golpe de Estado, es toda modificación no legítima de la Constitución –es decir, no efectuada conforme a las disposiciones constitucionales–, o su remplazo por otra.

También es accesoria, aunque relevante para los políticos presos, la cuestión de si deberían haber salido en libertad provisional o si por el contrario era preferible que permanecieran en prisión, por su posibilidad de fuga o de destrucción de pruebas. Nosotros expusimos nuestras dudas en posts como este.

Finalmente, no es accesoria, pero es mendaz y tramposa, la acusación que se intenta hacer al Tribunal de parcialidad y politización. Parafraseando lo que dije en este artículo en Expansión (aquí) -perdón por la autocita,- la diferencia entre los que son demócratas y los que no lo son es la misma que la que hay entre los listos y los tontos: como decía Ortega, el listo siempre está a cinco minutos de verse tonto a sí mismo; y el demócrata siempre está a cinco minutos de verse no demócrata, autoritario y abusón. Nosotros criticamos a nuestras instituciones porque queremos que mejoren, pero como sin duda no no lo van a hacer es con desfiles con antorchas, cantando himnos patrióticos o dando golpes de Estado. España está en los primeros puestos, en los índices de democracia y es seguro que el Tribunal Supremo va a confirmar esa calificación.

En definitiva, los intentos de deslegitimación de este juicio no son decentes. Y nosotros hemos de defender nuestras instituciones porque, como dice Timothy Snyder en Sobre la Tiranía, defender las instituciones nos ayuda a conservar la decencia. Además, creo que esos intentos son un esfuerzo inútil y, como en el dicho, todo esfuerzo inútil conduce a la melancolía. Que todo quede en eso.

Cambiar la perspectiva (Cataluña en Navidad)

Los resultados de las elecciones catalanas tienen muchas lecturas, pero quizás la palabra que mejor define la situación creada es bloqueo. No es que la sociedad esté dividida, sino que ante el órdago de la DUI y la respuesta del Estado, la fractura se ha  ahondado. Ninguna de las dos partes es capaz de captar votos de la otra y los porcentajes globales se mantienen; además, los votantes han tendido a colocarse en las trincheras más pobladas, dando la espalda a las opciones menos claras (En Comú y PSOE) o más débiles (CUP y PP). Parece necesario que hagamos un esfuerzo en cambiar de perspectiva para encontrar una solución a esta situación que perjudica enormemente a Cataluña y al resto de España, y que encierra enormes riesgos.

Como siempre se tiene mejor perspectiva con más distancia, quizás valga la pena que les ofrezca la de Joseph Weiler, a quién tuve ocasión de escuchar  en un acto del Instituto de Empresa unas semanas antes de las elecciones. Este catedrático de la Universidad de Nueva York -ex de Harvard- y especialista en Derecho Europeo, parece salido de una película de Woody Allen: barbado, con el pelo algo revuelto bajo su kipa, exhibe un el torpe aliño indumentario machadiano y resulta afable y cercano -aunque un alumno  suyo en Harvard me dice que su utilización del sistema socrático en clase aceleraba el pulso a toda la concurrencia-. El tema  son los movimientos centrífugos en Europa (Brexit, Escocia, Cataluña). Weiler habla de este último y parte de que la situación es de bloqueo: la defensa de la constitución y de la legalidad es legítima, pero los separatistas pueden defender también con lógica que este tipo de movimientos no se han hecho históricamente desde la legalidad. Por tanto, la defensa de la Constitución como norma suprema no es suficiente en este debate: la discusión debe llevarse al plano ético.

Weiler lo hace con dos argumentos: el primero es que el independentismo es una opción ética superada: el separatismo utiliza el concepto de Estado posterior a la primera guerra mundial. Al terminar esta, Europa se reorganizó a través de la convergencia entre Nación y Estado: al desmantelarse los imperios otomano y austro-húngaro, la solución fue crear una serie de Estados más pequeños que -en teoría- coincidían con las naciones, entendidas como comunidades étnicas, idiomáticas y culturales. El modelo nació con problemas pues casi siempre existían minorías dentro de los límites de esos Estados, lo que dio lugar a complejas regulaciones al respecto. Finalmente fracasó pues no solo llevó a la segunda guerra mundial sino que la cuestión de las minorías siempre fue un motivo de tensión, resuelto a través de la violencia y/o de la limpieza étnica. La última vez que sucedió este no es hace un siglo: las últimas guerras en Yugoslavia son de hace menos de 20 años.

Esto es importante porque cambia la esencia del problema en nuestro caso. La cuestión no es ya que la sociedad esté dividida casi al 50%: tampoco sería buena una solución impuesta a la otra parte por el 51%, el 60 o el 80%, pues en todo caso tendremos un problema ético de uniformización o expulsión de las minorías. La solución, por tanto, no parece que sea la disgregación indefinida, sino al contrario la integración a través de la colaboración en estructuras superiores, es decir, la Unión Europea.

La segunda idea de Weiler -la más sorprendente para nosotros, tan dados a criticar lo nuestro- es que la Constitución Española se puede considerar como un modelo, un ideal para los que piensan que hay que superar esa idea de identidad entre nación y Estado. El reconocimiento de las nacionalidades en el artículo 2 -sin perjuicio de un Estado único y de una solidaridad entre ellas- implica ir más allá no solo del Estado-nación clásico sino incluso del Estado Federal. Es pasar de la Demo-cracia a la Demoi-cracia, o poder de los pueblos. Los ciudadanos no tendríamos un único nivel de pertenencia sino una pertenencia múltiple a nuestra región/nación, a la nación española, y a Europa. Para el profesor, esto supone no sólo una mayor integración y unas ventajas prácticas políticas (paz) y económicas (mercado) sino una disciplina moral individual: el reconocer que cada uno de nosotros puede tener varias pertenencias compatibles nos aleja de los exclusivismos y de la violencia, y nos permite aprovechar la diversidad.

Traducido a nuestro caso, esto no solo hace desaparecer la necesidad de independencia sino también la de imponer la existencia de una única nación, la española. Por supuesto unos dirán que esto son construcciones teóricas que pretenden ignorar el sentimiento y la voluntad de un pueblo (de cual, diría yo) y otros, que supone una traición a la unidad de la nación española reconocida en la constitución. Un cuento de Navidad para ilusos.

Pero también puede ser simplemente una nueva fase del desarrollo político de la humanidad que ya está aquí pero que nos cuesta reconocer. Nuestras identidades originales no desaparecen pero se relacionan con identidades más amplias que nos permiten colaborar con un número mayor de personas, en beneficio de todos.

Feliz Nochebuena.

Quod omnes tangit… (Cataluña y el significado del Estado de Derecho)

Cuando un problema se plantea de manera técnicamente deficiente, el resultado habitual es la incomprensión y el sentimiento de agravio. Esto es lo que parece estar ocurriendo con ocasión del referéndum unilateral organizado por la Generalitat. El Gobierno invoca su ilegalidad por contravenir la Constitución, pero no explica el fundamento último de esa contravención. Se queda en una visión meramente legalista del asunto, al modo del funcionario de ventanilla que a nuestra justificada petición responde que a la instancia le faltan dos pólizas. Por ese motivo, la otra parte es capaz de construir un discurso convincente (al menos en Cataluña) alegando los principios superiores de la voluntad democrática frente a las normas periclitadas o injustas, así como la endeblez del Estado de Derecho español, sin división real de poderes o con instituciones fundamentales capturadas por los políticos.

Para explicar bien por qué Cataluña no puede decidir unilateralmente su independencia sin autorización de la nación española en su conjunto no es conveniente comenzar invocando normas jurídicas o decisiones jurisprudenciales. Porque su real o supuesto desprestigio termina arrastrando al argumento en su conjunto. Esto solo debemos hacerlo al final, después de exponer los principios fundamentales a los que esas normas y decisiones responden. Y esos principios son ni más ni menos que los que han configurado la tradición político constitucional de Occidente, un logro colectivo no menor, del que deberíamos estar especialmente orgullosos los españoles (incluidos los catalanes), pues nuestra contribución a tal fin ha sido decisiva.

Si hemos de sintetizar por razón del espacio, quizás nada lo explique mejor que la curiosa historia de una máxima o fórmula latina muy antigua: Quod omnes tangit, ab omnibus tractari et approbari debet (“Lo que a todos toca, debe ser tratado y aprobado por todos”). Como es tan típico de la historia legal y política europea, se trata de una máxima del Derecho Romano Privado clásico, desarrollada por los canonistas medievales para aplicarla al gobierno de la Iglesia y que terminó convirtiéndose en uno de los principios fundamentales del Derecho Constitucional moderno.

Efectivamente, originariamente la máxima aparece en el Digesto de Justiniano, relacionada con el régimen de la tutela. Cuando en el siglo XII se recibe de nuevo el Derecho Romano en Europa, su prestigio es tan elevado (se considera nada menos que la propia “ratio scripta”) que enseguida se aplica a los nuevos problemas sociales de la época. No es de extrañar, por tanto, que los canonistas hagan uso abundante de la fórmula para resolver múltiples problemas, desde la responsabilidad del Papa hasta la naturaleza de los concilios generales. De esta manera, paulatinamente, se termina llegando a un nuevo sentido bastante alejado del originario, pero que estaría llamado a tener una proyección futura formidable: una cuestión que “toca” a toda la comunidad, debe ser tratada y aprobada por una asamblea representativa que actúe en nombre de todos. En la segunda mitad del siglo XIII esta máxima ya era aceptada como un principio de Derecho constitucional, al margen de la Iglesia, primero en Italia, y luego en Inglaterra, Alemania y España.

Pero si termina siendo recibido con tal fuerza en el Derecho político moderno, es sin duda gracias al papel jugado en su difusión por la ilustre segunda escolástica española, especialmente por Vitoria, Las Casas y Suárez. Los dos primeros lo extienden al Derecho Internacional como consecuencia de los problemas derivados de la Conquista española, pero Suárez lo aplica al mismo fundamento de la comunidad política nacional, al fijar su único origen en el pactum in societatis previo al establecimiento de toda sociedad política. Son los ciudadanos actuando de consuno los que conforman la convivencia política y, por eso, lo que a todos atañe, requiere del consenso de todos.

La evidente conclusión es que, aun antes de la aprobación de la Constitución española de 1978, Cataluña no hubiera podido organizar un referéndum unilateral de independencia, pero no porque lo prohibiesen las Leyes Fundamentales del Régimen o la Ley de la Reforma Política, sino porque desde hacía cinco siglos formábamos una comunidad política y, sin Cataluña, España no es España, ni podría continuar llamándose así, sino que habría que buscarle otro nombre. Nuestra actual Constitución, por tanto, no crea ex novo absolutamente nada, sino que se limita a constatar para nuestra comunidad ese principio fundamental del Derecho constitucional europeo. Que la calidad del Estado de Derecho español sea deficiente o que sus instituciones estén contaminadas por influencias políticas, algo del todo evidente, no tiene nada que ver con este asunto. Mejorémoslas, sin duda, luchemos por su calidad e independencia, pero si quieren ser fieles a su origen histórico, en este punto nunca podrán decir algo distinto de lo que ahora defienden.

Ello no impide, por supuesto, que con el consentimiento de todos pueda articularse una reforma constitucional que permita en determinadas condiciones una consulta. Pero esa reforma no salva un mero obstáculo legal, sino que articula un consentimiento general de la nación española, dispuesta, en el caso de que concurran determinas circunstancias, a dejar de ser una única comunidad política para ser varias: Porque lo que a todos toca, deber ser aprobado por todos.

Fact check: Radiografía del artículo 155 de la Constitución

Nota elaborada por el profesor Jorge de Esteban.

I.- EL ARTICULO 155 COMO FALACIA

El artículo 155 de la Constitución, desde hace más de cuatro años, es el más citado tanto por políticos como por muchos ciudadanos y lo curioso es que nadie conoce su complejidad. Veamos los errores que se cometen:

  1. Es un artículo para suprimir la autonomía de una Comunidad Autónoma, cuando se muestre díscola. Es falso, porque su aplicación permite una amplia graduación de medidas, según sea la mayor o menor gravedad de los hechos.
  2. Es un artículo cuya aplicación puede ser inminente para solucionar el problema inmediatamente. Es falso, porque el artículo dispone de dos posibilidades: una primera, de carácter disuasorio que puede acabar enseguida si la Comunidad Autónoma rectifica y una segunda ejecutiva, en caso de que no rectifique, de efectos retardados, puesto que, como veremos, puede  comportar entre  tres semanas y  dos meses.
  3. Es un artículo que todavía no ha sido desarrollado por una ley orgánica necesaria. Es falso, porque el artículo ya ha sido desarrollado por el artículo 189 y concordantes del Reglamento del Senado. Y precisamente este desarrollo lo ha complicado todo y empeorado sustancialmente, pues ha acabado con la inmediatez que el texto de la Constitución, al igual que el artículo 37 de la Ley Fundamental de Bonn, permitía en su aplicación con el único requisito de que  las medidas propuestas por el Gobierno sean aprobadas por la mayoría absoluta del Senado.
  4. Es un artículo que no ofrece dificultades para su aplicación, porque el PP cuenta con 149 senadores de un total de 266. Es falso, porque si los 62 senadores socialistas no están de acuerdo, además del resto de senadores, 35 que más o menos,  son casi todos nacionalistas o populistas, pueden dificultar las medidas a tomar, porque en este caso no se trata de un proyecto de ley ordinario en el que solo basta con disponer de una holgada mayoría. Los debates pueden convertirse así en un auténtico psicodrama
  5. Por otro lado, según el artículo 90.2 de la CE el plazo para la actividad normal legislativa del Senado, es de dos meses. Sin embargo, el artículo 133 y ss. del Reglamento del Senado establecen un procedimiento especial para los proyectos declarados urgentes por el Gobierno, los cuales disponen de un plazo de veinte días naturales. Pero en el caso del artículo 155, no parece posible cumplir con este plazo debido a las peculiaridades tan importantes que se deben debatir en la Comisión General de las Comunidades Autónomas. En este sentido, se sabe cuándo comienzan los debates, pero no cuándo acaban.
  6. En consecuencia, el artículo 136 del Reglamento indica que “cuando no resulte aplicable lo dispuesto en el artículo 133, la Mesa del Senado, a propuesta de la Junta de Portavoces, podrá establecer que los proyectos legislativos (en este caso, tal vez habría que hablar de resolución) se tramiten en el plazo de un mes, reduciendo a la mitad los plazos establecidos en el procedimiento legislativo ordinario. Pero en tal supuesto, si muchos senadores no están a favor de las medidas a aplicar a una CCAA por el Gobierno no sólo podrían solicitar ampliar los plazos, sino también utilizar el filibusterismo para alargar todo lo posible las decisiones que perjudican a esa CCAA.

 

II.- DESARROLLO DE LAS DIFERENTES FASES PROCESALES

De acuerdo con lo que expresa el mismo artículo 155, más lo que dice el artículo 189 y complementarios del Reglamento del Senado, podemos establecer las siguientes fases procesales:

  1. Cuando una CCAA no cumple las obligaciones que la Constitución u otras leyes le imponga o atente gravemente contra el interés general de España, el Gobierno requerirá al Presidente de la CCAA para que deje de actuar así.
  2. Si no le hace caso, el Gobierno le comunicará las medidas que propone si se mantiene en su incumplimiento
  3. Para la ejecución de las medidas previstas, el Gobierno podrá dar instrucciones a todas las autoridades de la CCAA.
  4. El Gobierno presentará a la Mesa del Senado un escrito con su advertencia, la demostración de que no  ha rectificado el Presidente de la CCAA y las medidas propuestas.
  5. La Mesa del Senado remitirá dicho escrito y la documentación pertinente a la Comisión General de las Comunidades Autónomas del Senado.
  6. La Comisión podrá encargar o realizar encuestas o estudios para conocer mejor el tema.
  7. La Comisión podrá recabar, a través del Presidente del Senado, la información y ayuda que necesite del Gobierno y sus Departamentos, así como de las CCAA o de cualquier autoridad del Estado.
  8. Igualmente la Comisión podrá solicitar la documentación conveniente cuando lo solicite un tercio de los miembros de la Comisión.
  9. La Comisión podrá solicitar asimismo la presencia de otras personas para su información en cuestiones de su competencia.
  10. El Gobierno podrá intervenir, si así lo desea, en las sesiones de la Comisión.
  11. También podrá intervenir el Presidente de la CCAA o un Consejero designado para ello.
  12. Las intervenciones en las sesiones se podrán hacer en cualquiera de las lenguas españolas que sean cooficiales.
  13. El Presidente de la Comisión, oída la Mesa y previa consulta con los Portavoces de los Grupos Parlamentarios fijará, según las intervenciones solicitadas y los puntos del orden del día, el orden y la duración de las mismas, así como la ordenación posterior de los debates.
  14. Todos los senadores designados por las Asambleas de las CCAA que no sean miembros de la Comisión General de las CCAA, podrán asistir a las sesiones, así como inscribirse en el registro de oradores para hacer uso de la palabra en todos los debates.
  15. Si el Gobierno solicita el uso de la palabra iniciará el turno de oradores.
  16. La Comisión General de las CCAA podrá constituir una ponencia para que estudie el problema con carácter previo, pudiendo intervenir en la misma todos los senadores designados por las Asambleas de las CCAA.
  17. En cualquier caso se podrá solicitar un dictamen al Consejo de Estado sobre las medidas propuestas por el Gobierno
  18. La Comisión podrá encomendar la preparación de informes previos a cualquiera de sus miembros, a propuesta de su Presidente y con la aprobación de la mayoría de la misma.
  19. La Mesa fijará en cada caso los plazos disponibles para la preparación de los informes a que se hacen referencias en los apartados anteriores.
  20. Mientras que no se diga lo contrario solo se computarán los días hábiles.
  21. La Comisión formulará propuesta razonada sobre si procede o no la aprobación solicitada por el Gobierno, con los condicionamientos o modificaciones que, en su caso, sean pertinentes en relación con las medidas proyectadas.
  22. Finalmente, el Pleno de la Cámara someterá a debate dichas propuestas, con dos turnos a favor y dos en contra de veinte minutos cada uno y las intervenciones de los Portavoces de los Grupos parlamentarios que lo soliciten por el mismo tiempo. Concluido el debate, se procederá a la votación de la propuesta presentada, siendo necesario para la aprobación de la resolución el voto favorable de la mayoría absoluta de Senadores.

 

CONCLUSIÓN: Por todo lo expuesto es imposible que el procedimiento del artículo 155 pueda aplicarse antes de dos semanas aproximadamente y no como dicen los asesores de La Moncloa en cinco días, según le trasmitieron a Lucía Méndez. Por consiguiente, a diez días del 1 de octubre , ya no se llega a tiempo para detener el eventual referéndum ilegal. Y aplicar después de ese día el artículo 155 sin saber cómo va a acabar esta aventura, resulta como menos azaroso. Hace dos meses que se tenía que haber tomado esta decisión y no se quiso, incluso se podía haber derogado el artículo 189 del Reglamento del Senado, según el artículo 196 del mismo, aplicando únicamente lo que señala el artículo 155 de la CE, que, de este modo, sí se podría aplicar en tres días. Ahora veremos si no fue un tremendo error.

Y ahora, la Ley estatal: anulado el Impuesto de Plusvalía si no hay aumento de valor

Cuando la STC de 16 de febrero de 2017 declaró inconstitucional la Norma Foral 16/1989 en la medida que permitía el gravamen por IIVTNU ( Plusvalía Municipal) cuando no existía aumento real de valor, ya advertimos en este post que las normas de la Ley estatal (107.2 y 110.4 del RDL 2/2004, de 5 de marzo) iban a correr la misma suerte por ser casi idénticas. No ha habido que esperar mucho: así lo declara la STC de 11 de mayo de 2017 (ver aquí). Como reproduce en gran parte la anterior ya comentada, resumo lo esencial de la argumentación.

Lo que se enjuicia por el tribunal es si exigir el impuesto en los casos en que no hay incremento real de valor infringe el principio de capacidad económica consagrado en el art. 31 de la Constitución. El TC ha declarado reiteradamente (entre otras, STC 2/1981) que los principios de este artículo, y en particular el de capacidad económica, no se imponen sólo a los ciudadanos sino también al legislador, y operan por tanto, «como un límite al poder legislativo en materia tributaria» (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4). La STC de 16 de febrero rechazó que ese principio “solo pueda predicarse del sistema tributario en su conjunto y no de cada impuesto en particular”. Al contrario, señaló que “el hecho de que el Constituyente no haya precedido el principio de capacidad de un artículo (“la”) sino de un adjetivo posesivo (“su”), lo asocia inexcusablemente también al sujeto… esto es, «respecto de cada uno».

Sin embargo, el TC reconoce al legislador un amplio margen en cuanto a la forma de determinación y cálculo del tributo, bastando con que «dicha capacidad económica exista, como riqueza o renta real o potencial en la generalidad de los supuestos contemplados por el legislador al crear el impuesto, para que aquél principio constitucional quede a salvo». El límite a esa discrecionalidad es que en ningún caso puede «establecer un tributo tomando en consideración actos o hechos que no sean exponentes de una riqueza real o potencial, o, lo que es lo mismo, en aquellos supuestos en los que la capacidad económica gravada por el tributo sea, no ya potencial, sino inexistente, virtual o ficticia» (SSTC 26/2017, FJ 3; y 37/2017, FJ 3).

La consecuencia es que no basta que exista transmisión del terreno y paso del tiempo para que se pueda generar este tributo. También es necesario que exista el incremento real del valor:  Al hecho de esa transmisión hay que añadir, por tanto, la necesaria materialización de un incremento de valor del terreno, exponente de una capacidad económica real o, por lo menos, potencial…  cuando no se ha producido ese incremento …, la capacidad económica pretendidamente gravada deja de ser potencial para convertirse en irreal o ficticia, violándose con ello el principio de capacidad económica”. Es interesante en que el término potencial no significa (como pretende el Abogado del Estado) ficticio o hipotético, sino que debe existir realmente aunque no se haya realizado (el caso, por ejemplo, de transmisión por donación o herencia).

Lo único novedoso en la sentencia es que entra a analizar unos argumentos propuestos por el Abogado del Estado que no se aplicaban en el caso de la Ley Foral. El primero es que los Ayuntamientos podían aplicar una reducción del importe de hasta un 60% cuando se hubiesen revisado  los valores catastrales. Y el segundo es que tras el RDL 1/2004 es posible revisar a la baja los valores catastrales. Sin embargo, como señala el TC, el que eso se hubiera previsto por el Ayuntamiento tendría como único efecto reducir la cuota del tributo, pero se seguiría pagando en caso de reducción de valor del terreno, lo que sigue infringiendo el art. 31 CE.

La conclusión final es clara: “Los preceptos cuestionados deben ser declarados inconstitucionales, aunque solo en la medida en que no han previsto excluir del tributo las situaciones inexpresivas de capacidad económica por inexistencia de incrementos de valor”.

    Como la anterior sentencia, señala que lo inconstitucional es solo cobrar si no hay incremento. Considera lícita la forma de cálculo del impuesto cuando sí exista incremento de valor: “es plenamente válida la opción de política legislativa dirigida a someter a tributación los incrementos de valor mediante el recurso a un sistema de cuantificación objetiva de capacidades económicas potenciales”.  Parece por tanto que esta sentencia no implica la nulidad de la imposición si el incremento real es inferior a la base imponible que resulta del sistema objetivo de cálculo establecido por la ley: existiendo incremento, aunque sea pequeño, no se va a poder impedir la aplicación del impuesto tal y como está regulado. La STC de febrero justificaba esto señalando que si bien la capacidad económica ha de predicarse en todo impuesto “la concreta exigencia de que la carga tributaria se “module” en la medida de dicha capacidad sólo resulta predicable del “sistema tributario” en su conjunto” ATC 71/2008).

En esto se separa el TC de alguna de la jurisprudencia como la  Resolución del Tribunal Administrativo de Navarra de 7 de mayo de 2013, que entendió que era posible impugnar las liquidaciones también en el caso de una manifiesta desproporción entre las cuantías liquidadas y los valores reales.

A mi juicio la postura del TC es muy discutible. El auto citado (ATC 71/2008) se refería a un impuesto sobre el juego, y señalaba que los fines específicos de ese impuesto justificaban una aplicación no estricta de la proporcionalidad. No parece que eso se pueda extender a un impuesto como IIVTNU que hace referencia al incremento de valor.

En todo caso, cuando exista un incremento real muy pequeño  cabría encontrar un  límite en el carácter confiscatorio del impuesto prohibido por el art. 31. El TC  ha señalado que sería confiscatorio todo tributo que agotase la riqueza imponible ”, de manera que si se prueba que la cuota del impuesto (no la base imponible) es igual o superior al aumento de valor (aunque este exista), su aplicación también sería inconstitucional.

El efecto de la declaración de inconstitucionalidad es la nulidad de la norma (art. 39 LOTC) lo que implica una falta de producción de efectos ex tunc  con el único límite de la cosa juzgada (art 164 Constitución y 40 LOTC). Aunque en materia tributaria la STC 45/1989 señaló que los efectos de la declaración de inconstitucionalidad de leyes tributarias pueden ser objeto de limitación, en este caso el TC no establece ninguna limitación. Esto debería suponer a mi juicio la posibilidad de pedir la devolución de las cantidades ingresadas indebidamente por este impuesto dentro de los últimos 4 años (art. 66 LGT).

El problema tanto para las devoluciones como para las futuras liquidaciones va a ser cómo probar que no ha habido incremento de valor. En este punto la STC es confusa e imprecisa cuando dice: “Por último, debe señalarse que la forma de determinar la existencia o no de un incremento susceptible de ser sometido a tributación es algo que sólo corresponde al legislador, en su libertad de configuración normativa, a partir de la publicación de esta Sentencia, llevando a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del impuesto que permitan arbitrar el modo de no someter a tributación las situaciones de inexistencia de incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana.” Parecería que es el legislador puede determinar  cuando hay o no incremento con total libertad, pero esto es totalmente incongruente con la sentencia: si esto fuera así la Ley actual hace precisamente eso, establecer que en todo caso hay incremento. Está claro que solo si hay un incremento real del valor del terreno se puede imponer el impuesto: por tanto, el legislador podrá establecer una norma para determinar cuando existe –o no- incremento, pero no de manera arbitraria sino basado en elementos que se conecten con el valor real, y sujeto a revisión judicial (si no se infringiría el art. 24 CE).

En la práctica la prueba del no incremento planteará graves problemas porque en la mayoría de los casos  lo que se transmite es un inmueble construido, por lo que la reducción del valor del conjunto no implica necesariamente que se haya reducido el valor del suelo.

Para evitar la judicialización masiva de esta cuestión –y su enorme coste- el legislador debe establecer con urgencia un criterio objetivo razonable basado en elementos estadísticos ajenos a las administraciones involucradas. Este sistema deberá además tener en cuenta la depreciación monetaria, pues solo así se puede determinar si el incremento es real (STC 27/1981, FJ 6, citada por la 221/1992).

Disciplina de voto, mandato imperativo, partitocracia…

Sorprende de veras la forma de plantear el debate que estamos viviendo acerca de la libertad de voto y la disciplina de partido. Y sorprende porque me parece que se está pintando un cuadro donde predomina el trazo grueso, dicho sea con todos los respetos hacia quienes en él han participado pues son todos distinguidos expertos.

Para mayor confusión, cuando sus opiniones se trasladan a los relatos periodísticos, inevitablemente más generales, la cuestión se simplifica aún más. La conclusión, casi unánime, que obtiene el lector es que la disciplina del voto del diputado y su sumisión a lo decidido por el partido político es lo más natural del mundo teniendo en cuenta que este ha sido elegido en unas listas cerradas. Si incorporamos la pregunta de si esa misma argumentación vale para el senador que ha sido elegido en listas abiertas, de forma nominal, ya las respuestas flaquean. Pero flaquean poco por la sencilla razón de que tal pregunta importuna ni siquiera se hace.

De manera que el partido manda y el diputado obedece. Claro como el cielo limpio que no alcanza a manchar nube gris alguna.

Sin embargo, propongo que, a quien se adormile sosegado bajo ese cielo apacible, le despertemos preguntándole algo tan sencillo como:  ¿está usted de acuerdo con el sistema partitocrático en que se ha convertido la democracia española? A buen seguro contestará que no, sin advertir que la fórmula que con tranquilidad ha asumido lleva justamente a las prácticas partitocráticas más extremas (y abominables).

Sigamos siendo crueles con nuestro interlocutor y procedamos a inquietarle un poco más preguntándole de nuevo: ¿cómo valora usted el nivel profesional, el intelectual, el prestigio personal de nuestros diputados? Contestará sin duda que no puede ser peor porque los partidos escogen, en lugar de a personas valiosas, a personas sumisas y bla, bla, bla …

Es decir, la opinión pública aplaude que el partido mande al diputado que ha de obedecer, no le gusta la indisciplina porque para eso es diputado de un partido pero al mismo tiempo abomina de la partitocracia y del bajo nivel de los diputados. La incoherencia no puede ser más manifiesta.

La Constitución es más sabia y más prudente que la opinión pública. Y, fruto como es de debates perfilados y de profundas raíces históricas, aporta unos cuantos matices para zarandear las conclusiones precipitadas. Y así empieza por decir en el artículo 67. 2 que “los miembros de las Cortes generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Lo mismo podemos leer en las Constituciones francesa, alemana … Después en otro artículo, el 79. 2 señala que “el voto de senadores y diputados es personal e indelegable”.

¿No valen nada estas declaraciones? ¿Son como vulgarmente se dice papel mojado? ¿O el resplandor del rayo si nos queremos dejar arrebatar por la lírica? Eso parece porque, cuando en el debate que vivimos, recordamos la existencia de estas previsiones constitucionales, lo cierto es que inmediatamente se despeja el problema afirmando que nada tienen que ver con la realidad, pues esa señora, la realidad que manda, lo que nos dice es que los partidos políticos son los que llevan la batuta y por tanto los que deciden aquello que el diputado (o senador) ha de votar sobre las cuestiones que pasan por su escaño. Y se añade: la prohibición del mandato imperativo es una reliquia histórica y como todas las reliquias puede servir como amuleto, para practicar un culto inocente o, si se prefiere, como homenaje pintoresco a un pasado ya periclitado. Además así ocurre en todos los países, nos enseñan, lo cual no es siempre cierto porque en Francia el Gobierno de Hollande ha tenido que retirar varias propuestas -y no menores- por discrepancias en el seno del grupo socialista y en Alemania es frecuente que su Gobierno tenga que hacer encaje de bolillos para conseguir el voto favorable de todos los diputados que lo sostienen.

Cuando se lee esta forma de razonar, a mí -lo confieso- se me sublevan los entresijos de mis entendederas. Porque, veamos: si nosotros despachamos un par de preceptos constitucionales así a la ligera y los enviamos al lado oscuro del salón donde reposaba el arpa bécqueriana, ¿por qué hemos de extrañarnos de que el independentista catalán o el antisistema podemita quiera hacer lo mismo con los que considere obsoletos en nuestro ordenamiento constitucional?

No y mil veces no. Ese no es el camino de discurrir de un jurista que dispone de los utensilios que presta, ya muy afinados, la interpretación constitucional.

Y así, si seguimos, como es obligado, por el sendero de la Constitución advertiremos que esta se ocupa también de los partidos políticos a los que se encomienda concurrir “a la formación y manifestación de la voluntad popular” pues son “instrumento fundamental para la participación política” (artículo 6).

Es decir, otorga un papel relevante a los partidos.

Pues bien, siendo estas las cartas repartidas, lo necesario es acudir a las reglas que regulan ese juego de cartas. Y lo que nos enseña su reglamento y, más allá, el solfeo de la interpretación es que todos los preceptos constitucionales han de convivir -en tensión o pacíficamente- pero sin que uno de ellos pueda llevarse por delante a otro u otros expulsándolos del paraíso constitucional. Se impone la armonía, la ponderación de lo que, de acuerdo con el principio de proporcionalidad, sea relevante proteger.

En relación con el debate en el que estoy interviniendo ni la prohibición del mandato imperativo se puede entender de tal manera que cada diputado haga lo que le pete ni la importancia del partido político en el actual Estado democrático puede arruinar lisa y llanamente la autoridad de que goza el diputado (o senador).

De acuerdo con esta línea argumental, puede decirse que el parlamentario ha de votar en libertad pero de acuerdo con el programa electoral con el que ha sido elegido que está obligado a respetar como igualmente ha de respetar los compromisos políticos que se contienen en lo que algún autor alemán (N. Achterberg) llama “parámetros esenciales”, es decir, ideas básicas del partido a las que está obviamente vinculado.

Pero añadamos ahora que, a estos protagonistas, partido y parlamentario ha de  agregarse otro ser colectivo de enorme importancia, a saber, el grupo parlamentario. Una realidad que se ve muy clara en el Parlamento europeo donde en cada grupo conviven decenas de partidos nacionales.

Se advierte, tras lo dicho, la dimensión conflictiva del asunto que de forma tan despachada se resuelve en nuestro medio.

Partido – parlamentario- grupo político. Tres personas distintas que han de dar como resultado una sola verdadera.

¿Cómo?

El Partido debe en efecto fijar posiciones básicas de acuerdo con su ideario. Ahora bien, a renglón seguido, se suscita la pregunta: ¿qué órgano del partido? Porque vemos cómo en el seno del PSOE, que es de donde procede toda la polémica, sus actores, leyendo el mismo Evangelio, es decir, los mismos Estatutos y Reglamentos, unos han atribuido la competencia para decidir al comité federal y otros directamente a los militantes. O a la Comisión gestora o al secretario general. Las alternativas son múltiples. Por tanto las normas internas han de ser claras en este punto. Pero sinceramente ¿es ello posible? Sospecho que no es fácil.

En cualquier caso se impone que el grupo parlamentario se encuentre siempre en el meollo de cualquier decisión que, al cabo, haya de traducirse en un voto en el hemiciclo. Esta presencia inderogable del grupo garantiza que el diputado o senador, individualmente considerado, sea oído y se pronuncie sobre las cuestiones de las que está al corriente por su pertenencia a esta o a aquella comisión o por ser un profesional conocedor de lo que se debate, etc.

Reducir al grupo (y al diputado) a la condición de simple destinatario de una decisión tomada en el seno del partido sin respetar su participación activa es tergiversar el sentido de la prohibición del mandato imperativo y volver a la época en que el diputado era un simple representante de un gremio, ciudad etc (con lo que acabó la revolución francesa). Solo que ahora del partido. Es el perinde ac cadaver de las constituciones ignacianas.

 E insisto: si nosotros ignoramos los artículos 67.2 y 79. 2, ¿por qué nos ha de extrañar que otros políticos ignoren los artículos constitucionales que consideren expulsados de la Historia?

¿No es más razonable tratar de dar al conjunto un tratamiento armónico?

Por eso me parece pésima la forma en que ha decidido el PSOE en esta crisis.

Pues hemos asistido a un debate en el que se han barajado como depositarios de la legitimidad para decidir la investidura del Presidente del Gobierno al Comité federal, a los afiliados … Todos menos a los diputados que conforman el grupo socialista en el Congreso compuesto casualmente por personas que han sido elegidas, no por los miembros del partido ni en elecciones internas, sino coram populo por todos los españoles que respaldaron las siglas socialistas en elecciones avaladas por un sistema electoral depurado que, en caso de conflicto, está vigilado por los jueces. ¿Qué mayor legitimidad se puede pedir?¿Por qué han estado en un plano secundario (si es que han estado en alguno) quienes ostentan la representación de todos aquellos españoles que, sientiéndose socialistas, votaron al PSOE el pasado 26 de junio?

Lo irritante es que -como he adelantado- aquellos que han puesto en marcha este proceder más todos aquellos que lo aplauden o les parece lógico son exactamente los mismos que abominan de la partitocracia y que se lamentan del bajo nivel de nuestros diputados a Cortes.

Pero ¿puede de verdad un profesional serio y con criterio político aceptar tal desaforada sumisión?

 

 

Diario de Barcelona: Independencia ¿Para qué?

El problema político más importante que deberá afrontar el nuevo gobierno que presida Rajoy será el planteado en Cataluña con el asunto del referéndum por la independencia que reclaman con insistencia desde las instituciones catalanas, tanto el presidente de la Generalitat como la presidenta del Parlament, apoyados por una mayoría, mínima pero mayoritaria, de diputados catalanes. Ahora bien, ¿existe voluntad política de afrontar el problema o se seguirá remitiendo las decisiones del Parlament o del Govern de la Generalitat a los tribunales, a través de la fiscalía general del Estado? Ahora hay un nuevo escenario y quizás el presidente del Gobierno español se vea obligado a tomar alguna iniciativa a no ser que se tenga la intención de acudir a las urnas, nuevamente, en poco más de un año.

Todos los partidos, incluido el PP, han apuntado la necesidad de una reforma constitucional, aunque con distinta intensidad. Las tres cuestiones más importantes que deberá afronta esa reforma, además de otras, serán: la configuración territorial de España y su financiación; la reforma del Título IVde la Constitución para que se prevea una salida rápida a la interinidad cuando no sea posible, por un partido o coalición de partidos, obtener una mayoría absoluta; y, por último, la cuestión de la sucesión a la Corona. Centrémonos, pues, en lo que nos ocupa en este “diario”, principalmente: Cataluña.

Si la reforma constitucional reconociese lo que ya es una realidad, o sea la existencia de naciones dentro del Estado español, de un estado federal como propone mayoritariamente el PSOE y se contempla con dificultan en el PP; alternativa que los independentistas, sean catalanes, vascos o gallegos, es probable que no acepten, pero que sin gustar demasiado podría ser viable, entonces gran parte del problema quedaría resuelto. Al menos para el próximo cuarto de siglo. Esa reforma, amplia, de la Constitución tendrá que someterse a referéndum de todos los españoles. Y es en ese referéndum en el que deberán centrarse tanto el gobierno como los partidos para que la reforma constitucional prospere, reforma que podría llevar aparejado el reconocimiento de la nación catalana.

Si el gobierno afronta esta cuestión tan importante como ha hecho en estos cinco últimos años, cuatro de ellos con mayoría absoluta, poniéndose de perfil y no haciendo nada, la bola de nieve independentista ira creciendo. Si se ofrece una alternativa, apoyada mayoritariamente por los partidos, fruto del consenso, el secesionismo volverá al sitio de donde nunca hubiese debido salir: un lugar minoritario en el escenario político y social de catalanes y vascos.La única explicación de por qué el independentismo, ruinoso e imposible para Cataluña, goce de tanto apoyo, es el desprecio –o, en el mejor de los casos, el escaso aprecio- con el que los gobiernos del PP han tratado los problemas de Cataluña, quizás el motor, junto a Madrid, más poderoso de la economía española. El PP ha sido como ese perro que mordía la mano que le daba de comer, hasta que la mano se hartó.

Hasta hace pocos años (menos de cinco) no hubo un sentimiento independentista en Cataluña, salvo en una minoría. Ahora, en cambio, es un sentimiento bastante generalizado. El tiempo de las grandes ensoñaciones nacionales, aquél en el que unos cuantos mandaban a los pueblos a morir por la patria, una patria en la que los pueblos no se sentían reconocidos, ha pasado. ¿Pudo ser Cataluña una nación independiente? Quizás. ¿Cuándo? Hay opiniones para todos los gustos. Pero eso son elucubraciones que carecen de sentido. Lo que pudo haber sido y no ha sido, es una abstracción y, por lo tanto, un absurdo, escribía el poeta Elliot. Independencia, ¿para qué?, ¿para vivir peor?, ¿para estar más aislados?, ¿para quedarnos fuera de Europa? Mas si en el gobierno de España continúa con esa miopía política de la que, encima, alardea, al final no será posible encauzar una solución aceptable y duradera. El sentimiento independentista, aunque sólo sea eso, un sentimiento, irá creciendo sin remedio.