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Y ahora, la Ley estatal: anulado el Impuesto de Plusvalía si no hay aumento de valor

Cuando la STC de 16 de febrero de 2017 declaró inconstitucional la Norma Foral 16/1989 en la medida que permitía el gravamen por IIVTNU ( Plusvalía Municipal) cuando no existía aumento real de valor, ya advertimos en este post que las normas de la Ley estatal (107.2 y 110.4 del RDL 2/2004, de 5 de marzo) iban a correr la misma suerte por ser casi idénticas. No ha habido que esperar mucho: así lo declara la STC de 11 de mayo de 2017 (ver aquí). Como reproduce en gran parte la anterior ya comentada, resumo lo esencial de la argumentación.

Lo que se enjuicia por el tribunal es si exigir el impuesto en los casos en que no hay incremento real de valor infringe el principio de capacidad económica consagrado en el art. 31 de la Constitución. El TC ha declarado reiteradamente (entre otras, STC 2/1981) que los principios de este artículo, y en particular el de capacidad económica, no se imponen sólo a los ciudadanos sino también al legislador, y operan por tanto, «como un límite al poder legislativo en materia tributaria» (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4). La STC de 16 de febrero rechazó que ese principio “solo pueda predicarse del sistema tributario en su conjunto y no de cada impuesto en particular”. Al contrario, señaló que “el hecho de que el Constituyente no haya precedido el principio de capacidad de un artículo (“la”) sino de un adjetivo posesivo (“su”), lo asocia inexcusablemente también al sujeto… esto es, «respecto de cada uno».

Sin embargo, el TC reconoce al legislador un amplio margen en cuanto a la forma de determinación y cálculo del tributo, bastando con que «dicha capacidad económica exista, como riqueza o renta real o potencial en la generalidad de los supuestos contemplados por el legislador al crear el impuesto, para que aquél principio constitucional quede a salvo». El límite a esa discrecionalidad es que en ningún caso puede «establecer un tributo tomando en consideración actos o hechos que no sean exponentes de una riqueza real o potencial, o, lo que es lo mismo, en aquellos supuestos en los que la capacidad económica gravada por el tributo sea, no ya potencial, sino inexistente, virtual o ficticia» (SSTC 26/2017, FJ 3; y 37/2017, FJ 3).

La consecuencia es que no basta que exista transmisión del terreno y paso del tiempo para que se pueda generar este tributo. También es necesario que exista el incremento real del valor:  Al hecho de esa transmisión hay que añadir, por tanto, la necesaria materialización de un incremento de valor del terreno, exponente de una capacidad económica real o, por lo menos, potencial…  cuando no se ha producido ese incremento …, la capacidad económica pretendidamente gravada deja de ser potencial para convertirse en irreal o ficticia, violándose con ello el principio de capacidad económica”. Es interesante en que el término potencial no significa (como pretende el Abogado del Estado) ficticio o hipotético, sino que debe existir realmente aunque no se haya realizado (el caso, por ejemplo, de transmisión por donación o herencia).

Lo único novedoso en la sentencia es que entra a analizar unos argumentos propuestos por el Abogado del Estado que no se aplicaban en el caso de la Ley Foral. El primero es que los Ayuntamientos podían aplicar una reducción del importe de hasta un 60% cuando se hubiesen revisado  los valores catastrales. Y el segundo es que tras el RDL 1/2004 es posible revisar a la baja los valores catastrales. Sin embargo, como señala el TC, el que eso se hubiera previsto por el Ayuntamiento tendría como único efecto reducir la cuota del tributo, pero se seguiría pagando en caso de reducción de valor del terreno, lo que sigue infringiendo el art. 31 CE.

La conclusión final es clara: “Los preceptos cuestionados deben ser declarados inconstitucionales, aunque solo en la medida en que no han previsto excluir del tributo las situaciones inexpresivas de capacidad económica por inexistencia de incrementos de valor”.

    Como la anterior sentencia, señala que lo inconstitucional es solo cobrar si no hay incremento. Considera lícita la forma de cálculo del impuesto cuando sí exista incremento de valor: “es plenamente válida la opción de política legislativa dirigida a someter a tributación los incrementos de valor mediante el recurso a un sistema de cuantificación objetiva de capacidades económicas potenciales”.  Parece por tanto que esta sentencia no implica la nulidad de la imposición si el incremento real es inferior a la base imponible que resulta del sistema objetivo de cálculo establecido por la ley: existiendo incremento, aunque sea pequeño, no se va a poder impedir la aplicación del impuesto tal y como está regulado. La STC de febrero justificaba esto señalando que si bien la capacidad económica ha de predicarse en todo impuesto “la concreta exigencia de que la carga tributaria se “module” en la medida de dicha capacidad sólo resulta predicable del “sistema tributario” en su conjunto” ATC 71/2008).

En esto se separa el TC de alguna de la jurisprudencia como la  Resolución del Tribunal Administrativo de Navarra de 7 de mayo de 2013, que entendió que era posible impugnar las liquidaciones también en el caso de una manifiesta desproporción entre las cuantías liquidadas y los valores reales.

A mi juicio la postura del TC es muy discutible. El auto citado (ATC 71/2008) se refería a un impuesto sobre el juego, y señalaba que los fines específicos de ese impuesto justificaban una aplicación no estricta de la proporcionalidad. No parece que eso se pueda extender a un impuesto como IIVTNU que hace referencia al incremento de valor.

En todo caso, cuando exista un incremento real muy pequeño  cabría encontrar un  límite en el carácter confiscatorio del impuesto prohibido por el art. 31. El TC  ha señalado que sería confiscatorio todo tributo que agotase la riqueza imponible ”, de manera que si se prueba que la cuota del impuesto (no la base imponible) es igual o superior al aumento de valor (aunque este exista), su aplicación también sería inconstitucional.

El efecto de la declaración de inconstitucionalidad es la nulidad de la norma (art. 39 LOTC) lo que implica una falta de producción de efectos ex tunc  con el único límite de la cosa juzgada (art 164 Constitución y 40 LOTC). Aunque en materia tributaria la STC 45/1989 señaló que los efectos de la declaración de inconstitucionalidad de leyes tributarias pueden ser objeto de limitación, en este caso el TC no establece ninguna limitación. Esto debería suponer a mi juicio la posibilidad de pedir la devolución de las cantidades ingresadas indebidamente por este impuesto dentro de los últimos 4 años (art. 66 LGT).

El problema tanto para las devoluciones como para las futuras liquidaciones va a ser cómo probar que no ha habido incremento de valor. En este punto la STC es confusa e imprecisa cuando dice: “Por último, debe señalarse que la forma de determinar la existencia o no de un incremento susceptible de ser sometido a tributación es algo que sólo corresponde al legislador, en su libertad de configuración normativa, a partir de la publicación de esta Sentencia, llevando a cabo las modificaciones o adaptaciones pertinentes en el régimen legal del impuesto que permitan arbitrar el modo de no someter a tributación las situaciones de inexistencia de incremento de valor de los terrenos de naturaleza urbana.” Parecería que es el legislador puede determinar  cuando hay o no incremento con total libertad, pero esto es totalmente incongruente con la sentencia: si esto fuera así la Ley actual hace precisamente eso, establecer que en todo caso hay incremento. Está claro que solo si hay un incremento real del valor del terreno se puede imponer el impuesto: por tanto, el legislador podrá establecer una norma para determinar cuando existe –o no- incremento, pero no de manera arbitraria sino basado en elementos que se conecten con el valor real, y sujeto a revisión judicial (si no se infringiría el art. 24 CE).

En la práctica la prueba del no incremento planteará graves problemas porque en la mayoría de los casos  lo que se transmite es un inmueble construido, por lo que la reducción del valor del conjunto no implica necesariamente que se haya reducido el valor del suelo.

Para evitar la judicialización masiva de esta cuestión –y su enorme coste- el legislador debe establecer con urgencia un criterio objetivo razonable basado en elementos estadísticos ajenos a las administraciones involucradas. Este sistema deberá además tener en cuenta la depreciación monetaria, pues solo así se puede determinar si el incremento es real (STC 27/1981, FJ 6, citada por la 221/1992).

Disciplina de voto, mandato imperativo, partitocracia…

Sorprende de veras la forma de plantear el debate que estamos viviendo acerca de la libertad de voto y la disciplina de partido. Y sorprende porque me parece que se está pintando un cuadro donde predomina el trazo grueso, dicho sea con todos los respetos hacia quienes en él han participado pues son todos distinguidos expertos.

Para mayor confusión, cuando sus opiniones se trasladan a los relatos periodísticos, inevitablemente más generales, la cuestión se simplifica aún más. La conclusión, casi unánime, que obtiene el lector es que la disciplina del voto del diputado y su sumisión a lo decidido por el partido político es lo más natural del mundo teniendo en cuenta que este ha sido elegido en unas listas cerradas. Si incorporamos la pregunta de si esa misma argumentación vale para el senador que ha sido elegido en listas abiertas, de forma nominal, ya las respuestas flaquean. Pero flaquean poco por la sencilla razón de que tal pregunta importuna ni siquiera se hace.

De manera que el partido manda y el diputado obedece. Claro como el cielo limpio que no alcanza a manchar nube gris alguna.

Sin embargo, propongo que, a quien se adormile sosegado bajo ese cielo apacible, le despertemos preguntándole algo tan sencillo como:  ¿está usted de acuerdo con el sistema partitocrático en que se ha convertido la democracia española? A buen seguro contestará que no, sin advertir que la fórmula que con tranquilidad ha asumido lleva justamente a las prácticas partitocráticas más extremas (y abominables).

Sigamos siendo crueles con nuestro interlocutor y procedamos a inquietarle un poco más preguntándole de nuevo: ¿cómo valora usted el nivel profesional, el intelectual, el prestigio personal de nuestros diputados? Contestará sin duda que no puede ser peor porque los partidos escogen, en lugar de a personas valiosas, a personas sumisas y bla, bla, bla …

Es decir, la opinión pública aplaude que el partido mande al diputado que ha de obedecer, no le gusta la indisciplina porque para eso es diputado de un partido pero al mismo tiempo abomina de la partitocracia y del bajo nivel de los diputados. La incoherencia no puede ser más manifiesta.

La Constitución es más sabia y más prudente que la opinión pública. Y, fruto como es de debates perfilados y de profundas raíces históricas, aporta unos cuantos matices para zarandear las conclusiones precipitadas. Y así empieza por decir en el artículo 67. 2 que “los miembros de las Cortes generales no estarán ligados por mandato imperativo”. Lo mismo podemos leer en las Constituciones francesa, alemana … Después en otro artículo, el 79. 2 señala que “el voto de senadores y diputados es personal e indelegable”.

¿No valen nada estas declaraciones? ¿Son como vulgarmente se dice papel mojado? ¿O el resplandor del rayo si nos queremos dejar arrebatar por la lírica? Eso parece porque, cuando en el debate que vivimos, recordamos la existencia de estas previsiones constitucionales, lo cierto es que inmediatamente se despeja el problema afirmando que nada tienen que ver con la realidad, pues esa señora, la realidad que manda, lo que nos dice es que los partidos políticos son los que llevan la batuta y por tanto los que deciden aquello que el diputado (o senador) ha de votar sobre las cuestiones que pasan por su escaño. Y se añade: la prohibición del mandato imperativo es una reliquia histórica y como todas las reliquias puede servir como amuleto, para practicar un culto inocente o, si se prefiere, como homenaje pintoresco a un pasado ya periclitado. Además así ocurre en todos los países, nos enseñan, lo cual no es siempre cierto porque en Francia el Gobierno de Hollande ha tenido que retirar varias propuestas -y no menores- por discrepancias en el seno del grupo socialista y en Alemania es frecuente que su Gobierno tenga que hacer encaje de bolillos para conseguir el voto favorable de todos los diputados que lo sostienen.

Cuando se lee esta forma de razonar, a mí -lo confieso- se me sublevan los entresijos de mis entendederas. Porque, veamos: si nosotros despachamos un par de preceptos constitucionales así a la ligera y los enviamos al lado oscuro del salón donde reposaba el arpa bécqueriana, ¿por qué hemos de extrañarnos de que el independentista catalán o el antisistema podemita quiera hacer lo mismo con los que considere obsoletos en nuestro ordenamiento constitucional?

No y mil veces no. Ese no es el camino de discurrir de un jurista que dispone de los utensilios que presta, ya muy afinados, la interpretación constitucional.

Y así, si seguimos, como es obligado, por el sendero de la Constitución advertiremos que esta se ocupa también de los partidos políticos a los que se encomienda concurrir “a la formación y manifestación de la voluntad popular” pues son “instrumento fundamental para la participación política” (artículo 6).

Es decir, otorga un papel relevante a los partidos.

Pues bien, siendo estas las cartas repartidas, lo necesario es acudir a las reglas que regulan ese juego de cartas. Y lo que nos enseña su reglamento y, más allá, el solfeo de la interpretación es que todos los preceptos constitucionales han de convivir -en tensión o pacíficamente- pero sin que uno de ellos pueda llevarse por delante a otro u otros expulsándolos del paraíso constitucional. Se impone la armonía, la ponderación de lo que, de acuerdo con el principio de proporcionalidad, sea relevante proteger.

En relación con el debate en el que estoy interviniendo ni la prohibición del mandato imperativo se puede entender de tal manera que cada diputado haga lo que le pete ni la importancia del partido político en el actual Estado democrático puede arruinar lisa y llanamente la autoridad de que goza el diputado (o senador).

De acuerdo con esta línea argumental, puede decirse que el parlamentario ha de votar en libertad pero de acuerdo con el programa electoral con el que ha sido elegido que está obligado a respetar como igualmente ha de respetar los compromisos políticos que se contienen en lo que algún autor alemán (N. Achterberg) llama “parámetros esenciales”, es decir, ideas básicas del partido a las que está obviamente vinculado.

Pero añadamos ahora que, a estos protagonistas, partido y parlamentario ha de  agregarse otro ser colectivo de enorme importancia, a saber, el grupo parlamentario. Una realidad que se ve muy clara en el Parlamento europeo donde en cada grupo conviven decenas de partidos nacionales.

Se advierte, tras lo dicho, la dimensión conflictiva del asunto que de forma tan despachada se resuelve en nuestro medio.

Partido – parlamentario- grupo político. Tres personas distintas que han de dar como resultado una sola verdadera.

¿Cómo?

El Partido debe en efecto fijar posiciones básicas de acuerdo con su ideario. Ahora bien, a renglón seguido, se suscita la pregunta: ¿qué órgano del partido? Porque vemos cómo en el seno del PSOE, que es de donde procede toda la polémica, sus actores, leyendo el mismo Evangelio, es decir, los mismos Estatutos y Reglamentos, unos han atribuido la competencia para decidir al comité federal y otros directamente a los militantes. O a la Comisión gestora o al secretario general. Las alternativas son múltiples. Por tanto las normas internas han de ser claras en este punto. Pero sinceramente ¿es ello posible? Sospecho que no es fácil.

En cualquier caso se impone que el grupo parlamentario se encuentre siempre en el meollo de cualquier decisión que, al cabo, haya de traducirse en un voto en el hemiciclo. Esta presencia inderogable del grupo garantiza que el diputado o senador, individualmente considerado, sea oído y se pronuncie sobre las cuestiones de las que está al corriente por su pertenencia a esta o a aquella comisión o por ser un profesional conocedor de lo que se debate, etc.

Reducir al grupo (y al diputado) a la condición de simple destinatario de una decisión tomada en el seno del partido sin respetar su participación activa es tergiversar el sentido de la prohibición del mandato imperativo y volver a la época en que el diputado era un simple representante de un gremio, ciudad etc (con lo que acabó la revolución francesa). Solo que ahora del partido. Es el perinde ac cadaver de las constituciones ignacianas.

 E insisto: si nosotros ignoramos los artículos 67.2 y 79. 2, ¿por qué nos ha de extrañar que otros políticos ignoren los artículos constitucionales que consideren expulsados de la Historia?

¿No es más razonable tratar de dar al conjunto un tratamiento armónico?

Por eso me parece pésima la forma en que ha decidido el PSOE en esta crisis.

Pues hemos asistido a un debate en el que se han barajado como depositarios de la legitimidad para decidir la investidura del Presidente del Gobierno al Comité federal, a los afiliados … Todos menos a los diputados que conforman el grupo socialista en el Congreso compuesto casualmente por personas que han sido elegidas, no por los miembros del partido ni en elecciones internas, sino coram populo por todos los españoles que respaldaron las siglas socialistas en elecciones avaladas por un sistema electoral depurado que, en caso de conflicto, está vigilado por los jueces. ¿Qué mayor legitimidad se puede pedir?¿Por qué han estado en un plano secundario (si es que han estado en alguno) quienes ostentan la representación de todos aquellos españoles que, sientiéndose socialistas, votaron al PSOE el pasado 26 de junio?

Lo irritante es que -como he adelantado- aquellos que han puesto en marcha este proceder más todos aquellos que lo aplauden o les parece lógico son exactamente los mismos que abominan de la partitocracia y que se lamentan del bajo nivel de nuestros diputados a Cortes.

Pero ¿puede de verdad un profesional serio y con criterio político aceptar tal desaforada sumisión?

 

 

Diario de Barcelona: Independencia ¿Para qué?

El problema político más importante que deberá afrontar el nuevo gobierno que presida Rajoy será el planteado en Cataluña con el asunto del referéndum por la independencia que reclaman con insistencia desde las instituciones catalanas, tanto el presidente de la Generalitat como la presidenta del Parlament, apoyados por una mayoría, mínima pero mayoritaria, de diputados catalanes. Ahora bien, ¿existe voluntad política de afrontar el problema o se seguirá remitiendo las decisiones del Parlament o del Govern de la Generalitat a los tribunales, a través de la fiscalía general del Estado? Ahora hay un nuevo escenario y quizás el presidente del Gobierno español se vea obligado a tomar alguna iniciativa a no ser que se tenga la intención de acudir a las urnas, nuevamente, en poco más de un año.

Todos los partidos, incluido el PP, han apuntado la necesidad de una reforma constitucional, aunque con distinta intensidad. Las tres cuestiones más importantes que deberá afronta esa reforma, además de otras, serán: la configuración territorial de España y su financiación; la reforma del Título IVde la Constitución para que se prevea una salida rápida a la interinidad cuando no sea posible, por un partido o coalición de partidos, obtener una mayoría absoluta; y, por último, la cuestión de la sucesión a la Corona. Centrémonos, pues, en lo que nos ocupa en este “diario”, principalmente: Cataluña.

Si la reforma constitucional reconociese lo que ya es una realidad, o sea la existencia de naciones dentro del Estado español, de un estado federal como propone mayoritariamente el PSOE y se contempla con dificultan en el PP; alternativa que los independentistas, sean catalanes, vascos o gallegos, es probable que no acepten, pero que sin gustar demasiado podría ser viable, entonces gran parte del problema quedaría resuelto. Al menos para el próximo cuarto de siglo. Esa reforma, amplia, de la Constitución tendrá que someterse a referéndum de todos los españoles. Y es en ese referéndum en el que deberán centrarse tanto el gobierno como los partidos para que la reforma constitucional prospere, reforma que podría llevar aparejado el reconocimiento de la nación catalana.

Si el gobierno afronta esta cuestión tan importante como ha hecho en estos cinco últimos años, cuatro de ellos con mayoría absoluta, poniéndose de perfil y no haciendo nada, la bola de nieve independentista ira creciendo. Si se ofrece una alternativa, apoyada mayoritariamente por los partidos, fruto del consenso, el secesionismo volverá al sitio de donde nunca hubiese debido salir: un lugar minoritario en el escenario político y social de catalanes y vascos.La única explicación de por qué el independentismo, ruinoso e imposible para Cataluña, goce de tanto apoyo, es el desprecio –o, en el mejor de los casos, el escaso aprecio- con el que los gobiernos del PP han tratado los problemas de Cataluña, quizás el motor, junto a Madrid, más poderoso de la economía española. El PP ha sido como ese perro que mordía la mano que le daba de comer, hasta que la mano se hartó.

Hasta hace pocos años (menos de cinco) no hubo un sentimiento independentista en Cataluña, salvo en una minoría. Ahora, en cambio, es un sentimiento bastante generalizado. El tiempo de las grandes ensoñaciones nacionales, aquél en el que unos cuantos mandaban a los pueblos a morir por la patria, una patria en la que los pueblos no se sentían reconocidos, ha pasado. ¿Pudo ser Cataluña una nación independiente? Quizás. ¿Cuándo? Hay opiniones para todos los gustos. Pero eso son elucubraciones que carecen de sentido. Lo que pudo haber sido y no ha sido, es una abstracción y, por lo tanto, un absurdo, escribía el poeta Elliot. Independencia, ¿para qué?, ¿para vivir peor?, ¿para estar más aislados?, ¿para quedarnos fuera de Europa? Mas si en el gobierno de España continúa con esa miopía política de la que, encima, alardea, al final no será posible encauzar una solución aceptable y duradera. El sentimiento independentista, aunque sólo sea eso, un sentimiento, irá creciendo sin remedio.