La Corona y el control parlamentario
¿Pueden las cámaras investigar a un ex monarca por lo que hizo durante su reinado? ¿y después? Los Letrados de las Cortes han respondido “no” a la primera pregunta y “sí” a la segunda. Politiqueo oportunista al lado, de este debate surge un interrogante mayor: ¿de lege lata, qué margen hay en nuestra constitución para la supervisión parlamentaria de la Jefatura del Estado?
Algunas posturas niegan la posibilidad de dicho control, por parte de poder legislativo, salvo cuando actúe como poder constituyente constituido, es decir, mediante reforma de la constitución. En nuestra opinión, semejante planteamiento ignora deliberadamente varios pasajes de nuestra carta magna.
¿Qué son la proclamación del nuevo monarca o la jura constitucional del heredero al trono al alcanzar la mayoría de edad (art. 61CE) sino modalidades de control implícito? Las Cortes, además, ostentan las facultades de nombrar regencia para el rey incapacitado o cuando la llamada al trono se produce siendo este sea menor de edad. En este último supuesto también podrían nombrar a su tutor (arts. 59 y 60 CE).
La carta magna prevé incluso que a falta de líneas de sucesión, las Cortes elijan a un nuevo monarca “en la forma que más convenga a los intereses de España” (art. 57.3 CE). Si bien se trata de un supuesto improbable, pocos controles mayores sobre el trono que elegir a titular puede preverse. Las Cortes pueden, asimismo, excluir de la sucesión al trono a quien se casara contra la prohibición expresa del rey o del propio parlamento (art. 57.4 CE). Del mismo modo, la Constitución deja en manos de congreso y senado regular las abdicaciones, renuncias sucesorias y dudas sobre la sucesión (art. 57.5CE).
Paralelamente, el refrendo, incluso en su modalidad tácita, articulada en la presencia del ministro de la jornada, supone el control del gobierno sobre el rey. Ahora bien, ex constitución, son las Cortes las que, en última instancia, controlan al poder ejecutivo. Si este amparara conductas indignas o ilegales del monarca el Congreso podría imponer un cambio de gabinete mediante la moción de censura (art. 113 CE).
La verdad sea dicha las cámaras muestran poco interés en desplegar sus facultades de control directo sobre la Corona. Bien lo demuestra que a estas alturas aún no dispongamos de un reglamento que regule las sesiones conjuntas de ambas cámaras, pese al mandato constitucional (art. 72.2CE). Recordemos que la carta magna exige la reunión conjunta de senadores y diputados para que las Cortes deliberen acerca de cualquier cuestión relativa al Título II (art. 74.1CE).
Nada indica que en el corto plazo se vaya aprobar ese reglamento. Más improbable aún parece que el estatuto de inviolabilidad del monarca pueda modificarse, por ejemplo, haciendo que sus efectos decaigan cuando abandona el cargo, como pregona el Derecho Internacional Público consuetudinario para la responsabilidad penal de los jefes de Estado y de gobierno.
Precisamente, Aragón Reyes escribió que la monarquía parlamentaria se asienta sobre dos instituciones: refrendo e irresponsabilidad. La validez de sus actos se condiciona al aval de un tercero (arts. 56.3 y 99.5 CE) que asume la responsabilidad ex lege que de estos se derive. No menciona el catedrático y ex magistrado del TC la inviolabilidad, pues, si bien el derecho comparado nos muestra que esta es la norma en las constituciones regias, análogas a la de 1978, -y muchas de las republicanas- no parece que un monarca enjuiciable se hiciera incompatible con la monarquía parlamentaria, especialmente, si los tribunales únicamente conocieran de sus conductas como particular y sólo después de abdicar el trono o ser depuesto ope legis.
A este respecto, la doctrina ha discutido acerca de si la ley orgánica de abdicación mencionada en el art. 57.5 CE propugna la existencia de una norma ad hoc para cada abdicación, renuncia o dudas a las sucesión −imagínese el improbable caso de que a un monarca le apareciera un primogénito extramatrimonial bajo un régimen constitucional que no admite discriminación por razón de nacimiento o filiación y que, a diferencia de la discriminación por sexos (art. 57.1 CE), no prevé una excepción expresa en este punto para la sucesión al trono. La alternativa conceptual consistiría en una ley orgánica que regulara los cauces procedimentales de una abdicación o renuncia, incluyendo, a criterio del legislador, supuestos de abdicación automática.
El encaje constitucional de supuestos automáticos de abdicación de lege ferenda encuentra apenas un puñado de partidarios, entre quienes destaca Pérez Royo. En su contra se encuentran la mayoría de constituciones monárquicas que han regido en España, pues preveían la autorización de las Cortes para cada abdicación. No obstante, siendo el texto de 1978 más ambiguo que el de sus inmediatos predecesores, cabe traer a colación que el art. 172 de la constitución de 1812, donde se recogen supuestos de abdicación automática, en caso de que el rey transgrediera ciertos interdictos.
¿Tiene sentido persistir en este debate? Después de todo, la LO 3/2014, de 18 de junio, por la que se hace efectiva la abdicación de Su Majestad el Rey Don Juan Carlos I de Borbón, acogió el formato de autorización ad hoc. Esto parecería consolidar la práctica del planteamiento doctrinal mayoritario. Sin embargo, en una monarquía del S XXI siguen quedando cabos sueltos que apoyan de lege lata que el texto constitucional acoge una norma generalista de abdicaciones y renuncias a la sucesión al trono.
Consideremos este escenario: el monarca quiere abdicar y las Cortes no aprueban la pertinente ley orgánica. ¿Se puede obligar a un ser humano a desempeñar un cargo vitalicio contra su voluntad? Es cierto que el derecho occidental conoce de prestaciones obligatorias para los ciudadanos, tales como participación en jurados, mesas electorales, el servicio militar obligatorio o prestaciones sustitutorias, o inclusive el sufragio activo. Sin embargo, advertimos que, al margen de que se encuentren o no retribuidas, toda prestación obligatoria presenta una ocupación limitada del tiempo del sujeto. Incluso cuando sea periódica y/o vitalicia, como el pago de tributos, no debe privarnos del libre desarrollo de nuestra personalidad.
Quienes hemos cursado la carrera de derecho antes o después tenemos a algún amigo, normalmente republicano, normalmente de izquierdas, que nos pregunta: ¿Qué ocurre si el rey veta una ley? Cuando me la hicieron por primera vez, reconozco que tuve que pensar un poco. Por fin me aclaré los conceptos y respondí que en puridad no podría hablarse de un veto, sino de una dejación de funciones por parte del titular de la Corona. Ciertamente, la ley o decreto no podría entrar en vigor, aunque a ver, nuestro sistema constitucional no quedaría en el aire por capricho de un individuo, ya que las Cortes podrían imponer una regencia.
Tradicionalmente, ha existido un debate extenso entorno a la potestad de las Cortes para inhabilitar al Rey, dentro del actual marco constitucional. En la doctrina prima la tesis de que la incapacidad del monarca declarada por congreso y senado se circunscribe a supuestos de incapacidad natural, como ante una pérdida de conciencia prolongada, caso de un coma de incierto pronóstico, cualquier enfermedad neurológica o trastorno mental severo.
Bajo esta óptica se veda la regencia como deposición encubierta para el monarca indigno, en una suerte de impeachment regio. Como principal punto de apoyo de esta tesis se encuentran la interpretación histórica y gramatical estricta, casi restrictiva, del articulado constitucional.
Una vez más, únicamente la constitución de 1812 mencionaba expresamente la posibilidad de que las Cortes inhabilitaran al rey “por cualquier causa física o moral” (art. 187 in fine). Por cierto, que en 1823 se le aplicó a Fernando VII ante su negativa a replegarse a Cádiz ante el avance del duque de Angulema y los Cien Mil Hijos de San Luis. Desde el Estatuto Real de 1834 hasta nuestra vigente carta magna siempre se ha hablado de que el rey “se hallara incapacitado”, lo que parece referirse en efecto más bien a supuestos de incapacidad civil o, por ejemplo, de secuestro, vedándose así a las Cortes potestad de enjuiciarlo y castigarlo con una regencia.
Frente a esta argumentación, cabría esgrimir el aforismo qui potest plus, potest minus. ¿No pueden las cámaras derrocar la monarquía mediante una reforma constitucional? A fortiori, habrán de poder imponer una regencia por oportunidad política.
A su vez, al aforismo latino podríamos replicarle que, en efecto, en las Cortes dormita y si es preciso despierta el poder constituyente, pero eso no las autoriza a incurrir en un fraude constitucional. Por no mencionar que la transmutación de la Jefatura del Estado actual en una Presidencia de República exige además de la aquiescencia del pueblo en referéndum, no pudiendo llevarla a cabo las cámaras por sí solas.
Aunque la doctrina jurídica persiste en presumir la existencia de un Legislador ideal para declarar sólo aparentes desatinos, descuidos y lagunas en las normas, lo cierto es que, desde la última circular administrativa a la carta magna, las leyes las redactan humanos demasiado humanos. Los padres constituyentes no son una excepción. Bien por descuido bien por imposibilidad, hay supuestos que no se prevén cuando se escribe una constitución.
Con esta perspectiva en mente, de nuestra regencia cabe predicar algo similar a la XXVª Enmienda de la constitución estadounidense. Sencillamente, en 1978 las constituyentes no contemplaron el escenario de un rey éticamente desahuciado, del mismo modo que en 1967, nadie en el Congreso de los EE.UU. se imaginó el advenimiento de un Presidente errático, pero no nítidamente incapaz.
¿Estas carencias de la carta magna pueden compensarse mediante su desarrollo legislativo o exigen sí o sí de su reforma? En nuestra opinión, hay una gran diferencia entre precisar el texto constitucional o colmar sus lagunas y contradecirlo. En consecuencia, no se aprecia óbice alguno para llevar a cabo precisiones legislativas del Título II, sea sobre el apartado 3º del art. 57 CE, o bien otros aspectos, como la creación de un estatuto jurídico para la Princesa de Asturias.
Se podría discutir si la reserva de ley orgánica abarca el conjunto del título o únicamente al art. 57.3CE. Sistemáticamente, parece conveniente que todo asunto relativo a la más alta magistratura del Estado se legisle por ley orgánica, sin bien, se trata de una cuestión menor. En todo caso, las Cortes gozan de potestad universal en materia legislativa, salvo expresa prohibición constitucional o de tratado internacional en contra y este no es el caso. Concluimos pues afirmando que, al margen de los mecanismos de control que la carta magna prevé para el parlamento sobre la Corona, los cuerpos legislativos pueden establecer otros adicionales ex lege.
Graduado en Derecho y en Filología Hispánica por la Universidad de Barcelona (2017). Ha sido socio de European Law Students’ Association España, siendo Secretario General de su Grupo Local (2015-2016) y del Grupo Nacional (2016-2017). También ha sido Director de la Primera Edición de ELSA Spain Law Review (2016) y Subdirector de la segunda (2017).