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El gris constitucional de la vacunación: otro apunte sobre neo-totalitarismo en tiempos de crisis

Siguen pintando bastos. Por ello hoy diremos algo no sobre las vacunas frente a la COVID-19, sino sobre la vacunación y su obligatoriedad. El asunto tiene recorrido jurídico, aunque en determinados foros se quiera pasar por alto. Recordemos que aquí, en España, estas cuestiones están en manos del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud, lo que no deja de ser llamativo. Pero esa no es la cuestión ahora.

El asunto lo suscita el hecho de que el pasado septiembre se decidiera en nuestro país una estrategia única de vacunación frente a la pandemia COVID-19. Y, así, se elaboró un documento relativo a “grupos de población y tipo de vacuna a administrar”. De vacunación, pues, va la cosa.

Al margen de los innegables efectos sanitarios, económicos y sociales, lo cierto es que esta pandemia está poniendo a prueba la solidez de algunas democracias occidentales que se creían consolidadas, como la española. No es la primera vez que, ante una calamidad o una experiencia execrable como el nazismo, comunismo, fascismo, ultranacionalismo, populismo y otros fanatismos de distinto pelaje, la Humanidad entera se resiente. De ahí la necesidad de mantenernos atentos también hoy ante las pretensiones de todos esos radicalismos y sus variantes o “marcas blancas” que, por cierto, suelen aprovechar las coyunturas históricas adversas para sacar tajada.

Como diría un clásico, no hay nada nuevo bajo el sol, y por eso hay que permanecer alerta ante los aggiornamentos de tales radicalismos y sus mesías, más ahora que se presentan convenientemente maquillados por cierta cosmética. De ahí que sea necesario prestar atención a su concurso en el caldo de cultivo que propicia la actual crisis sanitaria. No olvidemos que las soluciones totalitarias aprovechan la tolerancia de las democracias para alojarse en ellas y, previo a su asalto, hasta juegan “de farol” en el sistema democrático.

Sobre el asunto de la vacunación y para no rebobinar demasiado, haré abstracción ahora de lo ya sabido de la declaración del estado de alarma de marzo 2020, si bien no han prescrito los reproches que anotábamos hace unos meses sobre las querencias totalitarias que asomaron a su albur. De modo que partiremos en este apresurado análisis de la declaración en España de un nuevo estado de alarma mediante el Real Decreto 926/2020, de 25 de octubre, y las derivas que arrastra la utilización impropia de un instrumento constitucional como el estado de alarma para hacer frente a una pandemia de gran calibre como la que padecemos.

Centrémonos en el asunto de la vacunación y en la (eventual) impugnación jurídica de dicho proceso (arts. 29, 30 y concordantes de la LJCA). Parto de la base de que las consecuencias de la estrategia de vacunación que cité al inicio afectan a la vida e integridad (art. 15 CE) y, además, pueden desencadenar efectos discriminatorios aborrecidos por el art. 14 CE, (cfr. SSTC 200/2001, 62/2008 y 17/2018).

De ahí que consideremos con buena parte de la doctrina constitucionalista (v. gr. Prof. Cotino Hueso) que,  a fin de que se vacune o no al colectivo de que se trate, podría acudirse a la tutela judicial efectiva y, por ende, al procedimiento para la protección de los derechos fundamentales (arts. 114 a 129, y 135 ss. LJCA), incluyendo el trámite procedimental de las medidas cautelares; y, desde luego, sin desdeñar las cautelarísimas.

Este último fue el caso del Colegio de Médicos de Alicante contra la Generalitat de Valencia, instando la vacunación de todos los médicos sin excluir a los de la medicina privada. Ello fue admitido por el juzgador de instancia -Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Alicante- al requerir a la Administración sanitaria autonómica para que elimine cualquier obstáculo que dificulte la vacunación de todo el personal médico que ejerce en la provincia, sea cual sea su vínculo profesional y con el mismo orden y prelación que el público, estableciendo S.Sª. que de otro modo “estaríamos ante una vulneración flagrante del principio de igualdad, con derivaciones a otros principios de mayor calado constitucional, como el derecho a la salud e incluso el propio derecho a la vida”.

Se me antoja igualmente relevante el hecho de que la vacunación afecte al derecho fundamental a la vida e integridad física y moral, sobre todo si la vacunación implica la obligatoriedad de la vacuna de la COVID en cualquiera de sus variantes. La propia Organización Mundial de la Salud no tiene clara la conveniencia de dicha obligatoriedad, por cuanto supondría generar una resistencia –quizá gratuita- por los reticentes a vacunarse, con el efecto disuasorio para otros que ello representa y que repercutiría negativamente en los efectos generales sobre la salud pública.

Las dudas, efectivamente, son diversas en cuanto a la conveniencia obligar a vacunarse. Como ha sucedido con otras vacunas, lo interesante es la persuasión que viene dada por la eficacia de la vacuna en sí de que se trate, es decir, al acreditarse sus resultados positivos y su seguridad.

Otra cosa son las medidas administrativas que, sin poner en juego las facultades subjetivas y los derechos fundamentales, produzcan efectos en el tránsito internacional, por ejemplo, mediante el llamado “pasaporte de vacunación”, que ya existe para otros supuestos en determinados desplazamientos intercontinentales. Pero ello es distinto de forzar urbi et orbi a la vacunación.

Según los datos que aporta el prof. Cotino, entre dos y tres españoles de cada diez muestran sus reticencias a vacunarse, y este es un porcentaje relativamente bajo, aunque fuera obligatoria la vacunación. Más aún cuando todavía se están recogiendo los datos empíricos sobre la efectividad de las vacunas sobre la población general o sobre colectivos nacionales más allá de lo probado en laboratorio y en pruebas clínicas.

Como regla general, la vacunación obligatoria debe ser excepcional y solo cabría en el marco de las relaciones de especial sujeción, o bien ante situaciones extraordinarias concretas (L.O. 3/1986, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública) de suficiente alcance como para romper el principio básico de autodeterminación y autonomía personal (art. 10 CE, art. 10.9 LGS y de la Ley 41/2002) cuando hablamos no ya de pacientes, sino de ciudadanos –en principio sanos- obligados a someterse a un tratamiento preventivo como es la inoculación de una vacuna (vid. St. 29-9-10 de la Audiencia Nacional).

De sobra es sabido que solo mediante ley orgánica se puede imponer una restricción en el sentido indicado. Luego no cabe imponer la vacunación a través de norma de inferior rango, ya sea preexistente o se apruebe ex novo para el actual proceso de vacunación. Lo que excluye que con la normativa vigente se pueda imponer la obligatoriedad de la vacunación masiva y sin concurrencia de alguno de los criterios antedichos. Resulta así palmario que no caben en nuestro ordenamiento jurídico restricciones masivas de ningún derecho fundamental y, en particular, del derecho a la vida e integridad, pues ello supondría una evidente vulneración del art. 15 de la CE, vulneración que vendría dada por una vacunación masiva saltándose los patrones constitucionales.

Conviene reparar en que no cualquier normativa es adecuada para apuntalar la legalidad de las decisiones sanitarias y solventar así, de cualquier modo, las cuestiones que atañen a la restricción de derechos que aquellas comportan. Comparto con los profesores Martín Morales y Cotino lo dudoso del empleo de leyes ordinarias y especialmente autonómicas cuando lo que se cercena, limita o suspende son derechos fundamentales y libertades públicas. Así lo viene corroborando el Tribunal Constitucional de manera reiterada: Un decreto-ley no puede establecer regulación o régimen de ejercicio de los derechos básicos (SSTC 29/1982, 6/1983, 111/1983, 182/1997, 68/2007, 137/2011, 35/2017, 73/2017).

Y el mismo postulado de que no cabe decreto-ley podemos afirmar respecto de una regulación general con limitaciones de derechos en el ámbito de la salud, y de ahí la exigibilidad de una ley orgánica sobre la obligatoriedad de las vacunas. Luego una vacunación indiscriminada y masiva articulada por ley ordinaria ha de considerarse contraria al orden jurídico y constitucional. En conclusión, no cabe forzar una vacunación masiva según lo indicado.

9-M: ¿hacia el abismo jurídico?

El Gobierno parece convencido de no querer ampliar la prórroga del estado de alarma y está dispuesto a endosar aún más la responsabilidad de la gestión a las CCAA, en el mejor de los casos coordinadas a través del Consejo Interterritorial. Todo ello, para colmo, sin haber mediado reformas legales en los últimos meses que hubieran podido aclarar el marco jurídico. Y es que, por el momento, el Parlamento ni está ni se le espera; ni para legislar ni para ejercer su función de control al Gobierno de forma mínimamente rigurosa. De hecho, las únicas novedades normativas relevantes han sido la Ley 2/2021, que traía causa del Real Decreto-ley 21/2020, pero que se ha limitado a prever algunas medidas de prevención e higiene (como la obligatoriedad de las mascarillas -todo sea dicho, con el caos interpretativo posterior en relación con su uso en playas o en el campo-) y a otras cuestiones sobre coordinación de la información o los transportes. Y, anteriormente, se aprobó la reforma procesal para la ratificación o autorización judicial de las medidas sanitarias con destinatarios no identificados, que sólo aportó confusión.

Por ello, casi 11 meses después de que finalizara el primer estado de alarma, nos encontramos de nuevo ante el abismo jurídico, como ocurrió en verano en aquello que fue bautizado como el periodo de nueva normalidad. Ya entonces comentamos aquel sindiós con resoluciones judiciales contradictorias y descoordinación entre CCAA, que abocó al actual estado de alarma (aquí o aquí). La duda vuelve a ser: ¿es necesario mantener el estado de alarma o a estas alturas podemos gestionar la pandemia con los poderes ordinarios de las autoridades sanitarias?

La respuesta jurídica debe ceder el paso a la que nos den los epidemiólogos y otros expertos, ya que el vehículo jurídico dependerá de las medidas que sea necesario adoptar para contener la pandemia. No es lo mismo que haya que mantener toques de queda y confinamientos perimetrales, que si basta con la limitación de aforos y el uso obligatorio de mascarillas. En este último supuesto, si sólo fueran necesarias medidas de prevención e higiene cuya afectación a derechos fundamentales es colateral, en mi opinión sería suficiente con la cobertura jurídica dada por la legislación ordinaria.

Sin embargo, trataré de justificar por qué creo que debería decretarse el estado de alarma en el caso de que siguieran siendo necesarias restricciones más intensas, como las actuales. De hecho, el Gobierno tiene difícil justificar lo contrario, porque si ahora sostuviera que las autoridades sanitarias pueden decretar toques de queda o confinamientos perimetrales sin estado de alarma, estaría implícitamente admitiendo que el que declaró hace 6 meses fue ilegítimo por innecesario. No podemos olvidar que la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAS) exige que sólo se recurra al mismo “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1.1).

No obstante, dista de ser pacífica la cuestión sobre si es necesario acudir al estado de alarma o si bastaría con los poderes ordinarios -mejorando, en su caso, la actual legislación sanitaria-, en especial cuando hay que restringir derechos fundamentales de forma generalizada. En donde parece que hay más acuerdo es en lo improcedente de haber atribuido a los jueces la ratificación de estas restricciones generales, desconociendo que no es igual la posición del juez cuando autoriza o ratifica un acto administrativo singular que afecta a una persona o a un grupo determinado de individuos que cuando se trata de medidas con naturaleza más cercana a la reglamentaria.

En cuanto al problema principal, dónde situar la frontera entre los poderes ordinarios y los extraordinarios regulados en el estado de alarma, a mi entender la debemos encontrar en la magnitud de la crisis. Como señala la LOEAS, el estado de alarma permite responder a “catástrofes, calamidades o desgracias públicas… de gran magnitud” o “crisis sanitarias… graves” (art. 4).  De lo cual se derivará la necesidad de concentrar el poder más allá de la mera coordinación, y la mayor intensidad y proyección de las restricciones.

Así entendido, la autoridad sanitaria, ante una crisis que no sea de especial magnitud, puede adoptar en ejercicio de sus poderes ordinarios medidas restrictivas de derechos fundamentales, que habrán de proyectarse sobre personas individuales o colectivos delimitados. Con ejemplos se comprende mejor: no es lo mismo gestionar un brote de legionella, como el que se produjo en Murcia en 2001, que una pandemia; y no es igual confinar un hotel porque ha habido un contagio que toda una ciudad o que cerrar una comunidad. Por otro lado, tampoco es fácil valorar si resultaría suficiente con la mera coordinación cuya competencia puede ejercer el Gobierno -como estudié aquí– o si habría que llegar a un mando único, aún flexible.

De esta guisa, habida cuenta de la gravedad de la actual crisis y de la intensidad de las restricciones, creo que el Gobierno hizo bien en declarar el estado de alarma hace seis meses -aunque su diseño y posterior prórroga presentan a mi parecer graves carencias constitucionales como ya expuse aquí– y, según lo ya dicho, seguirá siendo necesario salvo que la evolución de la pandemia y la extensión de las vacunaciones llevaran a que no haya que restringir de manera tan intensa la libertad de los ciudadanos. Ahora bien, sea como fuere, lo más importante es que se respeten las garantías propias de un Estado democrático de Derecho.

Y, aunque hasta el momento los anteriores estados de alarma no hayan sido “ejemplares”, sigo pensando que bien diseñado el estado de alarma ofrece un marco más adecuado para responder a una crisis de la magnitud de esta pandemia. En primer lugar, el mando único debería ayudar a tener un centro al que imputar la responsabilidad de las decisiones, aunque se pueda flexibilizar para dar participación a las Comunidades en la gestión. Lo que no es de recibo es la desrresponsabilización actual del Gobierno estando decretado el estado de alarma. En segundo lugar, es al decreto del estado de alarma al que, como norma con rango de ley, corresponde recoger las restricciones que se impongan. Por lo que tampoco podemos dar por bueno un decreto como el que se acordó hace seis meses ayuno de contenido normativo, mera norma habilitante a favor de los Presidentes autonómicos. Y, muy especialmente, debe garantizarse el control parlamentario. Es a través de ese control, con un debate público, donde debería dejarse constancia de la razón última que justifica la adopción de las concretas medidas. Algo que no se produce en órganos intergubernamentales que se reúnen a puerta cerrada ni con decisiones administrativas. Reitero: la luz y los taquígrafos de la sede parlamentaria son una garantía esencial de nuestra libertad. De igual forma, el Tribunal Constitucional debería actuar con celeridad para garantizar el control jurisdiccional de las restricciones.

Asimismo, y con independencia de que las medidas restrictivas de derechos fundamentales se adopten en el marco del estado de alarma o de acuerdo con la legislación ordinaria, las mismas deberán tener una adecuada previsión legal y deberán respetar el principio de proporcionalidad. En cuanto a la previsión legal, la legislación ordinaria en materia de salud pública es francamente deficitaria a la hora de contemplar las restricciones. En particular, la LO 3/1986 es insuficiente en su dicción y, como recientemente ha indicado el Consejo de Estado, la inacción del legislador nacional no justifica que las CCAA se lancen a aprobar sus leyes como ha intentado Galicia. Tampoco la LOEAS es mucho más detallada pero las medidas restrictivas de la movilidad encuentran una mejor cobertura y el rango de ley del decreto que las acuerda le da más solidez.

Y, por lo que hace a la proporcionalidad de las mismas, aunque el fin perseguido sea indudablemente legítimo, la lucha contra la pandemia no puede eludir un análisis más detallado. Hasta el momento, las medidas que se han adoptado adolecen de una deficitaria motivación, en especial en relación con lo que sería el juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Una situación que es aún más preocupante ante la falta de transparencia en relación con los informes técnicos que acreditarían su necesidad. No podemos conformarnos con lo que se dice en la Exposición de Motivos o lo que se filtra a la prensa. Todos los informes técnicos y las actas de sus reuniones deberían ser públicas.

Llegados a este punto, lamento tener que concluir advirtiendo que hemos vuelto a dejar pasar un tiempo precioso para haber ofrecido algo de certidumbre jurídica, por lo que auguro que seguiremos en este goteo de decisiones políticas donde el Derecho se ha convertido en algo maleable y nuestras garantías en puro atrezzo.

Ayudas que llegan, aunque sea tarde y con alcance limitado: análisis y críticas del Real Decreto-ley 5/2021

El pasado 17 de marzo, hace apenas un mes, se celebró el aniversario de la declaración del primer estado de alarma, hito que confirmó el inicio oficial de la situación de crisis sanitaria provocada por la covid-19 en nuestro país. La pandemia y las medidas para contenerla han tenido un impacto económico sin precedentes en nuestra historia reciente. Después del desplome del empleo provocado por el confinamiento domiciliario de marzo, con casi 9 millones de trabajadores afectados, 2020 deja un balance con cerca de 800.000 personas en ERTE, otras tantas elevando el desempleo a los casi 4 millones de parados y alrededor de 50.000 empresas menos.

Si estas cifras, siendo dramáticas, no han resultado mucho peores ha sido gracias a la intensa actividad durante el año pasado para desplegar un sistema de protección social extraordinaria frente al impacto de la crisis sanitaria. Estas medidas se han materializado en mecanismos de sustitución de rentas para asalariados y autónomos que tuvieron que suspender su actividad y para trabajadores en cuarentena por contagio o contacto estrecho, así como políticas de garantía de ingresos para personas en riesgo de exclusión social.

Esta acción protectora, sin embargo, ha tenido todo este tiempo una laguna notable: la de ayudas para empresas en funcionamiento con el fin de compensar la reducción de sus ingresos ordinarios por la pandemia. Esta ausencia es más llamativa cuando se tiene en cuenta que estos esquemas de soporte económico han sido habituales en otros países de la Unión Europea. En España, sin embargo, son las Comunidades Autónomas las que han liderado la concesión de este tipo de ayudas no reembolsables para empresas en pérdidas, cada una por su cuenta, mientras que el Gobierno central ha limitado sus transferencias a rescates de empresas de cierto tamaño a través de la SEPI o a subvenciones de carácter sectorial, como las reconocidas a los sectores del transporte. Como destaca un informe de Funcas sobre estas ayudas en perspectiva comparada europea, del notable esfuerzo en recursos hecho por España (7,3% del PIB), la mayoría se ha destinado a ayudas financieras, en particular créditos avalados por el ICO. Alemania, por su parte, ha focalizado sus esfuerzos (3% del PIB) en ayudas directas, con 50.000 millones de euros en total hasta la fecha.

De ahí que la reciente aprobación del Real Decreto-ley 5/2021, de 12 de marzo, de medidas extraordinarias de apoyo a la solvencia empresarial en respuesta a la pandemia de la COVID-19 pareciera venir a colmar un vacío en el sistema de protección social edificado a lo largo de esta crisis sanitaria. La norma, ahora en trámite por el Congreso de los Diputados tras ser convalidada, regula un paquete de ayudas por un importe total de 11.000 millones de euros: 7.000 millones en ayudas directas, 3.000 millones para reestructuración de deuda financiera de las empresas y 1.000 millones para recapitalización de empresas medianas.

Ayudas directas para empresas y autónomos

La primera línea consiste en ayudas directas no reembolsables para apoyar la solvencia y reducir el endeudamiento de empresas y autónomos. Las ayudas tienen carácter finalista y se deben emplear en el pago de las deudas y de los costes fijos en los que haya incurrido la empresa con motivo de su actividad (art. 1.1, RDL 5/2021). La ayuda se deberá destinar primero al pago de deuda con proveedores, por orden de antigüedad, y, si procede, a reducir el nominal de la deuda bancaria, primando la que cuente con aval público. Sólo podrán satisfacerse deudas y costes fijos devengados entre el 1 de marzo de 2020 y el 31 de mayo de 2021 (art. 1.3, ibíd.).

Podrán ser beneficiarias las empresas o autónomos cuyo volumen anual de operaciones haya caído al menos un 30% en 2020 respecto a 2019, siempre que en ese año no hubiesen declarado un resultado neto negativo (art. 3.1, ibíd.). En teoría, este último requisito busca evitar que las ayudas puedan llegar a empresas que ya eran “inviables” antes del estallido de la pandemia. Pero su exigencia general hace que sean automáticamente excluidas empresas que, siendo viables, pudieron declarar pérdidas. Por ejemplo, empresas que incurrieron en gastos extraordinarios por la realización de inversiones o por otras contingencias.

Pero no todas las empresas que cumplan los requisitos podrán acceder a estas ayudas. Estas no tienen un alcance universal, sino que están limitadas a las empresas y autónomos cuya actividad se encuadre en alguno de los 95 códigos CNAE previstos en el Anexo I de la norma (art. 3.5, ibíd.). Este criterio, muy criticado, deja fuera a muchos negocios que también se han visto golpeados de lleno por la pandemia, como peluquerías, academias, tiendas de souvenirs o autoescuelas, entre muchos otros. Ante la polémica generada por esta decisión, el Gobierno se ha comprometido a ampliar las actividades que puedan ser destinatarias de estas ayudas.

Asimismo, no serán elegibles las empresas o autónomos que hubieran sido condenadas por sentencia firme por delitos como los de prevaricación o fraude, entre otros. Tampoco las que no estuviesen al día en el cumplimiento de sus obligaciones tributarias o con la Seguridad Social, ni las que estuviesen declaradas en concurso o como insolventes, o que hubieran solicitado tal declaración, ni tampoco las que tuviesen su residencia en un país o territorio considerado como paraíso fiscal (DA4ª.1, ibíd.). Como condición para su percepción, los beneficiarios están obligados a mantener la actividad hasta el 30 de junio de 2022 y no podrán repartir dividendos ni incrementar el sueldo a sus directivos en los dos años posteriores a la percepción de las ayudas (DA4ª.2, ibíd.). Eso sí, en esta ocasión no estarán obligadas a mantener el nivel de empleo en la empresa con sanción de reintegrar las ayudas en caso de incumplimiento, una cláusula controvertida con potenciales efectos perjudiciales para la recuperación que sí se ha venido aplicando en las exoneraciones de cotización asociadas a los ERTE.

La cuantía de las ayudas varía en función de las pérdidas y el tamaño de la plantilla. En las empresas con un máximo de 10 empleados, la cuantía será el 40% de la caída del volumen de operaciones en 2020 respecto a 2019 que supere el 30% de reducción exigido para acceder a las ayudas. En las que tengan más de 10 empleados, el primer porcentaje será del 20%. En todo caso, la cuantía de la ayuda será como mínimo de 4.000 euros y como máximo de 200.000 euros (art. 3.2.b), ibíd.). Un ejemplo. Una empresa con una plantilla de 5 trabajadores tuvo en 2019 un volumen de operaciones de 100.000 euros y en 2020 de 50.000 euros. La caída en este caso es del 50%, por lo que la empresa es elegible. Con estos datos, la empresa tendría derecho a una ayuda equivalente al 40% del importe de la reducción experimentada que exceda del que equivaldría al de la caída del 30% exigida para ser elegible, esto es, la diferencia entre 70.000 euros (30%) y 50.000 euros (20%). Por tanto, la cuantía de la ayuda sería el 40% de 20.000 euros o, en definitiva, 8.000 euros.

Con carácter específico, para los empresarios y profesionales que tributan en régimen de estimación objetiva o por “módulos” en el IRPF, la ayuda tendrá en todos los casos una cuantía fija equivalente a 3.000 euros, cualquiera que haya sido su volumen de operaciones (art. 3.2.a), ibíd.). Esta limitación, aunque lógica desde una óptica de reciprocidad con la tributación también independiente de los ingresos de estos autónomos, en un contexto como el actual puede resultar demasiado restrictiva. La polémica en torno al sistema de módulos ni es nueva ni se puede decir que carezca de fundamento, pero no parece que éste sea el mejor momento para pretender resolverla aun a costa de poner en riesgo la viabilidad de muchos pequeños negocios, muchos de ellos de hostelería.

Por otra parte, aunque hablamos todo el rato de ayudas ‘directas’, el sistema de gestión regulado en la norma dista de ser directo. A diferencia de otras medidas aprobadas hasta la fecha, en este caso, aunque los requisitos de acceso los determina la norma estatal y se acreditan por la Administración General del Estado, en particular a la Agencia Estatal de la Administración Tributaria, mientras que la ejecución y control corresponde a las Comunidades Autónomas, en su caso, previa suscripción del oportuno convenio de colaboración entre ambas administraciones (art. 4, ibíd.).

Así, los 7.000 millones de euros comprometidos en esta línea de ayudas se dividen en dos compartimentos: 2.000 millones se reservan en exclusiva para Baleares y Canarias, por ser dos de las comunidades más afectadas, y los 5.000 millones restantes se reparten entre las demás de Comunidades Autónomas (art. 2.1, ibíd.). En el primer caso, el reparto entre ambas autonomías es proporcional al peso de cada una en la caída en 2020 de los afiliados en términos netos, esto es, descontando el efecto de los ERTEs. En el segundo, se aplican los mismos criterios de reparto de los fondos REACT EU, de acuerdo con tres indicadores: renta, desempleo y desempleo juvenil (art. 2.2, ibíd.). Los términos concretos de la distribución de los fondos en ambos casos serán en todo caso definidos por Orden de la Ministra de Hacienda (art. 2.3, ibíd.).

El hecho de que las ayudas se articulen como subvenciones, sujetas por tanto a disponibilidad presupuestaria, supone en la práctica una limitación al número máximo de ayudas que se pueden conceder. Además, el que los fondos se repartan entre las Comunidades Autónomas y que sean ellas las que convoquen las subvenciones correspondientes para las empresas y autónomos en sus respectivos territorios, supone otra limitación al número máximo de ayudas que se pueden conceder en cada comunidad.

Teniendo en cuenta esta doble limitación, al menos en origen, ¿qué sucede si el total de fondos asignados a es insuficiente para cubrir todas las solicitudes que se realicen y cumplan los requisitos exigidos en la norma? Aunque no está claro, es probable que ahí las Comunidades Autónomas deban elegir entre suspender sin más su concesión una vez se agoten los fondos estatales o bien continuar complementando su financiación con fondos propios. La segunda opción tendría incluso cierta justificación: las CCAA han concedido y conceden subvenciones propias a sectores y empresas afectadas en sus territorios, por lo que seguro que existe margen para su integración con esta nueva línea de ayudas. Pero al no haberse planteado con carácter previo ningún mecanismo de armonización con las CCAA, la única vía será la que se pueda prever por convenio de colaboración. Y esa posibilidad ni es segura ni es automática.

Medidas de reestructuración de la deuda financiera

La segunda línea del paquete aprobado tiene por objeto apoyar la solvencia de las empresas y autónomos que hayan suscrito operaciones de financiación que cuenten con aval entre el 17 de marzo de 2020 y el 13 de marzo de 2021 (art. 6.1, ibíd.). Las condiciones aplicables y los requisitos de elegibilidad se establecerán por acuerdo de Consejo de Ministros (art. 6.2, ibíd.). No obstante, sólo podrán aplicarse estos beneficios las empresas y autónomos que, teniendo derecho y estando en plazo, hubieran previamente solicitado a las entidades financieras las medidas de ampliación de plazos y carencias recogidas en el Real Decreto-ley 34/2020, de 17 de noviembre, de medidas urgentes de apoyo a la solvencia empresarial y al sector energético, y en materia tributaria (art. 6.3, ibíd.).

Entre las medidas de apoyo público a la solvencia empresarial que podrán solicitar las empresas y autónomos, está la extensión de los plazos de vencimiento de las operaciones de financiación que han recibido aval público por un periodo adicional, con la extensión en paralelo del aval (art. 7, ibíd.) o, en su caso, el mantenimiento del aval público en las operaciones de financiación que se conviertan en préstamos participativos (art. 8, ibíd.).

También se podrá solicitar la reducción del principal pendiente en operaciones de financiación con aval público. Esta minoración no se producirá mediante quita, sino a través de una bonificación con cargo a una transferencia pública directa por el Ministerio de Asuntos Económicos y Transformación Digital, que se aplicará en el marco de los acuerdos de renegociación que se suscriban entre la empresa o autónomo deudor y la entidad financiera acreedora (art. 9, ibíd.). La posibilidad de aplicación de esta medida queda condicionada a que la entidad acreedora se haya adherido previamente a un Código de Buenas Prácticas cuyo contenido será definido por acuerdo del Consejo de Ministros (art. 11, ibíd.). Cabe esperar que uno de los compromisos a los que obligue el citado Código a las entidades adheridas sea el de aplicar una quita equivalente o proporcional a la bonificación con cargo a fondos públicos, haciendo que sea la propia entidad la encargada del análisis de solvencia y selección de los deudores que se acaben beneficiando de ambas medidas.

Fondo de recapitalización de empresas afectadas por Covid

Por último, el Real Decreto-ley 5/2021, de 12 de marzo, prevé la creación del Fondo de recapitalización de empresas afectadas por Covid con el fin de aportar apoyo público para reforzar la solvencia de las empresas que atraviesen dificultades de carácter temporal como consecuencia de la crisis sanitaria. El Fondo aportará dicho apoyo en forma de instrumentos de deuda, de capital e híbridos de capital, o una combinación de ellos, a empresas no financieras, cuyos criterios básicos de elegibilidad se establecerán por acuerdo de Consejo de Ministros. La financiación con cargo a este Fondo será incompatible con la del Fondo de apoyo a la solvencia de empresas estratégicas, previsto en el Real Decreto-ley 25/2020, de 3 de julio, de medidas urgentes para la reactivación económica y el empleo. De ahí que se suela hacer referencia a este instrumento como un “fondo de rescate para empresas medianas” (art. 17, ibíd.).

Medidas extraordinarias que ya duran más de un año: prórrogas y novedades del Real Decreto-ley 2/2021

El año 2020 ha quedado atrás, pero no así los Reales Decretos-leyes, una figura concebida originalmente para responder a situaciones de urgente y extraordinaria necesidad que, sin embargo, a fuerza de usarla, va camino de formar parte de esta nueva normalidad que por el momento nos toca vivir. Sea por relajamiento de una escrupulosidad formal, que, valga decirlo, siempre ha sido más aspiracional que real, sea porque en verdad vivimos en una excepcionalidad permanente que justifica esta forma de legislar, lo cierto es que este 2021 parecer que será un nuevo año repleto de convalidaciones parlamentarias.

Uno de los primeros ejemplos de esta continuidad lo constituye la aprobación del Real Decreto-ley 2/2021, de 26 de enero, de refuerzo y consolidación de medidas sociales en defensa del empleo. Una norma muy esperada para encauzar este nuevo año ya que contempla la prórroga de las medidas extraordinarias de protección del empleo y del trabajo autónomo, en este último caso con algunas novedades.

1. Nueva prórroga de los ERTEs y de medidas extraordinarias en materia de cotización a la Seguridad Social hasta el 31 de mayo

La nueva norma, que incorpora el contenido del IV Acuerdo Social para la Defensa del Empleo suscrito por el Gobierno con los agentes sociales, en esencia supone una prórroga de las medidas aprobadas por el acuerdo social anterior, las cuales tuve ocasión de analizar con detalle en este mismo blog y que, entre otras medidas, fijó la vigencia de los ERTEs hasta el 31 de enero de este año.

En ese sentido, la norma aprueba una nueva extensión de los ERTEs por causa de fuerza mayor iniciados en los meses de marzo a julio durante el primer estado de alarma al amparo del art. 22 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo (art. 1.1, RDL 2/2021). En el caso de que la empresa afectada pertenezca a un sector CNAE con una elevada prevalencia de ERTEs y una reducida tasa de recuperación de actividad, los cuales se especifican en el Anexo de la norma, se podrá aplicar una bonificación sobre la cotización empresarial a la Seguridad Social del 85% si tiene menos de 50 trabajadores o del 75% si tiene una plantilla superior (DA1ª.1, 2.a) y 3, ibíd.).

Las mismas bonificaciones serán aplicables a las empresas que conviertan un ERTE por causa de fuerza mayor en uno por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción (ETOP) entre el 1 de febrero y el 31 de mayo de 2021, y a las empresas con ERTEs ETOP en sectores CNAE especialmente afectados (DA1ª.2.b) y c), ibíd.). También serán aplicables en empresas cuyo negocio dependa, indirectamente y en su mayoría, de cualquiera de las empresas anteriores, o que formen parte de la cadena de valor de estas (DA1ª, 2.d), ibíd.).

También se prorrogan los ERTEs por fuerza mayor por “impedimento de actividad” –los llamados entonces “ERTEs de rebrote” que empezaron a declararse a principios de la segunda ola iniciados a partir del 1 de julio de 2020 de acuerdo con la disposición adicional primera del Real Decreto-ley 24/2020, de 26 de junio. Estos expedientes también se podrán beneficiar de las exoneraciones de cuotas a las que se refieren los párrafos anteriores (art. 1.2, ibíd.).

Quedan igualmente prorrogados los ERTEs “de impedimento” y “de limitación” regulados en el Real Decreto-ley 30/2020, de 29 de septiembre, que hayan sido declarados entre el 1 de octubre de 2020 y el 31 de enero de 2021. El régimen de exoneraciones en las cuotas de la Seguridad Social en el primer caso será el mismo que el previsto en la citada norma, esto es, un 100% en empresas de menos de 50 trabajadores y un 90% si la plantilla es mayor (art. 1.3, ibíd.). En el caso de la segunda modalidad, las exoneraciones se ajustarán a la siguiente escala (art. 1.4, ibíd.):

  • Empresas de menos de 50 trabajadores:
    • Febrero (100%), Marzo (90%), Abril (85%), Mayo (80%)
  • Empresas de más de 50 trabajadores:
    • Febrero (90%), Marzo (80%), Abril (75%), Mayo (70%)

Los porcentajes de exoneración previstos para cada modalidad serán igualmente aplicables en los ERTEs de impedimento o de limitación que sean declarados a partir del 1 de febrero de 2021 y hasta el 31 de mayo de 2021 (art. 2.1, ibíd.).

Una novedad importante de este Real Decreto-ley tiene que ver con la simplificación de los procedimientos asociados a la tramitación de los ERTEs. En particular, se establece que el tránsito entre un ERTE de fuerza mayor de “impedimento” a otro de “limitación”, así como la aplicación del régimen de exoneraciones correspondiente,  únicamente requerirán para su eficacia de una declaración responsable por la empresa que constate la modificación de las circunstancias que habilita para acceder a la nueva modalidad (art. 2.2, ibíd.).

2. A vueltas con la cláusula de mantenimiento del nivel de empleo

Uno de los aspectos que sigue suscitando mayor polémica y que concentró las discrepancias entre el Gobierno y los agentes sociales durante la negociación de esta última prórroga se refiere a la conocida “salvaguarda del empleo” que se exige a empresas que se beneficien de las ayudas a la cotización de la Seguridad Social de los trabajadores afectados por ERTEs, en los términos de la disposición adicional sexta del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, y sus modificaciones posteriores (art. 3.4, ibíd.).

La salvaguarda dispone que las empresas beneficiarias de estas ayudas estarán obligadas a mantener el nivel de empleo existente en el momento de la solicitud durante el plazo de seis meses desde la fecha en la que se produzca la reincorporación al trabajo efectivo de al menos uno de los trabajadores afectados por el expediente. Si el ERTE fuese resultado de una prórroga, el nuevo compromiso de mantenimiento del empleo que se derive de este último sólo empezará a computar tras la finalización del anterior (DA6ª.1, RDL 8/2020).

Por tanto, durante ese plazo la empresa no podrá extinguir contratos de trabajo, con algunas excepciones, como la extinción causada por dimisión del trabajador, despido disciplinario o, en contratos temporales, por expiración del tiempo convenido o la realización de la obra o servicio que constituye su objeto (DA6ª.2, ibíd.). No obstante, se señala que esta obligación se valorará teniendo en cuenta sector de actividad y, en particular, las especificidades de las empresas con alta variabilidad o estacionalidad del empleo, si bien en ningún lugar se especifica en qué consiste esta modulación (DA6ª.3, ibíd.). Asimismo, se prevé que la aplicación de esta salvaguarda se excepcionará en el caso de empresas que estén en riesgo de concurso en los términos previstos en la legislación vigente en materia concursal (DA6ª.4, ibíd.).

En caso de incumplimiento de este precepto, la empresa tendrá la obligación de devolver todas las ayudas de las que se hubiera beneficiado por todos los trabajadores afectados por el ERTE durante todo el tiempo de su vigencia (DA6ª.5, ibíd.).

La desproporcionalidad de este último aspecto es el que acapara las críticas contra esta cláusula, dado que su aplicación rigurosa puede conllevar el riesgo de provocar los mismos efectos negativos sobre el empleo que pretende combatir. La aplicación de una medida tajante como esta con el objetivo de contener posibles ajustes del empleo en las primeras fases de esta crisis, donde la incertidumbre podía haber provocado efectos de cascada similares a los de un pánico bancario –como, por cierto, sucedió en la crisis financiera de 2008, que, aun sin ser comparable, seguramente hubiera tenido un impacto inicial menos pronunciado sobre el empleo si se hubiese adoptado una salvaguarda similar– puede tener plena justificación económica. Pero, transcurrido ese momento inicial, una vez amortiguado este riesgo, el mantenimiento de esta limitación sobre cualquier posible ajuste en plantilla, absoluta en la práctica, es contraproducente.

De hecho, puede llegar a comprometer la recuperación de empresas que, una vez adaptadas a la realidad de la pandemia, podrían ser viables sin beneficios públicos con un ajuste mínimo en sus plantillas. Esta condicionalidad, sin embargo, fuerza a las empresas a todo o nada: si no son capaces de mantener intacta su plantilla, en algunos casos, en los niveles anteriores al estallido de la crisis sanitaria, entonces no tendrán otra opción que cerrar: si no por las pérdidas, por la obligación de devolver todas las ayudas públicas recibidas. Una consecuencia cuando menos paradójica para una cláusula que se dice establecida para “proteger” el empleo en empresas afectadas por esta crisis sanitaria.

Una alternativa más razonable y equitativa a esta condicionalidad era la propuesta que planteaba junto con Jesús Lahera en este mismo medio y que pasaría por limitar la obligación de devolución en caso de incumplimiento sólo al importe de las exoneraciones en la cotización a la Seguridad Social de los trabajadores cuyos contratos se hubieran extinguido en los supuestos no permitidos por esta cláusula, no de todos los trabajadores. De este modo la responsabilidad del incumplimiento quedaría acotada a la magnitud del mismo, pero sin comprometer la posibilidad de ajustes puntuales que permitiesen a las empresas ser viables por sus propios medios en el nuevo entorno de convivencia forzosa con las sucesivas olas de la pandemia mientras avanza el proceso de vacunación.

Por otro lado, además de esta salvaguarda del empleo, también se prorrogan otras condicionalidades referidas a la limitación de reparto de dividendos, la transparencia fiscal o la prohibición de realizar horas extraordinarias o subcontratas (art. 3.2 y 3, ibíd.). Asimismo se extiende hasta 31 de mayo la prohibición de justificar despidos en causas ETOP recogida en el art. 2 del Real Decreto-ley 9/2020, de 27 de marzo, sobre la que ya expuse un análisis detallado sobre su contenido y consecuencias en este medio.

3. Prórroga de otras medidas excepcionales y ausencias notables

La nueva norma también prorroga otras medidas extraordinarias puestas en marcha durante esta crisis sanitaria. Por un lado, se extiende la vigencia hasta el 31 de mayo de 2021 de las medidas extraordinarias de protección por desempleo, en los términos previstos en el Real Decreto-ley 30/2020, de 29 de septiembre (art. 4, ibíd.). Como analicé en un artículo anterior en este medio, éstas incluyen el derecho al reconocimiento de la prestación contributiva por desempleo aunque el trabajador no reúna el periodo mínimo de carencia o el mantenimiento de la cuantía en el 70% de la base reguladora, sin reducciones, durante todo el tiempo de percepción.

También se prorroga una vez más el derecho de adaptación o reducción de la jornada de para los trabajadores que acrediten deberes de cuidado por causas relacionadas con la covid-19, más conocido como “Plan MECUIDA”, regulado en el art. 6 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo (DA3ª, ibíd.).

De manera llamativa, la norma no parece considerar justificado el contexto epidemiológico actual para recuperar el carácter preferente del trabajo a distancia en las empresas siempre que sea técnica y razonablemente posible, en los términos establecidos en el art. 5 del citado Real Decreto-ley 8/2020. No deja de sorprender que, frente a las medidas más o menos creativas que vienen siendo ensayadas por las instituciones durante estos meses, se desdeñe una medida ya aplicada durante las fases iniciales de la pandemia y de la que cabría esperar una mayor eficacia para reducir la movilidad y por tanto para disminuir la transmisión comunitaria del virus.

4. Extensión de las medidas de protección para los autónomos

El nuevo Real Decreto-ley también recoge el contenido del acuerdo celebrado entre el Gobierno y las asociaciones profesionales de trabajadores autónomos más representativas de ámbito estatal para extender a su vez hasta el 31 de mayo la vigencia de las medidas extraordinarias de protección del trabajo autónomo.

En primer lugar, como novedad destacada, se crea una prestación extraordinaria por cese de actividad para los autónomos que tengan que suspender todas sus actividades por resolución de la autoridad competente (art. 5.1, ibíd.). Sería el caso del ocio nocturno, pero también del comercio y la hostelería en determinados territorios. La cuantía de esta prestación será del 50% de la base mínima de cotización, del 70% si el autónomo forma parte de una familia numerosa y las actividades suspendidas constituyen su única fuente de ingresos, o del 40% si más de una persona en la misma unidad familiar tiene derecho a percibir esta prestación (art. 5.2, ibíd.). La prestación se percibirá desde el día siguiente al que se decrete la suspensión de la actividad y hasta su finalización, con una duración máxima de cuatro meses (art. 5.3 y 8, ibíd.). Durante el tiempo de su percepción, el autónomo estará exento de pagar cuotas a la Seguridad Social (art. 4, ibíd.). Tampoco será compatible con otras rentas e ingresos, salvo ingresos de un trabajo por cuenta ajena si no superan 1,25 veces el importe del salario mínimo interprofesional vigente (art. 5.5, ibíd.).

Seguidamente, se prorroga la prestación por cese de actividad compatible con el trabajo por cuenta propia regulada en el Real Decreto-ley 30/2020, de 29 de septiembre, para todos los autónomos que reúnan los requisitos establecidos en el art. 330 del texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social y que, alternativamente a estar en situación legal de cese de actividad, acrediten una reducción de ingresos de la actividad por cuenta propia respecto al segundo semestre de 2019 de al menos el 50% −en lugar del 70% como se exigía en el citado Real Decreto-ley 30/2020− y unos ingresos durante 2021 inferiores a 7.980 euros (art. 7.1 y 2, ibíd.). La prestación, con estas condiciones, podrá percibirse como máximo hasta el 31 de mayo.

Igualmente, se prorroga la prestación extraordinaria por cese de actividad para los autónomos que en el primer semestre de 2021 tengan unos ingresos inferiores a los del mismo periodo y, en todo caso, inferiores a 6.650 euros, pero que no reúnan los requisitos para acceder a la prestación extraordinaria por suspensión de actividad ni tampoco a la prestación contributiva por cese de actividad, ni a la específica compatible con el trabajo por cuenta propia anterior, ni a la general regulada en el Título V del texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social (art. 6.1 y 2, ibíd.). La cuantía, duración e incompatibilidades de esta prestación serán las mismas que las establecidas para la prestación extraordinaria por suspensión de la actividad (art. 6.2, 3 y 4, ibíd.), aunque la misma se extinguirá si concurren los requisitos para acceder a alguna de las otras prestaciones antes señaladas (art. 6.7, ibíd.). Durante su percepción, el autónomo estará asimismo exento de la obligación de cotizar a la Seguridad Social (art. 6.5, ibíd.).

Por último, se extiende la vigencia de la prestación extraordinaria por cese de actividad para trabajadores de temporada, prevista también en el Real Decreto-ley 30/2020, con la novedad de que podrán acceder a la misma todos los autónomos que a lo largo de 2018 y 2019 hubieran desarrollado un único trabajo por cuenta propia durante un mínimo de cuatro meses y un máximo de seis en cada uno de los años y siempre que en cada uno de los mismos no hubiesen realizado ningún trabajo por cuenta ajena por más de 120 días (art. 8.1, ibíd.). El autónomo no podrá haber generado en el primer semestre de 2021 unos ingresos superiores a 6.650 euros, ni haber trabajado por cuenta ajena durante más de 60 días (art. 8.2.b) y c), ibíd.). La cuantía de la prestación será del 70% de la base mínima de cotización que corresponda y su duración será como máximo de cuatro meses y en todo caso hasta el 31 de mayo (art. 8.3 y 4, ibíd.). Durante su percepción, el autónomo tampoco tendrá que pagar cuotas a la Seguridad Social (art. 8.6, ibíd.).

El sector de la construcción, SAREB y la banca en la nueva situación de crisis económica

Antes de que iniciara, a nivel mundial, la pandemia por el virus SARS-CoV-2, el peso de la construcción en el PIB español se encontraba sobre un 5% en la economía española; nada que ver con el 10.8% que el INE (Instituto Nacional de Estadística) publicó en el año 2006 y el 12% en 2007. Mas, si bien este porcentaje ha estado estancado en los años anteriores, no hay que olvidar que, entre los años 2014 y 2018, el sector de la construcción fue el componente del PIB que más creció en España (un 34%, más del doble que la industria o los servicios).Y tampoco se debe obviar que la construcción no sólo genera empleo directo sino indirecto mediante empresas que auxilian al sector de la construcción.

Pero el peso de la construcción en el PIB español está en mínimos históricos y existe un déficit inversor muy superior a los 100.000 millones de euros. Y uno de los principales problemas es la financiación; la capacidad de las empresas españolas para manejar un proyecto de infraestructuras desde el primer momento. En la mayoría los casos tienen dificultades.Las proyecciones macroeconómicas publicadas en septiembre por el Banco de España para el período 2019-2021 y el informe Euroconstruct (grupo independiente de análisis especializado en la prospectiva del sector de la construcción), debido a la crisis económica generada por la sanitaria, son papel mojado.

Y todo esto ha llegado en un momento en el que el mercado de la vivienda ya venía registrando una desaceleración y un enfriamiento de la actividad desde 2019, como advertían diversos indicadores. Algo que se ha hecho más patente en el primer trimestre de este 2020, antes de la crisis del Covid-19. El pasado año ya se vendieron menos pisos y la subida de los precios se moderó (según el Anuario 2019 de la Estadística Registral Inmobiliaria, publicado por el Colegio de Registradores); incluso las rentas de los alquileres parecían que se contenían, excepto en zonas muy tensionadas de Madrid y Barcelona, por lo que hay que examinar si, aún no superada esta crisis sanitaria que ha afectado a la economía globalmente, se podría abrir o no un nuevo panorama para el mercado inmobiliario. El pago de la renta se ha convertido de la noche a la mañana en un lujo para muchos arrendatarios que han perdido el trabajo o autónomos cuya actividad ha parado. De ahí que se haya escrito mucho en los últimos meses, y judicializado de nuevo, la cláusula rebus sic stantibus.

El pasado mes de agosto, Eurostat (oficina estadística de la Comisión Europea) publicó lo que se preveía: la gravísima caída de la economía europea, entre los meses abril y junio, debido a la pandemia. El PIB de la zona euro se replegó un 12,1%, aunque se suavizó ligeramente el golpe para el conjunto de los veintisiete países, que queda en el 11,7%. La UE sufrió el mayor retroceso del PIB en toda su historia. Y con los datos definitivos de 20 de los 27 países ya sobre la mesa, la estadística certifica que España (-18,5%) lideraba el desplome por delante de Hungría (-14,5%), Portugal (-13,9%) y Francia (-13,8%).

En septiembre, el INE ratificaba este hundimiento con la publicación de que el PIB español, en el segundo trimestre, había caído un 17,8% en comparación con el primer trimestre del año, siendo el retroceso interanual de un 21,5%.  Sin embargo, conforme a la publicación del INE el viernes 25 de septiembre, el PIB español registró un crecimiento histórico del 16,7% entre julio y septiembre respecto a los tres meses anteriores debido, fundamentalmente, al turismo; el sector de la construcción también aumentó, situándose la tasa interanual en el -8,7%.

A la espera la publicación de la evolución del cuarto trimestre, que se publicará el próximo 23 diciembre por el INE, es evidente que, debido a la parcial paralización del sistema de movilidad de las personas entre comunidades autónomas y municipios, no se espera otro aumento y menos histórico. Si bien los datos del segundo trimestre fueron más que alarmantes pues esos porcentajes de caídas del PIB son análogos a los acaecidos en una Guerra, realmente no ha habido ni hay una destrucción permanente de las infraestructuras que impidan una recuperación rápida de la producción una vez mejore la situación sanitaria mediante la investigación científica que parece advenir. Y, si bien el origen de esta crisis no es económico, debido a que somos todos los ciudadanos quienes hemos sufrido y sufrimos la pandemia y sus efectos, afecta, asimismo, al sector financiero.

Toda crisis que provoque una económica, suele afectar siempre a la banca, porque ésta gana dinero, principalmente, por los depósitos de la gente, y afecta a su cuenta de resultados y, a largo plazo, a su solvencia. En efecto, ya el pasado mes de abril, el FMI mostró su preocupación por el efecto que iba a tener esta pandemia sobre la rentabilidad de los bancos, y en su informe de finales de junio acrecentó dicha preocupación, teniendo en cuenta el aumento del endeudamiento de las empresas y las pérdidas asociadas a un mayor riesgo de insolvencia, lo que hace que aquéllos deban provisionar con cargo a resultados. A ello se le une el bajo tipo de interés y el negativo tipo del Euríbor. 

Todo ello ha supuesto y va a suponer una mayor concentración bancaria, una reducción significativa del número de entidades bancarias, lo cual puede conllevar el riesgo de afectar a la situación competitiva general en el mercado bancario, que pasará a estar controlado por dos o tres grandes entidades de crédito y que repercutirá negativamente en los usuarios y consumidores.

En el sector de la construcción, el informe del pasado junio del Euroconstruct preveía un descenso de producción en Europa de un -11,5%.Las Socimi-sociedades mercantiles anónimas cotizadas de inversión inmobiliaria con ventajas fiscales-, que invierten en activos logísticos, oficinas, hoteles y centros comerciales…etc., comenzaron a notar los efectos de la caída en su capitalización bursátil, perdiendo más de un 17% de capitalización, 4.400 millones de euros respecto al cierre de 2019, según la segunda edición del informe que elaboran conjuntamente BME y JLL España sobre la evolución del mercado de las Sociedades Anónimas Cotizadas de Inversión Inmobiliaria.Pero no sólo en España, losREIT (real estate invesment trust,acrónimo internacional con el que se conocen los vehículos de inversión similares a las socimis españolas) de la Unión Europea han vivido en conjunto un retroceso de la capitalización del 22,6% entre marzo de 2019 y junio de 2020.

 

Finalmente, Sareb (Sociedad de Gestión de Activos procedentes de la Reestructuración Bancaria, S.A.), entidad no financiera creada por la disposición adicional séptima de Ley 9/2012, de 14 de noviembre, de reestructuración y resolución de entidades de crédito para ayudar al saneamiento del sector financiero español, concretamente, a las entidades que arrastraban problemas debido a su excesiva exposición al sector inmobiliario, impuesta por la UE a condición del rescate bancario, y cuya gestión y comercialización de estos activos está delegada a cuatro entidades, Altamira Asset Management, Haya Real Estate, Servihabitat y Solvia, las cuales pertenecían a los grandes bancos comerciales españoles y que, actualmente, son propiedad de fondos de inversión (dos estadounidenses, un italiano y un sueco) pues Sareb no cuenta con red comercial, a pesar de que se constituyó como un instrumento clave en el saneamiento bancario español para contribuir a la recuperación de la economía, ni lo ha sido ni lo está siendo.

En todos los años desde su constitución, inclusive 2019, ha cerrado sus cuentas con patrimonio neto contable negativoel pasado año perdió 850 millones de euros-, amen de que a mitad de su vigencia (expira en el año 2027), se ha deshecho solo de aproximadamente un tercio de los activos tóxicos que debía vender. Sareb ha tenido que hacer dos cosas irremediablemente: crear el pasado año una inmobiliaria, por nombre Árqura Homescon el fin de desarrollar proyectos residenciales a partir de suelos y obras sin finalizar para vender, y transmitir a fondos buitres (fondos de capital riesgo que compran activos con el menor precio posibley que, en el momento de la venta, en un periodo a corto o medio plazo, venden a otros inversores para conseguir altas rentabilidades).

Pero no todo es negativo para Sareb; debido a la situación actual, está haciendo grandes esfuerzos con el mayor número posible de ayuntamientos en todo el país para que éstos construyan un parque social con alquileres con renta asequible (de 75 a 125 €) con el fin de que los ciudadanos puedan tener un acceso a la vivienda.

Coloquio. Estado de Derecho y COVID: necesidad o menoscabo de garantías y derechos fundamentales individuales

Continuamos con nuestros coloquios preguntando a los mejores expertos sobre cuestiones clave para el Estado de derecho, en la línea del trabajo que realizamos en nuestro blog y en nuestro videoblog.

La situación sanitaria, económica y social creada por la pandemia ha generado, como todos sabemos, una nueva legislación de urgencia, excepcional, en ocasiones contradictoria, que ha limitado derechos y libertades fundamentales. La limitación temporal de las normas excepcionales y las garantías legales que deben preservarse exigen de una valoración jurídica y un análisis técnico por parte de expertos. Desde Hay Derecho propiciamos un debate profundo, crítico y práctico sobre la legislación COVID y los derechos fundamentales afectados.

Para tratar estas cuestiones, el jueves, 10 de diciembre a las 19:00 tendrá lugar el coloquio “Estado de Derecho y COVID: necesidad o menoscabo de garantías y derechos fundamentales individuales, que podrá seguirse online a través de Zoom si se inscriben, y también de nuestro canal de Youtube.

Participarán en el coloquio Mariano Yzquierdo, Catedrático Derecho Civil UCM y Of Counsel Cuatrecasas; Carmen Muñoz, Profesora Titular Derecho Civil UCM; María del Sagrario Navarro, Profesora Derecho Titular (acred.) Derecho Mercantil UCLM; y Alfredo Muñoz, Profesor Derecho Mercantil UCM. Abogado. Modera nuestro patrono José Ramón Couso, socio de CECA MAGÁN Abogados.

Si tiene interés en asistir, se ruega acceder a Eventbrite pinchando en ESTE ENLACE , desde donde les remitirán el enlace a Zoom. Además, les animamos a incluir en su inscripción una pregunta que quieran que los ponentes traten durante el coloquio, teniendo en cuenta que éstas deben ser breves, concisas y sobre cuestiones generales. Los participantes en Zoom también podrán realizar preguntas en directo (no así desde Youtube).

¡Os animamos a compartir esta información con aquellas personas que puedan estar interesadas!

 

 

 

¿Y por qué no probamos algo diferente para contener la pandemia?

Tras vivir un confinamiento perimetral por Comunidades Autónomas, creo que hemos alcanzado la cumbre de las decisiones perfectamente prescindibles, tomadas solo para parecer que se están haciendo cosas para luchar contra la pandemia, aunque sepas perfectamente que no sirven para nada. Intentamos valorar este tipo de confinamientos perimetrales en un post anterior, por lo que no incidiremos mucho sobre el tema.

Eso sí, no puedo dejar de mencionar que tras haber visto este fin de semana cómo todos los madrileños hacíamos turismo por los preciosos pueblos de la Sierra, o las maravillosas villas del Sur, la conclusión que se puede sacar es que no importa si los madrileños nos contagiamos entre nosotros mismos, pero hay que evitar sobre todo que un madrileño contagie a un castellano leonés, a un castellano manchego o a un valenciano. Supongo que es el sueño de cualquier formación política nacionalista. No esperaba que todos los líderes de las Comunidades Autónomas hubiesen sufrido un ataque de nacionalismo que los llevase a levantar fronteras autonómicas inexistentes.

Un confinamiento perimetral se entiende que tiene sentido para proteger una zona que tiene una baja incidencia del virus, o para evitar que el virus en una zona de alta incidencia se propague a zonas con menor incidencia. Con los niveles que vemos actualmente en toda España no se da ninguna de esas condiciones, por lo que parece una medida perfectamente prescindible. Y estoy seguro de que todos los que la han decretado lo saben. Valoraciones parecidas podrían hacerse sobre los toques de queda, aunque ahí aún cabe cierto beneficio de la duda; pero creo, en mi modesta opinión, que bastante pequeño.

Cuando ya se está hablando del confinamiento domiciliario entramos en un territorio mucho más complejo. Claramente son medidas muy efectivas, pero con un coste económico y psicológico extraordinario. A mí me molesta especialmente la retórica del “valor” a la hora de tomar esas decisiones. Tomar esa decisión es un símbolo de fracaso, no de valor. No hace falta ningún valor; lo que es preciso es reconocer el fracaso con la estrategia adoptada para frenar la pandemia y la necesidad de adoptar una medida efectiva desde el punto de vista sanitario, pero terrible desde cualquier otro punto de vista.

Esperemos que aún sea posible evitarlo. Y acudiendo a la demagogia, para todos aquellos políticos que quieren apresurarse a adoptar esta decisión, quiero pensar que tendrán pensado cómo evitar la ruina económica y moral de tanta gente afectada. Al menos otros países se comprometen a cubrir los ingresos perdidos por los negocios. Quizás los políticos de “confinamiento fácil” podrían comprometerse a aportar parte de los sueldos de los que ven estas decisiones desde una cómoda posición de salario asegurado. Sí, es demagógico, pero el dolor económico de estas decisiones debería ser mucho más compartido de lo que lo ha sido hasta ahora.

Lo más lamentable de esta situación es la percepción de que existen a disposición de políticos y epidemiólogos otras herramientas que podrían utilizarse, y es difícil entender por qué no se usan. Al menos me gustaría detenerme en dos de ellas: las mascarillas y los tests de antígenos. Mi impresión es que en estos tiempos contamos con herramientas eficaces para luchar contra la pandemia con un efecto mucho menor sobre la actividad económica, pero requieren de personas que se atrevan a adoptar estrategias no probadas, con una actitud más valiente.

Sobre las mascarillas, ¿qué no habremos dicho ya? Pero la información sobre la transmisión por aerosoles llevaría a tener que reforzar el uso de mascarillas en espacios cerrados; y no cualquier mascarilla. Una actitud valiente orientada a evitar el cierre de la mayor parte de las actividades comerciales llevaría a hacer obligatorio el uso de las mascarillas FFP2 en cualquier espacio cerrado. Es sorprendente que, contando con una herramienta tan eficaz para evitar el contagio como es una mascarilla FFP2, toda la comunicación y estrategia no vaya orientada a forzar el uso de este tipo de mascarilla, mediante una comunicación a toda la población adecuada, y mediante una política de subvención y baja fiscalidad que las hagan más asequibles.

Esta estrategia parece mucho más barata que obligar a cerrar toda la actividad comercial o cultural. No se entiende la obsesión por cerrar cines, museos, teatros, o comercios, o cualquier actividad donde no es necesario quitarse la mascarilla, cuando el uso de una mascarilla FFP2 en estos recintos cerrados ofrece un grado de protección altísimo, al menos tal y como indican los experimentos realizados. Las mascarillas quirúrgicas y las de tela pueden quedar para espacios al aire libre menos comprometidos. Pero en espacios cerrados se debería promover, si no obligar, a usar mascarillas de alta protección FFP2. No parece una decisión ni arriesgada ni difícil.

Aquellos espacios cerrados donde es preciso quitarse la mascarilla (bares y restaurantes) precisan una solución bastante más compleja, que requeriría inversión en purificadores y filtros de aire, y que daría para otro análisis, en el que no nos vamos a detener en este post.

El segundo elemento sobre el que sí quiero detenerme son los tests de antígenos. Una prueba que puede detectar el virus en cualquier persona, con un coste reducido, en menos de 15 minutos, debería permitir un cambio radical en la estrategia de contención del virus. En lugar de ello, lo que hemos visto es que, cuando algunos gobiernos han apostado por su uso, los medios se han llenado de artículos y periódicos que cuestionan su eficacia.

El razonamiento para cuestionarlo es muy interesante y responde a la misma dinámica que ya vimos en el mes de marzo con las mascarillas: el test de antígenos utiliza un procedimiento de toma de muestra similar al de una PCR (nariz y garganta), pero logra los resultados en un tiempo mucho menor. Ese menor tiempo se hace a costa de una menor sensibilidad. Si el test da positivo, no parece que haya dudas sobre que la persona está contagiada. Si da negativo, puede albergarse la duda de si la carga viral de la persona es pequeña, y por tanto pueda estar contagiada, aun cuando el resultado no lo indique.

En esta tesitura, aquellas personas que “nunca quieren equivocarse” desprecian el test de antígenos, y apuestan por lo seguro, el PCR. El PCR tiene el problema de que su coste es mucho mayor, tarda 48 horas en dar el resultado, y la presión sobre los laboratorios conduce fácilmente al colapso. La experiencia nos ha mostrado que la estrategia basada en tests PCRs para contener el virus ha sido un fracaso. Aún así, es lo seguro, nadie podrá acusarte si apuestas por esa estrategia. La de antígenos es la apuesta por algo diferente. Lograr el resultado en 15 minutos proporciona mucha mayor agilidad y capacidad de contención. Si analizamos el problema con más detenimiento podríamos pensar que es más que suficiente. La pregunta clave no es si la persona que da negativo tiene o no el virus, que desde el punto de vista personal sin duda es importante, pero desde el punto de vista epidemiológico no es lo relevante. Desde el punto de vista epidemiológico lo relevante es si esa persona contagia. Esa es la pregunta importante.

Uno podría pensar, sin poder aportar soporte científico que, si el test no ha sido capaz de detectar el virus, difícilmente esa persona podrá contagiar, porque su carga viral será muy baja. Pero eso solo obedece a una reflexión de sentido común, aún no avalada por la ciencia. Y aquí se distinguen los diferentes tipos de gestores y líderes: los conservadores, más preocupados porque no les puedan acusar de no hacer cosas, y de no tomar decisiones erróneas, preferirán evitar el test de antígenos, ante la incertidumbre de que alguno de los que ha dado negativo contagie. Aquellos que ante el fracaso de la estrategia actual quieran probar algo diferente, para intentar lograr un resultado diferente, apostarían por la estrategia de antígenos. Yo no tendría ninguna duda, pero hasta puedo entender el vértigo de la decisión. Se entiende menos cuando sabes que la otra estrategia ya ha fracasado.

Si tengo que apostar, creo que veremos antes los confinamientos domiciliarios que una estrategia basada en test de antígenos. Y es sorprendente. Estos test permitirían incluso realizar una prueba piloto en poblaciones de aislamiento sencillo, como son las islas, para hacer pruebas a toda la población en un tiempo muy reducido, y después obligar a pasar esta prueba a cualquier persona que llega a la isla, por mar o aire. No es difícil. Sorprende que no se haya planteado. O incluso más ambicioso, la estrategia de zonas limpias y test propuesta en este artículo hace algunos días. ¿Está el éxito asegurado? Sin duda no. Pero tampoco parece que esté asegurado haciendo lo que ya sabemos que ha fracasado. Al menos intentemos algo diferente antes del confinamiento domiciliario.

Que no se valoren estas medidas y solo se apliquen estrategias como el toque de queda y los confinamientos perimetrales o domiciliarios para mí tiene una explicación difícil. Mi valoración personal es que tanto en el ámbito político como en el epidemiológico contamos con generales del siglo XIX, desbordados y atemorizados por el uso de las herramientas que pone a su disposición el siglo XXI. Ya hubieran querido nuestros coetáneos de los siglos XVIII, XIX y XX, contar con este tipo de herramientas. Y asistirían perplejos a cómo, en lugar de utilizarlas, se aplicaban en el siglo XXI las mismas medidas de contención que en siglos anteriores.

Uno echa de menos a aquellos científicos y líderes que fueron capaces de cuestionar los mecanismos conocidos para combatir epidemias como el cólera, y de enfrentarse a ellas, aún a riesgo de su prestigio profesional, proponiendo medidas diferentes (¡que la fuente de contagio era el agua!). Hemos descubierto con pesar que la epidemiología es aparentemente una ciencia muy conservadora. Lo seguro siempre es seguir la corriente, y así lo muestra la OMS. Pero en estos grandes desastres es donde de verdad se identifican los líderes y las personalidades con arrojo para probar algo diferente con la esperanza de conseguir resultados diferentes.

No parece que hayamos tenido suerte. No es muy alentador que al frente de esta situación se encuentren una persona sin ningún conocimiento de medicina y con experiencia únicamente en política de partido y un experto que hasta ahora se ha distinguido por su escaso acierto, un seguidismo alarmante de las posiciones más cómodas y una incapacidad exasperante de comunicar lo realmente importante a la población. Al menos, como en el fútbol cuando destituyen a un entrenador, si no se hace por cuestionar su capacidad para afrontar la situación, al menos se puede hacer para inyectar nuevos ánimos y nueva confianza a una población, a la que ya no le queda ni ilusión ni esperanza. Como en el fútbol, un cambio de entrenador a tiempo puede sentar las bases de una nueva etapa.

Los confinamientos de la impotencia

En los meses de abril y mayo, me asomé a este blog para escribir sobre aspectos ligados a la pandemia sobre los que no podía sino mostrar perplejidad. El vodevil de las mascarillas me pareció un elemento relevador, no solo del fracaso en la gestión de la pandemia, sino también en la comunicación sobre cómo debían protegerse los ciudadanos y en la capacidad de incorporar de forma pragmática los nuevos conocimientos sobre el virus.

También me parecía importante entender que el confinamiento sólo podía explicarse como una medida destinada a ganar tiempo. En los meses de marzo y abril podía justificarse una medida tan lesiva y destructiva para la actividad económica y la salud mental de los ciudadanos por el fracaso al adoptar medidas preventivas que permitieran contar con mascarillas, EPIs, y equipos de protección. Para mí era difícil asumir que una medida similar a la que se adoptaba en la Edad Media fuera la única aportación de la epidemiología moderna para luchar contra una pandemia. Cuando el debate sobre el confinamiento vuelve a estar de actualidad por las medidas adoptadas en Madrid, yo vuelvo también a mostrar mi perplejidad por la evolución de los acontecimientos.

En los últimos días ha circulado un vídeo, de un prestigioso investigador del MIT, José Luis Jiménez, que por sí solo hace más por transmitir lo que deben hacer los ciudadanos para protegerse del virus que todo lo que han hecho las autoridades sanitarias españolas en las últimas semanas. Merece la pena verlo. Incluye una frase en la que he sentido reflejada toda mi perplejidad: la OMS y las autoridades sanitarias de muchos países (entre ellos menciona España) aplican ciencia del siglo XIX en esta pandemia y se muestran incapaces de incorporar la ciencia del siglo XXI.

Él se refiere a la incapacidad de reconocer que la principal vía de contagio del virus serían la transmisión por aerosoles y que esto debería hacer cambiar y reenfocar la estrategia de prevención. Uno no entiende que la OMS no lo haya aún asumido si es cierta tanta evidencia como parece aportar este científico. Quizás no tanto, considerando que, en los meses de marzo, la OMS mantenía entre sus recomendaciones que no era necesario llevar mascarillas si no estabas infectado y afirmaba que generaban una sensación de falsa seguridad que podía ser contraproducente. Uno esperaría que la persona que escribió esas desafortunadas recomendaciones haya por fin encontrado su verdadera vocación fuera de la salud pública. Sí, es cierto, en aquel momento no había suficiente evidencia científica sobre la utilidad de las mascarillas. Aun así, los países con mayor experiencia y éxito en la lucha contra este tipo de pandemias, los asiáticos, no tenían ninguna duda. Tampoco parece suficiente ahora con la transmisión por aerosoles. Para cuando la haya, ahora como entonces, quizás las medidas lleguen tarde. Parece que la ciencia y los tiempos del siglo XIX no se adaptan a las pandemias del siglo XXI.

El tema que nos ocupa ahora es la idoneidad de los confinamientos como medida de contención de la pandemia. Mi capacidad de asombro se sometió a una nueva prueba al escuchar al ministro Salvador Illa cuando afirmó con convicción que sabíamos como parar la pandemia porque ya lo habíamos hecho en los meses de abril y mayo y no le temblaría el pulso para volver a hacerlo. Afirmar que confinar a todo el mundo en sus casas, o en sus ciudades, es saber como parar la pandemia en mi cabeza suena casi como si el director general de tráfico afirmase que sabe como evitar los accidentes de tráfico: obligando a todo el mundo a que deje el coche en casa. Una afirmación nos sonaría a ocurrencia, mientras lo otro tiene un sorprendente apoyo.

No son pocos los que ya cuestionan el confinamiento: la declaración de 17.000 expertos en la denominada declaración de Great Barrington, parece haber puesto voz al sentido común. Las políticas de brocha gorda como es el confinamiento, por supuesto que funcionan, pero a un coste difícil de asumir y explicar en una pandemia de las características de la actual. Parecen mucho más razonables medidas más centradas en los colectivos más vulnerables (el concepto de medidas focalizadas que recoge la declaración de Barrington), más dirigidas a localizar rápidamente las personas contagiadas y a reducir el riesgo en los lugares con mayor probabilidad de contagio. Desde la OMS también empiezan tímidamente a cuestionar el confinamiento como medida razonable.

El mensaje es claro: el confinamiento solo puede entenderse como una medida para ganar tiempo mientras estás haciendo otras cosas, no es una medida que su relación coste/beneficio pueda valorarse como positiva. Si lo miramos desde el sentido común, una medida de reclusión tiene todo el sentido con un objetivo concreto. Puedes confinar una casa o un edificio, cuando has detectado varios casos y quieres obligar a realizar cuarentenas, y ganar tiempo para aplicar tests a todo el mundo. Este mismo razonamiento es aplicable a una calle, si igualmente quieres realizar tests. Para mí es mucho más difícil explicarlo en poblaciones por encima de … quizás … 10.000 habitantes, siempre que el objetivo sea realizar tests.

Si no vas a realizar tests para después realizar cuarentenas, no se entiende bien la utilidad de un confinamiento perimetral. ¿Para qué sirve? En el caso de Madrid, la frase muy cuestionable es la de que pretende salvar vidas de madrileños. Tendría todo el sentido si dijera que pretende salvar vidas de toledanos, valencianos o leoneses … es decir, de todos aquellos destinos a donde se podrían desplazar los madrileños, pero ¿de los madrileños? ¿En qué medida contribuye un confinamiento perimetral en una ciudad de más de 3 millones de habitantes con libertad de movimientos dentro de la ciudad a la salud de los madrileños? Respuesta sencilla: en ninguna. Y si contribuye a no expandirlo por otras poblaciones (en las que ya está presente el virus), obliga a hacerse la difícil pregunta de si la salud de esas otras poblaciones debe tener mayor valor que la de los madrileños. Pregunta que no merece tampoco ahora respuesta por no complicar y desviar aún más el debate.

Tras la primera ola, los únicos que aparentemente sacaron conclusiones y aprendieron de aquella experiencia fueron los profesionales sanitarios que atendieron los enfermos en los hospitales. Ellos no precisaron comités de expertos, ni la aprobación de auditorías. Su propia profesionalidad y aplicación de los procedimientos de trabajo permitieron compartir experiencias sobre los tratamientos y protocolos que mejor funcionaban. Y eso es en gran medida lo que está permitiendo que esta segunda ola no sea tan dramática como la primera. En el área de la epidemiología desgraciadamente no parece que hayamos aprendido mucho de la primera ola, y esto nos está llevando a cometer los mismos errores.

Todo el mundo parecía tener claro que la respuesta eran los tests y el trazado de contagios, y aquí no es fácil responder a la pregunta de por qué ese procedimiento que era el que debía aplicarse ha fracasado de nuevo en esta etapa. ¿Por qué no se contrataron rastreadores? ¿Por qué no se diseñaron los protocolos de rastreo de contagios? ¿Por qué no se rediseñaron los protocolos de atención para no saturar la atención primaria desviando hacia otros centros los casos COVID? ¿Por qué no se han desarrollado herramientas que permitan agilizar la atención de una patología tan conocida en sus etapas iniciales que permitiría un alto grado de atención automatizada del primer contacto para dirigir rápidamente a la realización de las pruebas diagnósticas? No hay respuesta a estas preguntas. O preferimos no escuchar la respuesta obvia: graves errores, no en los aspectos sanitarios, sino en los aspectos de organización y gestión. Lo cual lo hace aún más incomprensible.

Desde un punto de vista de análisis, uno esperaría que la pandemia se abordase con un proceso básico de resolución de problemas: identifico las causas y pruebo las soluciones.

  • Si mi problema es que la gente se está contagiando, el primer paso tendría que ser averiguar dónde y cómo se contagia. Se ha avanzado mucho, pero aún así, uno esperaría que las áreas de sanidad de los diferentes gobiernos tuvieran un ejército de personas estudiando todos los casos de contagio y transmisión para trasladar a la ciudadanía los sitios y situaciones de mayor riesgo. En cada comparecencia de las autoridades sanitarias uno esperaba que contaran los resultados de esos estudios y cómo eso les permitía dar mejores recomendaciones. Nunca ha sucedido.
  • Ese conocimiento debería permitir abordar el segundo paso, las medidas a adoptar, centrando mucho más las recomendaciones:
    1. Si las mascarillas son efectivas en entornos abiertos, y en cerrados donde puedes mantener la distancia de seguridad y no vas a permanecer mucho tiempo, uno se pregunta por el empeño en castigar a toda la actividad comercial. Si los supermercados han permanecido siempre abiertos y nunca se los ha identificado como foco de contagio, ello debería invitarnos a la reflexión.
    2. Si en los lugares cerrados donde hay mayor concentración de gente, pero puedes seguir llevando mascarilla y mantener la distancia de seguridad, uno se pregunta si lo más efectivo no sería subvencionar la aplicación de filtros de aire HEPA, para proporcionar mayor seguridad, en lugar de acabar con toda la actividad de cines, teatros, muesos, actividades culturales o grandes centros comerciales.
    3. Si ya contamos con test, como los de antígenos, que permiten con una precisión razonable y en menos de 15 minutos tener un resultado fiable, uno se pregunta si esto no debería formar parte de una estrategia básica de protección a vulnerables en lugares como residencias. Igualmente, uno se pregunta de si estos test no deberían ser la base para construir una estrategia de recuperación del turismo con test masivos en aeropuertos y estaciones de tren de larga distancia, o en hoteles y complejos turísticos. ¿De verdad no es posible una estrategia de recuperación de la industria turística contando con esta herramienta?
    4. Si los lugares donde no es posible estar protegidos son aquellos donde no es posible llevar mascarilla (restaurantes y bares) y donde es difícil mantener la distancia de seguridad, ¿no sería más efectivo ser mucho más estricto en las medidas adoptadas en estos lugares y centrar la batería de medidas de ayudas (ERTEs, aplazamientos, …) en estos colectivos donde realmente no contamos con soluciones a corto plazo, en lugar de seguir parcheando lo que parece imposible?
    5. ¿No sería necesario para proteger a los más vulnerables, las personas mayores ir mucho más allá en las recomendaciones e incluso aconsejar que, en los entornos familiares, las personas más vulnerables que conviven con otras personas procuren usar también mascarilla y tomar mayores precauciones?
    6. ¿No sería más interesante recomendar que en entornos donde no vas a utilizar mascarilla (reuniones profesionales o personales) restrinjas el número de personas de forma muy estricta y se apliquen los conceptos de burbujas de contactos?
    7. ¿No sería mucho más efectivo en lugar de seguir apostando por medidas que destruyen la economía apostar por medidas que en caso de contagio facilitan las cuarentenas y el aislamiento (bajas, hoteles medicalizados, ….)?

Hace algunos días la OMS afirmaba que no entendía cómo España podía haber vuelto a caer en una segunda ola tan virulenta. Creo que todos los ciudadanos de este país lo tenemos claro: desgraciadamente no hemos contado con las personas adecuadas por conocimiento y capacidad de liderazgo en los puestos clave. Más bien hemos contado con personas muy inadecuadas para los puestos que desempeñan. Es muy relevante que aquellos países y regiones que han contado con profesionales de prestigio en los puestos clave se encuentran en mejor situación.

Yo me atrevo a apuntar una segunda razón igualmente crítica: el 8M, no tanto por lo que pudo haber contribuido a la expansión del virus, sobre lo cual no tengo ningún dato que lo avale, sino por el efecto en la extrema polarización que ha generado en un tema de salud pública: unos por defender lo indefendible, en lugar de reconocer el error y mirar al futuro; otros por intentar sacar rédito político de una situación que precisaba centrarse en las soluciones. A partir de ahí no había vuelta atrás. Con el conocimiento sobre la transmisión por aerosoles uno no puede evitar también recordar la irresponsable campaña de algunos medios sobre mascarillas que eran “demasiado buenas” para los ciudadanos, campaña lanzada por motivaciones puramente políticas. Ese ejemplo explica muchas cosas sobre nuestra situación. Cuando las medidas para afrontar una pandemia son de derechas o de izquierdas no puedes tener mucha esperanza de que pueda afrontarse con garantías.

Estoy seguro de que España cuenta con fantásticos y extraordinarios profesionales epidemiólogos. A diferencia de sus colegas del mundo sanitario/asistencial que se han hecho oír, y han actuado con una profesionalidad digna de total admiración, en mi humilde opinión, se echa de menos mayor actividad y contestación por parte de los epidemiólogos ante los flagrantes errores que se han venido cometiendo.  Uno quiere pensar que más allá de aconsejar la misma medida que se aconsejaba en la Edad Media, el confinamiento, esa disciplina es capaz de ofrecernos mejores medidas y de imponerse con su rigor y profesionalidad frente a las presiones e intereses del poder político, no siempre coincidentes. Es la esperanza que no podemos perder.

Estado de desconcierto

Vivimos las últimas semanas en Madrid y en el resto de España en un estado de desconcierto permanente. La gestión de la pandemia ha desnudado las muchas carencias de un Estado complejo que empieza a mostrar algunos síntomas preocupantes de Estado fallido, al menos en aspectos tan básicos como gestionar la salud pública de sus ciudadanos. El que los problemas puestos de manifiesto sean tanto de tipo político-institucional como de capacidad de gestión no es precisamente un consuelo.

En este sentido, el lamentable espectáculo ofrecido las dos últimas semanas por el Gobierno central y el de la Comunidad de Madrid, desde la ridícula escenificación entre banderas del supuesto acuerdo entre ambos (dinamitado apenas unos días más tarde en prime time) hasta la declaración del estado de alarma sin consenso en Madrid es un síntoma gravísimo de la enfermedad institucional que padecemos. Una enfermedad que impide a nuestros gobernantes y gestores públicos no solo ponerse de acuerdo en cuestiones esenciales para la salud de los ciudadanos sino incluso identificarlas correctamente. Si a esto se une la falta de datos oficiales fiables, objetivos e inmediatos respecto a la evolución de la pandemia y la polarización en torno a su gestión tenemos el cóctel perfecto para un fracaso colectivo que no deja de ser desconcertante en un país que es la cuarta economía del euro. Y que empieza a tener un alto coste de imagen en un momento muy delicado para España.

La realidad es que, salvo en el aspecto sanitario, no hemos aprendido absolutamente nada de la primera ola de la pandemia. O dicho de otra forma, sólo ha aprendido el personal sanitario. Tratamos mejor que en marzo a los pacientes de Covid-19, lo que se traduce en una menor mortalidad. No es poco, desde luego, pero claramente es insuficiente. Y la razón de no haber aprendido nada es que no hemos evaluado lo que sucedió en la primera ola.

Es más, nuestros políticos y gestores se han resistido como gato panza arriba a realizar una evaluación rigurosa (como la propuesta por varios científicos españoles en la revista The Lancet) con el fundado temor de tener que dar explicaciones -no hablamos ni siquiera de asumir responsabilidades- por los errores que se hayan podido cometer. El problema, claro está, es que una evaluación nos hubiera permitido aprender de esos errores y evitar volver a batir récords de contagios. Que la razón haya sido la falta de cultura de evaluación de políticas públicas en España, las visiones cortoplacistas o demasiado complacientes («no se podía saber») o los pequeños intereses políticos o/y personales de algunos responsables o una conjunción de todos esos factores da bastante igual a estas alturas. El caso es que no hemos hecho los deberes.

Conviene insistir en que estas carencias no responden a un problema genético ni cultural de los españoles sino que responden a carencias institucionales y políticas muy evidentes: en general, tenemos instituciones muy politizadas, poco profesionales y con poca capacidad real aunque desde luego hay excepciones tanto a nivel estatal (ahí está la Agencia de la Administración Tributaria por ejemplo) como regional y local. En definitiva, tenemos un déficit de buen gobierno. La prestigiosa revista The economist realizó un estudio en junio pasado sobre la respuesta contra el coronavirus por parte de 21 países de la OCDE: mientras Nueva Zelanda, Austria y Alemania figuran entre los mejores, España, Reino Unido y Bélgica se encontraban entre los peores. ¿La causa de los problemas? Una respuesta insuficientemente rápida y coordinada, una falta inicial de capacidad de prueba y rastreo, una excesiva politización de la gestión…;en definitiva, lo que podríamos definir como mal gobierno.

Como decíamos, además, nuestros gobernantes no sólo están demostrando su incapacidad para adoptar medidas eficaces de lucha contra la pandemia sino, incluso, para identificarlas correctamente. La razón es que no estamos teniendo los debates públicos necesarios en torno a cuestiones tan importantes como dónde se producen los contagios, cómo se trasmite el virus o cómo de efectivas son las medidas que tomamos. Por supuesto que sabemos que confinarnos y aislarnos radicalmente funciona, pero no es razonable que a estas alturas de la segunda ola ésta sea la única solución posible. Dado que lo previsible es que tengamos que convivir meses o años con la pandemia, un nuevo confinamiento estricto supondría el reconocimiento de un enorme fracaso colectivo.

No hay duda de que se trata de debates muy complejos; la evidencia científica disponible va cambiando, se están probando nuevos tratamientos, algunas medidas funcionan mejor que otras y hay factores económicos, sociales y hasta psicológicos a tener en muy cuenta, además de los intereses legítimos de muchos colectivos. Pero por eso precisamente es indispensable tenerlos con la mayor cantidad de agentes posible, desde los expertos de todo tipo hasta las distintas organizaciones de la sociedad civil recabando el mayor consenso político posible para escuchar todas las voces y todos los puntos de vista. Es fácil observar que esto es justo lo contrario de lo que estamos haciendo en España en estos días, lo que genera una enorme frustración. Es más, no solo no tenemos los debates esenciales, es que los estamos sustituyendo con falsos debates y trifulcas infantiles e insustanciales en el Parlamento y en los medios de comunicación.

Es más, ni siquiera hemos tenido otros debates mucho más sencillos de abordar, tales como los referentes a puros problemas de gestión (descongestión y desburocratización de centros de atención primaria, lugares de realización de pruebas Covid, comunicación de sus resultados, contratación de rastreadores, protocolos fiables de actuación en caso de contagio, etcétera) incluso contando con el precedente de países de nuestro entorno o de CCAA que han resuelto razonablemente bien estos problemas. Merece especial mención en este sentido la Comunidad de Madrid que ha demostrado una falta de capacidad de gestión realmente desconcertante.

No solo eso: hemos tenido y seguimos tenido un problema grave de comunicación epidemiológica, sustituida por la sobreabundancia de otro tipo de comunicación más política o mediática pero escasamente relevante a los efectos de explicar a los ciudadanos cómo protegerse. Aquí podemos señalar directamente al doctor Simón, como máximo responsable a nivel nacional. No se han dado mensajes claros y relevantes a la población si entendemos por tales los basados en la evidencia disponible en cada momento para evitar contagios, seguir protocolos, realizar pruebas o mejorar el tratamiento de la enfermedad.

Por último, el estado de alarma declarado en Madrid por el Gobierno de forma unilateral (después del ofrecimiento público a las CCAA de hacer justo lo contrario) supone la constatación de otro fracaso. Llega después de un primer estado de alarma muy largo con uno de los confinamientos más estrictos del planeta, de una desescalada vertiginosa y desordenada, de mensajes oficiales falsamente complacientes, de la retirada del Gobierno central y la gestión autonómica de los diferentes rebrotes con mejor o peor fortuna y de la apelación a una «cogobernanza» que ha degenerado en una auténtica batalla campal político-jurídica-mediática entre Gobierno y Comunidad de Madrid que los españoles, sencillamente, no nos merecemos.

Quien piense que alguien, personal o políticamente, puede salir ganando con esta situación, se engaña. Cuando una sociedad desconfía de sus instituciones en mitad de una pandemia, cuando empieza a atender más al quien que al qué, cuando hay medidas sanitarias de izquierdas y de derechas, cuando considera que sus gobernantes toman decisiones que afectan a su salud y bienestar por intereses partidistas o incluso personales estamos recorriendo un camino muy peligroso que pone en riesgo la convivencia y, con ella, la propia democracia.

 

Una versión previa de este artículo pudo leerse en El Mundo.

Competencias administrativas y pelotas de ping-pong

¿Son de verdad irrenunciables las competencias administrativas? La pregunta la realizo con tono de denuncia, por supuesto: casi un yo acuso. Y puede parecer retórica a la luz de la enfática proclamación de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Su Art. 8, Competencia, se expresa en el apartado 1 sin dejar resquicio a la duda: se proclama de manera enfática de la competencia (que “se ejercerá por los órganos administrativos que la tengan atribuida como propia”, salvo las excepciones de la delegación hacia abajo o avocación hacia arriba) que “es irrenunciable”. No hay fisuras ni matices.

“Competencias del órgano” y “potestades de la entidad” no son exactamente lo mismo, pero ese debate queda para otro momento. Lo cierto es que si nos encontramos en el planeta de la obligatoriedad del ejercicio de los correspondientes cometidos es porque los mismos, aunque puedan tener y tengan una víctima primaria, están al servicio de un tercero o unos terceros. Si la policía disuelve una manifestación, incluso con empleo de la fuerza contra las personas, es para que otros –terceros, en plural- puedan disfrutar de la calle, que es de todos. Si la unidad de carreteras de una Subdelegación del Gobierno expropia un terreno y priva de su titularidad a Fulano es porque hay que hacer una carretera que va a usar no ya Mengano, sino muchos Menganos: el interés público o general, en suma. Et sic et coetera.

El interés general o público tiene sus sufridores inmediatos: una verdadera pena. Pero eso no significa que la Administración no deba actuar (no sólo que pueda hacerlo). Reculer pour mieux sauter, que dicen los franceses. Sin un paso atrás no hay quien dé dos pasos adelante. Y es que, como bien explica la ley de la gravitación universal, las cosas, gusten o no, siempre pesan. La ingravidez sólo existe en el espacio sideral.

Lo natural de los gobernantes, así pues, es, en teoría, no sólo expandirse sin dejar vacíos, sino incluso luchar con el vecino para arañarle el espacio. La Ley Orgánica 1/1979, de 3 de octubre, del Tribunal Constitucional, regula, dentro de los conflictos de competencia, la figura de los negativos, que en teoría sería casi un cuerpo extraño en el sistema, cuando no un contradios.

El Código Civil, en su Título Preliminar, dedica su Art. 6, entre otras cosas, a la renuncia de los derechos reconocidos en las leyes. Y proclama que su validez queda condicionada a que no salga perdiendo el interés público, el orden público o terceros, el famoso “perjuicio” a los mismos. Derecho Administrativo -lo nuevo- y Derecho Civil cuadran una vez más: lo accesorio sigue a lo principal. Aunque hace más de cien años que la rama se separó del tronco, le sigue siendo secretamente fiel, como a comienzos del siglo XIX decían los líderes de la independencia de México acerca de la pervivencia, casi indeleble, de los elementos hispánicos –aquello había sido la “Nueva España”- en el país recién emancipado.

Borges, el gran Borges, es el autor de esa boutade tan real de que de la literatura fantástica forma parte no sólo la teología -obvio- sino también la metafísica. Olvidó citar al Derecho Administrativo, quizá porque no estaba familiarizado con él.

Y es que sucede que el titular del órgano público del que habla el Art. 8 de la Ley de 2015, el de las competencias teóricamente irrenunciables, es un político que, si ha llegado al puesto, es porque pertenece a un partido. Y, antes de mover un dedo, va a poner en marcha la calculadora electoral. Si acaso me decido a irrumpir en la manifestación ilegal, que es mi rigurosa obligación, ¿cuántos votos voy a perder? Si desalojo a los ocupantes de tal o cual inmueble, ¿qué van a decir de mí los periódicos y la oposición? Sin duda que de mi dejación saldrán perdiendo algunos, pero eso no se percibe o al menos la gente tarda mucho en caer en la cuenta, siendo así que por el contrario la víctima inmediata de la actuación va a estar muy presente desde el primer momento. Ya sabemos las paradojas y las contraindicaciones de lo que se conoce como la acción colectiva. No es tanto un balance de minorías y mayorías cuanto una ponderación del ruido que es capaz de generar cada quien.

La Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública -de la última época de un Zapatero, quien para entonces ya estaba desahuciado y, por tanto, le resbalaban las expectativas electorales- dedica su Art. 54 a lo que llama “Medidas especiales y cautelares”, a aplicar “con carácter excepcional y cuando así lo requieran motivos de extraordinaria gravedad y urgencia”. Se trata de “cuantas medidas sean necesarias”, incluyendo prohibir a la gente que se arrime. Y eso sin contar con lo que muchos años antes, en la primera legislatura de Felipe González, el período matusalénico, había establecido la Ley Orgánica 3/1986, de Medidas Especiales en materia de Salud Pública. O la Ley 14/1986, de 26 de abril, General de Sanidad.

Todo ello, dicho sea sin poner nombres y apellidos, está en las manos -“podrá”- de las concretas autoridades que sean competentes en materia de sanidad. Y, en fin, ya sabemos que, en el Diccionario jurídico-administrativo, podrá significa deberá: las potestades son por definición de ejercicio obligatorio. Más aún si se trata de defender la salud pública, sin la que no hay economía ni nada de nada. Muy en particular en una sociedad como la española, en la que la vida, y el comercio, se desarrollan al aire libre, entre abrazos o incluso besos y arrumacos. En Oslo, para bien o para mal, todo es distinto. Debe suponerse, dicho sea de paso, que para bien (nuestro). De hecho, son ellos los que vienen aquí en cuanto pueden y no nosotros los que, salvo necesidad imperiosa, vamos allí.

Confinar a las personas o incluso restringir su movilidad -eufemismo para no hablar de confinamiento: ya se sabe que todo se va en el disimulo y la semántica- puede ser la primera de las medidas, obligada y de sentido común, en los casos de pandemia. Y ocurre que en el Estado de las Autonomías esa competencia es en primer lugar de las Comunidades Autónomas, al menos en tiempos ordinarios, y a salvo de las funciones centralizadas de bases y coordinación, que por cierto vaya usted a saber lo que se quiso decir con ellas. Pero he aquí que, ¡ay!, estemos ante una potestad de ejercicio enojoso, porque cuando la calculadora de los votos se pone en marcha los resultados pueden acabar siendo unos u otros. Ya se sabe que el elector se muestra tan mobile como la donna de Rigoletto y lo mismo me termina echando en cara que he puesto en jaque su negocio, por poner un ejemplo socorrido. Los políticos, como gremio, carecen frente a la sociedad de toda capacidad de prescripción de recetas desagradables y ellos son los primeros en no ignorarlo: son conscientes de que, como las vedettes, viven de gustar, no de ejercer la ingrata pedagogía.

Ese es el contexto, nada feliz en los hechos: el Estado de partidos, que la Constitución proclama en su Art. 6, cuya preciosa cantinela conocemos: “expresan el pluralismo político, concurren a la formación y manifestación de la voluntad popular y son instrumento fundamental para la participación política”. Y sin olvidar también el Estado autonómico del Art. 2; hay que ver la cantidad de adjetivos que adornan nuestro Estado. Y eso sin contar lo de social, democrático y de Derecho del Art. 1.1, la monarquía parlamentaria y sabe Dios cuánta apelación más.

Así las cosas, acaba llegándose a una conclusión, ciertamente nada simpática, acerca del interés general. Ese interés general es lo que subyace al principio de irrenunciabilidad de las competencias, y al que la Administración debe servir “con objetividad” (Art. 103.1 de la Constitución), o sea, sin elucubraciones tácticas sobre los votos que –dicho sea sin discriminación de credos y con igual distancia de todos ellos- se ganen o se pierden si se hace o no se hace tal o cual cosa. La conclusión es que el interés general resulta difícilmente compatible con la democracia degenerada –la partitocracia de cortos vuelos y miras de campanario- y descentralización caricaturesca a la que, cuarenta años largos después de 1978, hemos terminado llegando a fuerza de ir cuesta abajo. Lo señalado en cursiva, que son sólo adjetivos, resultan aquí lo sustancial.

Es el Derecho Administrativo, cuando proclama la irrenunciabilidad de las competencias (una declaración ingenua, por lo que vemos), el que, aunque sólo sea por una vez, se encuentra en el buen camino. Y es la prosaica realidad que tenemos ante nuestros ojos –lo que los políticos no sólo dicen y no dicen, sino lo que hacen y no hacen- la que se está desviando y, además, peligrosamente. Ya sabemos lo del jardín de los senderos que se bifurcan.

En resumidas cuentas, que el bienintencionado Art. 8.1 de la Ley de Régimen Jurídico del Sector Público es poco menos que un grito en el desierto. Vemos a diario que competencias administrativas (algunas, por lo menos) provocan alergia en su titular, cuando no verdadera urticaria. Una competencia es algo que va de mano en mano va y ninguno se la queda, como la falsa moneda. O como una pelota de ping-pong. En nuestro gallinero político diríase como la peste, sólo que aquí no termina uno de encontrar a nadie parecido al Dr. Rieux. Quién le iba a decir al autor de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional de 1979 que eso de los conflictos negativos de competencias –yo paso, ocúpate tú– iba a terminar siendo –sin formalizarlo judicialmente, eso sí- el pan nuestro de cada día.

La consecuencia está en los pésimos datos que vemos a diario en la prensa y que no engañan: somos los peores de Europa en salud. Y no vale la coartada de que se quiere defender la economía, porque lo cierto es que en economía –en teoría, se insiste, lo que explica la parálisis a la hora de decidir- también estamos a la cola. Se suele decir, con tono de llanto, eso de que “unos por otros, la casa sin barrer”. Aquí lo que está sin barrer no es una casa, sino dos: la de la salud y además la de la economía. Ni honra ni tampoco barcos.

“La Covid pone a prueba el Estado autonómico”, se lee en un artículo de El país el 30 de agosto, con la firma de Elsa García de Blas. Y es que “Comunidades y Gobierno se enfrentan por la gestión de la pandemia, que revela lagunas en un modelo con pocos mecanismos de coordinación”. Y una columna anexa se rotula “Declarar la alarma estigmatiza”, recogiendo palabras literales de un Presidente territorial, el de Aragón. Los maños son gente que no se calla: nobleza baturra.

“Fallo de país” es el título de un artículo de Elisa de la Nuez en El mundo en 18 de septiembre. “La negligencia con la que se ha gestionado la pandemia demuestra la falta de capacidad de gestión de todas las Administraciones Públicas, que necesitan (…) una profunda reforma estructural”. Porque “mientras no abordemos la reforma del sector público, estaremos condenados a seguir viviendo de eslóganes”.

Amador G. Ayora, en El economista, 19 de septiembre, diserta sobre “El ruinoso coste de las riñas políticas”. No hace falta extenderse en explicar su contenido.

“Un fracaso estructural”: Ignacio Camacho, ABC, 20 de septiembre: “El Covid ha delatado la grave debilidad sistémica que España sufre en términos sociales y políticos. A una dirigencia de pésima calidad se han unido una opinión pública cargada de prejuicios, un grave déficit educativo, una desoladora ausencia de pensamiento estratégico y un modelo institucional enredado en el caos competencial y jurídico”. La calamidad del diseño institucional se menciona sólo como uno de los factores -el último-, pero es donde ahora hay que poner el reflector. Las personas, necias o prudentes, situadas a uno u otro lado del espectro (lo del espectro no va con segundas) pueden acabar siendo casi irrelevantes, en el sentido de intercambiables. Un coche con mal motor no lo podría conducir ni el mismísimo Fangio redivivo.

Nuestra estructura política y territorial (carísima, por otra parte: un despilfarro) parece haber sido cincelada con esmero para conducir impepinablemente al mal gobierno. Y, cuando no hay más remedio que tomar una decisión, en los minutos finales o incluso en la prórroga, sólo acaba llegando si se consigue la neutralización del adversario político. Si Lorenzetti volviese a pintar la alegoría del mal gobierno, se fijaría en la foto del pasado lunes 21 de los dos especímenes en la Puerta del Sol. Tan sonrientes ellos. Qué monos.

No hace falta decir que, al fondo de todo, suena el eco del José Ortega y Gasset de “Rectificación de la república”, en diciembre del mismo 1931. No es esto, no es esto.

Por supuesto que ese tipo de lamentaciones tan amargas son muy anteriores a la Segunda República. La tradición de la intelectualidad española, al menos desde el barroco, con Francisco de Quevedo y Baltasar Gracián a la cabeza, es la del más absoluto pesimismo acerca de nuestros diseños organizativos. Parecía que por fin habíamos escapado de la maldición, pero el esfuerzo que tiene uno que hacer para ver algo positivo en este paisaje (“los minutos de la basura” del régimen del 78, como ha dicho Jorge Bustos en El mundo) resulta sobrehumano. Diríase una naturaleza muerta de Valdés Leal.