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La direccion pública en Portugal frente a la COVID-19

Não saber sobre si mesmo é sobreviver. Conhecer mal de si mesmo, iso é pensar.

Fernando Pessoa

 

A España y a Portugal les unen muchos ámbitos, desde una geografía peninsular privilegiada, unas lenguas iberorromances hermanas, un pasado imperial común o una historia moderna semejante. Ambos países firmaron conjuntamente, el 12 de junio de 1985, el Tratado de Adhesión a las Comunidades Europeas con un doble acto en Lisboa y en Madrid. Sin embargo, desde hace una década, parece que ambos países no caminan por la historia de la misma manera.

Antes de la pandemia de la COVID-19, el buen comportamiento de la economía de Portugal sorprendía a muchas instituciones. El país luso había acabado prácticamente con el déficit público (del 11 al 0,5% del PIB), había comenzado a reducir su deuda pública (del 133 al 124% del PIB), la desigualdad económica estaba en mínimos de los últimos años y había llevado la tasa de paro a niveles de 2004 (del 16 al 6%), incluyendo una fuerte caída del paro de larga duración y una reducción impresionante del desempleo juvenil, situada cerca de la media de la UE.

Portugal había pasado, en una década, de ser un territorio deprimido por una larguísima crisis a convertirse en un país de moda, receptor de inversiones de medio mundo, captador de residentes de lujo, vivero de mandatarios internacionales y escenario de un pulso al paro que iba ganando.

El milagro de “los nuevos nórdicos del sur”, según su Presidente de la República, de pasar a ser rescatado en 2011 y sufrir una severa crisis en 2012 y 2013 a tener un crecimiento sólido de la economía, se debía combinación de varios factores: las reformas económicas de Passos Coelho (2011-2015), el equilibrio de cuentas públicas, la geringonça, el aumento creciente de sus  exportaciones, los altos ingresos por el boom del turismo; y, entre ellos, los frutos de la profunda reforma de su administración central [1].

La reforma de la administración central portuguesa fue una de las primeras demandas de troika en su intervención de Portugal en 2011. A través del Plano de Redução e Melhoria da Administração Central (PREMAC), el gobierno luso desarrolló diversas medidas de modernización y reforma de la administración pública portuguesa. Con ello se redujo los costes de la administración procurando modelos más eficientes de funcionamiento; se eliminó estructuras duplicadas y redujo el número de los organismos públicos (más del 15%), pero manteniendo la calidad en la prestación de los servicios públicos; se redujo también el número de cargos dirigentes y del de empleados públicos, especialmente en los sectores menos cualificados hasta en un 23%;  aumentó la jornada de los trabajadores públicos de 35 a 40 horas semanales y se recortó los salarios de los funcionarios públicos, entre 3,5% e 10%.

Muy interesante es lo sucedido en el ámbito de la profesionalización y despolitización de la gestión pública portuguesa, donde se potenciaron las políticas de evaluación del rendimiento y de ética pública y servicio a los intereses generales. Pero sin duda, la joya de la corona en la reforma de la función directiva fue la creación, en 2011, de la Comissão de Recrutamento e Seleção para a Administração Pública (CReSAP), catalizadora de la profesionalización y democratización en el acceso a los puestos más elevados de la administración pública portuguesa. Este organismo independiente sustituyó al poder político en la preselección de directivos públicos, a los que eleva una terna de candidatos, y limitó el cese discrecional de los mismos, dotándoles de un mandato que puede llegar a los 10 años, previa evaluación positiva de la ejecución de sus proyectos. Muchos de estos cargos seleccionados a través de este sistema realmente meritocrático, abierto también a candidatos del sector privado, estaban finalizando o renovándose a lo largo de 2019 y 2020. Y entonces irrumpió la COVID 19.

El efecto de la COVID-19 en Portugal ha sido grave, pero bien gestionado. En datos numéricos el pasado 1 de mayo en Portugal los contagiados ascendían a 25.351, los muertos se situaban 1.007 y los recuperados en  1.647 personas, fruto de un exitoso programa de contención del virus.

El estado de excepción finalizó el 2 de mayo, comenzando su desconfinamiento el día 4 de mayo, en un clima de éxito en el control de la pandemia, según su Primer Ministro Antonio Costa, “avanzando en una nueva etapa de lucha y convivencia con el virus”. Contrasta estos datos con los de España, que ese mismo día, 1 de mayo, los contagiados ascendían a 215.216, los muertos se situaban 24.824 y los recuperados en  114.678 personas.

Distintos son los factores del éxito luso sobre la contención de la pandemia; pero, en un momento de intervención pública desorbitante, donde el peso del sector privado es menor, resulta interesante volver los ojos sobre la actual dirección pública portuguesa y analizar si la profesionalización de sus directivos sanitarios es un factor positivo.

Son varios los altos cargos de la sanidad lusa responsables de esta acertada estrategia ante la pandemia del coronavirus. La Ministra de Sanidad, Marta Temido, que es licenciada en derecho y master en Dirección y Economía de la Salud; y que al ser nombrada había acreditado una amplia trayectoria como gestora de centros hospitalarios, había sido directora del Instituto de Medicina Tropical e Higiene dependiente de la Universidad de Lisboa, directora de la Asociación de Hospitales de Portugal, miembro de varios grupos de trabajo relacionados con la atención sanitaria en su país, entre ellos Salud en Portugal: un desafío para el futuro. También es citado por su labor el Secretario de Estado de Salud, Antonio Lacerda Sales, licenciado en Medicina, especialista en ortopedia y medicina deportiva, y que antes de ocupar este cargo político, ejerció su profesión en el hospital de Santo André de Leiria y en el Centro Hospitalario de S. Francisco.

Pero ambos se sitúan como altos cargos de la esfera política, por lo que en este artículo y para este foro resulta más interesante descender un peldaño más hasta la dirección pública portuguesa sanitaria, centrándolo en la figura de la Directora General de Salud (DGS), sin duda piedra de bóveda de la exitosa estrategia de Portugal contra la covid-19.

Pero, ¿quién es Graça Freitas? Maria da Graça Gregório de Freitas es licenciada en Medicina y especialista en salud pública y en prevención y control de enfermedades transmisibles. Fue coordinadora, desde 1996, de las campañas de vacunación y participó en la gestión de crisis de enfermedades trasmisibles, como la gripe A o el SARS, ya como jefa de la división de enfermedades trasmisibles. Su reconocido prestigio también se aprecia en el ámbito internacional, siendo miembro del Centro Europeo de Prevención y Control de Enfermedades o del Programa de Inmunización de la OMS. Justo antes de ser nombrada DGS había sido subdirectora de salud y, desde la jubilación del anterior DGS, ocupaba este puesto de forma interina.

Como puede observarse el perfil competencial de Graça Freitas se ajusta al requerido para ser DGS, pero ¿Cómo fue seleccionada? El 20 de octubre de 2017 el anterior DGS, Francisco George, se jubiló. El Ministerio de Sanidad, cubierta de forma interina esta plaza, solicitó a la CReSAP candidatos para el nombramiento definitivo de la misma. Asimismo el Ministerio de Sanidad, a través del propio Francisco George, patrocinaba como sustituta a la doctora Raquel Duarte, médica y especialista en salud pública, jefa de Servicio de Pneumologia en Hospital de Gaia y profesora en la Universidad de Oporto. En palabras textuales dijo a la prensa: “me gustaría que mi sustituta fuese una mujer y que la próxima DGS fuese Raquel Duarte”.

Desde 2013 los puestos de directivos públicos en Portugal dejaron de ser de selección y nombramiento discrecional por los Ministros a un procedimiento de concurso público (Ley 64/2011). Así, a la convocatoria de cobertura del puesto de DGS de la CReSAP de 3 de octubre de 2017 se presentaron siete candidatos con posibilidades a ser DGS.

Entre estos candidatos destacaban la favorita del Ministerio de Sanidad, Raquel Duarte, que entonces dirigía el Programa Nacional para el VIH y la Tuberculosis. El doctor Rui Portugal, que era el coordinador del Plan Nacional de Sanidad y ex presidente de la administración regional de salud de Lisboa. Y la subdirectora de salud pública, que ejercía interinamente el puesto de DGS, Graça Freitas.

Tras dos meses de proceso de preselección, con sus fases de evaluación curricular, realización de test de competencias y entrevistas, el 13 de noviembre de 2017 la CReSAP presentó al Ministro de Sanidad tres candidatos, graduándolos desde la mejor puntuada, Graça Freitas, seguida de Raquel Duarte y por último Rui Portugal.

El Ministro de Sanidad, Adalberto Campos Fernandes, no se separó del criterio de la CReSAP nombrando el 1 de enero de 2018 a Graça Freitas en el puesto de DGS, para un mandato de 5 años prorrogable por otros 5 previa evaluación positiva de su plan de actuación.

Sobre si ha sido acertada esta selección y nombramiento dan cuenta datos como el de haber situada a Portugal en el tercer país de la Unión Europea con más médicos por habitante (1 por cada 200), la actual gestión de la pandemia con su plan para que los hospitales estén preparados para un nuevo brote o las numerosas críticas positivas que recibe de sus colegas, entre las que no están las del anterior DGS, Francisco George, quien ha declinado hacer consideraciones sobre su sustituta por entenderlo no oportuno.

Visto el éxito de Portugal en su fase pre COVI 19 y durante la pandemia, concluyo este artículo consultándole al lector dos cuestiones: ¿cree usted que, con la profesionalización de la dirección pública, Portugal está mejor preparada para afrontar el post COVID? ¿Cree usted que la actual DGS, Graça Freitas, conseguirá prorrogar su mandato hasta 2028 por demostrar haber cumplido satisfactoriamente su plan de actuaciones (carta de missao)?

 

NOTAS

[1] A reforma da Administração Pública Central no Portugal democrático: do período pós-revolucionário à intervenção da troika. César Madureira. Universidade Lusíada

http://www.scielo.br/pdf/rap/v49n3/0034-7612-rap-49-03-00547.pdf

 

La responsabilidad de las residencias de ancianos

En nuestro post anterior, “Las residencias en el punto de mira”, efectuábamos un análisis sobre el régimen obligacional inherente a estos centros que sirviera como punto de partida para conocer con mayor certeza cuáles son sus posibles responsabilidades. La casuística es indudablemente muy amplia y, para abordar esta materia de notable interés en tiempos de coronavirus, lo primero que debemos discernir es si la residencia es de titularidad privada o pública, pues en función de ello estaremos, respectivamente, ante un supuesto de responsabilidad civil o de responsabilidad patrimonial de la Administración pública competente. También trataremos otros aspectos interesantes, como la figura de las compañías aseguradoras por su relevante papel en la relación jurídico-procesal que pueda entablarse a la hora de depurar responsabilidades, los plazos para ejercitar la acción y el ramo probatorio. Veamos, por tanto, cuáles son los puntos clave en esta materia.

I.- Responsabilidad patrimonial de las residencias de titularidad pública.

De entrada, debemos aclarar que la relación entre un usuario y una residencia de titularidad pública, aunque esté formalizada mediante un contrato, está expresamente excluida del ámbito de aplicación de la Ley 9/2017, de 8 de noviembre, de Contratos del Sector Público. Consecuentemente, en estos casos interviene el instituto de la responsabilidad patrimonial de las Administraciones Públicas, que queda consagrado en el art. 106.2 de nuestra Constitución y, partiendo de esa base normativa, se desarrolla en la actualidad en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas y en la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Ambas normas regulan los presupuestos sustantivos en los que debe basarse la reclamación, así como el procedimiento administrativo previo que debe tramitarse tras la interposición de la oportuna reclamación en sede administrativa. Sin ánimo de extendernos, los presupuestos esenciales exigidos por la legislación y jurisprudencia para que surja la responsabilidad patrimonial de los poderes públicos son: que los particulares sufran un daño que no tienen el deber jurídico de soportar (daño antijurídico), que ese daño se haya producido como consecuencia del funcionamiento normal o anormal de los servicios públicos y que exista relación de causalidad entre éste y aquél, salvo en los casos de fuerza mayor.

Debemos poner especial cuidado en el concepto de fuerza mayor, concebido como causa de exclusión de la responsabilidad patrimonial con arreglo al art. 32 de la LRJSP. En la situación actual, podría considerarse que la pandemia es, en sí misma, una causa de fuerza mayor, puesto que la enfermedad por COVID-19 ha surgido por una causa extraña y ajena al funcionamiento de los servicios públicos y, además, ha causado estragos en residencias de ancianos no solo de nuestra geografía española que, en muchos casos, ni siquiera adoptando las medidas de prevención exigibles se hubieran podido evitar. A estos efectos debemos tener muy en cuenta el único precedente jurisprudencial derivado de la declaración del estado de alarma, que fue el relativo a los daños causados por la huelga de controladores aéreos y el posterior cierre del espacio aéreo. En esos casos, la Audiencia Nacional en sus Sentencias 15 de abril de 2013 y 7 de marzo de 2014, entre otras, consideró que los hechos constituían un supuesto de fuerza mayor y, por consiguiente, los daños no eran imputables a la Administración.

La jurisprudencia viene modulando el carácter objetivo de la responsabilidad patrimonial, rechazando que la mera titularidad pública del servicio determine la responsabilidad de la Administración respecto de cualquier consecuencia lesiva que dicho servicio pueda producir. Dicho esto, tampoco se puede descartar de plano que las Administraciones públicas puedan responder patrimonialmente por los daños generados en las residencias de ancianos en el marco de esta crisis. Una cosa es la declaración del estado de alarma por la crisis sanitaria y, otra muy diferente, las acciones u omisiones que se produzcan en cada caso concreto en el funcionamiento de los servicios públicos. Los perjuicios provocados por esta pandemia seguramente eran inevitables hasta cierto punto, pero las Administraciones han podido agravarlos o mitigarlos en función de cómo se hayan adoptado las debidas medidas de prevención y control, entre otras, las previstas en la Orden SND/265/2020 y la Orden SND/275/2020 del Ministerio de Sanidad y las adoptadas por las autoridades sanitarias autonómicas.

II.- Responsabilidad civil de las residencias de titularidad privada.

Desde el punto de vista civil, las fuentes de responsabilidad son el contrato y la culpa extracontractual. Lo habitual es que el ingreso en una residencia se formalice mediante un contrato escrito, cuya responsabilidad por dolo o negligencia se regula al amparo de lo dispuesto en los arts. 1101, 1102 y 1103 del Código Civil. Para el improbable caso de que no se hubiera suscrito un contrato, ni tan siquiera verbal, intervendría el instituto de la responsabilidad extracontractual del art. 1902 del CC.

En este análisis revierte especial interés la reciente Sentencia núm. 171/2020, de 11 de marzo, de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo, relativa al fallecimiento de una anciana en una residencia de titularidad privada. La jurisprudencia de esta Sala, aplicada también a este caso concreto, se fundamenta en los postulados siguientes: que la responsabilidad subjetiva, por culpa, solo se excepciona por ley y, además, que el carácter anormalmente peligroso de una actividad puede justificar la inversión de la carga de la prueba. Ahora bien, según la Sala, la actividad de las residencias no encontraría encaje dentro de las actividades peligrosas y corresponde al perjudicado la carga de demostrar la culpa, ya sea por dolo o negligencia, de la residencia demandada. Dicho esto, resulta especialmente llamativo este pronunciamiento:

“Por otra parte, la gestión de una residencia de la tercera de edad no constituye una actividad anormalmente peligrosa, sin que ello signifique, claro está, el cumplimiento de los deberes de diligencia y cuidado que exige la prestación de tales servicios. Ahora bien, dentro de ellos no nace la exorbitante obligación de observar a los residentes, sin solución de continuidad, las 24 horas del día, cuando no se encuentran en una situación de peligro, que exija el correspondiente control o vigilancia o la adopción de especiales medidas de cuidado.”

La interpretación a sensu contrario puede suponer una alta fuente de litigiosidad sobre la base de este pronunciamiento, si se considera que un anciano residente se encuentra en una situación de peligro por contagio de COVID-19, que exija una vigilancia continuada o la adopción de especiales medidas de cuidado.

Además de analizar los preceptos del Código Civil que hemos citado previamente, esta sentencia también analiza la posible infracción de los arts. 148 y 149 del Real Decreto Legislativo 1/2007, de 16 de noviembre, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley General para la Defensa de los Consumidores y Usuarios, relativos a la responsabilidad por los daños y perjuicios en la prestación de servicios. Para aplicar este régimen jurídico, debemos partir de una premisa básica, que es la prestación del servicio con los niveles exigibles de eficacia y seguridad para el usuario. Resulta muy interesante aquí el aspecto relativo a la carga de la prueba, que se invierte como medio de protección al consumidor o usuario, correspondiendo a la residencia acreditar que ha cumplido con el cuidado y diligencia que exige la naturaleza del servicio. Dicho esto, en el caso que venimos analizando, el Supremo descarta la aplicación de este régimen jurídico al considerar que no hay relación de causalidad entre la prestación del servicio y el daño irrogado, porque el fallecimiento se produjo por una causa natural y no como consecuencia de una indebida prestación de los servicios sanitarios de los que disponía la residencia, rechazando así la existencia de un incumplimiento contractual culposo.

En definitiva, las residencias tienen la obligación de proveer el cuidado y atención que el anciano requiera en cada momento, según sus circunstancias, para impedir que a se vea expuesto a peligros o situaciones perjudiciales que sean evitables, así como la obligación de utilizar los medios humanos y materiales necesarios para ello. Si no se lleva a cabo este deber de cuidado o no se hace con la diligencia debida, estaríamos ante un incumplimiento contractual o un cumplimiento defectuoso que desembocaría en la obligación de indemnizar.

III.- La reclamación dirigida a las compañías aseguradoras.

En la Comunidad de Madrid todas las residencias, ya sean de titularidad pública o privada, deben disponer del obligatorio contrato de seguro que dé cobertura a los daños materiales y personales que puedan ocasionarse. Partiendo de esta premisa, veamos cómo encajar la figura de las aseguradoras en el marco de una reclamación.

En este punto es interesante analizar la acción directa prevista en el art. 76 de la Ley 50/1980, de 8 de octubre, de Contrato de Seguro, que permite dirigir la oportuna reclamación directamente a la aseguradora, sin la necesidad accionar también frente a la residencia asegurada. Este particular enfoque puede darse en el caso de reclamaciones efectuadas a residencias de titularidad privada y no suscita ninguna dificultad reseñable en la práctica. La duda puede surgir cuando se trata de residencias de titularidad pública ya que, aparentemente, este precepto permitiría accionar frente a la entidad aseguradora sin plantear previamente a la oportuna reclamación de responsabilidad patrimonial. A priori, parece una opción sencilla y rápida. Siendo así, esta previsión legal ha generado una elevada litigiosidad y, lo que es peor, una pluralidad de pronunciamientos jurisprudenciales, en muchas ocasiones, contradictorios. Sin embargo, con la reforma del art. 9.4 de la LOPJ relativo a la competencia del orden jurisdiccional contencioso-administrativo, se aclararon por fin las dudas, pues permite demandar a la entidad aseguradora en sede contenciosa, pero siempre de forma conjunta con la Administración. En todo caso, ésta deberá ser la principal demandada y, antes de eso, se deberá plantear la correspondiente reclamación de responsabilidad patrimonial en vía administrativa. Se evita así la práctica forense anterior, consistente en demandar únicamente a la seguradora de la residencia pública en la jurisdicción civil, eludiendo las normas competenciales de orden público que, como no podía ser de otro modo, están sustraídas a la disponibilidad de las partes.

IV.- Consideraciones finales.

Hay dos cuestiones más que merecen unas líneas para finalizar este post. De un lado, el plazo para interponer la oportuna reclamación: en la responsabilidad de las residencias públicas, de acuerdo con el art. 67.1 de la LPACAP, el plazo prescriptivo para presentar la oportuna reclamación en vía administrativa es de un año; mientras que la reclamación a las residencias privadas puede ejercitarse en un plazo más amplio de cinco años, según la previsión del art. 1964 del CC. En ambos casos hay un elemento común y es que el inicio del cómputo comienza desde que se ha producido el daño, pero debemos distinguir si se trata de un fallecimiento o de una lesión con secuelas. En el primer caso, el dies a quo tiene lugar el día que el óbito se haya producido, mientras que en el segundo, es de aplicación la doctrina de la actio nata, que permite iniciar el cómputo cuando se tiene cabal conocimiento del alcance definitivo del daño, esto es, cuando se estabilizan los efectos lesivos y se conoce el quebranto de la salud.

También es de interés hacer mención al ramo probatorio, especialmente, a la dificultad que podría entrañar acreditar la causa del daño. Ante la notoria escasez de test, en la práctica no se están efectuando pruebas de diagnóstico post mortem ni tampoco autopsias a los fallecidos en las residencias de ancianos y, en definitiva, es más complejo conocer la causa real de su fallecimiento. Ello no obstante, hay otros medios de prueba que pueden reputarse útiles y pertinentes para ser admitidos, como el historial clínico, la más que recomendable prueba pericial médica o, según los casos, las pruebas documentales o testificales que acrediten cómo se ha prestado el servicio en la residencia.

COLOQUIO ONLINE: Uso de datos y aplicaciones para combatir el COVID-19 y Estado de derecho

El próximo miércoles, 13 de mayo, tendrá lugar online el coloquio “Uso de datos y aplicaciones para combatir el COVID-19 y Estado de derecho“, donde se conversará sobre la diversidad de oportunidades tecnológicas que se abren ante nosotros de cara a gestionar la crisis del coronavirus, las recogidas de datos que ya se están produciendo y la legalidad de estas diversas actividades en relación con el derecho a la privacidad.

Para ello contaremos con la presencia de tres especialistas en nuevas tecnologías y derecho a la protección de datos:

 

Ana Marzo Portera.

Abogada en Whitan Law&Tech y en Equipo Marzo

Rafael Rivera

Ingeniero de Telecomunicaciones y Director de tecnología e innovación en Mediapost

Joaquín Muñoz Rodríguez

Abogado, Director del área de Derecho Digital en ONTIER

 

Para inscribirse, por favor, escriban a info@fundacionhayderecho.com , desde donde les proporcionaremos los datos para poder acceder a Zoom. Les animamos a incorporar a ese email una pregunta que quieran que se trate en el coloquio. También podrán realizarse preguntas en directo desde Zoom (no así desde Youtube, donde solo podrá verse).

 

La represión de la libertad de circulación en los tiempos del COVID-19

Desde la aprobación del RD 463/2020 por el que se declaró el estado de alarma observo con preocupación la limitación de la libertad de circulación y la persecución que se hace de los infractores. Hace tiempo que escribí una primera versión de este artículo, pero me reservé su publicación porque no quería que se malinterpretase como una invitación a la desobediencia pues la conclusión no podía ser más grave: las denuncias que se están realizando carecen de fundamento legal y no será posible sancionar las infracciones. La noticia de que la Abogacía General del Estado también se cuestiona la viabilidad de esas denuncias me libera de la censura autoimpuesta y por ello quiero compartir ahora mi análisis.

El RD 463/2020 establece en su art. 7 una limitación general de la libertad de circulación de las personas que solo puede saltarse por las causas tasadas que contempla o por otra causa justificada. Desde un punto de vista técnico el apartado 7.1 deja mucho que desear porque mezcla un listado de causas tasadas -apartados a) a g)- con tres causas abiertas que también permiten la circulación -“otra causa justificada”, g) “situación de necesidad” y h) “cualquier otra actividad de análoga naturaleza”. Tantas posibilidades solo llevan a la confusión y a una aplicación arbitraria de la norma, a lo que han contribuido también las declaraciones de las autoridades que deberían medir mucho sus palabras pues, según el art. 7.3, “en todo caso en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias”.

Por ejemplo, en una de sus comparecencias, Fernando Simón dijo que entre las causas justificadas se incluía la de sacar al perro y de ello se ha deducido una casuística absurda que ora permite pasearlo para satisfacer su necesidad de hacer ejercicio, ora lo limita a una salida a no más de 200 metros del portal para que haga sus necesidades fisiológicas. Y las autoridades se cuidan de advertir que no se puede aprovechar para correr cuando se saca al perro porque hacer ejercicio no está permitido y se estaría actuando en fraude de ley. También se ha publicado que la policía está persiguiendo a quienes hacen uso de las zonas comunes de sus comunidades y urbanizaciones (azoteas, patios, etc.) a pesar de que el RD ni en su redacción original ni en la segunda (RD 465/2020) establece prohibición alguna en relación con la circulación por esas zonas, que son espacios privados de uso común y no vías o espacios de uso público.

Este grado de arbitrariedad no es compatible con el Estado de derecho, máxime cuando la infracción de la prohibición de circulación se pretende castigar con multas de cuantía elevadísima e incluso con penas de privación de libertad. En relación con el régimen sancionador el RD 463/2020 (art.20) se limita a decir que “el incumplimiento o la resistencia a las órdenes de las autoridades competentes en el estado de alarma será sancionado con arreglo a las leyes”, en los términos establecidos en el art. diez de la Ley Orgánica 4/1981, cuyo contenido es idéntico. En realidad, el decreto y la ley orgánica no regulan el régimen sancionador, sino que se remiten a otras leyes sin especificar siquiera a cuáles se refieren y, de nuevo, la seguridad jurídica brilla por su ausencia como sucede siempre que en una norma sancionadora se produce una remisión en blanco. El problema fundamental es que las conductas objeto de análisis no están tipificadas como infracción por norma alguna y por ello no cabe sancionarlas sin quebrar gravemente el principio de tipicidad.

De acuerdo con un documento base distribuido a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, se les instruyó para que sancionasen las infracciones de la prohibición de circulación calificándolas como infracciones graves tipificadas por el art. 36.6 de la Ley Orgánica 4/2015 de protección de seguridad ciudadana que sanciona “la desobediencia o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, cuando no sean constitutivas de delito, así como la negativa a identificarse a requerimiento de la autoridad o de sus agentes o la alegación de datos falsos o inexactos en los procesos de identificación” con multas de 601 a 30.000 euros. Esta calificación de la infracción de la prohibición de circulación no resiste un análisis jurídico serio.

Los arts. 20 RD 463/2020, 10 LO 4/1981 y 36.6 LO 4/2015 castigan el incumplimiento, la desobediencia de las órdenes o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, pero no el incumplimiento de una norma, que son cosas muy distintas. Un sencillo ejemplo basta para entender la diferencia: la infracción del límite de velocidad al circular con un vehículo a motor solo puede ser sancionada de acuerdo con las normas que tipifican esta infracción (la ley de tráfico y el código penal, en función de la gravedad de la infracción) y a nadie se le ocurriría que pueda calificarse como desobediencia. No es posible incumplir o desobedecer una orden o resistirse a la autoridad o a sus agentes si previamente no ha habido orden alguna y eso es exactamente lo que ocurre con la prohibición de circulación, que es una prohibición general contenida en una norma y no una orden de una autoridad o agente. La calificación como desobediencia si el ciudadano infractor acata las instrucciones de la policía sin resistencia y vuelve a su hogar no puede prosperar.

Estas dificultades han llevado a la Abogacía General del Estado a plantear que la desobediencia de la prohibición se sancione aplicando la Ley 17/2015 del Sistema Nacional de Protección Civil o la Ley 33/2011 General de Salud Pública. La primera se enfrenta a dos obstáculos difícilmente salvables: las infracciones previstas por el artículo 45, apartados 3.b y 4.b requieren que se haya declarado previamente una emergencia, lo que no se corresponde con el estado de alarma vigente; y, de nuevo, se refieren al incumplimiento de una orden, prohibición, instrucción o requerimiento efectuado por los titulares de los órganos competentes o los miembros de los servicios de intervención y asistencia. No se sanciona el incumplimiento de una norma.

En cuanto a la ley General de Salud Pública, tipifica “la realización de conductas u omisiones que puedan producir un riesgo o un daño para la salud de la población” (infracción muy grave o grave en función de la gravedad del riesgo o daño, apartados 2.a.1º y 2.b.1º), pero el mero incumplimiento de la prohibición de circulación no implica que se haya producido ese riesgo o daño, que tendrá que ser probado por la autoridad sancionadora. Lo único que queda es la tipificación como falta leve del incumplimiento de la normativa sanitaria vigente (art.58.2.c.1ª), que puede castigarse con una multa de hasta 3.000 euros, pero requiere salvar la dificultad de considerar el RD 463/2020 una norma sanitaria.

A los problemas expuestos hay que añadir otros dos. El primero es la más que probable inconstitucionalidad del RD 463/2020, pues la Constitución no ampara el establecimiento de una limitación general a la libertad de circulación mediante la declaración del estado de alarma. Ilustres juristas han señalado que esa limitación habría requerido la declaración del estado de emergencia por el parlamento. De ser así, y creo que lo es, también serán nulas todas las medidas dictadas para hacer cumplir esa limitación incluyendo las sanciones impuestas por saltársela.

El segundo es lo dispuesto por el art. 1. Tres de la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, que dice que “finalizada la vigencia de los estados de alarma, excepción y sitio decaerán en su eficacia cuantas competencias en materia sancionadora y en orden a actuaciones preventivas correspondan a las autoridades competentes, así como las concretas medidas adoptadas en base a éstas, salvo las que consistiesen en sanciones firmes”. Esto significa que todas las sanciones que no hayan adquirido firmeza decaerán en su eficacia cuando finalice el estado de alarma; es decir, que los procedimientos sancionadores deberán ser archivados. Añádase que, por obra de la disposición adicional tercera del RD 463/2020, que ha suspendido los plazos administrativos, ninguna sanción puede adquirir firmeza porque el plazo para recurrirla aun no ha comenzado y el resultado es fácil de deducir.

La consolidación del estado de derecho es uno de los pilares sobre los que se asienta nuestra Constitución y no podemos aceptar que dificultades técnico-jurídicas o la gravedad de una crisis sanitaria sirvan para minarlo. La calidad de una democracia se mide en momentos como el presente y la Administración y los jueces deben estar a la altura y respetar escrupulosamente la Constitución y la Ley porque el daño que quebrarlas causaría a nuestra sociedad es mucho más grave que el resultante de dejar sin sancionar la infracción de un confinamiento de dudosa constitucionalidad.

Concluyo apelando a la responsabilidad de todos los ciudadanos, cuyo comportamiento ha sido ejemplar. Aunque el aparato sancionador en que se sustentan las limitaciones a la circulación haga aguas, debemos seguir las instrucciones de las autoridades, quedarnos en casa y practicar la distancia social; no por temor a las sanciones, sino porque es necesario para superar la crisis sanitaria provocada por el coronavirus.

Nuevos dislates en la enseñanza y en la educación: ¿hacia dónde vamos?

En mi post de hace unos días, publicado el 28 de Abril en este blog,  (¿Qué nos deparará el futuro en el mundo de la enseñanza en nuestro país?), intenté repasar – citar al menos-  una serie de temas pendientes en relación a la enseñanza en general en nuestro país en cada uno de los niveles educativos, – así como  otros temas más bien trasversales a varios niveles-, que habían quedado pendientes al empezar el confinamiento por el coronavirus, pero que habían sido muy tratados en la prensa de los dos últimos años: 2018-2020. Pero la nueva situación, ”estado de alarma”, ha hecho que se precipiten los acontecimientos,  que se replanteen algunos de aquellos temas  y se planteen otros nuevos.

  1. La situación es preocupante, desde nuestro punto de vista, pues  se empezó por dejar para septiembre toda actividad universitaria (como ya indiqué en el post, ya que esa medida fue de las primeras que tomó el Ministro de Universidades, Castells, y prácticamente la única), pues no ha aparecido en todo este tiempo  más que en una ocasión para acordar con los Rectores que cada Universidad, en virtud de su autonomía, organizase  los exámenes como quisiera.  Además ha reconocido explícitamente que el Ministerio de Universidades no tiene razón de ser, ya que sus competencias están trasferidas a las CCAA. Del Estado solo dependen la UNED y la Universidad Menéndez Pelayo. Para la primera de estas dos, ha propuesto un examen de final de curso on-line, situación muy difícil de organizar, pues dada la cantidad de alumnos de esa UNED  (hay cursos de Derecho, Psicología, Económicas,  y otras con varios miles de alumnos por curso), se requerirían unos sistemas informáticos de una complejidad y capacidad que en el momento actual no están disponibles.
  2. A continuación, días más tarde, en una Orden Ministerial publicada en el BOE el 24 Abril, se recogen los acuerdos de la Ministra Celaá, consensuados – aparentemente-  en una larga reunión con los Consejeros de Educación de las CCAA, reunión en la que parecía que se habían puesto de acuerdo, aunque luego algunos  consejeros  se desmarcaron (suponiendo que en esa sesión se hubiera llegado realmente a un acuerdo): País Vasco, Andalucía, Madrid, Murcia y Castilla León. En ella se decidió que los alumnos podrían pasar de curso aunque tuvieran varios suspensos y que nadie repetiría por ello, salvo excepciones muy específicas. No quedó claro con cuántos suspensos, si con tres, con cuatro o incluso cinco. Esto organizó un cierto revuelo, para empezar porque a muchos padres, profesores, etc. les pareció un disparate, ya que había habido casi siete meses de curso, y había alumnos que habían seguido estudiando por medios telemáticos, y en la comunidad escolar se esperaba una evaluación de esos conocimientos por razones obvias. En concreto, el presidente de ANPE, el CESIF, FSIE, USO, el sindicato de inspectores USIE y la representante de Educación de Ciudadanos, Marta Martín, argumentaron cómo con esta medida no se respeta la LOMCE, Ley vigente en el momento actual, y por tanto es una ilegalidad que crea inseguridad jurídica, ya que es el mismo Gobierno el que propone saltarse la normativa. Además al haber una serie de CCAA que no van a aceptar esta situación y van a seguir aplicando la LOMCE en cuanto a los requisitos para poder pasar de curso, se crean dos modelos con enormes agravios comparativos (El Mundo, 25 de Abril de 2020. Pg. 14).
  3. Como tercer hito en las decisiones educativas, el 28 de Abril se decidió, en el marco de los planes de desconfinamiento o desescalada, que los alumnos de primaria y secundaria – a diferencia de lo que sucede en casi todos los países de Europa, aunque no en Italia-,  no volverían a clase hasta Septiembre: es decir, más de cinco meses y medio sin clase. Esto supuso un mazazo para muchos padres. Las razones son múltiples y trataremos de analizarlas, pero hemos de señalar previamente, no sin cierta sorpresa por nuestra parte, que así como otras medidas comunicadas el mismo día (apertura inminente de los pequeños comercios, peluquerías, bares y terrazas) han generado enormes controversias en los medios, dudas, posturas a favor y en contra, propuestas nuevas – que si el 30% de mesas en el exterior, si el 50%, si ocupar lugares de aparcamiento  y un largo  –  prácticamente no se ha oído nada sobre este echar el cierre hasta Septiembre de toda actividad educativa. Personalmente nos parece muy grave esta situación, que no llegamos a entender. Parece, en los continuos vaivenes del Gobierno, que sí podrán acudir a clase los menores de 6 años para que sus padres puedan ir a trabajar (medida social que no pedagógica, aunque probablemente necesaria pero incompleta). El resto, aunque no queda claro, se deja al arbitrio de las CCAA.

Antes de entrar en las posibles consecuencias de esta última decisión,  de volver en septiembre a clase, me gustaría comentar que programar una vuelta a clase en estos momentos, con los requisitos de distancia social actualmente vigentes por razones obvias, y sin haber hecho los necesarios test a la población, no es nada fácil. Hay que reconocerlo. La logística es obviamente complicada, pero no por ello, de un plumazo, sin más matices, deben suspenderse las clases de miles de alumnos durante tanto tiempo. Tenemos un ejemplo muy cerca  que está actuando de otra manera: en Francia (para no irnos a Suecia, Dinamarca, Alemania o, últimamente, Reino Unido), país con problemas muy parecidos a los nuestros en cuanto a los efectos de Covid-19,  se está preparando desde hace por lo menos 15 días la vuelta a clase para el 11 de Mayo y para estos niveles educativos – maternal, collège y liceo-, implicando en su planificación desde el Ministerio de Educación, no solo a los Directores de guarderías, colegios y liceos, pero también a los alcaldes y autoridades educativas locales, en íntima coordinación y colaboración. Se están estudiando varias estrategias y combinación de las mismas, y casi diariamente hay información y seguimiento  de dichos avances: zonificación, gradualidad en la vuelta, reubicación y división de las clases y comedores, alternancia en los días de la semana si fuera necesario, uso de gimnasios, locales de estudio y otros para poder dividir a los niños, mascarillas, mamparas. etc. etc. y es objeto de vivos debates en los medios de comunicación. Aun así hay padres que por seguridad –u otros motivos-  no desean mandar a los niños, y por eso se ha decidido que sea voluntario. En  post anteriores me he referido a algunos aspectos de cómo Francia, en esta situación,  se está enfrentando a la política de comunicación y coordinación de manera mucho más consistente  y coherente que nosotros. En la Cadena SER, en Hoy por hoy, el 30 de Abril, esta política ha sido calificada por J. Ramoneda de modélica.

Frente a esta posibilidad de trabajar una vuelta a clase ordenada y preparada, trabajando conjuntamente todos los agentes implicados en la educación, entre nosotros no se ha propuesto nada (aparte de lo que se vaya a hacer con la selectividad o EVAU, prueba sobre la que al parecer sí hay planes de realización, todavía nada claras). Es más, en unas últimas declaraciones de la Ministra Celáa, que han hecho poner el grito en el cielo de nuevo, se ha avanzado que en Septiembre solo volverán la mitad de los niños a clase cada día. El dislate está servido.

¿Por qué ha supuesto esto un mazazo – además de por lo inesperado  y radical– para muchos padres?

  • Porque las circunstancias de tener que trabajar desde casa, los padres que pueden hacerlo que no son todos, y al mismo tiempo tener que atender a varios niños, bien en su seguimiento telemático cuando lo hay, o en la realización de deberes, o en tener que estar pendientes de si hay suficiente WiFi en casa para todos o no, suponen una situación muy estresante que ha “caído” sobre ellos, y a la que difícilmente pueden atender.
  • Pero es que además esta situación nueva (¿nueva normalidad?) pone de manifiesto aún más las diferencias socioeconómicas entre familias, y con ellas las enormes diferencias de procedimientos y posibilidades de enseñanza-aprendizaje de los niños, con una situación muy dura para los menos favorecidos, a los que prácticamente les será imposible recuperar estos meses.
  • Por otra parte, con muy raras excepciones (pues hay colegios privados donde se inician las clases telemáticas a las 9 de la mañana, y los niños siguen el mismo horario y ritmo que en el colegio), es muy difícil lograr los objetivos de aprendizaje propuestos para cada uno de los niveles educativos. Cualquiera que esté en contacto con familias con niños de esas edades  – padres, profesores, psicólogos e incluso psiquiatras infantiles – sabe bien el enorme trabajo complementario de los padres para que sus hijos no se queden atrás, objetivo no siempre conseguido. Cinco meses y medio es demasiado tiempo sin escolarización reglada. Por no entrar en factores psicosociales de otros tipos, en los que no se suele reparar, como es lo que para  los adolescentes supone el grupo de referencia de iguales, compañeros/as que  es básico entre los 12 y los 16 años. Es traumático para muchos niños.
  • Aspectos tales como la pérdida de hábitos de estudio, ruptura de unas rutinas de vida y desconexión educativas, de secuenciación de los aprendizajes, verdaderas lagunas en la adquisición de conocimientos, serán algunas de las consecuencias con que se encontrarán los docentes en Septiembre. No digamos, porque no es momento de entrar en ello, las consecuencias para los niños con dificultades de aprendizaje y/o dificultades de inserción, y que habían venido teniendo soporte extra en sus colegios.
  • Nuestras diferencias con los países europeos se van a agravar enormemente.

A estas alturas de la película, valga la coloquialidad de esta expresión, nadie duda de que la articulación, ensamblaje, coordinación o como se quiera llamar a la relación entre el Gobierno Central y las CCAA ha sido un desastre a lo largo de este proceso del Covid-19, y se han puesto de manifiesto las enormes carencias y dificultades en esta articulación, a pesar de haberse decretado un mando único desde el principio, mando cuestionado por muchas CCAA a las que se les dejaba muy poco margen de maniobra en temas de su competencia;  lo ha sido por supuesto en el caso de la Sanidad, pero también en el de la Educación y Enseñanza. En este último caso, que es el que nos ocupa, se ha zanjado rápido, como acabamos de explicar, pero en el caso de la Enseñanza universitaria, Sr. Castelles, como también hemos señalado, se ha zanjado de un plumazo. La Ministra Celáa ha dicho, y como tal lo recoge la Orden Ministerial publicada en el BOE el 24 de Abril, que serán los gobiernos regionales los que decidirán los criterios de promoción y titulación, así como la fijación de contenidos de cada una de las asignaturas y las adaptaciones curriculares, en una dejación de poderes que ha sido calificada de caótica. (El Mundo, 30 de Abril de 2020, pg.13). Tampoco todas las CCAA están de acuerdo con la decisión  de anular la actividad docente hasta Septiembre.

El análisis de este tema – falta de coordinación y disputa continua por las competencias entre CCAA y Gobierno central – sería mejor abordado por un jurista, pero quiero añadir que en el momento de la desescalada, ni siquiera se sabe si la unidad  de referencia va a ser la CCAA, la provincia, la comarca, el área sanitaria, con reproches  y debates continuos entre unos representantes y otros, debates que impiden que nuestro país se centre y aborde de manera ecuánime toda la enorme problemática que tiene por delante.

Abordaremos, por su importancia, en un próximo post la última propuesta de la Ministra Celaá, que data del 5 de Mayo, como es la de remodelar para Septiembre el sistema de estructuración de contenidos vigente hasta ahora – organizado en unidades  de conocimiento llamadas asignaturas tradicionalmente: Historia, Geografía, Sociales, Matemáticas, Ciencias, etc., en unos conglomerados o clústers de contenidos de mayor tamaño, que fusionan varias asignaturas. Es decir, aparentemente, sería un sistema trasversal que englobaría muchos más contenidos en pocas áreas temáticas. Esto, que en sí mismo no es negativo, se hace así ya en muchos sistemas de enseñanza, no puede improvisarse en absoluto. Supone un cambio de metodología de tal calibre que debe ser sometido a una elaboración   muy minuciosa de los equipos docentes. De lo contrario puede ser un “batiburrillo”.

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

“Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia”.

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

Contra los bulos, transparencia. O sobre cómo la transparencia y el derecho a saber son exigencias democráticas también (o aún más) en estado de alarma.

Según el art. 15 de la Declaración de Derechos del hombre y el ciudadano de 1789, “La sociedad tiene derecho a pedir cuentas de su gestión a todo agente público”. Ya antes, en 1766, Suecia había aprobado su Freedom of the Press Act. En 1914 el Juez Brandeis incluyó en el capítulo V (“What Publicity Can Do”) de su opúsculo Other’s People Money [1] su famosa frase: “La luz del sol es el mejor de los desinfectantes”. El artículo 42 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea reconoce el derecho de acceso a los documentos públicos, si bien es verdad que sólo frente  al Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión. Son sólo algunos de los pasos que se han ido dando desde al menos el siglo XVIII para poder reconocer el derecho de acceso a la información pública como un derecho fundamental. Algo tan simple como el “derecho a saber”, el Right to Know.

Que entre nosotros, sin embargo, no se reconozca el derecho de acceso a la información pública como un derecho fundamental autónomo o independiente es tan inexplicable como incomprensible. La ley 19/2013, de transparencia, es una ley ordinaria, no orgánica, y en todo su texto no hay ni una sola referencia a los artículos constitucionales en los que se reconoce el derecho a la libertad de expresión e información (art. 20.1 apartados a y d CE) o de participación en los asuntos públicos (art. 23), derechos estos de los que suele hacerse derivar el de acceso a la información. Muy al contrario la ley reconoce en su artículo 12 que todas las personas tienen “derecho a acceder a la información pública en los términos previstos en el artículo 105.b) de la Constitución”, es decir en los términos de un precepto que para nada pretende regular un derecho fundamental sino tan sólo un principio de actuación de la Administración Pública del que a lo sumo derivan derechos subjetivos de las personas en sus relaciones con las Administraciones Públicas (art. 13.d de la Ley 39/2015) o derechos de los interesados en el procedimiento.

En cualquier caso, sólo en los supuestos de estado de excepción o de sitio, nunca de alarma, sería posible suspender los derechos a la libertad de expresión e información y en ningún caso el de participación en los asuntos públicos. Así lo establece el artículo 55 de la Constitución. Por tanto hemos de partir de la base de que los derechos fundamentales en los que se basa el derecho de acceso a la información pública (ya que hoy por hoy, como he señalado, con la ley en la mano, no se considera como un derecho fundamental autónomo) no han quedado en absoluto suspendidos con la declaración del estado de alarma. No voy a entrar en el debate de si estamos ante un escenario más propio de un estado de excepción que de alarma (sobre ello se han pronunciado autores de la talla de Tomás de la Quadra-Salcedo[2], Manuel Aragón [3],  Mercedes Fuertes [4], Pedro Cruz Villalón [5], o Javier Álvarez [6]). Tiempo habrá de valorarlo y con ello de extraer las consecuencias jurídicas que puedan derivar de la consideración del escenario actual como propio de uno u otro.  La sentencia del Tribunal Constitucional 30/2016, dictada como consecuencia de la declaración del estado de alarma en 2010, da pistas para aventurar la que puede ser una solución a las controversias que ahora se están planteando. Más recientemente el debate se ha reabierto a raíz del Auto del Tribunal Constitucional de 30 de abril de 2020, o las sentencias de algún Tribunal Superior de Justicia, como el de Aragón, también de 30 de abril, dictados como consecuencia de las manifestaciones en principio convocadas con ocasión del 1º de mayo.

Sea como fuere lo que en estos momentos interesa es determinar si en el marco constitucional del estado de alarma se ha producido o no una suspensión de los derechos de expresión e información y participación y por tanto del derecho de acceso a la información pública, algo sobre lo que se han pronunciado ya críticamente, entre otros, Elisa de la Nuez[7], Esperanza Zambrano[8] o José María Gimeno[9],  así como Access Info y Transparencia Internacional.

Asimismo la International Conference of Information Commissioner’s (ICIC) ha emitido una Declaración[10] (suscrita entre otros por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno de España, el Consejo de Transparencia de Andalucía[11]  y el de Murcia), en la que reconoce que “las autoridades públicas deben tomar decisiones importantes que afecten la salud pública, las libertades civiles y la prosperidad de las personas” y que “los recursos pueden desviarse del trabajo habitual de derechos de información”, por lo que “las organizaciones públicas centrarán correctamente sus recursos en la protección de la salud pública”, y puede ser necesario “adoptar un enfoque pragmático, por ejemplo, en torno a la rapidez con que los organismos públicos responden a las solicitudes”. Pero asimismo advierte que el derecho del público a acceder a información sobre las decisiones que se adopten durante la crisis del Covid-19 “es vital” y que “la importancia del derecho de acceso a la información permanece” y concluye que “los organismos públicos también deben reconocer el valor de una comunicación clara y transparente, y de un buen mantenimiento de registros, en lo que será un período muy analizado de la historia”. Me interesa mucho resaltar esta última precisión: estamos ante un período de la historia que será “muy analizado”, Y por ello es imprescindible mantener abiertas las vías para que el derecho de acceso a la  información pública y con él la libertad de expresión e información así como de participación en los asuntos públicos sean reales y efectivos, incluso en estado de alarma. El 27 de abril veintisiete organizaciones miembros de la Coalición Pro Acceso pidieron  al Gobierno que garantice el ejercicio del derecho de acceso a la información, después de que se hayan suspendido los plazos administrativos por el estado de alarma[12].

Por su parte el Consejo de la Unión Europea mantiene el plazo de 15 días para atender las solicitudes de acceso, sin perjuicio de que puedan producirse ciertos retrasos al responder[13]. Y en Argentina la Agencia de Acceso a la Información Pública acaba de dictar su Resolución 70/2020 (RESOL-2020-70-APN-AAIP) por la que dispone que quedan exceptuados de la suspensión de los plazos administrativos los trámites previstos por la Ley Nº 27.275, de Acceso a la Información Pública. La Resolución se basa en que “si bien el ejercicio del derecho de acceso a la información pública es susceptible de ser suspendido en circunstancias excepcionales (…) no ha mediado en tal sentido declaración alguna por parte del Estado Nacional; de allí que mantiene plena vigencia al presente.”  Además llama la atención sobre el hecho de que “su ejercicio resulta fundamental para el control ciudadano de los actos públicos y la evaluación de la gestión del Estado; a la vez que, ante una situación de emergencia y crisis sanitaria producto de la pandemia generada por el COVID 19, acceder a la información pública se torna indispensable para conocer la actuación de la Administración y evitar la arbitrariedad en la toma de decisiones públicas”[14]. Podríamos referir ahora más ejemplos de no suspensión de plazos.

Entre nosotros, sin embargo, se suspenden los plazos para garantizar la transparencia; se afirma que la Guardia Civil ordenó, parece, investigar bulos que generasen “desafección a instituciones del Gobierno”; y el CIS, en su Estudio 3279 Barómetro Especial de abril 2020, pregunta si “¿Cree Ud. que en estos momentos habría que prohibir la difusión de bulos e informaciones engañosas y poco fundamentadas por las redes y los medios de comunicación social, remitiendo toda la información sobre la pandemia a fuentes oficiales, o cree que hay que mantener libertad total para la difusión de noticias e informaciones?”[15].

Sin perjuicio de que ya sólo el hecho de que pueda siquiera haberse planteado la posibilidad de luchar desde el Estado contra las opiniones que les sean contrarias es inaceptable y que es intolerable  en democracia que se pueda generar desde un organismo público la simple cuestión de si es conveniente someternos tan sólo a fuentes oficiales, ¿es admisible que se pueda limitar o restringir la transparencia por mucho que se haya declarado el estado de alarma?

Según el artículo 1º del Real Decreto 463/2020 el estado de alarma se declaró “con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus Covid19”. En consecuencia todas las medidas que se adopten y que pueden implicar limitación o restricción de derechos deben estar dirigidas a esa finalidad y no a otra. La suspensión de plazos administrativos que regula la disposición adicional tercera, cuyo texto ha sido modificado por Real Decreto 465/2020, debe tener como objetivo, o al menos fundamentarse en la necesidad de afrontar tal situación. No olvidemos que la suspensión de plazos trae como consecuencia la suspensión de la obligación que tienen las Administraciones de dictar resolución expresa (art. 21 de la Ley 39/2015) y en consecuencia se enerva la posibilidad de reaccionar contra la inactividad o el silencio de la Administración. Como hace ya años recordaban García de Enterría y Tomás-Ramón Fernández, la figura del silencio administrativo, tuvo en su origen (1900, en Francia) como finalidad evitar que la Administración pudiese “eludir el control jurisdiccional con solo permanecer inactiva; en tal caso el particular afectado por la inactividad de la administración quedaba inerme ante ella, privado de toda garantía judicial”[16]. Pues bien, la suspensión de plazos y con ello de la obligación de resolver, puede producir la inmunidad siquiera sea temporal de la Administración. Algo que es especialmente relevante en el ámbito de las solicitudes de acceso a la información pública y que carece de justificación incluso en estado de alarma.

Por otra parte, parece que en un marco de teletrabajo y tras la apuesta decidida por el funcionamiento electrónico del sector público que recoge la ley 40/2015 (arts. 38 y ss.) no parece que esté justificado suspender todos los plazos administrativos  Menos aun cuando de ello depende, aunque sea indirectamente, la efectividad misma de derechos fundamentales que no solo parece que no deben ser limitados en el estado de alarma sino que muy al contrario han de ser fortalecidos o al menos mantenidos en los mismos términos que en un estado de normalidad.

Hemos de tener en cuenta que la suspensión de plazos administrativos no es en sí misma absoluta [17]. Quiero decir que no todos los plazos han quedado suspendidos: unos sí y otros no. Por lo que muy bien podría haberse acordado mantener vigentes los referidos a la contestación a las peticiones de acceso. Además, la reforma operada por el Real Decreto 465/2020 ha introducido la previsión de que los plazos quedan suspendidos sin perjuicio de poder “acordar motivadamente la continuación de aquellos procedimientos administrativos que vengan referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que sean indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios”. Carece de sentido, en mi opinión, que plazos “indispensables para la protección del interés general”, entre los que sin duda deben entenderse incluidos los relativos al acceso a la información pública, puedan continuar corriendo sólo si lo motiva la entidad del sector público que así lo considere oportuno. Cuando la situación debería ser cabalmente la contraria: sólo motivadamente podrían en tales casos suspenderse los plazos (y aun así sería dudoso, pues bastaría con aplicar las limitaciones al acceso o las causas de inadmisión de la solicitud que pudieran producirse, de acuerdo a los arts. 14 y 18, respectivamente, de la Ley 19/2013).

Por otra parte debe tenerse en cuenta que la suspensión de términos y la interrupción de plazos se aplica, según el apartado 2 de la Disposición adicional tercera del Real Decreto 463/2020,  “a todo el sector público definido en la ley 39/2015”, es decir la Administración General del Estado, las Administraciones de las Comunidades Autónomas, las Entidades que integran la Administración Local y el sector público institucional. Pero solo a las entidades que en tal concepto cabe integrar. Quiero con esto resaltar que no coincide el ámbito subjetivo de aplicación de la ley 39/2015 con el de la ley 19/2013. Así por ejemplo las peticiones de acceso a la información pública dirigidas a la Casa de su Majestad el Rey, el Congreso de los Diputados, el Senado, el Tribunal Constitucional y el Consejo General del Poder Judicial así como el Banco de España, el Consejo de Estado, el Defensor del Pueblo, el Tribunal de Cuentas, el Consejo Económico y Social o las instituciones autonómicas análogas en relación con sus actividades sujetas a derecho administrativo no están sujetas a la suspensión de plazos que ha establecido el Real Decreto de declaración de estado de alarma. Pero es que incluso cabe plantear dudas acerca de si la suspensión de plazos se aplica también a las corporaciones de derecho público por cuanto éstas no forman parte del sector público definido en la ley 39/2015 sino que ésta se les aplica supletoriamente en relación con el ejercicio de sus actividades de derecho público. Tampoco las sociedades mercantiles en cuyo capital social la participación pública, directa o indirecta, sea superior al 50% o las fundaciones del sector público están afectadas por las suspensión de plazos. Si esto es así no se comprende que la transparencia y el acceso a la información no estén limitados en relación con ciertas entidades pero sí con otras.  Si la justificación se pretende encontrar en la imposibilidad o dificultad en la actuación administrativa y las relaciones con los ciudadanos que  el confinamiento durante el estado de alarma ha traído consigo, hay que concluir que el mismo alcanza (o no, que es lo lógico) a las entidades del sector público previstas en la ley 39/2015 y a las demás a que se aplica la ley de transparencia.

Pero si hablamos de transparencia en época de estado alarma no sólo debemos referirnos a la absurda suspensión de los plazos para atender las solicitudes de acceso. En estado de alarma adquiere especial relevancia la transparencia activa.  Para evitar los bulos, las informaciones no contrastadas, las incertidumbres y en general la falta de información, la vía no es intentar detectar a quienes generen bulos, limitar la información o generar la información solo a través de canales oficiales, sino muy al contrario facilitar toda aquella información pública de la que se disponga.  No estamos luchando ante un enemigo que no deba conocer la realidad de las cosas. Nuestro enemigo común es el coronavirus y para atajarlo todos cuantos debemos enfrentarnos a él debemos conocer toda la información que nos permita hacerlo con garantías. De este modo el “derecho a saber”, que está en la base misma de la transparencia y el acceso a la información, debe ser ahora más reivindicado que nunca. Información que alcanza también a todos los datos sobre la evolución de la pandemia y sobre la gestión económica que desde los poderes públicos se está llevando a cabo, incluida la referida a adquisiciones de material, coste, adjudicatarios y  en general celebración de contratos.

Mediante Orden SND/388/2020, de 3 de mayo, se ha establecido la reapertura al público de los archivos, de cualquier titularidad y gestión, y se han regulado las condiciones para la realización de su actividad y la prestación de los servicios que le son propios. Si bien se facilita con ella el acceso a archivos, no resuelve los problemas de falta de transparencia que aquí he puesto de manifiesto. Tan sólo facilita el viejo derecho de acceso a archivos y documentos, preferentemente para su aportación en procedimientos administrativos y judiciales.

En conclusión, en un estado de alarma declarado con el fin de afrontar la situación de emergencia sanitaria provocada por el coronavirus no pueden entenderse suspendidos los plazos para atender las solicitudes de información pública y mucho menos deben limitarse o restringirse  las informaciones que en base al deber de transparencia activa deben estar a disposición de todas las personas. Más aún en un escenario de digitalización e implantación de herramientas y recursos digitales del que siempre han hecho gala nuestros Gobiernos.  Si es verdad que queremos estar en la vanguardia de los Estados que implantan o han  implantado soluciones digitales para una mejor y más cercana Administración no tiene sentido ahora que las decisiones que se adopten parezcan estar pensadas para una Administración que parecería moverse sólo en el entorno del papel y que nos recuerda más a la del vuelva usted mañana de Larra[18]. Aunque sólo sea porque el derecho a saber y a exigir la rendición de cuentas de los poderes públicos es previo a Larra.

 

NOTAS

[1] https://louisville.edu/law/library/special-collections/the-louis-d.-brandeis-collection/other-peoples-money-by-louis-d.-brandeis

[2] “Límite y restricción, no suspensión”,  El Pais, 8 de abril de 2020, y más tarde ”La aversión europea al estado de excepción”, El País, 28 de abril de 2020

[3] ”Hay que tomarse la Constitución en serio”, El País, 10 de abril de 2020

[4] ”Estado de excepción, no de alarma”, El Mundo, 20 de abril de 2020

[5] “La Constitución bajo el estado de alarma”, El Pais, 20 de abrirl de2020

[6] ”Estado de alarma o de excepción”, Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020), pp. 1-20 )

[7] “¿Está suspendida o no la transparencia por el estado de alarma?”, en este mismo blog: https://hayderecho.expansion.com/2020/04/20/esta-suspendida-o-no-la-transparencia-por-el-estado-de-alarma/

[8] “Crisis sanitaria, no crisis de transparencia”, en https://investigacionapi.com/portada/2020/03/30/crisis-sanitaria-no-crisis-en-transparencia/

[9] “Transparencia y crisis sanitaria”, en El Heraldo, 20 de abril de 2020, https://www.heraldo.es/noticias/opinion/2020/04/21/transparencia-y-crisis-sanitaria-jose-maria-gimeno-la-firma-1370658.html

[10] https://www.informationcommissioners.org/covid-19

[11] Que en su página web afirma expresamente que “ha suscrito la Declaración de la Conferencia Internacional de Comisionados de Información…. y ha defendido el derecho de acceso a la información de la ciudadanía en el marco de la pandemia global del coronavirus”: https://www.ctpdandalucia.es/

[12] https://www.access-info.org/es/blog/2020/04/27/espana-acceso-informacion-covid19/

[13] https://www.access-info.org/blog/2020/04/21/eu-council-maintains-timeframes-responding-access-requests/

[14] Sobre ello próximamente, vid Federico Andreucci, “Consideraciones sobre las excepciones de la Agencia de Acceso a la Información Pública de la República Argentina respecto de la suspensión de plazos administrativos por la pandemia de Coronavirus”, en Derecho Digital e Innovación, nº 5, todavía no publicado al escribir estas líneas.

[15] http://datos.cis.es/pdf/Es3279mar_A.pdf

[16] Curso de Derecho Administrativo, I, 2017, Madrid: Civitas.

[17] Sobre suspensión de plazos en el estado de alarma, por todos, Alfonso Melón Muñoz, “Algunas consideraciones sobre la suspensión de plazos sustantivos, administrativos y procesales derivada del estado de alarma declarado por la pandemia de coronavirus COVID-19”, El Derecho, 1 de abril de 2020: https://elderecho.com/algunas-consideraciones-la-suspension-plazos-sustantivos-administrativos-procesales-derivada-del-estado-alarma-declarado-la-pandemia-coronavirus-covid-19

[18] El Pobrecito Hablador. Revista Satírica de Costumbres, n.º 11, enero de 1833, Madrid. Puede consultarse en http://www.cervantesvirtual.com/obra-visor/vuelva-usted-manana–0/html/ff7a5caa-82b1-11df-acc7-002185ce6064_2.html

Sesiones parlamentarias telemáticas: posibilidad y realidad.

Son numerosas las voces que desde la declaración del estado de alarma reclaman, por la epidemia del coronavirus, la posibilidad de que se generalice la celebración de reuniones telemáticas de los plenos de distintos órganos constitucionales y administrativos, con el fin de salvaguardar el ejercicio de las funciones que les corresponde, así como la seguridad y salud de quienes se verían involucrados en la celebración presencial de dichas reuniones. Reclamo planteado desde el mundo periodístico al académico, así como en el seno de distintas formaciones políticas, la posible celebración de plenos telemáticos es una cuestión que requiere un análisis sosegado, que se torna en delicado cuando afecta al Pleno del Congreso de los Diputados, quizás el caso más mediático de cuantos se plantean.

Lógicamente, queda fuera de toda discusión que la situación actual obliga a las instituciones —como así han hecho los particulares— a un ejercicio de adaptación. La imprescindible ponderación de la seguridad sanitaria y de la no interrupción del funcionamiento de las Cortes Generales, como predica el art. 116.5 de la Constitución, obliga a tomar ciertas medidas, siendo pertinente el planteamiento de hipotéticas sesiones telemáticas.

En esta línea debemos recordar, antes de abordar el particular caso de la Cámara Baja, que la declaración del estado de alarma ha desencadenado dos reformas legislativas que han permitido la celebración de reuniones telemáticas del Consejo de Ministros, con la nueva disposición adicional tercera de la Ley 50/1997, de 27 de noviembre, del Gobierno (introducida por el Real Decreto-Ley 7/2020), y de los órganos colegiados de las Entidades Locales, con el nuevo apartado 3 del artículo 46 de la Ley de Bases de Régimen Local (tras la aprobación del Real Decreto-Ley 11/2020). Son dichas modificaciones, en ambos supuestos, el cauce necesario para que, con plenas garantías jurídicas, una forma de reunión previamente imposible jurídicamente pueda pasar a celebrarse bajo unas condiciones y ante ciertas circunstancias.

La especificidad parlamentaria requiere, sin embargo, una cierta reflexión. Primero, el art. 79.1 de la Constitución exige para la adopción de acuerdos que las Cámaras estén “reunidas reglamentariamente y con asistencia de la mayoría de sus miembros”. Más detalladamente, el Reglamento del Congreso, en su art. 70.2, parece dejar poco espacio a la flexibilidad interpretativa: “Los discursos se pronunciarán personalmente y de viva voz. El orador podrá hacer uso de la palabra desde la tribuna o desde el escaño”. En este sentido, el Tribunal Constitucional ha reforzado el carácter exclusivamente presencial de las sesiones plenarias, al afirmar la STC 19/2019, que “el ejercicio de las funciones representativas ha de desarrollarse, como regla general, de forma personal y presencial”, valorando incluso que la decisión del voto pueda surgir “de la interrelación directa e inmediata entre los representantes”, por lo que, sigue el Tribunal Constitucional, “es preciso que los parlamentarios se encuentren reunidos de forma presencial, pues solo de este modo se garantiza que puedan ser tomados en consideración aspectos que únicamente pueden percibirse a través del contacto personal”. Es cierto que esta sólida afirmación del Tribunal Constitucional ha de enmarcarse en el recurso que resolvía —la hipotética investidura de Carles Puigdemont como Presidente de la Generalitat de Cataluña por vía telemática— y que dista de las circunstancias en las que desgraciadamente ahora nos encontramos.

Segundo, a diferencia del Consejo de Ministros, o, incluso, de otras reuniones telemáticas de órganos colegiados, como es el pleno del Tribunal Constitucional u otros órganos constitucionales, en el caso de las Cortes Generales, algo extensible a las asambleas autonómicas, entra en juego el respeto al derecho fundamental a la participación política, que el art. 23 de nuestra Constitución proclama. Así, recordemos que la asistencia a las sesiones parlamentarias es un derecho, y un deber, de nuestros parlamentarios, y, además, supone el ejercicio del art. 23.2, en su vertiente del ius in officium, es decir, como conjunto de derechos que se atribuyen al diputado en el ejercicio de tal condición. Por lo que, yendo más allá, supone el ejercicio de dicho derecho por todos y cada uno de los ciudadanos, toda vez que, a resultas de la jurisprudencia constitucional, son los diputados ejerciendo sus funciones los que permiten que los ciudadanos ejerzan el derecho a la participación política por medio de representantes. Por ello, además de las previsiones reglamentarias que regulen posibles incidencias, han de existir unos requisitos técnico-logísticos que impidan que un diputado se vea privado de la asistencia telemática, y de las consecuentes prerrogativas: hacer uso de la palabra o pedir turno de alusiones, entre otras. Ejemplos recientes, como el de la Asamblea de Madrid, que el pasado 23 de abril no pudo celebrar su primer pleno telemático por problemas técnicos, demuestran que, en estos casos, sería especialmente gravoso que por una deficiencia técnica —una mala conexión a la Red, un problema informático, etc.— se privara a un diputado de presencia telemática, o, lo que sería peor, de votación, lo cual afectaría directamente a la formación de la voluntad de la Cámara.

Esto último nos permite conectar con una derivada, menos comentada, pero quizá más relevante, como es la votación en las sesiones plenarias. La menor complejidad logística en aquellas sesiones sin votación —comparecencias del Gobierno, preguntas o interpelaciones— facilitaría la celebración de sesiones telemáticas, al ser el debate en sí el fin de dichas sesiones. Sin embargo, en las sesiones en las que pueda haber votación, la complejidad aumenta. En este supuesto, el Tribunal Constitucional, en la misma sentencia arriba citada, deja claro que solo cabe excepcionar este principio de voto presencial cuando así lo prevea el reglamento, debiéndose siempre garantizar “que [se] expresa la voluntad del parlamentario ausente y no la de un tercero que pueda actuar en su nombre”. Así, en el caso del Congreso de los Diputados, el art. 82 del Reglamento solamente recoge como posibles supuestos de voto telemático los “casos de embarazo, maternidad, paternidad o enfermedad grave”, que además supone que esos diputados, no presentes, pero autorizados a votar telemáticamente, sí computan como si estuvieran en el Salón de Sesiones.

Antes de plantear la posibilidad de que se celebren estos plenos telemáticos, resulta ilustrador detallar la solución que se está dando actualmente en el Congreso. Partiendo de la conocida flexibilidad del Derecho Parlamentario, en la Carrera de San Jerónimo se han mantenido los plenos presenciales, con una asistencia reducida de diputados —en torno a 50 diputados por sesión— y con una extensión del voto telemático a aquellos que siguen la sesión telemáticamente. Es, en realidad, una solución híbrida pero que es el límite legal al que se podía llegar. No caben plenos íntegramente telemáticos y la solución ha pasado por que la Mesa del Congreso de los Diputados extienda el voto telemático a todos aquellos diputados que así lo deseen, ampliando las razones que antes lo permitían. Ahora se admite en un caso aún más excepcional, como es la actual epidemia, lo que ha supuesto que en torno a 300 diputados de media emitan su voto por vía telemática, con el fin, por un lado, de que se eviten desplazamientos y sus consecuentes riesgos, y, por otro lado, de que el Congreso ejerza sus funciones con una cierta normalidad.

Negar la posibilidad de celebrar un pleno telemático en el Parlamento español no responde a una rigidez institucional, provocada por una acérrima defensa de algo que, efectivamente, es inherente al hecho parlamentario, como es el debate presencial o la deliberación. Es, en realidad, un celo de que toda adaptación, por necesaria y urgente que sea, se concrete mediante una adecuación reglamentaria previa, que sustente jurídicamente tal adaptación. Dicho de otro modo, asegurar que toda modificación sustancial del funcionamiento del Parlamento no se haga con carácter arbitrario o sin el necesario apoyo legal, que es la vía que lo protege, como ha ocurrido en las Entidades Locales. No pretendemos entrar a valorar si las razones que motivan esta posible excepción al carácter presencial del debate parlamentario son suficientes para impulsar dicho cambio, sino aclarar que los plenos telemáticos solo podrán llegar a nuestra escena parlamentaria mediante una reforma reglamentaria ad hoc, para lo cual es imprescindible voluntad política.

 

Las residencias de ancianos en el punto de mira

La crisis sanitaria provocada por el coronavirus nos ha hecho poner el foco de atención, inevitablemente, en las residencias de la tercera edad. El alto índice de mortalidad que se ha generado en estos centros, tanto públicos como privados, a pesar de las medidas adoptadas ad hoc por las autoridades competentes, nos lleva a examinar previamente el régimen obligacional de estos centros de servicios sociales para, en un análisis posterior, conocer el alcance de sus posibles fuentes de responsabilidad.

I.- Medidas de prevención y control de la pandemia en las residencias.

Comenzamos examinando el régimen obligacional de la Orden SND/265/2020, de 19 de marzo, de adopción de medidas relativas a las residencias de personas mayores y centros socio-sanitarios, ante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, que contiene una batería de medidas organizativas y de coordinación, orientadas a reducir el riesgo de contagio y a tratar de la forma más adecuada a los ancianos que sufran esta enfermedad. Entre otras, esta Orden aborda medidas para el diagnóstico, seguimiento y derivación de los enfermos. A estos efectos prevé que, siempre que exista disponibilidad, deberá realizarse la prueba diagnóstica de confirmación a los casos que presenten sintomatología de infección respiratoria aguda, para confirmar posible infección por COVID-19. Para ello, el personal de la residencia deberá ponerse en contacto con el centro de Atención Primaria asignado, que actuará de forma coordinada con el médico de la residencia, si se cuenta con este recurso y, si se cumplen criterios de derivación a un centro sanitario, se activa el procedimiento establecido para tal efecto.

Detengámonos aquí para mencionar dos consideraciones de interés. La primera que si, como ha acontecido en la práctica, no existe la posibilidad de efectuar esas pruebas diagnósticas, los protocolos de aislamiento adoptados por esta Orden podrían ser de dudosa eficacia. La segunda, que la residencia puede disponer o no de un médico interno que se coordine con el centro de salud correspondiente, pero ello dependerá de la legislación que en cada caso contemplen las administraciones autonómicas competentes en materia de asistencia social. En consecuencia, la tenencia de servicio médico interno no es una obligación que dimane de esta Orden.

En todo caso, aunque se disponga de un servicio médico y farmacológico, no se puede confundir ese servicio, ciertamente limitado, con el concepto de residencias “medicalizadas” que venimos oyendo estas últimas semanas. En efecto, se trata de un concepto que parece referirse a residencias que pudieran llegar a contar con idénticos medios materiales y humanos que un centro de salud u hospitalario como tal. La Orden no contempla esta opción con carácter obligatorio entre sus medidas, sino que contempla expresamente la coordinación con el médico interno de la residencia, si lo hubiere y, en su caso, la derivación del residente a un centro sanitario. Sin embargo, faculta a la autoridad sanitaria autonómica para que pueda modificar la prestación de servicios del personal sanitario vinculado con las residencias, con independencia de su titularidad pública o privada, así como del personal vinculado con atención primaria, hospitalaria o especializada extrahospitalaria para, en su caso, adaptarlos a las necesidades de atención en las residencias. Parece un tímido acercamiento a la posibilidad de implementar residencias medicalizadas, pero solo enfocado al personal sanitario y, en todo caso, como una mera facultad de la que puede hacer uso, o no, la autoridad sanitaria autonómica.

Al hilo de lo anterior, la posterior Orden SND/275/2020, de 23 de marzo, por la que se establecen medidas complementarias de carácter organizativo, así como de suministro de información en el ámbito de los centros de servicios sociales de carácter residencial en relación con la gestión de la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19 (modificada después por la Orden SND/322/2020, de 3 de abril), da un paso más allá. Esta Orden, de entrada, comienza por clarificar que su ámbito de aplicación alcanza a las residencias de titularidad pública y privada, determinando que éstas últimas también tienen la consideración de operadores de servicios esenciales. Además, obliga a mantener la actividad de todas las residencias de la geografía nacional, sin que puedan adoptar medidas que conlleven el cierre, reducción o suspensión de actividades o de contratos laborales a causa de la emergencia originada por el COVID-19, con ciertas salvedades.

Lo más destacable de su articulado es que amplía el elenco de facultades de las autoridades sanitarias autonómicas, con la posibilidad de intervenir las residencias. Para esa finalidad, cita un elenco de actuaciones numerus apertus y, entre ellas, destacamos dos: i) la puesta en marcha de nuevos centros residenciales y la modificación de la capacidad u organización de los existentes y ii) modificar el uso de los centros residenciales para su utilización como espacios para uso sanitario, que será especialmente de aplicación en los casos en los que el centro residencial cuente con pacientes confirmados por COVID-19. Es esta Orden la que contempla la posibilidad, tampoco con carácter obligacional, de implementar residencias “medicalizadas”, pero siempre bajo el criterio de la autoridad sanitaria autonómica, en función de la situación epidémica y asistencial de cada residencia o territorio concreto, atendiendo a principios de necesidad y de proporcionalidad para efectuar dicha intervención.

II.- El régimen jurídico aplicable a las residencias de la Comunidad de Madrid: especial referencia a las residencias “medicalizadas”.

Las competencias en materia de asistencia social se han asumido por las Comunidades Autónomas en sus distintos Estatutos de Autonomía, bajo la previsión del art. 148.1, apartado 20, de nuestra Carta Magna, puesto que no estamos ante una competencia exclusiva del Estado. Ello sin olvidar que la Ley 7/1985, de 2 de abril, Reguladora de las Bases del Régimen Local, en su art. 27.3 c) permite también delegar competencias en materia de servicios sociales a las entidades locales.

El régimen competencial es difuso y, además, debemos sumarle la vis atractiva competencial del Estado que trae causa de la declaración del estado de alarma mediante la aprobación del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19. Esto supone que los títulos competenciales autonómicos y locales no quedan directamente alterados por la situación de alarma, pero el ejercicio ordinario de esas competencias queda parcialmente afectado, dado que las medidas del Gobierno durante el estado de alarma pueden alcanzar cualquier materia.

Dada la dispersión y la variedad competencial y legislativa, centraremos este análisis únicamente en las normas aplicables en la Comunidad de Madrid. En este caso, las residencias se regulan en la Ley 11/2002, de 18 de diciembre, de Ordenación de la Actividad de los Centros y Servicios de Acción Social y de Mejora de la Calidad en la Prestación de los Servicios Sociales de la Comunidad de Madrid y, a los efectos que nos ocupan, revierte interés destacar que el ámbito de aplicación alcanza a todos los centros, con independencia de su titularidad pública o privada, así como de su tipo de gestión, pues también se da el caso de modelos mixtos en los que se presta un servicio público pero el gestor de la residencia es privado, ya sea bajo la modalidad del concierto o la concesión de servicios.

Esta ley autonómica, en su art. 17 b) regula las condiciones funcionales mínimas que deben cumplirse en los centros y servicios de acción social, destacando como primordial la atención social y sanitaria adecuadas. Por su parte, la Orden 766/1993, de 10 de junio, de la Consejería de Integración Social, por la que se aprueba el Reglamento de Organización y Funcionamiento de las Residencias de Ancianos que gestiona directamente el Servicio Regional de Bienestar Social, exige que todas las residencias públicas madrileñas, pues en su ámbito de aplicación no incluye expresamente a las privadas, dispongan de una Unidad de Atención Sanitaria y Farmacológica, pero con los límites que se regulan en ese Reglamento. Si atendemos a su art. 22, podemos comprobar que el servicio que se presta en las residencias es complementario a la atención pública o privada que pudiera corresponder al residente. Por tanto, al menos en las residencias públicas de la Comunidad de Madrid debe disponerse de un servicio médico y farmacológico interno, pero no se contempla que, de forma obligatoria, se trate de residencias “medicalizadas”. Sencillamente, porque la atención sanitaria de este Reglamento contempla consultas al servicio médico bajo petición y en función de los horarios establecidos en cada centro, así como un control sobre la evolución y revisiones periódicas, pero también la derivación al centro facultativo correspondiente, por lo que se deduce que el alcance de este servicio es limitado y no puede equipararse, en ningún caso, al de un centro sanitario.

Sin perjuicio de lo anterior, a la vista de la emergencia sanitaria y de las facultades de intervención que el Ministerio de Sanidad ha delegado a las autoridades sanitarias autonómicas, la Comunidad de Madrid ha aprobado la Orden 1/2020, de 27 de marzo, conjunta de la Consejería de Sanidad y de la Consejería de Políticas Sociales, Familias, Igualdad y Natalidad, por la que se dictan instrucciones para la aplicación de la Orden SND/275/2020, de 23 de marzo, de adopción de medidas relativas a las residencias de personas mayores y centros socio-sanitarios, ante la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19.

Ateniendo a esta Orden autonómica, la medida de intervención consistente en modificar el uso de los centros residenciales para su utilización como espacios para uso sanitario, es decir, la implementación de residencias “medicalizadas” se adoptará por la autoridad sanitaria competente, previa propuesta justificada y razonada en relación con su necesidad y viabilidad, formulada por la Dirección General de Atención al Mayor y a la Dependencia o de la Dirección General de Atención a Personas con Discapacidad. Por tanto, tampoco esta Orden contempla esta opción como un marco jurídico obligado, sino que dependerá de su necesidad y viabilidad, dejando la puerta abierta a la discrecionalidad del organismo autonómico competente.

III- Consideraciones finales sobre la situación actual.

Hasta la fecha, a pesar del cruce de reproches de corte político de los que se han hecho eco los medios de comunicación, se desconoce si se ha llegado a adoptar esta medida de intervención en las residencias en la Comunidad de Madrid, pero no parece ser el caso.

Lejos de ello, sí ha trascendido que algunas entidades locales madrileñas, como Alcorcón y Leganés, se han visto en la obligación de recabar el auxilio judicial para obtener un pronunciamiento que supla la inactividad de las autoridades sanitarias autonómicas en las residencias de ancianos ubicadas en ambos términos municipales, como último recurso para proteger el derecho a la protección de la salud de los residentes, reconocido en el art. 43 de la Constitución. Tan es así, que la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Madrid mediante autos de 21 y 27 de abril de 2020 ya ha adoptado medidas cautelarísimas, inaudita parte, ordenando a la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid que dote de manera inmediata a residencias de ancianos del personal sanitario necesario, así como de los medios precisos para desarrollar pruebas diagnósticas y cumplir, precisamente, lo previsto en la Orden SND/265/2020, de 19 de marzo que hemos analizado previamente. 

Para no extendernos en demasía y, dado que la casuística es indudablemente muy amplia, dejaremos para un análisis diferenciado en este blog el régimen de responsabilidad inherente a las residencias de ancianos.

Estado, pandemia y medio ambiente

Hace unos días, la Agencia EFE ) me entrevistó a raíz de la publicación de mi reciente monografía Constitución, ciudadanía y medio ambiente (Dykinson). El objeto de esta tribuna de opinión es compartir algunas de las reflexiones manifestadas al respecto y relación a la pandemia que nos asola

La primera idea fuerza que quiero manifestar es que la pandemia generada por el COVID-19 demuestra que necesitamos otro modo de vida, más conforme con los valores naturales, más protector de lo que nos rodea, de la vida, considero que ese es el valor esencial a cuidad y proteger.

Podemos comprobar, ya ha hay informaciones y estudios que lo están evidenciando, la actual situación de confinamiento en la que estamos la sociedad española, y buena parte de la mundial, se ha traducido en la reducción de la contaminación y en la recuperación de espacios naturales por los animales.  Una de las propuestas a modo de conclusión de mi nuevo libro, que recoge el contenido esencial de mi reciente Tesis Doctoral , consistente en la necesidad de una progresión histórica del Estado de derecho, democrático y social a una cuarta dimensión, que sería el Estado ecologista, considero se ve reforzada por las graves circunstancias que estamos atravesando desde hace ya varias semanas, la crisis mundial provocada por el coronavirus.

En este ya algo largo período, la naturaleza está demostrando que había parcelas que había invadido el ser humano. Al ser confinados en nuestros domicilios, esta ha vuelto a dar un paso y especies de animales que no transitaban por algunas partes de algunas zonas naturales lo están haciendo de nuevo.

A mi juicio, situaciones como el hecho de que la no movilidad de vehículos privados esté haciendo reducir de una manera importantísima los índices de contaminación en las grandes ciudades proyectan síntomas que tienen que convertirse en lecciones a futuro. Nuestros municipios tienen su aire más limpio, es algo paradógico, pero el entorno vital que tenemos es más saludable, menos contaminación, menos ruido.

Considero que el modo de vida que teníamos, que tenemos, es muy agresivo con los valores naturales, y este período de parón del ser humano, que es lo que se está produciendo por razón de una pandemia, la naturaleza (entre comillas) lo está agradeciendo.

No obstante, es obvio que no es deseable que se esté dando esta situación por ser consecuencia de una pandemia,  tendríamos que ser conscientes de esta realidad que acabo de esbozar, como expongo a mis alumnos cuando les explico el medio ambiente en la Constitución, porque, por ejemplo, no es sostenible la vida que llevamos cuando, por ejemplo, una persona que pesa 60 o 70 kilos se transporte con una máquina que pesa 1.200 o 1.500 kilos. Debemos pensar en medios de transporte colectivo, compartidos, andar o ir a los sitios de trabajo u ocio en bici.

En mi opinión, la pandemia no debería quedar en vacío y, aparte de otras lecciones que estamos viendo, sociales, de solidaridad, de imaginación, de investigación y desarrollo acelerados, la gran lección es respetar el entorno, y que a futuro podamos dejar a los que vienen después, como se viene diciendo desde 1987 (informe que elaboró la primera ministra noruega Gro Harlem Brundtland que propuso el concepto de desarrollo sostenible), como mínimo la misma situación ecológica que disfrutamos ahora, pero en ningún caso peor.

Cuando en estas fechas de abril se está hablando por parte de nuestros representantes públicos de hacer un gran acuerdo de reconstrucción social y económica de España, lo que me parece importante que debe tener ese futuro y deseable acuerdo es un contenido muy importante de la preservación de los valores naturales, introducir ese Estado ecologista que propongo, como una cuarta evolución del Estado de derecho, del Estado democrático y del Estado social. Nuestra fórmula constitucional de Estado social y democrático de Derecho se vería sin duda enriquecida y actualizada.

En la última de las treinta conclusiones de mi tesis doctoral, que forma parte de mi reciente libro, abogo, como digo, por un Estado ecologista como una profundización y especial compromiso del Estado social. Literalmente lo expreso así: “Posiblemente, la tercera década del siglo XXI será el momento en que deba surgir el “Estado ecologista”, como una profundización y especial compromiso del Estado social. La estructura estatal, como organización racional del poder político, que empezó siendo un Estado liberal de Derecho, que evolucionó hacia el Estado democrático y, finalmente, pensando en el bienestar material general, llegó a ser un Estado social en el siglo XX, quizá en la tercera década del presente siglo, esa estructura política Estado ha de pensar en el entorno de vida que nos rodea, con carácter transversal y prioritario, y convertirse así, en una cuarta dimensión, en un “Estado ecologista”.

Relacionado con esta propuesta, en mi tesis doctoral recojo un contenido importante de la actual la Constitución de Ecuador, que introduce el concepto de in dubio pro natura, es decir, en caso de duda en el momento de tomar una decisión de Estado, debe prevalecer el respeto a la naturaleza. En mi tesis y en el reciente libro derivada de la misma, planteo que en una futura reforma constitucional de España se inserte este principio general.

Para concluir, y muy relacionado con lo anterior, considero esencial e histórico del papel de la Unión Europea en la defensa del medio ambiente, y lo sigue siendo en el actual mandato de la Comisión Europea con su Pacto Verde Europeo, y valoro también como importante el paso dado en el Gobierno al elevar al rango de vicepresidencia al Ministerio de Transición Ecológica, que esperemos se traduzca en hacer más medioambiental toda la acción pública del Estado y del resto de poderes públicos en nuestro país.

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