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La cuestionable exclusión de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del ámbito del “whistleblowing”

La Ley 2/2023, de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción, por la que se incorpora la Directiva (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, ordena un completo dispositivo de comunicación de informaciones y, en su caso, de protección a los informantes (el conocido whistleblowing).

Este régimen legal está delimitado por dos coordenadas: de un lado, al ámbito material de aplicación, esto es qué acciones u omisiones son susceptibles de ser comunicadas mediante los dispositivos que establece la Ley (sistema interno de información y canal externo de información) o bien pueden ser objeto de revelación pública; y, de otro lado, el ámbito personal de aplicación, esto es qué personas pueden formular la indicada comunicación o revelación pública.

Respecto al ámbito material, la Ley 2/2023 (art. 2) presenta un doble ámbito de aplicación: de un lado, y como no podía ser de otro modo, plasma el ámbito material obligado para incorporar al Derecho español la Directiva 2019/1937, y consistente en un prolijo catálogo de infracciones del Derecho de la Unión Europea en una serie de ámbitos materiales (contratación pública, servicios, productos y mercados financieros, seguridad de los productos y del transporte, protección del medio ambiente, entre otros); y, de otro lado, añade un ámbito adicional, por decisión del legislador estatal, referido a las acciones u omisiones que puedan ser constitutivas de infracción penal o administrativa grave o muy grave infracciones administrativas, con independencia del ámbito o materia de que se trate.

Por su parte, en relación con el ámbito personal, el régimen ordenado en la Ley 2/2023 (art. 3) es aplicable a las personas físicas que, en el contexto de una relación laboral o profesional (o incluso de voluntariado), tanto en el sector público como en el sector privado, informen de las infracciones indicadas. En tal caso, si se confirma la verosimilitud de la información, la persona informante tiene derecho a la confidencialidad de su identidad y la protección ante eventuales represalias. Básicamente, la comunicación de la información excluye la antijuridicidad del incumplimiento de cualquier obligación legal o contractual de confidencialidad o lealtad (con excepciones), en el ejercicio legítimo del derecho fundamental a la libertad de información, unido a la circunstancia de tratarse de informaciones de relevante interés público.

Pues bien, una vez debe delimitado el indicado ámbito de aplicación, la Directiva 2019/1937 (art. 3.3) únicamente añade que «no afectará a la aplicación del Derecho de la Unión o nacional relativo a: la protección de información clasificada; la protección del secreto profesional de los médicos y abogados; el secreto de las deliberaciones judiciales; las normas de enjuiciamiento criminal». Y sobre el carácter tasado de estas exclusiones se expresa en términos inequívocos la propia Directiva en su considerando 27: «Los miembros de otras profesiones que no sean los abogados y los prestadores de asistencia sanitaria han de poder acogerse a protección al amparo de la presente Directiva cuando comunican información protegida por las normas profesionales aplicables, siempre que la comunicación de dicha información sea necesaria a los efectos de revelar una infracción que entre dentro del ámbito de aplicación de la presente Directiva».

Por su parte, la Ley 2/2023 (art. 2.4) establece lo siguiente: «La protección prevista en esta ley no será de aplicación a las informaciones que afecten a la información clasificada. Tampoco afectará a las obligaciones que resultan de la protección del secreto profesional de los profesionales de la medicina y de la abogacía, del deber de confidencialidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ámbito de sus actuaciones, así como del secreto de las deliberaciones judiciales».

Como puede verse, en este apartado se recogen las exclusiones previstas en la Directiva, pero además se añade que «Tampoco afectará a las obligaciones que resultan (…), del deber de confidencialidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el ámbito de sus actuaciones». Debe significarse que el proyecto de Ley se refería a las «Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado». Fue en la tramitación parlamentaria (a partir de una enmienda del Grupo Parlamentario Vasco) que se sustituyó esta expresión por la más amplia de «Fuerzas y Cuerpos de Seguridad», que incluye a las policías autonómicas y locales. Es decir, lejos de restringirse esta exclusión, se amplió en la tramitación parlamentaria.

Es evidente que, si el deber de confidencialidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad afecta a materias clasificadas o al secreto del sumario, en tales casos la exclusión de la aplicación del régimen legal estará cubierta por la propia Directiva. El problema está, por tanto, en la exclusión del deber de confidencialidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad cuando ni afecta a materias clasificadas ni al secreto del sumario. Como ya hizo notar el Consejo de Estado, en su dictamen núm. 1361/2022, esta exclusión va más allá de lo permitido en la Directiva 2019/1937.

Por ello, al tratarse de una exclusión no prevista en la Directiva, debe entenderse que no es aplicable a las infracciones del Derecho de la Unión cubiertas por la Directiva, sino exclusivamente a las infracciones adicionales del Derecho nacional. Es decir, las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad deben poder acogerse al dispositivo legal, al menos, para la comunicación de infracciones del Derecho de la Unión (p. ej., en materia de contratación), en cuyo caso debe recordarse que la Directiva (art. 21, apartados 2 y 7) ordena que no se considerará que las personas que comuniquen información sobre infracciones o que hagan una revelación pública de conformidad con la presente Directiva hayan infringido ninguna restricción de revelación de información, y estas no incurrirán en responsabilidad de ningún tipo en relación con dicha denuncia o revelación pública.

Ahora bien, lo cierto es que la Ley 2/2023 no diferencia los dos ámbitos de aplicación indicados (el obligado por la Directiva y el adicional ordenado por el legislador interno), por lo que cabe pensar que este apartado de la Ley no es conforme con la Directiva 2019/1937, al establecer una exclusión indiferenciada, en bloque, de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad de todo el dispositivo de comunicación de informaciones y de protección de los informantes. Y ello sin perjuicio de que cabe defender que la Directiva es de aplicación directa y prevalece sobre lo dispuesto por la ley interna, es decir, que las personas que forman parte de la Fuerzas y Cuerpos de Seguridad tienen derecho, a pesar de los términos de la Ley 2/2023, a utilizar el dispositivo legal para comunicar las infracciones del Derecho de la Unión Europea.

Pero incluso en el ámbito adicional ordenado por la Ley 2/2023 la exclusión de plano de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad es seriamente cuestionable. Es precisamente en el ámbito de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad donde se producen con mayor frecuencia los casos de empleados públicos sancionados disciplinariamente por hacer revelación pública de irregularidades en el seno de la Administración, reprochándose el incumplimiento del deber de confidencialidad y, en ocasiones, de lealtad a la institución. Además, debe recordarse que, de acuerdo con la Ley de Enjuiciamiento Criminal (art. 262), los empleados públicos que tuvieren noticia de algún delito público están obligados a denunciarlo inmediatamente, por lo que se sitúa a los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad ante una difícil tesitura: están obligados a denunciar, pero si lo hacen, podrán ser sancionados por incumplimiento de los indicados deberes.

Sin embargo, debe señalarse que ya en el Memorando Explicativo de la Recomendación del Consejo de Europa sobre la Protección de los Denunciantes (2014, párrafos 46 y 47) se reconoce que, si bien puede haber razones legítimas para que los Estados partes deseen aplicar un conjunto de restricciones a la información sobre la seguridad nacional, estas restricciones tienen que basarse en el contenido de la propia información y no en las categorías de las personas informantes (tales como oficiales de policía o personal militar, por ejemplo), todo lo cual es contradictorio con la exclusión del deber de confidencialidad de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad.

Más aún, GRECO recomendó a España que se lleve a cabo una revisión completa de los procedimientos vigentes de denuncia de irregularidades en la Policía y la Guardia Civil, con el objetivo principal de reforzar la protección de la verdadera identidad de los denunciantes y de centrarse en el contenido de la información facilitada (Informe de cumplimiento, adoptado por GRECO en su 88ª reunión plenaria, Estrasburgo, 20-22 septiembre 2021).

En definitiva, precisamente por la acusada opacidad del sector de la Seguridad Pública, sujeto a una disciplina jerárquica, es imprescindible que las personas que integran las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad puedan hacer aflorar, desde dentro, los graves incumplimientos legales y casos de corrupción, para lo cual deben poder acogerse al dispositivo de comunicación de las informaciones y de protección ordenado en la Ley. Se trata, sin hipérbole, de una cuestión fundamental para el sistema democrático.

Manifiesto por la mejora institucional: la lucha contra la corrupción

Pese a que la preocupación por la corrupción ya no esté entre los principales problemas de los españoles, según el CIS, lo cierto es que siguen produciéndose actuaciones que ponen de manifiesto que la vieja corrupción clientelar e institucional se sigue produciendo. La definición clásica de corrupción como la utilización de lo público para fines personales, particulares o partidistas está profundamente ligada a la politización del sector público y a mecanismos clientelares muy arraigados en nuestro país, Si bien es cierto que la práctica del soborno para obtener servicios públicos es absolutamente excepcional si existe lo que podríamos denominar corrupción institucional o política, precisamente ligada la idea de que las instituciones o las Administraciones Públicas están al servicio particular de los gobernantes de turno, ya sea en forma de contratos públicos para los cercanos (como ocurrió en el caso de la pandemia), de subvenciones para los afines o de empleos públicos o ventajas regulatorias para la clientela.

El problema es que combatir la corrupción cuando el daño ya se ha producido es mucho más complejo y lento que prevenirla. Por eso, desde la Fundación Hay Derecho insistimos en los mecanismos preventivos para controlar la corrupción, siendo el fundamental y más importante el de la existencia de funcionarios públicos neutrales y profesionales que puedan ejercer con garantía sus funciones de control antes de que se llegue a producir el desvío de lo público para intereses particulares.

Como ya apreciaba la Fundación Hay Derecho en su estudio de 2014 sobre corrupción y controles preventivos y han concluido expertos como el profesor Fernando Jiménez, la corrupción dominante en España se caracteriza por ser una corrupción de tipo político o institucional. Es decir, está relacionada con la gestión del gasto público especialmente en gobiernos locales y autonómicos, aunque también se da en el sector público estatal. La contratación pública aparece frecuentemente como uno de los grandes semilleros de corrupción en nuestro país.

Este tipo de corrupción está muy relacionado con las decisiones de los cargos de designación política del sector público. Sin embargo, hay que referirse también a las Administraciones Públicas. Como se deducía de nuestro informe de 2014, si la corrupción política o institucional aparece con tanta frecuencia es porque los controles preventivos no están funcionando adecuadamente.

Para paliar estas deficiencias, es fundamental que los controladores no dependan de los controlados. Es preciso que todos los funcionarios, pero muy en particular los que ejercen labores de control (especialmente en el ámbito local pero también en el regional y estatal) no dependan del favor político en cuanto a su carrera profesional, de manera que puedan ser nombrados o cesados por circunstancias ajenas a las profesionales, o sufran represalias de cualquier tipo por cumplir con su obligación de velar por los intereses generales frente a decisiones de gestión contrarias a las normas o directamente corruptas en el sentido antes mencionado.

Los informes y actuaciones que realicen al efecto deben de ser transparentes y de acceso público. Es también relevante que no haya cargos políticos o electos en las mesas de contratación de las diferentes Administraciones Públicas o que no puedan interferir en su resultado. En la misma línea, sería interesante que aquellos organismos que desarrollen las mejores prácticas tuvieran incentivos positivos para seguir haciéndolo e inspirar a otros a seguir ese ejemplo, sancionando también a los que sistemáticamente incurran en malas prácticas.

En todo caso, además de los controles preventivos hay que mencionar la importancia de los informantes y denunciantes de corrupción y malas prácticas, muchos de ellos funcionarios y empleados públicos. Recientemente se ha aprobado en trasposición de la Directiva europea (UE) 2019/1937 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, la Ley 2/2023 de 20 de febrero, reguladora de la protección de las personas que informen sobre infracciones normativas y de lucha contra la corrupción en la línea de otras leyes autonómicas anteriores que han creado distintas agencias antifraude territoriales (Valencia, Cataluña, Islas Baleares, Andalucía, Navarra) que llevan ya tiempo luchando por la protección de estas personas.

La ley estatal, no obstante, presenta muchas deficiencias y carencias, en particular en relación con la normativa autonómica. Preocupa, por ejemplo, la creación de una Autoridad Independiente de Protección del Informante como garante de la implementación de la Ley (que es quien ejerce de canal externo a nivel nacional, ostenta la potestad sancionadora, etc.) pero cuyo principal responsable es nombrado por el Ministerio de Justicia sin que en su diseño esté suficientemente garantizada la independencia y la suficiencia de los recursos, esenciales en una entidad de estas características.

En ese sentido, el próximo gobierno deberá elaborar una Estrategia contra la corrupción hasta verano de 2024, como recoge la Ley 2/2023. Esta obligación legal (cuyo mandato va más allá de la protección de los informantes), es una gran oportunidad para establecer mecanismos que puedan permitir en primer lugar prevenir la corrupción y, en segundo lugar, reprimirla y sancionarla en un tiempo razonable.

El manifiesto, así como el informe del Estado de derecho de la Comisión Europea (publicado el pasado 5 de julio), propone también que se mejore la rapidez de la investigación y enjuiciamiento de delitos de corrupción de alto nivel (que actualmente son excesivamente largos). En esa misma línea, el manifiesto incluye la medida de restringir los aforamientos (también recomendado por el GRECO, como recogieron diversos expertos en nuestro blog) para no obstaculizar la acción penal cuando haya indicios de delitos de corrupción por parte de determinados cargos públicos.

La reforma del delito de malversación de caudales públicos y el nuevo delito de enriquecimiento ilícito

El pasado 22 de diciembre de 2022 se publicó en el BOE la Ley Orgánica 14/2022, de 22 de diciembre, de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso.

Tal y como su propio nombre indica, esta Ley Orgánica reforma numerosos aspectos del Código Penal. Sin embargo, en adelante trataremos únicamente la reforma del delito de malversación de caudales públicos y la introducción del nuevo delito de enriquecimiento ilícito (artículos 432 a 438 del Código Penal).

La clave de la presente reforma reside en que el delito de malversación de caudales públicos deja de remitir en su redacción al artículo 252 del Código Penal –al delito de administración desleal, también modificado a través de la presente reforma−, para configurarse ahora en cascada y de forma autónoma según se trate de conductas de apropiación del patrimonio público o de desviación para usos privados o públicos.

Así, en su primer escalón, las penas se mantienen para los casos en los que la autoridad o funcionario público se apropie, o consienta que un tercero lo haga, del patrimonio que tenga a su cargo (2 a 6 años de prisión e inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo de 6 a 10 años).

De la misma forma, se mantienen las penas agravadas para los casos de causación de daño o entorpecimiento graves al servicio público, cuando el valor del perjuicio causado o del patrimonio apropiado supere los 50.000 euros o en el caso de que las cosas malversadas fueran de valor artístico, histórico, cultural o científico, así como si se trate de efectos destinados a aliviar alguna calamidad pública. Las penas son las de prisión de 4 a 8 años e inhabilitación absoluta de 10 a 20 años.

También permanece el tipo superagravado para los casos donde el patrimonio apropiado o el perjuicio causado supere los 250.000 euros. En estos casos se impondrá la pena de prisión en su mitad superior pudiéndose llegar hasta la superior en grado. Es decir, de 6 a 12 años de prisión.

Además, se mantiene el tipo atenuado para los casos en los que el valor del perjuicio causado o del patrimonio público apropiado sea inferior a 4.000 euros. Su pena es de 1 a 2 años de prisión, multa de 3 meses y un día a 12 meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público y del derecho de sufragio pasivo por tiempo de 1 a 5 años.

El segundo de los escalones consistirá en el destino o desvío para usos privados del patrimonio público que la autoridad o cargo público tiene a su administración. En este caso, las penas serán de prisión de 6 meses a 3 años y suspensión de empleo o cargo público de 1 a 4 años si reintegra los efectos al erario público en los 10 días siguientes a la incoación del proceso.

Esta modalidad de malversación se separa de la malversación general que desde 2015 englobaba todos los casos de apropiación indebida o administración desleal del patrimonio público.

El legislador justifica en la Exposición de Motivos este desgaje del desvío para usos privados del patrimonio público aludiendo a la regulación en Derecho comparado de casos similares. La misma diferenciación se contiene en las legislaciones penales de Francia, Italia y Portugal. No así en Alemania donde, aun no diferenciando ambos supuestos, la pena máxima es de 5 años de prisión.

El tercer escalón de la nueva regulación consiste en el desvío para usos públicos del patrimonio público administrado. En esencia, se trata del delito de desviación de fondos a otros intereses públicos recogido en el artículo 397 del Código Penal de 1973 y que desde 1995 resultaba impune.

Consiste en la aplicación a usos públicos distintos de los determinados legalmente del patrimonio público que la autoridad o cargo público tiene a su cargo y se le anuda una pena inferior debido a que el patrimonio público en cuestión se sigue destinando a fines o usos públicos, aunque no sean los que la ley determine. Sus penas son las de prisión de 1 a 4 años e inhabilitación especial de empleo o cargo público de 2 a 6 años siempre que resultare daño o entorpecimiento graves del servicio al que dicho patrimonio estuviere consignado; o únicamente de inhabilitación de 1 a 3 años y multa de 3 a 12 meses si no se produjera dicho perjuicio.

Esta nueva regulación ha sido objeto de diversas críticas. La primera de ellas se refiere a la oportunidad de la reforma. A nadie escapa que esta se ha realizado con el objetivo de rebajar las penas que por la comisión de los delitos de malversación fueron impuestas a los condenados por el Procés. Todas las condenas por este delito se referían a una administración desleal del patrimonio público –sin apropiación del mismo−, por lo que como mínimo sus penas deberán rebajarse hasta las determinadas para el desvío de fondos públicos para usos privados.

No obstante, esta rebaja de penas no solo afectará a los condenados por el Procés, sino que se aplicará a todos y cada uno de los casos donde se perpetró la malversación en su modalidad de administración desleal, esto es, sin ánimo apropiatorio. Ello, tal y como ha recordado la Asociación de Fiscales en un comunicado, conllevará una masiva revisión de condenas.

La segunda de las críticas que contra esta reforma se han vertido se focaliza en el bien jurídico protegido en el delito de malversación de caudales públicos. Al tratarse de un delito contenido dentro del Título XIX –delitos contra la Administración Pública− su bien jurídico protegido es el deber de fidelidad que tiene el funcionario o autoridad para con la Administración a la que sirve, y más concretamente la fidelidad en la administración y preservación del patrimonio público.

Atendiendo a ello, muchos críticos no entienden que se efectúe una diferenciación de penas. Tanto si el cargo público se apropia del patrimonio como si lo utiliza para fines diferentes a los previstos, el daño al patrimonio público es el mismo, por lo que estos entienden que las penas deberían ser iguales.

Frente a ello, el legislador aduce la mayor sensibilidad social frente a las conductas de apropiación dado el ánimo de lucro que conllevan. Sin negar este punto, lo cierto es que el daño al bien jurídico protegido, siempre que no se devuelvan los efectos públicos malversados, es el mismo.

La tercera de las críticas se refiere a que con esta rebaja de penas se estaría favoreciendo la corrupción. La esencia de la misma radica en que a menores penas, más predisposición a la comisión del delito. No nos detendremos en este punto dado que este argumento podría esconder una opción de política criminal más que una existente y comprobada relación causal.

Y finalmente, la última de las críticas se refiere a la inclusión del nuevo delito de enriquecimiento ilícito (artículo 438 bis). Este tipo penal sanciona a quien haya aumentado su patrimonio en 250.000 euros durante el ejercicio de su cargo o en los 5 años siguientes y se negare a justificar su procedencia ante el requerimiento para ello de la Administración correspondiente.

El legislador justifica la inclusión de este nuevo tipo en las recomendaciones que a España se le habían venido haciendo desde las Naciones Unidas y la Unión Europea. No obstante, lo que omite el legislador es que estas recomendaciones hacían siempre referencia a que la redacción del mismo debe de respetar la Constitución Española y los principios fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico (véase el artículo 20 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, también llamada “Convención de Mérida”). Principios fundamentales que, aun haciendo referencia a que se trata de un delito de desobediencia –al exigir la existencia de un requerimiento previo de justificación de dichos ingresos− no se ven respetados. Cabe destacar que ya en 2011 España se negó a incluir este nuevo tipo penal por considerarlo contrario a la presunción de inocencia. Presunción de inocencia que han declarado vulnerada como consecuencia de este delito los tribunales de algunos países como Italia o Portugal a los que el legislador hace reiterada referencia en la Exposición de Motivos de la presente reforma

Cinco lecciones del Qatargate para la regulación del lobby

No se han apagado todavía los ecos del que, probablemente, sea el mayor escándalo de corrupción en el seno de las instituciones esenciales de la UE. Vaya por delante que este caso, del que responsables en estas instituciones aún no saben hasta dónde puede llegar, trasciende con mucho la simple mala praxis del cabildeo o lobby: se están investigando delitos penales graves que podrían ir desde sobornos a blanqueo de dinero, pertenencia a organización criminal, tráfico de influencias e injerencias directas de terceros estados en las políticas públicas de la Unión sin ningún control.

Con todo, y a la espera de mayores avances en el proceso y la investigación, que ya se ha cobrado las primeras dimisiones al margen de los principales procesados, los hechos conocidos ya nos dejan algunos aprendizajes sí directamente relacionados con el ejercicio del lobbying y su necesaria regulación, que en el caso de la UE es mejorable, como reconocen sus más altas instancias, y en el caso de España, que carece a nivel nacional de una ley que lo regule, verdaderamente urgente.

La primera lección es que regular la actividad de lobby, actividad legítima y necesaria, es mejor que no regularla porque conlleva una mejor detección de irregularidades. En el Parlamento Europeo, al menos, ya existía un Registro de Transparencia de grupos de interés, lo que ayuda a tirar del hilo de posibles incumplimientos y, lo que es mucho más importante, atajarlos antes de que deriven en actuaciones tan graves como las que se investigan. La autorregulación del Parlamento Europeo (y también de la Comisión Europea) se ha visto sin embargo insuficiente. El Registro de grupos de interés es nominalmente voluntario pero de facto obligatorio si los grupos de interés quieren realizar determinadas actividades de influencia, como reuniones con responsables políticos o intervenir en la elaboración de políticas públicas, y, si esto se ha incumplido como parece ha sucedido en algún caso, ya era un indicio de que algo no iba bien. Además, hay un canal de denuncias, no anónimo, para denunciar incumplimientos que puedan provocar desigualdad de acceso y trato preferente para determinados grupos de interés, razones fundamentales por las que se desarrolló esta regulación. ¿Habría llegado el Qatargate tan lejos de haberse podido denunciar  de forma anónima en el propio seno del parlamento antes que en la fiscalía? ¿Habrían estado estas prácticas mucho más extendidas en la opacidad de no existir esta regulación previa?

La segunda lección es que definir quiénes son los grupos de interés regulados por lo que hacen y no quiénes son es buena cosa, minimiza riesgos. Pero hay que ser consistente: excluir colectivos que realizan idénticas actividades de influencia, regularlas para unos sí y otros no, como ha sido el caso, exceptuando determinadas asociaciones o agentes es el camino más seguro para que estas excepciones sean utilizadas por quienes prefieren la opacidad y no estar sujetos a ningún código ético en su actividad de influencia.

La tercera lección es que si un grupo de interés puede o quiere influir es porque hay un potencial receptor de dicha influencia al otro lado, hay dos partes siempre en la actividad de lobby y cada parte tiene responsabilidad en esta actividad. El derecho a participar en las políticas públicas es un derecho reconocido a la sociedad civil, tanto en el ordenamiento jurídico de la UE como en España, en nuestra Constitución. Es un derecho del que se benefician también nuestros responsables públicos (que no tienen por qué saber de todo sobre lo que legislan ni de todo con el máximo detalle, como sí conocen quienes son especialistas en la materia). Por tanto, aquí hay dos partes y ambas están sujetas a obligaciones de transparencia y ética. Si se reconocen obligaciones hay que contemplar también la posibilidad de que alguien se las salte, tiene que haber un régimen sancionador equilibrado que aborde los incumplimientos de unos u otros. Si no lo hubiese o no fuese efectivo, además de instaurar la impunidad sería un agravio comparativo grave para quienes hacen las cosas bien, que se verán perjudicados por los escándalos de quienes no lo hayan hecho bien.

De nada serviría todo lo anterior sin un control de los posibles incumplimientos por un órgano independiente con capacidad de sancionar. Las instituciones europeas tienen amplia y exigente normativa sobre transparencia y sobre cómo participan e interactúan con los grupos de interés. De hecho, es la normativa de referencia para los países de la Unión. Ahora bien, ¿cómo se aplica este control? Este ha sido el flanco débil por el que se ha colado el Qatargate. Vaya por delante que los responsables de la Comisión tienen unas obligaciones exigentes y un régimen sancionador acorde. Lo que hemos visto es que en el Parlamento Europeo no tanto. La responsabilidad de controlar el Registro de Transparencia recaía en una secretaría técnica dependiente de la propia presidencia y mesa del Parlamento Europeo (una de cuyas vicepresidentas, ya destituida, sigue en prisión en estos momentos). No sabemos si esta secretaría contaba, además, con medios suficientes para esta labor de control e instrucción de las denuncias que pudiese recibir. Lo que sí sabemos es que en el Qatargate hay implicados grupos de interés que debían haber estado inscritos y no lo estaban. Que ha habido reuniones con responsables públicos no registradas, o sin previa comprobación o a sabiendas de que se reunían con grupos de interés no registrados, como era obligado. La cuarta lección, por tanto, es que no basta con tener la regulación más prolija y exigente del mundo, hace falta un árbitro independiente, dotado de los medios adecuados, para hacerla cumplir.

Hay una quinta lección que tiene que ver con el control de las puertas giratorias. No se trata de impedir la necesaria permeabilidad de capacidades y conocimiento entre el sector público y el sector privado, se trata de evitar que alguien, valiéndose de una posición o atendiendo a intereses de parte, entre en conflicto de intereses, entrando a gestionar lo público para el interés privado o, viceversa, asegurándose una buena posición futura en lo privado valiéndose de una posición pública actual y contaminando así sus decisiones. Los límites pueden ser difusos y hay un consenso internacional en que un periodo de enfriamiento, que no un veto eterno, es necesario. Los tiempos y la extensión de este periodo de enfriamiento por razón del cargo y la materia sobre la que se tiene autoridad es un debate abierto actualmente, no obstante, otro de los aprendizajes del Qatargate es que quizá, a partir de determinadas posiciones, dos años son insuficientes. Las oficinas que conocen, investigan y autorizan estas entradas y salidas velando porque no haya conflicto de intereses tienen una labor harto complicada. Convendría no complicársela aún más y, como mínimo, adscribir también su función a una autoridad administrativa independiente como pueda ser en España el Consejo Nacional de Transparencia y Buen Gobierno, y no a un ministro del propio Ejecutivo que nombra y cesa.

Y en España, ¿estamos preparados?

Desde 2015, a instancias de diferentes directivas europeas, ha habido obligación de avanzar en diferentes normas que nos exigen más transparencia y mejor cumplimiento de la función pública. Por desgracia, la regulación de la transparencia de los grupos de interés no tiene aún la obligatoriedad de transposición que exige una directiva, pero es una política clara que la UE vigila para todos los países en sus informes de Buen Gobierno y Anticorrupción, sea a través de GRECO o de la propia Comisión Europea. Como resultado, tenemos algunas buenas leyes a nivel autonómico pero aún ninguna a nivel nacional que regule la relación de los grupos de interés con la Administración General del Estado, el Gobierno de España o las Cortes Generales (vía reforma de sus reglamentos, necesariamente, en este último caso).

La opacidad hace daño principalmente a la inmensa mayoría de la sociedad civil organizada que participa limpiamente y cuyas aportaciones son imprescindibles para hacer políticas públicas oportunas y útiles. La ausencia de reglas no minimiza los riesgos de malas prácticas, simplemente impide que se detecten, porque oficialmente no existen. Desde APRI, que es la primera asociación nacional de profesionales para la función de lobby y las relaciones institucionales en nuestro país, somos muy conscientes de ello y llevamos más de quince años reivindicando reglas claras, no excluyentes y que garanticen igualdad de acceso con estándares mínimos de ética y transparencia. Hay un anteproyecto de ley del Gobierno que lleva dos años en estudio y no sabemos si finalmente verá la luz como ley en vigor en lo que queda de legislatura, que es más bien poco. No deberíamos esperar a que estalle ningún escándalo para regular. Siempre es mejor prevenir que curar, pero no con cualquier ley, bien lo sabemos, sino con una buena ley.

La Ley Orgánica 14/2022, de reforma del Código Penal, y su afectación a la malversación

A fecha de 23 de diciembre de 2022 en el Boletín Oficial del Estado se publicó la Ley Orgánica 14/2022, de reforma de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Se trata de un cambio de calado en nuestro Derecho Penal, en tanto que se modifican una pluralidad de figuras (delitos contra la integridad moral, contra el patrimonio y el orden socioeconómico, de falsedad, contra la Administración Pública) y se suprimen otras (delitos contra el orden público, sedición).

Sin duda, uno de los aspectos claves es el que afecta a la regulación de la malversación de caudales públicos, prevista en el capítulo VII del Título XIX. Tuve ocasión de analizar en profundidad la temática presente en un artículo del blog jurídico Lex et Societas, por lo que aquí ofreceré una versión sucinta.

Se trata de una absoluta ruptura con el régimen de la LO 1/2015: como afirma la exposición de motivos de la LO 14/2022, se trata de un retorno al modelo previo a 2015, acabando con la hasta ahora vigente distinción entre la administración desleal y/o apropiación indebida del patrimonio público.

Hay una serie de elementos comunes que permanecen invariados. Por un lado, el bien jurídico protegido (la legítima expectativa del ciudadano en que los efectos que integran el haber de las distintas Administraciones Públicas serán objeto de utilización para la normal ordenación de sus fines); por otro, la condición de autoridad o funcionario público para ser considerado autor en la malversación propia (ex. arts. 432-434 CP, sin perjuicio de que pueda intervenir en la malversación como partícipe, inductor o cooperador necesario un extraño, que se equiparan a la autoría a efectos de determinación de la pena).

Asimismo, y a falta de ulterior jurisprudencia consolidada de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, se entiende de aplicación la doctrina de que “el autor goce de facultad decisoria pública o una detentación material de los caudales públicos o efectos, ya sea de derecho o de hecho, con tal, en el primer caso, de que, en aplicación de sus facultades, tenga el funcionario una efectiva disponibilidad material.” (STS núm. 769/2022 de 15 septiembre).

Tampoco se modifican los artículos 433 bis CP (relativo a la autoridad o funcionario público que cometiere falseamiento de cuentas o de información contable /económica en la entidad pública de la que dependiere) o el artículo 435 CP (sobre la malversación impropia).

En cuanto a los cambios, ahora se pasa a distinguir entre:

  • Una malversación apropiatoria (apropiación de fondos por parte del autor o que éste consienta su apropiación por terceras personas (artículo 432 CP)). La punición, respecto de la antigua apropiación indebida de fondos públicos, permanece constante en el tipo básico (2-6 años de prisión y 6-10 años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo) así como en el tipo agravado (4 a 8 años de prisión y 10 a 20 años de inhabilitación absoluta en ambas regulaciones).

Igualmente, se incorpora una circunstancia agravante en el apartado segundo, cuando las cosas malversadas tuvieran un valor artístico, histórico, cultural o científico; o bienes destinados a aliviar alguna calamidad pública. El apartado tercero del artículo 432 CP, es el antiguo artículo 433 CP reproducido íntegramente.

En la sobrecualificación, del apartado segundo, si el valor de lo apropiado o del perjuicio es superior a 250.000 (pena en mitad superior, incluso superior en grado).

El apartado tercero del artículo 432 CP, es el antiguo artículo 433 CP.

  • Una malversación de uso (el uso temporal de bienes públicos sin animus rem sibi habendi y con su posterior reintegro (artículo 432 bis CP)) que puede asociarse con el antiguo apartado primero del 432 CP. Se trata de uno de los aspectos troncales de la reforma. En este caso se disminuye ostensiblemente la pena: se pasa de un mínimo de dos a seis años de prisión y 6-10 años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo a un máximo de prisión de tres años y esta vez suspensión de empleo o cargo público, si reintegra los efectos en el plazo de los 10 días siguientes a la incoación del proceso. De no ser reintegrados, se aplican las penas del 432 CP.

 En este particular, considero que hubiera sido deseable en aras de reprimir con más dureza la corrupción de la autoridad o funcionario público que el plazo de diez días comenzase a computar a partir de la fecha de comisión del delito (teniendo además presente que ya podría rebajarse la pena conforme al 434 CP).

  • Una malversación presupuestaria (un desvío presupuestario o gastos de difícil justificación (artículo 433 CP). Este delito no deja de ser una variante de la antigua malversación de uso, que no lleva aparejado el ingreso en prisión del autor si no ha existido daño o entorpecimiento grave al servicio al que están destinados los efectos públicos.

Se introduce, de modo quizá reiterativo, un nuevo artículo 433 ter CP al objeto de definir lo que debe entenderse por patrimonio público (todo el conjunto de bienes y derechos, de contenido económico-patrimonial, pertenecientes a las Administraciones públicas). Y es reiterativo porque nuestra jurisprudencia y el artículo 3.1 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas, definen perfectamente qué debe entenderse por patrimonio público: “el conjunto de sus bienes y derechos, cualquiera que sea su naturaleza y el título de su adquisición o aquel en virtud del cual les hayan sido atribuidos.”

También se modifica ligeramente el texto, pero con una significación mayor, en el artículo 434 CP. Se exige ahora como requisito temporal para la rebaja de la pena en uno o dos grados que la colaboración del autor de malversación se dé antes de la celebración del acto del juicio oral.

Igualmente la LO 14/2022 establece, sin ser imprescindible, una Disposición Transitoria Segunda en cuanto a la revisión de sentencias firmes en ciertos casos. Tengamos en cuenta que esta disposición no evitará que todos aquellos que fueron condenados en base al antiguo artículo 432.1 CP (entonces administración desleal del patrimonio público) se vean beneficiados de las rebajas de pena que ofrecen los vigentes artículos 432 bis y 433 CP. Primero, porque así lo exige la interpretación consolidada del artículo 9.3 CE que ha efectuado el Tribunal Constitucional en beneficio del reo. Segundo, porque el artículo 2.2 del Código Penal lo impone.

 

Enchufismo en la Administración Local y reacción legal

Puede leerse en estos días en un diario de alcance nacional el siguiente titular: «Arcos de la Frontera, el Ayuntamiento de los enchufes: cuñados, tíos, hijos y colegas de partido contratados a dedo» (El País, 7/10/2022). Y en el interior de la noticia se informa que, según el escrito de calificación realizado por la Fiscalía de Jerez de la Frontera y remitido al Juzgado de Instrucción Número 2 de Arcos el pasado 20 de junio de 2022, el entonces Alcalde de Arcos (Cádiz) y 11 ediles realizaron entre 2011 y 2014 hasta 150 “supuestos” contratos laborales ilegales a 24 personas cercanas, «concediendo un empleo público a quienes ellos estimaban conveniente, en algunos casos, por exclusivos vínculos familiares o por pertenencia a su mismo partido». El Fiscal califica los hechos de delito de prevaricación continuada, solicitando para el ya exalcalde (y retirado de la política) una pena de 12 años de inhabilitación.

De confirmarse esta apreciación del Ministerio Fiscal, estaríamos ante el enésimo caso, no ya de irregularidades en procedimientos selectivos (que en mayor o menor grado y hasta cierto punto entran dentro de las lógicas patologías de casi todas las Administraciones), sino de enchufismo grosero y masivo acaecido específicamente en el empleo público local.

Por citar algunos otros casos recientes.

La Sección Octava de la Audiencia Provincial de Cádiz, con sede en Jerez de la Frontera, mediante sentencia de 2 de diciembre de 2020, condenó a ocho años y medio de inhabilitación a la exalcaldesa de Alcalá del Valle (Cádiz) y a un exconcejal por un delito de prevaricación tras realizar “numerosos” contratos temporales “ilegales” entre los meses de marzo y septiembre del año 2015.

La misma Sección Octava Audiencia Provincial de Cádiz condenó, mediante sentencia número 30/2022, de 31 de enero, al exalcalde de Puerto Serrano (Cádiz) a siete años de inhabilitación por un delito de prevaricación en relación a las irregularidades cometidas en “numerosos” contratos laborales celebrados con un trabajador (los hechos son anteriores a 2013). Se declara probado en la sentencia que el entonces Alcalde de Puerto Serrano “ha venido celebrando numerosos contratos laborales eventuales” con dicho trabajador “con conocimiento de la ausencia absoluta de procedimiento de selección y sin respetar los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad, como así se le puso de manifiesto en numerosísimas ocasiones en los correspondientes informes de reparo por los distintos secretarios interventores del Ayuntamiento”. La sentencia parte de un acuerdo de conformidad, en la medida en que el condenado hacía años que estaba retirado de la política. Pero se da la circunstancia que el trabajador beneficiado por la contratación ilegal obtuvo la condición de indefinido al estar trabajando de manera continuada por un periodo superior al máximo permitido a los contratos temporales.

La Audiencia Provincial de Málaga condenó el pasado mes de agosto de 2022 a la exalcaldesa de Manilva (Málaga) por realizar durante el periodo que estuvo en la alcaldía (2007-2013) hasta 749 contrataciones a dedo y sin procedimiento legal alguno para cubrir puestos del Ayuntamiento (el caso fue incluso tratado en el programa TV Salvados). La Audiencia Provincial considera que la exregidora es culpable de un delito continuado de prevaricación por el que se le impone una pena de nueve años de inhabilitación. Debe recordarse que la condenada se encuentra alejada de la política desde 2013.

Pero tal vez el caso más emblemático fue el de la Diputación de Ourense: en 2014 al que fuera Presidente de la Diputación de Orense fue condenado a nueve años de inhabilitación por el enchufe nada menos que de 104 empleados. En la sentencia núm. 273/2014, de 16 de julio, del juzgado de lo penal núm. 1 de Ourense se declara probado que se omitió, entre otros requisitos, la convocatoria pública, procediéndose mediante 8 decretos a la contratación directa de 104 personas. La sentencia llega a declarar que «a la vista de la documentación que consta en las actuaciones, a las declaraciones realizadas por los testigos en el acto del juicio oral, parece que la diputación era una empresa privada, que se contrataba a quien parecía oportuno al acusado» (FJ 4). Lo cierto es que para entonces el expresidente condenado había abandonado la política activa, de tal modo que la sentencia no tuvo efecto práctico alguno.

Los ejemplos podrían seguir ad nauseam (quizá nunca mejor dicho). Pero creo que son suficientes para trazar una pauta clara: el cargo público local contrata laboralmente a personas sin seguir procedimiento alguno ni cumplir del modo más elemental o precario los principios constitucionales de igualdad, capacidad y mérito. Y, al cabo de los años, cuando se encuentra ya alejado de la política y, por tanto, sin posibilidad real de volver al cargo público del que se sirvió para cometer los hechos delictivos, es condenado por un delito de prevaricación administrativa a una pena de inhabilitación, la cual no le afecta lo más mínimo (salvo, en su caso, a su honra personal), y por ello en ocasiones se llega a un acuerdo de conformidad. Al mismo tiempo, de los contratos ilegales nada se acuerda ni se ejecuta. Más aún, como nos consta, los beneficiarios de la contratación ilegal pueden obtener la consolidación de su empleo en virtud de los criterios del Derecho Laboral.

De hecho, cabe preguntarse ¿De qué sirve que la Ley 27/2013 impusiera en la Ley Básica de Régimen Local límites cuantitativos al nombramiento de personal eventual (ratificados parcialmente por la STC 54/2017), si los alcaldes y demás electos locales pueden utilizar sin límite alguno la ordinaria contratación laboral, que, además, y a diferencia de los nombramientos de personal eventual, permite el “aplantillamiento” del personal?

Si se quiere afrontar de una vez estas groseras prácticas que tanto dañan a la imagen del empleo público local (y, por ende, a la propia democracia local), entiendo que es necesario y urgente una seria revisión del tratamiento penal de estas conductas. Un replanteamiento que tipifique de modo específico la conducta consistente en el nombramiento o contratación con manifiesto o grosero incumplimiento de los principios constitucionales de igualdad, capacidad y mérito. Y que, además, atienda dos aspectos.

De un lado, en la medida en que el potencial riesgo de (tardía) condena de inhabilitación por prevaricación está ya asumido y descontado, no parece que cumpla función alguna de prevención general. Por ello, es preciso que a la inhabilitación se añada una pena de otro tipo, incluida la privativa de libertad. El reclutamiento arbitrario de empleados públicos no es una cuestión menor, pues afecta a la confianza misma de la sociedad en las instituciones públicas.

De otro lado, no basta con depurar las responsabilidades personales, sino que debe restablecerse el orden legal groseramente conculcado, para lo cual el juez penal debe anular en la propia sentencia los nombramientos o contrataciones declarados ilegales, lo que, como es obvio, exige que se dé a las personas afectadas la correspondiente audiencia en el proceso penal y ello aun cuando la anulación únicamente tenga, en su caso, efectos ex nunc, en respeto a una presunción de confianza legítima.

Todas las conductas de corrupción son reprochables. Pero, mientras que, por ejemplo, una práctica corrupta en los procedimientos de adjudicación de contratos a empresas no deja de situarse en la esfera externa, la corrupción en el reclutamiento del personal penetra en el corazón mismo de la institución. O, más exactamente (puesto que las instituciones carecen de corazón): en sus ojos, cerebro y manos.

El indulto prometido

Abrimos el curso electoral –creo que ya podemos usar esa expresión, dado que siempre hay unas elecciones a la vuelta de la esquina-, con el debate sobre el probable indulto a José Antonio Griñán, ex Presidente del PSOE de la Junta de Andalucía. No supone una sorpresa, dado que los gobiernos de todo signo suelen ser más sensibles a las solicitudes de indultos de políticos o ex políticos -o a funcionarios que les han servido fielmente- que al de los ciudadanos de a pie. Se trata de lo que algunos juristas denominan “autoindultos”. Ya sucedió con los políticos presos a consecuencia del juicio del Procés, si bien las razones entonces esgrimidas fueron muy diferentes y apelaron a la necesidad de restaurar la convivencia en Cataluña y a tender puentes y mirar hacia el futuro tras los graves sucesos de otoño de 2017. Aquellos indultos, en todo caso, fueron profundamente divisivos, en el sentido de que una parte muy importante de la sociedad española y de los partidos políticos estaban radicalmente en contra; por otra parte a nadie se le escapa el papel que jugaba la necesidad de los apoyos independentistas para la estabilidad del gobierno de coalición. Probablemente con otra aritmética parlamentaria estos indultos no se habrían concedido. En este caso, por el contrario, si juzgamos por algunos artículos de opinión y por las numerosas declaraciones en defensa de este indulto parece que hay un consenso mucho mayor, al menos entre la clase política y los medios de comunicación, incluidos políticos y periodistas no precisamente cercanos al PSOE.

Los argumentos son muy variados pero hay uno que destaca sobre todos los demás: el señor Griñán es una buena persona, se afirma con rotundidad, como si eso fuera incompatible con la comisión del tipo de delitos por los que se le ha condenado por sentencia firme. Recordemos que el Tribunal Supremo ha ratificado las condenas impuestas por la Audiencia Provincial de Sevilla a los expresidentes andaluces Manuel Chaves y José Antonio Griñán, al primero por un delito de prevaricación (dictar una resolución injusta a sabiendas) y al segundo por un delito de prevaricación y malversación de caudales públicos, ambos delitos contra la Administración Pública, dado que en nuestro Código Penal no existe como tal un delito de corrupción. Además hay otras muchas personas condenadas a penas de prisión entre ellos varios ex altos cargos de la Administración andaluza (ex consejeros, ex directores generales, etc) como parece inevitable cuando lo que se juzga es la existencia de una trama de corrupción institucional cuya finalidad era la desviación de ayudas procedentes del Fondo Social Europeo para otro tipo de fines. Esto es algo que, sencillamente, nadie puede hacer por su cuenta y sin la colaboración de otras personas.

En todo caso, es importante entender que sin la connivencia activa o pasiva de los máximos responsables de la Junta de Andalucía no es posible organizar un sistema que vacíe de contenido los controles preventivos existentes en las Administraciones Públicas precisamente para prevenir precisamente este tipo de delitos (controles como los que realizan los interventores o los letrados de la Junta, por ejemplo).  El hecho tan subrayado por nuestros políticos -en este y en otros casos similares- de que el ex Presidente no se ha haya llevado ni un euro público a su bolsillo si algo pone de relieve, precisamente, es la gravedad del asunto. Recordemos también que este mismo argumento fue utilizado por políticos del PP como Esperanza Aguirre que tuvo nada menos que a sus dos vicepresidentes encarcelados por tramas de corrupción desarrolladas mientras fue Presidenta de la Comunidad Autónoma de Madrid.

Efectivamente, en todos estos supuestos -puede citarse también la corrupción institucional valenciana durante la etapa del PP de Camps y Barberá- no se trata de unas pocas manzanas podridas, por usar la expresión del ex Presidente Rajoy en relación con la trama Gürtel, sino que es todo el cesto el que está podrido. En ese sentido, no es casualidad de que en este supuesto se haya hablado por las defensas de los acusados de “actuaciones aisladas” del fallecido ex Director General de Trabajo de la Junta de Andalucía. Todo lo contrario, lo que sucedió –si atendemos a los hechos probados y al demoledor informe de la Fiscalía del Tribunal Supremo- es que se organizó un sistema institucionalmente corrupto que permitía la desviación de los fondos públicos para fines diferentes de los previstos por la norma (en este caso, ayudas para la formación de los parados) lo que llevó a un descontrol generalizado del dinero público, lo que, de paso, permitió que acabase en los bolsillos de unos cuantos aprovechados, algunos de los cuales se jactaron de tener billetes para asar una vaca. Billetes de los contribuyentes.

En suma, la gravedad reside en la propia existencia de una trama institucional que corrompió y pervirtió el funcionamiento ordinario de de unos cuantos órganos administrativos, y las conductas de los empleados públicos y altos cargos involucrados. Por no mencionar los ataques a otras instituciones, como el Poder Judicial cuando se abrieron las investigaciones, con especial mención a la heroica instrucción de la juez Alaya, torpedeada desde el gobierno de la Junta y los medios afines. Nada que no hayamos visto, por otra parte, en la investigación de la trama Gürtel en tiempos del gobierno del PP. Y es que no es fácil investigar una trama de corrupción que afecta al partido del gobierno en el poder o incluso directamente a alguno de los gobernantes en activo. Dicho eso, no cabe duda de que tanto en uno como en otro caso el Poder Judicial cumplió con su función de última barrera del Estado de Derecho lo que es muy de agradecer.

En suma, y por expresarlo en los términos de la Audiencia Provincial de Sevilla, lo que ocurrió es que la cúpula del PSOE andaluz urdió un sistema fraudulento para repartir sin control alguno  a través de la Agencia IDEA unos 680 millones de euros a empresas en crisis para garantizar la “paz social” en el periodo de 2000 a 2009. Que esto se considere poco grave o poco relevante no ya desde el punto de vista político (si bien es cierto que se asumieron en su momento las responsabilidades políticas con las consiguientes dimisiones) sino desde el punto de vista penal pone de relieve la escasa cultura política que existe todavía en España con respecto a la importancia del Estado de Derecho y del buen funcionamiento institucional. Porque es indudable que en este momento si se propone y se apoya este indulto es porque se entiende que el coste electoral es irrelevante para el gobierno y para los partidos que lo apoyen, probablemente con razón. Tampoco pienso que la oposición salvo excepciones vaya a ser especialmente beligerante con una vía de escape que, con un poco de mala suerte, puede resultarle de utilidad.

Por este motivo, las argumentaciones y declaraciones leídas y escuchadas estos días a favor de este indulto resultan tan demoledoras desde el punto de vista de nuestro Estado democrático de Derecho. Si se considera que el delito de malversación pública sólo se puede cometer cuando desvías el dinero público a tu cuenta corriente, o que el máximo responsable de una Administración pública no puede incurrir en este tipo de conductas por mucho que florezcan las tramas institucionales de corrupción bajo su mandato tendríamos que modificar nuestro Código Penal en ese sentido. Por ahora, no es así.

Dicho lo anterior, el indulto parece difícilmente justificable en base a lo que establece la vetusta ley del indulto de 1870 –que son las únicas que permiten al Gobierno acordarlo, aunque es obvio que el precedente del indulto a los presos del procés por el delito de malversación de fondos públicos por razones de oportunidad política no ayuda- sino por obvias razones de respeto a la separación de poderes y hasta de ejemplaridad pública. ¿Qué mensaje se lanza a la ciudadanía cuando lo que se disculpa en un ex Presidente autonómico no se tolera en un ciudadano de a pie, en un funcionario o empleado público anónimo o incluso en el yerno de un rey. La impresión es que los políticos, al final, tienen garantizada la impunidad hagan lo que hagan, qué están por encima de la Ley y que forman parte de una casta diferente.  Con este material se fabrican los populismos.

Reconozco que para escribir estas reflexiones he tenido la gran ventaja de no conocer personalmente al ex Presidente de la Junta de Andalucía. Esto me permite realizar un análisis en en abstracto, que creo que es el que ha faltado en estos días, sobre lo que un indulto de estas características puede suponer desde el punto de vista institucionales. Porque las buenas personas también pueden cometer errores y hasta delitos muy graves, sobre todo cuando ocupan cargos de máxima responsabilidad y entienden que después de todo el fin justifica los medios. Porque si alguien podía no sólo haber evitado sino también haber desmontado esta trama corrupta era precisamente el ex Presidente de la Junta. Es más, eso era lo que prometió al jurar su cargo.

 

El artículo publicado en El Mundo

La larga mano del gobierno en Indra

Uno de los elementos característicos de nuestro tradicional clientelismo político es la falta de  dirección pública profesional en nuestro sector público. En la Fundación Hay Derecho hemos estudiado este fenómeno, que supone que cada vez que hay un cambio de Gobierno -o incluso de Ministro dentro del mismo Gobierno- cambian los directivos de las empresas públicas de nuestro país, ya se trate de Renfe, Correos, ADIF o INECO, por citar algunas de las más conocidas. No es un problema menor, dado que conlleva falta de profesionalidad (recordemos que el actual Presidente de Correos Juan Manuel Serrano Quintana, era con anterioridad jefe de gabinete de Pedro Sánchez en el PSOE, y por supuesto carecía de experiencia previa de gestión no ya en el sector sino en general) e inevitablemente,  falta de capacidad de estrategia y planificación, falta de criterio a la hora de elegir al equipo –se suele atender más a criterios de cercanía y afinidad que a criterios profesionales– y, en suma, una excesiva dependencia de directrices políticas. A esto cabe añadirle una excesiva rotación que dificulta o hace imposible mantener el rumbo estratégico de una empresa pública lo que provoca constantes bandazos, curvas de aprendizaje u ocurrencias puras y duras. Todo lo contrario de lo que necesita cualquier empresa, pública o privada.

Esta situación está tan interiorizada por nuestros políticos y nuestros medios de comunicación –yo he oído equiparar a un presidente de empresa pública con un secretario de Estado, sin ir más lejos, a la hora de defender que se trata de nombramientos políticos y que el gobierno puede nombrar a quien le parezca, faltaría más- que ya no sorprende algo que debería de producir un hondo rechazo a la opinión pública. Las empresas públicas no pueden ser juguetes en manos de los políticos de turno; entre ellas hay empresas de infraestructura de gran tamaño, que manejan ingentes presupuestos o/y que emplean a miles de trabajadores. El que sistemáticamente sean dirigidas por gestores poco profesionales, sin ninguna experiencia previa en el sector, sin la formación necesaria, sin capacidad de gestión y sin más aval que la proximidad al partido político de turno supone, en el mejor de los casos, que se mantenga a duras penas lo que hay o, en el peor,  que se empeore sustancialmente.

Este fenómeno, por supuesto, se produce con Gobiernos de uno y otro signo, dado que al final tanto el PP como el PSOE consideran este tipo de puestos como botín a repartir, máxime cuando se trata de los puestos mejor pagados del sector público, con sueldos muy por encima del que tiene el Presidente del Gobierno o sus ministros; el sueldo del Presidente de Correos es de unos 200.000 euros, por ejemplo. De ahí también que los nombres de los agraciados se repitan siempre cuando llega al poder el partido al que son afines, lo que provoca el fenómeno de que las mismas personas salten con desenvoltura de una empresa pública a otra, con independencia del sector. Es el caso, por ejemplo, de Marc Murtra, actual Presidente de Indra y persona cercana al PSC, que ha ocupado diversos puestos políticos y también ha sido directivo de entidades públicas durante el Gobierno de Rodríguez-Zapatero. ¿Directivos de amplio espectro o más bien políticos metidos a gestores?

Bien, dirán ustedes, pero eso, siendo muy lamentable, pasará sólo en las empresas públicas que son aquellas en las que el Estado (o las CCAA o los Ayuntamientos) tienen la mayoría del capital, es decir, más del 50% de las acciones. Pues la respuesta es que no. Pasa también en empresas privadas en las que el Estado tiene una participación, sobre todo si es significativa o si el accionariado está muy disperso. Existen, efectivamente, una serie de empresas en las que la participación del Estado (a través de SEPI, la Sociedad estatal de participaciones industriales) es minoritaria, pero relevante. Son nueve empresas, entre ellas Red Eléctrica (participación del 20%), Hispasat (7,41%) Enresa (20%)o Indra (18,41%). Son empresas teóricamente privadas, pero llama la atención que, en todas ellas, el Gobierno utiliza la misma lógica: designar al máximo responsable con criterios de afinidad o proximidad política aunque coticen en Bolsa, como es el caso de Indra, con los consiguientes riesgos para los accionistas. De hecho, este tipo de decisiones políticas no suelen ser bien recibidas en Bolsa, como ocurrió con el propio nombramiento de Murtra, si bien al final se nombró presidente no ejecutivo precisamente por la inquietud desatada por su designación. Otro caso similar ha sido el de Red Eléctrica, presidida en la actualidad por la ex Ministra de Vivienda con el PSOE  y registradora de profesión, Beatriz Corredor.

El último episodio por ahora, siguiendo con esta misma lógica político-clientelar, ha sido  la destitución de cinco de los ocho consejeros independientes de Indra que se oponían al interés del Gobierno de controlar el Consejo en una maniobra que parece más propia de pasillos o de despachos del partido que de empresas cotizadas. Efectivamente, resulta que varios accionistas –algunos próximos al Gobierno, Amber Capital, dirigido por Joseph Oughourlian que es también el máximo accionista de Prisa y Sapa Placencia, dirigido por Jokin Aperribay, presidente de la Real Sociedad- se han puesto de acuerdo entre bambalinas para tomar el control de la sociedad y, de paso, quitarse de encima  a  consejeros independientes molestos. Mientras esperamos que la CNMV tome cartas en el asunto conviene no olvidar que de aquellos polvos vienen estos lodos. O empezamos a tomarnos en serio la dirección pública profesional en el sector público y exigimos que cese el reparto del botín partidista en los máximos puestos directivos  o terminaremos convirtiendo empresas privadas estratégicas que cotizan en Bolsa instrumentos al servicio del Gobierno de turno. Por el camino se quedarán inevitablemente los buenos directivos, los consejeros independientes y probablemente los resultados. Normal que a la Bolsa no le gusten este tipo de aventuras: son impropias de economías avanzadas y  no auguran nunca nada bueno.

El caso Oltra o la bancarrota moral de la política española

Este artículo es una reproducción de una tribuna en El Mundo.

El denominado “Caso Oltra” (por el nombre de Mónica Oltra, vicepresidenta del Gobierno de coalición valenciano) es un ejemplo más de lo que Daniel Gascón ha llamado, muy acertadamente, la bancarrota ética de la política española. No deja de ser curioso que sea de nuevo en Valencia donde se produzca un caso tan llamativo; después de años y años de corrupción institucional del PP (no siempre, recordemos, confirmada judicialmente como en el famoso caso de los trajes de Francisco Camps, que resultó finalmente absuelto) la izquierda llegó a la Generalitat valenciana prometiendo hacer de la ética y la regeneración institucional uno de los pilares de su gestión.

De hecho, es en Valencia donde se alinearon los astros para la creación de una Agencia antifraude que es modélica en España, dirigida por un antiguo denunciante de corrupción, Joan Llinares, que fue avalada por todo el arco parlamentario regional salvo el PP que votó en contra por obvias razones. Pero eso fue hace varios años y desde entonces la polarización de la vida pública española ha ido “in crescendo”.  Como es sabido, esta polarización aboca a nuestros partidos a un imposible doble rasero: las mismas conductas que se denuncian y se persiguen sin cuartel en el adversario político se toleran o se ocultan cuando las realizan los compañeros de partido o coalición, ante la estupefacción cuando no el escándalo de la mayoría de los ciudadanos. En definitiva, en España los que tienen que dimitir y asumir responsabilidades políticas son siempre los demás.

Repasemos los hechos aunque sea brevemente. Hace unos días el Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana imputó a Mónica Oltra -en realidad, lo correcto sería decir que decidió concederle la condición de investigada- por, supuestamente, encubrir el caso de abusos a una menor tutelada por parte de su exmarido, que resultó condenado judicialmente. Lo más relevante es que Oltra es la Consejera de Políticas Inclusivas de la que dependen los centros de menores y, por supuesto, es aforada. Es evidente que una imputación no equivale a una condena y que el principio de presunción de inocencia se mantiene en este como en todos los supuestos que afectan a cualquier español sea político o no. Sin embargo, debemos de recordar por enésima vez que la inexistencia actual o futura de responsabilidades penales no prejuzga la existencia actual o futura de responsabilidades políticas. El decidido empeño de la mayoría de nuestros políticos de equiparar responsabilidad política a responsabilidad judicial penal es propio de repúblicas bananeras.  Equivale a decir que mientras un juez no condene por sentencia penal firme a un político, no hay nada de qué rendir cuentas a la ciudadanía.

De ahí también la interesante tendencia (de nuevo Valencia es pionera) a desagraviar a políticos que se han sentado en un banquillo y han sido absueltos, en ocasiones por falta de pruebas (recordemos que hay que demostrar la culpabilidad) o sencillamente porque los delitos han prescrito. Escuchamos también argumentos tan peregrinos como que el hecho de que los subordinados directos de un alto cargo hayan estado encarcelados por corrupción si el jefe o jefa no se ha llevado un euro público a su bolsillo no tiene nada que explicar, aunque haya dejado las instituciones como un erial. Hay que decir alto y claro que estos estándares no se corresponden con los propios de una democracia avanzada. No hablo ya de los países nórdicos, hablo de Portugal o incluso de Italia. Y desde luego no se corresponden con los establecidos por la propia Mónica Oltra y los que exigía a otros representantes políticos cuando estaba en la oposición, como se han ocupado de recordar numerosos comentaristas a lo largo de estos días.

Para que no falte de nada en este triste asunto, es cierto que las denuncias del supuesto encubrimiento han partido del abogado y líder del partido de extrema derecha España 2000, José Luis Roberto, que presentó una denuncia por presunto delito de abandono y omisión del deber de guardia y custodia contra varias funcionarias de la Consejería de Oltra por la instrucción de un expediente informativo que desacreditaba la versión de la menor, y no la consideraba creíble. A pocos se les ha escapado que aquí no se aplicó el famoso “Hermana yo sí te creo” de la Ministra de Igualdad, tan generosa con su confianza con otras supuestas víctimas de violencia de género o abusos sexuales, incluso con la evidencia judicial en contra. Para completar el panorama también la Asociación Gobierna-Te, presidida por la ex dirigente de Vox Cristina Seguí, presentó una querella contra Oltra y otros ocho funcionarios de la Consejería por delitos similares  incluidos  el encubrimiento, la obstrucción a la justicia, prevaricación y malversación de fondos públicos.

Por tanto, es indudable que la extrema derecha está detrás de estas denuncias y querellas. Pero esto no las hace ni menos ni más creíbles: el que los hechos denunciados sean o no ciertos es lo que precisamente se tiene que dilucidar ahora en la fase de instrucción ante los órganos judiciales competentes. En ese sentido, el auto del TSJ de Valencia -ante el que Oltra está aforada- y el informe de la fiscalía son muy contundentes: hubo movimientos internos orquestado por varios funcionarios para intentar desacreditar a la víctima. Ahora se trata de saber si fueron espontáneos o por encargo. Lo que está claro es que la beneficiaria directa de esta forma de actuar sólo podía ser Oltra, como los trajes de Camps sólo se los podía poner él. Lo que parece evidente -en un asunto que trae ecos del accidente del metro de Valencia por la forma de proceder de los funcionarios- es que nadie pensó en la víctima.

Tampoco hay que olvidar que la interposición de querellas y denuncias por partidos u organizaciones afines a los partidos convierte este tipo de actuaciones judiciales en armas políticas muy poderosas. Es más, me atrevería a decir que esa es su auténtica finalidad, por delante del buen funcionamiento de las instituciones o de los derechos de los afectados. Pero, una vez que la Fiscal del caso y el propio Tribunal Superior de Justicia entienden que procede investigar a Oltra, no tiene mucho recorrido hablar de persecución política, salvo que pensemos que todos los fiscales que investigan delitos de políticos de izquierdas son fascistas y que todos los componentes de los órganos judiciales que los imputan, también. Claro que entonces para ser justos deberíamos entender que todos los fiscales y jueces que investigan delitos de políticos de derechas son comunistas. Este tipo de argumentos sólo son aptos para los muy sectarios.

Dicho esto, es preocupante la intensa judicialización de la vida política española por dos razones: porque demuestra, una vez más, que las instituciones no funcionan correctamente, dado que lo esperable sería que pudieran prevenir y en último término detectar y denunciar las conductas inadecuadas, ilegales o delictivas de sus empleados o altos cargos por los cauces legalmente establecidos. Esa es la razón de ser de la existencia de funcionarios inamovibles o empleados públicos que prácticamente lo son también. Si estos profesionales no son capaces de cumplir adecuadamente con sus funciones debido a la intensa politización de las instituciones, ya sea por cobardía, agradecimiento, ganas de no meterse en líos, por influencia política, falta de profesionalidad etc, etc cabe preguntarse para qué tienen un estatuto tan privilegiado. La segunda razón es que los partidos políticos que se apresuran a poner denuncias o querellas de forma fundada o infundada van a elegir sólo los casos que puedan instrumentalizar por su repercusión mediática y política. Pero lo peor es que trasladan a la ciudadanía la impresión no ya que la política es un nido de presuntos delincuentes sino, lo que es peor, de que los jueces al tomar las decisiones correspondientes respecto a esas querellas, denuncias y demandas están haciendo, inevitablemente, participando en el juego político.

Cuando acabo este artículo Oltra acaba de dimitir, como hicieron antes que ella Francisco Camps, Rita Barberá y tantos otros, por citar sólo a personajes de la política valenciana. Sin duda,  ha hecho lo correcto porque su situación era insostenible. Por razones políticas, por razones de operatividad (no es conveniente mantener un cargo público cuando se es objeto de una investigación judicial que se puede entorpecer desde dicho cargo) y, sobre todo, por razones éticas. Estas últimas son las mismas que ella invocó en otros tiempos.  Pero toda esta historia deja un regusto amargo ¿Se han regenerado las instituciones valencianas desde la muy justificada derrota del PP? ¿Ha demostrado Compromís y sus dirigentes unos estándares éticos superiores a los de quienes les precedieron en el ejercicio del poder? Juzguen por sí mismos.

Comisionistas y Conseguidores

Este artículo es una reproducción de la tribuna publicada en El Mundo, disponible aquí.

A raíz del escándalo por la compra de mascarillas por el Ayuntamiento de Madrid a través de su empresa de servicios funerarios a presuntos conseguidores (para algunos más bien estafadores) procedentes de lo que antes se llamaba “jet set”, podemos hacernos algunas preguntas muy básicas sobre el funcionamiento de nuestras instituciones en general y de la contratación pública en particular. Porque, a juzgar por las noticias en prensa, parece más que probable que surjan otros escándalos parecidos que afecten a otras Administraciones y a otros partidos políticos..

Lo primero que hay que recordar es  al principio de la pandemia hubo que contratar a toda velocidad, y con escasos controles, todo lo que se considera imprescindible para combatir la pandemia, desde respiradores hasta mascarillas, pasando por EPIS o test COVID. De hecho, que un político fuera capaz de conseguir material sanitario era una prueba de buena gestión y de preocupación por la salud de la ciudadanía: nadie preguntaba entonces mucho por su procedencia o por su precio. Por otra parte, dado que la gestión de la pandemia estuvo muy politizada desde el principio a nadie puede extrañar que los esfuerzos de los responsables políticos estuvieran más encaminados a competir entre sí, que a cooperar y prestarse ayuda, con contadas excepciones. En fin, por decirlo de forma suave, no era el clima más adecuado para la prudencia y no digamos ya para la rendición de cuentas; probablemente ni siquiera en este momento sea posible. La extrema polarización de nuestra vida política nos va a pasar factura, en muchos casos literalmente.

Lo segundo que conviene subrayar es que, sobre todo al inicio de la pandemia, había una gran escasez de material sanitario disponible por los cauces comerciales habituales. Como sucede en los casos en que hay mucha demanda y poca oferta de bienes de primera necesidad se trata de un terreno abonado para la especulación, el acaparamiento y hasta el mercado negro. Puede que sea una consecuencia inevitable del sistema capitalista pero no lo es menos que en situaciones de crisis sanitaria mundial con miles de fallecidos es preciso introducir controles y reglas de juego más equitativas sin poner en riesgo el abastecimiento.

Cuando se utiliza dinero público lo razonable, además, es extremar la prudencia para evitar caer en manos de aprovechados. En circunstancias normales las normas que rigen la contratación pública de bienes y servicios están, entre otras cosas, para evitar este tipo de conductas. De hecho, en la regulación ordinaria de contratación pública no hay espacio -al menos formal- para la figura del comisionista por la sencilla razón de que los principios de la contratación pública llevan a su exclusión: recordemos que su objetivo es conseguir la mayor concurrencia posible, la igualdad de acceso entre todos los licitadores, la publicidad y la transparencia. La finalidad no es otro que conseguir la mejor relación calidad/precio para el sector público.

No solo eso, en el ámbito público un comisionista puede incurrir fácilmente en algún tipo delictivo, precisamente porque se entiende que lo que ofrece no puede ser otra cosa que el acceso privilegiado a algún funcionario, alto cargo o empleado público para conseguir la compra de bienes o servicios de su comitente. Si esto es a cambio de un intercambio de favores presente o futuro podemos hablar de un cohecho o de tráfico de influencias. Dicho de otra forma, una Administración pública no puede favorecer a ningún licitador sobre otro por el hecho de que haya contratado a alguien que ofrezca un acceso privilegiado y exclusivo a alguien con capacidad de decisión en la adjudicación de un contrato y menos si ha habido algún tipo de contraprestación. Sentado lo cual, hay que señalar que esta es precisamente una de las formas en que funciona el clientelismo endémico que padecemos en España ligado a la contratación pública. Por eso, los ex-políticos o los familiares de políticos en activo (o de empleados públicos que tienen capacidad para decidir sobre adjudicaciones) no suelen tener problema para encontrar trabajo en empresas reguladas o que contratan con el sector público.

Es por ello que hay que introducir una importante diferencia entre un comisionista y un conseguidor porque no son lo mismo, aunque los segundos pretendan, interesadamente, hacerse pasar por los primeros. No es igual la contratación privada que la contratación pública. En el ámbito privado podemos entender, sin acudir a la RAE, que un comisionista es un profesional que vende servicios o bienes de otra persona física o jurídica a cambio de una comisión y esto no sólo es perfectamente legal, sino que es una profesión tan digna como cualquier otra. En nuestro ordenamiento jurídico la comisión mercantil está regulada en el Código de Comercio. Se supone, además, que el comisionista ofrece el valor añadido de conocer bien el mercado y los clientes a los que ha de vender los bienes y servicios de su comitente y ese valor -que suele suponer un trabajo y una experiencia previas- se traduce cuando se produce la venta en una comisión que las partes pactan libremente, aunque suele existir, según los mercados, algún tipo de porcentaje de referencia.

Pero otra cosa muy distinta es el ámbito de la contratación pública, que es el ámbito en que se mueven las compras de bienes y servicios que hacen las Administraciones Públicas donde, como hemos visto, rigen una serie de principios y de reglas muy estrictas, al menos sobre el papel. Como hemos dicho, no hay hueco para un comisionista y si alguien paga comisiones por conseguir contratos de las Administraciones Públicas podemos sospechar que algo no se está haciendo correctamente.

No obstante, parece evidente que estas reglas, entre otras cosas por la extremada burocracia y duración de los procedimientos de compras públicas, no pueden aplicarse en momentos de emergencia. Consciente de esta situación, el propio legislador ha previsto en la normativa de contratación pública la existencia de unas reglas excepcionales para la contratación de emergencia que, básicamente, suponen la no aplicación de los requisitos ordinarios -incluso la de contar con crédito previo suficiente o la necesidad de formalizar siempre el contrato por escrito- siempre, claro está, que se de el presupuesto de hecho previsto en el art. 120 de la Ley de contratos del sector público: que la Administración tenga que actuar de manera inmediata a causa de acontecimientos catastróficos, de situaciones que supongan grave peligro o de necesidades que afecten a la defensa nacional.

Sin duda, estas circunstancias se daban durante la pandemia y, por tanto, la aplicación de la normativa de emergencia es legalmente correcta. Esto se traduce en que cada Administración ha contratado “a dedo” sin ningún tipo de garantías a quien le haya parecido mejor. Recordemos que en esta contratación de emergencia no hay ni publicidad ni concurrencia. No es de extrañar, por tanto, que haya sido un terreno abonado para alguien bien relacionado, un amigo, un familiar, un compañero de partido. Y es ahí donde aparece en todo su esplendor la figura del “comisionista del sector público” o conseguidor. Hubo mucha gente -que, por cierto, no había realizado servicios de intermediación de material sanitario en su vida- que vio la oportunidad de vender con importantes sobrecostes un material sanitario (fiable o no fiable) que se necesitaba desesperadamente. Era tan relevante conseguir acceso al político o al alto cargo de turno como a la empresa suministradora del material, si no más: porque, a pesar de la escasez reinante, al parecer no faltaron ofertas: en ese sentido, el alcalde de Madrid declaró que habían tenido que habilitar un email de coordinación porque tenían casi mil correos al respecto en relación y no podían no ya verificarlos, sino ni siquiera atenderlos a todos. Al final atendieron y se fiaron de quien tenía los contactos adecuados.

La cultura del enchufe y del clientelismo está tan arraigada en España que probablemente nadie piensa o que alguien bien relacionado pueda ser, en el mejor de los casos, un aprovechado o, en el peor, un estafador. Y esta debilidad estructural de nuestras instituciones ha salido a la luz de una forma descarnada en mitad de una pandemia.