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La mejor manera de impulsar la educación para la ciudadanía en políticos y periodistas

La propuesta de introducir en el currículum educativo de la enseñanza secundaria una asignatura específica dedicada a fomentar los valores comunes de los ciudadanos (“Educación para la ciudadanía”) ha sido formulada de manera reiterada en los últimos años, aunque con escaso éxito. Fernando Savater, quizás su principal valedor, la considera “fundamental” para fomentar la aceptación de que “hay opiniones diferentes y diversas” pero que, debajo de ello, hay un “fondo común que hay que respetar”(aquí).

Sin duda alguna, el Estado democrático de Derecho es un claro ejemplo de ese “fondo común” a respetar. Jean Françoise Rével se quejaba de lo difícil que resultaba hacer comprender a la gente que la democracia es el régimen en el que no hay una causa justa (puesto que cada uno considera así la suya) sino solo métodos justos. Esos métodos constituyen el fondo común.

Tener ese fondo en alta estima sería muy importante. Nos facilitaría escapar de la tentación de sacrificarlo en aras a nuestro propio interés a corto plazo, a modo del dilema del prisionero. Es decir, desde un punto de vista egoísta, nos interesa que los demás respeten siempre los métodos comunes, pero también eludirlos nosotros cuando puntualmente podemos obtener una ventaja con ello. Por eso, si hemos sido educados para valorarlos, no solo podremos identificarlos mejor, sino que, además, comprenderemos también mejor que esas actitudes oportunistas, cuando inevitablemente terminan por generalizarse, ponen en peligro la convivencia en perjuicio de todos.

A la vista de la actualidad política y mediática en España, que pienso que no hace falta describir, cabría preguntarse si las cosa habrían mejorado algo en el caso de que nuestros líderes políticos y directores de periódicos hubieran cursado dicha asignatura, pues últimamente se escribe mucho sobre la conveniencia de moderar el lenguaje y ser riguroso en los conceptos. La verdad es que cabe dudarlo, porque es difícil pensar que personas que se dedican profesionalmente a la cosa pública puedan ser unos completos ignorantes funcionales en esa materia. De hecho, personas muy formadas, cuando no ilustres profesores de Derecho Constitucional, son capaces de tergiversaciones y de contorsiones intelectuales absolutamente asombrosas con el fin de hacer avanzar unos milímetros la propia causa. Resulta difícil pensar que es debido a que hicieron pellas en educación para la ciudadanía.

Pero, quizás, podríamos pensar que no es tan importante que la hubieran cursado políticos y periodistas, al fin y al cabo contaminados por el poder, como el resto de los ciudadanos, capacitándoles así para no votar a los partidos ni comprar los periódicos que desprecien el fondo común. Pero de nuevo cabe dudarlo, a veces por los mismos motivos, pero especialmente porque todas las opciones políticas y periodísticas disponibles hoy en España incurren en parecidos vicios, y las que pretendieron escapar alguna vez de ellos (el famoso regeneracionismo de los nuevos partidos) incurrieron en algunos todavía peores.

Es difícil que una humilde asignatura pueda revalorizar de manera efectiva el aprecio por el fondo común, cuanto absolutamente todas las tendencias socioculturales presionan en un sentido contrario. La educación, tanto la buena como la mala, es casi siempre indirecta, al menos cuando se refiere a las cosas humanas. Y esa asignatura va a contracorriente de ciertos postulados omnipresentes que hemos heredado de la Modernidad y que pueden resumirse en la idea capital del pesimismo antropológico (visión del ser humano caracterizada por su egoísmo elemental). Pesimismo que, para unos, se resuelve en permitir a los ciudadanos seguir su propio interés sin trabas, con la esperanza de que de allí saldrá algo bueno y, para otros, en sujetarles a normas sin trabas para reconducirle en un sentido positivo, o muchas veces en una mezcla de las dos cosas. En cualquier caso, la conclusión es que el ciudadano siempre es un menor de edad, un animal irracional incapaz de motivarse por otra cosa que no sea el palo y/o la zanahoria.

Esa idea capital es la que explica el comportamiento de nuestros políticos y periodistas, algunas veces incluso bienintencionado. No es que los políticos y periodistas sean unos ignorantes funcionales (también de eso hay, claro) sino que quieren gobernarnos y dirigirnos en nuestro propio interés porque ellos sí nos consideran unos ignorantes funcionales. No por desprecio, claro, sino porque estamos ocupados en nuestros asuntos, sacando adelante el país con nuestro trabajo especializado, y no tenemos tiempo ni interés para otra cosa. Alguien nos debe gobernar, reconducir, apelando a nuestros sentimientos más bajos y elementales, que es la forma adecuada de movilizar a los grandes números. De esta manera el insulto, la exageración, la hipérbole, están plenamente justificados, y por mucho que protestemos van a seguir entre nosotros.

Esto explica también que la verdad tenga siempre en política una importancia muy relativa, al menos totalmente subordinada al progreso de la causa particular. No se busca hablar al ciudadano como un adulto e informarle con rigor, sino reconducirlo en un sentido adecuado, aunque sea forzando la realidad de los hechos, no se vaya a desviar y votar al partido equivocado. Por eso el político está totalmente legitimado para actuar en contra del espíritu e incluso de la letra de la ley, y el periodista cliente para justificarlo, porque lo hacen en beneficio de la causa justa. Pero, claro, cuando lo hace el contrario es un fascista, un golpista, un bolivariano o un filoterrorista.

En cualquier caso, conviene no confundir el lado emocional con el intelectual del asunto. No se trata de una pura representación teatral, porque la mayoría de los políticos y periodistas están verdaderamente indignados y escandalizados con los abusos del contrario, de tal manera que ven los propios como reacciones plenamente justificadas, cuya importancia es necesario minimizar en comparación. De esta manera, la indignación conduce a la mentira. Pero tampoco nos debemos llamar ingenuamente al engaño. Esto ha ocurrido siempre en política. Desde los orígenes de la democracia en Atenas, pero especialmente en la democracia moderna en casi cualquier lugar del mundo. Por supuesto ha pasado antes en nuestro país, casi con la misma virulencia.

¿Qué cabe hacer entonces al respecto, con el fin de contrarrestar este tipo de situaciones que amenazan llevarse a lo común por delante? Por supuesto que estoy totalmente a favor de implantar esa asignatura de educación para la ciudadanía, y hasta convertirla en master necesario para acceder a un cargo político o a la dirección de un periódico, pero mientras tanto se me ocurre un remedio mejor a corto plazo: reducir institucionalmente los motivos y las oportunidades de fricción que afectan a ese fondo común. Tapar los huecos institucionales que fomentan las luchas oportunistas entre facciones para controlar lo que debería ser de todos. No podemos olvidar que esta enorme crisis ha venido motivada por las luchas partitocráticas para dominar nuestras instituciones de control, especialmente el Poder Judicial. Si hubiésemos seguido hace tiempo los insistentes requerimientos de las autoridades europeas para reformar el Poder Judicial con el fin de apartarlo de las luchas partidistas, siguiendo las adoptadas unánimemente por nuestros vecinos (con la excepción de Polonia) nos hubiéramos ahorrado esta crisis. Nos hubiéramos ahorrado también las acusaciones de golpismo y de fascismo y este ambiente absolutamente irrespirable en el que vivimos. Hasta el caso catalán se hubiera gestionado mucho mejor y con menos acritud. Y lo mismo cabe decir del Tribunal Constitucional. Si unos y otros hubieran nombrado a personas de reconocida solvencia sin vinculaciones expresas con los partidos políticos, incluso de su propia línea ideológica, pero independientes de los aparatos, y no a esbirros al servicio del señorito de turno, esta crisis se hubiera desactivado casi sola. En definitiva, si carecemos del civismo necesario para respetar lo común, al menos limitemos al mínimo nuestras luchas tribales dejando al margen a las instituciones de control.

Por supuesto, las reformas institucionales no van a eliminar la hipérbole ni la mentira de la política. Para eso se necesita acabar con muchos de los prejuicios que nos ha legado la Modernidad, especialmente con el citado del pesimismo antropológico, y eso no se hace fácilmente, ni con asignaturas ni sin ellas. Pero, si hacemos las reformas oportunas, al menos seríamos capaces de bajar un poco la temperatura ambiente, tan importante en estos tiempos de ahorro energético, quizás lo suficiente para que lo común no salte por los aires.

Así que a los indignados y ofendidos de uno y otro bando les propongo dejar de denunciar emocionalmente los abusos ajenos y justificar intelectualmente las propias reacciones, y a cambio clamar por solucionar los problemas institucionales que nos han conducido hasta aquí. Seguro que las cosas mejorarían bastante.

La extrema derecha que viene y el Estado democrático de Derecho

Aunque en España todavía cueste verlo, el verdadero debate ideológico que se libra hoy en las sociedades avanzadas no es entre derecha e izquierda, sino entre liberalismo e iliberalismo. Es decir, hoy no se plantea un debate ideológico digno de ese nombre entre conservadores y liberales, por un lado, y socialistas y comunistas, por otro. El verdadero debate se suscita entre los que siguen confiando en la democracia liberal, resultante del pacto entre democratacristianos y socialdemócratas tras la Segunda Guerra Mundial, y los que piensan que el actual sistema político-económico es incapaz de atender de manera satisfactoria los problemas de la actualidad.

Para comprenderlo adecuadamente, nada mejor que fijarnos en la cosmovisión ideológica de la extrema derecha europea, aun reconociendo que no es absolutamente homogénea. Pero lo que sí parece claro es que todas sus manifestaciones nacionales comparten rasgos comunes que permiten esbozar un cierto tipo ideal, en el sentido weberiano del término.

El primero de ellos es la percepción de un declive social y económico que parece imparable, acompañado de una sensación de pérdida de identidad cultural -motivada principalmente por la inmigración y de manera secundaria por la liberalización de las formas familiares y de relación personal y de ocio- y también de soberanía nacional -reflejada en la relajación de fronteras, en la estructura de las relaciones internacionales y en un capitalismo globalizado capaz de desbancar un gobierno en menos tiempo de lo que dura una lechuga fuera del frigorífico.

El principal responsable de todo ello sería la tercera fase de desarrollo capitalista en la que ahora nos encontramos, de carácter globalizado y oligárquico, que ha dado lugar a una nueva casta dominante, una élite político-económica movida solo por el lucro y el propio interés. Una élite que utiliza la inmigración para bajar los salarios de la clase trabajadora y que deslocaliza fuera del país cuando su beneficio particular se lo aconseja, aprovechándose de un capitalismo financiero globalizado que no hace más que exacerbar las desigualdades dentro de las naciones y erosionar los vínculos comunitarios.

No podemos desconocer el componente anticapitalista de esta nueva derecha, más o menos radical según los casos. Desde luego muy radical en el pensamiento de Alain de Benoist, quizás el principal referente ideológico del movimiento. De forma muy aguda, Benoist critica la inconsistencia de los que se denominan liberal-conservadores. Desde su punto de vista liberalismo y conservadurismo son dos conceptos antitéticos, desde el momento en que el liberalismo, por su propia inercia, es un movimiento laminador de valores normalmente reverenciados por el conservadurismo, como las singularidades locales, los cuerpos intermedios (laborales, profesionales y familiares), las referencias éticas, las identidades nacionales, la solidaridad comunitaria, las peculiaridades culturales, en definitiva, todo lo que no sea la libérrima voluntad del individuo garantizada por el poder del Estado. La misma crítica de incoherencia la formula para la nueva izquierda, a la que acusa de haber tragado con los postulados del liberalismo, desde el momento en que una cultura de izquierdas (woke) es incomprensible sin una economía de derechas (de mercado), y a la inversa, tal como apuntó ya hace tiempo Jean-Claude Michéa, un izquierdista clásico.

Estamos tocando ya el punto clave del pensamiento iliberal: la crítica del liberalismo como un todo indistinguible en sus distintas vertientes, económica, política, social, cultural y jurídico-institucional. Unas son consecuencia necesaria de las otras en recíproca dependencia. Un todo, además, que precisamente por esa interdependencia, no es susceptible ni de modificación ni de reforma, solo de rechazo.  Pues bien, dado el contenido típico de nuestro blog, me interesa examinar de manera particular la visión que la extrema derecha tiene del Estado de Derecho. Es decir, si el Estado de Derecho neutral, producto estrella del liberalismo tal como ha sido diseñado en los textos constitucionales modernos (dejemos ahora aparte el análisis de su funcionamiento real operado por nuestra clase política), debería pasar o no a mejor vida.

Pues bien, como se pueden imaginar, el diagnóstico no es muy positivo. En varios capítulos dedicados al tema en su libro “Contre le libéralisme” (2019), Benoist afirma que el Estado de Derecho es incapaz de resolver las crisis actuales precisamente por su propia estructura neutral desprovista de valores, que no reconoce más legitimidad que la legalidad. En su opinión, esta concepción positivista-legalista de la legitimidad invita a respetar las instituciones por ellas mismas, como si constituyeran un fin por sí mismo, sin que la voluntad popular pueda presionar para modificarlas y controlar su funcionamiento. La práctica institucional, en realidad, debería ajustarse a esa voluntad popular, sin que tal cosa quede garantizada por un mero control jurisdiccional de simple sujeción a la ley. Desde este punto de vista, hasta la propia Constitución tiene un valor relativo, subordinado a un poder constituyente (correspondiente al pueblo) que siempre subsiste y que tiene un valor superior a las reglas constitucionales. En conclusión, considera al Estado de Derecho neutral como una mera emanación del mercado y al servicio del mercado, asumiendo casi punto por punto la crítica marxista del Estado liberal como superestructura al servicio del modo de producción capitalista.

Comprobamos así la enorme sintonía ideológica, al menos en lo sustancial, de la extrema derecha con la extrema izquierda y el nacionalismo, pero particularmente con el nacionalismo autodenominado de izquierdas (singularidad española), con el que comparte su visión antiliberal, moderada o radicalmente anticapitalista, particularista y localista desde el punto de vista cultural, y minusvaloradora del Estado de Derecho. Otra cosa es que la concreta selección del binomio amigo-enemigo (esencia de lo político según la opinión de Carl Schmitt y plenamente asumida por todos los iliberales) no sea coincidente, como es obvio, lo que explica su recíproca confrontación. Pero eso no impide que compartan su naturaleza, como la compartirían dos Estados casi idénticos en lucha entre sí, precisamente porque esa lucha ayuda a apuntalar su identidad política.

No podemos olvidar tampoco que la extrema derecha moderna no se declara autoritaria, sino absolutamente democrática. Desde su punto de vista, mucho más democrática que la alternativa liberal. Reivindican sin complejos la etiqueta de democracia iliberal (véase Viktor Orbán) haciendo suya la terminología acuñada por Fareed Zakaria en los años noventa. Una democracia que atienda verdaderamente a los intereses del pueblo, que articule y de vida a una auténtica unidad política soberana definida territorialmente, emancipada de las oligarquías globalizadas, que tenga genuina capacidad de decisión y ejecución, sin los frenos jurídico formales interpuestos por esas élites neoliberales en su propio interés.

Si descendemos ahora a la realidad política española observaremos que estamos todavía en un momento de transición hacia un escenario que en Europa está ya bastante consolidado. VOX inició su itinerario político como una mera escisión del PP, centrado en fortalecer la visión conservadora frente a la liberal, pero dispuesto todavía a mantener la mezcla. Sin embargo, ha ido deslizándose paulatinamente hacia el enfoque antiliberal dominante en el ámbito europeo, lo que no deja de tener sentido electoral. La primera opción le deja al albur de las expectativas del PP y del voto útil. La segunda le permite acceder incluso al caladero de la izquierda, tal como hizo el Frente Nacional en Francia. La tendencia a la diferenciación le va a presionar todavía más en esta última dirección.

Pero lo más relevante es la postura de los partidos hasta hace poco llamados constitucionalistas, particularmente el PP y el PSOE, frente al reto del iliberalismo. Y aquí la decepción es mayúscula. No solo no han servido de freno y contrapeso a esta propuesta iliberal, combatiéndola política e ideológicamente, sino que han buscado aprovecharse de ella en su propio beneficio de manera irresponsable, especialmente en su vertiente institucional. La deriva en este punto del actual Gobierno presidido por el Sr. Sánchez es particularmente chocante, como hemos venido analizando puntualmente en este blog (el último ejemplo es proponer a un ex ministro y a una ex alto cargo del PSOE como magistrados del Tribunal Constitucional, seguramente para ayudar a ajustar la práctica institucional a la voluntad popular, como dice Benoist). El enorme riesgo que puede derivarse de esta situación, al margen de un deterioro imparable para el Estado de Derecho, es que el panorama español conserve artificialmente la contraposición derecha-izquierda, pero ambas contaminadas de iliberalismo, escamoteando así el verdadero debate que están ya afrontando en la actualidad todas las sociedades avanzadas.

Y es que, tenemos que recordarlo una vez más, Alan de Benoist y sus correligionarios de derecha e izquierda están profundamente equivocados. El Estado democrático de Derecho es una arquitectura institucional en la que no solo tiene cabida la familia liberal estricto sensu, sino muchas otras, desde la conservadora a la socialista, pasando por democristianos y republicanos. No solo busca frenar el abuso de poder, tanto público como privado, lo que no es poca cosa, sino además crear un verdadero sistema de responsabilidad compartida, en las que las decisiones se adopten democráticamente tras un debate digno de ese nombre, previa obtención de toda la información necesaria, y luego se ejecuten a través de mecanismos neutrales que, precisamente gracias a esa neutralidad e independencia, sean capaces de trasladar a la realidad el verdadero espíritu de la ley democrática.

Si no estamos en condiciones de ni siquiera de comprender esta realidad, habremos perdido sin luchar la primera y más decisiva batalla contra el iliberalismo.

El nombramiento de la Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos y su Adjunto. Por la total independencia de la agencia.

(Un adelanto menos desarrollado de estas reflexiones se ha publicado en El Mundo, 24 de enero de 2022)

Hace unas semanas el Gobierno y el principal partido de la oposición anunciaron como un gran éxito el acuerdo por el que se hacían públicos los nombres de las personas que iban a ocupar los cargos vacantes en diversas instituciones, entre ellas la Presidencia, y su Adjunto, en la Agencia Española de Protección de Datos.

En lo que a la Agencia se refiere el anuncio fue un grave e incomprensible error que sólo puede explicarse desde el desconocimiento de lo que la Agencia representa y del procedimiento para la designación de sus cargos. Que no ha beneficiado a nadie, ni a la institución, ni a las personas entonces designadas ni a los candidatos que posteriormente han presentado su candidatura. Que puede poner en entredicho la independencia de la Agencia, y con ello el propio derecho fundamental a la protección de datos, y que ha merecido incluso la atención de algunas instituciones de la Unión Europea.

En más de una ocasión he señalado que al ser la protección de datos un derecho fundamental es imprescindible fijar los principios que configuran su contenido esencial, de modo que la violación de alguno de ellos implicaría la violación misma del derecho. Hoy esos principios están recogidos en el art. 5º del Reglamento General de Protección de Datos (RGPD). Pero a ellos debe añadirse, en mi opinión, el que he denominado principio de control independiente[1], que se traduce en que para considerar plenamente garantizado el derecho a la protección de datos es imprescindible contar con una autoridad dotada de total independencia que tutele de modo efectivo tal derecho. Hace más de 20 años el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 290/2000, de 30 de noviembre, afirmó ya que la existencia de la Agencia de Protección de Datos “garantiza el ejercicio por los ciudadanos del derecho fundamental a la protección de datos”.

El artículo 8 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea establece en su apartado 3º que el respeto de las normas que reconocen el derecho fundamental a la protección de datos “quedará sujeto al control de una autoridad independiente”. Es inútil buscar en la Carta otra referencia a alguna autoridad independiente garante de un derecho fundamental, porque no la hay. La existencia, obligatoria, de esa autoridad y la independencia como nota esencial de su naturaleza ponen de manifiesto la importancia que la Carta da al pleno respeto a la protección de datos, elemento clave de la dignidad de la persona y del libre desarrollo de su personalidad. Mucho tuvo que ver el recordado Stefano Rodotà en la redacción del artículo 8, incluido su apartado 3º. Pues él, y con él tantos otros, era y somos conscientes de que la garantía de la independencia de tales autoridades es capital para entender plenamente garantizada la protección de datos.

El Tribunal de Justicia de la Unión Europea lo ha puesto de manifiesto siempre que ha tenido oportunidad.  Lo hizo en particular para analizar si se producía o no un atentado a la independencia de las autoridades nacionales de control en las Sentencias de 9 de marzo de 2010, Comisión/Alemania, asunto C-518/07, de 16 de octubre de 2012, Comisión/Austria, asunto C-614/10 y de 8 de abril de 2014, Comisión/Hungría, caso C-288/12. En las tres el Tribunal condenó a los Estados miembros denunciados y resaltó categóricamente que la existencia de autoridades dotadas de total independencia constituye “un elemento esencial” del respeto a la protección de datos. También lo ha advertido en su Sentencia de 6 de octubre de 2015, Asunto C-362/14, Schrems, que es muy clara en su apartado 41: “La garantía de independencia de las autoridades nacionales de control pretende asegurar un control eficaz y fiable del respeto de la normativa en materia de protección de las personas físicas frente al tratamiento de datos personales y debe interpretarse a la luz de dicho objetivo. Esa garantía se ha establecido para reforzar la protección de las personas y de los organismos afectados por las decisiones de dichas autoridades. La creación en los Estados miembros de autoridades de control independientes constituye, pues, un elemento esencial de la protección de las personas frente al tratamiento de datos personales, como señala el considerando 62 de la Directiva 95/46”. Y en esta misma línea se mueve, ya con posterioridad a la entrada en vigor del Reglamento General de Protección de Datos, la STJUE de 16 de julio de 2020. Asunto C-311/18. Schrems II.

También el Protocolo Adicional al Convenio 108 del Consejo de Europa, relativo a las autoridades de Supervisión y a las Transferencias internacionales de datos, de 8 de noviembre de 2001, señala en su preámbulo que “las autoridades de supervisión, ejerciendo sus funciones con completa independencia, son elemento de la efectiva protección de los derechos de las personas en relación con el tratamiento de datos personales”. En esta línea, el artículo 1.3 dispone que “las autoridades de supervisión ejercerán sus funciones con completa independencia”.

El RGPD lo deja meridianamente claro en su considerando 117: “El establecimiento en los Estados miembros de autoridades de control capacitadas para desempeñar sus funciones y ejercer sus competencias con plena independencia constituye un elemento esencial de la protección de las personas físicas con respecto al tratamiento de datos de carácter personal. Los Estados miembros deben tener la posibilidad de establecer más de una autoridad de control, a fin de reflejar su estructura constitucional, organizativa y administrativa”.

Y lo reitera en sus artículos 51 y 52:

51.1. Cada Estado miembro establecerá que sea responsabilidad de una o varias autoridades públicas independientes (en adelante «autoridad de control») supervisar la aplicación del presente Reglamento, con el fin de proteger los derechos y las libertades fundamentales de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento y de facilitar la libre circulación de datos personales en la Unión.

52.1. Cada autoridad de control actuará con total independencia en el desempeño de sus funciones y en el ejercicio de sus poderes de conformidad con el presente Reglamento.

  1. El miembro o los miembros de cada autoridad de control serán ajenos, en el desempeño de sus funciones y en el ejercicio de sus poderes de conformidad con el presente Reglamento, a toda influencia externa, ya sea directa o indirecta, y no solicitarán ni admitirán ninguna instrucción.

El procedimiento de selección y nombramiento de quienes ocupen la Presidencia y su adjunto en la Agencia está muy detalladamente regulado en la Ley Orgánica de Protección de Datos (artículo 48) y en el Estatuto de la Agencia, aprobado mediante Real Decreto 389/2021, de 1 de junio (artículos 19 a 22)[2]. El nombramiento corresponde al Gobierno a propuesta del Ministerio de Justicia, pero antes debe convocarse un concurso público de candidatos y debe evaluarse su “mérito, capacidad, competencia e idoneidad”. En la convocatoria se especificarán los requisitos a evaluar de las personas candidatas, que permitan acreditar que se trata de personas de reconocida competencia profesional, en particular en materia de protección de datos, sobre la base del mérito, la capacidad, la competencia y la idoneidad, entre los que se pueden recoger las capacidades legales de la persona candidata, la experiencia profesional[3], la capacidad de desarrollar el trabajo o los conocimientos técnicos, en particular referidos al ámbito de protección de datos. La idoneidad de las personas candidatas exigirá que su independencia, conducta intachable e integridad deben estar fuera de toda duda (artículo 19.2 y 3 del Estatuto de la Agencia).

Mediante Orden JUS/1260/2021, de 17 de noviembre (que ha sido recurrida por la Fundación Hay Derecho por considerar que no se ajusta a lo que establecen la Ley Orgánica de Protección de Datos y el Estatuto de la Agencia), se convocó el proceso selectivo para la designación de la Presidencia y de la Adjuntía a la Presidencia de la Agencia, publicada en el «BOE» de 18 de noviembre de 2021. Mediante Orden del Ministerio de Justicia de 22 de noviembre se designó el Comité de Selección.

El Comité debe examinar las solicitudes junto con la documentación aportada y realizará, en su caso, las entrevistas oportunas (que ya se han celebrado). Una vez valoradas las solicitudes, y según el artículo 22.1 del Estatuto de la Agencia) “propondrá una candidatura la (sic) Presidencia de la Agencia Española de Protección de Datos y a la Adjuntía a la Presidencia de entre aquellas que cumplan los requisitos establecidos en los artículos 12.2[4] y 16.3[5], respectivamente y atendidos los méritos y criterios de valoración establecidos en la convocatoria, junto con su informe justificativo”. Dicha candidatura se elevará al Consejo de Ministros, que la debatirá a la luz del informe y decidirá mediante acuerdo la propuesta, que será publicada en el BOE, y que se remitirá al Congreso de los Diputados acompañada del informe justificativo.

En el Congreso de los Diputados, tras la audiencia a los candidatos, la propuesta deberá ser ratificada por la Comisión de Justicia en votación pública por mayoría de tres quintos en primera votación o por mayoría absoluta en segunda. Si bien en este último caso los votos favorables deberán proceder de al menos dos grupos parlamentarios diferentes (art. 48.3 LOPDGDD).

Si me he detenido en el procedimiento es para resaltar que lo que debe hacerse, porque así lo exige el Reglamento General de Protección de Datos y la Ley Orgánica, es seleccionar a las personas que personal y técnicamente, no políticamente, sean las mejores para los cargos convocados. Por lo que cualquier acuerdo político está viciado de raíz y cualquier decisión que se adopte debe estar basada, exclusivamente, en los criterios que la Ley Orgánica y el Estatuto de la Agencia establecen.

Para nada pongo en tela de juicio los méritos de las personas inicialmente anunciadas y de quienes han presentado su candidatura, a muchas de las cuales conozco y valoro enormemente. Al contrario. El respeto escrupuloso al procedimiento es algo que hasta las personas inicialmente anunciadas sin duda apoyan y agradecen.

El tema es muy serio. Y ha empezado mal. Seguro que finalizará como el derecho a la protección de datos merece. Es decir, nombrando en base exclusivamente a sus méritos y capacidades a las personas que capitaneen la tutela y garantía de un derecho que ha de enfrentarse a retos inimaginables, en un contexto europeo, internacional, global, porque globales son las amenazas de la privacidad. Repito que las cualificaciones de los candidatos están fuera de toda duda. No son ellos los que han generado la extraña situación a la que estamos asistiendo, sino el hecho de haber metido, en el mismo saco, los nombramientos anunciados de cargos de instituciones en los que el componente técnico puede convivir con el político (pues así lo permite incluso la Constitución) y los de cargos en los que cualquier atisbo de acuerdo político debe ser erradicado, porque así lo exige el derecho europeo y también nuestra Ley. Y ello en base a un acuerdo político extemporáneo que no respetó las reglas del juego. Y que debe entenderse por no alcanzado.

 

[1] A tal principio me referí en “Protección de datos: origen, situación actual y retos de futuro”, en LUCAS MURILLO DE LA CUEVA y PIÑAR MAÑAS, El derecho a la autodeterminación informativa, Fundación Coloquio Jurídico Europeo, Madrid, 2009, págs. 81 y ss.

[2] Sobre ello vid. Jesús RUBI NAVARRETE, “La Agencia Española de Protección de Datos”, en El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, nº 88-89, mayo-junio 2020, monográfico sobre Protección de Datos, antes, durante y después del coronavirus.

[3] La base segunda de la convocatoria establece que deberá contarse con una “experiencia en el ejercicio profesional de al menos dos años, a la fecha de publicación de la presente convocatoria”. Plazo seguramente demasiado breve, que no está fijado ni en la LOPDGDD ni en el Estatuto de la Agencia.

[4] “La persona titular de la Presidencia poseerá la titulación, la experiencia y las aptitudes, en particular en el ámbito de la protección de datos personales, necesarias para el cumplimiento de sus funciones y el ejercicio de sus poderes”.

[5] “La persona titular de la Adjuntía a la Presidencia poseerá la titulación, la experiencia y las aptitudes, en particular en el ámbito de la protección de datos personales, necesarias para el cumplimiento de sus funciones y el ejercicio de sus poderes”.

De vuelta, todos los deberes pendientes

Después de unas breves pero intensas vacaciones el blog Hay Derecho y el país entero vuelve la “nueva normalidad”, como se ha denominado un tanto eufemísticamente  la vieja normalidad de siempre, agravada, eso sí, por la pandemia. La vieja normalidad de las reformas estructurales siempre pendientes, de las eternas y cansinas disputas de los viejos partidos (y nuevos) que no llevan a ningún sitio, de la elusión de responsabilidades a todos los niveles, de los medios de comunicación sectarios y polarizados, de los conflictos territoriales enquistados, del creciente deterioro institucional, que conduce a un escenario de desprestigio de todo lo relacionado con la política y lo público, una vez demostrado que los intereses partidistas y a veces personales siempre pasan por delante de los intereses generales.

Vuelven los rebrotes, como era previsible, y por supuesto, nos pillan como a los malos estudiantes sin los deberes hechos. Ni los rastreos necesarios, ni una comunicación seria y rigurosa, ni datos en condiciones, ni coordinación entre Gobierno central y CCAA, ni, donde se ha visto, una auditoría o evaluación solicitada por científicos de primer nivel y por la ciudadanía en general de lo que nos ha ocurrido en el primer brote. No ya para exigir responsabilidades (que también sería muy necesario) sino, simplemente, para aprender y no cometer los mismos errores. Y aquí seguimos.

Por si fuera poco, el Gobierno de Pedro Sánchez ha decidido, visto lo visto, quitarse de en medio, para eludir los previsibles costes políticos de las posibles nuevas medidas de contención del coronavirus que haya que adoptar, en su caso. Donde antes había solo una pandemia que no conocía de territorios, y exigía un mando único, ahora, al parecer, hay 17 que necesitan de modelos “ad hoc” en cada territorio sin que el Gobierno central intervenga para nada.  Por otra parte, el cruce de reproches entre Gobierno central y CCAA en un momento tan grave es desolador. En definitiva, esta situación pone de relieve el agotamiento de nuestro modelo territorial, que permite tan fácilmente a unos y a otras esquivar sus responsabilidades de gestión e imputárselas siempre a otro.  Estamos en el peor de los dos mundos posibles: a caballo entre una descentralización muy intensa pero desordenada y poco eficiente y los restos de un centralismo rancio y burocrático, incapaz de dirigir ni coordinar nada. Lo mismo cabe decir del penoso espectáculo de la planificación (o mejor dicho de su falta) de la vuelta al colegio a la que podríamos dedicar varios posts.

Esta es la situación. De nuestra enana clase política, sinceramente, no cabe esperar mucho. Ahí está para atestiguarlo la fallida Comisión de reconstrucción del Congreso, a años luz de lo que hubiera sido necesario como ya comentamos en su día en este blog hablando de unos nuevos Pactos de la Moncloa.  Para lo único que parece que son capaces de ponerse de acuerdo es para repartirse las instituciones, RTVE, el CGPJ, pero no para sacar adelante a España y defender los intereses de todos. Y esto en medio de la mayor crisis sanitaria, económica, política y social que hemos tenido en un siglo. Da mucho que pensar.

Y sin embargo, nuestro convencimiento es que la sociedad española tiene, desde hace mucho, todos los mimbres para salir de esta situación.  Pensamos que la ciudadanía española es mucho mejor que sus gobernantes; tiene en su seno el talento, la capacidad, la información, la energía, la resolución y la firmeza para seguir adelante.  Pero se lo tiene que creer, y tiene que actuar ya, sin esperar directrices ni autorizaciones. Organizándose, presionando, escribiendo, comunicando, informando. No hay ninguna varita mágica pero la constancia y la resiliencia son imprescindibles.

Creemos que tenemos masa crítica de sobra para abordar de una vez las reformas imprescindibles para ser un país puntero y no conformarnos con la mediocridad y el ir tirando que nos ofrecen políticos cortoplacistas y tacticistas, sin ninguna visión ni ambición de Estado.

Desde Hay Derecho en este nuevo curso que comienza reiteramos nuestro compromiso para construir una España mejor desde el Estado de Derecho y las instituciones. Se lo aseguramos a nuestros lectores y seguidores: no vamos a tirar la toalla.

 

En el centro está la virtud

Las consecuencias de la crisis sanitaria desatada por el nuevo coronavirus no se han hecho esperar. Además de las pérdidas humanas, a la inminente crisis económica se le ha adelantado la crisis política. La crispación y la polarización aumentan incontroladamente cada día, destrozando una moderación que es vital tanto para la convivencia como para el progreso. Y afianzando la política de bloques.

Las consecuencias de la política de bloques

Durante muchos años (y en estos momentos) en España ha imperado una férrea política de bloques. La izquierda y la derecha no pactan. No matter what. Y claro, esto genera tres graves consecuencias:

  1. La primera: la sobrerrepresentación de los nacionalistas periféricos.

Para alcanzar la mayoría, pagaban el precio que hiciera falta a los nacionalistas periféricos. Lo cual no sólo genera evidentes agravios comparativos entre regiones (ahí sigue el cupo vasco y el convenio navarro), sino también tensiones territoriales y reivindicaciones secesionistas (miren las consecuencias de la educación sesgada en Cataluña). ¿Estaríamos sufriendo el ‘procés’ sin todas estas concesiones a la CiU de Jordi Pujol a lo largo de los años?

  1. La segunda: la instrumentalización de las instituciones.

Al llegar al poder, trataban de controlar todas y cada una de las instituciones del Estado. Y esto es mucho más importante de lo que parece. Porque la instrumentalización de las instituciones por parte de los partidos genera el descrédito de éstas entre los ciudadanos. Y porque una democracia avanzada necesita instituciones independientes que se controlen mutuamente. Lo contrario nos lleva al capitalismo clientelar y ahonda ese descrédito. Esto es precisamente lo que nos llevó al 15M y su grito por una “democracia real”. Pero es que, además, si dejamos de creer en las instituciones corremos el riesgo de acabar apoyando a partidos totalitarios que aboguen por su supresión, conduciéndonos a una autocracia. Y esto nos lleva a la siguiente consecuencia:

  1. La tercera y más peligrosa: el poder de los totalitarios.

Si los bloques no son capaces de pactar entre ellos, pactarán con esos extremos totalitarios, haciéndoles concesiones y, por tanto, dañando nuestra democracia y nuestros derechos y libertades.

Las dos alternativas

De acuerdo. Hemos comprobado que la política de bloques entraña graves riesgos, pero ¿cómo podríamos cambiarla?

  • La primera y más sencilla opción sería convencer a los grandes partidos de cada bloque (PSOE y PP) para que se levanten el veto. Para que antes de pactar con ultras (sean los de Vox, sean los de ERC) se permitan el uno al otro gobernar en solitario. Esto ya pasó en octubre de 2016, con la abstención del PSOE para el segundo gobierno de Rajoy. Pero no se repitió el gesto por parte del PP ni en la propuesta de presupuestos de 2019 de Sánchez, ni en su investidura de 2019. Tampoco en la de 2020.
  • La segunda opción, más complicada, sería contar con un partido bisagra, de centro, nítidamente institucionalista, capaz de sumar lo suficiente para pactar con ambos bloques, quitando poder a los nacionalistas periféricos, frenando la instrumentalización de las instituciones y evitando que los extremos cojan el mínimo poder.

El centro a lo largo de los años

Esta solución del partido de centro se ha intentado ya varias veces. Pero no por ello deja ser absolutamente necesaria. Vamos a repasarlas:

  • La UCD (Unión de Centro Democrático) consiguió liderar la transición y poner de acuerdo a personas que se profesaban verdadero odio. No lo tuvo nada fácil. La hoy reconocida figura de Adolfo Suárez en su día sufrió ataques furibundos desde todos los ángulos, hasta de su propio partido. Habiendo ganado la primera legislatura en 1979 con 157 escaños, pasó a tan sólo 11 en la segunda, en 1982. Pero ahí queda su legado: España cuenta con una democracia plena y consolidada, por mucho que la política de bloques le genere fallos.
  • Siguió intentándolo CDS (Centro Democrático y Social), que en 1986 obtuvo 19 escaños y en 1989 14. No sirvieron para la investidura, pues el PSOE no necesitó pactar.
  • De 1993 a 2008 no hubo ningún partido de centro en el Congreso:
    • En 1993 Felipe González tuvo que hacerse con el apoyo de CiU y PNV.
    • En 1996 José María Aznar otra vez con CiU y PNV y, esta vez, también con CC.
    • En el 2000 no le hizo falta porque tenía absoluta, pero CiU y CC le volvieron a apoyar.
    • En 2004 José Luis Rodríguez Zapatero necesitó el apoyo de ERC, CC, BNG y la Chunta.
  • En 2008 volvió el centro gracias a UPyD (Unión, Progreso y Democracia), pero su único escaño no fue suficiente. Zapatero requirió la abstención de CiU, PNV, BNG, CC y NaBai. En 2011 pasó a 5 diputados, pero la absoluta de Mariano Rajoy los hizo innecesarios. Aún así, hicieron un gran trabajo centrista y regenerador, hasta que en 2014 empezaron a quedar fuera de juego y en 2015 se acabaron autoliquidando. (Todo esto último lo conté en su día aquí)
  • En 2015 Ciudadanos cogió el testigo y entró con 40 diputados en el Congreso. Y la negociación liderada por Jordi Sevilla y Luis Garicano propició el conocido como Pacto del Abrazo, en el que los 40 escaños de Cs se unían a los 90 del PSOE, posicionándose como primera fuerza del Congreso, pero aún a 46 escaños de la mayoría. El acuerdo entre la izquierda y el entonces centro rompía la política de bloques, pero la negativa de Podemos derivó en una repetición de elecciones que permitió a Rajoy seguir en la Moncloa.
  • En dicha repetición, ya en 2016, Ciudadanos obtuvo 32 escaños. Pactó esta vez con el PP a cambio de medidas muy similares a las pactadas con el PSOE unos meses antes, ejemplificando su papel de centro bisagra. La suma volvía a ser insuficiente, pero esta vez la abstención del PSOE hizo innecesaria la participación de los nacionalistas periféricos.
  • En 2018 Albert Rivera, el líder de Ciudadanos, observa cómo crece en las encuestas a costa de un PP en caída libre y rompe su pacto con ellos. Pedro Sánchez, de nuevo líder del PSOE, aprovecha la oportunidad y presenta una moción de censura. Le ofrece a Rivera convocar elecciones a cambio de su apoyo. Éste se niega. Consigue finalmente el apoyo de todos los partidos menos de Cs, que vota no, y de CC, que se abstiene. Rivera no reconoce este recurso perfectamente legal y legítimo de la moción de censura y abandona la postura de respeto a las instituciones para comenzar a calificar al nuevo presidente como un ‘okupa’. Es sólo el principio de la larga deriva que emprendería Ciudadanos, desde su centrismo socioliberal de origen, hasta un conservadurismo con tintes nacionalpopulistas. El centro volvía a quedarse sin nadie que lo representara.
  • Sánchez, sin necesidad ya de convocar elecciones ante la negativa de Cs, forma un gobierno para agotar la legislatura. Viendo el cambio de rumbo de Rivera, lo utiliza para hacer guiños al electorado centrista, nombrando a Josep Borrell, Nadia Calviño o Pedro Duque. Pero a principios de 2019 Ciudadanos mantiene su derechización y decide no sentarse a pactar los presupuestos con el PSOE. Como Sánchez se niega a pactarlos con los secesionistas, única alternativa, el resultado no es otro que la convocatoria de elecciones.
  • El resultado de las elecciones de abril de 2019 es, por primera vez desde la primera legislatura, la oportunidad para que el centro vuelva al poder. Rivera podía desdecirse de su discurso conservador de los últimos meses y sumar sus 57 diputados a los 123 de Sánchez. España podría tener un gobierno de coalición de centro izquierda y centro derecha, apoyado por una holgada mayoría de 180 escaños, que representara a la mayor parte del electorado. Podía… pero no quiso. Inexplicablemente Rivera decide que no va ni a reunirse con Sánchez. Ignora todas las peticiones que, desde muchos y diferentes ámbitos, le llegan. Se enroca. Sánchez vuelve a tener como única alternativa a los secesionistas, además de a Podemos. Se vuelve a negar a pactar con ellos. Volvemos a elecciones.
  • En noviembre Ciudadanos paga su total similitud con el PP, al que apoya en todas las CCAA y ayuntamientos incluso aceptando sus pactos con la ultraderecha de Vox. Pierde más del 80% de sus escaños, quedándose en 10. Rivera dimite e Inés Arrimadas coge el mando. Para decepción del electorado centrista mantiene la derechización de Cs y se niega a pactar con Sánchez su investidura. Éste, frente a la alternativa de convocar unas terceras elecciones, acaba pactando con los secesionistas de ERC.
  • Hasta ahora. A principios de mes Arrimadas pacta con Sánchez su apoyo a las 4.ª prórroga del Estado de Alarma a cambio de una serie de medidas que Cs considera indispensables. Se levanta el veto a los partidos de izquierdas autoimpuesto en 2018. Cs rompe de nuevo la política de bloques.

Y ahora, ¿qué?

Todavía es pronto para cantar victoria. Ciudadanos sigue siendo un partido conservador y el centro sigue estando huérfano. Pero los gestos de Arrimadas durante esta crisis y los pactos para las 4.ª y 5.ª prórroga del Estado de Alarma podrían frenar la integración de Cs en el PP y alumbrar un nuevo Cs centrado. El hecho de que algunas de sus figuras más ultras hayan causado baja, como Juan Carlos Girauta o Marcos de Quinto, también ayuda. Pero ¿cómo podría ejemplificar realmente Ciudadanos su vuelta al centro? Con dos contundentes acciones:

  1. Ofreciendo su predisposición a pactar los presupuestos. No sólo para conseguir varias de las medidas de su programa, sino también para condenar a los partidos secesionistas a la irrelevancia en el Congreso.
  2. Rompiendo los pactos de gobierno en aquellas CCAA y ayuntamientos en los que dependen de la ultraderecha. Esta estrategia, además de devolverles al centro, les puede hacer conservar el Gobierno de la Comunidad de Madrid antes de que Díaz Ayuso convoque elecciones y les eche. Y ganar la alcaldía de la capital, que recordemos ofrecieron PSOE y Más Madrid a cambio del apoyo a Gabilondo.

Y, para terminar: si el reciente cambio de Cs no fuera más que un espejismo, siempre quedará la posibilidad de un nuevo intento. Quizás así gente como Toni Roldán (centro), Edu Madina (centro izquierda) o Borja Sémper (centro derecha) puedan volver a la política. O Manuel Valls encuentre por fin su sitio. La clave es acabar con esta peligrosa y autodestructiva política de bloques. ¡A ello!

Un jueguito alemán

La Historia es conocida: la República de Weimar, ayuna del calor de los republicanos, se desplomó con ayuda de los propios mecanismos constitucionales, en especial, del artículo 48 que contenía los poderes excepcionales del Presidente y de la llegada a la cancillería de Adolf Hitler el 30 de enero de 1933 con lo que se consumó la entrega del poder al “enemigo de la Constitución” que se limitaba a tomarlo de las manos ya temblorosas de un anciano irresponsable (el presidente Hindenburg). Porque era claro que no se trataba de un simple cambio de gobierno sino de una ruptura ostensible e irreversible del sistema constitucional.

Al 30 de enero siguieron las fechas del 27 de febrero en la que ardió el edificio del Parlamento y a esta la del 5 de marzo, que es la de las elecciones donde el partido nazi (NSDAP) obtiene 288 escaños de un total de 647. Hitler es reelegido canciller y vuelve a jurar fidelidad a la Constitución. Le bastaron dos cañonazos, la Ordenanza presidencial (de nuevo el art. 48) de 28 de febrero y la “ley de autorización” de 24 de marzo, para acabar con ella. Esta experiencia llevó al constituyente de 1949 a ser extremadamente cauto y riguroso a la hora de taponar los agujeros por los que la legalidad constitucional pudiera convertirse en humo (en humo pestilente además).

Con detalle me he ocupado de todas estas vivencias políticas y jurídicas en los dos tomos de mis “Maestros alemanes de Derecho Público” (segunda edición en un solo tomo, 2005) y en “Juristas y enseñanzas alemanas I 1945-1975” (siempre en Marcial Pons). En más de medio siglo no ha existido preocupación seria en Alemania motivada por la posibilidad de un vuelco constitucional, acaso la única se produjo cuando se aprobaron las leyes de excepción a finales de la década de los sesenta, momento de grandes disturbios políticos ligados a la efervescencia del mayo del 68 francés. Pero ahora se ha incorporado al paisaje político alemán un partido, la “Alternativa para Alemania” de clara inspiración autoritaria de derechas, presente ya con voz audible y aun determinante en los Estados federados y también en el Parlamento federal.

Al hilo de esta novedad, Maximilian Steinbeis, jurista, periodista y editor de un blog de gran repercusión, se ha dado a idear un juego consistente en señalar las piezas de la Constitución que podrían ser cambiadas con relativa facilidad para vaciarla y mutarla en sus intimidades. El juego es sobrecogedor sobre todo si se tiene en cuenta que la Constitución alemana contiene, precisamente por los temores que el pasado suscita, la llamada “cláusula de eternidad” del artículo 79. 3, a cuyo tenor nunca podrán ser abolidos el Estado social de Derecho, el federalismo, la forma republicana del Estado y el derecho fundamental a la dignidad humana.

Pues bien, Steinbeis demuestra que todo eso puede convertirse en “verdura de las eras”. ¿Cómo? No cita a la “Alternativa …” pero razona que si un partido político ganara unas elecciones de manera abultada podría el nuevo canciller aprobar una reforma del Tribunal Constitucional que creara una tercera Sala (hoy cuenta con dos) a la que se atribuyera la competencia sobre la organización del Estado. La mitad de los jueces de esa Sala serían designados por el partido al que perteneciera el canciller, con mayoría en el Bundestag y que habría abolido paralelamente la actual exigencia de la mayoría de dos tercios para designar a los jueces constitucionales.

Podría – es cierto- llegar a ese Tribunal el examen de las leyes de la mano del Bundesrat  que no habría sufrido en su interior ese terremoto electoral (sus miembros son designados por los Gobiernos de los Estados federados). Pero, una vez en manos del Gobierno federal la pieza clave del Tribunal Constitucional, cualquier reforma no sería muy complicada pues el grueso de las reglas que rigen su funcionamiento no están en la Constitución sino en la ley del Tribunal (la mayoría para elegir a los magistrados, la duración de sus mandatos, la edad de su jubilación, el número de Salas …).

Si el Presidente de la República se negara, haciendo uso de su derecho de veto, a dar su visto bueno a las leyes así aprobadas, podría el canciller hablar ya un lenguaje de palabras mayores: promover la reforma del derecho electoral, del sistema de financiación de partidos y organizar como colofón un referéndum para aprobar una nueva Constitución.

Hay que decir que en el Tribunal Constitucional actual ya se vivió un gran susto cuando el año pasado la “Alternativa …” presentó un proyecto en el Bundestag según el cual los jueces de Karlsruhe se verían obligados a motivar fundadamente el rechazo de cualquier recurso de amparo, lo que hubiera llevado directamente a su paralización.

Algún responsable político relevante (de los Verdes) no se ha tomado a broma el juego ideado por Steinbeis y, competente como es en materia de Justicia en Hamburgo, ha pedido, en una sesión de ministros de Justicia de los Estados federados, que se elabore un estudio destinado a identificar los “puntos débiles” de la Constitución, aquellos que permitirían vivir un escenario inquietante: “sería un error considerar que somos inmunes a los peligros que acechan a algunas democracias en la Europa oriental” ha señalado. Tanto en Hungría como en Polonia han sido precisamente sus tribunales constitucionales las primeras piezas que se han cobrado sus Gobiernos, hoy puestos bajo la lupa de la Unión Europea.

¿Por qué traigo este juego a las páginas de este Blog? Lo habrá adivinado cualquiera de sus inteligentes lectores. Si este escenario de horror se le ocurre a un alemán donde la estabilidad es notable y donde, hasta ahora, todos los protagonistas políticos han rezado juntos el credo constitucional y comulgado con el pan vivificador de sus principios básicos ¿qué diremos del panorama español donde un partido que está en el Gobierno quiere acabar con la monarquía y abomina del esfuerzo de entendimiento que han protagonizado las generaciones precedentes? ¿y qué de los socios gubernamentales que lisa y llanamente quieren acabar con España?

Téngase en cuenta que los prejuicios necios son los triunfos de la sinrazón. Y que la desgracia nos puede llegar de una atolondrada aleación de esos prejuicios y de despropósitos.

Valores contradictorios, leyes ineficientes (1/2)

Las encuestas de opinión reflejan que los valores dominantes de la sociedad española son favorables a que, en comparación con nuestros vecinos europeos, el Estado juegue un mayor papel, pero no a que recaude más impuestos. Esta entrada argumenta que esta contradicción es coherente con nuestra alegada proclividad a restringir la contratación privada mediante reglas imperativas y a menudo retroactivas, las cuales se promulgan para abordar problemas que sería mejor atacar con herramientas de Derecho público, como sería el subsidiar directamente a las partes que tales reglas pretenden proteger.

Valores dominantes y ordenamiento económico

La mala calidad de las leyes ha sido una crítica constante en los estudios sobre nuestro marco normativo. Los remedios propuestos o no se han aplicado o no han tenido efecto, de modo que la situación parece estar yendo a peor. Lo señalaban así hace ya años un informe de la Secretaría de Estado de Economía (1996) y lo reiteran, más recientemente, Salvador y Gómez (2010) y el Círculo de Empresarios (2018).

Al observar los escasos avances que se producen no sólo en cuanto al contenido sino incluso sólo a la calidad “técnica” de las leyes, uno está tentado a pensar que, además de fallos en el proceso de producción legislativa, muchas de las disfunciones estructurales que presenta nuestro marco normativo tal vez obedezcan a que las propias preferencias de la ciudadanía no son necesariamente coherentes. Al fin y al cabo, si el legislador hubiera querido, podría haber subsanado esos fallos del proceso legislativo con relativa facilidad.

En realidad, cabe suponer que en una sociedad democrática los valores dominantes condicionen o incluso determinen las preferencias y las decisiones, tanto de los jueces como de los legisladores. Si es así, uno esperaría que a largo plazo unos valores razonables y coherentes empujasen al legislador a introducir reformas que evitasen los fallos recurrentes que sufre nuestro proceso legislativo. No ha sucedido así, sino que tales fallos parecen haberse exacerbado.

Bajo este supuesto de condicionamiento democrático, conocer esos valores ciudadanos puede ayudarnos a entender las restricciones culturales dentro de las cuales deciden nuestros jueces y legisladores y, en última instancia, algunas de las características básicas que acaba mostrando nuestro ordenamiento jurídico.

Con este fin, me propongo analizar aquí los valores que exhibimos los españoles en varios asuntos cercanos a tales decisiones. Esta información sobre valores dominantes procede de las respuestas a dos sondeos demoscópicos encargados por la Fundación BBVA en 2013 y en 2019, en los que se encuestó a 1.500 ciudadanos adultos de cada uno de los principales países europeos. El cuadro adjunto resume esta información demoscópica.

Las preferencias de la ciudadanía

La encuesta más reciente, efectuada entre abril y julio de 2019 (Fundación BBVA, 2019), cuyos resultados de mayor interés resume la Tabla adjunta, pone de relieve que, en relación con los ciudadanos de los cuatro países de mayor tamaño (Alemania, Francia, Italia y Reino Unido), los españoles: (1) atribuimos mucha más responsabilidad al Estado que al ciudadano a la hora de asegurar un nivel de vida digno. Además, (2) le atribuimos al Estado esta mayor responsabilidad en todas las dimensiones investigadas y no sólo para servicios como sanidad y pensiones. Al contrario: se la atribuimos también para la regulación imperativa de los mercados, pues somos más partidarios de controlar precios, salarios y beneficios empresariales. Asimismo, (3) nos manifestamos más a favor de igualar los ingresos con independencia de la formación, aunque, sin embargo, (4) esta preferencia igualitarista apenas la extendamos a preferir impuestos más altos para reducir la desigualdad, un síntoma quizá de hipocresía o, más bien, de cierta inmadurez propia de quien pretende estar a la vez “en misa y repicando”. Además, (5) valoramos menos la ley como salvaguardia de la democracia, un desprecio que se observa, sobre todo, entre los españoles más jóvenes y —lo que parece más grave e importante, por su posible papel de liderazgo en la opinión pública— entre aquellos ciudadanos con más estudios. Adicionalmente, los españoles (6) somos considerablemente más “de izquierdas”, algo que también se observa sobre todo entre los jóvenes y entre aquellos individuos con más años de educación. Por último, (7) en nuestra decisión de voto pesa relativamente más nuestra ideología que la competencia de los líderes políticos.

En esta misma línea, eran también muy reveladoras nuestras actitudes hacia la reciente crisis económica, pues es a raíz de las crisis cuando se tiende a tomar medidas políticas que, con la intención o el pretexto de paliar diversos problemas, suelen perjudicar el funcionamiento de las instituciones que sustentan la economía de mercado. En este sentido, la encuesta realizada entre noviembre de 2012 y enero de 2013 (Fundación BBVA, 2013) revelaba cómo, en relación con nueve países vecinos europeos (además de los cuatro de la encuesta de 2019, la muestra incluía Dinamarca, Países Bajos, Polonia, Suecia y República Checa), los españoles éramos: (8) menos partidarios de recortar el gasto público; (9) más partidarios de regular de forma más restrictiva a los bancos; (10) menos partidarios de liberalizar el mercado de trabajo; y (11) más partidarios de aumentar los impuestos a quienes más ganan, tanto con sus inversiones como, sobre todo, (12) con su trabajo; pero (13) menos partidarios de subir los impuestos al consumo.

Merece la pena observar que todo ello es grosso modo coherente con nuestra respuesta no sólo a esa crisis, sino también a las crisis anteriores, incluso con distintos regímenes políticos, lo que indica que todos nuestros gobernantes siguieron fielmente nuestros deseos. En el caso concreto de la crisis de 2007, respondimos endeudándonos hasta que nuestro crédito pasó a depender por entero de la benevolencia del BCE; los tipos del IRPF llegaron a un máximo marginal del 56% y aún siguen alcanzando tasas elevadas desde niveles relativamente bajos de renta; y, pese a la reforma laboral de 2012, por lo demás impuesta desde Bruselas, nuestro mercado de trabajo sigue siendo de los más rígidos de Europa.

Valores dominantes de los españoles en comparación con los de sus vecinos europeos

Pregunta España Demás países a Francia Alemania Reino Unido Italia
1. ¿Quién debe tener la responsabilidad principal en asegurar que todos los ciudadanos puedan gozar de un nivel de vida digno?
–   El Estado 76% 51% 54% 41% 44% 64%
–   Cada persona 20% 43% 39% 54% 48% 29%
–  Cociente (Estado/cada persona) 3.8 1.3 1.4 0.8 0.9 2.2
2. Porcentaje de quienes creen que el Estado debe tener mucha responsabilidad a la hora de…:
–   proporcionar cobertura sanitaria a los ciudadanos 87% 70%
–   asegurar una pensión suficiente a los jubilados 87% 67%
–   controlar los precios 60% 40%
–   controlar los salarios 57% 32%
–   controlar los beneficios de las empresas 49% 32%
3. Los ingresos personales:
–   Los ingresos deben ser más equilibrados aunque las ganancias de los más y menos formados sean similares 49% 29% 28% 29% 24% 35%
–   Las diferencias en los niveles de ingresos son necesarias para que los mejor formados ganen más 43% 64% 67% 67% 69% 55%
4. Es preferible que los impuestos sean:
–   altos para reducir las desigualdades 43% 40% 50% 42% 49% 20%
–   bajos, aunque no se reduzcan las desigualdades 40% 43% 33% 43% 38% 57%
5. El respeto a la ley es fundamental para salvaguardar la democracia 84% 89% 91% 90% 90% 85%
6. Ubicación en el espectro político (0, izquierda; 10, derecha) 4.4 5 4.8 4.8 4.9 5.5
7. Para votar por un partido, lo más importante son…:
–   los conocimientos y competencia de los líderes 9% 17% 14% 18% 20% 15%
–   la ideología 21% 8% 8% 6% 9% 11%
8. Partidarios de efectuar recortes para cuadrar cuentas públicas en vez de aumentar el gasto para estimular crecimiento 21% 43% 57% 51% 26% 38%
Partidarios de (en escala de 0, en desacuerdo; a 10, de acuerdo):
–  9. Regular más los bancos 8.5 7.8
–  10. Hacer más flexible el mercado de trabajo 4.9 6.2
–   11 a 13. Subir impuestos…:
–  a quienes más ganan con sus inversiones (11) 7.7 6.9
–  a quienes más ganan con su trabajo (12) 7.1 4.7
–  al consumo, IVA (13) 1.2 2.3
14. Diferencia entre los porcentajes de ciudadanos que consideran la pertenencia a la UE positiva y negativa 48% 25% 36% 31% 24% 7%

Fuente: elaboración propia con datos de Fundación BBVA (2019), salvo las filas (7) a (13) cuyos datos originales proceden de Fundación BBVA (2013). Nota: a Los demás países europeos son Francia, Alemania, Reino Unido e Italia en 2019, más Dinamarca, Países Bajos, Polonia, Suecia y República Checa en 2013 (filas 7 a 13).

Se observa, en suma, una notable correspondencia entre las preferencias que los ciudadanos españoles mostramos en las encuestas de opinión y las políticas económicas que nuestros gobernantes han aplicado a las crisis. Esta coherencia es consistente con el supuesto de partida: sea cual sea la ideología política del decisor, sus decisiones responden a las preferencias ciudadanas.

Discusión: Preferencias y tipo de reglas jurídicas

Parece lógico que esa misma obediencia a los valores dominantes se practique también en otros ámbitos. Por un lado, las preferencias observadas podrían ayudar a explicar también por sí mismas, directamente, que tendamos a adoptar una mayor proporción de reglas imperativas: la regulación de precios, salarios y beneficios, así como las restricciones en las relaciones laborales encajan bien con las preferencias que indican las encuestas.

Pero, por otro lado, quizá también se produce un efecto que no por indirecto es menos importante. Observemos que, puesto que los españoles deseamos en mayor medida que nuestros vecinos que el Estado nos asegure nuestro nivel de vida, deberíamos , en principio, mostrarnos también predispuestos a sufrir una mayor presión fiscal y un mayor peso del gasto público. Sin embargo, tanto nuestra presión fiscal como nuestro gasto público son inferiores a los de los países vecinos. El motivo quizá reside en que, como reflejan las encuestas, y de forma un tanto contradictoria también somos más reacios a pagar impuestos.

Por ello, debemos plantearnos como hipótesis que es justamente esta contradicción la que origina una característica diferencial de suma importancia en el ámbito jurídico: nuestra proclividad a, alegadamente, abusar del Derecho privado para responder a problemas que, en principio, sería más razonable abordar mediante herramientas de Derecho público. Conviene explicar que esta terminología se deriva del análisis económico de la contratación, de modo que lo que denomino “Derecho privado” se concreta en la introducción de restricciones a la contratación y la competencia, mientras que las soluciones de “Derecho público” se canalizan mediante la política fiscal (tanto mediante impuestos como transferencias) y la provisión subvencionada de bienes y servicios públicos.

Esta hipótesis encuentra apoyo en una contradicción latente en las respuestas a las encuestas precitadas. Por un lado, en comparación con los países vecinos, los españoles desconfiamos más del mercado y atribuimos más responsabilidades al Estado en cuanto al control, no sólo de la redistribución de rentas, sino de precios, salarios y beneficios, algo que se refuerza además con la ubicación política de las personas más educadas.

Queremos servicios públicos suecos, pero gratis

Sin embargo, por sí sola, esta preferencia estatista no explica que abusemos del Derecho privado, pues podríamos ejercerla mediante soluciones de Derecho público. A esos efectos, lo es realmente distintivo es otra característica menos obvia: nuestra actitud hacia los impuestos y el gasto público. Lo notable en este sentido es que, si bien deseamos más que otros europeos los beneficios de la intervención estatal, queremos lograrlos sin pagar más impuestos.

Estas preferencias fiscales, que revelan cierto grado de miopía en el ciudadano, son coherentes con varias características estructurales de nuestra fiscalidad. Por un lado, es sabido que España figura entre los países europeos con menores ingresos públicos sobre PIB (Conde-Ruiz et al., 2017). También nuestro gasto público es menor pero no en la misma medida, por lo que solemos incurrir en déficit público que, hasta la entrada en el Euro, solventábamos con inflación y, desde entonces, paliamos aumentando la deuda pública todo lo que nos permiten los controles europeos. Por otro lado, nuestras normas tributarias suelen definir tipos de gravamen más elevados pero a la vez otorgan beneficios fiscales más cuantiosos que las de otros países europeos, a la vez que mantenemos muy bajas las tasas y precios públicos[1].

Tal parece que nos auto-engañamos al creer que podemos tener muchos ingresos y pagar pocos impuestos. El engaño entraña notables consecuencias, pues distorsiona tanto las decisiones económicas (piense, por ejemplo, que son los tipos marginales del IRPF y no los medios los que afectan nuestra propensión al trabajo) como la equidad (el caso de muchos beneficios fiscales), y estimula el derroche en actividades de búsqueda y captura de rentas (los tipos reducidos de IVA alcanzan servicios como el cine o la ópera). Todo ello por no hablar de que no está claro cómo se reparten estos beneficios fiscales entre productores y consumidores. Según datos del INE, tras la rebaja del IVA “cultural” del 21 al 10% en 2018, la mayoría de los cines mantuvo constantes los precios, lo que representó un aumento de unos 50 millones de euros en sus márgenes de beneficio (Jorrín, 2018). Algo similar puede haber ocurrido con algunos de los bienes que pasen a disfrutar IVA superreducido (4%), como los productos de higiene femenina, pues se comercializan en condiciones de cuasi-monopolio.

Del mismo modo, en la medida en que los españoles queremos redistribución de rentas y buenos servicios públicos sin pagar por ellos, entramos en una contradicción irresoluble. En esas condiciones, una ciudadanía que, relativamente, tiene menos interés por la política y que tiende a informarse y asociarse menos que sus vecinos (Fundación BBVA, 2019, pp. 8-24) parece más proclive a apoyar falsas soluciones que condicionen la contratación privada en línea con esas preferencias redistributivas y colectivistas, pero sin generar costes fiscales visibles. Quizá, en el fondo, lo que sucede es que preferimos hacer política social… a costa de los demás: esto es, a costa de las contrapartes contractuales de aquellos ciudadanos —no necesariamente nosotros mismos— a los que deseamos favorecer. Sea cual sea la explicación, junto con nuestra propensión a controlar precios, salarios y beneficios, acabamos situándonos en las antípodas de los países escandinavos que a menudo profesamos admirar, los cuales compaginan un mayor peso de su sector público con un sector privado mucho más libre y competitivo.

La operación conjunta de estas preferencias sería así coherente con la alegación de que en España tendemos a privilegiar soluciones de Derecho privado en vez de soluciones propiamente de Derecho público. Por ejemplo, para asegurar el derecho a la vivienda, en vez de proporcionar subsidios y proveer vivienda pública a las personas necesitadas o sin techo, tenderíamos (todo ello en términos relativos a los países vecinos) a introducir más reglas imperativas para proteger al inquilino en los contratos de alquiler o al deudor insolvente en los préstamos hipotecarios. Además, a menudo, tenderíamos a hacerlo con reglas retroactivas, de modo que el coste lo paguen los propietarios y los acreedores de los contratos vigentes, en vez de los contribuyentes. Asimismo, contemplamos con cierto despreocupación cómo los poderes públicos niegan protección a los propietarios o incluso escamotean muchos de los componentes de su derecho de propiedad. Pensemos, al respecto en el tratamiento de hecho de la “ocupación” de inmuebles o en las leyes que pretenden obligar a ciertos propietarios a alquilar a los ocupantes los inmuebles previamente ocupados por ellos[2].

Por ejemplo, ante el deseo de facilitar la maternidad y el cuidado de familiares enfermos y dependientes, en vez de ampliar los subsidios por maternidad y dependencia, La Ley Orgánica 3/2007 amplió radicalmente la protección de los trabajadores que soliciten reducción de jornada para atender hijos o familiares (artículos 37.6 y 53.4.b del Estatuto de los Trabajadores), una ampliación que ocasiona un coste notable para sus empleadores y genera desigualdad entre trabajadores.

Es probable que este abuso del Derecho privado entrañe dos conjuntos de consecuencias negativas: por un lado, la libre contratación acaba sufriendo un exceso de reglas imperativas en contextos en los que no están justificadas por fallos de mercado; por otro lado, se corre el riesgo de distorsionar el sistema político y generar así un círculo vicioso en cuando al predominio de valores contrarios a la economía de mercado. Desarrollaré ambos puntos en la segunda parte de esta entrada.

(la segunda parte de esta entrada se publicará a las 16 horas)

Referencias

Benedito, Inma (2020), “Alarma empresarial ante el decreto de Cataluña que blinda la ‘okupación’”, Expansión, 9 de febrero (https://www.expansion.com/economia/politica/2020/02/09/5e400f02468aeba62d8b45bd.html).

Círculo de Empresarios (2018), “La calidad del sistema jurídico como clave del crecimiento económico y del progreso social”, Grupo de Trabajo sobre Seguridad Jurídica (informe dirigido por Isabel Dutilh Carvajal y José María Alonso Puig), Círculo de Empresarios, Madrid, febrero (https://circulodeempresarios.org/app/uploads/2018/02/Documento-JUSTICIA-2018.pdf).

Conde-Ruiz, José Ignacio, Manuel Díaz, Carmen Marín, y Juan Rubio Ramírez (2017), “Los Ingresos Públicos en España”, FEDEA, Fedea Policy Papers 2017/02 (http://documentos.fedea.net/pubs/fpp/2017/01/FPP2017-02.pdf).

Fundación BBVA (2013), “Valores políticos-económicos y la crisis económica”, Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública de la Fundación BBVA, abril, encuestas realizadas a finales de 2012 (http://www.fbbva.es/TLFU/dat/Presentacionvalueswordwidel.pdf).

Fundación BBVA (2019), “Estudio Internacional de Valores Fundación BBVA. Primera parte: Valores y actitudes en Europa acerca de la esfera pública”, Departamento de Estudios Sociales y Opinión Pública de la Fundación BBVA, septiembre, encuestas realizadas en abril y julio de 2019 (https://www.fbbva.es/wp-content/uploads/2019/09/Presentacion_Estudio_Valores_2019.pdf).

Gomá Lanzón, Ignacio (2015), “Medidas contra los ‘desahucios’: del decreto-ley andaluz sobre la vivienda al Fondo Social de Viviendas”, El notario del siglo XXI, 10 de julio (http://www.elnotario.es/index.php/opinion/opinion/4149-medidas-contra-los-desahucios-del-decreto-ley-andaluz-sobre-la-vivienda-al-fondo-social-de-viviendas).

Jorrín, Javier G. (2018), “Los cines hacen el agosto con la bajada del IVA: suben sus precios un 9%”, El Confidencial, 15 de agosto (https://www.elconfidencial.com/economia/2018-08-15/cines-bajada-iva-suben-precios-entradas_1604641/).

Salvador Coderch, Pablo, y Carlos Gómez Ligüerre, coord. (2010), Reformas para la mejora de la eficiencia de la justicia española, Informe emitido en interés de la CEOE, Cuatrecasas, Gonçalves Pereira y Universitat Pompeu Fabra, octubre.

Secretaría de Estado de Economía, Ministerio de Economía y Hacienda (1996), “Informe final de la Comisión Especial de Ordenamiento Jurídico Económico”, creada en virtud del Acuerdo del Consejo de Ministros de 13 de enero de 1995 (Resolución de la Subsecretaría del Ministerio de la Presidencia de 6 de noviembre de 1995, Boletín Oficial del Estado, 9 de noviembre de 1995), Madrid.

Notas

[1] Según analizan Conde-Ruiz et al. (2017) con datos de la OCDE y Eurostat, en cuanto al impuesto sobre la renta (IRPF), somos de los países que menos recaudamos y ello pese a que nuestros tipos marginales son relativamente elevados. El motivo de la discrepancia reside en que esos elevados tipos marginales (los más importantes en términos económicos, pues configuran nuestras propensión a trabajar más o menos) los acompañamos con mayores beneficios fiscales. Al considerar ambos elementos, resultan unos tipos efectivos relativamente bajos. Sucede algo similar en términos del impuesto al valor añadido, pues la recaudación es inferior, pese a que los tipos son similares a los de otros países europeos. El motivo es que aplicamos tipos reducidos a un mayor número de bienes y servicios, lo que conduce a menores tipos efectivos. Estos beneficios fiscales por IRPF e IVA son muy cuantiosos: en 2015, representaron respectivamente el 1,4 y 2,08% del PIB. Asimismo, algunos indicios apuntan en dirección similar en cuanto al impuesto de sociedades. Por último, la recaudación por tasas y precios públicos nos sitúa, junto con Irlanda, a la cola de los países europeos.

[2] Véanse varios ejemplos a este respecto en Gomá (2015), así como el Decreto Ley 17/2019 de la Generalidad de Cataluña (Benedito, 2020).

Caciquismo digital

 

“El caciquismo, en la política, no es una enfermedad determinada, sino una predisposición a tenerla”

(Conde de Romanones, Breviario de política experimental, Madrid, 1974, p. 101)

 

España es un país avanzado. Mucho antes de que la revolución digital emergiera, aquí el dedo político tenía una centralidad innegable. Mientras que en otros lugares la política, como decía Weber, se hacía con la cabeza y no con otras partes del cuerpo, entre nosotros mandaba el dedo índice que dirigía su destino hacia la persona elegida. Digital viene de dedo. Un nombramiento a dedo es una designación discrecional, en la que quien designa decide sobre la persona en la que recae ese nombramiento,independientemente de requisitos tan obtusos y antiguos como la capacidad, el mérito o la profesionalidad, por no hablar de la integridad, que no hacen sino complicar las cosas. Tales requisitos, todo lo más, se pueden valorar o no, pero tal valoración se hace, cuando se hace que apenas nunca se hace,  siempre a criterio e interés exclusivo de quien mueve el dedo y designa el destino que debe ocupar la persona señalada. Nombro a quien quiero, pues mi “dedo es democrático”, alegaba torpemente un Alcalde hace años, como recogió Francisco Longo en un sugerente artículo. Pues trasládenlo a los miles de nombramientos políticos que tienen lugar en este país. Y déjense de tonterías como las que hacen esos bárbaros del Norte que no saben de nuestros expeditivos métodos y recurren a concursos abiertos y competitivos o a medios objetivos de contrastar las cualidades y trayectoria personal (hearingsefectivos y no nominales, como los que por aquí se hacen) de aquellas personas que serán designadas.

Nunca tuvimos consciencia de lo avanzados que éramos. Nos adelantamos en siglos a la revolución digital. Moviendo el dedo político no hay quien nos supere. Nuestros mayores progresos siempre han sido en temas físicos o deportivos. No se conoce país en Europa occidental o en las democracias avanzadas del mundo que alcance nuestras cotas de nombramientos políticos “digitales”. Y ahora que pega fuerte la revolución tecnológica, los  “dedos democráticos” cogen más brío. Se multiplican.  Lo cubren todo, no solo los cargos políticos por excelencia (parlamentarios, ministros, consejeros, alcaldes, concejales, etc.), sino también los niveles directivos de cualquier estructura de gobierno (Estado, CCAA, gobiernos insulares, forales, locales), del denso y extenso sector público institucional (con miles de entidades, muchas de ellas autenticas cuevas de Alí Babá), así como los innumerables órganos constitucionales o estatutarios, “administraciones independientes”, organismos reguladores, órganos de control, etc. Y cuando eso se acaba, giramos la puerta y les abrimos de par en par la entrada en el sector privado que, sorpresas que da la vida, les acoge con los brazos abiertos. ¿Por qué será si con nada, salvo con sus “influencias”, pueden traficar? Adivinen ustedes mismos.

Quien reparte esas sinecuras y coloca a cada cual en su respectivo pesebre son los partidos gobernantes. Como las canteras de los partidos políticos no suelen dar mucho de sí, plagadas como están hoy en día, salvo excepciones cada día más singulares, de una mediocridad alarmante, cuando no de mera ignorancia supina o de palmeros y aduladores sin criterio, si hay que designar “digitalmente” por la política a alguien para tales menesteres públicos o de “responsabilidad”, siempre que no haya un militante con medias luces al que situar de “alto cargo” o de cargo públicose busca en los aledaños del patio contiguo a la política; esto es, familiares, compañeros de pupitre, amigos políticos o “simpatizantes”, cuando noacadémicos, intelectuales, periodistas, jueces o funcionarios en busca enfermiza todos ellos de algo de púrpura que dé sentido a su pobre existencia personal y profesional. Son legión, así que no hay problema de cantera. La política siempre ha sido un atajo para llenar el morral y fortalecer vanidades castradas. Así que las vocaciones para “mandar”o para ocupar cargos públicos son innumerables por estos pagos. Este es un país de personal con largos currículos, verdaderos o inventados, que tanto da. Todo el mundo sirve para todo, aunque nada tenga que ver para lo que ha sido designado o vaya a serlo. La capacidad ha sido aquí siempre subjetiva.

Cuarenta años después de aprobada la Constitución vigente, España tiene un sistema democrático puramente aparente hipotecado por un caciquismo digital que lo representan orgánicamente los partidos políticos, con el que nutren a sus clientelas próximas o mediatas. Una vez nombrado, si eres militante debes obedecer a la jerarquía del partido y si no plegarte a los designios del partido que te nombró o duras menos en el cargo que un cigarro de hachís a la puerta de un colegio. La multiplicación de partidos ha hecho que la demanda de poltronas se dispare. Y los dedos “democráticos” se vuelven inquietos, buscando a quién señalar. Miran y remiran, cuchichean, piden consejo de quien nada sabe del asunto y señalan finalmente a su títere objetivo. Muchos son los que se ponen a tiro. Pocos los elegidos. Los menos, quienes huyen o se ausentan de tal trasiego indecente y obsceno; aunque empiezan a aparecer aquellos que reniegan a participar en tan burdo y siniestro juego, que da bastante menos lustre del que aparenta y que ya es un oficio maldito condenado por la opinión pública. Empeño se ha puesto para lograr esa “reputación”.

Además, los gobiernos de coalición multiplican, sin excepción, los cargos a repartir y las propias demandas: quien no aspira a un ministerio o consejería, lo hace a una dirección general o puesto de asesor. Quien en política no cogepoltrona en la que asentar sus reales,está condenado a vivir en el patio trasero de la política o a calentar escaño. La política se ha convertido en un corral, con muchos gallos de pelea y un botín que, para tranquilidad de todos, no para de crecer. Sin tocar poder, los partidos pierden su esencia de máquinas repartidoras de cargos y carguillos. Y no les queda nada, porque de creencias ideológicas andan todos muy justitos. El partido sin poder no tienen atractivo, tampoco para sindicatos o “empresarios” (aquellos del capitalismo clientelar o de amiguetes, que también abundan), que viven a la sombra de los frutos que la política gubernamental arbitrariamente les reparta.

Los partidos, además, son cada vez más oligárquicos y cesaristas. Si Michels levantara la cabeza se aterraría de lo acertadas que fueron sus previsiones. La ley del pequeño número, de la que hablara Weber(lo que nosotros llamaríamos “la camarilla”), es la que domina y controla la cúpula de cualquier estructura de partido. En algún caso se queda en mesa camilla de familia y añadidos. Lo demás no existe, es coreografía para llenar forzadamente los espacios cada vez más reducidos de los mítines electorales. La democracia de los partidos se ha convertido en democracia de aclamación, o en pura mentira. Lo de las votaciones a la búlgara se ha quedado obsoleto; ahora priman los resultados de consultas a los militantes “a la española (o catalana)”. Es la novedad universal. La vida política interna de los partidos es, por lo común, inexistente. De una pobreza deliberativa que raya la insignificancia. A pesar de su debilidad interna endémica, los partidos gobernantes siguen siendo los dueños y señores de la máquina caciquil en la que han transformado al Estado en todos sus niveles de gobierno. De sus redes de clientelismo no escapa nadie. Quien controla el poder, sean partidos nacionales, regionales, nacionalistas o independentistas, de izquierdas o derechas, reparte las prebendas entre los suyos y sus amigos políticos, con el criterio exclusivo del nombramiento “digital”. Siempre tan moderno. A la última.

Pero lo más llamativo y grave es que ese nuevo caciquismo en su versión partidista anega el sistema institucional en su conjunto, y ciega cualquier esperanza por lejana que sea de construir un sistema de separación de poderes basado efectivamente en el principio delchecksand balances. Y si el poder carece de frenos, o estos no actúan de forma adecuada, la democracia como sistema institucional padece muchos enteros hasta el punto de convertirse en puramente formal o de fachada. Se produce así una llamada constante y permanente al electorado para que valide mayorías gubernamentales que, una vez formadas, harán del “dedo” una de sus políticas centrales (¿se habla de algo que no sea reparto de cargos últimamente?). Quien es colocado en tales instituciones de control o supervisión, procura no incomodar al poder gubernamental (hoy por mi y mañana por ti). Los controles se vuelven laxos o se aplazan sine die, y aquí no pasa nada o se aparenta que nada pasa. Solo lo más grave, muchas veces por accidente casual, sale a la luz. Siempre que haya una denuncia circunstancial y la justicia (la baja o media) se mueva, pues por las alturas el proceso de designación está también preñado por la política, siquiera sea mediada por ese desgraciado órgano en su diseño institucional que es el CGPJ.

Mientras tanto la vida sigue en este país en donde el mérito y la competencia o profesionalidad cedió hace siglos el paso al amiguismo de clientela, antes gestionado por los viejos caciques y hoy en día por los partidos. Y en ello seguimos doscientos años después. Pero siempre tan ingeniosos, hemos revestido al viejo caciquismo. Lo hemos actualizado, en plena era de digitalización. Como decía Byung-Chul Han, “la cultura digital hace que el hombre se atrofie”. Pues bien, la patología política de los nombramientos a dedo producen el mismo efecto querido, pero esta vez sobre las instituciones. Las convierte en cáscaras sin vida, que apenas nada producen a favor de la sociedad (o, en todo caso, mucho menos de lo que podrían dar), pero que siguen dando frutos a quienes de ellas viven. Siempre tan modernos.

Exhumación de Franco: ¿necesidad o chapuza?

El pasado 4 de junio la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Supremo decidió por unanimidad suspender los Acuerdos (aquí y aquí) adoptados por el Consejo de Ministros para exhumar a Francisco Franco Bahamonde y trasladarlo al cementerio de El Pardo-Mingorrubio, en lo que constituye el último de los obstáculos al Gobierno de Pedro Sánchez en su intención de sacar del Valle de los Caídos al que fuera Jefe del Estado Español.

En su Auto, el TS, que se cuida mucho de no entrar a valorar todavía el fondo del recurso contencioso-administrativo de la familia Franco, se limita a resolver si procede o no estimar la medida cautelar de suspensión de los Acuerdos atendiendo al criterio de preservación de la finalidad legítima del recurso ex art. 130.1 LJCA; es decir, valorando cuáles serían las consecuencias si no suspendiese cautelarmente la exhumación y dentro de unos meses, una vez consumada ésta, estimase el recurso en cuanto al fondo y obligase a deshacerla.

Realizando esa aséptica aproximación a los hechos, el Tribunal concluye que, si bien nada impediría que en ese caso los restos del dictador fuesen trasladados de nuevo al Valle de los Caídos, esto «comportaría un muy grave trastorno para los intereses públicos encarnados en el Estado y en sus instituciones constitucionales», razón por la cual la Sala decide estimar la solicitud de la familia Franco y suspender cautelarmente la exhumación.

Una decisión en apariencia coherente, sencilla y prudente que si bien pudiera parecer superficial, no está exenta de ser interpretada como un adelanto del fallo que el Tribunal dictará dentro de unos meses, porque aunque la Sala se afana en asegurar que su decisión se basa únicamente en la finalidad legítima y la necesidad de proteger el interés general (art. 106.1 CE), el contenido del Auto parece esbozar una valoración del fumus boni iuris o apariencia de buen derecho de las pretensiones de la familia Franco: (i) la inconstitucionalidad del Real Decreto-Ley 10/2018, de 24 de agosto, que habilitó la exhumación; (ii) la falta de competencia del Consejo de Ministros para acordar la exhumación sin consentimiento eclesiástico; y (iii) los incumplimientos en materia administrativa y urbanística relativos a la operativa de la exhumación; motivos todos ellos que, siquiera de una forma enunciativa, son desgranados por la Sala en el Auto y contrapuestos a los de la Abogacía del Estado.

Ha de recordarse en este punto que los supuestos de admisión de medidas cautelares en el orden contencioso-administrativo atendiendo a la apariencia de buen derecho están jurisprudencialmente tasados y muy restringidos (casos de nulidad de pleno derecho manifiesta del acto cuya suspensión se solicita o situaciones análogas), de tal forma que cualquier valoración aun somera acerca de la apariencia de buen derecho de la solicitud y la posterior estimación de ésta, no deja de ser un posible indicio del sentido final del fallo del Tribunal.

En cualquier caso, con independencia del fallo final, la realidad es que esta resolución provisionalmente contraria al Gobierno no es la primera, pues se une a la dictada por el Juzgado de lo Contencioso-Administrativo número 3 de Madrid que también suspendió cautelarmente la exhumación por apreciar defectos en la licencia urbanística hace unas semanas. Y ello nos obliga a realizar una reflexión acerca del modo en que el Ejecutivo ha intentado poner en marcha su propuesta de exhumación.

Sin entrar a valorar el debate histórico o ideológico acerca de si es oportuno y necesario -o no- exhumar al dictador de su actual sepulcro, lo cierto es que fue una medida anunciada públicamente como inmediata cuando Pedro Sánchez cuando llegó a la Presidencia, y sin embargo, más de un año después, no sólo no se ha llevado a cabo sino que siguen descubriéndose imprevistos e imperfecciones que además de poner en duda su viabilidad, son tan vulgares que parecen demostrar que el anuncio de exhumación se hizo de forma atropellada y con intenciones puramente electoralistas.

1. En primer lugar, como ya analizamos aquí el mismo día que se aprobó, parece más que evidente que el Real Decreto-Ley 10/2018, de 24 de agosto, que modificó la Ley de Memoria Histórica para permitir la exhumación, fue aprobado por el Gobierno a sabiendas de que no concurrían los requisitos de extraordinaria y urgente necesidad exigidos por nuestra Constitución y la doctrina jurisprudencial del TC.

Los efectos perniciosos sobre la democracia y el Estado de Derecho de legislar a golpe de reales decretos han sido denunciados en este blog en reiteradas ocasiones (ver aquí y aquí), y en este caso concreto la prisa electoralista del Gobierno podría conllevar la declaración de inconstitucionalidad del “decretazo”.

2. Otro punto controvertido son las dudas suscitadas acerca de la falta de competencia del Consejo de Ministros para llevar a cabo la exhumación sin la autorización eclesiástica, toda vez que el “decretazo” y los Acuerdos del Consejo de Ministros no podrían primar sobre el Acuerdo entre el Estado español y la Santa Sede sobre asuntos jurídicos de 1979, que ostenta el rango de tratado internacional, consagra la inviolabilidad de los lugares sagrados y en su artículo 1.5 estipula que el Estado no tiene competencias sobre cementerios, exhumaciones y traslados de restos de los cementerios eclesiásticos.

Si bien esta postura de los recurrentes ha sido debidamente contradicha por la Abogacía del Estado, la realidad es que ya en su día Zapatero solicitó un Informe de la Comisión de Expertos para el futuro del Valle de los Caídos, cuyo epígrafe 11 señalaba con absoluta claridad que «en todo caso, calificada la Basílica como ‘lugar de culto’, es la iglesia, como fija la normativa vigente, la que tiene las competencias legales en su interior. Cualquier actuación al respecto –obras en su interior, inhumaciones, exhumaciones o traslados– deberá contar con la autorización expresa de la Iglesia».

Y en su punto 31 también recordaba que «cualquier actuación del Gobierno en el interior de la Basílica exige una actitud de colaboración por parte de la Iglesia que es a quien se ha confiado la custoria de sus restos y que es a quien, dada la calificación legal de la Basílica como lugar de culto, debe dar la preceptiva autorización» y, concretamente, en relación con la exhumación de los restos mortales, afirmaba con rotundidad que «el Gobierno deberá buscar los más amplios acuerdos parlamentarios y habrá de negociar con la Iglesia la oportuna autorización»; previsiones todas ellas que han sido evidentemente desoídas por el actual Gobierno.

3. En tercer lugar, es por todos conocida la polémica surgida acerca de dónde deberían depositarse los restos una vez realizada la exhumación. Si bien el Gobierno permitió en el Real Decreto que la inhumación se realizase en cualquier cementerio a elección de la familia, en cuanto se deslizó la posibilidad de solicitar el entierro en la Catedral de La Amudena, el Ejecutivo solicitó un informe de la Delegación del Gobierno que desaconsejaba la sepultura en la Catedral por razones de orden público. Una suerte de remiendo del “decretazo” que, para los más suspicaces, podría ser un indicio de la falta de previsión del Gobierno al redactar la norma.

Todo ello, unido a las citadas controversias jurídicas acerca de las licencias urbanísticas y en materia de sanidad mortuoria, la aparente discrecionalidad a la hora de aplicar el contenido del Real Decreto sólo a los restos de Franco o la resolución del Consejo de Transparencia y Buen Gobierno (que ya comentamos aquí) sobre la necesidad deque el Gobierno haga públicas sus comunicaciones con el Vaticano, no hacen sino acrecentar la sensación de que la voluntad del Ejecutivo de llevar a cabo la exhumación, si bien legítima, fue puesta en marcha de forma apresurada, poco consensuada, sin contar con las prerrogativas y las garantías jurídicas necesarias para asegurar el buen fin de la medida y, sobre todo, haciendo un uso partidista y electoralista de los instrumentos que, en tanto Poder Ejecutivo, tenía a su disposición; y todo ello supone una erosión del sistema democrático y un descrédito de las instituciones que, una vez más, no podemos sino condenar.

De la mediación intrajudicial en el seno de una ejecución urbanística que ordena la demolición, a propósito del edificio Conde Fenosa.

En los últimos días se ha suscitado un interesante debate con motivo de la resolución adoptada, hace escasos meses, por el Pleno de la Sala de lo Contencioso-Administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Galicia, en el seno de una ejecución urbanística de sentencia que ordenaba la demolición de un conocido edificio de la ciudad de A Coruña, el “Conde Fenosa”.

Se trata del mediático Auto de fecha 8 de febrero de 2019 dictado en incidente de ejecución nº 6937/1997. Resolución de interés indiscutible en la materia dado que utiliza la vía de la mediación intrajudicial, al homologar los acuerdos que aportaron los litigantes en fase de ejecución forzosa. En efecto, en esta ocasión, un pleito urbanístico de una duración aproximada de veinte años logra zanjarse a través de un medio alternativo distinto a los tradicionales en la resolución de conflictos. Solución que, siendo mayoritariamente aplaudida no ha estado exenta de crítica, contando incluso con sendos votos particulares.

Pues bien, haciéndome valer de la citada resolución del tribunal gallego, no quiero desaprovechar la ocasión para recordar que asuntos como el que nos ocupa ilustran a la perfección uno de los graves problemas que, en mi opinión, continua aquejando a la Administración de Justicia en tanto servicio público. Me refiero a la dificultad que entraña la ejecución de sentencias urbanísticas cuando, particularmente, ordenan la demolición de inmuebles (causas de imposibilidad aparte); una materia que, como se sabe, sigue ofreciendo conflicto. Buena muestra de ello son los largos y complejos pleitos urbanísticos que abundan en la jurisdicción contenciosa-administrativa y que, pese a finalizar en fase declarativa con una sentencia de derribo (la declaración contenida en su fallo) sin embargo, no siempre se lleva a su puro y debido efecto. Y es aquí, entonces, cuando la parte beneficiaria a fin de lograr la satisfacción de su pretensión se ve obligada a iniciar una nueva fase procesal compleja allá donde las haya: la ejecución de la sentencia.

Esta realidad -que denota las notables deficiencias del sistema ejecutorio en la materia aludida y que a nadie pasan desapercibidas- ha hecho necesario en los últimos tiempos su replanteamiento para conseguir una serie de cambios innovadores. De ahí que distintos operadores jurídicos, instituciones y organismos implicados en la materia (destacable es el papel asumido por el CGPJ) hayan puesto especial énfasis en avanzar en soluciones alternativas, tales como, particularmente, la mediación intrajudicial.

Sin embargo, retomando nuevamente la solución dada por el TSJ de Galicia en el aludido Auto de 08.02.2019, en mi opinión, no parece que la aplicación de la mediación intrajudicial en el contexto de la ejecución urbanística que ordena derribos resulte de fácil elección y uso en la práctica; basta observar el tenor de la citada resolución en su RJ 6º cuando dice que “…el caso al que nos enfrentamos no puede extrapolarse a otros supuestos y plantear, también de modo simplista, que cualquier ejecución urbanística puede sortearse mediante institutos que suplan la ejecución in natura mediante el único requisito de pactar una indemnización (…) sin que sea en absoluto susceptible de una suerte de extensión de efectos o precedente que pueda esgrimirse en cualquier procedimiento de ejecución urbanística(…)”.

Acabo, por tanto, con una reflexión: la necesaria búsqueda de otras soluciones alternativas que también considero positivas para conseguir el mismo fin. Y así, partiendo de un replanteamiento del modelo normativo vigente jurisdiccional, estimo que debiera evitarse que la función judicial de “hacer ejecutar lo juzgado” quede relegada a un segundo plano con la necesaria asunción por parte del juzgador de un mayor peso en la fase de ejecución forzosa (salvándose la posible quiebra del principio dispositivo en el interés público que subyace en este tipo de materia). Apuesto, a tal fin, por el impulso judicial de oficio en la ejecución forzosa, superando así la mera intervención del juzgador en dicha fase procesal; juntamente con la posibilidad de atribución expresa de la legitimación al Ministerio Fiscal (no olvidemos la afectación de intereses generales de alto riesgo que están en juego).

Reflexión ésta, en la que particularmente he puesto interés con motivo del estudio efectuado en mi tesis doctoral (Potestades administrativas y jurisdiccionales en la ejecución de sentencias urbanísticas, A Coruña, 2017), con apoyo normativo y sustento en vías hermenéuticas que ofrece la norma. De ahí esta particular reflexión abierta al debate acerca de otras posibles vías alternativas en la solución a la todavía problemática ejecución urbanística de derribos, en la consecución, en suma, de una justicia eficaz.