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El deterioro del Estado en España

El Estado, institución que organiza la vida social en un territorio con el fin de que la convivencia sea pacífica, tiene como eje el Derecho y como sustrato la nación. El ámbito territorial del Estado Nación es el resultado de una evolución histórica que ha costado siglos en cuajar, después de confrontaciones y ajustes. Resultado que ha dado lugar a un ámbito de solidaridad enriquecedora, al espacio más amplio de convivencia pacífica y justicia hasta ahora logrado.

El Estado es en esencia el Derecho que ampara a las personas que nacen bajo su manto o protección; las cuales a su vez, aunque de modo indirecto y muy filtrado, controlan el ejercicio del poder, ínsito a la organización estatal. Pero es la Nación, es decir, las personas unidas al Estado por vínculo de nacimiento, base de la soberanía a la que alude el artículo 1 de la Constitución, la que da vida y emoción al Estado.

Dentro del territorio del Estado existen diferencias que han podido ser importantes en otras épocas, en las que la realidad social y económica era distinta y la comunicación difícil. Hoy, sin embargo, han quedado reducidas a ciertas, pocas, peculiaridades, en especial la del idioma. Pese a ello, en los últimos años, se ha forzado, recalcado y amplificado la especial identidad de las regiones; potenciando, paralelamente, el poder de las mismas. Hasta tal punto, que se habla de Estado plurinacional, Nación de naciones, Estado federal; abandonado el término autonomía.

El origen de esta evolución política, terminológica y conceptual, que es causa de incertidumbre para entender la estructura del Estado, viene de lejos. Pero la causa inmediata está en la Constitución, cuando habla de la indisoluble unidad de la nación española y a la vez reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran. Mezclando los términos nacionalidad, autonomía y región, en lugar de referir la nacionalidad a la cualidad de las personas que nacen bajo la protección del Estado, como lo hace Código Civil. La Constitución agrava la confusión al no fijar claramente las competencias del Estado y permitir que éste pueda transferir a las Comunidades Autónomas facultades relativas a materias de titularidad estatal; dotándolas de instituciones equivalentes a las de un Estado: Asamblea Legislativa, Consejo de Gobierno, Presidente, Tribunal Superior de Justicia.

Esta confusa y errónea regulación, unida a una ley electoral incompatible con una configuración equilibrada del Estado, al permitir que partidos que defienden los intereses de región, que no los generales, contiendan al mismo nivel que los nacionales, ha sido el origen de un proceso de deterioro del Estado, que afecta gravemente a la igualdad y libertad de sus ciudadanos.

Tal error inicial ha sido utilizado por los políticos, que, en ocasiones, por su dificultad para sobresalir en el ámbito nacional, se refugiaron en las regiones, haciendo de ellas verdaderos feudos y un campo abierto para aumentar su cuota de poder. Los políticos potenciaron el sistema autonómico. Lo ensalzaron como un acierto y avance, alentaron su crecimiento, y se sirvieron de él de modo interesado. La crítica del sistema autonómico se consideró herejía.

Los políticos atrincherados en las Comunidades Autónomas, aprovechando la dejación y complicidad de los gobiernos estatales, han desarrollado una especial voracidad legislativa. A ciencia y paciencia de los órganos de control, se han elaborado Estatutos que por su contenido son verdaderas Constituciones. Se han saltado límites al desarrollar los derechos forales, promulgando incluso Códigos civiles, que son el más indicativo signo de una nación. Como el de Cataluña que, sin perjuicio de su perfeccionamiento técnico y su mayor adaptación al tiempo de hoy, ha recogido no sólo sus instituciones peculiares, alguna por cierto inactual pero que marca diferencias, sino también todas las relaciones civiles de carácter general. Además, ante la pereza y desidia estatal, las Comunidades han regulado nuevas situaciones, como las uniones de hecho, por ejemplo, que el Estado ha desatendido, y que debería acoger para su generalización normativa, en aras de una mayor seguridad jurídica.

De este modo, lo que se inició como una construcción política artificial y novedosa en buena parte, ha ido penetrando en la sociedad hasta provocar un sentimiento de nación en cada región. El Estado se ha ido vaciando de competencias necesarias para una construcción armónica y justa de la convivencia, y los ciudadanos perciben que la regulación de las relaciones jurídicas importantes procede de su Comunidad. Con la cual se identifican hasta tal punto que cada vez reconocen menos al Estado de España. Ente que se va diluyendo y se ve en lontananza como algo distante, relacionado con los poco empáticos Fisco, DGT y Ejército. En la realidad se han ido forjando pequeños Estados con un sustrato social cada vez más intenso. Por lo que no es descabellado hablar hoy de Naciones para referirse a las Comunidades Autónomas, y de Estado Federal o de Confederación de Estados, si aquel proceso se consolida.

Esta evolución no es un cataclismo, pero sí un grave retroceso. A la vista están ya los daños. Coste económico desorbitado, a causa de la multiplicación de órganos públicos, funcionarios adscritos y edificios oficiales, compitiendo en lujo entre sí y con el Estado; que la economía española no puede soportar. Encerramiento en la propia región, incompatible con la universalidad del saber y la cultura, a causa de una endogamia docente y profesional, de una enseñanza peculiar y reducida. Dificultad para la comunicación y, por tanto, para el entendimiento y la transferencia de saberes y recursos. Amiguismo, clientelismo y un nuevo estilo de caciquismo que aflora a causa de un poder cercano excesivo y desequilibrado; y consecuentemente corrupción. No es casualidad que los casos de corrupción más escandalosos procedan de los gobiernos autonómicos.

La competencia normativa desgajada del Estado para resolver problemas generales, en especial la educación, sobre todo en las regiones con lengua propia, ha originado un desquiciamiento social y una lesión de la libertad. La imposición de una lengua particular a todos los habitantes de la región afecta a la dignidad de las personas, al impedir que los que han elegido un determinado territorio de España para realizar su proyecto vital, puedan desarrollar su personalidad a través de la lengua que han oído desde su nacimiento y que es la de la nación. Imposición excluyente, inmersión forzosa que conduce a un sector de la población a un estrechamiento cultural intolerable en una sociedad avanzada. La cesión de competencia en materia de educación es generalmente reconocida como error letal que conduce a la dilución del Estado.

El proceso político de aislamiento regional llega al colmo cuando se pretende la separación del Estado, como ha sucedido en Cataluña, que ha iniciado un enfrentamiento conflictivo, con ímpetu y caracteres de grave patología social; dejando marginada parte de la población, extraña en su propia tierra. Como si el hecho de habitar un trozo del territorio de España desde hace tiempo pudiera ser fuente de un derecho autónomo y originario a legislar, al modo medieval. En contra del proceso evolutivo de progreso hacia la justicia que supone una ampliación constante de su espacio de aplicación.

El fenómeno catalán avisa de que el aislamiento entre las diversas Comunidades y la autosuficiencia de éstas ante el Estado es un peligro de evolución regresiva que se cierne sobre todo el territorio de España. Más acusado en las regiones con idioma propio. Si sigue este proceso y la dejación y parálisis del Estado continúa, la dilución de éste podría consumarse. Quedando encerrados sus habitantes en espacios reducidos de libertad y justicia, con grave dificultad para el desarrollo de una convivencia solidaria, compatible y amistosa.

Es necesario y urgente que el Estado de España recupere el timón y fije el rumbo, a fin de restablecer un espacio amplio de justicia en su territorio. Lo que exige reducir los órganos autonómicos y una regulación equilibrada de sus competencias, limitándolas a las necesarias para una descentralización eficiente. Conservando las particularidades civiles regionales de manera ponderada; las cuales, dada la evolución social, son cada vez menores, y en algunos casos más acordes con la realidad actual, y, por tanto, extensibles a toda la nación española.

Esta reconstrucción corresponde en primer lugar a los políticos. Pero también a la sociedad, a través de asociaciones, prensa y demás medios de comunicación. A la espera de que, en su momento, pausada y evolutivamente, se logre otro espacio convivencial de mayor amplitud, un espacio de justicia más extenso, como el que se está gestando, desde hace algún tiempo, en torno a Europa.

 

La Gran Crisis: otra perspectiva

El consenso general sobre lo que causó la Gran Crisis de 2007 se puede resumir así: “malos bancos llenos de malos banqueros hicieron cosas malas”. Este artículo repasa lo que ocurrió y sugiere que esa narrativa no encaja exactamente con los hechos, y desvía la atención sobre el problema real: el sistema bancario es inestable por como está diseñado, parece estar construido para fallar o, al menos, parece muy frágil. Seguir reformándolo, como se viene haciendo desde hace décadas, tal vez no sea suficiente. Deben estudiarse Reformas más radicales, que vayan a la raíz de los problemas.

Un poco de contexto

Las crisis financieras son un fenómeno que parece permanente desde 1970. Los economistas C. Kindleberger o H. Minsky las estudiaron y contabilizaron muy bien. El sistema financiero adolece de una propensión a la inestabilidad. Por ejemplo: el FMI encuentra más de 150 episodios en el período 1970-2017, y el BCE detecta 50 crisis bancarias sistémicas en la Unión Europea y Noruega en el periodo 1970-2016. El gráfico adjunto ilustra esta recurrencia de crisis financieras a lo largo del tiempo.

Las crisis financieras no son idénticas, aunque se parecen. La crisis del año 2000 o puntocom es diferente de la crisis inmobiliaria, bursátil y bancaria de Japón en 1985. Pero las crisis financieras más dañinas son las que afectan al sector bancario provocando una recesión económica, como fue la Gran Crisis de 2007 (en adelante GC), la más importante desde la de 1929 por su gravedad y globalidad. Recordemos que la GC tuvo dos fases: el primer detonante fue la crisis de las hipotecas basura de EE.UU. en 2007, y el segundo detonante, en 2011, fue Grecia y la crisis de deuda europea.

¿Por qué se producen las crisis? No hay una explicación única para todas. Pero Los ingredientes básicos de todas siempre son una mezcla de fallos en el sistema financiero y la naturaleza humana. Sobre todo, el exceso de crédito y la avaricia primero, y el miedo después.

¿Qué falló esta vez?

Muchas cosas y en muchos sitios. Repasarlas es una tarea deprimente ya que la lista de fallos y malos comportamientos es larga. El último libro de A. Tooze (Crash) lo explica muy bien. Para simplificar vamos a agrupar los fallos en dos grandes categorías: fallos del mercado y fallos del Estado.

1. Fallos del mercado

Fallos múltiples en diversos tipos de empresas (inmobiliarias, tasadoras, shadow banking [1. Podríamos definirlo como el sistema de intermediación crediticia conformado por entidades y actividades que están fuera del sistema bancario tradicional. Por ejemplo: los fondos de inversión, como los hedge funds, los fondos de capital riesgo, los fondos del mercado monetario. También son consideradas operaciones de esta “banca en la sombra” los préstamos entre empresas, una práctica extendida entre las grandes multinacionales. Otros ejemplos son las sociedades vehiculares de pagarés de empresa respaldados por activos (ABCP) o los vehículos de inversión estructurada (SIV). Las empresas que comercializan obligaciones garantizadas de deuda (CDO) y las titulizaciones de préstamos también se incluyen en esta categoría. Las sociedades cotizadas anónimas de inversión en el mercado inmobiliario (SOCIMI) también son consideradas parte de la banca en la sombra. Estas empresas se dedican a invertir en inmuebles y gestionar alquileres. ]. etc.), pero especialmente en el sistema bancario. Simplificando:
 Mala gestión en muchos frentes. Sobre todo, se produjeron excesos en el crédito, especialmente al sector inmobiliario. La pobre gestión del riesgo fue evidente durante los años previos a la GC.
 Malas “prácticas”. Otra triste lista, y no exhaustiva:

• diseño y comercialización de productos complejos y tóxicos, incluso engañando a los clientes (CDO, CDS, participaciones preferentes, etc.)
• remuneraciones desmedidas y no simétricas (bonus, stock options, etc.)
• manipulación de mercados (caso Euribor, mercado del oro, etc.),
• enormes conflictos de interés (como el de las agencias de rating)
• colaboración en actividades de blanqueo de capitales, elusión fiscal, falseamientos contables y fraudes masivos (caso Madoff)

Muchos de estos comportamientos han sido sancionados con multas por más de 300.000 millones de dólares a nivel mundial según el FMI. Pero casi toda esa cifra se ha aplicado en EE. UU. y prácticamente no ha habido condenas penales.

2. Fallos del Estado

Para simplificar volvamos a agrupar en dos grandes grupos:

• la poca diligencia que los supervisores financieros y autoridades mostraron en la detección de la crisis, si bien la reacción posterior fue notable. Aún hoy se discute cómo mejorar la estructura y composición de los organismos supervisores [2. Un reciente libro dirigido por J. Segura para la Fundación Areces o el libro “Unelected Power” de Tucker son lecturas recomendables sobre este tema.].
• los errores y vacíos en la regulación y supervisión del sistema financiero que estaba vigente quedaron en evidencia. Algunos ejemplos: las Cajas de Ahorro no podían emitir capital, los supervisores tenían pocas herramientas para limitar el crédito, bajas exigencias para el LTV [3. Long to value (LTV): proporción de capital que aporta el hipotecado sobre el valor de tasación del inmueble al pedir la hipoteca] el perímetro de supervisión financiera era incompleto y dejaba fuera a muchas instituciones financieras (SPV, bancos de inversión como Lehman, los CDS de AIG, etc.), pobre coordinación internacional, falta de datos y estadísticas sobre el sector financiero, y otros muchos.

¿Qué se ha hecho?

La GC mostró los fallos y la arquitectura financiera global quedó en evidencia. Una ola reformadora se desplegó. El presidente de Francia, Sarkozy, llegó a decir en 2008 en una reunión del G20: “Hay que refundar el capitalismo”. Cosa que desde luego no se ha hecho.
La respuesta a la crisis de los Estados desarrollados se centró en tres frentes. Por orden de importancia: el monetario, el regulatorio y el fiscal. Obviamente, el sector privado tomó también sus iniciativas.

  • En primer lugar, en política monetaria se desplegó el mayor impulso de la historia:
    los tipos de interés aplicados por los bancos centrales se redujeron hasta el 0%, y en muchos países se rompió ese suelo y se pusieron negativos. También se actuó sobre los tipos de interés a largo reduciéndolos con fuerza a través de la llamada quantitative easing. Los tipos de interés reales (descontada la inflación) han sido negativos durante muchos años.
  • se concedieron préstamos masivos al sector bancario (LTRO, etc.) y rescates (bail out) al sector financiero que incluyo en la política fiscal más adelante
  • compra por los bancos centrales -en sucesivas oleadas- de activos financieros por más de 18 billones de euros a nivel global (quantitative easing). Un 15% del PIB mundial. El balance del BCE actual equivale al 40% del PIB de la eurozona.

La valoración sobre la bondad a largo plazo de estás políticas monetarias, que tienen efectos positivos y negativos, sigue siendo un tema de discusión. Podríamos usar la expresión británica The jury is out.
En segundo lugar, la lista de cambios en la regulación abarca desde:

  • la creación de nuevos organismos de supervisión para la protección consumidores, para vigilar los riesgos para la estabilidad financiera, para supervisar y resolver crisis bancarias más coordinadamente (MUR, MUS), etc.
  • hasta una pléyade de normas sobre requerimientos de capital y liquidez a las instituciones financieras y nuevas normas de conducta y de remuneración (Basilea III, Ley Dodd-Frank, nuevas y variadas directivas de la UE, etc.).

Es prematuro valorar la eficiencia de estos cambios para impedir otra crisis. Solo el tiempo lo hará. Sigue siendo un tema de debate. The jury is out.

En tercer lugar, en el frente fiscal se pasó de una primera fase de expansión fiscal keynesiana a otra de dura austeridad. Pero el grueso de las ayudas públicas (muchas irrecuperables) se centraron en rescatar al sector bancario y no a los ciudadanos. Las ayudas masivas (rescates o bail out) se ejecutaron en múltiples formas: mediante recapitalizaciones, avales públicos a las emisiones de deuda, EPAs (esquemas de protección de activos, esto es, garantías públicas para no incurrir en perdidas), fiscalidad diferida (DTA), creación de “bancos malos”, ampliación de la garantía pública a los depósitos bancarios, etc.

En este frente, más que en los demás seguramente, otra vez The jury is out. 

¿Cómo estamos diez años después?

Repasemos a vista de pájaro los aspectos macroeconómicos, financieros y políticos del paisaje después de esta década de crisis.

En el frente económico destacaría los siguientes rasgos:

– Crecimiento PIB mundial actual bueno (3,6%). Pero en muchos países (como España) se tardó un periodo muy largo en recuperar los niveles de PIB per cápita precrisis. Se habla de una generación perdida.
– Pero esta recuperación ha venido con un aumento de la desigualdad preocupante.
– La Inversión (pública y privada) es baja a pesar de los tipos de interés y de la recuperación parcial de los beneficios empresariales (destinados en gran parte a dividendos y recompra de acciones).
– Casi nulo crecimiento real de los salarios. Se ha recuperado gran parte del empleo perdido, pero en muchos países el desempleo sigue siendo elevado. Las tasas de participación son bajas y la precariedad laboral ha aumentado.

En el frente financiero:

– Tenemos a nivel global más deuda, pública y privada. Consecuencia del sistema monetario vigente. Un sistema que implica que la creación de dinero este asociado siempre a la creación de deuda. ¿Estamos atrapados en una debt trap?
– Los bancos son más grandes que antes de la GC, algo que se identificó como un riesgo. ¿Qué fue del problema Too big to fail?
– Tenemos más regulación y más compleja. Por ejemplo: una edición normal de la Biblia tiene 1.300 páginas, y la Ley Dodd-Frank tiene 13.000. Frente a un sistema financiero complejo hemos actuado desarrollando una normativa más compleja. Es como combatir el fuego con fuego, como planteaba Haldane, un directivo del Banco de Inglaterra.
– Los mercados financieros son más complejos. El llamado shadow banking ha aumentado, los algoritmos se extienden a muchas zonas del sector financiero, la inversión pasiva (ETF) ha más que doblado de tamaño, han surgido fenómenos (algunos fraudulentos) como las criptomonedas, las plataformas de prestamos peer to peer, etc.

En el frente político destacaría tres rasgos inquietantes:

– Se ha producido un fuerte avance político de nacionalismos y populismos en todos los países del mundo. En algunos de los países más poblados ya gobiernan (EE. UU., Brasil, Filipinas, Italia, Rusia, etc.)
– Se percibe un debilitamiento de la frágil gobernanza mundial lograda antes de la GC. En un momento en el que enfrentamos grandes retos que requieren de acuerdos globales, como el cambio climático o la robotización o los paraísos fiscales.
– Muchos subrayan que hay una mezcla de complacencia e impotencia ante una nueva crisis financiera. Los límites de las políticas monetaria y fiscal en el sistema actual parecen haberse alcanzado.

¿Es suficiente lo que se ha hecho para evitar otra GC?

En mi opinión la respuesta es clara: no. El sistema financiero es prácticamente igual que antes de la GC, aunque con un apalancamiento algo menor, mayores requisitos de liquidez y una regulación más estricta y compleja. La desconfianza en el sistema financiero y su fragilidad sigue siendo alta. La GC fue un fracaso devastador del libre mercado. Pero al contrario de lo que sucedió en la década de 1980, los responsables políticos apenas han cuestionado los roles del Estado y los mercados.

Los responsables políticos, en su mayoría, no reconocen la peligrosa dependencia que la economía tiene de la deuda, que cada vez es mayor. Tampoco que el peso de sectores cuasi monopolistas aumenta (piénsese en las grandes tecnológicas o de distribución como Amazon). Y pocos cuestionan la hiperactividad y tamaño del sector financiero que continuamos teniendo, o reconocen los riesgos de nuevas crisis financieras.

El problema es que hasta ahora siempre se han realizado reformas sin actuar sobre cambios más profundos del sistema monetario. Hacen falta reformas radicales, en el sentido de que vayan a la raíz de los problemas. Nuestro sistema monetario debería estar construido sobre piedra y no sobre arena, y no deberíamos seguir reconstruyéndolo sobre arena.

¿Qué explica la apatía actual de los políticos? Una razón podría ser la ausencia de buenas ideas para mejorar el sistema financiero, pero las hay. Por ejemplo y a modo de recordatorio:

  • Políticas fiscales contra la desigualdad: reformas fiscales sobre el capital (como las planteadas por Mazzucato, Piketty y otros). Renta básica universal e ideas equivalentes (Lowrey et all).
  • Regulación diferente y más sencilla: Cambio en la forma de comprar inmuebles con menos deuda y más capital. Eliminación de la deducción fiscal de los intereses de la deuda.
  • Mayores requisitos de capital en los bancos. 20% y no 6% de capital sobre el total de activos sin ponderar (Admati y otros).

Tal vez la idea más interesante sea la creación de una Central Bank Digital Currency (CDBC) o Dinero Soberano. ¿Por qué solo los bancos y no todos los ciudadanos pueden tener acceso a cuentas seguras en su banco central? ¿Podemos escapar de la dependencia del crecimiento alimentado por deuda? ¿Romper el vínculo entre el dinero y el crédito? Estas ideas están ganando fuerza. No solo por sus defensores más conocidos (Positive Money, Monetative, Vollgeld, etc.), si no por bancos centrales como el de Suecia o el FMI.

¿Cuándo tendrá lugar otra crisis? No sabemos cuando, dentro de meses o años, pero casi nadie niega que vaya a producirse otra. Crisis que tendrá aspectos diferentes a las anteriores, pero que tendrá los rasgos comunes que mencionaba al principio.

Las crisis bancarias son un fenómeno que por su reiteración se han llegado a considerar como “naturales”. También fueron consideradas como “naturales” las pestes y la viruela y la humanidad consiguió deshacerse de ellas. Con las crisis bancarias se puede ser más optimista que con las enfermedades, pues no existe ninguna relación con lo “natural”: el sistema monetario es una obra de exclusiva responsabilidad nuestra, de los humanos.

Lo político en política económica debe ser tomado muy en serio. Las políticas monetarias dieron un tiempo extra a los responsables de las políticas económicas para realizar reformas en la economía y en el sistema financiero, que permitieran lograr un crecimiento más estable y equilibrado. Parece que ese precioso tiempo no se ha aprovechado.

Como recientemente decía M. Wolf en el Financial Times, la complacencia de los políticos moderados invita a la furia extremista. Si aquellos que creen en la economía social de mercado y la democracia liberal no encuentran y aplican políticas mejores, los demagogos los desplazarán. Una mejor versión del mundo anterior a 2008 simplemente no funcionará. Los ciudadanos no quieren volver a un pasado mejor, quieren un futuro diferente y mejor.

Polarización: reproducción de la tribuna publicada en El Mundo

Si alguien nos hubiera dicho después de la irrupción de los nuevos partidos en el panorama nacional allá por el 2014 o 2015 que casi cuatro años después el escenario político sería tan complejo probablemente pocos lo hubiéramos creído. A priori, más partidos políticos en liza supone una buena noticia para una democracia representativa liberal: hay más oferta democrática, más pluralismo, más diversidad y una necesidad mayor de llegar a acuerdos con unos y con otros e incluso de intentar gobiernos de coalición. Si además los nuevos partidos vienen con ganas de renovar el sistema político y de adaptarlo a las nuevas generaciones para atender las necesidades de nuestra sociedad lo lógico era pensar que su irrupción solo podía ser para bien.

Y sin embargo lo que estamos viendo estos días no invita demasiado al optimismo, al menos en términos políticos. En línea con lo que está ocurriendo en otras democracias de nuestro entorno, la polarización política y social no deja de crecer y las posturas de los partidos están cada vez más alejadas. Los viejos y los nuevos partidos compiten de nuevo en el eje derecha-izquierda que algunos quizás prematuramente pensábamos que estaba relativamente amortizado. Es más, esa competición a cuatro radicaliza las posturas hacia la izquierda y la derecha respectivamente vaciando el centro político. Nada por otra parte que no veamos en otras democracias liberales. Pero en España el problema añadido del nacionalismo y en particular la amenaza del independentismo catalán endurece particularmente las posiciones y suscita un nuevo eje de competición electoral de corte identitario que se superpone al anterior y que contribuye todavía más a la confusión en la medida en que algunos partidos situados a la izquierda se manifiestan como identitarios esencialistas (pero de identidades no españolas) y algunos situados más a la derechas como identitarios no esencialistas (pero de la identidad española) pasando por toda la escala de grises intermedia. El caos político resultante no es desdeñable, con partidos de izquierdas demostrando una gran comprensión hacia procesos de nacionalismo excluyente de corte xenófobo que son muy similares a los movimientos de ultraderecha de Italia o Francia, acusando a los partidos a su derecha que defienden la unidad nacional de crispar la convivencia o directamente de fascistas o fachas, en la versión castiza. Un panorama poco alentador.

El problema es que la polarización política y no digamos ya la social puede llevar a la ingobernabilidad y sobre todo a la imposibilidad de realizar las reformas estructurales que el país pide a gritos y que es difícil, por no decir imposible, que se puedan abordar desde políticas de bloques, suponiendo, que es mucho suponer, que alguno de los bloques alcance la mayoría suficiente para imponerse al otro. La presente legislatura es una buena prueba de ello; cuando termine podremos hacer el balance no tanto de lo que se ha hecho –poco- si no de lo que se ha dejado de hacer por falta de acuerdos transversales, que es casi todo. Ya se trate de pensiones, educación, desigualdad, reforma fiscal, lucha contra la corrupción, mercado de trabajo, regeneración institucional o solución del problema político catalán en poco hemos avanzado más allá del diagnóstico, cada día más afinado por los expertos y la sociedad civil y cada día más impotente. Cada uno puede escoger su problema favorito con la seguridad de que cuando termine esta legislatura seguirá en el mismo punto que cuando empezó.  Pero el tiempo se agota y con él la paciencia de los ciudadanos.

La pregunta es cuánto tiempo puede soportar una sociedad crecientemente polarizada una sucesión de gobiernos y de parlamentos inoperantes y gesticulantes, con los consiguientes costes de oportunidad. Y más una sociedad que ha hecho un curso acelerado de maduración cívica, de manera que se muestra mucho más exigente con sus élites que hace cuatro años. Lo que antes se toleraba (a veces por pura ignorancia y desconocimiento) ahora sencillamente no se aguanta. La entrada en la cárcel –que casi ha pasado inadvertida por descontada- de personajes como Rodrigo Rato, antaño todopoderoso Vicepresidente del Gobierno y Ministro de Economía además de Presidente del FMI nos da una idea de los cambios que hemos experimentado como sociedad. Pero precisamente cuando los españoles nos hemos despertado y demandamos neutralidad institucional, separación de poderes, luchar contra el clientelismo, ética pública, políticas basadas en evidencias o rendición de cuentas (demandas todas ellas propias de democracias avanzadas sin las cuales es difícil resolver los problemas que tenemos) resulta que nuestros principales partidos responden con una oferta donde estas cuestiones desaparecen o son escamoteadas tras una lluvia de descalificaciones e insultos. El adversario o competidor político o incluso el aliado de ayer -no está tan lejano el pacto fallido del PSOE y Cs que incorporaba una serie de reformas estructurales muy ambiciosas- se ha convertido en un enemigo mortal al que no se le reconoce ninguna legitimidad moral. No olvidemos que convertir el reproche político en reproche moral es un rasgo típico de intolerancia.

Pues bien, si hay algo preocupante en una democracia liberal que pretende seguir siéndolo es la intolerancia frente al adversario, máxime cuando el voto está muy fragmentado y es imprescindible llegar a acuerdos para poder gobernar. Si además hay que reformar aspectos esenciales de un sistema político e institucional que se está quedando obsoleto a ojos vistas para enfrentarse con los retos de una sociedad muy distinta a aquella para la que fueron diseñados lo deseable es que estos acuerdos sean lo más amplios posibles. Algo parecido a lo que España pudo conseguir –no sin mucho esfuerzo y generosidad por parte de todos- en 1978 cuando desmontó una dictadura nacida de los movimientos fascistas de los años 30 del pasado siglo convirtiéndola en una democracia moderna que, con todos sus problemas, era y es perfectamente homologable con la de otros países avanzados.  Por eso la crisis que padece es también muy parecida a la que están sufriendo nuestros vecinos.

En todo caso no debemos olvidar que los datos objetivos nos demuestran que España es un buen sitio para vivir. Los estudios nos dicen que nuestra esperanza de vida será la más alta del planeta en 2040 cuando superaremos a Japón, o que nuestro sistema sanitario es el tercero más eficiente del mundo. También que somos el quinto país más seguro para vivir, y, lo que es muy interesante, que los españoles en conjunto no tenemos sentimientos de superioridad sobre los vecinos ni padecemos de la fiebre del supremacismo, al menos por ahora. Afortunadamente los brotes de supremacismo catalán no nos han contagiado al resto. Los estudios sociológicos muestran que nuestra tolerancia hacia la diversidad y la inmigración es también muy alta mientras que nuestra conciencia nacional relativamente débil, lo que es también una ventaja para organizar la convivencia en torno a un patriotismo cívico o a la coexistencia de varias identidades no esencialistas o excluyentes. En este sentido, nuestra historia reciente puede ser una ventaja frente a la de otros países con un proceso de construcción nacional que siempre se ha considerado más exitoso, como Francia.

También es cierto que,  pese a todo lo anterior, tenemos una autoestima más bien baja al menos en términos comparativos: nos creemos peores de lo que somos, quizás porque somos conscientes de que podríamos hacerlo mucho mejor. No parecen malos mimbres para conseguir encauzar las cosas y resolver nuestros problemas que, después de todo, parecen menos graves y amenazantes que los que teníamos cuando murió Franco y que compartimos con todas las democracias liberales por lo que también es posible aprender de sus errores y cooperar con ellas para buscar posibles soluciones, especialmente en el ámbito de la Unión Europea.

Pero conviene no ser tampoco demasiado complacientes con nuestras indudables fortalezas. No podemos permitirnos otra legislatura perdida con gobiernos monocolores inoperantes y débiles y una polarización extrema que impida llegar a acuerdos transversales porque nos jugamos mucho, quizás el propio futuro de nuestra democracia liberal. Porque incluso una sociedad tan tolerante, abierta y resistente como la española puede ser incapaz de soportar mucho tiempo más una situación política que está tensando hasta el límite todas las costuras del sistema y unos políticos que no son capaces de detener la degeneración creciente de nuestra vida pública. Ya hemos visto en otros países lo que puede ocurrir cuando una parte importante de la ciudadanía se desentiende de sus instituciones democráticas porque piensa que sus opiniones y sus votos no sirven para nada y llega a la conclusión de que es mejor romper el tablero poniéndose en manos de un hombre fuerte, es decir, de un caudillo por emplear un término que lamentablemente no es familiar. Y es que, para bien o para mal, no somos tan distintos de nuestros vecinos.

Por ese motivo convendría que desde la sociedad civil marquemos el paso y no caigamos en los cantos de sirena que nos lanzan nuestros partidos porque aunque quizás les puedan suponer importantes réditos electorales a corto plazo también pueden poner en riesgo a medio plazo lo que tanto nos ha costado conseguir: nuestra democracia representativa liberal que, con todos sus fallos y sus necesidades de reforma, sigue siendo el mejor sistema de gobierno conocido y también el más adecuado para enfrentarnos a los retos del futuro.

 

 

 

 

 

La posverdad, los medios y el fact-checking

En Derecho, no existe el rumor, los cantos de sirena, los hechos alternativos, ni tampoco las medias verdades. En Derecho, no existe la posverdad. Existe la verdad judicial, es decir, lo probado en sede judicial -aunque ésta última no siempre coincida con la verdad material-  (“Quod non est in actis non est in mundo “). En política, empero, esto no es así. En política, todo vale, o no.

El término posverdad, tan cacareado últimamente, copa el acervo léxico de los interlocutores políticos y, en ocasiones, cuando es detectada, se denuncia su uso para desvirtuar el discurso de quién, mediante argucias y apelaciones emotivas, pretende alterar el relato y deshonrar a la verdad. Así las cosas, huelga preguntarse si es éste un concepto nuevo con sustantividad propia, o si, de lo contrario, es un eufemismo con sustantividad prestada.  O lo que es lo mismo, cuando se habla de posverdad, ¿se habla de algo novedoso y con entidad propia, o es una versión descafeinada de la mentira convencional?

José Antonio Zarzalejos, dice que la posverdad “consiste en la relativización de la veracidad, en la banalización de la objetividad de los datos y en la supremacía del discurso emotivo”. Y de acuerdo. ¿Pero, es esto un fenómeno nuevo? No. Solo hace falta asomarse al balcón de la historia para darse cuenta de que los hechos falsarios, las verdades ilusorias, los sofismas, las trampas dialécticas, las paparruchas, los bulos y el populismo, siempre han estado ahí, y desgraciadamente ahora más que nunca, están.  Todos estos abstractos de la persuasión, que persiguen alienar la opinión pública y sacar rédito, y cuyo denominador común es invocar lo visceral frente a lo racional, deben preocupar más que nunca. Al Ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, le bastó con repetir mil veces una mentira para convertirla en verdad, y me pregunto, cuántas le harían falta ahora que vivimos en la efervescencia de la Era Digital, en donde los memes -que son catalizadores virales de la posverdad a tiempo parcial-, tienen el don de la ubicuidad.

Ya es costumbre, cuando se alude a la posverdad, referirse a los debates presidenciales estadounidenses entre Donald Trump y Hillary Clinton en EEUU, y el ascenso del primero a la Casa Blanca (hasta 132 falsedades vertidas por Trump en su primer mes de legislatura, según The Washington Post), y al Brexit, en Gran Bretaña (la campaña del Leave impuso su posverdad en forma de diagnóstico y pronóstico). Estos dos acontecimientos políticos de repercusiones planetarias llevaron a la posverdad –o post-truth-  al Paseo de la Fama y a ser nombrada palabra del año 2016 por Oxford Dictionary, como acertadamente se dice en este blog.

La posverdad se reviste de sentimentalismo y embauca el candor de los sentimentales. Ejemplo de ello fue la comparecencia de Aznar con ocasión de dilucidar las responsabilidades políticas del ex presidente, donde en repetidas ocasiones negó haber lugar a una contabilidad paralela en el Partido Popular, pese a formar parte de los hechos probados de la prolija sentencia de la Audiencia Nacional, además de afirmar con manifiesto y abyecto desprecio hacia la verdad judicial que cuando en el fallo se condena a su partido a título lucrativo quiere decir que “no tenía constancia del delito”, y no. Ese ideario exculpatorio disfrazado de posverdad tiene un doble objetivo. El primero, formar parte del canal de comunicación de los adeptos en el que la misma información circula de un lado a otro como una suerte de autocomplacencia; y el segundo, embelesar a foráneos del canal oficial, que no real, para que, mediante el cortejo del discurso visceral, cambien su estado de opinión y se adhieran al canal de la “verdad”.

Otro ejemplo se edifica alrededor de la interpretación torticera que se le ha dado a la libertad de expresión en relación con la colocación de lazos amarillos en las instituciones catalanas. Los interesados, a sabiendas de que el principio constitucional de neutralidad ideológica es predicable de las Administraciones Públicas, prefieren fanatizar el debate y apelar a un derecho que no existe, creando una posverdad a medida que a la postre, desfavorece el rule of law, y favorece el rule of post-truth.

Este paradigma, en el que la verdad no seduce y la posverdad es sexy, sumado a la opulencia informativa actual y la saturación de los circuitos de información convencionales, y los que no son –piénsese en que ya no solo los medios tradicionales producen y distribuyen la información-, el ciudadano medio se encuentra anestesiado y con dificultad para discernir lo veraz de lo inveraz. Por todo ello, el papel del aparato mediático es imprescindible para afrontar los problemas que el uso indebido de la tecnología y la proliferación de las noticias falsas o fake news pueden tener sobre el filtro crítico – muchas veces acrítico-, de la sociedad.

Ese papel irreemplazable cristaliza en plataformas de verificación que, en el ejercicio del denominado fact-checking, comprueban la veracidad de contenidos informativos que se emplean en los discursos, sobre todo políticos. Sirva de ejemplo la Unidad de Datos de Univisión Noticias, en Miami, que constató, como sostiene Zarzalejos, cuatro mentiras del candidato republicano por cada una de la candidata demócrata, a solo una semana de las pasadas elecciones presidenciales norteamericanas. Ante este escenario, los malversadores de la verdad parecen haberse encontrado con su Kryptonita, toda vez que el rumor, los cantos de sirena, los hechos alternativos y las medias verdades,  van a ver reducida su esperanza de vida.

Con todo, el rol de la mass media ya no va a ser tanto producir y distribuir la información, como verificar y contrastar, esto es, hacer el fact-checking riguroso para descontaminar del entorno la posverdad y demás estratagemas discursivas.  Esta tesis, sostenida por el mismo autor, ya se materializa en las decenas de plataformas que actualmente existen en los EEUU.

Sería conveniente, si se quiere garantizar la incolumidad del sistema democrático y el rigor de la información de que dispone la sociedad (que además de obligación, es derecho), que cada uno, en su esfera personal, haga juicios más críticos, y que los medios, en su esfera profesional, a su tradicional función de contrapesos al poder, ahora sumen la función profiláctica del fact-checking, para que el motor de la información no gripe, y la información veraz tenga más recorrido que la inveraz, porque, al final, aunque la posverdad se vista de seda, posverdad se queda.

 

 

 

 

Reproducción de la tribuna en El Mundo de Elisa de la Nuez: el espejismo regenerador

Pasados ya sobradamente los primeros 100 días del Gobierno de Pedro Sánchez, parece que la esperanza que despertó fue más un espejismo que otra cosa. No ya porque son patentes los previsibles problemas derivados de la falta de una mayoría suficiente para un proyecto de Ejecutivo estable -que tampoco era el objetivo, al menos inicialmente, dado que la moción de censura tenía como principal finalidad acabar con el insostenible Gobierno de Mariano Rajoy-, sino porque cada día pesan más la herencia y las hipotecas del viejo sistema de partidos. Bajo la apariencia de modernidad que tanta ilusión despertó tanto en cuanto a los perfiles de determinados ministros (y sobre todo ministras) como en cuanto al lenguaje y los gestos, late el alma del turnismo y del clientelismo de siempre.

Sigue funcionando la ocupación de las instituciones por el partido ganador, ya se trate de empresas públicas, del CIS o de cualquier otro organismo público; el cambio de los principales niveles directivos en todos los Ministerios ha sido similar al que realizó en su día Rajoy, y parece tener menos que ver con méritos profesionales que con criterios de afinidad o de pura y simple amistad; funciona a pleno rendimiento el denominado puente de plata, de manera que los puestos funcionariales más apetecibles se adjudican a dedo a los ex altos cargos del PP descabalgados (hoy por ti, mañana por mí). Y ahí siguen los pactos de toda la vida con el PP para repartirse el órgano de gobierno de los jueces, el Consejo General del Poder Judicial, con la necesaria colaboración de unos cuantos jueces ambiciosos y con ganas de hacer carrera de la única forma en que es posible en España, mediante la proximidad al poder político a través de asociaciones judiciales. Las tímidas reformas regeneracionistas anunciadas -muy bien acogidas por la opinión pública- son rápidamente descafeinadas o postergadas, y los estándares éticos proclamados se rebajan una vez se constata que su falta de adecuación a la realidad social supone un coste político inasumible.

De nuevo, se echan en falta las políticas públicas coherentes y a largo plazo, de manera que con algunas excepciones todo se reduce a una política de gestos y en ocasiones de gesticulación. En definitiva, las grandes cuestiones siguen pendientes y el clientelismo patrio sigue campando a sus anchas, rindiendo pleitesía a los nuevos titulares del Poder. Como siempre. Lo más curioso es ver cómo el PP y el PSOE intercambian sus papeles como Gobierno y oposición sin ningún pudor. A las primeras críticas, la vicepresidenta cuestiona la libertad de expresión, exactamente como hacía el PP de Rajoy. Los filibusterismos y las triquiñuelas parlamentarias que emplea el nuevo Gobierno para aprobar las normas cuando no dispone de las mayorías necesarias o quiere evitar los debates parlamentarios no tienen nada que envidiar a las del PP en su momento. El abuso de los decretos-leyes es constante, entre otras cosas porque todo el mundo sabe que hasta que el Tribunal Constitucional se pronuncie faltan muchos años y para entonces nadie asumirá responsabilidades políticas por las normas declaradas inconstitucionales, todo al más puro estilo Rajoy. Se vetan iniciativas de la oposición que pueden molestar al Gobierno -como la proposición de ley sobre transparencia universitaria- con la excusa de que aumentan el gasto, sea o no cierto. Igual que hacía el PP cuando estaba en el Gobierno. Y, mientras tanto, normas imprescindibles para combatir de forma eficaz contra la corrupción, como la que establece la protección de los denunciantes, duermen el sueño de los justos en el Congreso desde hace más de dos años. Claro que por el camino se van quedando el Estado de derecho y la confianza en las instituciones, pero esto no parece importarle mucho a nadie. En definitiva, aunque no lo expliciten (que a veces sí), está claro que nuestros viejos partidos siguen pensando que el fin justifica los medios. Y el fin, como ocurría también con el PP de Rajoy, parece ser mantenerse en el poder una temporada, aunque no se sepa muy bien para qué.

De nuevo es el problema catalán -que es, en definitiva, el problema español– el que evidencia con más fuerza todas las limitaciones del sistema de partidos actual. El PSOE se aferra al viejo esquema de siempre que tan bien funcionó hasta que los nacionalistas catalanes rompieron el tablero. Más allá de la retórica se sigue intentando el intercambio de favores -normalmente dinero, competencias o retirada de recursos ante el Tribunal Constitucional- a cambio del apoyo a un Gobierno minoritario. Estos acuerdos se venden como muestra de la existencia de una voluntad negociadora pero lo que no se atisba por ninguna parte es la existencia de una estrategia política más a largo plazo, salvo las vagas referencias de costumbre al federalismo o a la reforma constitucional, o a la ley de claridad canadiense como si fueran ensalmos que harían desaparecer el secesionismo por arte de magia.

Incluso se habla de retomar iniciativas cuyo fracaso ha sido evidente, como la recuperación del Estatut declarado inconstitucional en 2010. Mientras tanto, se mira hacia otro lado cuando la desagradable realidad viene a desmentir el discurso oficial y a poner de manifiesto día tras día la existencia de una fractura política y social creciente en Cataluña, ahora aderezada con toques de violencia e intimidación tolerada, cuando no alentada por las propias instituciones autonómicas al servicio del independentismo. La postura de Sánchez en este sentido también empieza a recordar a la de Rajoy: es mejor no hacer nada mientras que la cosa no pase a mayores. Y, por otra parte, la actitud más abierta y dialogante del nuevo Gobierno no parece que haya dado muchos frutos y que el apoyo independentista tiene más que ver con el temor a que un adelanto electoral les lleve a un escenario mucho peor que con una voluntad de alcanzar acuerdos.

Claro está que nadie sabe muy bien en qué momento los ciudadanos se van a cansar de gobiernos incapaces no ya de resolver sino incluso de debatir de forma responsable sobre los problemas básicos que les afectan, ya se trate de la creciente desigualdad, de la digitalización y su amenaza para el empleo tal y como lo conocemos, de la brecha generacional, de la reforma educativa, de la cuestión demográfica, de la sostenibilidad del Estado del bienestar, de la neutralidad y la profesionalidad de las instituciones, de la lucha contra el clientelismo o incluso de la seguridad de las personas no siempre garantizada por lo que estamos viendo en algunas partes del territorio nacional. La desconfianza en el sistema de partidos no para de crecer y ciertamente hay motivos sobrados para que así sea. Y sin embargo, sin partidos que funcionen razonablemente no puede sobrevivir la democracia representativa liberal que es el modelo más idóneo para abordar este tipo de retos por la sencilla razón de que es el único modelo político con la suficiente flexibilidad y pragmatismo para permitir -una vez escuchadas todas las voces- una integración razonable de los intereses de unos, y aunque no sea satisfactorio por completo para nadie, proponer soluciones que nos permitan seguir conviviendo.

Pero, además de unos partidos responsables y con visión de largo plazo, necesitamos también una Administración despolitizada y profesional. Hay que recordar que incluso el mejor Gobierno posible no puede hacer nada si no cuenta con un instrumento eficaz para gestionar y ejecutar sus políticas. Y una Administración pública tan politizada y tan desmotivada como la nuestra sencillamente no lo es. Cabe preguntarse, por ejemplo, cómo es posible que nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores tenga que distribuir como argumentario un powerpoint de un profesor de la Universidad de Córdoba para combatir las mentiras independentistas sobre la calidad de la democracia española. Tenemos además una bomba de relojería en el seno de nuestra Administración con un envejecimiento de plantillas que va a llevar a la jubilación en la próxima década a un millón de empleados públicos, entre ellos buena parte de los que forman parte de los niveles superiores de la Administración. Deberíamos tomarnos en serio de una vez la necesidad de poner al día nuestro sector público y de repensar el modelo de Administración Pública necesario para afrontar los retos apuntados. Lo que está claro es que mientras los organismos públicos sean sólo un botín a repartir entre los partidos y no separemos las carreras políticas de las funcionariales no podremos avanzar.

Por último, hay que señalar que todas las cuestiones apuntadas no se van a resolver ni por un partido de izquierdas ni por uno de derechas, por muchos escaños que tengan, ni tampoco por un bloque de derechas y otro de izquierdas conformado por más de un partido. Por la sencilla razón de que se trata de abordardecisiones que necesitan de grandes acuerdos transversales que superen el eje izquierda-derecha y la política turnista y cortoplacista de siempre. Los nuevos partidos, por su parte, deben de evitar replicar el comportamiento político de aquellos a quienes aspiran a sobrepasar lo que no es fácil dado que los incentivos para hacerlo son muy grandes. En definitiva, estamos hablando de redefinir nuestro Estado social y democrático de derecho para adaptarlo a las necesidades de la sociedad española, tal y como otras generaciones hicieron hace ahora 40 años. Nadie puede quedarse fuera de esa gran tarea.

Tecnología, neurociencia, democracia y manipulación

Es muy probable que hayan leído el ensayo “Sapiens” del escritor israelí Yuval Noah Harari. Con más de 10 millones de ejemplares vendidos se ha convertido en un éxito, quizás inesperado, y a su autor en un referente en pensamiento y reflexión. El libro aborda la pregunta sobre cómo el hombre ha podido convertirse en la especie que en unos pocos miles de años ha llegado a dominar la tierra.

La tesis central del libro es que el elemento que realmente ha dado la ventaja competitiva al Homo Sapiens no fue su cerebro, que durante mucho tiempo, millones de años, no le confirió una especial ventaja. El elemento determinante habría sido su capacidad de cooperación flexible y a gran escala. Ninguna especie coopera más allá de 150 individuos, unidos por vínculos familiares, o de confianza. La clave de esa cooperación ha sido la capacidad de comunicación hablada y escrita y específicamente la capacidad de construir relatos que unan a comunidades en objetivos comunes. El hombre es el único animal que puede creer en cosas que existen únicamente en su propia imaginación. A lo largo de la historia de la humanidad, esos “relatos” han tomado la forma de religiones, de ideologías o de creencias.

En este artículo no se aborda la importancia del “relato”, sino el impacto de uno de los elementos que introduce Yuval en este libro, y en la continuación, “Homo Deus”, con un enfoque más provocador. Se trata del impacto que el desarrollo tecnológico y el avance científico tiene en uno de nuestros “relatos básicos”: la democracia. Esta reflexión empieza a aparecer en no pocos artículos, y el fenómeno de las fake news no es más que la punta del iceberg de otro  mucho más complejo.

Lo que hoy conocemos sobre cómo funciona el cerebro humano y como tomamos nuestras decisiones cuestiona algunas de las bases del relato del humanismo liberal que ha dominado el mundo desde la segunda guerra mundial, y sobre las que cómodamente se ha asentado la democracia liberal.

El humanismo liberal fue el movimiento intelectual que situó por primera vez al hombre en el centro de todas las decisiones. El liberalismo se centra en los sentimientos subjetivos de los individuos, a los que otorga la suprema autoridad, por encima de dioses o reyes. Lo que es bueno o malo, lo que es bello o feo, todo está determinado por lo que cada persona siente. Por esa razón, la política liberal se basa en preguntar a los votantes, los votantes saben lo que hay que hacer. De la misma forma, la economía liberal se basa en que el cliente siempre tiene razón y el arte liberal en que el observador es el que decide si algo es o no bello. En las escuelas se nos debe enseñar a pensar por nosotros mismos. Se resume en esa frase que tanto aplicamos cuando tenemos que tomar una decisión: “preguntar a nuestro yo interior”.

Lo que la ciencia cognitiva, la neurociencia y la psicología ha descubierto en los últimos años puede describirse de una forma bastante sencilla. Las personas son mucho más fáciles de manipular de lo que podríamos suponer. La idea de que una persona bien informada toma decisiones racionales es un pensamiento voluntarista Si este descubrimiento lo aplicamos al modelo de democracia liberal basada en las decisiones de los votantes, se abren algunas incertidumbres. La ciencia nos va descubriendo lo predecibles que son muchas de nuestras decisiones, sobre la base del conocimiento de cómo funciona nuestro cerebro.

Steven Pinker, en su libro “En defensa de la ilustración”comenta que los politólogos no dejan de sorprenderse de la incoherencia de las creencias políticas de la gente, por la escasa conexión entre sus preferencias, sus votos y el comportamiento de sus representantes políticos. Hoy sabemos con certeza que la opinión de una persona puede invertirse en función de cómo se formula una pregunta o de qué palabras se utilizan. Ya no nos sorprende que los ciudadanos expresen una preferencia y voten a un candidato que defiende lo contrario. Y aún más curioso es que la retroalimentación entre comportamiento de los gobiernos y votos en elecciones posteriores es, cuando menos, confusa. Solemos castigar electoralmente por acontecimientos sobre los que los gobiernos tienen poco control, y olvidamos rápidamente las decisiones que contradicen nuestras preferencias. Los politólogos suelen afirmar que realmente votamos más a políticos que se parecen a nosotros y con las que nos identificamos, y no tanto en función de sus programas.

No debería sorprendernos la afirmación de que los cambios de los últimos cientos/miles de años han excedido con mucho la capacidad de evolución y adaptación de la especie humana. El hombre descubrió una forma de dominar y tener éxito en su entorno que no está sujeta a la evolución de la especie y a la selección natural, y por tanto nos encontramos viviendo en un mundo, para el que ni nuestra mente ni nuestro cuerpo están realmente adaptados.

Este dato, que asumimos con bastante tranquilidad en relación a nuestro cuerpo, nos cuesta  más cuando se refiere nuestro cerebro. Todos somos conscientes que nuestro cuerpo no fue diseñado para pasar las horas que ahora empleamos sentados delante de un ordenador. La posición sentada ha ocasionado una epidemia de dolores de espalda y cuello que todos sobrellevamos con resignación y procuramos gestionar con una buena tabla de ejercicios y un buen fisioterapeuta. Si dejáramos que la selección natural actuase, nuestro cuerpo evolucionaría para dejar de sufrir esos molestos dolores, con un mejor reparto de pesos y soportes para la posición sentada y erguida. Pero eso ya no es probable que suceda.

Lo mismo pasa con nuestro cerebro. La ansiedad fue de las primeras enfermedades que se explicaron como una pésima adaptación de nuestro cerebro al mundo actual. Un cerebro diseñado con unas prioridades claras: sobrevivir a los depredadores, alimentarse y reproducirse presenta algunos problemas de adaptación en el mundo actual. Un mecanismo, la ansiedad, diseñado para maximizar la probabilidad de salvación ante circunstancias como el ataque de un león se convierte en una enfermedad en un mundo donde no hay leones con un síntoma, el estrés, que  hay que combatir. Como es difícil hacer evolucionar el cerebro para desactivar ese mecanismo, hemos de sobrellevarlo con conocimiento, y en ocasiones apoyo químico.

Esta evidencia, se vuelve más preocupante si empezamos a asumir que muchas de nuestras decisiones tienen poco de racionales. Hoy sabemos que el cerebro cuenta con numerosos sesgos diseñados para tomar decisiones rápidamente en situaciones que nuestro cerebro identificó a lo largo de generaciones como peligrosas. La lista es muy larga, pero algunos son sorprendentes. El sesgo de disponibilidad nos dice que priorizamos el conocimiento que tenemos más fácilmente disponible y lo extrapolamos para crear un concepto general. Por eso las noticias recientes y de impacto siempre tienden a transmitirnos una impresión falsa del a realidad porque las generalizamos fácilmente lo que no siempre es correcto. Es solo un ejemplo de lo sesgos cognitivos que nos llevan a tomar decisiones de formas no siempre conscientes pero hay más:

  • El sesgo del arrastre, que nos lleva a adoptar la decisión de lo que suponemos quiere la mayoría.
  • El sesgo del encuadre, que nos lleva a conclusiones diferentes según se presente la información.
  • El sesgo de la confirmación, que nos lleva a buscar siempre  datos o noticias que avalen nuestras creencias y despreciar los que las pongan en duda.
  • El sesgo del coste hundido, de manera que una vez invertido un coste, monetario o emocional en algo nos cuesta mucho cambiar de opinión.
  • El sesgo de la retrospectiva, que tiende a hacernos creer que algo que ha ocurrido nosotros lo habíamos ya previsto, cambiando nuestro recuerdo.
  • El sesgo del anclaje, que da mucha importancia a la primera información que recibimos (el ancla).

Todos estos, y muchos otros, favorecieron durante miles de años la supervivencia de la especie humana transmitiendo tranquilidad, favoreciendo la rápida reacción ante las amenazas, generando cohesión en la comunidad o la tribu, y favoreciendo la toma de decisiones rápidas para evitar el peligro.

El problema es que estos sesgos que nos han ayudado durante miles de años, ahora plantean nuevos riesgos a la democracia liberal. Lo que ha cambiado es la irrupción de tecnologías que permiten utilizarlos para manipular la decisión de los votantes de forma no solo individualizada sino también masiva. Lo que el marketing lleva tiempo aplicando a nuestras decisiones de compra ahora se ha iniciado su aplicación intensa en el ámbito político para nuestras decisiones de voto. Las fake news, son solo el inicio de un fenómeno que debería empezar a preocuparnos.

Algunos empiezan, como tantas otras veces, a cuestionar la democracia liberal. Pero quizás, como hemos hecho asumiendo que nuestro cuerpo no está preparado para la vida actual, y tenemos que “ayudarle”, no estaría mal empezar por asumir que nuestro cerebro tampoco está bien preparado para nuestro entorno actual, y necesita ayuda. Ayudarle especialmente para poder ser consciente del extraordinario esfuerzo de manipulación de nuestras decisiones a través de la tecnología que podemos esperar en los próximos años. Seguiremos hablando sobre este desafío.

 

¿Nominalismo mágico? De nuevos Ministerios, nombres y organigramas

El nuevo  (e ilusionante, todo hay que decirlo) Gobierno de Pedro Sánchez va a tener nada menos que 17 Ministerios y prácticamente ninguno es igual a su equivalente en el Gobierno anterior de Mariano Rajoy ni en cuanto a la denominación ni -suponemos- en cuanto a los organigramas.  Como saben nuestros lectores a nuestros políticos les encanta dictar leyes aunque no resulten muy útiles (lo que en este blog llamamos legislar para la foto o para la galería) pero se habla menos de que también les encanta poner nombres nuevos a los Ministerios o a las Consejerías o Concejalías. Los nombres se convierten así en auténticas declaraciones políticas.

Ahora bien, los nombres por sí mismos no transforman la realidad, aunque sin duda pueden mandar un mensaje muy potente en el sentido de que el cambio climático, la igualdad de género, la ciencia o la pobreza infantil son ahora una prioridad política, lo que está muy bien. Visibilizar siempre es importante, y los símbolos también lo son. Pero lo mismo que una ley sin mecanismos efectivos de implantación (y de sanción en caso de incumplimiento) no sirve para mucho, algo parecido ocurre con los nombres por sí solos, salvo que creamos en la taumaturgia de las palabras. Los Altos Comisionados para la Pobreza Infantil o las Vicepresidencias de Igualdad de género suenan muy bien y sin duda ponen el foco en el lugar adecuado, pero hay que ser conscientes de que sin recursos, estructura e instrumentos adecuados para desarrollar sus funciones se pueden quedar en meros gestos y generar más frustración que otra cosa. No sería la primera vez; recordemos, por ejemplo, la extinta Agencia de Evaluación de Políticas Públicas, a la que Rafael Rivera dedicó  este post.  

Hay, además, otro problema del que se habla menos, pero que los funcionarios (y los Oficiales Mayores) conocen demasiado bien. Los bailes ministeriales y los cambios de nombre traen consigo un montón de inconvenientes, algunos de ellos muy pedestres, pero que no por eso dejan de consumir tiempo y esfuerzos, que podrían estar mejor invertidos en otras tareas. De entrada, cambios en las webs oficiales, los correos electrónicos (para adoptarlos al nuevo nombre oficial) y en la papelería ministerial que todavía existe, aunque a lo mejor sería una buena ocasión para ir pensando en suprimirla. Pero eso no es lo peor; a los cambios nominales les siguen los cambios organizativos y, en el peor de los casos, las mudanzas y cambios de sede, con el  consiguiente baile de altos cargos y de funcionarios de un lado para otro. Al fin y al cabo, a los Ministros y a sus segundos niveles hay que sentarles en algún sitio digno, y si ahora hay más Ministros que antes, esto supone un problema seguro a la hora de buscarles un despacho.

Lo cierto es que todas estas idas y venidas consumen un tiempo precioso, máxime cuando no hay mucho disponible.  Y no es infrecuente que  cambios como los que supone un desdoblamiento o una fusión de ministerios no están  terminados cuando toma posesión un nuevo Gobierno, que quiere también dejar su impronta organizativa y los vuelve a cambiar. En fin, un eterno tejer y destejer que no resulta especialmente productivo desde ningún punto de vista.

Claro que este no es el problema mayor: como ya decíamos nada menos que en un post de 2012  los organigramas ministeriales están  muy obsoletos y responden a una organización y a unas funciones más propia del siglo pasado y de sus necesidades. Es decir, si hay ahora una política pública a la que dar prioridad, la solución suele ser la de crear una unidad administrativa que se ocupe del tema, a ser posible reutilizando una ya existente, porque ni el reclutamiento de funcionarios expertos ni la dotación de medios es nada fácil. Esta unidad se unirá a las ya existentes con las que tendrá que competir por competencias y presupuestos. Si además sus políticas tienen carácter transversal -como es muy habitual- se las verá y las deseará para poder desarrollarlas con un mínimo de eficiencia.

En conclusión, bienvenidos los cambios y las nuevas prioridades, pero no nos olvidemos de que modernizar es algo más que cambiar los nombres.

Lecciones de la crisis. ¿Necesitamos una Comisión de la verdad sobre la crisis económica?

2018 marca el décimo aniversario de la “Gran recesión”. Muchos políticos europeos, así como otros miembros de la sociedad en general, desean -de forma bastante comprensible- olvidarse de los años de austeridad y concentrarse en el futuro.

Pero ¿hemos aprendido lo suficiente para evitar crisis futuras? ¿Sabemos la razón por la cual nuestras instituciones resultaron ser tan ineficaces la ultima vez? ¿De verdad consideramos que lo harán mejor en el futuro?

Los tiempos de crisis no suelen ser buenos momentos para estas y otras reflexiones. Los políticos están demasiado ocupados intentando salvar la economía (y sus carreras políticas) mediante cualquier método posible para malgastar su tiempo en tan inútil labor. Sin embargo, una vez evitado el desastre, consideramos que descubrir y ilustrar la forma en la cual los errores institucionales condujeron a la crisis sería un ejercicio de gran utilidad para la sociedad española.

En nuestro estudio, que pueden encontrar aquí comparábamos las distintas experiencias de 6 países europeos, llegamos a la conclusión que las Comisiones de la Verdad Económica (a pesar de lo desafortunado de su nombre), eran la mejor forma de aprender de pasados errores.

En primer lugar hay que clarificar qué es una Comisión de la verdad. Se trata de organos independientes llamadas a documentar casos de errores institucionales en los años antes de la crisis, así como las posibles pautas que pueden poner de manifiesto. Es importante destacar que estas comisiones son diferentes de las Comisiones de Investigación en el Parlamento. Las Comisiones de Investigación están formadas por políticos, algunos de ellos responsables de lo mismo sobre lo que investigan y en cualquier caso partidistas, y normalmente faltos de la experiencia y conocimientos que ostentan los profesionales expertos en los aspectos más técnicos del sistema financiero y económico. Las Comisiones de Investigación, a su vez, son fáciles de desprestigiar a los ojos de la ciudadanía dado que es un mecanismo político de ‘toda la vida’.

Las Comisiones de Verdad, al contrario, son lideradas por expertos (financieros, académicos, auditores…) que que pueden recomendar soluciones técnicas no ideológicas y que carecen de intereses políticos.

En este punto, la experiencia comparada es muy interesante. Recordemos que la crisis económica en Islandia llevo a la quiebra al 97% del sistema bancario islandés. Dada la magnitud del desastre, el primer ministro en los días siguientes del ‘crash’ estableció la primera Comisión de Verdad Económica en Europa. Esta Comisión tras dos largos e intensos años de investigación publicó un informe de más de 1.500 páginas, logrando a través de una combinación de testimonios variados reconstruir las causas y el desarrollo de la crisis con una precisión notable.

El informe culpaba en gran medida a los bancos islandeses, por su comportamiento de excesivo riesgo y sus errores estructurales. El Parlamento islandés, basándose en estas y otras conclusiones, entendió que procedía enjuiciar al entonces primer ministro, un suceso único en Europa. A su vez, las recomendaciones del informe llevaron al parlamento a aprobar varias reformas institucionales de gran calado. Es más, el informe tuvo tanto éxito que se convirtió en un ‘best seller’. Se llegaron a vender copias hasta en los supermercados.

Está claro que Islandia no es España, pero ¿puede una Comisión de la Verdad Económica en España llegar a tener un efecto positivo? Creemos que sí.

Una Comisión de Verdad Económica en España podría revelar aquello que suele estar ‘oculto’ a los ojos del ciudadano medio. Como antes hemos indicado, las crisis financieras modernas son extremadamente complejas, y solo unos pocos expertos pueden llegar a comprender todos sus aspectos en su plenitud. La Comisión, formada por estos expertos, tendría la capacidad de explicar los aspectos técnicos mas relevantes y ponerlos a la vista de la sociedad. Una Comisión seria también un ejercicio de catarsis. A pesar de su naturaleza independiente, las Comisiones de Verdad son comisiones oficiales. Una declaración de “mea culpa” por parte del Estado podría tener un efecto positivo en la confianza de los ciudadanos en sus instituciones.

Una narrativa oficial de las causas y consecuencias de la crisis podría tener, a su vez, un efecto disuasorio  de las corrientes populistas. Como apunta Michael Ignatieff, las Comisiones de Verdad reducen el número de ‘teorías aceptables’ sobre la crisis que circulan en los medios. Una reducción de los varios mitos o teorías de conspiración existentes rebajarían el enfado e indignación generales que suelen alimentar a los movimientos populistas. En Islandia, como ejemplo, los partidos tradicionales no han cedido terreno a nuevos partidos populistas.

Por último, una Comisión de la Verdad Económica, mediante un análisis de los errores institucionales sucedidos, podría hacer recomendaciones de reformas concretas. Un buen ejemplo de esto fue la Comisión Pecora en Estados Unidos. Fernando Pecora fue el encargado de investigar las causas del ‘crash’ de Wall Street del año 1929, y sus propuestas de reforma formaron la base de la ‘Ley Glass-Steagall’ de 1933, que durante décadas protegió al sistema financiero estadounidense de crisis similares.

Aunque la mayoría de los economistas, así como los políticos, suelen preferir aquellas reformas que estimulen el crecimiento futuro, especialmente después de una crisis, no se puede subestimar la importancia de los hechos pasados para moverse hacia el futuro. Investigar las causas de la crisis no solo permite pensar en posibles reformas, sino sobre todo permite restablecer la confianza en la ciudadanía en un Estado que reconoce sus errores. Esta transparencia es fundamental en la legitimación del Estado moderno, tan atacado hoy en día.

Muchos lideres políticos han considerado la crisis como una oportunidad para implementar grandes reformas. Una Comisión de la Verdad Económica seria un buen punto de comienzo en ese sentido. ¿Dejaremos pasar esta oportunidad para reformar nuestras instituciones?

(Traducción del inglés de Antonio Tena)

Learning from the crisis

2018 marks the 10th anniversary of the Great Recession. As some European countries have only now started to recover, societies and politicians understandably want to forget the years of painful austerity and look to the future.

But have we learned enough to prevent another crisis? Do we know how our institutions failed us the first time around? And are we confident they are better protected now?

Times of crisis may not be ripe moments for learning, as politicians are necessarily in a ‘firefighting’ mode, trying to save the economy and their political careers. Yet as the economy finally stabilizes, a backward-looking mechanism shedding light on the institutional failures that paved the way to the collapse may benefit a society like Spain in a number of ways.

In our project we explored the comparative experience of six European countries; we found economic truth commissions offer the best shot at learning.

 

Economic truth commissions

Economic truth commissions are independent fact-finding bodies tasked to document patterns of institutional failures in the run-up to the crisis.

They are distinct from other fact-finding bodies. Parliamentary commissions of inquiry are guided by politicians who may lack the expertise to fully understand the technical aspects of a modern financial crisis. At the same time, their partisan and confrontational nature may discredit their contributions in the eyes of the citizenry; simply put, they are seen as ‘business as usual’.

In contrast, the independent commissioners who lead truth commissions have expertise in technical aspects (i.e. finance, auditing, academic). Importantly, by identifying patterns of institutional failure, they can offer useful policy recommendations to protect the system from a future crisis.

 

The international Experience

The 2008 crash in Iceland led to the collapse of 97% of the banking sector. A few days after the crash, the Prime Minister set up the first truth commission in Europe. After almost two years of intensive investigation, the commissioners released a comprehensive final report (9 volumes and 1,500 pages). By coupling new technologies with the testimonies of bankers and politicians, they managed to reconstruct patterns of institutional failures with remarkable accuracy.

The final report apportioned blame to the Icelandic banks, noting their reckless risk taking, and identified institutional flaws. Based on the findings of the report, the Icelandic parliament decided to prosecute the former PM; no other European country has taken this step. In addition, the report’s recommendations became the basis for comprehensive legislative reform to strengthen state institutions.

The final report was so successful that it became a best seller. Copies were sold in super-markets and quickly became popular gifts, with parents giving them to their children so they could avoid making the same mistakes in the future.

 

Benefits of a truth commission

But we are more concerned with the Spanish case. Can a truth commission benefit Spanish society?

First, truth commissions can reveal things ‘hidden’ from the public. Modern financial crises are both complex and technical, so only a few experts can get the full picture. Truth commissions have the capacity to shed light on the technical failures in a simplified and accessible narrative.

Second, the final report of a truth commission is an ‘official acknowledgment’ of state failures. The state’s mea culpa can be cathartic and, at the same time, mend the tattered relations of trust between state and society.

Third, an official narrative can curtail the rise of populist leaders who may want to ride the tide of popular discontent.  As Michael Ignatieff has pointed out, truth commissions ‘can reduce the number of permissible lies’ circulated in the public, thereby restraining the appeal of conspiracy theories or myths fueling populism and challenging democratic politics. For proof, we only need look at Iceland; it is one of the few countries where the crisis was not followed by the rise of populist parties.

Fourth, by identifying patterns of failures, independent commissioners can turn these into concrete policy recommendations. A good example is the Pecora Commission in the United States. Commissioner Fernando Pecora was tasked with investigating the causes of the 1929 Wall Street crash. The Commission’s recommendations became the backbone of the Glass-Steagall Act that protected the global financial system from another crisis for decades.

 

Looking back, moving forward

Although most economists and politicians endorse forward-looking policies tailored to help an economy recover from a crisis, backward-looking mechanisms, such as truth commissions can be beneficial. By investigating the causes of a crisis, they offer a ‘public acknowledgment’ of institutional flaws, and this has the potential to restore relations of trust between state and society. The effort to deal with the causes of a meltdown in transparent way may help to legitimize democratic politics and tame the appeal of populist leaders. Most significantly, they can convert past failures into lessons that, if heeded, could prevent a future crisis.

Many political elites have framed the economic crisis as an opportunity, one ‘too precious to waste’. A truth commission is the litmus test of such declarations: do they actual mean it or this simply another wasted opportunity to learn?

Hay Derecho en el Tribunal de Cuentas Europeo

Una vez al año el Tribunal de Cuentas Europeo (ECA en sus siglas en inglés) celebra una jornada de formación para su personal que incluye sesiones plenarias y lo que denominan “Feria de auditoría” en la que se presentan de forma breve diversas experiencias de auditoría de toda Europa. De este modo se intercambian conocimientos y experiencias y los auditores conocen cómo se hacen las cosas en otros tribunales. A raíz de nuestro estudio sobre el funcionamiento del Tribunal de Cuentas español, el ECA nos invitó a participar este año en esta jornada para presentar nuestro trabajo, ya que el mismo incluye una comparativa con el propio tribunal europeo, entre otros. Se puede acceder al estudio completo aquí.

Así que el pasado 17 de noviembre Elisa de la Nuez, Secretaria General de la Fundación Hay Derecho, y yo misma fuimos a Luxemburgo para participar en esta jornada.

Por la mañana asistimos a la sesión plenaria que estuvo a cargo de Ramón Escolano, del Banco Europeo de Inversión.

Después nos invitaron, junto con el resto de ponentes, casi todos auditores de diferentes tribunales de cuentas como Noruega, Dinamarca o Alemania, a comer en las instalaciones del Tribunal, que cuenta con una “cantina” donde todos, consejeros, auditores y administrativos, comparten espacio. Durante la comida los trabajadores del ECA, de varios departamentos y diferentes funciones según nos contaron después, hicieron, para nuestra sorpresa, un “flashmob”. La verdad es que fue algo simpático, sin mayor relevancia, pero ciertamente nos impresionó bastante, porque no podemos imaginarnos algo así en nuestro Tribunal, bueno, en prácticamente ninguna de nuestras instituciones, la verdad. Creo que este tipo de iniciativas dicen mucho del estilo de una organización y del ambiente que se vive en ella.

Después de comer pasamos a las sesiones de la “feria”, que fueron bastante intensas, pues realizamos dos presentaciones seguidas, de modo que más gente pudiera asistir a varias de ellas.

Compartimos sala con representantes de las entidades de fiscalización de Noruega y Dinamarca, que presentaron dos informes de fiscalización en los que se utilizaban metodologías innovadoras: una metodología basada exclusivamente en la participación de usuarios finales (mistery shopper) y una metodología denominada Public Expenditure Tracking Survey (PETS). Ambas fueron muy interesantes, aunque dejaron patentes qué lejos estamos aún de ciertos países.

Nuestra presentación, que versaba sobre preocupaciones muy más básicas, consistió en un resumen de los principales aspectos que analizamos en nuestro estudio y puede descargarse aquí.

Aunque nuestro estudio difería un poco del resto de presentaciones, ya que la mayoría presentaba auditorías y explicaba las metodologías que se habían utilizado para realizarlas y en nuestro caso no puede hablarse de una auditoría estrictamente hablando, la verdad es que despertó bastante interés. Muchas de las preguntas que nos hicieron tenían que ver con la reacción que nuestro Tribunal de Cuentas había tenido ante el estudio, cómo “les había sentado”, y qué medidas habían tomado a raíz de su presentación. Nuestra respuesta fue que, obviamente, el estudio no había sentado demasiado bien en el TCu, pero que la reacción posterior había sido razonablemente positiva. Inicialmente el estudio despertó sorpresa, ya que nuestras instituciones no están acostumbradas a ser objeto de análisis por parte de la sociedad civil, y después cierto malestar, pues a nadie le gusta que se señalen públicamente sus defectos o puntos débiles.

Sin embargo, a lo largo de este año hemos visto una mayor preocupación del TCu por comunicar mejor y ha empezado a ser noticia no solo por sus problemas internos, sino también por los resultados de sus auditorías – algunos ejemplos aquí, aquí, aquí o aquí-. Hemos visto algunos cambios en la forma en la que se hace el plan de trabajo anual, según nos cuentan están trabajando en mejorar la forma en la que se realiza el seguimiento de sus recomendaciones y, especialmente, una mejor disposición a dar información y, por nuestra experiencia personal, a resolver dudas. No es mucho, pero es un paso importante. No decimos que estos cambios se deban exclusivamente a nuestro trabajo, por supuesto, pero creo que el hecho de sentirse observados, y no sólo por la prensa, es un importante incentivo.

Una de las preguntas que más nos sorprendieron fue sobre la reacción del Parlamento. Lamentablemente, tuvimos que decir que no habíamos presentado el estudio ante el Parlamento y que no tenemos constancia de que lo conozcan. Más allá de las circunstancias “anormales” del último año, la verdad es que para nosotros parece muy difícil, casi impensable, que seamos invitados por el Parlamento a presentar nuestro estudio, cosa que al parecer en Europa les parece algo normal. La Comisión Mixta encargada de estas cuestiones no ha solicitado en el último año la comparecencia del TCu para presentar ninguno de sus informes, así que figúrense. El Parlamento debería ejercer su función de control, entre otros muchos medios, a través del Tribunal de Cuentas y debería exigir las responsabilidades políticas derivadas de la mala gestión y el despilfarro, que si no implican responsabilidad contable no son exigibles por el Tribunal (ni responsabilidad penal que debe ser exigida por la fiscalía). Mi reflexión es que si el Parlamento no hace prácticamente nada – o absolutamente nada en el último año- respecto a los informes de auditoría que hace el propio TCu, sería casi un milagro que nos escuchase e hiciera caso a nuestras recomendaciones de motu proprio.

Un aspecto muy interesante de nuestra visita fue que entre los asistentes a nuestra charla estuvieron algunos de los miembros del ECA que formaron parte del equipo de auditores del “peer review” al que se sometió el TCu en 2015. Todos destacaron que nuestras recomendaciones estaban muy alineadas con las del informe que ellos redactaron, aunque las nuestras fueran menos políticamente correctas y tuvimos ocasión de intercambiar opiniones al respecto tras la sesión. Compartían con nosotros la idea de que es necesario realizar muchos y profundos cambios en el Tribunal para mejorar su funcionamiento y su independencia.

Como miembro de la Fundación Hay Derecho para mí fue muy gratificante participar en esta jornada y ver que nuestro trabajo despierta interés más allá de nuestras fronteras, y creo que debe ser un honor para todos los que hacen posible el trabajo de Hay Derecho, a los que esperamos haber representado dignamente. Agradecemos mucho al ECA la oportunidad, y en particular a su Secretario General, Eduardo García, la cordial invitación.