“En política, los partidos o están en el gobierno o esperando gobernar. Ahora todos ocupan cargos” (P. Mair, Gobernando el vacío, Alianza, 2013, p. 99)
“El patronazgo y el clientelismo son otras dos herramientas con las que los partidos controlan su entorno, obtienen recursos y atraen y compensan a los afiliados” (P. Ignazi, Partido y democracia, Alianza, 2021, p. 358)
La penetración de la política en la alta Administración y en su sector público
Si bien es algo muy sabido, es obvio que las estructuras directivas del sector público en España tienen una elevadísima penetración de la política, lo cual en sí mismo es una rémora inmensa para cualquier proceso que se pretenda de profesionalizar la alta Administración o de salvaguardar la eficiencia y la imparcialidad de las organizaciones públicas. Los intentos normativos de profesionalizar la dirección pública, muy pobres en su trazado y más tímidos aún en su ejecución, han sido un evidente fracaso. Las pocas leyes autonómicas que se han aprobado y que regulan la DPP, se hacen trampas en el solitario: al final, la DPP se ha convertido en una libre designación travestida. Quizás alguien se pregunte por qué lo que se ha terminado implantando en la inmensa mayoría de las democracias avanzadas, cuesta tanto que aquí arraigue.
Razones hay muchas, y no es mi intención abordarlas en un espacio tan limitado como es un post. Pero, sin duda, el freno más evidente a la institucionalización de estructuras directivas en nuestro sector público procede de que una vez ocupado intensivamente ese espacio por la política las resistencias a abandonarlo son numantinas. Y entre ellas destaca una especialmente: la amplísima nómina de personas que viven de la política o de desempeñar cargos políticos y directivos, que se ha ido incrementando con el paso de los años. Satisfacer a tales clientelas requiere disponer de un abanico cada vez más extenso de cargos públicos para distribuir entre los fieles.
En realidad, como han estudiado Peter Mair y, más recientemente, Piero Ignazi, los partidos políticos viven ya adosados a las instituciones y, en especial, a las administraciones públicas que son proveedoras de innumerables cargos públicos de naturaleza intermedia o incluso de posiciones de asesores o de personal de confianza. José Antonio Gómez Yáñez y Joan Navarro escribían en 2019 (Desprivatizar los partidos, Gedisa) que la nómina de cargos públicos (representativos y ejecutivos), o de quienes vivían de la política en España, superaba las ochenta mil personas, llegando incluso a rondar las cien mil. Desconozco cómo se hizo el cálculo, pero intuitivamente sí que se puede afirmar que son decenas de miles quienes desempeñan cargos públicos de confianza política en las administraciones públicas y en su sector público.
Partidos “de cargos públicos” y Dirección Pública en España
Los viejos partidos decimonónicos de cuadros o de notables -como estudió en su día Maurice Duverger- se transformaron en el siglo XX en partidos de masas (o con fuerte afiliación), para involucionar a finales del siglo pasado y en el siglo XXI hacia una modalidad ya dominante de partidos de cargos públicos (esto es, partidos con menos militantes y sin apenas vida interna, que son estructuras de distribución de cargos a quienes principalmente se arriman quienes quieren vivir de la política). Hoy día la práctica totalidad de los partidos tienen esa factura. Los congresos, asambleas, convenciones de los partidos o, incluso, algunos mítines, son actividades a las que ya solo asisten en su mayoría cargos públicos del partido. Ciertamente, se objetará a lo anterior que hay partidos en la oposición que no tocan poder; pero, parafraseando a Peter Mair, en realidad los partidos están en el poder (y, por tanto, acumulan amplias bolsas de cargos públicos para su reparto) o se encuentran en la sala de espera para acceder al poder (y, por consiguiente, tienen expectativas de alcanzar esa distribución discrecional de sinecuras). Los medios actúan de altavoces de quienes ya no arrastran apenas a la ciudadanía.
La patología española radica, sin embargo, en una combinación diabólica que consiste en una multiplicación territorial de niveles de gobierno, algunos de ellos con nóminas muy generosas de cargos directivos, a lo que se suma una cultura de clientelismo político muy acusada, y para cerrar el círculo aparecen dos ingredientes que distorsionan más aún el panorama: la política miope y de liderazgos cortoplacistas que nos gobierna no ve ningún valor añadido en la profesionalización de las estructuras directivas, porque cercena “su poder” (caso de triunfar dispondrían, por tanto, de una menor bolsa de reparto; o no pueden recolocar a los suyos) y desconfían, así, que sean altos funcionarios imparciales quienes ejerzan esas funciones que ahora son desempeñadas unas veces por militantes del partido y otras por amigos políticos, aunque tengan la condición de funcionarios. El terrible péndulo de nuestra historia político institucional asoma de nuevo: la tensión entre politización y corporativismo; pues tampoco esta última solución resuelve el problema. El hecho diferencial radica en que el nuestro es probablemente el país de la Unión Europea que tiene el grado más intenso de penetración de la política en las estructuras de la alta administración. Y cambiar eso supondría una auténtica revolución en la forma de entender la política y lo público, que absolutamente ningún político quiere liderar, por la cuenta que le trae. Tienen (o eso piensan) mucho que perder. Y ninguno es capaz de vislumbrar las ventajas que conlleva para la propia política una gestión de excelencia e integridad.
Con este contexto sumariamente descrito, pretender que se va a implantar en España la profesionalización de las estructuras de la alta Administración, es soñar despiertos. Algunos de los partidos que están en la oposición pueden tal vez tener destellos que les iluminen en torno a la necesidad existencial de despolitizar la Administración (y, de paso, el resto de instituciones, también las de control, que están literalmente ocupadas por los amigos políticos de quienes están en el poder o de quienes se lo reparten sin disimulo); sin embargo, cuando tocan poder –tal como hemos visto- sus actitudes y comportamientos cambian radicalmente: beneficiar a los suyos y a sus próximos se convierte en su hoja de ruta. Personas sin oficio o sin apenas ejercicio profesional ingresan o promocionan en los partidos con la exclusiva finalidad para hacer política a través de “pillar” cargos en la Administración, que en algunos casos ya se asemeja a una entidad de beneficencia o de socorros mutuos. Las ubres presupuestarias, como diría Galdós, dan leche para todos. Así los políticos (también en ciertos casos familiares o amigos de ellos que ingresan por la puerta falsa en las nóminas de la Administración), se adosan firmemente al poder, desde donde mediante una rotación interna y grosera de puertas intercomunicadas o puentes de plata van saltando de un cargo público a otro hasta que el cuerpo y el presupuesto lo permitan.
Consecuencias de la politización de la alta Administración
No me detendré en todas las consecuencias que este fenómeno descrito tiene sobre la política y la acción pública en España. Omitiré ahora, pues requiere un tratamiento monográfico las conexiones entre politización y corrupción, que no son pocas. Tampoco haré mención a la quiebra de la continuidad de las políticas públicas y sus costes económicos, directos o indirectos, por efecto de la rotación constante de directivos públicos. Nada de esto es gratis. Pero conviene detenerse en algunas de ellas. Así, los partidos de cargos públicos designan personal directivo muchas veces con competencias directivas escasas o nulas, fieles a la causa y a sus consignas, con fecha de caducidad en su ejercicio, pero además timoratos o asustadizos, que nada hacen para seguir estando como están, ya que para ellos lo importante es retener el poder (“no cometer errores” ni tampoco “hacer mucho ruido”: pasar desapercibidos) de tal modo que puedan seguir disfrutando de la nómina a fin de mes. Por tanto, ese tipo de partidos son viveros de gobernantes arrugados (hoy día una fauna abundantísima) o, en el otro lado, de políticos de factura populista o demagógica, cuando no de vendedores de humo o de innovaciones importadas para mayor gloria de sí mismos, que nada quieren reformar o, peor aún, que hacen como que reforman y en realidad nada transforman. Se trata de atender a sus potenciales electores con cantos de sirena para que les renueven el voto y seguir enchufados así perennemente a los presupuestos públicos. Con ello palian el shock existencial que comporta la pérdida del poder y de aquellas prebendas que se anudan a su ejercicio. Quedarse sin nómina pública es la gran pesadilla de los políticos y directivos de esa extracción. Y a veces pasa. Pero, por lo común, pronto son recolocados, allá donde se pueda.
Con ese modo de hacer (mala) política es muy fácil que el país colapse, simplemente porque su impotencia produce una esclerosis institucional múltiple, también de sus propias administraciones públicas, motores de una transformación gripada. Los partidos de cargos públicos –profundizando en la deriva que el propio Max Weber identificó tempranamente- ya solo piensan en ellos, en retener el poder, ganar elecciones y seguir repartiendo prebendas. Su fin último es seguir en el poder. No tienen otro interés. Hace ya mucho tiempo que se olvidaron de los demás, aunque con su impostura habitual se les llene la boca de discursos bonitos y de comunicación vacua que tiene como foco impostado a las personas. Los directivos profesionales ni están ni se les espera, al menos mientras quienes gobiernan los partidos y las instituciones no entiendan que hacer política pensando en la ciudadanía es otra cosa muy distinta y distante de lo que han ejercido y están ejerciendo hasta la fecha. La buena política sin gestión eficiente y sin integridad es un eslogan sin contenido. Dura lo mismo que el entusiasmo, siempre efímero y caprichoso: prácticamente nada.
(…)
Apostilla personal
Hace casi treinta años, inspirado en lo que se hacía en otras democracias avanzadas y en algunos trabajos pioneros en España, publiqué mi primer estudio sobre la dirección pública y la alta administración (en el número 32 de la Revista Vasca de Administración Pública). Poco después escribí el libro Altos cargos y directivos públicos. Un estudio sobre las relaciones entre política y administración en España (IVAP, 1996 y 1998). Ya entonces denunciaba la politización y abogaba por la profesionalización de tales estructuras directivas. Desde entonces mucho se ha escrito, yo también, sobre ese objeto. Dejé de escribir sobre ello (2010) cuando fui consciente de que a la singular política española le interesaba un carajo la profesionalización de la dirección pública. Y era poco menos que predicar en el desierto y perder el preciado tiempo del que uno dispone. Desde finales de los años noventa y principio de este siglo, han ido emergiendo cada vez más defensores de la dirección pública entre académicos y altos funcionarios, pero sus generalmente espléndidas contribuciones bibliográficas (tesis, libros, artículos, etc.) y constantes proclamas (en algunos casos incluso asociativas) apenas cruzan los férreos muros de una vieja política que vive fortificada en su cerrado y caduco mundo.
A raíz de esta fuerte corriente académica y profesional, la dirección pública profesional llegó incluso a adornar programas electorales y de gobierno. Se coló incluso de tapadillo en algunas leyes (con más voluntad que acierto, como la desgraciada regulación del artículo 13, número maldito, del TREBEP). Reaparece en algunos proyectos de ley. Pero, la clase política española (incluyo en ella a la proveniente de todos los territorios, ya sea de naciones, nacionalidades, regiones o cantones, que al fin y a la postre tienen las mismas patologías), está anclada en la ancestral cultura de clientela y de reparto del botín. Y, por mucho que se difundan las ventajas de disponer de directivos profesionales, nada realmente se hace en nuestro sector público. Hay algún movimiento tibio en alguna comunidad autónoma, que no termina de cuajar. Y esta parálisis generalizada no es gratis, sus costes son altísimos.
El pobre funcionamiento de muchas de nuestras Administraciones Públicas y la impotencia reformadora o transformadora también obedece a que los niveles directivos rotan con una facilidad pasmosa (sin estabilizar las políticas ni sus resultados) y, en no pocas ocasiones, están cubiertos por fieles al partido que no reúnen los estándares de profesionalidad necesarios (por cierto, cada día más bajos). Cuando se mira este problema desde la atalaya de una edad ya madura, se observa con desconsuelo el panorama que precede y el que, si nadie lo remedia, seguirá después. Y se tiene la percepción cada día más intensa de que ni este país ni sus gentes se merecen esto. Sin embargo, parece una condena bíblica. Si uno analiza nuestra historia, quedará sorprendido de cómo se repiten las patologías y los estereotipos en lo que a las relaciones entre política y administración respecta. Decididamente, no hemos aprendido nada. Pero eso, para otro día. Por hoy, ya basta.
Doctor en Derecho por la Universidad del País Vasco/Euskal Herriko Unibertsitatea (1988). Actualmente es Socio del Estudio de Sector Público SLPU y Catedrático de Universidad (acreditado) en la Universidad Pompeu Fabra, donde imparte docencia de “Organización Constitucional del Estado” en el Grado de Filosofía, Política y Economía, que se imparte conjuntamente por las Universidades Pompeu Fabra, Carlos III y Autónoma de Madrid.
Ha sido Letrado del Gobierno Vasco (1981-85), Jefe de Estudios del IVAP (1985-1992), Profesor Titular de Derecho Constitucional de la UPV/EHU (1993-1998), Letrado del CGPJ (1999-2001); Catedrático de Derecho Constitucional en ESADE, URL (2001-2004), Director de los Servicios Jurídicos del Ayuntamiento de Barcelona (2004-2007) y Director de la Fundación Democracia y Gobierno Local (2010-2012). Ha desarrollado tareas de Consultor Internacional sobre reformas institucionales en varios países con el BID, CLAD, FIIAPP, OCDE y Banco Mundial.