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Reparar y castigar: la atenuante de reparación del daño y el ‘caso Dani Alves’

Como toda sentencia mediática, la recientemente dictada por la Sección 21 de la Audiencia Provincial de Barcelona (caso Dani Alves) ha hecho aflorar al debate público diversas cuestiones relacionadas con nuestro Derecho Penal; la ley temporal aplicable al caso, la concreta determinación de la pena, la valoración de la prueba y algunas otras entre las que destaca la siguiente: Pese a que los hechos probados no recogen mención alguna a esta cuestión, en el fundamento décimo primero de la sentencia se expone que «Consta acreditado que con anterioridad a la celebración del juicio la defensa ha ingresado en la cuenta del Juzgado la cantidad de 150.000 euros para que fueran entregados a la víctima, sin ningún tipo de condicionante». Y acto seguido el tribunal nos dice que este acto «expresa una voluntad reparadora que tiene que ser contemplada como una atenuante», si bien considera que esa voluntad aun siendo cierta es relativa puesto que, en resumidas cuentas, el condenado gana mucho dinero «…tampoco supone demasiado esfuerzo reparador». Aprecia en consecuencia una atenuante de carácter simple y no la muy cualificada que solicitaba la defensa (con los consiguientes efectos penológicos). 

El lego en derecho entiende pues que pagar dinero a la víctima parece que atenúa mucho, poco o al menos en algo, la pena. Y esto es así pero no necesariamente. Voy a intentar explicar qué es esto de la atenuante de reparación del daño, los requisitos que tiene y como la vienen interpretando nuestros tribunales. Sin ninguna pretensión dogmática, más bien con carácter divulgativo, pero con la carga para el lector, ineludible y habitual en mis tareas de escribidor, de tener que leer alguna referencia histórica.

Efectivamente, nuestro Código Penal contiene un listado de circunstancias que agravan la pena y otro de circunstancias que la atenúan. Dentro de éstas leemos en el art. 21.5 que es circunstancia atenuante «la de haber procedido el culpable a reparar el daño ocasionado a la víctima, o disminuir sus efectos, en cualquier momento del procedimiento y con anterioridad a la celebración del acto del juicio oral». Por lo tanto, reparar un daño causado a la víctima o al menos disminuir sus efectos (ojo, no necesariamente pagar dinero), siempre que concurran determinados requisitos temporales, atenúa la pena. Si me rompen un faro del coche y el vándalo autor me abona el precio de la reposición se le puede atenuar la pena, si me sustraen el móvil pero me lo devuelven intacto se puede también atenuar.

La primera pregunta que surge es: ¿y por qué? ¿Qué razón hay para que una pena sea más benigna por esta causa? En general, se suele predicar de esta atenuante un fundamento meramente utilitarista, por razones político criminales, por un interés en que la víctima logre un resarcimiento del daño. Una fundamentación, pues, victimológica. De tal modo que, prevaleciendo ese interés, no suele haber inconveniente en aplicar la atenuación incluso si la reparación se produce dentro ya de las sesiones del juicio como «atenuante de análoga significación» (21.7 CP). Tan importante se ve en nuestro Código la reparación a la víctima que todo el dinerito que se le pueda intervenir a un condenado se destina en primer lugar (con preferencia a la multa, las costas etc.) a reparar a la víctima (art. 126).

El fundamento de la atenuación no tiene por lo tanto una base subjetiva. Es más bien objetiva: repara y te atenuamos. Se rompe desde el Código Penal de 1995 con la tradición española de que esa aminoración del daño fuera producto de un «arrepentimiento espontáneo». El tormento moral del autor y su final decisión ética son ahora irrelevantes. El mero interés por tener una pena rebajada puede ser motivo perfectamente legítimo para la atenuación. Pero …,¿ qué es exactamente reparar el daño? Antes puse un par de ejemplos muy facilones. Pero la cosa se complica en determinados delitos. Vamos a aproximarnos a ese concepto echando un vistazo a otros lugares en los que el Código Penal nos habla de «reparar el daño». Y vemos que aparece floridamente por todo el Código: la pena de trabajos en beneficio de la comunidad puede consistir en reparar el daño causado por el delito (art. 49), la ejecución de una pena se puede suspender o no teniendo en cuenta el parámetro del «esfuerzo reparador»(arts. 80 y 84), participar en programas de reparación a las víctimas influye también en la concesión de la libertad condicional (art. 90); como responsabilidad civil derivada del delito reparar el daño se configura como una obligación (art. 109). Y el art. 112 nos da pistas sobre el contenido real de esto de reparar el daño: «La reparación del daño podrá consistir en obligaciones de dar, de hacer o de no hacer que el Juez o Tribunal establecerá atendiendo a la naturaleza de aquél y a las condiciones personales y patrimoniales del culpable, determinando si han de ser cumplidas por él mismo o pueden ser ejecutadas a su costa». Alguna pista tenemos, pero seguimos con dudas: ¿cómo se repara el daño en una agresión sexual? ¿y en un homicidio? ¿y en unas calumnias? El Código nos da más pistas, pero no nos soluciona todas nuestras dudas. Nos dice que en un delito de calumnias la reparación del daño necesariamente debe incluir «también» (es decir, además de otras cosas) «…la publicación o divulgación de la sentencia condenatoria, a costa del condenado» o que en el delito de impago de pensiones la reparación «comportará siempre el pago de las cuantías adeudadas». Esta indefinición ha hecho establecer tal vez una identificación (un tanto simple pero tentadora por su sencillez) entre reparación y pago de la responsabilidad civil derivada del delito. A ello contribuye una praxis un tanto «mercantilizada» en los acuerdos acusación-acusado que dan lugar a sentencias de conformidad. 

Si bien es cierto también que cada vez es más frecuente leer cosas como que «…la reparación del daño causado por el delito o la disminución de sus efectos… debe entenderse … en un sentido amplio …que va más allá de la significación …que se refiere exclusivamente a la responsabilidad civil» (STS 94/2017 de 16 de febrero). Y ahí es donde empiezan los problemas: en una agresión sexual es obvio que el daño no se arregla con el pago de una indemnización. El Tribunal Supremo ha llegado a sugerir incluso que el efecto atenuante debe estar supeditado a la aceptación de la víctima: «…tiene que estar plenamente justificada, adecuadamente razonada, e incluso de alguna manera admitida por el perjudicado o víctima del delito». Por lo tanto podemos tener más o menos claro que sea la reparación que justifica una atenuación, pero todo se vuelve más complejo cuando el delito cometido no es neutralizable en sus efectos con, por ejemplo, un mero pago o, lisa y llanamente, es imposible de neutralizar: el daño no tiene arreglo, nada lo puede reparar. Lo dejo aquí por el momento para hacer una pequeña digresión histórica: cuando se nos habla de Derecho Penal medieval (vaya salto he dado) uno piensa inmediatamente en sádicos castigos, torturas, mutilaciones etc. 

Sin embargo, y asimétricamente con estas penas, el derecho penal medieval tenía unos anchísimos espacios de impunidad. Uno de los motivos de dicha impunidad era la vigencia (diría que casi universal) de la posibilidad de compensar el daño abonando una cantidad de dinero o de bienes: en el Derecho escandinavo la ley fijaba en tablas «el precio del delito»; un monumento del Derecho bajomedieval, el serbio Código de Dusan, permite compensar económicamente incluso delitos como el asesinato y las referencias son también muy numerosas en derecho germano, en Francia (las leyes sálicas de los francos contienen una mareante regulación de las formas de compensar el daño) y en nuestro Derecho histórico. Con diversos nombres (busse, fredus, bannus o nuestras caloñas forales) se instituyó en Europa un precio de paz, que gustosamente fomentaron los diferentes poderes cuando empezaron a apropiarse de una parte de esa compensación, como en la Carta de Bruselas de 1229, en la que un tercio del pago iba a la comunidad y el resto al Duque. Toda esta compleja y tarifada trama de indemnizaciones mezcladas con multas tenía en realidad como consecuencia que el rico pagaba por su delito con dinero y el pobre con su cuerpo. Un observador tan perspicaz como Weber se refería a esas «tarifas grotescas» que permitían preguntarse si cometer el delito «valía la pena». En la Edad Media, el delito se compra, se verifica y se abona el precio después. Volvemos ahora a nuestra atenuante: salvando las distancias una cosa parece enteramente lógica: evitar cualquier aroma medieval en la apreciación de la atenuante de reparación del daño. 

No tiene ningún interés político criminal y atenta contra elementales razones de justicia que el rico pueda atenuar su pena por el mero hecho de serlo, sin que el pago que realice suponga un esfuerzo relevante. No tiene sentido penológico alguno que, al igual que el rico caballero medieval hemos dicho que podía comprar el delito, el rico del tercer milenio pueda comprar la rebaja. La propia sentencia de la Audiencia Provincial advierte de ese peligro, sobre el cual ha disertado en varias ocasiones el Tribunal Supremo. Por lo tanto parece que hace falta algo más o algo diferente para apreciar la atenuación en casos como el de Dani Alves. Pero qué contenido tenga ese algo más o ese algo distinto es algo de difícil determinación. En delitos como los relativos a la libertad sexual, el Tribunal Supremo ha reiterado que las resoluciones en lo relativo a la reparación del daño deben ser «enormemente restringidas y calibradas» (sentencia 1112/2017 que cita la propia Audiencia Provincial de Barcelona). Y ello es así porque no hay propiamente posibilidad de reparación de algo irreparable. No hay una identificación real entre el daño y cualquier actividad tendente a aminorar el mismo. Con cita de la Sentencia del Tribunal Supremo 273/2023, dice la propia sentencia del caso Dani Alves que para apreciar la atenuación «…no puede bastar la sola consignación económica del importe en el que se ha cuantificado el daño moral. Debe reclamarse, también, la exteriorización de una conducta comprometida con la idea de la reparación integral de la víctima, en la que pedir perdón, reconociendo el daño causado, puede adquirir un rol y un valor muy destacado». Definir ese plus o ese extra es algo en lo que tal vez los tribunales no hemos terminado de dar con la tecla, sin que tampoco sea tarea sencilla para la doctrina. Como nos dice la profesora Enara Garro en un excelente trabajo sobre esta materia «…sería preciso y urgente poner nombre a ese plus, determinarlo, de tal forma que la rebaja de pena se pueda mover en unos parámetros de previsibilidad». Aquí suele haber coincidencia en que no puede ser una materia plenamente objetivable (por ejemplo, que el pago de la responsabilidad civil diera automáticamente lugar a la apreciación) pero tampoco llevar el fundamento victimológico de la atenuación a extremos subjetivistas en los que de facto (o peor aún, de iure) sea la víctima la que determine cuando se siente o no reparada. En parte puede tener que ver con la propia actitud procesal del acusado: de nuevo con Enara Garro, una disponibilidad y compromiso para asumir su responsabilidad por el menoscabo que causó contribuye a lanzar un mensaje estabilizador, contrafáctico al hecho del delito. Esto se puede entrever si hay una verdadera voluntad de reparación (independientemente de la capacidad económica) que se traduzca en un esfuerzo real, significativo de reparación y que la haga especialmente creíble. 

El seguimiento de determinados programas de justicia restaurativa, con la correspondiente asunción del daño llevado a cabo, sin caer en una baremación meramente ética que nos lleve al antiguo «arrepentimiento espontáneo» abren líneas interesantes en la delimitación de la atenuante, pero no sé si son las más adecuadas o efectivas en supuestos como este. La conclusión de todo lo anterior es la propia dificultad de concluir nada. Creo que el tribunal expone correctamente todas las dificultades que plantea la apreciación de la atenuante, y previene contra el automatismo pago igual a reparación, pero finalmente choca con una realidad: el pago de una cifra tan elevada, que se corresponde con lo solicitado como indemnización por las acusaciones y que supera notoriamente la cuantía de muchas indemnizaciones que se dan en este tipo de delitos, ese pago, en fin, es difícil considerar que no haya al menos mínimamente reparado el daño causado. Más aún en el marco de una praxis de los tribunales (diaria) en la que se suele apreciar la atenuante de reparación cuando se abona la responsabilidad civil. La solución dada es de difícil valoración. Desde luego en esta materia parece que hay un límite evidente: el intento de reparación no puede ser humillante u ofensivo para la víctima. Me voy a otro ejemplo muy extremo que nos deja la Historia: no es infrecuente leer sentencias de hace unos cincuenta o sesenta años en las que consta que los letrados defensores de acusados de violación pedían la aplicación de la circunstancia atenuante de reparación o disminución del daño a impulsos de un espontáneo arrepentimiento por el hecho de ofrecerse en matrimonio a la víctima. Es difícil imaginar algo más retorcido, algo más sangrante para una mujer violada. Afortunadamente se rechazaban tales pretensiones, propias de una moralidad afortunadamente caducada. 

En la Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de marzo de 1962 encontramos este párrafo: «… se ha mostrado dispuesto a contraer matrimonio con la ofendida, no puede pretender con ello reparar el mal causado, de difícil reparación dadas las circunstancias personales de la ofendida, a la que repugna la brutal conducta del procesado». El ejemplo es exagerado y ciertamente poco pertinente, pero me lleva a unas últimas consideraciones. 

En su fundamento décimo primero y como antes dije, el Tribunal sentenciador del caso Alves hace una esfuerzo honesto para intentar centrar los parámetros de la atenuación, y después de recalcar que el abono de la responsabilidad civil no es suficiente para apreciar la atenuación (con la cita de las sentencias del Tribunal Supremo antes referidas), establece que la cantidad consignada es muy elevada y notoriamente superior a las indemnizaciones frecuentemente establecidas en este tipo de delitos, y aprecia sin más la atenuante, reconociendo pocas líneas después que dicha cifra en atención al patrimonio del acusado «tampoco supone demasiado esfuerzo reparador». Es aquí donde se entremezclan, aun cuando no aparezca esta cuestión en los hechos probados, algunas cosas ocurridas durante el proceso. La víctima sufrió un cierto hostigamiento por parte del entorno del acusado, se llegó a publicar por la madre de éste un video ofensivo con imágenes de la perjudicada, en fin, no parece que el contexto general haya sido el de una voluntad de reencuentro con el derecho sino que de facto se ha sido hostil con la víctima. En ese contexto la cantidad de dinero aportada es ciertamente muy elevada pero no deja de tener un aroma enrarecido de gesto de suficiencia económica. Un «te voy a dar guerra durante el proceso, pero por si acaso aquí tienes la pasta» que me recuerda vagamente a ese intento de reparación retorcida que veíamos antes. Es fácil así sostener lo que dijo el profesor Nicolás García Rivas, «aunque no sea exactamente así, da la impresión de que Dani Alves compró año y medio de prisión, algo que resulta sumamente ofensivo en términos de perspectiva de género».

Así pues, dos fuerzas contrapuestas dificultan extraordinariamente resolver si Daniel Alves era o no acreedor a esa atenuante: la objetiva aportación de una muy relevante cantidad de dinero frente a esa sensación de que una persona con gran capacidad adquisitiva ha comprado una rebaja de la pena, como hacían los medievales delincuentes a los que me he venido refiriendo.

Queda claro que los caminos del Derecho Penal son intrincados y las cuestiones que se plantean son muchas veces muy complejas. Queda un ligero mal sabor de boca con el resultado final, pero el tribunal ha llevado a cabo un esfuerzo motivador relevante sobre una cuestión extraordinariamente difícil: qué sea reparar el daño cuando el daño es irreparable y cuando la vía económica parece sencilla para el acusado. Sigue siendo tarea de doctrina y tribunales acabar de perfilar los complicados matices de esta circunstancia atenuante, y tarea complejísima para el tribunal de apelación decidir sobre esta cuestión.

Sobre la prueba del consentimiento en la sentencia que condena a Dani Alves

Pretendo, en esta aportación, realizar una reflexión sobre la prueba del consentimiento en la sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Barcelona el pasado 22 de febrero de 2024 que condenó al futbolista Dani Alves por un delito de agresión sexual.

En primer lugar, el contenido de esta resolución es un buen ejemplo de cómo han de ser motivadas las sentencias en un caso especialmente complejo como es la prueba del consentimiento en las agresiones sexuales.

La sentencia coloca el consentimiento afirmativo en el centro: SOLO SÍ ES SÍ. Dice la sentencia: El consentimiento en las relaciones sexuales debe prestarse siempre antes e incluso durante la práctica del sexo, de tal manera que una persona puede acceder a mantener relaciones hasta cierto punto y no mostrar el consentimiento a seguir, o a no llevar a cabo determinadas conductas sexuales o a hacerlo de acuerdo a unas condiciones y no otras. Es más el consentimiento debe ser prestado para cada una de las variedades de las relaciones sexuales dentro de un encuentro sexual, puesto que alguien puede estar dispuesto a realizar tocamientos sin que ello suponga que accede a la penetración, o sexo oral pero no vaginal.

Por otro lado, entiende la existencia de algunas contradicciones en el testimonio de la víctima. Para analizarlas, considero necesario distinguir los diferentes escenarios en los que se producen los hechos: el del lugar de la agresión sexual y el de los acontecimientos previos.

Dice la sentencia, respecto a estos últimos: contrastando la versión de la denunciante con lo registrado en las cámaras de seguridad podemos concluir que no coinciden ambas versiones. No se aprecia en las cámaras que ésta y sus amigas se encuentren incómodas o no tenga voluntad de seguir la fiesta con las personas que acababan de conocer y de ahí que no parezca razonable la versión de la denunciante, conforme a que acudió a hablar con el acusado a la zona del baño por miedo a que después de la discoteca, estos chicos pudieran seguirles y hacerles algo a ellas y a sus amigas.

Entiendo que si el modelo de consentimiento es el afirmativo, la prueba de su existencia debe ser analizada de manera prevalente y prioritaria en relación con lo acontecido entre las 03:42 y las 04:00 horas del 30 de diciembre de 2022, en el aseo del reservado Suite, al que se accede desde la Mesa 6 de la discoteca Sutton, lugar en el que se produce la agresión sexual. El análisis sobre la verosimilitud de la versión de la víctima en este contexto, el principal, debe operar en un plano muy distinto a la versión que dio de los hechos previos. Estos se producen en un escenario bien diferente y responden a reacciones y comportamientos asociados a una situación, inicialmente lúdica y festiva, compartida con otras personas, que nada tiene que ver con el contexto de intimidad en que se produce la agresión sexual posterior.

Y así lo reconoce la propia sentencia cuando señala que no alberga este Tribunal ninguna duda de que la penetración vaginal de la denunciante se produjo utilizando la violencia, teniendo en cuenta […] su relato de ese momento que se ve corroborado periféricamente por las pruebas que hemos mencionado y dada la reacción de la víctima desde instantes después de producidos los hechos.

Si ello es así, el nivel de exigencia sobre la fiabilidad de la versión de la víctima de lo ocurrido en el aseo debe ser mayor que el relacionado con la coherencia o no de su relato respecto a los hechos previos. Y es el primero, el del lugar donde se produce la agresión sexual, el que debe ser sometido, principalmente, a corroboración con otras pruebas. Pruebas, que de manera detallada y minuciosa describe la sentencia: biológicas, lesiones en la rodilla, el comportamiento de la víctima tras producirse los hechos, las periciales psicológicas y psiquiátricas, las secuelas de la víctima etc.

Equiparar en el mismo nivel, como hace la sentencia, la prueba sobre la verosimilitud de lo versionado por la víctima, antes y después, para concluir la existencia de contradicciones, no es adecuado en el terreno de la razonabilidad probatoria. Incluso la propia sentencia da razón de ello cuando señala: el desajuste entre lo declarado por la víctima y lo registrado por las cámaras antes de la agresión pudo deberse a un mecanismo de evitación de los hechos, de intentar no asumir que ella misma se habría colocado en una situación de riesgo, de no aceptar que habiendo actuado de diferente manera pudiera haber evitado los hechos o para que los destinados a escuchar su declaración no pensaran que esta aproximación con el acusado, supondría que su relato de lo ocurrido posteriormente tendría menos credibilidad.

Si esto es así, no puedo compartir que la sentencia salve este desajuste con el argumento de dar credibilidad a una parte del relato y no a otra, con una justificación que abarcaría a ambos testimonios, a pesar de ser supuestamente contradictorios: su versión se ha mantenido tanto en el tiempo, porque ningún motivo tiene la denunciante para acusar falsamente a quien no conoce y sobre todo porque la reacción de la denunciante tras los hechos es tan coherente con una relación vaginal inconsentida que la misma no se puede llegar a entender si no es desde el convencimiento de que han ocurrido los hechos tal y como vienen relatados en este punto.

Lo que en realidad está haciendo la sentencia – sin expresarlo argumentalmente – es dotar de mayor relevancia la prueba de la falta de consentimiento de lo ocurrido, entre víctima y acusado, en el aseo el 30 de diciembre de 2022, y convirtiendo en circunstancial y accesorio el desajuste sobre la versión dada en los momentos anteriores a la agresión.

En definitiva, el análisis de la prueba sobre la falta de consentimiento de la víctima a la agresión sexual padecida, hubiera requerido el análisis de sus manifestaciones en los diferentes contextos en los que éstas se produjeron. Este enfoque hubiera evitado el cuestionamiento de la veracidad de parte de sus afirmaciones. De tal manera el consentimiento afirmativo del SOLO SI ES SI quedaría enmarcado en su verdadera dimensión.

Consecuencias prácticas de la Ley “solo sí es sí”. Delitos contra la libertad sexual tras la reforma

El 26 de mayo se ha aprobado en el Congreso de los Diputados el Proyecto de la nueva Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, conocida como Ley del “solo sí es sí”. El fundamento político para la defensa de esta nueva ley es “colocar el consentimiento en el centro” y proteger a la mujer frente a cualquier acto de naturaleza sexual no consentido. Sin embargo, ¿son estas las consecuencias prácticas de la nueva regulación?

El Código Penal distingue entre los delitos de agresiones y abusos sexuales. Para definirlos citaremos la STS 1932/2022 en la que se resume que, en definitiva, cuando el acto contra la libertad sexual se realiza mediante fuerza física o intimidación, estamos en presencia de un delito de agresión sexual. Sin embargo, cuando concurre un consentimiento viciado por causas externas, se considera que existe una falta de consentimiento y los hechos serán susceptibles de calificarse como abuso sexual, entre los que se incluyen los tocamientos fugaces y sorpresivos, conocidos como abusos por sorpresa (STS 331/2019, de 27 de junio.)

Es esencial analizar los conceptos de violencia, intimidación y resistencia de la víctima a través de la jurisprudencia para comprender el sentido de la reforma y sus consecuencias.  Para ello citaremos el Fundamento Jurídico Quinto de la STS de 4 julio de 2019, conocida como “caso la manada” que manifiesta que en los delitos de agresión sexual el autor emplea fuerza para ello, aunque también colma las exigencias típicas la intimidación, es decir, el uso de un clima de temor o de terror que anula su capacidad de resistencia.

 La resistencia, tal como declara la Sala Casacional, ni puede ni debe ser especialmente intensa, sino que es suficiente la negativa por parte de la víctima.  Además, tanto la violencia como la intimidación, basta que sean suficientes y eficaces en la ocasión concreta para alcanzar el fin propuesto, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima, tanto por vencimiento material como por convencimiento de la inutilidad de prolongar una oposición de la que podrían derivarse mayores males.

En cuanto a las consecuencias jurídicas de los delitos expuestos, la agresión sexual está condenada con una pena de prisión de 1 a 5 años; y la violación con prisión de  6 a 12 años. El abuso sexual con pena de prisión de 1 a 3 años o multa de 18 a 24 meses, salvo que exista acceso carnal, en cuyo caso se condena con pena de prisión de 4 a 10 años.

Tras la reforma operada por la citada Ley se refunden ambas conductas en único artículo que introduce un nuevo concepto de agresión sexual: “cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento” y, aparentemente, un nuevo concepto de consentimiento “expresar de manera clara la voluntad de la persona”. Diferenciando exclusivamente entre actos contra la liberta sexual y aquellos en que existe acceso carnal.

Pues bien, tras la aprobación de la ley este delito estará condenado con una pena de prisión de 1 a 4 años y, en caso de acceso carnal, con pena de prisión de 4 a 12 años. Debido al conglomerado de conductas que son susceptibles de calificarse conforme al nuevo artículo 178, se prevé la posibilidad de que se aplique la pena en su mitad inferior o multa de 18 a 24 meses.

Asimismo, el Código Penal también prevé tipos agravados consistentes en concurrir determinadas circunstancias merecedoras de mayor reproche penal elevando las penas de agresión sexual a prisión de 5 a 10 años y de violación a prisión de 12 a 15 años que, tras la reforma, también serán rebajadas.

Como primera consecuencia de la reforma se extrae una reducción de las penas, que parecía ser la mayor preocupación del ejecutivo para evitar que las violaciones fueran condenadas como abusos sexuales. No será así. Tras la reforma se hace posible, legislativamente, que una agresión sexual sea castigada con pena de multa y un abuso sexual con una pena de prisión.

La segunda consecuencia es la inseguridad jurídica y riesgo de agravio comparativo respecto a situaciones semejantes. Se incluyen en el mismo precepto los supuestos de “abusos sorpresivos” y agresiones sexuales cometidas con violencia. Siendo el legislativo consciente de tal situación añade apartado por el que se permite rebajar la pena atendiendo a la “menor entidad del hecho y circunstancias personales del autor”, dejando a merced del tribunal tal valoración sin establecer criterios específicos y, por tanto,  otorgando mayor discrecionalidad que en la actual regulación.

En nuestro CP las conductas están perfectamente delimitadas y permiten una calificación jurídica más exacta en atención a las circunstancias concurrentes, sin perjuicio de que fuera susceptible de mejora. Y, es que, como señala la Sala Casacional en la última sentencia citada, en el delito de agresión sexual, en el que la simple oposición de la víctima vencida por el más mínimo acto de fuerza o intimidación implica tal calificación jurídica, requiere que los elementos concurrentes estén debidamente acreditados, porque, de no ser así, la presunción de inocencia, en este tipo de delitos, como en cualquier otro, juega un papel fundamental.

Ahora bien, añadir al tipo de agresión sexual las conductas consistentes en suministrar fármacos u otras sustancias análogas para anular la voluntad de la víctima sí habría sido un acierto. Este suministro está incardinado en el concepto de violencia, así declarado en numerosas sentencias como la STS 577/2005, de 4 de mayo, que, en relación con el delito de robo con violencia, declara que el sujeto pasivo se hallaba violentado por el deliberado suministro de sustancias narcóticas.

Por último, la cuestión más controvertida de la ley era el nuevo concepto consentimiento y la vulneración de la presunción de inocencia por el mismo. Pues bien, el nuevo concepto de consentimiento es similar al contenido en el Convenio de Estambul: “el consentimiento debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las condiciones circundantes”. Por tanto, se introduce el concepto de consentimiento en sí, no se cambia.

Esta reforma no resuelve la problemática de los delitos contra la libertad sexual que no es legislativo, sino probatorio, ya que no lleva consigo una reforma procesal y la carga de la prueba recae sobre quien acusa. Por tanto, la presunción de inocencia no es vulnerada y nos quedamos como estábamos. Y es que, legislativamente, es imposible llegar a aspectos tan íntimos de la vida social como el control del consentimiento en las relaciones sexuales, en los que, por lo común, solo lo conocen los partícipes en la misma.

Así, el objetivo de colocar el consentimiento en el centro era un objetivo ya logrado desde la tipificación de las conductas contra la libertad sexual y la amplia jurisprudencia sobre las formas de comisión de estos delitos, aunque ahora el concepto está definido en la norma. Por ello, podemos concluir que el cambio de paradigma anunciado reiteradamente por el ejecutivo no es más que una estrategia política y que el nombre de la Ley “solo sí es sí” no se corresponde, por suerte, con la realidad. Además, tampoco sirve a la oposición para argumentar, como han hecho durante el Pleno, su oposición a la reforma por vulnerar la presunción de inocencia, porque, como hemos expuesto, queda intacta.