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¿Qué es la democracia?

Si planteásemos esta cuestión a un grupo aleatorio de transeúntes, la respuesta que más se repetiría sería, con toda probabilidad, “la voluntad de la mayoría”. Lo triste, me temo, es que el experimento obtendría idéntico resultado si fuera realizado entre los sujetos titulares de un escaño en el Congreso o el Senado.

Lo cierto es que esta concepción de la democracia -sin duda la más extendida en la conciencia popular, hasta un punto casi mitológico– es esencialmente incorrecta. Lo que caracteriza a la democracia, al menos tal y como se viene (o venía) entendiendo en la tradición occidental-liberal, es el respeto a las minorías. Esto es: la mayoría podrá hacer valer su voluntad siempre y cuando observe un escrupuloso respeto hacia los derechos del resto (y, por supuesto, hacia la última minoría: el individuo).

Dicho de otro modo, la democracia liberal supone una constricción de la democracia en su sentido más primitivo (o lo que a veces se ha denominado fundamentalismo democrático). ¿Qué pasaría si la mayoría decidiera acabar con la vida de todas las personas de una determinada raza que habitan en el Estado? ¿Sería esa una decisión democrática? Atendiendo a la concepción más primaria de democracia que enunciábamos al comienzo, sí. Observando un concepto más refinado y civilizado, esa decisión podrá ser calificada de mayoritaria, pero nunca de democrática, en la medida en que supondría una violación flagrante de las libertades individuales y los derechos humanos más básicos. Es lo que se ha venido llamando democracia de oposición garantizada: la voluntad de la mayoría está limitada para evitar la posibilidad de que ésta tiranice al resto por el simple hecho de contar con el apoyo de la mitad más uno.

¿Y dónde figuran, cómo se articulan, estos límites a la sacrosanta voluntad popular? Fundamentalmente, a través de la Constitución. Es ahí donde entra en juego el Tribunal Constitucional para garantizar que la mayoría, la que detenta el poder, no atropelle a la minoría. Y lo hace imponiendo la Constitución por encima de la ley emanada del Parlamento o dictada por el Ejecutivo.

Carmen Calvo, ex vicepresidenta del Gobierno y actual diputada, publicó este tuit el pasado sábado: “A copiar 500 veces y a mano, que se aprende mejor: todos los Poderes e Instituciones del Estado están por debajo de la soberanía del pueblo español, y éste se expresa de manera directa en el Congreso y en el Senado.” Este breve comentario es una síntesis cuasi perfecta de la democracia iliberal que asola a Occidente y que, parece, ha llegado para quedarse. El populismo se asienta en la idea de que la voluntad popular es irrestricta. Desde esa óptica, la interferencia de otro Poder (como el Judicial o el Constitucional) en la conformación e imposición de tal voluntad es de todo punto inadmisible: ¡estarían coartando la democracia!

La democracia iliberal, pues, no sería otra cosa que la democracia sin límites: aquella que se arroga la potestad de pisotear los derechos de las minorías en nombre del populus. Por ello gusta tanto a los políticos de este estilo, con representantes a izquierda y derecha, apelar a métodos de democracia primaria como el referéndum: ¿qué puede haber más democrático que dar la voz al pueblo? El procés catalán o el Brexit son un gran ejemplo de ello. Naturalmente, eso sí, la pregunta y las opciones a votar ya las determinan ellos, limitándose el ciudadano a rellenar la papeleta y a legitimar con su voto la opción ganadora en una fórmula binomial: sí o no, sin matices. Los problemas sociales, por desgracia, revisten una complejidad mucho mayor que la que puede albergar una pregunta corta y una respuesta monosílaba.

Pero añade Calvo un matiz francamente interesante, la guinda del pastel que hará las delicias de cualquier populista de nuestro tiempo: “el pueblo español se expresa de manera directa en el Congreso y el Senado”. No pierdan de vista ese adjetivo porque ahí radica el quid de la cuestión. Entre la expresión de la ex vicepresidenta y “L’État, c’est moi” (“El Estado soy yo”) del rey Luis XIV hay una distancia verdaderamente corta, y una coincidencia en lo esencial.

No, señora Calvo, el pueblo español no se pronuncia de manera directa en las Cortes Generales. Se pronuncia, de hecho, de manera indirecta. De ahí la denominación de democracia representativa, frente a la democracia directa que practicaban los antiguos griegos. Un representante, como es un diputado o un senador, es precisamente eso, un representante del pueblo, y no el pueblo mismo. Máxime si tenemos en cuenta que en nuestro ordenamiento jurídico está prohibido el mandato imperativo (art. 67.2 CE), esto es: los parlamentarios no están ligados por sus promesas electorales, sino que su actuación política se guiará por lo que estimen conveniente para el interés general en cada momento y en función de las circunstancias concurrentes.

Pensar que el pueblo se expresa de manera directa a través del Parlamento trae consigo una serie de consecuencias de importancia total. Dado que el Poder Constituyente, la soberanía, reside en el pueblo español, y éste (según la tesis de Calvo) se expresa directamente a través de las Cortes, éstas estarían facultadas para operar un cambio de régimen sin necesidad de mayor participación popular. Si acaso, un refrendo posterior mediante plebiscito, a modo de rúbrica y sello de la decisión adoptada por el Parlamento.

Que las Cortes se erijan como voz directa del Pueblo supone, también, que éstas gozan de una legitimidad indiscutible en el sistema democrático. Atacar o cuestionar a las Cortes sería, desde este punto de vista, equivalente a atacar o cuestionar al Pueblo: una actitud antidemocrática. Además, se ha de advertir que el resto de Poderes del Estado no gozan de esa legitimidad, por lo que han de agachar la cabeza ante lo que diga el Parlamento: ¿quiénes se han creído los Jueces para cuestionar la voluntad popular? A fin de cuentas, ¿quién ha elegido a esos señores? Los Poderes del Estado no actúan, pues, en pie de igualdad: el Judicial se ha de someter a lo que diga el Legislativo, porque éste último es más legítimo. Supone, desde luego, una curiosa revisión del principio de legalidad: yo, al menos, pensaba que significaba justo lo contrario.

No deja de llamarme la atención, sin embargo, el contraste entre el ensalzamiento de la institución parlamentaria al que venimos asistiendo durante los últimos días y la sustracción de funciones a la que este Gobierno ha sometido a las Cámaras (hasta el punto, de hecho, de llegar a cerrarlas con motivo -o excusa- de la pandemia). En efecto, la polémica que ha suscitado el tuit de Calvo radica en torno a esta misma cuestión: el recurso de amparo formulado por el PP ante el Constitucional plantea si es admisible tramitar como enmiendas dentro de otra ley reformas de calado sobre Leyes Orgánicas tan básicas para la estructura institucional de nuestro Estado como la L.O. del Poder Judicial o la del Tribunal Constitucional. Mediante esta artimaña, se priva al Parlamento (cuya etimología remite a hablar) de su función primigenia: debatir las leyes antes de su aprobación, compartir distintos pareces y posturas para reflexionar sobre ellas y buscar su mejora, en lugar de legislar a golpe de timón, sin pausa y con las vísceras. Si a eso le añadimos el hecho de que Pedro Sánchez es ya el Presidente que más Reales Decretos-Leyes ha firmado de la Historia constitucional española (132 en poco más de 4 años; por contextualizar, Felipe González aprobó 129 en 13 años y medio), podemos concluir que este Gobierno desprecia la democracia parlamentaria e intenta evitar sus mecanismos de control siempre que puede. Esta actitud, que concibe el paso por el Parlamento como un engorroso trámite que si pudieran se ahorrarían, se ve gráficamente reflejada en el hecho de que la bancada azul, la correspondiente a los miembros del Consejo de Ministros, se halle prácticamente vacía en las sesiones del Congreso: les da igual lo que tengan que decir el resto de Grupos, pese a que representen a un porcentaje nada desdeñable de la ciudadanía sobre la que recaerán sus decisiones. También registran las modificaciones legislativas como proposiciones de ley en lugar de como proyectos para sortear así los informes previos de otras instituciones del Estado, abusan del procedimiento de urgencia con descaro y colocan a afines en todos los puestos de la Administración que se les ofrecen. En definitiva, tratan de reducir a su mínima expresión los equilibrios institucionales que nuestro sistema prevé, lo que los anglosajones llaman checks and balances, achicando por el camino la calidad de nuestra democracia.

La duda ahora es si el sistema aguantará el envite autoritario, y si el deterioro cualitativo de las instituciones es ya irreversible, de modo que quien venga después haga idéntico uso de las trampas y atajos que este Ejecutivo ha ido labrando – afianzando así cada vez más la iliberalidad y la arbitrariedad en nuestro Estado, en lugar de emprender las reformas necesarias para revertir la situación. La tentación, ciertamente, es demasiado grande.

Corrupción democrática

Este artículo es una reproducción de una Tribuna de El Mundo.

Se acerca ya el final del año y podemos hacer un primer balance del acelerado deterioro institucional que estamos viviendo y que empieza a parecer irreversible. Hemos constatado como el PP y el PSOE, incapaces de ponerse de acuerdo en nada que afecte a los intereses generales de los ciudadanos (ahí tenemos como botón de muestra la gestión de una pandemia mundial, politizada hasta el extremo, como todo lo que tocan nuestros partidos políticos) no tienen ningún problema en repartirse los cromos en las instituciones de control y contrapeso del poder, degradándolas hasta extremos que hubieran parecido imposibles no ya cuando se aprobó la Constitución, sino hace unos pocos años. No es sólo que el reparto partidista y su justificación resulta de un cinismo insoportable -nos lo venden como un gran pacto de Estado nada menos que para regenerarlas y despolitizarlas- o que los candidatos sean afines a un partido u otro: es que, como lógico colofón, algunos de ellos carecen totalmente de la capacidad, formación y experiencia que son necesarias para el puesto. Como botón de muestra, pueden echar un un vistazo a los perfiles profesionales de algunos de los elegidos para el Tribunal de Cuentas. Pero, lo que es peor, no faltan tampoco los que carecen de las mínimas credenciales de honestidad e integridad necesarias para ocupar cargos de esta relevancia. Que por el camino se desvanezca la legitimidad y la autoridad de instituciones claves para nuestra democracia como el Tribunal Constitucional, convirtiéndolas en una especie de terceras cámaras sometido a los mismos vaivenes partidistas que el Congreso y el Senado no parece preocupar demasiado a nadie. Ya tendremos ocasión de lamentarlo.

Hemos visto, también en estos últimos días, cómo varios Consejeros del Govern catalán manifiestan abiertamente que no piensan cumplir sentencias firmes de los Tribunales de Justicia. Es cierto que hay demasiados casos en que las propias Administraciones no ejecutan voluntariamente las sentencias que no les gustan, o intentan dilatar o bloquear su ejecución incluso mediante la aprobación de leyes que lo impiden; pero quizás la novedad (puesto que, desgraciadamente, desacreditar o tachar de franquistas o fachas a los jueces que las dictan ya no lo es) consiste en proclamar a los cuatro vientos la voluntad de desobedecerlas con una mezcla de argumentos ideológicos, políticos o de puro y simple ejercicio del poder: no cumplo porque puedo no hacerlo. Con independencia de la cuestión de fondo (en este caso, la inmersión lingüística en las escuelas catalanas) lo que conviene es advertir que cuando los poderosos se pueden permitir desobedecer las sentencias que les desagradan -y nada hay más poderoso que un Gobierno o una Administración pública- los ciudadanos tenemos un problema muy grave. Efectivamente, nuestras Administraciones están constitucionalmente obligadas a actuar “con objetividad al servicio de los intereses generales” y “con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”. Por esa razón, disfrutan de una serie de privilegios materiales y procesales que la convierten, como decían los administrativistas clásicos, en una “potentior persona”, es decir, una persona con mucho más poder que un particular.  Por eso, recordando a Cicerón, si queremos ser libres necesitamos que no solo nosotros sino también nuestras Administraciones y nuestros Gobiernos sean esclavos de las leyes.

Por tanto, cuando este poder se usa en contra o al margen del ordenamiento jurídico, el riesgo para el ciudadano se multiplica: esto es lo que sucede cuando se incumplen las sentencias judiciales firmes que garantizan la aplicación de las leyes democráticas vigentes y, con ellas, nuestros derechos y libertades. Se trata de una deriva autoritarita muy fácil de identificar en países de nuestro entorno con gobiernos nacionalistas xenófobos y conservadores; el que cueste tanto hacerlo en España con un gobierno nacionalista de las mismas características es, como es sabido, una peculiaridad española difícil de explicar y no sólo por la situación de un Gobierno minoritario necesitado del apoyo de partidos independentistas y/o populistas que demuestran todos los días su desprecio por el Estado de Derecho y la democracia representativa liberal. Creo que también tiene que ver con una concepción de la política radicalmente presentista, de la que participan por igual todos los partidos, en la que sólo cuenta el momento actual, el mantenimiento en el poder (o su consecución) y el tuit o el slogan. No hay nunca tiempo ni ganas de consideraciones institucionales de más largo alcance. La consecuencia es la débil respuesta desde el Estado a los desafíos que se van sucediendo y que convierten en papel mojado el ordenamiento jurídico democrático. Insisto: si las sentencias no se cumplen, sólo se respetarán las leyes y los derechos de los ciudadanos (o de algunos de ellos) cuando así lo tengan a bien los poderes públicos, de forma graciable y no obligada. Se trata de una regresión a épocas que creíamos felizmente superadas, en las que el respeto de los derechos y libertades depende más del favor del gobernante de turno que de los mecanismos de tutela de que dispone el Estado de Derecho. Ya decía Burke que no hay poder arbitrario que conceder en una democracia.

Pero no se trata sólo de un problema de los nacionalismos periféricos, de gobiernos en minoría o de oposiciones irresponsables; tenemos otros muchos ejemplos de la gravedad de nuestra enfermedad institucional que se mueven en otras coordenadas y que convendría no ignorar. Recientemente hemos visto como en la Fiscalía General del Estado se abren (y no se cierran) de forma cuanto menos sospechosa expedientes disciplinarios a fiscales que llevan casos de corrupción muy mediáticos en los que interviene el despacho de la pareja de la actual Fiscal General, y ex Ministra de Justicia del Gobierno socialista. Para evitar las explicaciones, se invoca nada menos que el secreto y la confidencialidad de las actuaciones en las que han intervenido fiscales que actúan como su mano derecha. La conclusión es demoledora: si esto le puede ocurrir a un fiscal especializado en tramas de corrupción ¿qué puede esperar un simple funcionario o empleado público denunciante de corrupción?

Por si esto fuera poco, ya no se respetan mínimamente los procedimientos legalmente establecidos: así, se convoca formalmente un proceso de selección en el BOE para cubrir las vacantes de Presidente y adjunto en la Agencia Estatal de Protección de Datos días después de que se hayan anunciado los nombres de las personas seleccionadas por los partidos. Una auténtica tomadura de pelo, especialmente para otros posibles candidatos que consideren que reúnen los requisitos y que podrían interponer un recurso ante los Tribunales de Justicia muy fácilmente. Efectivamente, la minuciosa regulación de ese proceso de selección se encuentra recogido en el Real Decreto 389/2021, de 1 de junio, recientemente aprobado por el Gobierno, por el que se aprueba el Estatuto de la Agencia Española de Protección de Datos. Se establecen unas bases de la convocatoria y un Comité de selección (eso sí, controlado por el Ministerio de Justicia) y hasta un posible Consejo asesor. ¿Todo esto para refrendar a los candidatos que ya han sido elegidos por los partidos? Me pregunto si a nuestros políticos les importa algo lo que dicen las normas que ellos mismos aprueban. También me pregunto por la humillación que supone formar parte de un Comité de selección títere de los partidos. Da todo mucha vergüenza.

Cierto es que esta forma de proceder no es poco habitual y se usa también para cubrir vacantes en las Administraciones con “fieles” elegidos a dedo, justificándolo después mediante un proceso de selección “ad hoc”.  Pero estos casos, si son llevados a los Tribunales de Justicia, acaban normalmente con la anulación de los nombramientos. Lo llamativo es que, cuando se trata de puestos mucho más relevantes, nadie se escandalice: hasta tal punto se ha asumido la lógica perversa de que son cargos a repartirse por los partidos que quedan al margen de las reglas del ordenamiento jurídico.

La pasividad de la sociedad frente a estos escándalos institucionales hace el resto. Unas veces por desconocimiento, otras por desistimiento, nos vamos acostumbrando a un tipo de episodios que, sencillamente, degradan nuestra democracia y nos llevan hacia el iliberalismo, en la misma dirección de otros países europeos o incluso latinoamericanos.

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