La extrema derecha que viene y el Estado democrático de Derecho
Aunque en España todavía cueste verlo, el verdadero debate ideológico que se libra hoy en las sociedades avanzadas no es entre derecha e izquierda, sino entre liberalismo e iliberalismo. Es decir, hoy no se plantea un debate ideológico digno de ese nombre entre conservadores y liberales, por un lado, y socialistas y comunistas, por otro. El verdadero debate se suscita entre los que siguen confiando en la democracia liberal, resultante del pacto entre democratacristianos y socialdemócratas tras la Segunda Guerra Mundial, y los que piensan que el actual sistema político-económico es incapaz de atender de manera satisfactoria los problemas de la actualidad.
Para comprenderlo adecuadamente, nada mejor que fijarnos en la cosmovisión ideológica de la extrema derecha europea, aun reconociendo que no es absolutamente homogénea. Pero lo que sí parece claro es que todas sus manifestaciones nacionales comparten rasgos comunes que permiten esbozar un cierto tipo ideal, en el sentido weberiano del término.
El primero de ellos es la percepción de un declive social y económico que parece imparable, acompañado de una sensación de pérdida de identidad cultural -motivada principalmente por la inmigración y de manera secundaria por la liberalización de las formas familiares y de relación personal y de ocio- y también de soberanía nacional -reflejada en la relajación de fronteras, en la estructura de las relaciones internacionales y en un capitalismo globalizado capaz de desbancar un gobierno en menos tiempo de lo que dura una lechuga fuera del frigorífico.
El principal responsable de todo ello sería la tercera fase de desarrollo capitalista en la que ahora nos encontramos, de carácter globalizado y oligárquico, que ha dado lugar a una nueva casta dominante, una élite político-económica movida solo por el lucro y el propio interés. Una élite que utiliza la inmigración para bajar los salarios de la clase trabajadora y que deslocaliza fuera del país cuando su beneficio particular se lo aconseja, aprovechándose de un capitalismo financiero globalizado que no hace más que exacerbar las desigualdades dentro de las naciones y erosionar los vínculos comunitarios.
No podemos desconocer el componente anticapitalista de esta nueva derecha, más o menos radical según los casos. Desde luego muy radical en el pensamiento de Alain de Benoist, quizás el principal referente ideológico del movimiento. De forma muy aguda, Benoist critica la inconsistencia de los que se denominan liberal-conservadores. Desde su punto de vista liberalismo y conservadurismo son dos conceptos antitéticos, desde el momento en que el liberalismo, por su propia inercia, es un movimiento laminador de valores normalmente reverenciados por el conservadurismo, como las singularidades locales, los cuerpos intermedios (laborales, profesionales y familiares), las referencias éticas, las identidades nacionales, la solidaridad comunitaria, las peculiaridades culturales, en definitiva, todo lo que no sea la libérrima voluntad del individuo garantizada por el poder del Estado. La misma crítica de incoherencia la formula para la nueva izquierda, a la que acusa de haber tragado con los postulados del liberalismo, desde el momento en que una cultura de izquierdas (woke) es incomprensible sin una economía de derechas (de mercado), y a la inversa, tal como apuntó ya hace tiempo Jean-Claude Michéa, un izquierdista clásico.
Estamos tocando ya el punto clave del pensamiento iliberal: la crítica del liberalismo como un todo indistinguible en sus distintas vertientes, económica, política, social, cultural y jurídico-institucional. Unas son consecuencia necesaria de las otras en recíproca dependencia. Un todo, además, que precisamente por esa interdependencia, no es susceptible ni de modificación ni de reforma, solo de rechazo. Pues bien, dado el contenido típico de nuestro blog, me interesa examinar de manera particular la visión que la extrema derecha tiene del Estado de Derecho. Es decir, si el Estado de Derecho neutral, producto estrella del liberalismo tal como ha sido diseñado en los textos constitucionales modernos (dejemos ahora aparte el análisis de su funcionamiento real operado por nuestra clase política), debería pasar o no a mejor vida.
Pues bien, como se pueden imaginar, el diagnóstico no es muy positivo. En varios capítulos dedicados al tema en su libro “Contre le libéralisme” (2019), Benoist afirma que el Estado de Derecho es incapaz de resolver las crisis actuales precisamente por su propia estructura neutral desprovista de valores, que no reconoce más legitimidad que la legalidad. En su opinión, esta concepción positivista-legalista de la legitimidad invita a respetar las instituciones por ellas mismas, como si constituyeran un fin por sí mismo, sin que la voluntad popular pueda presionar para modificarlas y controlar su funcionamiento. La práctica institucional, en realidad, debería ajustarse a esa voluntad popular, sin que tal cosa quede garantizada por un mero control jurisdiccional de simple sujeción a la ley. Desde este punto de vista, hasta la propia Constitución tiene un valor relativo, subordinado a un poder constituyente (correspondiente al pueblo) que siempre subsiste y que tiene un valor superior a las reglas constitucionales. En conclusión, considera al Estado de Derecho neutral como una mera emanación del mercado y al servicio del mercado, asumiendo casi punto por punto la crítica marxista del Estado liberal como superestructura al servicio del modo de producción capitalista.
Comprobamos así la enorme sintonía ideológica, al menos en lo sustancial, de la extrema derecha con la extrema izquierda y el nacionalismo, pero particularmente con el nacionalismo autodenominado de izquierdas (singularidad española), con el que comparte su visión antiliberal, moderada o radicalmente anticapitalista, particularista y localista desde el punto de vista cultural, y minusvaloradora del Estado de Derecho. Otra cosa es que la concreta selección del binomio amigo-enemigo (esencia de lo político según la opinión de Carl Schmitt y plenamente asumida por todos los iliberales) no sea coincidente, como es obvio, lo que explica su recíproca confrontación. Pero eso no impide que compartan su naturaleza, como la compartirían dos Estados casi idénticos en lucha entre sí, precisamente porque esa lucha ayuda a apuntalar su identidad política.
No podemos olvidar tampoco que la extrema derecha moderna no se declara autoritaria, sino absolutamente democrática. Desde su punto de vista, mucho más democrática que la alternativa liberal. Reivindican sin complejos la etiqueta de democracia iliberal (véase Viktor Orbán) haciendo suya la terminología acuñada por Fareed Zakaria en los años noventa. Una democracia que atienda verdaderamente a los intereses del pueblo, que articule y de vida a una auténtica unidad política soberana definida territorialmente, emancipada de las oligarquías globalizadas, que tenga genuina capacidad de decisión y ejecución, sin los frenos jurídico formales interpuestos por esas élites neoliberales en su propio interés.
Si descendemos ahora a la realidad política española observaremos que estamos todavía en un momento de transición hacia un escenario que en Europa está ya bastante consolidado. VOX inició su itinerario político como una mera escisión del PP, centrado en fortalecer la visión conservadora frente a la liberal, pero dispuesto todavía a mantener la mezcla. Sin embargo, ha ido deslizándose paulatinamente hacia el enfoque antiliberal dominante en el ámbito europeo, lo que no deja de tener sentido electoral. La primera opción le deja al albur de las expectativas del PP y del voto útil. La segunda le permite acceder incluso al caladero de la izquierda, tal como hizo el Frente Nacional en Francia. La tendencia a la diferenciación le va a presionar todavía más en esta última dirección.
Pero lo más relevante es la postura de los partidos hasta hace poco llamados constitucionalistas, particularmente el PP y el PSOE, frente al reto del iliberalismo. Y aquí la decepción es mayúscula. No solo no han servido de freno y contrapeso a esta propuesta iliberal, combatiéndola política e ideológicamente, sino que han buscado aprovecharse de ella en su propio beneficio de manera irresponsable, especialmente en su vertiente institucional. La deriva en este punto del actual Gobierno presidido por el Sr. Sánchez es particularmente chocante, como hemos venido analizando puntualmente en este blog (el último ejemplo es proponer a un ex ministro y a una ex alto cargo del PSOE como magistrados del Tribunal Constitucional, seguramente para ayudar a ajustar la práctica institucional a la voluntad popular, como dice Benoist). El enorme riesgo que puede derivarse de esta situación, al margen de un deterioro imparable para el Estado de Derecho, es que el panorama español conserve artificialmente la contraposición derecha-izquierda, pero ambas contaminadas de iliberalismo, escamoteando así el verdadero debate que están ya afrontando en la actualidad todas las sociedades avanzadas.
Y es que, tenemos que recordarlo una vez más, Alan de Benoist y sus correligionarios de derecha e izquierda están profundamente equivocados. El Estado democrático de Derecho es una arquitectura institucional en la que no solo tiene cabida la familia liberal estricto sensu, sino muchas otras, desde la conservadora a la socialista, pasando por democristianos y republicanos. No solo busca frenar el abuso de poder, tanto público como privado, lo que no es poca cosa, sino además crear un verdadero sistema de responsabilidad compartida, en las que las decisiones se adopten democráticamente tras un debate digno de ese nombre, previa obtención de toda la información necesaria, y luego se ejecuten a través de mecanismos neutrales que, precisamente gracias a esa neutralidad e independencia, sean capaces de trasladar a la realidad el verdadero espíritu de la ley democrática.
Si no estamos en condiciones de ni siquiera de comprender esta realidad, habremos perdido sin luchar la primera y más decisiva batalla contra el iliberalismo.