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El crucigrama del político iliberal

Después de más de diez años publicando post en defensa del Estado de Derecho, este blog reconoce su fracaso. No solo no hemos podido mejorar las cosas, sino que la tendencia general, tanto a nivel nacional como internacional, es claramente a peor. Así que lo aceptamos franca y humildemente: no se puede luchar contra la marcha de la historia; el futuro pertenece a los políticos iliberales y populistas de todos los partidos y así hay que asumirlo de una vez.

Pero reconózcanme también que sería una pena desperdiciar  todo el saber científico acumulado a través de los miles de post publicados durante todo este tiempo. Posiblemente, no hay nadie que pueda asesorar mejor que nosotros a cualquier interesado sobre cómo liquidar definitivamente el Estado de Derecho y convertir nuestro régimen político en una democracia iliberal verdaderamente digna de ese nombre. Al fin y al cabo, durante mucho tiempo hemos estado examinando y valorando detenidamente todas las brechas de la fortaleza, por lo que conocemos sus puntos débiles y cómo explotarlos al máximo.

Así que hemos decidido ofrecer nuestro know how a los políticos iliberales del presente y del futuro. Pero como la previsible demanda puede superar nuestras posibilidades de gestión, proponemos aquí -bajo la forma de último post antes del descanso veraniego- una divertida prueba de selección de candidatos que, a la par que puede entretener algo durante los largos días del estío, no sirva para conocer a los verdaderamente interesados y dotados para el desempeño de esa importante función, por otra parte con tantas perspectivas de colocación.

Se trata, en suma, de un simpático crucigrama a través del cual el aspirante debe encontrar los conceptos básicos que le ayudarán en su travesía política con la finalidad de alcanzar de manera segura el ansiado puerto iliberal. Durante el curso posterior de perfeccionamiento (que ofreceremos gratis a los diez primeros en resolver el crucigrama), los alumnos recibirán una formación completa en cada uno de estos temas – por otra parte profusamente tratados en  nuestro blog- con la finalidad de capacitarles para erosionar de la manera más completa y eficaz nuestras instituciones democráticas.

¡Mucha suerte y feliz verano a todos!

 

Puede descargar aquí el crucigrama del político iliberal

1.- Lo que un consejero de organismo regulador no puede hacer

2.- Impaciente, quiero a la prensa…

3.- Así, así, como mueren las democracias, pasito a pasito…

4.- Empleado ideal

5.- Último recurso a ponderar

6 (Horizontal).- El político en la sombra más apreciado

6 (Vertical).- Única amenaza a la conciencia

7.- A eludir

8.- President´s favorite play

9.- Del candidato a presidir una empresa pública única bondad

10.- Sencilla y rentable salida

11.- Que al salir no te cuenten historias y asegúrate que sean…

12.- Del Presidente bis

13.- ¿Cómo se quiere al juzgado?

14.- La decisión ideal

15.- Peor enemigo del político gobernante

16.- La lista más ilustrada

17.- ¿Cómo está el político mejor acomodado?

18.- ¿Cómo se quiere al periodista?

19.- Mientras sea amigo, puede ser el Rector

 

Viricidas sociales y democráticos

Ni al novelista más sinuoso y sagaz podría habérsele ocurrido urdir una trama en la que concurriesen, de un lado, una pandemia -aparentemente- generacional de índole medieval, injertada en el seno de una sociedad hipertecnificada y profundamente refractaria a la asunción de responsabilidades, instalada en un confort líquido, epidérmico e insustancial y, todo ello, en un escenario político guiado general y fatalmente por criterios ideológicos en detrimento de pautas puramente técnicas o científicas, pues «la plaga no está hecha a la medida del hombre, por lo tanto el hombre se dice que la plaga es irreal, es un sueño que tiene que pasar».

«Lo natural es el microbio»; todo los demás -la lealtad, la integridad, la pureza, la responsabilidad, el compromiso- es fruto de la voluntad, que no debe detenerse nunca. Desde hace años, sin embargo, se advierte una involución en ese impulso autónomo, manifestándose principalmente en la transferencia obsesiva y gregaria de toda responsabilidad propia hacia terceros. Es, verbi gratia, muy significativo el aumento exponencial de pretensiones y acciones judiciales en todos los órdenes, construidas sobre la identificación de responsabilidades de otros por conductas propias, con la insensata anuencia, por cierto, de las instancias jurisprudenciales supranacionales.

Pero claro, ahora, ¿a quién echamos la culpa del virus? Descartando que estemos ante una maldición como fue la peste, arrojada sobre la Tebas de Edipo, siempre podrá imputarse responsabilidades en la gestión perfunctoria de las autoridades («Ha habido en el mundo tantas pestes como guerras, y sin embargo pestes y guerras cogen a las gentes siempre desprevenidas»); o, aún peor, a delirantes teorías acerca del origen étnico-geográfico del bacilo («El mal que existe en el mundo proviene casi siempre de la ignorancia»), pero lo cierto es que los efectos de una pandemia tan distópica como la que ahora padecemos no permite, racionalmente, trasladar su origen a un extraneae personae.

Entonces, cuando uno de los primeros efectos que ha tenido esta infección en la ciudadanía ha sido la exigencia de conductas que trasciendan a su acostumbrada mismidad, la necesaria hipotrofia de los sentimientos individuales en favor de la comunidad es un ejercicio tan imprescindible como arduo. No en vano, «la estupidez insiste siempre, y sería fácilmente detectable si uno no pensara siempre en sí mismo».

Resignados a trabajar con modelos matemáticos como aproximaciones a un universo probable; con aceleradores de partículas en los que emular de manera controlada la acción de los rayos cósmicos sobre la atmósfera terrestre; limitados a introducir en cajas a gatos y trampas letales para certificar la viabilidad de la contradicción o con la prosaica elaboración de simulacros de estrés financieros para cerciorarnos de la tonicidad del tejido bancario (todos ellos instrumentos concebidos como realidades a escala), nos encontramos inopinadamente con un experimento social a tamaño real. Un inconcebible laboratorio de comportamiento humano en el que analizar, en directo, una inédita disrupción de nuestra conducta vital, social y política.

A propósito de esta última derivada: desde hace semanas, muchos giran la vista al Este, no exenta de cierta envidia, al ver la aplicación desembridada de draconianas medidas de confinamiento con tanto menoscabo de los derechos fundamentales -oxímoron- de los ciudadanos de la provincia de Hubei, como éxito en sus resultados.

La Teoría Política siempre ha manejado el axioma de que la democracia, frente al totalitarismo, era inmune a sismicidades exógenas al ser capaz de discriminar entre procedimientos y resultados. Pues el sensacional experimento planetario del que todos somos cobayas arroja resultados extraordinariamente reforzadores de la democracia ante las tentaciones deslegitimadoras de su rol y de su capacidad de respuesta en situaciones extremas.

Hoy, españoles, italianos, franceses y pronto muchos otros ciudadanos de regímenes plenamente democráticos sufrimos severas cortapisas en muchos de nuestros derechos, pero elaboradas, acordadas y aplicadas en un entorno de garantías que, cuando pase la ponzoña, que pasará, seguirán allí, puesto que el valor de la democracia no radica en los beneficios que genera, sino en los derechos que avala. Que esta tragedia secular sirva, al menos, para replantear prioridades y fijar certezas.

Nota bene. Todos los entrecomillados en cursiva pertenecen a La peste (1947), de Albert Camus.

Dos conceptos de democracia

El 18 de febrero de 1943, dieciocho meses antes de la capitulación alemana en la segunda guerra mundial, Goebbels pronunció un discurso en el Berliner Sportpalast ante un auditorio repleto y entregado enfervorizadamente a su líder. Criticó a los ingleses por decir que el pueblo alemán se resistía a las medidas que su gobierno había adoptado respecto de la manera de llevar adelante la guerra. Según decía, los ingleses afirmaban que el pueblo alemán quería capitular antes que seguir las directrices de su gobierno. Tras oír estas palabras, la multitud enardecida gritó: ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás! A continuación, Goebbels, remedando la teoría de Schmitt acerca de la relación directa entre el pueblo y su líder, formula varias preguntas a su auditorio, al que considera una parte del pueblo por medio de la cual se manifiesta todo el pueblo alemán. Entre ellas requiere de esa parte del pueblo que le indique si desean la guerra total. A continuación insiste en los ataques de los ingleses por sostener que el pueblo alemán ha perdido su confianza en el Führer. Por eso les pregunta directamente si acaso no es su confianza en el Führer aún hoy más grande, más creíble y más firme. Ante esto, la multitud se levanta como un solo hombre; el entusiasmo de las masas se descarga en una escala sin precedente y miles de voces rugen en la sala: ¡Seguimos las órdenes del Führer!

Este acto político que aquí he reflejado no deja de ser un acto de carácter democrático, si bien es verdad que muy extremo, pero democrático. Una parte del pueblo se encuentra frente a uno de sus líderes y es capaz de mostrarle, según afirma el líder, la voluntad de todo el pueblo. Si es o no inducida, poco importa ahora. Lo que interesa subrayar, es que podemos apreciar una forma de hacer política que tiene sus raíces en la antigüedad, en las formas de la democracia directa griega. Allí, en Atenas, según cuenta Aristóteles, el pueblo griego, los hombres ciudadanos, se reunía en la asamblea y decidían cómo había de regularse su comunidad. Aristóteles con muy buenas razones desprecia esa forma de organización pues se asentaba en una libertad, que entendía como mero deseo, arbitrio o capricho, lo que impedía que el orden social se construyera de manera medianamente racional. La crítica de Aristóteles poseía parte de razón, aunque no toda, pues la democracia griega había desarrollado, si bien de manera muy rudimentaria, unos mecanismos que le permitían corregir los excesos de las decisiones arbitrarias.

En cierta medida nosotros somos receptores de algunos de estos inconvenientes, pues nuestras democracias se articulan en torno a la regla de la mayoría, mediante la que se llega a establecer como legítima una medida que es fruto de la agregación de un determinado número de decisiones individuales. Es verdad que hemos tratado de evitar los inconvenientes más graves que cabría derivar de la democracia directa por medio de la introducción de los mecanismos propios de la democracia representativa. No obstante, estos mecanismos, si bien corrigen excesos de aquella, no los evitan de manera completa. Kelsen lo vio muy bien en los tiempos de Weimar, cuando percibió que el sistema representativo no evitaría las demasías propias de las democracias directas, pues del mismo modo que los demagogos manejaron al pueblo ateniense, también podría ocurrir que lo hicieran los representantes en una democracia indirecta. Esta es la razón por la que intenta corregir esa deriva probable en su tiempo, cierta poco después, introduciendo dos mecanismos: la obligación de que determinadas medidas fueran adoptadas por mayorías cualificadas y la introducción de una serie de derechos público-subjetivos, bajo cuyo manto pudiéramos guarecernos frente a las decisiones insensatas de nuestros representantes.

Ninguno de los dos mecanismos estuvo bien concebido, por lo que en el fondo no se pudo impedir que terminaran por adulterarse. Estos inconvenientes podemos apreciarlos en nuestros días, siempre que la representación política cae en manos de aventureros o bolivarianos. Muestra de ello son, entre muchas otras, medidas como las adoptadas en relación con las requisas inmobiliarias o las preguntas capciosas hechas por instituciones, que deberían ser neutrales, con la intención de dirigir la opinión pública en una determinada dirección con vaya a saber usted qué fines (bueno, algunos se intuyen, y no parecen nada halagüeños). Todo esto es lo que nos habría de llevar a pensar la democracia de una manera distinta de forma que se eviten los inconvenientes, tanto de la democracia directa, como los que de ésta se transmiten a la democracia representativa.

Ese nuevo concepto de democracia incorpora el mecanismo central de la democracia representativa, la regla de la mayoría, dentro del concepto de soberanía popular; es decir, no entiende la soberanía popular simplemente como lo que directamente expresa el pueblo en las urnas, pues diferencia entre lo que dice la mayoría del pueblo y el mismo pueblo como concepto. Las ideas de Goebbels adolecían de ese defecto: identificaba a una parte del pueblo con el pueblo y la decisión de la parte se adoptaba como la del todo. Ese error es el que preside el concepto de la democracia representativa y esta es la razón por la que hace falta volverla a repensar de una manera diferente.

La democracia ha de fundarse necesariamente en el pueblo, pero no entendido como la expresión de una suma agregada de voluntades individuales, sino como la idea del pueblo soberano, esto es, la voluntad general, que conceptualmente expresa el interés general. Pensado así el fundamento de la democracia, deja de lado los intereses particulares y se asienta sobre el interés general, aunque si se quedara en esto, tal democracia adolecería de abstracción, lo que no está exento de riesgos, tal y como Robespierre puso de manifiesto al engrasar la guillotina con lo que él entendía como voluntad general. Por eso hace falta que tal voluntad general se determine y el único mecanismo que hemos encontrado radica en la regla de la mayoría, aunque ahora esa mayoría ya no puede identificarse con el todo, pues solo adquirirá legitimidad si en su concreción se enmarca en la misma voluntad general. Dicho de manera más clara, la determinación de la voluntad general por medio de la mayoría no puede poner en cuestión el interés general.

Podríamos pensar que la voluntad mayoritaria no la pone en cuestión nunca, sino que solo la determina, por lo que habría que aceptarla. Si nos quedáramos aquí, no habríamos avanzado nada sobre los inconvenientes de que se habló antes en relación con la democracia representativa. Así pues hace falta algo más, algo que sin poner en cuestión el mecanismo de determinación de la voluntad general por medio de la voluntad mayoritaria, encuentre sin embargo un límite para esta. La solución se encuentra en las exigencias que conlleva la misma práctica de la regla de la mayoría. Es decir, la voluntad general requiere de un mecanismo, la regla de la mayoría, pero esta requiere de otro, que es el que realmente la hace funcionar. No es posible que se constituya la mayoría si no existen toda una serie de derechos que son los que permiten que la misma se  conforme. Se había reconocido, aunque de manera imprecisa, cuando se afirmó que el límite de la mayoría consiste en que ha de permitir que la minoría pueda convertirse en una nueva mayoría. Dicho de manera más exacta, sólo puede conformarse la mayoría si se reconocen derechos y libertades privados y políticos que no pueden estar a disposición de esa mayoría. Por eso cuando en una democracia se ponen en peligro tales derechos, se está cuestionando su mismo carácter de democracia.

Las decisiones de la mayoría son de la mayoría, por lo que han de admitirse, si bien no pueden ser ilimitadas, pues no pueden ponerse en cuestión los derechos y libertades que las hicieron posibles. De ahí que en tiempos de pandemia, tendríamos que estar muy atentos a las decisiones que pudieran afectar a nuestros derechos, pues cualquier transgresión de los mismos implicaría una deslegitimación de la decisión que los atropellara, por mayoritaria que esta fuese.

Apuntes para líderes confinados

Un mes después de la declaración del estado de alarma por la pandemia del COVID-19 seguimos acumulando ruedas de prensa de elevados propósitos y magros resultados, mientras la edición especial del BOE que recopila las normas dictadas en éste tiempo ocupa ya 600 páginas. Se amontonan en el diario oficial más de cien normas de ámbito estatal para hacer frente a la crisis, desde los imponentes reales decretos, como el RD 463/2020 que decretó la alarma, fuente de excepción y restricción de derechos, hasta las humildes y burocráticas Resoluciones dictadas por todo tipo de autoridades y organismos. Un frío, gris y burocrático retrato de este mes de pesadilla que tiene la virtud de mostrar con precisión quirúrgica el proceso de toma de decisiones políticas seguido desde la eclosión oficial del Covid-19: todas decisiones unilaterales del Gobierno bajo el paraguas de los poderes extraordinarios que le otorgan el art. 116 de la Constitución y la Ley Orgánica 4/1981 que regula los estados de alarma, excepción y sitio.

En términos jurídicos es discutible este modo de conducirse. Pero, más allá de vacilaciones, retrasos y rectificaciones que se verán con más claridad cuando se despeje la bruma del campo de batalla, resulta forzoso reconocer que frente a un enemigo invisible y desconocido que ha paralizado el mundo sin manual de instrucciones, estas semanas de vértigo encajan en las que el art. 1-1 de la Ley Orgánica 4/1981 denomina: circunstancias extraordinarias que hacen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes.

Lo cierto es que, dotado de poderes extraordinarios, el Gobierno se ha manejado en la más estricta soledad. En términos políticos no era el único camino, pero fue el elegido, buscando la aprobación de sus decisiones a posteriori o en momentos cuasi inmediatos a su anuncio público y con muchas más horas dedicadas a la construcción del relato y a la comunicación de sus actos que a la búsqueda de su respaldo político y social. Si algo ha quedado claro tras el bronco pleno del Congreso del pasado jueves es que ese camino ha tocado a su fin. La solicitud de prórroga del estado de alarma salió adelante con 270 votos a favor, pero las mayorías para aprobar los tres Decretos con medidas económicas y sociales complementarias han sido mucho más exiguas. Y en el caso de la convalidación del RD Ley 11/2020 de medidas urgentes en el ámbito social y económico los votos favorables (171) fueron inferiores a las abstenciones (174). Anticipo de futuras derrotas parlamentarias si la mayoría gobernante sigue caminando sola; la fractura política amenaza con hacerse irreversible en el peor de los momentos posibles.

Por otra parte, la manera en que ha sido recibido el ofrecimiento del Presidente Sánchez de unos nuevos Pactos de la Moncloa, con la honrosa excepción de Inés Arrimadas y Ciudadanos, demuestra que desandar ahora el camino de aquella soledad buscada no resultará nada sencillo y requerirá unos esfuerzos que dudo se estén haciendo. Desde luego, empezar a compartir la toma de decisiones (incluso las que se cobijan bajo un desconocido Comité Científico) no puede demorarse más si se pretende sinceramente algún acuerdo político o social. Si la fuente de conocimiento de los pasos que va dando el Gobierno, muchos de ellos imprevisibles, sigue siendo el BOE para partidos y agentes sociales, que el Gobierno no pretenda reclamar unidad y lealtad.

Dada la referencia permanente a los Pactos de la Moncloa, conviene recordar que aquél gran acuerdo, clave para el éxito de la Transición, fue sólo un hito dentro de un proceso que se había iniciado bastante antes. Todas las fuerzas políticas que firmaron los pactos el 27 de Octubre de 1977 venían de celebrar las elecciones generales del 15 de Junio de 1977, primeras elecciones democráticas desde la 2ª República, en las que ya había participado el recién legalizado PCE, hasta ese momento hegemónico en la oposición clandestina a la dictadura franquista. Durante mucho tiempo tanto su legalización como su participación en esas elecciones estuvieron en el aire. Las bases de su integración en la naciente democracia española acumulaban horas y horas de discretísimos contactos, culminados con el que seguramente fue el encuentro clave: la reunión entre Santiago Carrillo, Secretario General de un todavía ilegal Partido Comunista de España, y Adolfo Suárez, Presidente del Gobierno, en el chalet del abogado José Mario Armero a las afueras de Madrid el 27 de febrero de 1977.

En aquella minimalista reunión de seis horas brotó el elemento clave sobre el que se cimentaron los acuerdos que estaban por venir: la confianza entre Carrillo y Suárez, la seguridad de que aún siendo rivales políticos muy distanciados ideológicamente, en aquél momento histórico, compartían un objetivo político que sin duda les transcendía, pero en cuya consecución los dos eran imprescindibles. Uno aportando la legitimidad necesaria al proceso que nacería de aquellas primeras elecciones democráticas, y el otro impulsando la legalidad que necesitaba el PCE para incorporarse como un actor más del juego democrático.

La discreción, profundidad y eficacia de aquel encuentro es un ejemplo de cómo construir un verdadero “pacto iceberg” capaz de imponerse a una realidad llena de obstáculos.

Otra referencia histórica se ha vuelto recurrente de la mano de épicas metáforas bélicas: la figura más plagiada últimamente es la de Winston Churchill. Su discurso en los Comunes del 13 de Mayo de 1940, dos días después de haber tomado posesión -aquél en el que manifiesta no poder ofrecer otra cosa más “que sangre, esfuerzo, sudor y lágrimas”- ha sido citado por el Presidente Sánchez y por Pablo Casado reiteradamente. Pero nadie se convierte en Churchill por repetir sus frases enfáticamente. Ambos deberían recordar que lo primero que hizo Sir Winston tras su nombramiento fue formar un gobierno de amplio espectro con representación de todos los partidos, incorporando de forma inmediata al reducido gabinete de guerra de cinco miembros a su detestado Chamberlain y a los lideres de la oposición laborista; de hecho, Clement Attlee, el líder laborista, fue su Viceprimer Ministro en el gobierno de coalición. Attlee, apodado “el pigmeo”, una figura muy a tener en cuenta, se ocupaba de la política doméstica y de mantener a pleno rendimiento la maquinaria de guerra, mientras Churchill trazaba la estrategia y mantenía la moral de la nación con su poderosa oratoria.

Nuevamente la confianza entre dos líderes en apariencia antagónicos permitió, en este caso al Reino Unido, superar sus horas más difíciles, y a ambos afianzar sus liderazgos. Churchill ganó la guerra, pero Attlee ganó las elecciones celebradas a su conclusión y gobernó durante los siguientes seis años.

Para los que piensen que permanecer en la oposición esperando al fracaso del rival es la mejor táctica para llegar al poder, ahí tienen al sensato Attlee como prueba de lo contrario. Y es que en situaciones críticas de la magnitud de la que afrontamos, o formas parte de la solución o te conviertes en un problema. Algo que la oposición no debiera olvidar, al menos la que se sitúa en los márgenes interiores de lo que se viene denominando constitucionalismo, y está en disposición de facilitar mayorías parlamentarias por si misma.

Esta semana que iniciamos puede ser un punto de no retorno si fracasan las anunciadas reuniones del Gobierno y los distintos partidos. El inventario de dificultades que se oponen a esa unidad política que tanto se invoca podría ser interminable, pero no son momentos para regodearse en el deber ser, sino en el ser; en lo que forzosamente tiene que ser. Porque con la atenuación del confinamiento y el levantamiento del estado de alarma, aunque resulte paradójico, se iniciará una etapa menos cruda pero más compleja, difícil y duradera: la que ya se ha bautizado como la de “la reconstrucción económica y social”. Hasta la fecha se han adoptado muchas medidas de urgencia en los más diversos ámbitos: sanitario, económico, social, laboral…muchas de ellas, sin el consenso necesario. Pero ahora se trata de adoptar un enfoque no tanto coyuntural sino estructural con el objeto de hacer frente a una crisis sin precedentes que impactará con fuerza en nuestra economía, también en nuestros hábitos sociales y en nuestras instituciones.

Recordaba el profesor Fuentes Quintana en su presentación de los Pactos de la Moncloa que “las soluciones a los problemas económicos nunca son económicas, sino políticas”. Conviene recordarlo y advertir que ,sin un consenso político amplio sobre las medidas a implementar y unas mayorías parlamentarias sólidas que las apoyen, los próximos meses pueden volverse durísimos. La solución de un gran pacto político nacional, seguido de un gobierno de amplia base con ese pacto como hoja de ruta, parece lo ideal; pero ya sabemos que en política, las más de las veces, lo mejor es enemigo de lo posible, así que cualquier otro formato podría ser aceptable siempre que se garanticen mayorías parlamentarias transversales y amplias para sacar adelante las reformas necesarias, que además fortalezcan la credibilidad del Gobierno en el complejo marco de la UE y permitan aprobar los Presupuestos que doten económicamente al plan de reconstrucción. Eso ahora mismo sólo parece estar al alcance de dos partidos y dos líderes, ellos lo saben, la sociedad española también y tomará buena cuenta de sus pasos. Pueden esbozarse cuatro ideas sobre las que cimentar el pacto:

  1. No excluir a ninguna fuerza política a priori. Se trata de reforzar mayorías, no reducirlas o limitarlas. Para el acuerdo importa mas el qué que el quién.
  2. Marcar como objetivo de lo que reste de Legislatura reconstruir el tejido productivo que resulte dañado y potenciar las redes de solidaridad, reduciendo al mínimo el costo social de la crisis. En definitiva proteger rentas y asegurar la liquidez de las empresas para que puedan continuar con su actividad y mantener el empleo. Cualquier otra agenda política ya sea del Gobierno o de la oposición debería  quedar aparcada.
  3. Aprovechar la fuerza y recursos de una sociedad civil y un tejido empresarial, científico y tecnológico que ha mostrado robustez, capacidad de innovación y adaptabilidad. No se trata de sustituir a la sociedad por un estatismo trasnochado. Una sociedad que se ha demostrado ya plenamente integrada en el siglo XXI no necesita políticas del siglo XIX.
  4. Poner en el centro de todas las políticas los principios de coordinación y cooperación. Momentos disruptivos como el que atravesamos aceleran determinados procesos históricos y en España desde hace años vivimos atrapados en el dilema integración/desintegración, lo que esta pandemia ha venido a confirmar es que la escala de integración para los servicios públicos esenciales tiene que ser como mínimo nacional, y a ser posible europea. El bochornoso espectáculo de los 17 sistemas autonómicos de acopio y compra de material y equipos de protección, tests o respiradores, ante la incapacidad de un Ministerio de Sanidad reducido a mero cascarón, no puede volver a repetirse. Igualmente ésta crisis ha puesto de manifiesto la necesidad de contar con sistemas de recogida de datos, información y evaluación rigurosos, homologables y transparentes que guíen la toma de decisiones.

Seguramente que quien haya llegado hasta aquí pensará que pertenezco a la cofradía de los ingenuos, de los convencidos de que nuestros líderes actúan movidos por su bondad intrínseca, cuando la mayoría los considera de la especie de los escorpiones, incapaces de sobreponerse a su naturaleza. Y, sin embargo, no es así. No confío tanto en la virtud como en el instinto de conservación. Porque si algo ha liberado esta crisis es una enorme energía social que se expresa en los balcones, en los supermercados, en los transportistas de guardia, en la titánica tarea de nuestros sanitarios; en la entrega de policías, militares, guardias civiles, bomberos; en los múltiples voluntarios dispuestos a rellenar con imaginación los huecos de unos servicios públicos desbordados; en el talento y la inteligencia colectiva puesta al servicio de la sociedad por nuestro científicos, centros tecnológicos y de investigación, redes de innovación y empresas que se han puesto a producir los bienes que necesitábamos sin esperar a ningún encargo oficial. Toda esa energía está ahora volcada en la fase más aguda de combate del virus, ocupada en salvar vidas y proteger a la sociedad. Pero que nadie dude que esa energía necesitará liderazgo, cauce para seguir movilizada en positivo, alguien que se ponga al frente y traduzca toda esa energía en reformas, en acción positiva de transformación de un sociedad cuestionada en muchos de sus axiomas y costumbres. La pregunta pertinente es: ¿quién se hace cargo de éste liderazgo? Si esa energía no se encauza, lo mas probable es que se vuelva contra los que pudiendo liderarla no quieran o no sepan hacerlo. Ejemplos próximos tenemos de grandes movilizaciones en las calles que al quedar desarticuladas y sin liderazgo probablemente vuelvan su energía contra quien no quiso o no supo traducirla en acción política efectiva.

El mundo al que saldremos después del confinamiento ya no será el mismo. Se han impuesto restricciones a las libertades individuales y nos queda un tiempo de ajustes, sacrificios y obligaciones añadidas para todos. Seguramente que algunos de los controles impuestos de forma temporal se convertirán en estructurales, y en éste escenario emerge un intangible imprescindible para la reconstrucción: la confianza. La confianza desaparecida entre los líderes que permanecen confinados en el confort de los bloques ideológicos en los que se ha dividido la sociedad español. Pero sobre todo, la confianza que para aceptar todo esto los ciudadanos necesitan depositar en sus instituciones y en los que las dirigen, en su capacidad para tomar las decisiones que impone el interés general. Si los lideres políticos son incapaces de fijar objetivos comunes y llegar a los acuerdos necesarios para alcanzarlos, si son incapaces de poner lo común por delante de ideologías e intereses propios, nadie dude de que sufrirán un agudo y natural proceso de pérdida de confianza y deslegitimación social. Y detrás de la deslegitimación de las instituciones de la democracia liberal, la nuestra, ya sabemos lo que viene.

Por eso espero que todos los que invocan a Churchill no sólo le citen, sino que acaben comportándose como él, demostrando liderazgo y capacidad de generar confianza y algunos, incluso, recuerden a Clement Attlee y su victoria electoral de 1945.

La democracia liberal vencerá al coronavirus solo con transparencia y tecnología

Artículo originalmente publicado aquí.

 

Las medidas tardías que muchos países, entre ellos España, están tomando ante el coronavirus, como los toques de queda y el cierre de fronteras, están desviando nuestra perspectiva en torno a la problemática que esta crisis nos plantea.

Parece que estamos escogiendo las restricciones por encima de la transparencia y la gestión eficiente de la información, y creo que ahí radica nuestro mayor error. Otro es poner de ejemplo en el combate de esta pandemia a China, que posiciona su sistema restrictivo en nuestro top of mind, y no volteamos la mirada a cómo deberíamos mejorar nuestras libertades.

La crisis mundial ha puesto en duda las democracias liberales, haciéndonos olvidar que las características restrictivas de los populismos traerán las peores recetas para afrontar los retos que nuestras sociedades tienen planteadas, más allá de la coyuntura actual. Sin embargo, una gran esperanza, y enseñanza, está llegando de los países asiáticos libres.

En mi último libro, Qué robot se ha llevado mi queso, hablo del caso de Corea del Sur. El país asiático es el número uno en cuanto a la cantidad de robots por trabajador (según los últimos datos disponibles de la IFR, ocupa el primer lugar, con 531 unidades por cada 10.000 trabajadores). Ser el número uno en cantidad de robots por trabajador no es sinónimo de alto desempleo, allí por el contrario es bajísimo, en torno al 4%.

¿Dónde está el secreto de Corea del Sur?

El informe PISA y otros sondeos como el TIMSS o el PIRLS sitúan a Corea del Sur a la cabeza en educación, superando incluso a países como Finlandia, tradicionalmente en la vanguardia. Allí, la enseñanza es gratuita entre los 7 y 15 años, el Estado destina a la educación casi un 7% del PIB (España, solo 4,5%); las políticas educativas son de largo plazo, se apuesta por la tecnología en el aula y los alumnos reciben en promedio de 10 horas de clases diarias, logrando 16 horas más de estudio a la semana que la media de la OCDE.

La crisis y el miedo están instalando ideas como que la mano dura o el autoritarismo son buenas recetas para frenar la expansión del virus. Pero una sociedad libre y evolucionada debería pensar en generar soluciones y conciencia a partir del acceso a la información; en mejorar las libertades.

Muchos artículos hablan de la falta de liderazgo, pero en cambio yo veo aquí una carencia de herramientas para mejorar la transparencia en nuestras sociedades; y estas herramientas son no solo tecnológicas, sino políticas, sociales, legales y culturales; herramientas que nos permitan disponer y compartir la información en beneficio de todos.

“La gran ventaja de los humanos sobre los virus es su capacidad de intercambiar información”, dice el escritor israelí Yuval Noah Harari en esta entrevista en El País. Emerge así un nuevo reto para las sociedades libres del mundo, el de compartir y gestionar la información de manera ágil, oportuna, eficiente y transparente.

Hay una variable tecnológica que se destaca como relevante, pero de nada sirve sin una cultura abierta al uso de la información para que sucedan cosas; piénsese por ejemplo en la app que lanzó Corea del Sur, que conecta a la gente obligada a quedarse en casa con las autoridades sanitarias para monitorizar su evolución. En realidad, están corriendo varias apps. Una es de uso obligatorio para aquellos que llegan al país de otras zonas de riesgo (actualmente, China, Hong Kong, Macao, Irán y prácticamente toda Europa) o están en cuarentena, y obliga a responder a un cuestionario diario sobre si hay o no síntomas. Las otras no. La app oficial fue desarrollada por el Ministerio del Interior y Seguridad, y permite al Gobierno monitorizar a los ciudadanos cuando se encuentran en cuarentena, así como localizar a quienes tienen prohibido abandonar sus hogares. Luego entran apps privadas, de uso voluntario (pero toda su información puede ser usada por las autoridades). Las más populares son CoronaNow, creada por jóvenes, y la ya célebre Corona 100, desarrollada por una empresa privada.

Tecnología y política

Taiwán es otro caso paradigmático –destacado ya por muchos medios– que tenía todas las de perder, con casi un millón de nacionales residiendo y trabajando en la China continental. Pero respondió rápido, con transparencia y eficacia. Creó un centro multidisciplinar de Mando Sanitario que trabaja 24/7 desde enero y cuyo principal objetivo es la recolección y transmisión de datos provenientes de los principales sectores, como la salud, la economía, el transporte y la educación.

Ciertamente, Taiwán fue sumando restricciones, pero lo hizo de manera oportuna y siguiendo lo que la data le iba diciendo, con transparencia intersectorial y de cara a la sociedad. Una restricción nunca debería tomarse sin información, sino que debe ser una consecuencia de ella.

Trazar y testear por dónde ha pasado el virus usando el poder del big data ha sido una de las claves en los países asiáticos para frenar el contagio. Otra razón es que países como Corea del Sur ya estaban preparados por escenarios similares anteriores, por lo que no esperaron a que los posibles contagiados (trackeados) fueran a los hospitales, sino que los fueron a buscar. En estas sociedades se ha erigido un complejo andamiaje tecnológico y humano para frenar el virus, que incluye entrevista personales y el acceso a todos los datos de los individuos con el uso de apps que han servido para cruzar y sistematizar la información.

Si queremos seguir siendo sociedades libres, tendremos que hacerlo de la mano de la tecnología y la transparencia. Ya no queda lugar para procesos opacos en la toma de decisiones. Mejorar las libertades será mil veces mejor que aumentar las restricciones.

La crisis del COVID-19 y el peligro de ruptura del Pacto Social.

El Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, ha puesto de manifiesto dos circunstancias que han pasado hasta ahora desapercibidas en la España contemporánea. A saber: la confirmación del pacto social y el peligro que corren los principios y libertades democráticos.

Hegel introdujo el concepto de espíritu del pueblo (en alemán, Volksgeist), que se configuraba por la conciencia que el hombre y su espíritu tiene de sí mismo, siendo la última conciencia, a que se reduce todo, la de que el hombre es libre. Esta conciencia ha tenido una presencia más acusada en nuestra sociedad occidental, en contraposición con la sociedad china, donde la histórica ausencia de individualidad y consciencia de libertad subjetiva ha configurado una ciudadanía “donde la ley moral se halla impuesta al hombre; no es su propio saber”.

Ante la restricción de libertades y el obligado confinamiento compelidos por el Real Decreto, conforta reconocer que la convención que une a los ciudadanos con el Estado, sigue vigente. El impulso físico y el apetito ceden ante el deber y el derecho. Es decir, la libertad natural inalienable en todo ciudadano, quien la pierde al verse abocado al confinamiento imperativo, cede ante la libertad civil, limitada únicamente por la voluntad general, de modo tal que, en el fuero interno de cada uno, el balance resulta positivo. Cuanto permanecemos encerrados en casa, se confirma el pacto social; cuando nos ponemos los guantes y mascarilla para ir al supermercado, se confirma el pacto social; cuando todos los días a las 20:00h. de la tarde salimos a aplaudir, se confirma el pacto social.

Esta fidelidad a la ley no es impuesta unilateralmente por el Estado y no se acata per se, sino que se trata de un acuerdo de voluntades. De esta forma, la voluntad individual se une con la voluntad general y, así, lo que en condiciones normales hubiera sido imposible de creer, deviene no solo posible sino constatable. Incluso podríamos hablar de un Estado fuerte y bien constituido, como aquel Estado en que “el interés privado de los ciudadanos está unido a su fin general y el uno encuentra en el otro su satisfacción y realización” (Hegel).

Esta idílica situación, dentro de la tragedia en la que nos encontramos, corre peligro de extinguirse; de romperse.

Estamos siendo testigos de una restricción voluntaria de las libertades, como se ha expuesto. No obstante, existe el peligro de que el poder abuse y tome provecho ilegítimo de la situación. Así, en los últimos días hemos presenciado cómo el primer ministro de Hungría, Viktor Orban, ha aprovechado la crisis sanitaria para perpetuarse indefinidamente en el poder (aquí), de forma antidemocrática. Estamos siendo testigos, igualmente, de numerosas actuaciones por parte de varios gobiernos, incluido el nuestro, que, aprovechándose de la situación actual, están tomando medidas cuya validez democrática es, cuando menos, dudosa. Véase la propuesta del gobierno polaco de extender la presidencia de Duda dos años más (aquí), aunque pueda tratarse de una medida inconstitucional. Véase igualmente las restricciones del gobierno de Sánchez a la libertad de prensa, que han provocado que varios diarios renuncien a acudir a las ruedas de prensa acusando de cribar las preguntas en beneficio propio; o las acusaciones de haber declarado un estado de excepción encubierto bajo la figura del estado de alarma (post).

Las democracias pueden morir por sus propios cauces democráticos, de forma casi imperceptible, cuando los gobernantes subvierten el mismo proceso que los llevó al poder (How Democracies Die).

Se corre peligro, así, de que la democracia derive en una  oclocracia, entendida esta como degeneración de la primera debido a una desnaturalización de la voluntad popular. Cuando se usurpa el poder soberano por parte del gobierno, “el gran Estado se disuelve y se forma otro en aquél, compuesto solamente por miembros del gobierno, el cual ya no es para el resto del pueblo (…), sino el amo y el tirano” (Rousseau). De esta forma, se rompe el pacto social y el ciudadano regresa a su libertad natural, rescindiéndose el acuerdo de voluntades que fue convenido, resolviéndose las obligaciones hasta ahora existentes entre las partes, y naciendo así la coerción o fuerza como único modo de obediencia.

La manifestación de esta muerte del espíritu del pueblo se constata de la siguiente forma en palabras de Hegel, a las que me remito por claridad: “la ruina arranca de dentro, los apetitos se desatan, lo particular busca su satisfacción y el espíritu sustancial no medra y por tanto perece. Los intereses particulares se apropian las fuerzas y facultades que antes estaban consagradas al conjunto.”

A partir de aquí, la vuelta a la libertad civil, considerada como la libertad real, pues su fin es el fin común, se hace difícil.

Ante el incumplimiento contractual, la parte afectada debe estar atenta para exigir su cumplimiento (dejaremos a un lado la resolución). El incumplimiento puede ser esencial (como la perpetuación indefinida en el poder por parte de Viktor Orban), o no esencial (restricción a la libertad de prensa), pero ambos son sancionables; ambos deberán ser comunicados por la parte afectada: el ciudadano.

No es diligente permanecer callado ante el incumplimiento de las obligaciones. Corre de nuestra cuenta alzar la voz con espíritu crítico y ser conscientes de que todo acercamiento a la ruptura del pacto social debe ser condenado, pues corremos el riesgo de que pequeños incumplimientos hagan inservible el contrato para el fin perseguido. Que la actual crisis no sea una excusa.

Democracias, autocracia y pandemia

Tribuna publicada originalmente en El Mundo y disponible AQUÍ.

En los duros momentos que estamos viviendo en el mundo en general y en Europa en particular, es fácil que muchos ciudadanos se pregunten si nuestras democracias liberales están en condiciones de combatir una pandemia como la que nos asuela.  Al fin y al cabo, las cifras europeas están empeorando las de China, así que es una pregunta muy legítima. Sin duda, el primer objeto de cualquier contrato social entre un Estado y sus ciudadanos (ya se trate de una autocracia, una democracia iliberal o una liberal) es velar por su vida, su salud y su seguridad.

Pues bien, lo primero que hay que señalar es que la epidemia se originó en China, y no por casualidad. Como se explicaba muy bien en el estupendo libro del corresponsal del Washington Post Philip P. Pan, “Out of Mao’s Shadow: The Struggle for the Soul of a New China” (creo que no hay traducción al español), la expansión de las epidemias en este país tiene mucho que ver con su sistema político. Ya ocurrió con el SARS, brote que se intentó ocultar al principio con graves consecuencias para la salud de los propios ciudadanos chinos y para el resto de los habitantes del planeta, si bien no llegó a producirse una pandemia. Y ha vuelto a ocurrir ahora con el COVID-19. Los incentivos de los dirigentes locales del partido no están precisamente alineados con la posibilidad de dar malas noticias a sus jefes reconociendo que tienen una potencial pandemia entre manos: los intentos de encubrir la gravedad y la extensión del brote de Wuhan están en el origen de su posterior expansión. El virus se detectó en noviembre de 2019 y no se supo públicamente hasta bastante tiempo después, permitiendo que siguiera la vida normal y, por tanto, el contagio. Tampoco está de más recordar la historia del doctor “wistleblower” Li Wenliang, que denunció la existencia del brote y fue implacablemente atacado por las autoridades chinas. Como es sabido, ha muerto a consecuencia del virus a los 34 años de edad.

En definitiva, son historias que serían más difíciles de ocultar en una democracia aunque solo sea por el papel de los partidos políticos –para eso está la oposición- los medios de comunicación y los ciudadanos a través de las redes sociales. Todos ellos pueden expresarse con libertad y sin temor de sufrir represalias por exigir transparencia a sus gobernantes, criticarles o exigirles rendición de cuentas. Nada de esto es posible en una autocracia como la china, donde hay una censura férrea. Por no mencionar otras cuestiones como la represión protestas de Hong Kong o el confinamiento (nada que ver con la epidemia) de los uigures musulmanes en campos de internamiento.

Claro está -dirán ustedes-; pero, al final, la realidad es que en China y otros países autoritarios (como Singapur) están venciendo la epidemia, mientras que a nosotros en las democracias occidentales nos queda mucho por hacer. Entre otras cosas, porque son capaces de poner en marcha protocolos y actuaciones que en un Estado democrático de derecho llevan más tiempo, en la medida en que no solo requieren decisiones políticas que hay que adoptar de acuerdo con las reglas democráticas sino que requieren también un aparato jurídico que hay que poner en marcha en muy poco tiempo. No se puede multar y menos detener a la gente por salir de casa ni restringir sus derechos ni cerrar los tribunales ni los centros de enseñanza ni las tiendas sin una normativa previa que habilite al Gobierno para hacerlo y, en todo caso, garantizando un equilibrio adecuado entre las necesidades imperiosas de una crisis sanitaria y el respeto a los derechos y libertades de cada uno. Y con el debido control parlamentario y jurisdiccional en su caso. No solo eso: la oposición política y los medios de comunicación pueden y deben monitorizar estas decisiones e incluso cuestionarlas. No olvidemos que las decisiones de las autoridades chinas, sean buenas o malas, no las puede cuestionar nadie sin afrontar los consiguientes riesgos. Esta es la grandeza y también la servidumbre de una democracia.

No obstante, las ventajas que -al menos aparentemente- tiene un modelo autocrático en un momento de crisis excepcional están ahí. Este debe de ser un motivo de preocupación desde el punto de vista de nuestros sistemas políticos, máxime ahora que China está facilitando ayuda de forma desinteresada a los países más afectados por la pandemia, entre ellos el nuestro.  No cabe duda de que toda ayuda es muy de agradecer, con independencia de cuales sean las motivaciones o la estrategia geopolítica que las guíe en un momento en que además Estados Unidos, el tradicional “salvador” de Europa, ha apostado por una estrategia muy diferente bajo la presidencia de Trump. Pero hay que ser conscientes de que esas motivaciones geopolíticas y estratégicas existen. Como también hay que serlo del inmenso aparato propagandístico que tiene a su disposición una dictadura y de la facilidad con la que puede emprender campañas de desinformación masivas o promover  “fake news” en las democracias occidentales, al mejor estilo ruso.

Dicho lo anterior, el reto para nuestras democracias es demostrar eficacia para combatir esta pandemia. Hasta ahora, por lo que podemos ver, las respuestas de los distintos países han sido distintas no tanto en cuanto a las medidas a adoptar (con la salvedad de las tecnológicas, que en este caso son cruciales como ha demostrado el ejemplo de Corea del Sur) sino en cuanto a la previsión, la organización y los tiempos. Pero es que la previsión, la organización y los tiempos son cruciales en una pandemia de estas características. Las consecuencias del temor a dar malas noticias a los ciudadanos más afortunados del planeta o los intereses políticos cortoplacistas (ya se trate de cancelación de fiestas populares, eventos deportivos o mítines y manifestaciones multitudinarias) han sido y van a ser muy costosas en vidas, en sufrimiento y también en términos económicos.  No solo en España, por cierto, pero esto no es un consuelo.

En España la falta de previsión y de organización también la hemos padecido, de forma muy notable tanto en lo que se refiere al aprovisionamiento de material médico imprescindible para combatir la pandemia, a la realización de tests masivos o en lo referente a la falta de aplicaciones tecnológicas para controlar los focos de infección al estilo de lo que se ha hecho en China, en Corea del Sur y Singapur. También hemos visto un auténtico caos en todo lo que se refiere a la estadística y la información sobre número de infectados, ingresados, ingresados en la UCI y fallecidos procedentes de las distintas autonomías, procedentes de la falta de uniformidad  entre los datos manejados y de coordinación con el Gobierno central. Durante días no hemos tenido información centralizada fiable: el único país que no la ha dado. Nada sorprendente en un Estado autonómico que está pidiendo a gritos una racionalización en todos los sentidos, empezando por el ámbito del “big data” en el ámbito de la sanidad.  En ese sentido, hemos perdido un tiempo precioso hasta conseguir –si es que se ha conseguido- algo parecido a una coordinación y dirección única por parte del Ministerio de Sanidad, algo imprescindible en una epidemia que no conoce de competencias ni de colores políticos ni mucho menos de fronteras, reales o ficticias. Cuando termine esta crisis debemos plantearnos de una vez la construcción de un modelo federal racional en beneficio de los ciudadanos y no de las élites o los partidos locales.

Mención aparte merece la actitud del Presidente autonómico catalán no ya de una deslealtad inconcebible en un gobernante digno de tal nombre, sino de una falta de decencia en una persona con tanta responsabilidad.. El aprovechar unas circunstancias gravísimas para atacar y arrojar sombras  sobre un esfuerzo colectivo de la magnitud del que estamos viviendo y sobre la actuación de los profesionales que están poniendo en riesgo su salud y quizás sus vidas por protegernos a todos solo se explica por un fanatismo próximo a la enajenación. Tampoco, aunque ciertamente en otro orden de magnitud, podemos olvidar las primeras reacciones del Gobierno vasco del PNV, más preocupado por sus competencias que por la salud de los ciudadanos. Para bien o para mal esta crisis va retratando a todos y cada uno de nuestros políticos no ya frente a las próximas elecciones, sino frente a la historia.

Pero, como también es frecuente en España estas carencias se están supliendo con el  trabajo, la voluntad y la dedicación de un grupo excepcional de profesionales, en nuestro caso el personal sanitario. Tampoco es casualidad: el sistema MIR garantiza de una parte la meritocracia y de otra la vocación de nuestros médicos a nivel nacional. Y esto es un tesoro que debemos preservar, sin olvidar que la situación de estos profesionales deja mucho que desear incluso en periodos normales. Cuando todo termine también debemos replantearnos las condiciones laborales y profesionales del personal sanitario en nuestro país.

En conclusión, muchos de los problemas enunciados no son inherentes “per se” a una democracia. Tienen más que ver con fallos de diseño institucional, con modelos de gestión o con falta de incentivos. Por ejemplo, poner en marcha un sistema de aplicaciones informáticas para controlar la pandemia, disponer de mascarillas o equipos sanitarios suficientes o hacer tests masivos de coronavirus no tiene nada que ver con vivir en una democracia o en una dictadura. Pero sí con tener buenas instituciones y personas capaces y preparadas al frente de ellas; en definitiva, con la meritocracia. Este es el gran reto de nuestras democracias, sin olvidar que a diferencia de lo que sucede en una dictadura, la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros es fundamental.

La monarquía en tiempos de pandemia: reproducción del artículo de Elisa de la Nuez en “Crónica global”

Artículo originalmente publicado en Crónica Global y disponible aquí

A la situación de emergencia nacional que vive nuestro país se une la de una de nuestras principales instituciones, la Jefatura del Estado. Es indudable que las graves noticias que se refieren a la fortuna acumulada por el rey emérito no pueden dejar de afectar a la institución, en la medida en que ponen de manifiesto un comportamiento muy poco ejemplar en un momento especialmente crítico para los ciudadanos. El hecho de que D. Juan Carlos I estuviese tan protegido por los grandes partidos y por los medios de comunicación hasta muy poco antes de su abdicación no elimina su enorme responsabilidad en cuanto al daño ocasionado a la monarquía, del que no sabemos si podrá recuperarse. El tiempo dirá.

En todo caso, no es éste el momento de cuestionar la institución ni la Jefatura del Estado como pretenden algunos partidos, y menos con actitudes un tanto infantiles como caceroladas en los balcones alentadas desde los socios del Gobierno. Como no es el momento de cuestionar otras muchas instituciones también muy erosionadas por un largo periodo de decadencia y de ocupación partidista, lo que vienen a ser sinónimos. Tiempo habrá de hacerlo y de exigir las reformas imprescindibles en todas y cada una de ellas desde el análisis sosegado de lo que necesita España y de cuáles son las alternativas reales, no las utópicas. Porque conviene recordar que varias de las viejas monarquías europeas encabezan las democracias más robustas del planeta, como ocurre en Suecia, Noruega o Dinamarca. Y alguna de las peores autocracias son repúblicas.

Con esto queremos decir que la forma del Estado no es en absoluto relevante para garantizar una mayor calidad democrática ni una sociedad más abierta y avanzada, aunque la imagen de un rey o una reina probablemente será siempre menos “moderna” que la de un presidente o presidenta. Pero si no hablamos de imagen sino de arquitectura institucional y de Estado democrático de Derecho, que es lo que realmente importa, conviene no perder esto de vista cuando se sueña con repúblicas imaginarias que guardan más semejanzas institucionales con la Rusia de Putin o la Polonia de Ley y Justicia, que, por cierto, tienen bastantes cosas en común.

Dicho eso, no cabe duda de que el rey actual es muy distinto de su predecesor. Hay que valorar los gestos que ha realizado para defender la institución, puesto que no cabe duda de que comportan altos costes personales, al tratarse de su familia. Entre ellos, el de manifestar ante Notario una futura renuncia a la herencia de su padre que, a día de hoy, no puede materializarse porque sencillamente no es jurídicamente posible al no haber fallecido el rey emérito. Pensar que se trata de engaños me parece injusto. Una cosa es desear legítimamente un cambio en la forma del Estado –lo que exige, como es sabido, una reforma del título II de la Constitución que está sujeto al procedimiento de reforma agravado de su art.168– y otra aprovechar la situación para desprestigiar al actual Jefe del Estado por comportamientos de su predecesor en los que no ha tenido, que se sepa, intervención alguna.

Por otro lado, el componente ideológico y partidista de estas protestas, tanto en el caso de Podemos como en el de los independentistas, es obvio. Lo cual no obsta en absoluto para reprobar el comportamiento muy poco ejemplar del rey emérito.

El rey se dirigió este miércoles a los españoles para hablar de la crisis que padecemos y apelar a la unidad y a la resistencia, trasladando también su convicción de que la superaremos y de que fortalecerá nuestra sociedad.  Es el mensaje que había que lanzar y que vieron más de catorce millones de personas, entre ellas muchas mayores aisladas en sus domicilios necesitadas de consuelo y de esperanza. Decir que con el mensaje pretendía “lavar su imagen” es desconocer el papel de la institución en circunstancias como las que vivimos y hasta dudar de la decencia de las personas que la encarnan.

¿Perdió el rey una gran ocasión el miércoles en su discurso al no aprovechar para hacer referencia a las informaciones relativas a su padre y dar alguna explicación? Lo primero que hay que reconocer es que no es fácil para un hijo respecto de un padreY tampoco para una institución de estas características reconocer las debilidades del anterior Jefe del Estado, máxime cuando se ocultaron por todos durante tanto tiempo. Sin embargo, en situaciones excepcionales las respuestas deben de ser también excepcionales y hay que arriesgarse más. También es cierto que en nuestra cultura política las explicaciones y las disculpas tradicionalmente brillan por su ausencia. Pero quizás si la monarquía ha de pervivir debe de estar a la altura de los momentos extraordinarios que estamos viviendo. Ciertamente es un poco injusto pedir a nuestros representantes que sean excepcionales, pero eso es exactamente lo que necesitamos y lo que justifique su permanencia.

 

Dedómetro VIII: La Agencia EFE o como las entidades públicas no deberían ser propiedad del Gobierno

El cese del actual presidente de la Agencia EFE Fernando Garea ha sido una de las noticias que han sacudido esta semana la política española. Tan solo un mes después de la formación del nuevo gobierno de coalición han comenzado a producirse los primeros ceses y nombramientos de presidentes de varias entidades públicas, la Agencia EFE entre ellas. Este hecho no hace sino confirmar lo que desde la Fundación Hay Derecho hemos denunciado en el Estudio sobre la meritocracia en la designación de los máximos responsables del sector público estatal y autoridades independientes: la politización y constante rotación de los presidentes de las entidades públicas con la llegada de cada nuevo gobierno, incluso (como sucede en este caso) con el mismo partido en el poder, aunque se trate de un gobierno de coalición con Podemos.

La Agencia EFE es una de las entidades que hemos analizado en el estudio y actualmente es la tercera entidad pública mejor valorada según nuestra metodología. Sin embargo, decisiones como éstas rebajarán su posición en nuestro índice de meritocracia pues, con independencia de la valía de su sucesora al frente de la Agencia EFE, lo cierto es que la rotación la penaliza. Desde la Fundación Hay Derecho venimos alertando sobre los peligros de la constante rotación de la dirección de entidades públicas y especialmente en sectores tan sensibles como son los medios de comunicación. Recordemos que los presidentes de la Agencia EFE, la agencia de comunicación y noticias más importante en español y cuarta a nivel mundial, han contado tradicionalmente con una larga trayectoria previa y un conocimiento amplio sobre los medios de comunicación y su gestión. De ahí que la agencia haya obtenido un buen resultado en nuestro estudio. El propio Fernando Garea era un periodista con más de 35 años de experiencia en medios y llevaba presidiendo la Agencia EFE desde julio de 2018 por designación del anterior gobierno de Pedro Sánchez. Le sucederá Gabriela Cañas, licenciada en Ciencias de la Información, periodista de larga trayectoria y experiencia en “El País” y directora general de Información Internacional en la Secretaría de Estado de Comunicación entre 2006 y 2008 con el Gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero.

En cuanto a las explicaciones del cambio no pueden ser más evanescentes. El ejecutivo dice haber prescindido de Garea debido a la “necesidad de renovar los recursos humanos en las empresas públicas”, unas explicación que no se sostiene cuando el directivo lleva un año y medio en el puesto. La decisión apunta a que el gobierno no tolera directivos profesionales y neutrales. En ese sentido, no deja de ser llamativo que Pablo Iglesias en su día llegara a calificar como purga la salida del periodista de “El País”. No parece que ahora tenga la misma impresión.

En el caso de la agencia EFE lo preocupante no es tanto la falta de experiencia o/y formación de sus máximos directivos (como en el caso de otras entidades públicas) sino su politización, ligada ahora a los cambios de gobierno incluso con el mismo partido. En su carta de despedida Fernando Garea afirmaba que las entidades públicas no son propiedad del Gobierno y por lo tanto no deberían estar sujetas a relevos según el color del ejecutivo. La presidencia de la Agencia EFE –como el resto de entidades públicas- debería tener un mecanismo de selección de su presidente que fuera público, transparente y meritocrático y sujeto a un contrato de desempeño y no a los cambios políticos, tal y como se hace en otros países de nuestro entorno como recordamos en nuestro estudio.

La constatación de que algunas de las prácticas que apuntábamos en el Estudio del Dedómetro no solo no cesan, sino que se extienden a cada vez más entidades es preocupante. Como hemos indicado otras veces la calidad de nuestra democracia depende del buen funcionamiento de sus entidades públicas y, por tanto, de que sean los mejores profesionales – independientemente de su signo político— los que estén al frente de ellas.

Lecciones austríacas (impartidas a quien no quiere ni escuchar ni oír)

En Austria se celebraron elecciones generales el pasado 29 de septiembre como consecuencia de la disolución anticipada del Parlamento (Nationalrat) motivada por el escándalo que protagonizó el vicecanciller Heinz-Christian Strache conocido como el “caso Ibiza”. Strache era el líder del FPÖ, partido de la Libertad de Austria pero no partido liberal, en puridad un partido de extrema derecha, aliado a estas formaciones en el Parlamento europeo y practicante de habituales coqueteos con el presidente Putin y con oligarcas rusos. Precisamente fue un video en un apartamento de Ibiza el que motivó la crisis pues en él se veía a  Strache y a otros dirigentes del partido traficando con abundantes sumas de dinero destinadas a la financiación del partido.

En Austria, cuando se descubre que un partido está tramando estas trapacerías, sus dirigentes se ven obligados a dimitir de los puestos relevantes que ocupan.

Por eso se produce la crisis de Gobierno que desemboca en las elecciones de septiembre al anunciar el canciller (del partido popular, ÖVP, Sebastian Kurz) el fin de la coalición que le unía a los trapisondas de Ibiza.

Celebradas las elecciones, el citado ÖVP gana con claridad, con la misma claridad con la que pierden los del amaño de Ibiza y los socialdemócratas. Los verdes vuelven al Parlamento de donde habían salido en 2017 después de haber entrado en él en 1986. Preciso es añadir que el actual presidente de la República, el Profesor van der Bellen, ha sido un eminente miembro de los verdes aunque su candidatura a la presidencia de la República la formalizó como independiente.

Con estos resultados, el Presidente encarga a Kurz el 7 de octubre la formación de Gobierno.

La tradicional coalición austriaca entre populares y socialdemócratas, que se ha sucedido desde la finalización de la Segunda Guerra Mundial, arrojaba 111 escaños; los populares y el partido de la Libertad, 102; los populares más los verdes, 97. Estamos hablando de 183 diputados.

El encargado de formar Gobierno, Kurz, comienza el 8 de octubre las conversaciones con los presidentes de todas las formaciones políticas representadas en el Parlamento. Esta es una costumbre constitucional respetada desde hace años en Austria.

Se constituyen los grupos de trabajo nombrados por las direcciones de los partidos.

Pronto el partido de la Libertad dio por finalizadas las conversaciones y lo mismo hizo poco después la socialdemocracia. Otra formación política más pequeña, los NEOS (este sí, partido liberal, presente en Estrasburgo), también se dan de baja en las conversaciones con Kurz.

Quedaban los verdes, dirigidos por el economista Werner Kogler. Las respectivas delegaciones de los populares y de los seguidores de Kogler constatan sus diferencias programáticas pero comienzan las negociaciones en cinco temas: Educación, Emigración, Economía, Transparencia y Clima. Tras varias sesiones, los expertos en las distintas materias anuncian que han llegado a acuerdos positivos. De manera que esta primera fase, llamada “negociaciones de sondeo”, se da por terminada a principios de noviembre.

Así puede comenzar la segunda, las “negociaciones para formar Gobierno”. Se constituyen al efecto 36 grupos: más de 100 negociadores, divididos en seis grupos principales y 30 grupos especializados, han buscado desde el 18 de noviembre la concreción de acuerdos programáticos de Gobierno. Los nombres y los curricula de todos ellos son perfectamente conocidos.

Con resultados alentadores pues, en estos momentos, se puede decir que es altamente probable que se constituya un Gobierno entre una formación tradicional de la derecha y una formación tradicional de la izquierda.

Para el lector español inteligente no es necesario hacer más precisiones.

Sin embargo, quiero desahogarme y hacerlas. Adviértase la forma de negociar, confiada a grupos de trabajo compuestos por expertos, no como entre nosotros a personas que carecen de una mínima hechura profesional; adviértase cómo se distinguen las fases de sondeo entre expertos y de negociación política propiamente dicha; adviértase cómo la derecha y la izquierda, esas derecha e izquierda españolas que jamás se pueden sentar a hablar porque tienen entre ellas diferencias insalvables (excepto para nombrar magistrados constitucionales y vocales del CGPJ), se sientan a dialogar y llegan a acuerdos; adviértase el abrazo entre el presidente en funciones y el líder de Podemos a las veinticuatro horas de la jornada electoral; adviértase cómo el respaldo que dice tener el presidente de nuestro Partido Popular de sus socios europeos (y que nos lleva a estar en manos de los separatistas) no debe de incluir a los homólogos austriacos dispuestos a sentarse en un Gobierno con los verdes …

Adviértase, adviértase … un sin fin de “adviértase …” podríamos anotar. Para concluir que España carece de enmienda en un horizonte visible pues que estamos en manos de políticos vacíos de sustancia y rebutidos de vulgaridad a quienes sobra de ambición lo que les falta de formación. Por no hablar de los que tienen a gala dar golpes de Estado y hoy son cortejados. Vivimos en el cieno del egoísmo político y bañados en la inmundicia. Lo dejó escrito Gracián: “que el nadilla y el nonadilla quieran parecer algo o mucho, que el niquilote lo quiera ser todo, que el villanón se ensanche, que el ruincillo se estire, que el que tiene que callar, blasfeme ¿cómo nos ha de bastar la paciencia?”.

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