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Las inmatriculaciones de la Iglesia: ¿otra “política del espectáculo”?

La llegada de Sánchez al escenario causó sorpresa e incluso admiración por su audacia y la capacidad de aunar elementos políticos tan dispares. No soy partidario de criticar este modo de acceder al poder, formalmente correcto, ni a cuestionar ciertas alianzas que ha implicado, mientras no aparezca un precio oculto que pudiera reputarse inmoral. Por supuesto, minorías tan exiguas y compañeros de viaje tan problemáticos no auguran un mandato cómodo y tranquilo, pero cabe reconocer que el golpe de mano de Sánchez supuso ya un beneficio político incontestable y perfectamente legítimo: la visibilidad política y electoral, menguada antes de la moción y muy crecida tras ella merced al simple ejercicio del poder, que ya de por sí da ventaja.

Pero a ello se ha añadido, quizá por lo limitado de sus apoyos políticos, el recurso al anuncio de políticas efectistas concretas tendentes a movilizar un voto ideológico, que permita “cerrar filas” en torno al partido, achicando el centro al generar respuestas simétricas del adversario. Esta polarización ideológica es común a los dos grandes partidos en las últimas dos décadas y está favorecido por un sistema mediático de “pluralismo polarizado” que refuerza sus efectos, en general negativos porque impide el razonamiento sosegado de los problemas e incita al choque y a la confrontación. Algo así ocurrió en la época de Zapatero con ciertas iniciativas muy ideológicas y quizá es lo que se pretende hacer hoy, aunque, quizá por la aceleración de los tiempos, las propuestas y rectificaciones se han sucedido con gran velocidad (según El Mundo son quince las rectificaciones que lleva el gobierno en este momento).

En esa línea, tengo interés en comentar un asunto que pudiera ser el nuevo hit en esta política del espectáculo de la que estamos disfrutando. Me refiero a la noticia de que el Gobierno podría reclamar cerca de 3.000 bienes inmatriculados a nombre de la Iglesia durante el período 1998-2015, al considerar que se trata de “bienes de dominio público” y, por lo tanto, falsas inmatriculaciones (ver aquí la noticia). Uno de los bienes más significados es la Mezquita de Córdoba (ver aquí la noticia), respecto de la cual un comité de expertos (del que formó parte Carmen Calvo hasta que pasó a integrar el gobierno y Federico Mayor Zaragoza) ha emitido un informe que concluye diciendo que la Mezquita es propiedad del Estado, proporcionando unas notas sobre la situación jurídica y realizando unas propuestas de actuación.

El mensaje ideológico que se desliza es que la Iglesia se aprovechó de una norma franquista (La ley Hipotecaria de 1946-47), modificada por Aznar en 1998 (Real Decreto 1867/1998), para apropiarse de bienes que no le pertenecían, privando con ello al pueblo de su patrimonio histórico y a veces de bienes particulares.

Pues bien, sin negar que pudieran haber existido abusos y apropiaciones indebidas y sin que esta reflexión signifique defensa alguna de la Iglesia en cuanto tal, cabe traer a colación algunas consideraciones técnicas. Como este tema es recurrente, ya tuve la posibilidad de pronunciarme sobre él hace tres años y medio en un post, al que me remito, en el que distinguía entre adquisición de la propiedad y el acceso al registro. Como cualquier sujeto de Derecho, la Iglesia, y el Estado, han podido inmatricular bienes, pero no todos, porque los templos y los bienes de dominio público (calles, etc.), respectivamente, estaban exceptuados de inscripción por la notoriedad de la condición de los mismos; pero en dicho decreto de 1998 se habilitó la posibilidad de inscribir unos y otros por considerarse discriminatorio y posiblemente inconstitucional vedar los beneficios de la inscripción a la Iglesia y al propio Estado.

La Iglesia, en efecto, empezó entonces a inmatricular sus templos. Entonces, ¿la Iglesia se apropió de bienes que no le correspondían? Pudiera ocurrir, pero la inmatriculación no es el dato clave, porque la propiedad no la da la inscripción, sino el acto de adquisición o el paso del tiempo, en ciertos casos. La inmatriculación de fincas en el registro (es decir, la inscripción por primera vez) es un acto relevante porque significa introducir en el sistema de seguridad preventiva (escritura pública + inscripción) bienes que no lo estaban antes y respecto de cuya titularidad real puede haber dudas razonables; mientras que, una vez inscritos, el juego de presunciones hipotecarias hace que el que adquiera a título oneroso de persona que aparece como titular sepa con toda seguridad, si es de buena fe, que es dueño. Por eso, el titular de la primera inscripción no está protegido por las presunciones registrales ni tampoco los sucesivos compradores durante dos años. O sea, que salvo que la Iglesia haya vendido templos, no está exenta de reclamaciones judiciales de titularidad por quien pueda justificar que es dueño.

Lo que, en cambio, sí era francamente improcedente era que la Iglesia tuviera la posibilidad de inmatricular por el cómodo sistema de que lo dijera el obispo en un certificado (igual que el Estado), mientras que el resto de los mortales tenían que tener dos títulos o iniciar un engorroso expediente con citación a los colindantes, con los consiguientes y más que posibles inconvenientes. Pero, en realidad, esta posibilidad desapareció con la Ley 13/2015, en el contexto de una reforma más amplia de la Ley Hipotecaria.

Por eso, el mencionado informe de los expertos introduce, al omitir estas nociones básicas, enorme confusión en el asunto (aquí pueden examinar el informe). Por ejemplo:

  • Cuando dice que se inmatriculó la Mezquita “merced a la modificación realizada en septiembre de 1998 del artículo 206 de la Ley Hipotecaria, que recuperaba la consideración de fedatarios públicos que los obispos habían tenido en la ley hipotecaria franquista (1944)”, yerra, porque esa posibilidad la había tenido siempre, aunque los templos estaban excluidos, por la notoriedad de su condición.
  • Cuando dice “al tratarse la Mezquita Catedral de un bien público, que no está́ en el tráfico del comercio, no es posible que la Iglesia Católica apele al mecanismo de usucapión, pues la posesión, pacífica y continuada no es suficiente en este caso para demostrar la propiedad”, yerra también, porque eso será verdad siempre y cuando la adquisición no fuera anterior a la existencia de esos concepto como el de dominio público y porque, de seguirse ese razonamiento, la adquisición de cualquiera de nuestras propiedades sería nula, pues en algún momento remoto cualquier trozo de tierra habrá sido de ese “dominio público” antes de haber sido adquirida por alquien.
  • Cuando dice “el registro de la inmatriculación supuso, en su momento, una omisión en el deber de comprobación por parte del Registro de la Propiedad, lo que anula la validez de la inscripción”, cabe apostillar que en este caso mal se les puede acusar a los registradores de hacer lo que les mandaba la ley.
  • Cuando dice que “la admisión de que la Mezquita Catedral pudiera ser un bien de titularidad privada de la Iglesia Católica supondría reconocer la propiedad a una institución regida por normas de un Estado distinto al español (Estado Vaticano), y admitir que este supuesto propietario pudiera ejercer sus funciones de propietario de la Mezquita Catedral, lo que incluiría su facultad, por ejemplo, para vender libremente el bien”, cabría preguntarse si entonces las embajadas y otros bienes de Estados extranjeros son inadmisibles también.
  • En tres de las “notas” el informe denuncia la “irregularidad” de la inmatriculación por no demostrar la propiedad, por faltar los tres requisitos básicos exigibles a cualquier registro de un bien (“prueba de la propiedad, descripción del bien y certificación de que se encuentra libre de cargas”, dice), o porque “el reconocimiento de la autoridad eclesiástica católica como fedatario público”. Estas ideas ponen confusamente el foco sobre la cuestión que mencionaba al principio: el sistema privilegiado de acceso al registro por medio de certificación que tenía la Iglesia y que desde mi punto de vista era una crítica totalmente acertada; aunque como hemos dicho, ya no existe, porque esa vía fue suprimida por la ley 13/2015.

El informe, finalmente, sugiere que el Ayuntamiento de Córdoba, debería recabar los apoyos parlamentarios necesarios para el planteamiento de un Recurso de Inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional con el objetivo final de anular la inscripción de la “Santa Iglesia Catedral” de Córdoba a nombre de la Iglesia Católica y defender la propiedad pública de la Mezquita – Catedral; y sólo en el caso de no prosperar, acudir a los tribunales. No teníamos por aquí noticia de que la cosa registral se había complicado tanto que hubiera que acudir al Constitucional, pero quizá cabría recordar que los “asientos del registro están bajo la salvaguarda de los tribunales” (art. 1.3 de la LH) y que no hace falta anular la inmatriculación para reclamar la propiedad de esos bienes porque, si no ha habido transmisión, no estará el titular todavía protegido por el registro, como he dicho antes.

Otra cosa es que se quiera declarar la inconstitucionalidad de la ley Hipotecaria de 1944-46 para declarar nulas todas las inmatriculaciones, en cuyo caso el plazo de tres meses para el recurso habría pasado con creces y el Tribunal Constitucional solo podría entrar por vía de una cuestión de constitucionalidad planteada por los jueces o tribunales. Ahora bien, incluso en el supuesto caso de que se declararan nulas esas inmatriculaciones por contrarias a la Constitución, eso no querría decir que las propiedades inmatriculadas no fueran de la Iglesia, sino que habría que reivindicarlas igualmente al detentar generalmente la Iglesia sobre ellas la posesión.

Más delirante todavía es la “solución jurídica global” que menciona El País en el enlace antes insertado, de que el Gobierno podría optar por un mandato a los registradores para que cancelen todas las inmatriculaciones, dado que las considera nulas al ir contra los derechos humanos, según tres sentencias recientes del Tribunal de Estrasburgo, considera Antonio Manuel Rodríguez, profesor de Derecho Civil en la Universidad de Córdoba”. Esta opción significa desconocer totalmente el sistema y presuponer que el gobierno, al ser los registradores funcionarios, pueda por su santa voluntad anular inscripciones por una orden terminante.

Todo ello no quiere decir, claro, que no haya podido haber inmatriculaciones indebidas de la Iglesia (y, cuidado, también del Estado, cuya legitimación para la inmatriculación rápida sigue vigente), pero la forma de atacarlas exigirá siempre una impugnación judicial por quien acredite ser propietario. Y eso es lo que pretende también el informe, intentando demostrar históricamente condición de dominio público de la Mezquita, aunque si es tan riguroso en la Historia como en el Derecho, poco podremos esperar.

En resumidas cuentas: es lícito hacer política ideológica y polarizadora si eso te conviene; está dentro de las reglas. Pero es menos lícito confundir al personal y anunciar políticas sobre cuestiones complejas que no tienen una solución fácil y unívoca. Es lo que tiene el Estado de derecho, que no permite soluciones taxativas, inmediatas, omnicomprensivas, de aquí te pillo y aquí te mato, que lo resuelvan todo de sopetón y sin más trámite y sin pararse en barras, porque el sujeto sea sospechoso o porque no nos guste; sino que la Iglesia, los separatistas, los individuos de la Manada o incluso los políticos (cada uno que ponga aquí su sujeto sospechoso), todos, tienen derecho a que se examinen sus actos uno a uno, que se le oiga, que se aplique un procedimiento (sin el cual no hay justicia) y que, en definitiva, no entren en juego en la justicia nuestros prejuicios personales.

Porque ni el Derecho civil ni la Legislación Hipotecaria se aprenden, tampoco, en dos tardes.

De nuevo se pronuncia el Tribunal Supremo sobre las parejas no casadas, pero esta vez con una sentencia impecable en sus consideraciones

La Sentencia del Tribunal Supremo (Sala 1.ª) de 15 de enero de 2018 (RJ 2018/76), ponente Excma. Sra. D.ª M.ª Ángeles Parra Lucán, es uno de esos pronunciamientos judiciales que reconforta leer, especialmente cuando se está familiarizado , como es mi caso, con el “anómalo, irregular e inseguro” tratamiento de las parejas no casadas por parte de los Tribunales.

La ponente no sólo intenta poner orden en la caótica situación, sino demuestra su conocimiento sobre los diferentes frentes de dificultad que acompañan la cuestión, llevando a cabo una serie de consideraciones esclarecedoras, plagadas de sentido común jurídico, “recolocando”, si se me permite la expresión, la situación en sus términos correctos y adecuados.

Existen una serie de razones que han ido provocando una extrema dificultad en la búsqueda de soluciones a las contiendas entre parejas, que además se han ido complicando con el transcurso del tiempo, y que podríamos resumir de la siguiente manera: no existe ley estatal sobre las parejas, ni tiene intención alguna de ello el legislador, objetivo que ha quedado abandonado por el reconocimiento del matrimonio entre personas del mismo sexo; por el contrario existe una proliferación de leyes autonómicas sobre el particular de diversa consideración, existiendo ya importantes Sentencias del Constitucional sobre la inconstitucionalidad de las previsiones contenidas en algunas de ellas (Madrid, Navarra, Valencia); no existen procedimientos judiciales específicos para las reclamaciones entre las parejas en el momento de su ruptura; en algunos casos, reglas dictadas para los casados se extienden expresamente a los no casados; no obstante, la analogía con las normas matrimoniales se rechaza en principio, tanto por el Tribunal Constitucional como por el Supremo, como cauce de solución de las controversias judiciales.

Tampoco ha colaborado mucho en el propósito de ayudar a esclarecer la cuestión la errática jurisprudencia de los Tribunales, guiada en el caso del Constitucional por el ánimo de rechazar reconocer la pensión de viudedad a los no casados –con quiebras particulares a esta estricta corriente como sucedió con los arrendamientos urbanos-; y en el del Supremo con una línea compleja, que ha ido evolucionando de la negación al reconocimiento de pretensiones económicas en muchas reclamaciones –fuera de los presupuestos de la comunidad-, a una tendencia difícil de asimilar a finales de los noventa y principios de este siglo de extrema generosidad en cuanto al reconocimiento de pensiones o indemnizaciones injustificadas,  hasta llegar a una sentencia de unificación de doctrina en el año 2005 (STS 12-9-2005), por la que, reconociendo ser la primera vía de solución el pacto, rechaza la analogía con el matrimonio y acude a la doctrina del enriquecimiento injusto como criterio de cierre.

Sin duda alguna, en el caso de la resolución que ocupa estas reflexiones, la sentencia casada, confirmatoria de la de Primera Instancia, es uno de esos supuestos de “sin razón” que guía en no pocas ocasiones el proceder de los jueces en el caso de ruptura de la pareja, “desnortados” de alguna manera por las circunstancias descritas.

Tras una convivencia de dieciséis años, se demanda una “declaración judicial de ruptura de pareja”, en la que se solicita la adopción de una serie de medidas definitivas que sí son articulables recurriendo a la vía procesal de la ruptura de matrimonios, como es el caso de todas las relativas a los hijos, pero incluyendo la solicitud de una “pensión compensatoria” (aunque el término haya sido cambiado por el de compensación en el 2005) de 1.500 euros mensuales, que sólo se abonarían en el caso de que la demandante dejase de percibir su sueldo actual, por idéntico importe, procedente de una empresa participada por ella en un 49% y su pareja en un 51%, temiendo por la estabilidad de su puesto de trabajo. El Juzgado y la Audiencia estiman su petición, pero rebajando la cuantía a 500 euros y por un plazo de dos años en caso de que llegase a cesar la relación laboral.

En primer lugar se ocupa la sentencia del Supremo de las cuestiones procesales, manifestando su extrañeza ante la circunstancia de que se haya acudido a un procedimiento indebido, debiendo dirimirse la reclamación económica por ruptura por el declarativo correspondiente por cuantía al no existir cauce procesal para ello cuando los no casados utilizan los procesos matrimoniales. Ni el demandado, ni el tribunal de instancia, de oficio, manifiestan nada al respecto continuando el procedimiento sin más. Verdaderamente la cuestión es espinosa, pues al no haber previsto el legislador estatal un procedimiento específico para las controversias de la ruptura de parejas, en el que pudieran ventilarse todas sus pretensiones, éstas se ven abocadas en ocasiones a un peregrinaje procesal en el que no existe orden ni criterio, resolviéndose por cada tribunal como le parece adecuado o conveniente, sin atenerse ni seguir una única línea de proceder, denotando una flagrante inseguridad jurídica. Se agradece que el Supremo recuerde que si las parejas quieren reclamarse pensiones, indemnizaciones o compensaciones, deberán utilizar el declarativo y no el juicio verbal del art. 770 de la Ley de Enjuiciamiento.

En cuanto a las cuestiones de fondo, la sentencia del Juzgado, confirmada por la Audiencia, recurren a la técnica del “todo vale”, muy arraigada en la materia, mezclando argumentos y fundamentaciones de diversas instituciones jurídicas como la mencionada pensión compensatoria, la compensación por ruptura del régimen de separación de bienes o la doctrina del enriquecimiento injusto, para terminar admitiendo el pago de alguna cantidad en conceptos jurídicos indeterminados. Es indiferente que las normas alegadas respondan a funciones diversas, que tengan en cuenta el pasado o el futuro, que influya o no el desequilibrio, el concepto del mismo que se maneje, las premisas del enriquecimiento injusto sin demostración de sus requisitos, o lo que sea, desembocando en un ejercicio de reinterpretación del derecho absolutamente inadmisible.

Así lo hace ver la ponente, con contundencia, censurando que se traigan a colación por el Juzgado sentencias varias “sin análisis alguno”, “sin estructura identificable”, manifestando que la sentencia “no invoca ningún precepto, ni explica cuál es el fundamento y la naturaleza jurídica de la pensión que otorga”, como un compendio de los criterios del art. 97, el art. 1438 o los presupuestos del enriquecimiento, lo que en su consideración, que comparto plenamente, “dificulta el control de la finalidad a la que responde la pensión concedida”.

Se van ordenando las diversas cuestiones, destacando que, a falta de pacto -siguiendo la doctrina del pronunciamiento del 2005, pero añadiendo sutilmente los trascendentes efectos de la STC 93/2013, que declaró la inconstitucionalidad de la mayoría de la Ley navarra-, no se podrían imponer a las parejas efectos del matrimonio que ellos no hubieran acordado, so pretexto de conculcar el art. 10 CE a través de un contenido imperativo; rechazando, en confirmación con el pensamiento expresado en otras resoluciones precedentes, la analogía con las reglas que disciplinan la ruptura de los matrimonios; pero dejando abierta la puerta de la aplicación de la doctrina del enriquecimiento injusto cuando sea posible. Recuperando los cuatro presupuestos que se exigen para su apreciación (aumento del patrimonio del enriquecido, correlativo empobrecimiento del actor, falta de causa que justifique el enriquecimiento e inexistencia de un precepto legal que excluya su aplicación) se niega su presencia en el caso enjuiciado por no concurrir tales circunstancias, no implicando la convivencia “pérdida de expectativas ni el abandono de una actividad en beneficio propio por la dedicación en beneficio del demandado”; siendo más cierto que la compensación responde al riesgo de que quedara sin empleo la demandante, lo que podría acontecer teniendo en cuenta las circunstancias de la empresa. Como he dicho al principio, resulta “reconfortante” que el Supremo instale la cordura y la correcta aplicación de normas y principios a las reclamaciones económicas entre los no casados, evitando que se retuerzan las instituciones y presupuestos de las mismas en un ejercicio que conculca la seguridad jurídica y quiebra todas reglas que disciplinan los procesos. Restaría tan solo que los Tribunales de instancia se hicieran eco de la misma en sus sentencias.

Tan solo una última reflexión a la vista de lo resuelto y del supuesto práctico enjuiciado. Unos y otros confirman la idea de que si las parejas no casadas quieren solucionar sus problemas y relaciones de forma eficaz deberán acudir a la vía del pacto, camino que se les señala con reiteración por el Constitucional y por el Supremo. La doctrina de los Tribunales avanza hacia el reconocimiento de ser la autonomía de la voluntad la que discipline los efectos de la ruptura y no el recurso a lo disciplinado para el matrimonio. Sin duda posible, el derecho demandado en este pleito podría formar parte, perfectamente, del contenido de un acuerdo entre los miembros de la pareja, bien en el momento de su constitución, bien con vistas a la ruptura, lo que permitiría atender a los intereses que tuvieran por conveniente con el (casi) seguro respeto por parte de los Tribunales.

HD Joven: Las multidivisa atrapadas en el colapso de los juzgados

El acuerdo adoptado por el Consejo General del Poder Judicial el pasado 25 de mayo de 2017 para la especialización de determinados juzgados, uno por provincia, para que conozcan con carácter exclusivo y no excluyente de materias relativas a las condiciones generales incluidas en contratos de financiación con garantías reales inmobiliarias cuyo prestatario sea una persona física ha generado gran controversia, pues se aprobó con la oposición de la práctica totalidad de los operadores jurídicos y su legalidad está siendo impugnada en vía contenciosa administrativa no sólo por el letrado que suscribe, sino por muchos otros más.

Es curioso que una iniciativa que en principio está prevista para mejorar la defensa de los consumidores y usuarios, y facilitar los medios de la Justicia para tutelar los derechos de estos haya provocado justamente lo contrario; por su falta de concreción, motivación y precipitación en su puesta en marcha.

Esta situación ya ha sido evidenciada por las conclusiones alcanzadas durante las XXVII Jornadas nacionales de Juezas y Jueces decanos que tuvieron lugar en Bilbao el pasado 18 de octubre, donde tales magistrados muestran su rechazo a “las medidas de refuerzo, consistentes en la especialización de los juzgados para el conocimiento de acciones individuales sobre Condiciones Generales de la Contratación” a las que tildan como “un completo y absoluto fracaso”.

Hay que tener en cuenta que nuestro sistema judicial no es ajeno a la especialización de los juzgados por materias, contando con una previsión legal (artículo 98 LOPJ), que habilita al Consejo General del Poder Judicial para estos menesteres, y teniendo en cuenta los acontecimientos de los últimos años, podría llegar a tener sentido.

Pero desde luego no en la forma en que finalmente se hizo, esto es, con una manifiesta carencia de medios y un ámbito de aplicación demasiado amplio, de tal manera que el retraso en estos juzgados, previstos inicialmente para las cláusulas suelo, están causando graves perjuicios a los titulares de préstamos hipotecarios multidivisa que han decidido demandar a su entidad financiera.

La decisión de crear un juzgado único especializado para las acciones individuales sobre Condiciones Generales de la Contratación vino motivada por el fracaso de las distintas medidas adoptadas para solucionar el conflicto de las cláusulas suelo.

Pese a la intervención del legislador materializada en el Real Decreto-ley 1/2017, de 20 de enero, cuyo objeto era el establecimiento de medidas que facilitaran la devolución de forma extrajudicial de las cantidades indebidamente satisfechas por los consumidores en aplicación de cláusulas suelo, el número de casos que se han podido solucionar por esta vía ha sido bastante inferior de lo previsto.

Lo más curioso de todo, es que este controvertido Real Decreto-ley, que fue criticado por favorecer en exceso a la banca, ha sido un auténtico fiasco, precisamente por los obstáculos de las propias entidades financieras, que se sentían más cómodos en la avalancha de litigios, que solucionando extrajudicialmente los problemas creados. Los medios de comunicación se han hecho eco del resultado del rotundo fracaso del proceso de devolución, que al parecer a penas resolvió el 5% de los casos.

Y los litigios de cláusulas suelo, a los que podríamos unir los de reclamación de gastos hipotecarios, tienen una característica destacable y que lo diferencia del préstamo hipotecario multidivisa, y es que en los dos primeros las cantidades reclamadas ya fueron abonadas en su momento por el cliente, es decir, no es una cláusula además que continúe en vigor y que lesione mes a mes el patrimonio de los consumidores y que ponga en riesgo su derecho a la vivienda; sino que se trata de una cantidad cobrada indebidamente en el pasado que la entidad financiera tiene que restituir.

A diferencia de las cláusulas suelo y los gastos de hipoteca, las hipotecas multidivisa continúan día a día asfixiando económicamente a las familias, con cuotas que pueden llegar a duplicar a las iniciales, y un capital que se ha llegado a incrementar por encima de la cantidad efectivamente prestada, podiendo poner en riesgo su vivienda habitual, si no pueden hacer frente al pago de las cuotas.

Así las cosas, el préstamo hipotecario multidivisa está afectando al derecho de los ciudadanos a la propiedad y disfrute de una vivienda digna sin que puedan ser privados arbitrariamente de ella, tal y como reconoce el artículo 17.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas.

En este sentido, el propio Tribunal Supremo en la Sentencia de Pleno de 15 de noviembre de 2017 ha destacado que el incremento de cuotas puede provocar el vencimiento anticipado del préstamo, como finalmente ocurrió en el caso enjuiciado:

“En el caso objeto del recurso, algunos de los riesgos sobre los que no se informó adecuadamente a los demandantes se han materializado y les han causado un grave perjuicio. Los prestatarios no solo han tenido que abonar cuotas de amortización superiores en aproximadamente un 50% al importe de la cuota inicial, pese a la bajada del tipo de interés, y han llegado a un punto en el que no han podido seguir haciendo frente a las cuotas de amortización, sino que además, al haber hecho uso el banco de la facultad de dar por vencido anticipadamente el préstamo por el impago de las cuotas, la cantidad que ha reclamado a los prestatarios, en euros, como capital pendiente de amortizar, en el proceso de ejecución hipotecaria, supera significativamente la cantidad que les fue ingresada en su cuenta en euros por la concesión del préstamo”.

Siendo notorio el potencial menoscabo a este Derecho, que está integrado en nuestro ordenamiento en el artículo 47 de la Constitución Española como principio rector de la política social y económica, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos, deberá actuar en consecuencia tal y como ha venido declarando el Tribunal Constitucional (STS 19/1982, de 5 de mayo, entre otras).

Como es lógico, los clientes que estén sufriendo un incremento de las cuotas superiores al 50%, están poniendo en riesgo su vivienda habitual, y no pueden depender de unos juzgados especializados absolutamente colapsados y sin medios suficientes. Tal y como recogen las conclusiones de los jueces decanos a lo que hicimos mención al inicio, en el Juzgado Especializado de Madrid han ingresado 22.234 asuntos y sólo dispone de dos jueces en prácticas, un Juez de Adscripción Territorial, y un juez titular al 25%, diez funcionarios y dos Letrados de la Administración de Justicia.

Los números son escalofriantes, y con más detalle se ha dado cuenta el propio CGPJ en la última sesión de la comisión permanente, que revela que desde el día 1 de junio hasta el 28 de septiembre de 2017 el número de demandas interpuestas asciende a 17.398, y el estado es el siguiente:

  • Asuntos registrados: 10.268 a fecha 3 de octubre de 2017.
  • Pendientes de incoar: 7.351 a fecha 30 de septiembre de 2017.
  • Asuntos en trámite: 2.252 a fecha 3 de octubre de 2017.
  • Asuntos resueltos: 104 sentencias, 30 autos y 56 decretos, en total 190.

Con dicha carga de trabajo es imposible hacer justicia, y es una justicia que necesitan miles de familias que sufren mes a mes graves perjuicios económicos poniendo en riesgo su vivienda habitual, e incluso su salud.

Ante este despropósito ocasionado con la creación calamitosa de los juzgados especializados, resulta un error el acuerdo al que llegaron el pasado lunes el CGPJ, el Ministerio de Justicia y las CCAA de mantener estos juzgados, al menos, durante otro año más. Esperemos que aún haya tiempo para que se excluyan expresamente de su competencia los procedimientos de nulidad de préstamos hipotecarios multidivisa. Además, y para paliar el daño ocasionado desde su aparición, la lógica imperante aconseja valorar la posibilidad de volver a repartir las demandas que no se hayan admitido a trámite por culpa de este ineficaz sistema implementado, así como, elaborar un plan de acción para dar prioridad en la tramitación y señalamiento a los asuntos que ya se estén conociendo por parte de los Juzgados especializados.

Los préstamos en divisas en el proyecto de Ley de Crédito Inmobiliario. ¿Mejor prohibirlos?

Tras las dos recientes sentencias del TJUE y del TS que admiten la anulación de préstamos en divisas (comentadas aquí y aquí) conviene plantearse si la regulación que se propone en el recientemente publicado Proyecto de Ley de Crédito Inmobiliario ofrece una solución adecuada a este problema.

La principal novedad del Proyecto (art. 18) es que da al prestatario la posibilidad de convertir el préstamo, a su elección en las siguientes monedas:

“a) la moneda en que el prestatario perciba la mayor parte de los ingresos o tenga la mayoría de los activos con los que ha de reembolsar el préstamo, según lo indicado en el momento en que se realizó la evaluación de la solvencia …, o

b) la moneda del Estado miembro en el que el prestatario fuera residente en la fecha de celebración del contrato de préstamo o sea residente en el momento en que se solicita la conversión.”

La Directiva obligaba o bien a ofrecer la conversión o bien  “otras disposiciones que limiten el  riesgo de tipo de cambio”. Se opta por lo primero si bien se prevé la posibilidad de sustituir esta conversión por algún sistema de limitación del riesgo de tipo de cambio” cuando el prestatario no sea consumidor – lo que a mi juicio es impreciso e inútil pues  no hace más que confirmar el carácter dispositivo de la conversión en estos casos-.

En relación con la moneda en la que se puede convertir, nuestro legislador adopta la posición más protectora, pues prevé que prevé la opción entre las alternativas a) y b). La Directiva permitía que el legislador nacional optara por una de ellas o incluso que diera la opción al prestamista.

No ocurre lo mismo en relación con el tipo de cambio al que se hace la conversión. La Directiva dice que la conversión se hará por el tipo de cambio del mercado vigente en la fecha en que se solicite la conversión, a menos que el contrato de crédito disponga otra cosa”. No está claro si la disposición en contra del contrato se refiere a que se puede pactar un tipo de cambio distinto del de mercado o que se puede modificar la fecha de esa fijación. Creo que lo primero es inadmisible y que en todo caso es una norma confusa y errónea pues una norma de protección de los consumidores no puede ser dispositiva:¿de que sirve decir que el tipo de cambio tiene que ser el de mercado si el prestamista profesional puede imponer otra cosa en el contrato?

En lugar de aclarar o corregir este absurdo, nuestro legislador establece la posibilidad de pacto en contrario tanto de la fecha como del tipo de cambio. Si bien acierta al concretar que el tipo de cambio de mercado será el publicado por el Banco Central Europeo en la fecha en que se solicite la conversión”, pero es evidente que la regla debe ser imperativa.

Las demás previsiones del art. 18 persiguen la mejor información del prestatario. Por una parte (nº 3 y 4) se refieren a la información durante la vigencia del préstamo: establecen la obligación de advertir al prestatario del incremento del valor de la moneda. No precisa respecto de qué moneda de las varias a las que se refiere el punto 2, y entiendo que debería clarificarlo refiriéndolo al euro. En todo caso será obligatoria la notificación cuando el incremento sea un 20% y se remite al desarrollo reglamentario para mayores exigencias.

El art. 18.6 se refiere a la información precontractual: establece que la FEIN debe reflejar los anteriores derechos y un ejemplo ilustrativo de los efectos que tendría una fluctuación del tipo de cambio del 20 por ciento.”

La pregunta que hay que hacersese es si con esta regulación el consumidor queda suficientemente protegido. Para ello, nada mejor que plantearse qué hubieran decidido el TJUE y el TS de haberse cumplido estos requisitos en los casos decididos en las sentencias recientes.

En ambas, el problema fundamental era determinar si se cumplía el requisito de transparencia material, es decir, si el consumidor no sólo entendía el contrato si no que era capaz de comprender sus consecuencias económicas. La STJUE Andriciuc dice que es esencial que el consumidor disponga antes de la celebración de un contrato, de información sobre las condiciones contractuales y las consecuencias de dicha celebración.” Y en relación con la cláusula multidivisa en concreto, que debe comunicar que “se expone a un riesgo de tipo de cambio que le será, eventualmente, difícil de asumir … en caso de devaluación de la moneda en la que percibe sus ingresos”. En el mismo sentido el TS cree que el consumidor medio puede entender que el riesgo de cambio implica que varíe la cuota, pero no que esa variación “puede ser tan considerable que ponga en riesgo su capacidad de afrontar los pagos”. No estoy seguro de que la existencia en la FEIN de un escenario de devaluación del 20% pueda hacer comprender el riesgo, sobre todo teniendo en cuenta que la variación puede ser mucho mayor, como sucedía en el supuesto de la STS citada.

Además en ese caso, el prestatario tenía la posibilidad de convertir el préstamo en euros, que es la gran novedad de la Ley, y sin embargo se anuló parcialmente el contrato. Es cierto que en ese caso la conversión solo podía hacerse cada mes y no en cualquier momento, y que había que pagar una comisión. Pero el argumento central del TS es que sólo si el prestatario es consciente de los riesgos del tipo de cambio “puede utilizar provechosamente esa posibilidad de cambio de divisa prevista en el contrato.” Por tanto, la transparencia es un prius respecto de esta posibilidad de limitación del riesgo, y no parece que ni la FEIN ni la notificación de las variaciones del tipo de cambio (cuando ya ha caído un 20%) sean una total garantía de transparencia. Personalmente tengo claro que con el cumplimiento de esos requisitos es muy probable que los tribunales siguieran anulando un préstamo en divisa a una persona con nula preparación financiera y de recursos económicos escasos.

El problema es de fondo y más económico que jurídico: la cuestión es que se trata de un producto totalmente inadecuado para la financiación inmobiliaria de particulares por razones puramente económicas.

La primera razón es que suponen un riesgo excesivo para una deuda que suele absorber una parte muy importante de los ingresos familiares. Los tipos de cambio están sujetos a variaciones muy amplias, sobre todo en periodos de entre 20 o 40 años que son los habituales para préstamos hipotecarios. Como podemos ver en los dos cuadros siguientes, las variaciones del euro respecto del yen, franco suizo y dólar son enormes (del 50 al 100%) incluso en menos de 20 años y muchas de ellas se producen de manera muy rápida.

EURO/YEN

 

EURO/FRANCO SUIZO

EURO/DOLAR

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Podría contra argumentarse que también el riesgo de los préstamos a interés variable es alto. En efecto la cuota de un préstamo a 35 años puede multiplicarse por tres si dentro de 20 años los intereses estuvieran como hace 20. Pero el supuesto es distinto porque existe una clara correlación entre inflación y tipos de interés (ver gráfico). De esta forma los intereses se moverán más o menos en paralelo con la inflación, de manera que tanto los sueldos del prestatario como el valor nominal de su vivienda habrán aumentado, facilitando el repago o la venta de la vivienda por un valor superior al del préstamo.

Es por tanto mucho más arriesgado tener una deuda en divisa que un interés variable.

La posibilidad de convertir el préstamo a euros no supone tampoco una solución óptima. Nos movemos aquí en el ámbito de la economía conductual (Behavioral Economics) que combina economía y psicología. Entre los sesgos cognitivos que se han descrito se encuentra la aversión a la pérdida (“loss aversión” Kahneman y Tversky): las pérdidas pesan psicológicamente más que las ganancias. Esto explica por ejemplo que los inversores en bolsa no profesionales suelan tener malos resultados, porque tienden a vender pronto cuando sube pero no se resignan a consolidar la pérdida cuando baja, sufriendo pérdidas mayores. La posibilidad de limitar el riesgo cambiando a la moneda nacional se topa también con la misma resistencia. Por ello es poco probable que los prestatarios se resignen a convertir el préstamo debiendo un 20% más, y esperarán a un cambio de tendencia que quizás no llegue.

Otro sesgo bien conocido es preferir las ganancias inmediatas a las futuras: estos préstamos se contrataban porque los intereses en esas divisas eran inferiores a los del euro y por tanto implicaban una cuota inicial menor. En realidad, funcionan como los “teaser rates” o tipos de salida más bajos que tratan de fijar la atención del deudor solo en la cuota inicial. Este incentivo dificulta también la adecuada valoración del riesgo inicial.

Otra razón para limitar estos préstamos es la asimetría de información entre Banco y cliente. Si estos préstamos suponen un riesgo excesivo, lo lógico es que los Bancos no los concedieran, puesto que ellos serán los segundos perjudicados si el deudor no puede pagar. ¿Por qué lo hacen entonces? Seguramente, porque tienen intereses distintos de los del deudor que este no conoce. Los Bancos tienen pleno conocimiento de la situación de mercado de futuros de divisas y pueden jugar con esa situación a su favor. Por ejemplo, puede ser una forma de cubrir sus necesidades de pago en esa divisa: un estudio extranjero revela que la concesión de préstamos en divisas no es demandada por el cliente sino que a menudo se promueve desde el Banco porque se está financiando en esa divisa.

Concluyamos. No parece que las mejoras del Proyecto vayan a poner fin a la incertidumbre ni la litigiosidad en relación con estos préstamos. Por otra parte, está claro que son préstamos inapropiados para la financiación de la vivienda de particulares por el riesgo que suponen para el deudor y el sistema financiero, y porque los deudores no tienen capacidad de evaluar de forma racional el riesgo tanto por sus propios sesgos como por las asimetrías de información entre ellos y los Bancos. Por todo ello, creo que sería mucho mejor que el legislador directamente prohibiera estos préstamos salvo que el deudor acredite ingresos o recursos en esa moneda.

 

 

El Supremo se pronuncia sobre los acuerdos de novación, la (pen)última polémica de las cláusulas suelo

Hace ya algunas semanas escribí un artículo sobre uno de los aspectos que a mi juicio quedaban por resolver sobre el otrora monotema de las cláusulas suelo –antes de que el asunto catalán lo inundara todo-, los acuerdos privados de novación y renuncia a la reclamación de las mismas, en el que ya advertía que el Tribunal Supremo estaba próximo a pronunciarse.

Pues bien, lo hizo el pasado 16 de octubre de 2017, en la Sentencia 558/2017.  En lo que a la sentencia se refiere, ya les adelanto que confirma la línea seguida por la mayoría de las Audiencias Provinciales, que comenté en el artículo anterior, reiterando la nulidad de dichos acuerdos, si bien es cierto que en el acuerdo al que llegaron cliente y banco en este caso no se renunciaba expresamente a reclamar lo cobrado en base a la cláusula suelo aplicada, sino que únicamente se limitaba a rebajar la misma.

Comenzando por el análisis pormenorizado de la misma, hay que decir que, en primer lugar, se trata de un asunto en el que el Juzgado de Primera Instancia de Pamplona había considerado válido el acuerdo al que habían llegado entre prestatarios y banco, en el que se había pactado la reducción de la cláusula suelo del 3% al 2,50%. Posteriormente, la Audiencia Provincial de Navarra desestimó el recurso de apelación presentado por motivos procesales –que no es menester desgranar ahora-, siendo recurrida en última instancia en casación ante el Alto Tribunal. El Juzgado de Primera Instancia consideró que la falta de transparencia por parte del banco a la hora de informar a los prestatarios sobre la cláusula suelo, era un vicio en el consentimiento por error, produciendo la anulabilidad de la cláusula, y, por eso, según su teoría, al ser anulable y no nula, cuando se negoció el nuevo suelo del 2,50%, los prestatarios habían saneado el vicio inicial de la cláusula y la habían hecho válida. En este punto, es interesante recordar, sobre todo para los legos en Derecho, que la nulidad de una cláusula o de un contrato conlleva la completa ausencia de efectos del mismo, es apreciable por el Tribunal de oficio y no se puede subsanar, mientras que la anulabilidad, es un vicio que la invalida, pero puede ser convalidado.

Sin embargo, el Tribunal Supremo rechaza de plano la tesis del Juzgado de Primera Instancia sobre las consecuencias de la falta de transparencia de la cláusula. Para ello, se basa en la sentencia de 8 de junio de 2017 del propio Tribunal, en la que había declarado que: “No puede confundirse la evaluación de la transparencia de una condición general cuando se enjuicia una acción destinada a que se declare la nulidad de la misma con el enjuiciamiento que debe darse a la acción de anulación de un contrato por error vicio en el consentimiento”.  Centrando el tiro, señala que en el caso de las cláusulas suelo en las que se aprecie falta de transparencia, la consecuencia es la nulidad de pleno derecho de la cláusula, y no la anulabilidad (como sostenía el Juzgado de Primera Instancia), por lo que el consumidor no podrá quedar en absoluto vinculado por dicha cláusula, al albur de lo dispuesto en el artículo 6.1 de la Directiva 93/13, el cual dispone que: “Los Estados miembros establecerán que no vincularán al consumidor, en las condiciones estipuladas por sus derechos nacionales, las cláusulas abusivas que figuren en un contrato celebrado entre éste y un profesional y dispondrán que el contrato siga siendo obligatorio para las partes en los mismos términos, si éste puede subsistir sin las cláusulas abusivas”. Por ello, considera el Tribunal Supremo que no se puede otorgar una protección menor al consumidor en este caso que la que otorga la institución de la nulidad de pleno derecho en otras situaciones, ya que esto contravendría el principio de equivalencia del Derecho de la UE.

Por tanto, recuerda el Alto Tribunal que la referida nulidad de pleno derecho es “insubsanable y no permite la convalidación del contrato”. Por ende, califica como incorrecta la afirmación del Juzgado de Primera Instancia de que el contrato había sido convalidado por la petición de los prestatarios de que se les redujera la cláusula suelo y el posterior acuerdo, para concluir aseverando que la nulidad de la cláusula suelo no ha quedado de ninguna manera subsanada por dicho acuerdo entre consumidores y banco, ya que no puede serlo de ninguna forma.

Asimismo, el Supremo vuelve a recordar que en los casos de nulidad absoluta, ésta es apreciable de oficio por el Tribunal, no siendo una nulidad que pueda o no ser invocada únicamente por el deudor, por lo que no resulta de aplicación lo dispuesto en el artículo 1208 del Código Civil, artículo en el que se sustentaba la decisión del Juzgado de Primera Instancia de Pamplona de convalidar la cláusula (“La novación es nula si lo fuere también la obligación primitiva, salvo que la causa de nulidad sólo pueda ser invocada por el deudor, o que la ratificación convalide los actos nulos en su origen”).

El pacto al que han llegado el banco y el prestatario adolecerá de los mismos vicios que tenía la obligación que ha sido novada, la cual, prosigue el Alto Tribunal, solo podría subsanarse si se tratara de una cláusula anulable, siempre que se diesen los requisitos que recoge el artículo 1311 del Código Civil, que expresamente señala que: “La confirmación puede hacerse expresa o tácitamente. Se entenderá que hay confirmación tácita cuando, con conocimiento de la causa de nulidad, y habiendo ésta cesado, el que tuviese derecho a invocarla ejecutase un acto que implique necesariamente la voluntad de renunciarlo”.

Y es en este punto en el que la sentencia va un poco más allá afirmando que, ni aunque la cláusula en cuestión fuera anulable, el acuerdo al que llegaron los clientes y el banco convalidaría la misma, ya que el mismo “no es un acto inequívoco de la voluntad tácita de convalidación o confirmación del contrato”. Este argumento es entendible, puesto que en muchos de esos casos, los acuerdos a los que se llegaba con los clientes, estaban pre-redactados por los bancos y sin negociación alguna se les “recomendaba” su firma a los prestatarios si querían obtener una rebaja en el tipo de interés aplicable a sus hipotecas.

Pero, entonces, ¿cómo define el Tribunal Supremo el acuerdo al que llegaron los prestatarios con el banco? Pues bien, lo considera una solicitud dirigida a reducir en lo posible las consecuencias negativas que la cláusula cuestionada tenía para los prestatarios, que no les impide posteriormente solicitar la declaración de nulidad absoluta de tal cláusula y la restitución de lo que el banco ha percibido indebidamente por su aplicación.

En conclusión, quizás, esta resolución no sea extensible stricto sensu a todo tipo de supuestos en los que se firmaron dichos acuerdos privados, entre otras cosas, porque no entra a valorar las renuncias a ulteriores reclamaciones como tal. Sin embargo, a mi juicio, también es perfectamente aplicable lo resuelto por esta sentencia a los casos de renuncias, puesto que el mensaje del Tribunal Supremo es unívoco: no es posible convalidar una cláusula suelo que fuese en origen nula. Por lo tanto, si esos acuerdos de renuncia que se firmaron parten de una cláusula suelo incluida en un préstamo hipotecario que es nula, los mismos carecerán de toda validez, independientemente de lo que se acordase en ellos, ya que se entiende que dicha cláusula no existe, por lo que tampoco se podrá acordar nada entre las partes relacionado con la misma.

HD Joven: ¿Es válida la renuncia a reclamar por las cláusulas suelo?

Se ha hablado mucho en este blog de las cláusulas suelo, especialmente a raíz de las últimas sentencias. Como muestra un botón (o varios) –aquí, aquí y aquí-. Sin embargo, lo que pretendo traer a debate es uno de los asuntos más polémicos sobre el tema: los acuerdos de novación suscritos entre los prestatarios y las entidades financieras.

Estos acuerdos fueron promovidos por varias entidades bancarias a raíz de la archiconocida sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 5 de mayo de 2013 y sus consecuencias, aprovechando que la mayoría de los prestatarios aún no conocían siquiera qué era eso de las cláusulas suelo, con el objetivo principal de que los clientes renunciasen a toda ulterior reclamación relacionada con las mismas, a cambio de reducir o en el mejor de los casos, eliminar la cláusula suelo de sus préstamos. A título de ejemplo, la referida cláusula de renuncia consistiría en algo similar a esto:

Con la firma del Acuerdo, ambas Partes declaran que nada más tienen que reclamarse entre sí respecto de la cláusula suelo. Por tanto, el Prestatario renuncia a reclamar cualquier concepto relativo a dicha cláusula, así como a entablar reclamaciones extrajudiciales o acciones judiciales con dicho objeto, tanto en acciones individuales como en las derivada de cualquier acción de carácter general o difuso.”

La forma de actuar por parte de los bancos era simple y atractiva -cuando menos a priori-: se ponían en contacto con los clientes ofreciéndoles una rebaja de los intereses que venían abonando en sus hipotecas. Para ello, tenían que firmar un documento privado cuyas disposiciones -verdaderas condiciones generales de la contratación (pre-redactadas, sin posibilidad alguna de negociación)-, fijaban que se les reduciría el tipo de interés aplicable a su préstamo a cambio de declarar que conocían lo que eran las cláusulas suelo y, sobre todo, de renunciar a ejercitar a todo tipo de reclamación futura relacionada con las mismas.

En aquel momento el ciudadano medio no conocía ni remotamente lo que era una cláusula suelo, por lo que las personas que firmaron estos acuerdos, al menos en su mayoría, no sabían de la inclusión de estas en su préstamo, ni, evidentemente, la cantidad de dinero que les había cobrado el banco en su aplicación. El resto, como se dice, ya es historia.

Pues bien, llegados a este punto, cabe preguntarse si las referidas personas que firmaron dichos acuerdos también pueden reclamar el dinero que les cobró el banco en aplicación de la cláusula suelo y, sobre todo, descartada la vía extrajudicial ante la negativa del banco a devolvérselo, si hay posibilidades de que judicialmente se les dé la razón.

Hay que decir, en primer lugar, que esta diatriba llegó hace unos meses a las Audiencias Provinciales, las cuales mayoritariamente se han mostrado a favor de los prestatarios declarando la nulidad de dichos acuerdos novatorios. A día de hoy, estamos pendientes de que el Tribunal Supremo se pronuncie y arroje un poco de luz sobre quién sabe si el último misterio por resolver relacionado con las cláusulas suelo.

Como he señalado, hasta hoy, la mayoría de las resoluciones judiciales consideran los contratos privados firmados por los bancos con sus clientes nulos de pleno derecho, pero, ¿en qué se basan?

Fundamentalmente, los Tribunales sostienen su decisión en la idea de lo que los bancos pretendían con estos acuerdos es dar validez a una cláusula que era nula de pleno derecho desde el origen por ser abusiva, siendo esto contrario al principio de quod nullum est nullum producit effectum (lo que es nulo ningún efecto produce), ya que, como sabrán, únicamente son convalidables los acuerdos anulables, no los nulos.

A este respecto el artículo 1208 del Código Civil es claro: “La novación es nula si lo fuere también la obligación primitiva”. En una frase: la nulidad lo invalida todo, aunque el acuerdo posterior sea más beneficioso para el consumidor.

Y se preguntarán ustedes, ¿qué hay de la libertad contractual en estos casos? El artículo 1255 del Código Civil aclara esta cuestión al disponer que “Los contratantes pueden establecer los pactos, cláusulas y condiciones que tengan por conveniente, siempre que no sean contrarios a las leyes, a la moral ni al orden público”. Se considera que estos acuerdos van en contra del orden público, manifestado principalmente a través del principio de protección de los consumidores. Y es que el principal problema en este caso no era la manera en la que el banco había “ofrecido” estos acuerdos (sin explicación o negociación previa alguna), sino que estamos partiendo de una cláusula que era nula en su origen –por abusiva-, lo cual imposibilitaba su modificación. En este sentido se pronuncia el Auto nº 77/2016, de 18 de febrero, de la Audiencia Provincial de Zaragoza: “De todo lo anterior, resulta que la ineficacia del pacto novatorio, no reside tanto en los defectos intrínsecos al mismo, que también los tiene -imposición de declaraciones de voluntad, ofrecimiento de contrapartidas a cambio de atenuar una cláusula ya “sospechosa”, que finalmente se ha estimado nula por infracción de la normativa europea y nacional, y efectos atenuadores o moderadores de su eficacia a cambio de la imposibilidad de ejercitar acciones judiciales fundadas en normas de orden público e imperativas-, sino fundamentalmente porque la declaración de nulidad de la condición general originaria tiene un efecto de propagación de las efectos de la nulidad del negocio jurídico a los actos que tengan su base en la misma”.

Otro aspecto interesante en este asunto es la renuncia previa al ejercicio de acciones futuras en el marco de una relación consumidor-empresario. ¿Cabe en nuestro derecho la misma?

En principio, está expresamente prohibida por nuestro ordenamiento jurídico en varias disposiciones, siendo seguramente el más explícito el artículo 10 de la Ley General de Consumidores y Usuarios: “La renuncia previa a los derechos que esta norma reconoce a los consumidores y usuarios es nula, siendo, asimismo, nulos los actos realizados en fraude de ley de conformidad con lo previsto en el artículo 6 del Código Civil”, a lo que habrá que añadir lo que establece el artículo 6.2 del Código Civil: “La exclusión voluntaria de la ley aplicable y la renuncia a los derechos en ella reconocidos sólo serán válidas cuando no contraríen el interés o el orden público ni perjudiquen a terceros”. El único caso en que cabría la renuncia realizada por el consumidor es el descrito por la sentencia del TJUE de 21-2-2013: “cuando consciente del carácter no vinculante de una cláusula abusiva, manifiesta, no obstante, que es contrario a que se excluya, otorgando así un consentimiento libre e informado a dicha cláusula”.

El problema es que este tipo de renuncia no se dio en estos casos -o al menos en la mayoría-, ya que si muchos prestatarios, al firmar estos acuerdos seguían sin ser conocedores de qué eran realmente las cláusulas suelo –ya que en ese momento tampoco se les explicaron-, no podían serlo, por tanto, de las consecuencias que tenía su renuncia ni a qué estaban realmente desistiendo.

Resulta ilustrativo preguntarse cuántas de las personas que firmaron dichos acuerdos renunciando a ejercitar reclamaciones posteriores, volverían a hacerlo a día de hoy. Seguramente pocas, ya que sería más beneficioso para ellos acudir a la vía judicial y recuperar lo cobrado que la supuesta rebaja en el interés que les podría ofrecer el banco.

Es cierto que, como ya se ha comentado en otros posts, ha habido personas que se han beneficiado y se han subido a la ola de las cláusulas suelo, pese a que eran perfectamente conocedores de lo que en su momento estaban firmando y de los efectos que tenían las mismas sobre su préstamo. Fuera de estos casos en los que la renuncia sería perfectamente válida, las resoluciones judiciales anulando estos acuerdos parecen del todo coherentes con la abundante y reciente jurisprudencia de nuestros Tribunales y de los de la Unión Europea sobre cláusulas abusivas, nulidad y sus efectos.

Y es que parece que estos acuerdos son resultado de una situación límite en la que los bancos al ver la que se les venía encima después de la sentencia del Tribunal Supremo de 2013, intentaron salvar los muebles, llegando a toda prisa y, si me lo permiten, con nocturnidad y alevosía, a acuerdos con sus clientes para evitar lo inevitable. Parece claro que si su verdadero interés hubiera sido el corregir el desaguisado creado con las cláusulas suelo, antes de haber firmado esos acuerdos, debían haber explicado a sus clientes el significado y las consecuencias de las mismas, haberlas eliminado de los préstamos y haberles devuelto lo cobrado de más en su aplicación.

“Conocerse implica poder procrear: un nuevo hito en la valoración de la negativa del demandado a la prueba biológica

Como es sabido, el valor probatorio de la negativa del demandado a someterse a la práctica de la prueba biológica es uno de los temas que más pronunciamientos judiciales ha suscitado en el proceloso mundo de las acciones de filiación. El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional, éste a partir de la fundamental y ya lejana STC 7/1994, de 17 de enero, han ido construyendo una doctrina jurisprudencial pacífica y uniforme, cuyas conclusiones recibieron plasmación legal en el art. 767.4 LEC/2000, que establece: “La negativa injustificada a someterse a la prueba biológica de paternidad o maternidad permitirá al tribunal declarar la filiación reclamada, siempre que existan otros indicios de la paternidad o maternidad y la prueba de ésta no se haya obtenido por otros medios”. Lo pacífico de esta jurisprudencia explica que sus términos se reiteren en cada nueva sentencia sobre la cuestión, que al tiempo que expone sintéticamente la evolución experimentada, contribuye a su desarrollo y consolidación. Sin embargo, el acuerdo unánime en la fundamentación jurídica es compatible en ocasiones con resultados muy diferentes a partir de situaciones prácticamente iguales.

Ése es el marco en que ha de encuadrarse la STS 18 julio 2017 (nº 460/2017), en la que el Pleno de la Sala de lo Civil del Tribunal Supremo se ha pronunciado por primera vez sobre ese controvertido tema. Sin innovar la doctrina jurisprudencial ya asentada, puede predecirse que esta sentencia marcará un hito. Y no sólo por su carácter plenario, sino sobre todo por ofrecer una aplicación de tal doctrina sustancialmente más favorable para los intereses de las madres demandantes.

Así resulta palmariamente demostrado al comparar el resultado del recurso de casación en esta sentencia y en las inmediatamente previas SSTS 17 enero 2017 (nº 18/2017) y 8 marzo 2017 (nº 162/2017), ventilándose en las tres hechos prácticamente idénticos. En los tres supuestos es la madre quien reclama la paternidad extramatrimonial, negándose el demandado a la práctica de la prueba acordada por el juzgado, de manera que los Tribunales deben decidir sobre el valor probatorio de dicha negativa injustificada, en unión de los otros indicios presentes en el proceso. En los tres casos, ambas instancias desestiman la pretensión de la madre, porque pese a ser un hecho incontrovertido la existencia de relación entre las partes, se consideran insuficientes los indicios para declarar la paternidad, por no probarse cumplidamente la relación sentimental o sexual en el tiempo de la concepción. En el caso de la sentencia de enero, porque la existencia de relaciones sexuales entre demandante y demandado sólo resulta de la declaración de la primera, no corroborada por otros datos de testigos. En la de 8 de marzo, porque aun demostradas las relaciones entre las partes en tiempo anterior a la fecha estimada de la concepción, habiendo mediado entonces incluso denuncias de malos tratos, no así que se mantuvieran hasta dicha fecha. Y en el caso de la sentencia objeto de este comentario, porque la Audiencia considera no suficientemente probada la presencia de relación sentimental entre las partes.

Los recursos de casación presentados respectivamente por las tres demandantes presentan idéntica motivación, pero sólo se estima en la STS 18 julio 2017, que declara la paternidad del demandado y afirma que no es necesario probar la relación sentimental ni sexual entre las partes, sino que basta “una simple relación de conocimiento de la que pudiera inferirse la posibilidad de la procreación”. Y así, a partir del dato acreditado en autos de que demandante y demandado acudían al mismo gimnasio en la época de la concepción, donde se comentaba que “estaban liados”, la negativa del demandado a la práctica de la prueba biológica permite al Tribunal hacer la declaración de paternidad “con plena certeza”.

Como adelantaba, esta sentencia no supone un cambio radical respecto de la jurisprudencia anterior sobre la materia; todo lo contrario: su fallo se fundamenta en esa doctrina jurisprudencial no controvertida elaborada de consuno por el Tribunal Constitucional y el Tribunal Supremo. Coincide además con la tendencia fáctica apreciable en los Tribunales de atribuir cada vez más peso probatorio a la negativa del demandado a la práctica de la prueba biológica. Pero sí representa una vuelta de tuerca importante, en cuanto fortalece la posición de las demandantes frente a dicha negativa al hacer más leve su carga de la prueba: puede bastar con la del mero conocimiento de las partes al tiempo de la concepción. De manera que, sin ninguna duda, de aplicarse su hilo argumental el resultado hubiera sido radicalmente contrario en los autos de la STS 17 de enero, y probablemente también en la de 8 de marzo.

Esta opinión resulta, además del análisis del tenor literal de la STS 18 julio 2017, de su antecedente próximo, que es el voto particular que su ponente, el Magistrado Salas Carceller, formuló al fallo de la STS 17 enero 2017. En él se anticipa toda la argumentación asumida por el Pleno en julio y que conduce a la estimación de la demanda de paternidad. El voto particular sólo discrepa con el resultado alcanzado en el fallo, no con su fundamentación jurídica. De ahí que observe que “no cabe sentar doctrina con eficacia general a raíz del presente caso pues se trata de valorar, en cada supuesto, la suficiencia de los indicios que han de sumarse a la negativa del demandado a someterse a la prueba de paternidad. Lo anterior salvo que la sala hubiera estimado oportuno sentar como regla general que, salvo contadas excepciones, el hecho de negarse a la prueba biológica cuando está acreditada la relación del presunto padre con la madre en las fechas en que debió tener lugar la concepción, constituye indicio suficiente para declarar la paternidad; conclusión que considero la más acertada y generadora de mayor seguridad jurídica”.

Pues bien, en la STS de 18 de julio tampoco se sienta dicha regla general de forma explícita, sino que se llega al resultado estimatorio de la demanda aplicando los términos de la jurisprudencia anterior. Ahora bien, de facto, el resultado alcanzado es el mismo: no hay diferencia práctica entre aplicar dicha regla y considerar que el mero conocimiento de las partes en el tiempo de la concepción es un indicio suficiente, junto a la negativa del demandado a la prueba, para declarar la paternidad.

En realidad, ni siquiera en esta afirmación la STS 18 julio 2017 es novedosa: pueden encontrarse precedentes en el mismo sentido. Así, en la STS 26 septiembre 2000, tras un detenido relato sobre la evolución experimentada por la jurisprudencia sobre la cuestión, se advierte que no puede exigirse una cumplida prueba de la relación sexual entre las partes para otorgar valor probatorio a la negativa injustificada del demandado, sino que basta con ofrecer al tribunal la razonable posibilidad de haber mediado tal unión carnal. Y en la STS 1 julio 2003 se afirma que basta para ello con el mero conocimiento entre las partes, probado por unas fotografías donde la demandante aparecía en el dormitorio del demandado.

La STS 18 julio 2017 tampoco es una excepción en cuanto expone y reitera los puntos esenciales de la jurisprudencia anterior. Pero sí puede apreciarse en ella un mayor detenimiento en la calificación de la conducta sostenida por el demandado desde la perspectiva de los intereses públicos protegidos en las acciones de filiación y la consiguiente interdicción en ésta de la intervención de la voluntad. Y así, citando la fundamental STC 7/1994, de 17 de enero, advierte que la práctica de la prueba biológica se muestra “esencial” en los denominados “supuestos dudosos o intermedios”, donde los indicios de prueba existentes son suficientes para demostrar que la demanda de paternidad “no es frívola o abusiva”, pero no para acreditar por sí solos la paternidad. Y que la falta de colaboración del demandado con la justicia tiene lugar con ocasión de “la determinación de derechos de interés público, no disponibles por las partes, como son los de filiación”. Recordando que “si por algo se caracterizan las sentencias más recientes es por aumentar cada vez más el valor probatorio de esa conducta del demandado”, lo encuentra justificado en el principio de disponibilidad y facilidad probatoria recogido en el art. 217.7 LEC, que opera aquí “con singular intensidad” porque “no cabe primar la actuación de quien obstaculiza, sin razón justificada, la averiguación de la verdad teniendo a su alcance la posibilidad de facilitar a la otra pate y al tribunal la solución del problema litigioso”. Desde tal aproximación, recuerda que es de esencia a la función judicial “valorar la contradicción entre las versiones sostenidas por las partes, teniendo muy en cuenta cuál de ellas resulta ser la más interesada y, por tanto, menos digna de crédito”. Esto es, reprocha a la Audiencia considerar no probada la existencia de relación entre las partes ante una contradicción no sólo habitual sino prácticamente estructural a estos procesos.

En suma, la STS 18 julio 2017 ofrece una aplicación de la doctrina jurisprudencial sobre la negativa del demandado a la práctica de la prueba biológica que viene a favorecer la posición de los demandantes de la paternidad, al considerar que tal negativa, unida a la prueba del simple conocimiento de las partes en la época de la concepción, puede fundar con certeza suficiente la declaración de paternidad. Ello, con fundamento en los principios de facilidad y disponibilidad probatoria, y cerrando el paso a un arbitrario y abusivo ejercicio del derecho de defensa basado en un voluntarismo impertinente en un proceso como el de filiación, en el que se ventilan intereses públicos.

Postura que, desde cualquier perspectiva, merece el mayor de los aplausos.

FinTech, Crowdlending y burbuja crediticia.

Los lectores de este blog ya conocen mi afición por explorar remedios legales que puedan evitar otra crisis financiera que tan graves consecuencias en todos los órdenes ha tenido. Hoy me voy a limitar a alertar del riesgo que para el sistema puede suponer una insuficiente e ineficiente regulación de las denominadas FinTech, a las que ya dedicó atención en este blog F. Zunzunegui

Una de las consecuencias de la crisis financiera ha sido la desconfianza generalizada del ciudadano en la banca tradicional y la necesidad de buscar fuentes alternativas de financiación, dadas las restricciones crediticias que han emergido tras los nuevos requerimientos de capital exigidos a las entidades financieras reguladas.

Así han aparecido las FinTech (Financial Technology), que son empresas que emplean la tecnología y la innovación en la oferta y prestación de servicios financieros, desde préstamos hasta los seguros, fondos de pensiones, asesoramiento en materia de inversiones, servicios de pagos e infraestructuras del mercado.

Estas entidades prestan, pues, servicios de todo tipo, si bien no siempre pueden desligarse del concepto de banca tradicional pues en muchos casos lo que existe es colaboración. Las empresas FinTech pueden ofrecer productos y servicios no sólo directamente al usuario de servicios financieros, sino también pueden dar soporte a instituciones financieras tradicionales.

La tecnología digital a través de la cual prestan sus servicios implica abaratamiento de costes operativos (no son necesarias las sucursales), se automatiza la solicitud y concesión del préstamo. Si algo caracteriza este servicio es la celeridad con la que se realizan las operaciones. La disminución de costes, favorecida también por la ausencia de específicos requerimientos regulatorios, permitiría una eventual disminución de tipos de interés aplicados a los prestatarios. Por lo tanto, el fenómeno FinTech presenta potencialmente indudables ventajas para los consumidores.

La novedad y complejidad de las nuevos productos y servicios financieros utilizando tecnología digital contribuye a ampliar la oferta y a mejorar el acceso a este tipo de productos y servicios, pero también añaden un factor de riesgo que es al que me voy a referir en este post.

Me voy a centrar en las FinTech que se dedican a conceder directamente financiación a empresas y particulares. La clave es, pues, la desintermediación con las instituciones financieras tradicionales. Ejemplo de ellas son las plataformas P2P (crowdlending), plataformas de financiación participativa (PIP) que cuentan ya con alguna regulación (insuficiente) contenida en la Ley 5/2015, de 27 de abril de Fomento de la Financiación Empresarial (en adelante LFFE).

Tal y como se definen en dicha norma, las PIP son empresas autorizadas cuya actividad consiste en poner en contacto, de manera profesional y a través de páginas web u otros medios electrónicos, a una pluralidad de personas físicas o jurídicas que ofrecen financiación a cambio de un rendimiento dinerario, denominados inversores, con personas físicas o jurídicas que solicitan financiación en nombre propio para destinarlo a un proyecto de financiación participativa, denominados promotores.

Por lo tanto, las partes son el prestamista (inversor) y el prestatario (promotor de la financiación). La PFP no presta, sino que actúa como intermediario en un préstamo concedido por otro.

Lo curioso de este sistema es que es el futuro prestatario el que lo pone en marcha presentando un “proyecto de financiación participativa” en el que es el propio prestatario el que describe su situación financiera y nivel de endeudamiento”. Es decir, es el prestatario el que dice si el solvente o no. Cuando le llega este informe a la PFP ningún precepto exige que deba dicha plataforma comprobar que el promotor es solvente y aquélla no es responsable de que la información que dio el prestatario sea veraz o no. Por lo tanto, el prestatario puede mentir sobre su situación financiera y la PFP no responde de ello, entre otras cosas, no tiene derecho de acceso a los datos de solvencia del prestatario. La PFP debe comprobar que, efectivamente, en el proyecto, el promotor (prestatario) ha incluido los datos que acreditan su solvencia, pero la PFP no responde de la veracidad de los mismos!

¿Y esto qué consecuencias tiene?

La más importante es el posible riesgo sistémico a la banca tradicional. Me explico.

Estas entidades no prestan dinero de los depositantes, como sucede en la banca tradicional. Los inversores arriesgan su dinero de acuerdo a su perfil de riesgo y cargan directamente con las pérdidas potenciales derivadas de los impagos de los prestatarios. Las plataformas no asumen el riesgo crediticio y ni siquiera valoran la solvencia del prestatario futuro.

Cierto que en este tipo de plataformas no se puede producir el descalce de plazos, pues los prestamistas y prestatarios están sincronizados, pero puede suceder que como la plataforma no asume el riego de crédito, tenga tendencia a fomentar operaciones a deudores de alto riesgo con altos costes, transfiriendo el riesgo de pérdida al inversor. En parte fue lo que sucedió en el pasado con los préstamos hipotecarios de alto riesgo titulizados que suponían una transferencia del riesgo a terceras entidades.

El problema de la evaluación de la solvencia del cliente adquiere en este contexto un valor relevante y el diseño de estas plataformas puede suponer, como he dicho, un incentivo a favorecer la concesión de préstamos de alto riesgo. De hecho, con frecuencia se alega como una de sus principales ventajas la inclusión financiera, permitiendo el acceso a clientes que serían excluidos del sistema bancario tradicional. Estas plataformas permitirían que personas no solventes puedan obtener financiación y esto es, como hemos visto en esta crisis, sumamente peligroso.

El aumento de competencia que para la banca tradicional pueden suponer estas plataformas también pueden ser un incentivo a que aquélla incremente su propia asunción de riesgos. Así sucedió en el pasado cuando las cajas de ahorro empezaron a prestar “a lo loco”. Los bancos también lo hicieron porque no podían, de lo contrario, competir. Esta situación se puede volver a repetir dada que la regulación del préstamo responsable sigue siendo ineficiente en el Derecho español. Una regulación que vengo reclamando, pero ni existe ni se la espera…

Hay que tener presente que el endeudamiento de los particulares a través de estas plataformas permanece opaco en los ficheros de solvencia patrimonial y en la Central de Información de Riesgos del Banco de España (CIRBE). Particulares ya endeudados a través de estas plataformas pueden acudir posteriormente a la banca tradicional y su ratio de endeudamiento no podrá ser valorada por las entidades financieras, pudiendo suceder que se concedan préstamos a personas ya sobreendeudadas. Existe, pues, riesgo sistémico a la banca que gestiona recursos de los depositantes.

Resulta imprescindible una regulación en materia de datos de solvencia que evite un aumento del riesgo de información asimétrica en el mercado de crédito por la irrupción de estas entidades que prestan fuera del sistema tradicional. Estas PFP deben poder acceder al historial de crédito y cotejar los datos de solvencia que aporta el promotor (potencial prestatario).

A su vez, debe diseñarse un sistema de intercambio de información financiera para que la banca tradicional pueda acceder a datos de endeudamiento de los particulares a través de estas plataformas y, a su vez, que las FinTech puedan acceder a datos de solvencia de los potenciales clientes de forma que puedan tener conocimiento de la ratio de deuda pendiente ya asumida por cada solicitante.

En España, a diferencia de otros países, no fluyen los datos de solvencia positivos salvo los proporcionados por la CIRBE a las que no tienen acceso las FinTech. Aunque la CIRBE es incompleta, debe abrirse el acceso a sus datos.

Cierto es que el incremento del comercio electrónico, permite que los historiales de pago e incluso los datos presentes en redes sociales sirvan para la elaboración del perfil del riesgo de los potenciales clientes. De hecho, existen Fintech dedicadas al procesamiento de big data para evitar la brecha de información que tienen las Fintech dedicadas a la concesión de préstamos y que incluso prestan este servicio a la banca tradicional. Así, por ejemplo, First Access hace uso de una combinación de información demográfica, geográfica, financiera y social de los teléfonos móviles, contratos de servicios y otras fuentes para crear calificaciones de riesgos y recomendaciones crediticias en tiempo real. Aunque con big data pueda obtenerse un perfil de riesgo, es necesario conocer el nivel de endeudamiento del deudor y este dato no aparece en redes sociales que es la fuente de la que se están nutriendo estas entidades para evaluar la solvencia.

Estas posibilidades tecnológicas y el manejo de datos están huérfanas de tratamiento legal específico. Lo que parece claro es que un aspecto que requiere la protección del consumidor y cliente de servicio Fintech es precisamente evitar su sobreendeudamiento masivo y esta regulación debe tener presente la necesidad de flujos de datos financieros fiables respetándose la normativa europea en materia de protección de datos personales. Así se sugiere en el Libro Verde sobre los Servicios Financieros al por menor publicado el 10/12/2015 (COM 2015, 630 final) que pretende favorecer el crédito transfronterizo, a su vez, facilitado por la digitalización de los servicios financieros.

Las carencias regulatorias que en este ámbito se evidencian en la LFFE deben ser corregidas. De lo contrario, el riesgo de otra burbuja crediticia fuera del sistema es evidente, pudiendo incluso contaminar a la banca tradicional por la presencia de efecto sistémico, tal y como ya se ha denunciado en un reciente informe del Financial Stability Board.

Acerca de ciertas metáforas, de nuevo sobre los derechos de los animales, y también acerca de los dos tipos de veganos

Al parecer, sigue adelante la reforma del Código civil que, fruto de una Proposición no de ley de Ciudadanos y con el apoyo de todos los  Grupos Parlamentarios, obra  en estos momentos en manos los órganos competentes del Ministerio de Justicia. De ella hablé ya aquí y después de modo más desarrollado, aquí. En un tono que trataba de ser de pura metáfora irónica, concluía yo preguntándome si íbamos a acabar como en el célebre Proyecto Gran Simio, que abogaba por una ampliación del concepto de ciudadanía y de comunidad moral «incluyendo a todos los seres vivos», pretendía que olvidemos «la jerarquización excluyente entre los seres vivos» y clamaba por el reconocimiento de los derechos fundamentales «de chimpancés, gorilas, orangutanes y bonobos». Y también decía el pintoresco Decálogo que tales derechos fundamentales deberían poderse «hacer valer ante la ley».

Dos cosas, también al parecer, no han sentado muy bien a algún Diputado y han gustado mucho a otros. Como todo en la vida. Y ello me obliga, si no a matizarlas, sí a explicarme algo más.

La primera de esas dos cosas era un ejercicio con aire de cuchufleta: repasando la tabla de derechos fundamentales que contiene nuestra Constitución, podríamos preguntarnos (permita, querido lector, la autocita textual): «¿tendrá el mono araña derecho al honor y a la intimidad familiar? El tití común ¿podrá reivindicar que se le trate, para ser consecuentes con el principio de igualdad, con los mismos derechos que al tití emperador? ¿Se predicará del gorila la libertad ideológica, religiosa y de culto –debe tenerse en cuenta que “gorila” significa “persona peluda”–? ¿Deberá aplicarse el procedimiento de habeas corpus al babuino? Y por supuesto, ni pregunto ya por la libertad de cátedra del mandril, del macaco o del mono aullador, no sea que asome la cabeza algún colega». Y si esos derechos fundamentales se deberían poder hacer valer ante ley, y ya que íbamos a comenzar a ver los juzgados llenos de platirrinos ejerciendo su derecho a la tutela judicial efectiva, cabía preguntarse también: «a efectos judiciales, ¿estarían aforados también los querellados, o sólo los que tengan bien separadas las fosas nasales por un tabique membranoso suficientemente ancho?».

Y la segunda cosa que allí se decía, en un género de pura opinión, era ésta, a la vista de que la Proposición no de ley plantea que los animales no formen parte del patrimonio y no se puedan entonces embargar por terceros ni vender por sus dueños: «Y ya lo de calificarles como bienes extrapatrimoniales y, más aún, como sujetos de derechos, merecería que el legislador fuera condenado al ridículo perpetuo, y que pasase a ocupar la jaula él mismo».

Repito, no voy a matizar nada, pero sí a explicarme un poco más. A quienes se han sentido molestos, solamente les hago un ruego: por favor, lean más. Háganlo. En esas frases no hay información (que entonces, tendría que ser veraz para ser lícita), sino pura opinión. Y en el terreno de la opinión, lo que sea necesario o innecesario solamente depende de los gustos del autor, de su estado de ánimo ante un suceso sobre el que opina y de sus querencias hacia las figuras estilísticas. Que ningún compañero de Universidad, que ningún Diputado sienta que, tomada la comparación conforme a su contexto, ha podido existir vejación, ni difamación, ni ofensa, ni humillación. Los lingüistas definen la hipérbole, del griego ὑπερβολή (exceso), como una «figura retórica consistente en una alteración exagerada e intencional de la realidad que se quiere representar (situación, característica o actitud), ya sea por exceso (aúxesis) o por defecto (tapínosis). La hipérbole tiene como fin conseguir una mayor expresividad»: «El dictador era un hombre cuyo poder había sido tan grande que alguna vez preguntó qué horas son y le habían contestado: ¡las que usted ordene mi general!» (Gabriel García Márquez). «Tanto dolor se agrupa en mi costado que, por doler, me duele hasta el aliento» (Miguel Hernández). «Érase un hombre a una nariz pegado» (Francisco de Quevedo). «Por tu amor me duele el aire, el corazón y el sombrero» (Federico García Lorca).

Sólo quien quiera entender literalmente las frases anteriores dejará de comprender su cabal sentido. Cuando a mí me demandaron (sin éxito, gracias a Dios y gracias al juez) por haber comparado a un profesor que plagiaba a su discípula con Curro Jiménez, aquello no podía ser percibido como comparación real de personas. Y es que de serlo, la conclusión sería justo la contraria a la que el articulista trataba de ofrecer comparando las especies de bandolerismo, porque ¿a dónde conduciría la literalidad? No se había tratado de una comparación vejatoria, si se tiene en cuenta que Curro Jiménez, que existió en la realidad, era el sobrenombre de Andrés López, alguien a quien le fue arrebatado su oficio de barquero de Cantillana, y que tuvo que abandonar su pueblo para echarse al monte. Se trata del prototipo de bandolero romántico que luchaba contra los terratenientes corruptos para, justo y bondadoso, entregar el botín a los pobres y oprimidos, que luchaba contra los franceses durante la Guerra de la Independencia, y de quien los productores de la exitosa serie televisiva contaban su vida y sus correrías, trufándolas de historias de amor y hasta de episodios cómicos, y no exentos de cierto contenido patriótico. Curro Jiménez es, en fin, en la Serranía de Ronda del siglo XIX, lo que Robin Hood fue en las fragosidades de los bosques de Sherwood del siglo XIV… En fin, lean más, por favor. Como dice un imán que tengo en mi frigorífico, «a book lover never goes to bed alone».

Pero ahora vayamos en serio. Sinceramente, creo que si los profesores de Derecho permanecemos en silencio ante tanta majadería, no nos lo podrán perdonar las generaciones venideras. ¿Nadie es capaz de percibir a dónde nos podría conducir el reconocimiento de los animales como sujetos de derechos? Les invito a que lean el simpático relato del Notario González Granado aquí acerca de aquella señora inglesa que se presentó, acompañada de su perro Cowi, en su Notaría para hacer testamento: «¿a que a ti te gusta más vivir en Formentera que en Inglaterra?», parece ser que preguntó al animal, que (perdón, quiero decir «quien») contestó con un ladrido que fue traducido por su dueña como respuesta afirmativa, por lo que entonces la disposición testamentaria pretendía ser: «quiero que Cowi herede una parte de mi dinero y viva en mi casa de Formentera hasta su muerte». Naturalmente, el Notario le explicó a la extravagante británica que eso no puede ser, y que los perros pueden ser heredados, pero no pueden ser herederos.

Y ¿qué haríamos con perros personificados? Como no tendrían capacidad de obrar, habría que nombrar un tutor, y graduar en el nombramiento la tutela según la mayor o menor capacidad del animal para celebrar contratos, otorgar testamentos o matricularse en una escuela canina. Vuelta al punto de partida, pues. Y, como los animales no se podrían vender ni embargar, podría un deudor escapar de la persecución de los acreedores criando caballos de carreras de alta gama y concentrando en su cuadra lo más mollar de su patrimonio. Y, al socaire de la libertad de testar, podría un testador navarro dejar toda su herencia a su periquito. Y así sucesivamente…

Y es que la moda que hace furor en estos momentos consiste en afirmar que si una asociación pretende pedir la libertad de una orangutana, lo debe poder hacer a través del procedimiento de habeas corpus, esto es, reconociendo  el derecho de la simia a no ser arrestada de modo arbitrario (sentencia de la Cámara Federal de Casación Penal de Buenos Aires de 18 de diciembre de 2014, ver aquí Consiste la moda en decir que es insuficiente si la ley prohíbe que a un perro se le abandone en un descampado, o que, como al pobre se le ocurra volver a la casa horas después, loco de contento por el regreso, no basta con que la ley castigue duramente al dueño que entonces le atropella repetidamente para darle muerte (tremenda historia contada por el Diputado Díaz Gómez aquí).  Es insuficiente porque, según esa moda, no se trata de que los hombres tengamos el deber de no maltratar a los animales, sino de que se reconozca a éstos su condición de persona y su derecho a no ser maltratado, como correlativo a aquel deber. No basta con que la ley castigue a quien contamina el río, sino que hay que reconocer el derecho del río a no ser contaminado, y por eso se convierte el río en persona jurídica, como lo es Iberdrola, el Real Madrid o el Ayuntamiento de Murcia (no es broma, ver aquí.

Toni Cantó, actor y en aquel momento Diputado de UPyD, defendió en el Congreso en 2013 (ver aquí) algo tan elemental como que el Derecho no es una cualidad innata en todos los seres vivos, sino un proceso racional del que los animales carecen. Si el Derecho se compone de principios y normas que regulan las relaciones humanas como expresivos de una idea de justicia y de orden, ello conduce, no a que los hombres debamos respetar los derechos de los animales, sino nuestra propia condición humana, y es nuestra dignidad como personas la que nos exige cumplir el deber de no maltratar a los animales. Los animales ni tienen derechos ni pueden ejercerlos, y por eso tampoco una gacela puede exigir del león en la sabana que respete su derecho a la vida. El lector interesado, una vez pinchado el enlace anterior, puede comprobar las reacciones de los internautas, que resumo en una de ellas: «Basura especista. No has aportado ningún dato que demuestre que las personas somos superiores al resto de los animales. Un perro, un grillo, tú y yo tenemos el mismo derecho a vivir y ser libres».

Mis amigos de la organización Lado Oscuro me llenan de mensajes: ¿qué hago ahora con los sprays de insecticida que compré ayer?; ¿tengo que mirar al suelo cuando hago footing para no pisar hormigas?; ¿dejo que la cucaracha corra a sus anchas por el pasillo?; ¿me mirarán mal cuando chupe un bígaro? Y uno de ellos pregunta si se puede ser vegano sin ser idiota, a lo que mi respuesta es rotundamente afirmativa. Si el vegano lo es como señal de protesta hacia la lamentable manera de tratar a los pollos en determinadas granjas o a los peces en ciertas piscifactorías, pues entonces, un aplauso al vegano, que muestra su rechazo a que las especies animales sean hinchadas de antibióticos para engordarlas en tres días, sin importar que por ello se estén creando bacterias que van a ser imposibles de combatir y que en 2050 van a matar diez veces más personas que el cáncer (ver aquí )

Pero es que a veces el vegano lo es porque quiere dar la razón a la dueña del restaurante que expulsó a la madre que quería dar el biberón al bebé y que, cuando ésta se quejaba de haber sido humillada, le respondieron que «las madres verdaderamente humilladas son aquellas violadas durante toda su vida para tener bebés que son robados y descuartizados para que los humanos les arrebatemos la leche que era para ellos: estas madres son las vacas, ovejas y cabras, víctimas del biberón de su hijo» (ver aquí ). A veces el vegano lo es para combatir el denominado «lenguaje especista», ese que proclama sin rubor que no se puede decir «hijo de perra», ni «eres un burro», ni «estás un poco foca». Pero no porque con ello se insulte a la persona, sino porque con ello se degrada a las perras, a los burros o a las focas a la condición de insulto. Y éstos otros no son veganos, sino idiotas.

Por todo ello, me estremece que nuestros políticos no tengan otras cosas de qué preocuparse y en las que ocuparse. Lo que nuestro Código civil necesita más bien, y entre otras muchas cosas, es una reforma de las legítimas sucesorias, del contrato de obra y de servicios, una regulación integral de la asunción de deuda –también de la cumulativa–, de la edificación realizada en terreno ajeno, de las construcciones extralimitadas, del usufructo de fondos de inversión, de las servidumbres de oleoducto y gaseoducto, de las inmisiones y molestias vecinales, de la prescripción extintiva, de la usucapión, de la responsabilidad civil. Pero en el Congreso prefieren dedicarse a otras cosas. Se empieza diciendo que los animales no son bienes, se sigue diciendo que no se pueden vender, y se continúa llamándoles personas con derechos humanos porque ya está bien de tanto antropocentrismo. Por último –¡y hasta ahí podríamos llegar! – se acaba sin poder decirle al legislador que está como una cabra.

Perdón, es sólo metafórico…

¿Tienen sentido las legítimas en el siglo XXI?

El pasado jueves 20 de abril la Fundación Hay Derecho celebró un Seminario sobre las legítimas, debidamente anunciado aquí. Moderó la mesa Matilde Cuena e intervinieron: la catedrática de Derecho civil Teodora Torres García, partidaria del mantenimiento de la regulación actual sobre la base de que las sucesivas reformas ya ha ido atemperando el rigor de la regulación original; Victorio Magariños, defendiendo la reforma y reducción de las legítimas, que ya nos adelantó en este post sus principales argumentos, pero que en resumen son estos: la familia actual no es una comunidad de intereses patrimoniales o políticos, como en otros tiempos. Hoy la familia se basa en la intimidad, en el afecto, en el amor y en la ayuda recíproca. A los padres, después de desvivirse por sus hijos y darles una formación integral,  y cumplidos los deberes derivados de la convivencia, no se les puede impedir en justicia que dispongan libremente de sus bienes para después de su muerte. No se puede sustituir su criterio, basado generalmente en el amor y en el conocimiento de las necesidades y méritos, por una imposición ciega y desconfiada del legislador. La legítima es hoy un privilegio por razón de parentesco, una causa desincentivadora para la juventud y una limitación infundada de la libertad.

Finalmente -aunque cronológicamente en primer lugar-  hablé yo mismo, con una intervención que, para no desequilibrar la confrontación, pretendió mostrar la realidad sobre la que se aplica la legalidad vigente más que tomar abiertamente partido, aunque el estudio sociológico de la familia, entorno especialmente afectado especialmente por la legítima, no deja, en mi opinión, dudas acerca de la conveniencia de su reforma.

Mis reflexiones –ya expresadas aquí y pergeñadas en este post fueron como las que siguen.

La primera reflexión fue una ponderación de la importancia más allá de lo jurídico, que tienen las normas sucesorias y en particular la indivisibilidad o la divisibilidad obligatoria de la herencia por medio de las legítimas. Decía TOCQUEVILLE que “no hay un gran cambio en las instituciones humanas sin que en medio de las causas de ese cambio no se descubra la ley de sucesiones”, destacando que mientras que la agrupación de propiedad trae la aristocracia el reparto sucesorio igualitario trae la democracia. Y es clásica en el ámbito sociológico la distinción de LE PLAY entre la familia troncal, que nace por normas de herencia más o menos indivisible y en las que se busca la continuidad del grupo doméstico y la indivisibilidad del patrimonio familiar; y la familia inestable o nuclear, en la que las normas hereditarias imponen -por la fuerza de las legítimas- la división de la herencia.

En segundo lugar, y matizando al maestro Tocqueville, cabría decir que hay una interacción entre lo político y lo jurídico: hechos políticos generan hechos jurídicos y sociológicos y estos refuerzan –o no- los políticos. En efecto, parece que la familia troncal nace a consecuencia de prácticas feudales tendentes a la conservación de sus privilegios que se extienden por diversas razones al campesinado. Por ejemplo, la rebelión en Cataluña de los payeses de remensa en el siglo XIV contra un sistema feudal asolado por la peste desemboca en el nacimiento de un campesinado fuerte que, emulando los sistemas feudales, se apoya en la institución de la primogenitura para obtener sus propios fines. En contraposición, los sistemas de herencia divisa suelen aparecer asociados a aparatos estatales centralizados y burocratizados en las que las élites dominantes de tales imperios no estarían interesadas en fomentar la existencia de una nobleza hereditaria fuerte y estable, pues eso obstaculizaría el ejercicio de su poder omnímodo, sino que buscan su debilitamiento y dispersión imponiendo leyes hereditarias basadas en la más estricta igualdad entre los descendientes. Por tanto, las normas hereditarias –condicionadas en parte por intereses políticos- determinan el tipo de familia.

En tercer lugar, cabe decir que, a su vez, ese grupo social resultante de normas hereditarias genera unas pautas de comportamiento específicas: en las zonas de sucesión indivisible, una de las preocupaciones constantes es la de qué hacer con los hijos no herederos. Por ejemplo, se ha comprobado que en Cataluña cada grupo social utilizaba de manera diferencial el sistema común de herencia, dependiendo de sus recursos económicos y de las estrategias que creía convenientes. La movilidad descendente de los no herederos era un subproducto indeseado del sistema aunque finalmente empezaron a estudiar profesiones y los hereus se mostraron más proclives a casarse son hijas de industriales y se trasladaron a las grandes ciudades. La pequeña nobleza tenía una prohibición legal de sacar al mercado su propiedad y vivía de las rentas. La burguesía mercantil no estaba vinculada a la tierra, por lo que tenía mucha más flexibilidad para plantear sus estrategias. Las hijas se casaban con personas que entraban en la empresa familiar y la situación de los hijos no herederos no era tan mala. Todo contribuyó a la modernización y el crecimiento económico de Cataluña.

En los sistemas de herencia divisible la divisibilidad se tomaba tan en serio que cada hijo recibía su parte de cada tipo de propiedad, pero como contrapartida se esperaba de ellos una conducta para con la familia extensa: todo el mundo participaba por igual en las venturas y desventuras de la familia pero se esperaba que los hijos establecieran su residencia cerca del hogar paterno, les ayudaran en el trabajo de la tierra, les atendieran en la vejez y que funcionaran como una unidad familiar extensa que excedía del hogar. Más allá de cuestiones de herencia y sucesión, la mejor manera de considerar los sistemas familiares castellanos sea en términos de solidaridad, actividad económica incluso autoridad paterna que generaban mecanismos que invariablemente afectaban a diversos hogares, vinculándolos entre sí. Los padres hacían lo posible para que cada hijo tuviera un hogar al casarse pues cada matrimonio originaba la formación de un hogar. Un subproducto era que esos hogares fuertemente nucleares abundaban en movimiento y no eran estables.

En cuarto lugar, y sea como sea, lo que sí parece claro, es que la economía y la sociología a que respondía la legítima de dos tercios del Derecho común no son las de hoy. La familia amplia que trabaja en común una explotación agrícola, y que vive junta o en las proximidades, con una expectativa de vida relativamente corta y en la que los hijos cifran su futuro en la herencia ya no existe, al menos en España. Esa familia ha dado paso a una familia compuesta por los padres y quizá dos hijos (sin mencionar las innumerables variantes hoy posibles) en la que, la llamada conyugalización  de las costumbres jurídicas ha hecho que, por lo general, prime en las relaciones familiares las relaciones afectivas entre cónyuges y no, como antes, las institucionales; los hijos no cifran ya en la herencia el punto de inflexión de su libertad social e independencia económica, que estará normalmente en su formación, que los padres financiarán, y posterior obtención de un trabajo remunerado.

Hay diversos factores que han propiciado esta evolución: factores ideológicos (el proceso de individuación o personalización de que hablan LIPOVETSKI o BAUMAN hace que el valor del libre despliegue de la personalidad, la legitimación del placer o el de realización personal impregnan también a la familia en la que la intensidad del sentimiento sustituye a la permanencia); factores sociales y económicos (salida del marido y luego de la mujer del hogar que ya no es una unidad de producción, creación de la infancia y adolescencia como etapa, proceso de urbanización, triunfo del Estado del bienestar que sustituye algunas de las funciones familiares); factores demográficos (reducción de la mortalidad y de la natalidad; liberación de la mujer de la función reproductiva, reducción de la época fecunda; alargamiento del ciclo vital familiar, inadaptación de las parejas con el transcurso del tiempo, nacimiento de otros modos de relación) y factores políticos (valores como la libertad o democracia, movimiento feminista, movimientos de reivindicación homosexual).

Por ello, y como quinta y penúltima reflexión, carece hoy de sentido, en mi opinión, el mantenimiento de unas legítimas tan fuertes que limitan tanto la libertad del testador; y ello no tanto por un reforzamiento de la autoridad parental o la defensa de la propiedad, sino más bien porque contraría la tendencia a la individuación y al desarrollo personal propio de estos tiempos, sin que los intereses que presuntamente protegen tengan hoy la importancia de antaño. No parece lógico que no pueda hoy un testador dejar su empresa a quien considere que va a mantener la unidad de la misma o sencillamente favorecer a la persona, hijo o no, con quien mantiene mejores vínculos afectivos o a quien considere que lo necesite, económicamente, por padecer cualquier discapacidad (aunque algo se ha mejorado en los últimos años con la ley 41/2003) o por lo que sea. Ni los hijos van a esperar a heredar para diseñar sus vidas –tendrán quizá más de cincuenta años- y, además, los padres tienen una expectativa de vida muy larga y pueden, en su ancianidad, tener unas necesidades distintas que no cubren los hijos (sí, incluso esa pareja en la que están ustedes pensando, pues el tema de la captación de voluntad es una cuestión distinta).

Por supuesto, la solución no ha de ser necesariamente la supresión de las legítimas pero sí, quizá, su reducción cualitativa y cuantitativa o su sustitución por un derecho de alimentos u otra fórmula similar. En este sentido, cabe decir que la sensación que tuvimos al final del seminario es que las posiciones no estaban tan encontradas. De hecho, en algunas regiones forales se ha mantenido esta libertad testatoria mucho más ampliamente que en el Derecho común y en otras, como Cataluña, que ya la tenían en buena medida, o el País Vasco, últimamente han ido debilitando la legítima en el sentido que preconizamos.

Sólo cabe, una vez más, y como reflexión final, lamentarnos de esta “discriminación legislativa” que sufrimos los sujetos a Derecho común (y de la que hablaba en este post), porque parece que al legislador estatal no le merece la pena hacer modificaciones poco vistosas y comprometidas –pero de mucho calado, como hemos visto- mientras al autonómico no le importa porque le da la oportunidad de apuntarse la medalla de la diversidad regional.

PD: he modificado el post a las 14.30 para incluir los argumentos de Victorio Magariños, que nos ha proporcionado él mismo.