Entradas

Toque de queda y ordenamiento jurídico

¿Qué es el toque de queda que nos anuncian los “responsables” políticos?  Desde la perspectiva legal, no hay respuesta, porque el toque de queda no es una categoría normativa regulada en ninguna norma de nuestro ordenamiento. Si nos vamos entonces al Diccionario panhispánico del español jurídico, éste lo define como “medida gubernativa que, en circunstancias excepcionales, prohíbe el tránsito o permanencia en las calles de una ciudad durante determinadas horas, generalmente nocturnas”. Término que nos evoca situaciones de grave ruptura del orden público en las que se confina a la población, principalmente para evitar desórdenes y algaradas. De hecho, la referencia más reciente al toque de queda en nuestra democracia se encuentra en el bando difundido por el Teniente General del Ejército Milans del Bosch en Valencia el 23 de febrero de 1981, sin ninguna base legal ni constitucional. Tan aciago recuerdo ya tendría que ser suficiente para prevenirnos de recurrir a estos términos, so pena que la predicada “nueva normalidad” –término, a mi juicio, también inadecuado: no estamos viviendo en una situación de normalidad, sino de anormalidad prolongada en el tiempo- suponga dar por buena la retórica militarista de Estado policial que ya vimos la primavera pasada.

Pues bien, entrando de lleno a la revisión de esta nueva ola de restricciones a nuestros derechos fundamentales derivada de la pandemia, en un artículo anterior (aquí) ya tuvimos ocasión de comentar las actuaciones coordinadas en salud pública que originaron el conflicto con la Comunidad Autónoma de Madrid, llevando a la declaración del estado de alarma en este territorio, y que han sido cuestionadas por varios Tribunales Superiores de Justicia autonómicos, el primero el de Madrid pero también ha tenido gran repercusión la decisión del de Aragón. Desde entonces, la innovación en el ámbito de lo jurídico no ha dejado de sorprendernos. Por citar algunos casos especialmente sangrantes, en Navarra se aprobó por decreto el pasado 21 de octubre, no sólo una serie de medidas preventivas generales, sino el confinamiento perimetral de toda la Comunidad y otras restricciones en el ámbito público y privado a reuniones, hotelería etc. Medidas que han sido ratificadas por el TSJ de esta Comunidad. En Aragón, también el 21 de octubre se ha optado por el decreto-ley para declarar el confinamiento de determinados ámbitos territoriales (Decreto-ley 8/2020, de 21 de octubre). Al recurrir a una norma con rango de ley para establecer estas restricciones el Gobierno autonómico consigue fugarse del control de los órganos judiciales ordinarios, evitando un nuevo varapalo judicial después de que su TSJ hubiera rechazado ratificar las medidas sanitarias que adoptó el Gobierno autonómico hace unas semanas. Queda, eso sí, el control ante el Tribunal Constitucional. El cual, si llega a conocer de esta norma, no sabremos que dirá, porque hasta el momento ha mantenido una doctrina a mi entender excesivamente generosa con los decretos-leyes, que puede terminar por convertir en papel mojado el límite prescrito por el art. 86.1 CE que veda que puedan regularse por decreto-ley  materias que afecten a “a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. Y, la última de las cuestiones, es cómo articular esa suerte de “toque de queda” que nos anuncian, habida cuenta que, en palabras del Presidente Sánchez, vienen “meses muy duros” donde será necesaria mucha “disciplina social” para frenar al virus. Por el momento, las medidas que han ido avanzando algunas Comunidades Autónomas pasan por el cierre nocturno de comercios, restaurantes y locales de ocio, y límites a reuniones públicas o privadas por las noches entre quienes no sean convivientes. Incluso, Comunidades como Murcia o Valencia han solicitado autorización judicial para prohibir de forma radical el tránsito de los ciudadanos por las calles, es decir, un verdadero toque de queda.

Lo que parece claro es que ya sea en la versión light o en su expresión más radical, el toque de queda implica una severa restricción de las libertades de los ciudadanos y, como tal,  para concluir su legitimidad deberá superar el test que en esta materia hemos ido asumiendo principalmente por influencia del Tribunal de Estrasburgo: se hace necesario comprobar si las medidas tienen cobertura legal, si son idóneas para alcanzar el fin perseguido, si son necesarias en tanto que no existan otras alternativas eficaces menos gravosas y si resultan proporcionales en sentido estricto, valorando el sacrifico del bien con los intereses protegidos.

Con respecto a la primera de las cuestiones, como han puesto de manifiesto algunos de los Tribunales Superiores de Justicia Autonómicos, la cobertura legal que ofrece la legislación sanitaria es muy precaria. Como hemos señalado en otros trabajos anteriores (aquí o aquí), la legislación sanitaria ordinaria no estaba prevista para que se adoptaran limitaciones generalizadas de derechos. Pero, además, el artículo 3 de la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, adolece de una evidente falta de taxatividad, ya que su habilitación para restringir derechos fundamentales es excesivamente genérica. El legislador ha perdido un maravilloso tiempo para haberlo actualizado y su intervención en este ámbito se ha limitado a modificar las leyes procesales para santificar la posibilidad de que, con autorización judicial, la autoridad sanitaria pueda adoptar medidas restrictivas generalizadas de derechos fundamentales (Ley 3/2020, de 18 de septiembre), algo cuestionable constitucionalmente. Una reforma que, por cierto, no ha logrado evitar la inseguridad a la que da lugar que, ante medidas similares, unos Tribunales Superiores de Justicia las estén autorizando y otros las rechacen. Pero, sobre todo, elude la que, para muchos, es la vía constitucionalmente adecuada para adoptar estas restricciones: el estado de alarma. Aquí, además, la cobertura legal es más clara. En concreto, el art. 11 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estado de alarma, excepción y sitio, prevé entre las medidas a adoptar en un estado de alarma: “Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. El toque de queda encajaría perfectamente en este supuesto, siendo además patente la diferencia, que en su día ya señalamos (aquí), entre una restricción a la movilidad como ésta y lo que, a mi juicio, supuso una suspensión de esta libertad durante el confinamiento general de primavera.

Pero, más allá de la falta de cobertura legal, jurídicamente es preciso valorar también la idoneidad, necesidad y proporcionalidad de las medidas, según se ha adelantado. Aunque aquí el control jurídico termine por ser más bien externo, debe exigirse una adecuada motivación de las medidas restrictivas que se están adoptando. ¿Tiene sentido que familia o amigos puedan quedar a comer en casa pero no a cenar? ¿Sería proporcionado no dejar salir a pasear a las personas, convivientes o no, por la noche? ¿Es lo mismo un restaurante que una discoteca? ¿Un gran centro comercial que una pequeña tienda? La incapacidad de los poderes públicos para controlar adecuadamente la correcta ejecución de medidas “selectivas”, que incidan quirúrgicamente allí donde de verdad están los focos de riesgo, no pueden servir de justificación para restringir de forma generalizada los derechos fundamentales de las personas y las libertades económicas. Es tanto como admitir que se maten moscas a cañonazos. Va siendo hora de que nuestros representantes políticos sean capaces de consensuar las medidas sanitarias adecuadas y de actualizar el ordenamiento jurídico para darles la adecuada cobertura jurídica. Lo que exige, como ya sostuve en julio en este blog (aquí), “’desdramatizar’ la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales”.

 

 

 

Actuaciones coordinadas en salud pública y restricción de derechos fundamentales

Un nuevo enredo jurídico ha vuelto a atraer la atención mediática después de que varias Comunidades Autónomas, encabezadas por Madrid, mostraran su oposición al acuerdo adoptado en el último Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Y es que la aplicación de los criterios definidos en este acuerdo pueden llevar al “confinamiento” de Madrid, como ha sido popularmente denominado aunque, en sentido propio, no se trate de un confinamiento sino de una serie de limitaciones como sería la restricción de entrada y salida de los municipios afectados. Vaya por delante una idea: nuestro ordenamiento jurídico no estaba todo lo preparado que habría sido deseable para afrontar con seguridad una pandemia como la que vivimos, pero ni el más perfecto de los ordenamientos habría resistido la falta de lealtad institucional y los requiebros partidistas con los que se está contaminando la gestión de esta crisis.

No obstante, nuestro objetivo ahora es tratar de ofrecer algunas notas que puedan ayudar a esclarecer el panorama desde la perspectiva jurídica para valorar si se están usando adecuadamente los instrumentos y vías legales disponibles para afrontar la pandemia. En concreto, dos serán las cuestiones principales: por un lado, saber si se ha respetado el procedimiento legal al adoptar las actuaciones coordinadas declaradas por el Ministro de Sanidad (Orden comunicada de 30 de septiembre de 2020); y, por otro, indagar si estas actuaciones coordinadas, que luego se concretan en las correspondientes resoluciones de los Consejeros autonómicos, son la vía constitucionalmente adecuada para adoptar medidas que supongan una restricción general de derechos fundamentales o si, por el contrario, debe recurrirse al estado de alarma.

En cuanto a la primera de las cuestiones, la Constitución atribuye al Estado la competencia de “coordinación general de la sanidad (art. 149.1.16 CE) y, en ejercicio de esta competencia, el Ministro de Sanidad puede declarar actuaciones coordinadas en salud pública, de acuerdo con el art. 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo. A tales efectos, como regula este mismo precepto, el Ministro podrá imponer la “utilización común de instrumentos técnicos” o definir “estándares mínimos en el análisis e intervención sobre problemas de salud”, entre otros mecanismos. Este tipo de actuaciones solo podrán adoptarse para responder a “situaciones de especial riesgo o alarma para la salud pública” o para dar cumplimiento a acuerdos internacionales o europeos. Y, lo más importante, “obliga[n] a todas las partes” (65.2). Ahora bien, salvo en casos de urgencia en los que el Ministro puede acordarlas directamente, en el resto de supuestos requerirá del “previo acuerdo del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud” (art. 65.1). Se trata de una formalidad previa impuesta por el legislador, pero el órgano que decide en ejercicio de sus competencias es el Ministro, no el Consejo. La función del Consejo se limita aquí a corroborar “la necesidad de realizar las actuaciones” (art. 71.1.l).

Por ello, no creo que sea de aplicación lo dispuesto por el art. 73 de esta misma Ley, el cual dispone que “los acuerdos del Consejo se plasmarán a través de recomendaciones que se aprobarán, en su caso, por consenso”. Ni tampoco lo que prescribe el art. 151 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Este precepto distingue dos tipos de decisiones que pueden adoptar las Conferencias Sectoriales: el acuerdo – que “supone un compromiso de actuación en el ejercicio de las respectivas competencias” y es de obligado cumplimiento salvo para quienes hubieran votado en contra-; y la recomendación –que “tiene como finalidad expresar la opinión de la Conferencia Sectorial sobre un asunto” y compromete a los miembros a orientar su actuación en esa materia según lo recomendado, salvo que hubieran votado en contra-. Entiendo que tales preceptos no son de aplicación porque tanto uno como otro (art. 73 Ley 16/2003, de 28 de mayo y art. 151 Ley 40/2015) parecen estar previstos para decisiones adoptadas en el seno del Consejo en ámbitos que son competencia de las Comunidades. De ahí que o bien se exija la unanimidad (consenso) o bien se entienda que lo acordado o recomendado no es vinculante para quien votó en contra. Pero, como se ha dicho, no es este el caso de las actuaciones coordinadas previstas en el art. 65 Ley 16/2003 en donde el Ministro ejerce una competencia de coordinación que le es propia constitucionalmente. Negar esto sería dejar al Ministerio como un mero convidado de piedra ante una crisis sanitaria que se extiende por todo el territorio nacional, a expensas de la colaboración o coordinación que voluntariamente asumieran las Comunidades. El profesor Velasco lo ha distinguido con claridad en este análisis –aquí-.

Es cierto que el Tribunal Supremo no parece tenerlo tan claro y en un reciente Auto de 30 de septiembre de 2020 remite al consenso referido por el art. 73 Ley 16/2003, de 28 de mayo. Lo llamativo de este auto es que sitúa el centro de gravedad en el acuerdo del Consejo Interterritorial cuando, a mi entender, no es éste sino la Orden Ministerial la clave. De hecho, a mi entender el Ministro podría oponerse a declarar una actuación coordinada aunque una mayoría del Consejo Interterritorial acordara su necesidad. Este acuerdo es un presupuesto para que tome la decisión, pero al final la competencia es del Ministro.

En relación con la segunda de las cuestiones, a mi juicio la restricción generalizada de derechos fundamentales en la gestión de una crisis sanitaria exige declarar el estado de alarma. Como ya tuve la oportunidad de explicar con más detalle –aquí-, la legislación sanitaria lo que permite es que las autoridades sanitarias adopten medidas preventivas generales (que, en mi opinión, no pueden implicar restricción de derechos fundamentales), y medidas singulares para el control de enfermos o sus contactos inmediatos, las cuales sí que podrían comportar privación o restricción de derechos fundamentales con la correspondiente ratificación judicial (en particular, art. 3 LO 3/1986, de 14 de abril). Frente a esta interpretación, el legislador ha salido al paso con una enmienda que se introdujo durante la tramitación de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, la cual atribuye a los Tribunales Superiores de Justicia o a la Audiencia Nacional la ratificación o autorización de las medidas sanitarias que “impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales, cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente”. En definitiva, aunque no se diga con tanta claridad, la realidad es que se somete a autorización judicial el ejercicio de la potestad reglamentaria de la Administración.

A diferencia de la autorización judicial cuando se trata de una injerencia en derechos de personas identificables, que sí que tiene un sentido claro y se encuentran muchos otros ejemplos en distintos ámbitos, esta intervención judicial para ratificar medidas generales resulta un tanto exótica y tiene difícil encaje en la lógica de la revisión judicial. Además, se termina eludiendo la vía constitucionalmente adecuada, el estado de alarma, con el correspondiente control político y jurisdiccional ante el Tribunal Constitucional. Amén de que si de lo que se trata es de restringir derechos fundamentales de forma general y excepcional, tiene sentido hacerlo en una decisión que tiene valor de ley, como el decreto del estado de alarma y sus prórrogas de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. La cual, además, se adopta de conformidad con lo desarrollado por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que da cobertura expresa a medidas restrictivas de la movilidad como es la prohibición de salir de un municipio, cuando regula que en el estado de alarma se podrá “[l]imitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos” (art. 11).

Un estado de alarma que se podría aplicar con mayor cooperación, sin necesidad de llevar el mando único a extremos, y de forma más flexible y con medidas menos incisivas que en primavera. De hecho, entonces algunos sostuvimos que aquel confinamiento fue más allá del ámbito del estado de alarma ya que estuvimos ante la suspensión radical de la libertad de circulación –aquí-.

En cualquier caso, es hora de que los juristas cedamos el testigo a epidemiólogos, médicos y científicos para que el debate público se pueda centrar en la necesidad y adecuación de las medidas que se están adoptando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

La bandera arcoíris y la STS 564/2020

Los catalanes conocemos bien las polémicas de las banderas. Aquí se ha visto de todo. Por supuesto la estelada, pero eso es nada. En los municipios pequeños las excentricidades se cuenta por docenas: rojigualdas de un palmo en la fachada (Gallifa), a juego con un retrato del Rey tamaño carnet en el salón de plenos (Torredembarra), banderas españolas con cartel a pie de mástil donde se expresa repudio a la enseña y que sólo está ahí por imperativo legal (Campelles o Roda de Ter) y suma y sigue.

Pero la STS 564/2020, de la Sala Contencioso-Administrativa no habla de un pueblo catalán, sino de Santa Cruz de Tenerife, cuyo pleno municipal acordó izar la llamada bandera independentista canaria, caracterizada por sus estrellas verdes. Tras un recurso, declaró su nulidad la sentencia de 29 de junio de 2017 del Juzgado Contencioso-Administrativo núm. 2 de Santa Cruz de Tenerife. Sin embargo, la Sección Segunda de la Sala Contencioso-Administrativa del TSJ de Canarias, estimó el recurso de apelación consistorial en su sentencia 329/2017, de 29 de noviembre. En sede de casación, el TS corrigió al TSJ con una contundencia nunca manifestada hasta ahora en la cuestión:

“no resulta compatible con el marco constitucional y legal vigente, y en particular, con el deber de objetividad y neutralidad de las Administraciones Públicas la utilización, incluso ocasional, de banderas no oficiales en el exterior de los edificios y espacios públicos, aun cuando las mismas no sustituyan, sino que concurran, con la bandera de España y las demás legal o estatutariamente instituidas(FJ 6º)

En coherencia con esta jurisprudencia, la titular del Juzgado Contencioso-Administrativo núm. 1 de Cádiz ordenaba al consistorio gaditano retirar la bandera arcoíris el pasado Orgullo. La polémica política no se ha hecho esperar.

Un análisis jurídico objetivo de la cuestión me resulta especialmente difícil en esta ocasión. No se trata tanto de mi orientación sexual, sino de que a mis 27 años me encuentro ligado por mi pasado. En 2016, acabando la carrera, participé en la redacción de los borradores del informe “Retrocesos en materia de DDHH: Libertad de expresión de los cargos electos y separación de poderes en el Reino de España”, revisado y publicado por el Síndic de Greuges en abril del año siguiente.

Escribí entonces que, según el art. 3 de la Ley 39/1981, de 28 de octubre, por la que se regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas, y el art. 4 CE, ningún consistorio podía omitir su deber de ondear la bandera española constitucional. Añadí que cualquier modalidad sui generis de cumplir este deber que desvirtuara el τέλος [telos] de la norma, léase la bandera en miniatura, constituiría un fraude de ley. La bandera española debe lucir en la fachada de cada edificio institucional con visibilidad así como con igual protagonismo y dignidad que el resto de enseñas oficiales, como la autonómica y la municipal.

Respecto a la cuestión de exhibir otros símbolos, pancartas o mensajes me mostré favorable. Con franqueza no juzgo arbitrario mi punto de vista, de hecho lo fundamenté interpretando la jurisprudencia del TS:

Tal exigencia de neutralidad se agudiza en los períodos electorales” (STS 933/2016, Sala de lo Contencioso-Administrativo, de 28 de abril, FD2º)

Salta a la vista que “agudizar” implica que esa neutralidad existe siempre ex art. 103 CE. Ahora bien, ¿en qué se concreta esa agudización? El TS no había precisado la diferencia de rigor entre periodos electorales y periodos no electorales.

Si bien, comparto el criterio del Alto Tribunal de que la neutralidad en el Estado de Derecho deriva de la legalidad y de que es jurisprudencia consolidada del TC que las Administraciones Públicas carecen de DDFF, tampoco se puede negar la importancia del pluralismo político y los cauces de expresión que este debe hallar en las instituciones democráticas. Asimismo, los cargos electos no pueden considerarse huérfanos del derecho a la participación en asuntos públicos o libertad expresión mediante acuerdos legales o declarativos de las posiciones que representan.

En la búsqueda de una conciliación entre ambas premisas, entendía yo que en periodos electorales había que desnudar las fachadas institucionales de cualquier símbolo o pancarta, incluso de reivindicaciones laborales de sus empleados. Ahora bien, al margen de tales fechas, esta neutralidad estricta cedía frente a la prerrogativa de los órganos políticos de expresar opiniones ideológicas, siempre que estas no fueran manifiestamente ilegales. Un criterio favor libertatis, en definitiva.

Aún más laxa fue la interpretación de este concreto fallo por el TSJ de Canarias 329/2017:

– STS 28 abril 2016 (recurso 827/15) por la que es conforme a Derecho la siguiente resolución recurrida:
1º) Durante los periodos electorales los poderes públicos están obligados a mantener estrictamente la neutralidad política y por tanto, deben de abstenerse de colocar en edificio públicos y locales electorales símbolos que puedan considerarse partidistas, y deben retirar los que se hubieren colocado antes de la convocatoria electoral. Este criterio resulta aplicable a las banderas objeto de consulta.” (FJ 2º)

Y añade:

“Esto es elemental pero ha sido recordado en la STS de 28 de abril de 2016 antes citada sobre las esteladas, fundamento 3º) de ahí que, siendo las banderas inocuas, sea aconsejable un uso prudente por el peligro de que te acaben pegando con ellas.
En definitiva se trata de un acto discrecional relacionado con la idiosincrasia de la comunidad española sobre sus señas de identidad que la hace tan aficionada a la ostentación de banderas y símbolos representativos de su existencia colectiva cuya trascendencia llega a prevalecer sobre la personal.
Un Ordenamiento Jurídico basado en el pluralismo político no debería prohibir este tipo de actos excepto que conste de manera clara y tajante el incumplimiento de un mandato legal el cual no puede ser sustituido por meras invocaciones de principios y valores jurídicos” (FJ 4º)

Una cuestión que sale a relucir en el caso canario es que su bandera independentista fue creada por el Movimiento por la Autodeterminación e Independencia del Archipiélago Canario de Antonio Cubillo. Sin entrar en la polémica histórica de si el grupo estuvo o no detrás de la catástrofe aérea de Los Rodeos o de cómo la guerra sucia costó al Ministerio del Interior indemnizar a Cubillo con 150.253 euros en 2003…, objetivamente, el grupo desempeñó actividades terroristas y, al menos, mató a una persona. No es menos cierto que abandonó la lucha armada en 1979 y que desde entonces diversas sensibilidades políticas de izquierda radical, no independentistas, junto a posiciones independentistas moderadas, han hecho suya la enseña.

Recuerdo que tuve que hacerme una pregunta similar sobre las esteladas. Después de todo, Vicenç Albert Ballester, al diseñarla, sentía un “odio titán” a la Nación, siendo famoso su lema: “¡Viva la Independencia de Catalunya! ¡Muera España!”. ¿Debía considerárselas un símbolo de odio? Tras muchas vueltas, empecé a hablar con mis amigos y conocidos independentistas. Le pregunté exactamente a 73 personas, la mayoría colegas de universidad. Ninguno conocía el origen de la estelada. Llegué a la conclusión de que más importante que el origen histórico de una bandera es su uso social. ¿O habría que prohibir la bandera de la URSS en las manifestaciones por apología del genocidio del gulag? No parece que se use con esa intención, guste más o menos su presencia.

¿Con esto quiero decir que es erróneo el criterio del TS y Juzgado Contencioso-Administrativo núm.2 de Cádiz? En absoluto. Su interpretación de la legalidad vigente me parece bien motivada y coherente. Ya sabemos los juristas que en Derecho el blanco y el negro rara vez existen.

A mi entender, sin embargo, el TS se verá obligado a realizar ulteriores aclaraciones sobre su doctrina. ¿Su sentencia vale sólo para las banderas? En otras palabras ¿cubre las pancartas y cualquier otro símbolo? Prima facie, la exigencia de neutralidad política depende del significado y mensaje de lo que penda de la fachada institucional, no del formato. Por lo tanto, habría que aplicar el mismo criterio que a la bandera LGTBI que cualquier pancarta de apoyo al colectivo como las del Ayuntamiento de Barcelona o la Vicepresidencia de la Comunidad de Madrid.

Tal vez, estará bien que el TS motive cómo se justifica que no puedan colgarse pancartas de, por ejemplo, apoyo al movimiento LGTBI, a la ecología o el cáncer por neutralidad, sin que sea óbice el art. 103 CE para que una institución subvencione actividades de cualquier organización de este signo. No sería muy lógico poner la estética por encima de la cartera del contribuyente. Me diréis que el criterio de esas subvenciones es la utilidad pública, pero una organización LGTBI fundamenta en gran parte su utilidad pública, precisamente, en visibilizar el colectivo, a través charlas informativas, servicios de asistencia y orientación, y, sí, también símbolos. ¿Cuándo ondea en un ayuntamiento, no cumple la bandera LGTBI el mismo propósito de promoción de derechos de una minoría, que esa misma institución u otra puede haber estimado conveniente financiar?

Tal vez, más que en sede judicial, fuera bueno que las Cortes actualizaran la Ley 39/1981 y se aclarara qué puede haber en una fachada pública. De lege ferenda, soy políticamente partidario de abrir la mano en esta cuestión. Eso sí, sea cual sea la salida me escama que se pongan al mismo nivel un símbolo que confronta valores y principios constitucionales, la unidad y por extensión el pluralismo de nuestra patria, con otro que se identifica con esos valores y principios, como igualdad en la diversidad, libertad, justicia y libre determinación del individuo.

Okupación: males que por otros males vienen

«No hay mal que por bien no venga», se suele decir. Pero no es verdad: hay males que son consecuencia de otros males y que se unen en una espiral de tragedias que no aportan nada bueno y que, de no romperse por obra de nuestra intervención, no conocen fin. Este domingo, el periódico El Mundo publicó un reportaje referido al fenómeno de la ocupación. El dato más llamativo, a mi juicio, es el previsible aumento de las okupaciones en un 300% a lo largo de 2020, a causa del confinamiento.

En los últimos tiempos, ciertos sectores de la sociedad han venido a ‘empatizar’, minimizar, justificar o incluso exculpar este fenómeno por medio de relacionar su aparición con la existencia de otras dos lacras sociales: el incremento de los desahucios ocasionado como consecuencia de la Gran Recesión, por un lado, y la existencia de miles de personas sin hogar en España, por otro.

Se trata de una cuestión delirante. No me cabe ninguna duda de que una sociedad ha de procurar que todos los ciudadanos vivan bajo un techo en condiciones mínimas de salubridad, y que, por ello, que una persona viva sin hogar es una tragedia respecto de la cual la sociedad debe poner todos los medios a su disposición para erradicarla.

Pero tres precisiones son irrenunciables: la primera y más importante es que, si bien lo anterior es cierto, no son algunos individuos aislados, elegidos de manera arbitraria, los que deben cargar con este coste. La puesta en marcha de medidas que pretendan asegurar un techo para todo el mundo sin duda acarrearía cuantiosos gastos que se traducirían en un aumento de una concreta partida del gasto público, es decir, de los impuestos sufragados por todos. Pero, igual que no es válido el argumento según el cual los partidarios de favorecer la inmigración –«si tan de acuerdo están»– lo que han de hacer es acoger en sus propias casas a los inmigrantes, de ninguna forma es aceptable el argumento según el cual el coste de garantizar un techo a un individuo lo haya de sufragar otro individuo de su propio bolsillo.

La segunda precisión es que, si bien es verdad que el derecho a una vivienda digna aparece recogido en la Constitución, no lo es menos que el artículo 47 está ubicado en el Capítulo III, que tiene por título «De los principios rectores de la política social y económica». Que este derecho se halle en el Capítulo III, y no en el Capítulo II («Derechos y libertades»; «De los derechos fundamentales y de las libertades públicas»), es señal de que se trata de un mandato constitucional dirigido al Estado en su conjunto, al que se le impone actuar para dar efectividad a los principios rectores de esa política social y económica. Es más, como señala Rafael Gómez-Ferrer Morant en Comentarios a la Constitución Española (págs. 1382 y siguientes), «entre estos principios se encuentra el derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada, que la propia Constitución no califica propiamente como un derecho, ya que, como indica el propio art. 53.3 en su inciso segundo, estos principios “solo podrán ser alegados ante la Jurisdicción ordinaria de acuerdo con lo dispongan las leyes que los desarrollen”».

De tal modo, el ‘derecho’ a una vivienda digna ha de entenderse no tanto como un derecho fundamental exigible automáticamente ante las autoridades, sino como un ideal cuyo cumplimiento han de pretender las Administraciones públicas. Es más, la efectividad de este principio en este caso queda ligada, además de a lo anterior, a «la utilización del suelo de acuerdo con el interés general para impedir la especulación», luego se trata de un principio particularmente matizado y de contenido concreto.

Por último, respecto de la tercera precisión baste con recordar que el derecho de propiedad sí es un derecho fundamental, en tanto que recogido en el Capítulo II del Título I de la Constitución (artículo 33), y que, por tanto, su protección no puede ceder ante el incumplimiento de un principio rector dirigido al Estado. Poco importa que hablemos de la usurpación de una vivienda habitual, de una segunda residencia o de un bien de escaso valor: la protección de este derecho por parte de las autoridades debe prevalecer.

Tratándose el ‘derecho’ a una vivienda digna, pues, de un principio que ha de regir la política social y económica del Estado, podemos convenir en que su cumplimiento es, a día de hoy, defectuoso. Esto lo sugieren algunos datos, como el número de personas ‘sin techo’ actualmente en España: según datos publicados por FEANTSA (European Federation of National Organisations working with the Homeless), divulgados en prensa en octubre de 2019, alrededor de 40.000 personas viven sin hogar en nuestro país. El fracaso de la sociedad en su conjunto, de las autoridades singularmente, en este particular es evidente y exige prestar atención y medios a la solución de esta extendida, ya inmensa, lacra.

Pero, insisto, que los números anteriores resulten desalentadores no justifica en ningún caso el menosprecio o la desidia respecto de la lucha contra el fenómeno de la okupación. Por cierto, igual que los de las personas sin hogar, los datos de la okupación son alarmantes: en 2019, el Ministerio del Interior calculaba que existían 14.394 ocupaciones ilegales en España y, como decía al principio de este artículo, se estima que este número vaya a triplicarse a lo largo del presente año 2020.

Ningún argumento es válido para defender la ocupación, por parte de una persona, del inmueble de otra de manera ilegal, arbitraria y no consentida, por mucho que la situación de la primera persona sea deplorable y digna de resarcimiento: que existan personas sin hogar denota un fracaso de nuestra política socio-económica, pero de ningún modo debe entenderse que de este fracaso deriva una obligación exigible por un ciudadano ante otro ciudadano cualquiera, una especie de responsabilidad individual de ciertos particulares, elegidos –como si de una acción solidaria de responsabilidad se tratase– al arbitrio del damnificado, de manera arbitraria y con cargo al patrimonio de aquéllos. Es, no lo olvidemos, un principio cuyo cumplimiento queda a cargo exclusivo del Estado en su conjunto, y no debemos persistir, como señaló Benito Arruñada en este blog, en esta tendencia poco edificante existente en nuestro país que consiste en resolver problemas de políticas públicas (como es la falta de vivienda) interviniendo en la vida privada de la gente.

Al margen de lo anterior, tampoco hay que olvidar que muchas ocupaciones ilegales no responden a carencias previas (la de un hogar), sino a motivos más despreciables, como intereses de mafias y otras organizaciones criminales o el tráfico de personas y drogas. Y ello no invita sino a luchar con más ahínco contra esta injusticia.

No puede, en definitiva, en un Estado de derecho consentirse que unos tomen por su mano las cosas de los demás. Pero no es sólo eso, por otra parte obvio: no puede permitirse tampoco que la restitución de los derechos de los afectados por esta situación se prolongue más allá de lo inmediato. Por una cuestión de justicia, de defensa de la propiedad privada y de respeto mínimo a la dignidad de todas las personas que han dedicado una vida de esfuerzo y sacrificio a adquirir una casa en la que vivir con sus seres queridos, y cuyo derecho básico y fundamental no puede ser arrebatado sin apenas respuesta por parte de las autoridades, sin pronta restitución y sin derecho siquiera a ser tratado con justicia –pues una justicia que llega (tan) tarde puede muy bien no ser justicia. La humillación de estos individuos es tan acusada que todo lo que no pase por una inmediata vuelta a la normalidad de la situación es simplemente intolerable –y, sin embargo, este proceso a veces se alarga durante años.

Por ello, es urgente e imprescindible una reforma legislativa integral que disponga a las autoridades de los medios que resulten más efectivos para la erradicación completa e inmediata de esta injusticia. En el Congreso se han presentado diversas iniciativas a este fin en los últimos años. PdeCat presentó en la XII Legislatura una propuesta de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil que fue publicada en el BOE como Ley 5/2018, de 11 de junio, de modificación de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en relación a la ocupación ilegal de viviendas. Ciudadanos recientemente volvió a presentar una proposición de ley para luchar contra la ocupación ilegal, en la que propone la reforma de diversas normas (Código Penal, Ley de Enjuiciamiento Criminal, Ley de Enjuiciamiento Civil, Ley de Propiedad Horizontal, Ley de Bases del Régimen Local, Ley Orgánica de Protección de la Seguridad Ciudadana, etc.) a fin de agilizar el procedimiento de desalojo, así como para incrementar el castigo penal del delito de usurpación al objeto de desincentivar su comisión y, sobre todo, su incremento. Resulta de interés recordar que precisamente España cuenta con un ordenamiento jurídico que favorece los títulos de propiedad ‘fuertes’, cuya ventaja estriba en ser suficientes, en sí mismos, para exigir de las autoridades que actúen en protección del legítimo propietario sin necesidad de ulterior intervención judicial.

La práctica totalidad de los países de nuestro entorno ha regulado medidas similares para cortar de raíz esta situación, y contemplan con indecible asombro la laxitud española a este respecto. Cada día que demoramos, cada día que esta cuestión, que no ofrece dudas, nos hace vacilar o titubear o nos lleva a la indecisión o a la inacción, un cabeza de familia, muy lentamente y con no poca resistencia, empieza a convencerse de que no recuperará su casa recién okupada hasta dentro de varios años…

 

 

Imagen: Idealista.

El enésimo uso del Real Decreto-Ley: esta vez sobre Energía

Legislar a través de la figura del Real Decreto-ley no es un elemento novedoso en la actual situación política española. Esta figura controvertida ha estado presente desde los inicios del vigente sistema constitucional y los distintos Gobiernos han hecho uso de la misma con relativa discrecionalidad y frecuencia.

Sin embargo, lo que sí resulta incuestionable es que el Gobierno surgido tras la moción de censura de 2018 y que mantiene su continuidad (ahora en un formato de coalición) tras la investidura de enero de este mismo año, se caracteriza por ser el Ejecutivo que más ha empleado esta figura.

El último ejemplo de esta práctica es el Real Decreto-ley 23/2020, de 23 de junio, por el que se aprueban medidas en materia de energía y en otros ámbitos para la reactivación económica. En él encontramos esencialmente una serie de cambios legales sobre distintas Leyes que habilitan al Gobierno de España para realizar diversas actuaciones en el marco de la transición energética que está teniendo lugar. Paradójicamente, el texto fundamenta su razón de ser en ‘dotar de un marco atractivo y cierto para las inversiones’ que requiere esta transición.

De este modo, el RDL establece algunas modificaciones sobre la Ley del Sector Eléctrico del año 2013, una de las piezas fundamentales, sino la que más, de la actual regulación energética de España y uno de los textos más amplios y profundos del ámbito legislativo español.

Las primeras de estas modificaciones buscan regular la problemática existente con los puntos de acceso y conexión a la red eléctrica, que ha dado lugar a una burbuja especulativa con estos elementos en el sector eléctrico, lo que a su vez ha conducido a un entorno de inseguridad y falta de progresos en el ámbito de la instalación de nuevas instalaciones renovables. El Gobierno crea a partir de este RDL cuatro tratamientos distintos para los sujetos titulares de estos activos, lo cual da cuenta del importante cambio regulatorio que tiene lugar.

Las siguientes modificaciones afectan al método de introducción de energías renovables a través del apoyo del régimen especial, a través de los métodos de concurrencia competitiva, es decir: las subastas de renovables. Esencialmente, el texto habilita al Gobierno a establecer nuevas subastas para la introducción de estas energías en el mix eléctrico permitiendo que operen más variables que las establecidas por la Ley de 2013 en relación a la tecnología, la variable a subastar o el apoyo económico.

El RDL también introduce nuevas figuras sobre el texto de 2013, para incluir nuevos elementos surgidos fruto de la mejora tecnológica en el sector eléctrico. En este sentido hay que destacar figuras como el almacenamiento, la agregación de la demanda eléctrica o la hibridación de tecnologías para optimizar el uso de la red. También, con el objeto de fomentar la movilidad eléctrica, se establece que aquellas estaciones de recarga con potencia superior a 250 kW les serán otorgada la declaración de utilidad pública.

Otro de los elementos destacables es la reforma del Fondo Nacional de Eficiencia Energética, que también fue constituido en virtud de una norma con rango de Ley: La Ley 18/2014, de 15 de octubre, de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia. Esta reforma permite ampliar su límite temporal (que ya estaba finalizando) y adaptar el procedimiento de cálculo de los sujetos obligados.

Tampoco hay que obviar elementos como el de la Disposición Adicional Primera que se refieren esencialmente a la planificación del sistema, dado que operan sobre las capacidades de los nudos de conexión de aquellas centrales que dejan de operar. Conviene recordar asimismo que la Planificación del sistema eléctrico (incluida la red de Transporte) debe ser sometida ante el Congreso de los Diputados conforme a la legislación vigente.

Finalmente, cabe destacar la transformación y adaptación del Instituto para la Reestructuración de la Minería del Carbón y del Desarrollo Alternativo de las Comarcas Mineras, creado por la Ley 66/1997, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, administrativas y del orden social; que se produce a través de la Disposición final Segunda.

Como se puede observar, los principales elementos regulatorios mencionados (sin menoscabo de otras cuestiones presentes en el RDL, lo que da cuenta de su extensión y afección regulatoria) responden a varias cuestiones pendientes en el marco de la transición energética o ecológica. Sin embargo, el hecho de que la finalidad pueda ser más o menos loable (lo cual precisamente puede y debe ser objeto de debate en las Cortes) no es óbice para denunciar un uso excesivo de la figura del Real Decreto-Ley para legislar sobre una amplia cantidad de elementos que el legislador había consagrado, precisamente, a través de la figura ordinaria del Proyecto de Ley.

El uso reiterado del RDL guarda, probablemente, una fuerte relación con la fragmentación (esta sí) sin precedentes que muestra el Parlamento nacional y en concreto, el Congreso de los Diputados. Es habitual que los Proyectos de Ley se dilaten en el tiempo y varios grupos tengan la tentación de incluir enmiendas no relacionadas con la materia de la iniciativa.

Sin embargo, esta realidad no debe ser excusa para admitir un uso desmesurado e injustificado del Real Decreto-Ley, que por sus características limita de facto las capacidades legislativas del Congreso y sin duda, tiende a fomentar una mayor inseguridad jurídica en dos sentidos. Por un lado, porque nunca se sabe cuándo y cómo desde el BOE se establecerán nuevos cambios legislativos en un rango (la ley) que por su propia naturaleza se prevé como un elemento estable y duradero.

Por otra parte, en este contexto de atomización parlamentaria, es habitual la convalidación de los RDL por razones de seguridad jurídica o connivencia parcial con su contenido, pero también la apertura de una tramitación como Proyecto de Ley Urgente, lo que en teoría puede desembocar en una transformación importante del contenido que ya es ley desde el día de su publicación.

Como se puede ver, ni siquiera la propia figura está libre de escapar de los avatares propios de un parlamento fragmentado; pero en todo caso este obstáculo (que no olvidemos, es fruto de la voluntad popular) tiene un fácil remedio: el diálogo, la transacción y el acuerdo.

Efectivamente, si el Gobierno prevé, como es probable, que los hipotéticos Proyectos de Ley puedan demorarse o transformarse radicalmente en el Parlamento, su obligación es convocar a las fuerzas políticas, llegar a acuerdos y establecer un curso de acción para evitar una demora excesiva.

En síntesis, en estos tiempos de incertidumbre económica, social y hasta sanitaria, creemos que los actores políticos deben contribuir a la consagración de un entorno favorable a la estabilidad y la inversión derivada de aquella. No es de recibo que una vez más se utilicen causas loables para sortear los legítimos debates, controles y propuestas que todo Parlamento debe ejercer.

Sobre la moción de censura

Esta semana se cumplen dos años de la moción de censura a Mariano Rajoy que permitió a Pedro Sánchez acceder a la Presidencia del Gobierno. Su inesperado triunfo cambió el curso de los acontecimientos políticos en España. A mitad de legislatura, con las mismas mayorías parlamentarias, los bloques Gobierno-oposición se intercambiaron y, por primera vez en nuestro país, un presidente del Gobierno accedía al cargo a través de una moción de censura.

Con ello se generó un intenso debate público sobre este instrumento constitucional. ¿Se puede entender como una válvula de escape cuando se produce la quiebra del contrato entre ciudadanía y ejecutivo? ¿Por qué se ha cuestionado su legitimidad en España? Desde aquel momento, en determinados sectores políticos se ha sugerido cuando no explicitado la idea del presidente ilegítimo. De alguna manera, parte del discurso de oposición se ha basado en la percepción de que la constitución del nuevo ejecutivo respondía a una suerte de irregularidad perpetrada contra la voluntad popular.

A pesar de que la tesis de la ilegitimidad caló en ciertos sectores sociales, no debemos dejar de reiterar que es característica fundamental de los sistemas parlamentarios que el gobierno debe recibir y mantener la confianza del Parlamento para ejercer las funciones que tiene encomendadas constitucionalmente. Lo hará, además, sometiéndose de forma continua la vigilancia política del control parlamentario.

Junto a ese esquema básico, se suele añadir como característica habitual de los sistemas parlamentarios que en ellos existe un cierto equilibro entre poder ejecutivo y legislativo. Ese equilibrio se manifiesta con la mayor evidencia en dos decisiones de ultima ratio: la disolución del Parlamento y, precisamente, la censura al ejecutivo. El gobierno tiene la potestad de, según su criterio político, ordenar la disolución del poder legislativo y llamar a elecciones (art. 115 de la Constitución Española). Paralelamente, el Parlamento podrá cesar mediante una moción de censura a un ejecutivo que no se ajuste a lo exigido por la mayoría parlamentaria (art. 113). Ejecutivo y legislativo pueden neutralizarse mutuamente.

Las mociones de censura son propias de los sistemas parlamentarios como es el español, lo que resulta del todo lógico puesto que se asientan en la idea de que el ejecutivo nace de la confianza del poder legislativo y le rinde cuentas durante todo su mandato, pudiendo el último llegar al límite de retirar tal confianza. El elemento central es, por lo tanto, un Parlamento que otorga y retira su confianza de forma soberana.

Nuestro ordenamiento constitucional dificulta la viabilidad de esa retirada de confianza con la intención de primar la estabilidad del gobierno a través de dos vías: el carácter constructivo de la moción de censura y la mayoría exigida para su aprobación. Así, las mociones de censura tradicionalmente se distinguen entre constructivas o destructivas. A diferencia de las primeras, en las segundas se complica el éxito de la moción al vincular el cese del gobierno saliente al otorgamiento de la confianza a un nuevo presidente.

La regulada por la Constitución en su artículo 113 es de carácter constructivo, al exigir de forma explícita que los Diputados que la registran deben plantear un candidato la misma. El constituyente pretende evitar la inestabilidad que podría suponer que una mayoría negativa provocase el cese del Gobierno sin un ejecutivo alternativo que asumiese sus funciones de forma inmediata. Téngase en cuenta que ello provocaría continuas repeticiones electorales o periodos de gobierno en funciones prolongados.

El juego de mayorías establecido también supone otro paso en la protección de los Gobiernos en minoría en detrimento del equilibrio legislativo-ejecutivo. Fijémonos. El presidente puede ser investido por una mayoría simple, por lo que resulta coherente que para que el propio presidente voluntariamente revalide su confianza parlamentaria le baste una nueva mayoría simple a través de una cuestión de confianza, tal y como prevé la propia Constitución. Sin embargo, aunque pudo otorgar y ratificar su confianza una mayoría simple de Diputados, deberá ser una mayoría absoluta la que la retire.

En conclusión, la Constitución ordena la moción de censura de forma restrictiva, asegurándose de que la misma nace un ejecutivo que cuenta con respaldo parlamentario y, en consecuencia, popular. De todo lo anterior cabe concluir que un gobierno surgido tras una moción de censura es un gobierno constitucional con la misma relación con las urnas que los gobiernos emanados de una investidura ordinaria. A Pedro Sánchez le otorgó su confianza en 2018 el Congreso de los Diputados constituido según el resultado electoral del 26 de junio de 2016. Es el mismo Congreso que hizo presidente a Mariano Rajoy dos años antes.

A todos los presidentes del Gobierno de España los avalan las mismas mayorías, que son las exigidas en la Constitución. El constituyente español, como sucede el resto de sistemas parlamentarios, trató de garantizar que el ejecutivo estuviese apoyado de forma sólida por el poder legislativo. Por ello trazó unas mayorías concretas que permitiesen entender otorgada la confianza al Gobierno de turno. Poner en cuestión la legitimidad de un Gobierno que ha recibido el apoyo parlamentario de tales mayorías es poner en cuestión, en definitiva, el conjunto del funcionamiento institucional diseñado por la Constitución.

El Tribunal Constitucional y la acotación del artículo 155

La intervención de la Generalitat de Catalunya, el 28 de octubre de 2017, supuso la aplicación de un precepto constitucional hasta entonces inédito: el enigmático art. 155 CE.

Ya años antes, en la época álgida del procés, cuando los excesos del gobierno autonómico empezaron a abrir la puerta a su posible aplicación, los políticos independentistas hablaban del 155 CE como si de un residuo del estado de excepción franquista se tratara. Personalmente, no salía de mi asombro cada vez que oía a algún conocido, independentista o no, hablar con miedo a esta medida. A más de uno me costó convencerlo de que sólo se trataba de una intervención político-institucional y, sobre todo, administrativa de una autonomía. En ningún caso sufriríamos toques de queda ni militarización de los civiles.

Quizás ande errado, pero me da la sensación de que en el resto de España también existió cierta confusión entre los arts. 155 y 116 CE. De ahí, las reticencias para aplicarlo. Reticencias, por cierto, bien explotadas por los dirigentes independentistas en la retroalimentación del miedo al precepto.

Luego llegó el 155 CE, y, no sólo quedaron huérfanas de cumplimiento las fatídicas profecías, sino que, con la Administración Autonómica de nuevo atenta a las preocupaciones cotidianas, entre otras cosas, se desbloquearon los pagos adeudados a los municipios. Así, mientras en público muchos alcaldes independentistas se rasgaban las vestiduras, en privado hacían palmas con las orejas. La pela es la pela, que se dice por aquí.

Por supuesto, no todo el mundo estaba contento. Más pronto que nadie, el Grupo Confederal de Podemos en el Congreso de los Diputados, seguido por la Diputació Permanent del Parlament de Catalunya, interpusieron sendos recursos contra las medidas vehiculares del art. 155 CE, principalmente: los Acuerdos del Consejo de Ministros de 17 y 21 de octubre de 2017, donde, respectivamente, se aprobaban el requerimiento al gobierno autonómico para que aclarara si había proclamado la independencia (el famoso discurso de proclamo y suspendo de Puigdemont era en verdad un desafío para la interpretación) y, en su caso, exigirle la vuelta a la senda constitucional; y las medidas concretas del art. 155 CE, refrendadas, posteriormente, por el Acuerdo del Pleno del Senado de 27 de octubre, también recurrido.

El TC afea a los recurrentes la inclusión en su recurso de numerosas medidas sin fuerza o valor de ley, como los Reales Decretos 942 a 946/2017, que concretaron el cese de los miembros del gobierno catalán, así como otras disposiciones con rango de Orden Ministerial. Recuerda el Alto Tribunal que, cuando una norma carece de fuerza de ley, debe impugnarse por los cauces correspondientes ante la jurisdicción ordinaria.

Los recursos fueron resueltos y desestimados en su práctica totalidad por las SSTC 89 y 90/2019, de 2 de julio. Ambos fallos, más allá de los pormenores concretos del caso, fijan el alcance y contenido del texto constitucional en lo que a la intervención autonómica se refiere.

“[El 155] no se trata de un control de naturaleza competencial como el que el bloque de constitucionalidad atribuye en determinados supuestos al Estado respecto de las comunidades autónomas. Se trata del uso de la coerción estatal que da lugar a una injerencia en la autonomía de las comunidades autónomas, la cual quedará temporalmente constreñida en mayor o menor grado, según la concreta situación lo requiera” (STC 89/2019 FJ 4.a y véase también STC 90/2019 FJ 4º.b).

El art. 155 CE convierte al Gobierno y al Senado, pues, en garantes de la pervivencia del Orden Constitucional, ante la subversión al mismo por parte de una o varias CCAA. La lógica que lo rige es la de la necesidad (SSTC 89/2019 FJ 4ºb y 90/2019 FJ. 6º).

entre las «medidas necesarias» pueden llegar a estar, en atención a las circunstancias, las de carácter sustitutivo mediante las que la cámara apodere al Gobierno para i) subrogarse en actuaciones o funciones concretas de competencia autonómica, u ii) ocupar el lugar, previo desplazamiento institucional, de determinados órganos de la comunidad autónoma.” (SSTC 89/2019 FJ 10º).

Entre estos desplazamientos se incluye la posibilidad de cesar al gobierno autonómico, competencia en principio reservada a la Asamblea Legislativa de la CA, o asumir el lugar de aquel para disolver a la última llamando a elecciones autonómicas.

De este modo, el Alto Tribunal desestima los argumentos de los recurrentes, quienes negaban la posibilidad de subrogarse por parte del Gobierno de la Nación en el poder autonómico, apegándose interesadamente a la literalidad del art. 155.2 CE, que habla “dar instrucciones a todas las autoridades de las CCAA”. En su razonamiento, encontramos cierta acogida tácita de la doctrina de los implied powers, acuñada por el juez Marshall en el caso McCulloch v. Maryland (1819) -reafirmada en 1824 por la Corte Suprema de EE.UU, caso Gibbons v. Ogden, y adoptada abiertamente entre otras por la Corte Suprema Australiana en el caso D’Emden v. Pedder (1904) y la Corte Internacional de Justicia en el caso Bernadotte.

Esta doctrina afirma que el mandato constitucional o legal de un objetivo debe incluir, dentro de los límites constitucionales y legales, todas las facultades necesarias para llevarlo a cabo, aunque no estén literalmente expresadas en su texto. De otro modo, sería imposible cumplir con el propósito teleológico de la norma. Por tanto, si el art. 155 CE pretende habilitar al Gobierno y al Senado para restaurar el orden constitucional en España, a fortiori, hay que asumir que los habilita tácitamente del necesario haz de potestades para cumplir con este objetivo, dentro de los límites constitucionales.

¿Cuáles son esos límites? En primer lugar, los procedimentales: la presentación del requerimiento que debe ser desatendido por la autoridad autonómica, como ocurrió en el caso catalán (STC 89/2019 FJ 7º) y la posterior aprobación de las medidas propuestas por el gobierno por la mayoría absoluta del Pleno del Senado que otorga a las mismas “fuerza de ley” (STC 89/2019, FJ 4º). Es verdad que el 155 CE no puede ser inmediato, es decir, saltarse el requerimiento, pero nada impide recurrir a otras herramientas constitucionales en caso de urgencia, como el art. 116 CE, o algunos preceptos de la Ley 36/2015 de Seguridad Nacional o, inclusive, de la LO 5/2005, de la Defensa Nacional.

En cuanto a los límites materiales, el Alto Tribunal señala que, si bien el 155 CE se basa en la injerencia competencial e institucional de la autonomía, esta debe ser respetuosa en todo momento con el orden constitucional -léanse DDFF- y hace especial hincapié en el respeto a la separación de poderes:

el Gobierno no puede quedar autorizado por el Senado para ejercer, en este procedimiento, las potestades legislativas ordinarias que corresponden ya a las Cortes Generales, ya al Parlamento autonómico” (STC 89/2019 FJ 10º)

Estos límites, junto a la racionalidad de la necesidad, se convierten en un parámetro de corrección funcional (STC 89/2019 FJ 11º), de cuya evaluación el TC se erige en garante (STC 90/2019 FJ 7º). Además se apostilla la imposibilidad de imponer un 155 CE indefinido en el tiempo o disolver la autonomía sin remisión. Después de todo, el art. 2 CE, fundamenta, en efecto, la constitución, “en la indisoluble unidad de la Nación Española”, pero también “reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones”:

el Senado ha de precisar en su propio acuerdo, bien el término, bien la condición resolutoria de la intervención estatal […] sin perjuicio de que las concretas medidas incluidas en el acuerdo pudieran ser objeto, llegado el caso, de prórroga o de renovación, previa solicitud del Gobierno y aprobación del Senado.” FJ 4º.d

Como decía al principio, el TC desestimó por entero ambos recursos, salvo una cuestión relativa al apartado E.3 aprobado en el Acuerdo del Senado. Se consideró dañoso a su párrafo segundo para la seguridad jurídica, al establecer que serían ineficaces las publicaciones en el Boletín Oficial de la CA, cuando no hubiesen sido autorizadas o prohibidas por el gobierno.

En definitiva, ya se ha normalizado el art. 155 en nuestro ordenamiento constitucional, pero su máximo guardián, el TC nos invita a no frivolizar con su posible aplicación, anticipando la inconstitucionalidad de cualquier abuso. Únicamente debe emplearse en casos de flagrante alteración y desobediencia reiterada de la Constitución, por parte de una CA, y en ningún otro.

La represión de la libertad de circulación en los tiempos del COVID-19

Desde la aprobación del RD 463/2020 por el que se declaró el estado de alarma observo con preocupación la limitación de la libertad de circulación y la persecución que se hace de los infractores. Hace tiempo que escribí una primera versión de este artículo, pero me reservé su publicación porque no quería que se malinterpretase como una invitación a la desobediencia pues la conclusión no podía ser más grave: las denuncias que se están realizando carecen de fundamento legal y no será posible sancionar las infracciones. La noticia de que la Abogacía General del Estado también se cuestiona la viabilidad de esas denuncias me libera de la censura autoimpuesta y por ello quiero compartir ahora mi análisis.

El RD 463/2020 establece en su art. 7 una limitación general de la libertad de circulación de las personas que solo puede saltarse por las causas tasadas que contempla o por otra causa justificada. Desde un punto de vista técnico el apartado 7.1 deja mucho que desear porque mezcla un listado de causas tasadas -apartados a) a g)- con tres causas abiertas que también permiten la circulación -“otra causa justificada”, g) “situación de necesidad” y h) “cualquier otra actividad de análoga naturaleza”. Tantas posibilidades solo llevan a la confusión y a una aplicación arbitraria de la norma, a lo que han contribuido también las declaraciones de las autoridades que deberían medir mucho sus palabras pues, según el art. 7.3, “en todo caso en cualquier desplazamiento deberán respetarse las recomendaciones y obligaciones dictadas por las autoridades sanitarias”.

Por ejemplo, en una de sus comparecencias, Fernando Simón dijo que entre las causas justificadas se incluía la de sacar al perro y de ello se ha deducido una casuística absurda que ora permite pasearlo para satisfacer su necesidad de hacer ejercicio, ora lo limita a una salida a no más de 200 metros del portal para que haga sus necesidades fisiológicas. Y las autoridades se cuidan de advertir que no se puede aprovechar para correr cuando se saca al perro porque hacer ejercicio no está permitido y se estaría actuando en fraude de ley. También se ha publicado que la policía está persiguiendo a quienes hacen uso de las zonas comunes de sus comunidades y urbanizaciones (azoteas, patios, etc.) a pesar de que el RD ni en su redacción original ni en la segunda (RD 465/2020) establece prohibición alguna en relación con la circulación por esas zonas, que son espacios privados de uso común y no vías o espacios de uso público.

Este grado de arbitrariedad no es compatible con el Estado de derecho, máxime cuando la infracción de la prohibición de circulación se pretende castigar con multas de cuantía elevadísima e incluso con penas de privación de libertad. En relación con el régimen sancionador el RD 463/2020 (art.20) se limita a decir que “el incumplimiento o la resistencia a las órdenes de las autoridades competentes en el estado de alarma será sancionado con arreglo a las leyes”, en los términos establecidos en el art. diez de la Ley Orgánica 4/1981, cuyo contenido es idéntico. En realidad, el decreto y la ley orgánica no regulan el régimen sancionador, sino que se remiten a otras leyes sin especificar siquiera a cuáles se refieren y, de nuevo, la seguridad jurídica brilla por su ausencia como sucede siempre que en una norma sancionadora se produce una remisión en blanco. El problema fundamental es que las conductas objeto de análisis no están tipificadas como infracción por norma alguna y por ello no cabe sancionarlas sin quebrar gravemente el principio de tipicidad.

De acuerdo con un documento base distribuido a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, se les instruyó para que sancionasen las infracciones de la prohibición de circulación calificándolas como infracciones graves tipificadas por el art. 36.6 de la Ley Orgánica 4/2015 de protección de seguridad ciudadana que sanciona “la desobediencia o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, cuando no sean constitutivas de delito, así como la negativa a identificarse a requerimiento de la autoridad o de sus agentes o la alegación de datos falsos o inexactos en los procesos de identificación” con multas de 601 a 30.000 euros. Esta calificación de la infracción de la prohibición de circulación no resiste un análisis jurídico serio.

Los arts. 20 RD 463/2020, 10 LO 4/1981 y 36.6 LO 4/2015 castigan el incumplimiento, la desobediencia de las órdenes o la resistencia a la autoridad o a sus agentes en el ejercicio de sus funciones, pero no el incumplimiento de una norma, que son cosas muy distintas. Un sencillo ejemplo basta para entender la diferencia: la infracción del límite de velocidad al circular con un vehículo a motor solo puede ser sancionada de acuerdo con las normas que tipifican esta infracción (la ley de tráfico y el código penal, en función de la gravedad de la infracción) y a nadie se le ocurriría que pueda calificarse como desobediencia. No es posible incumplir o desobedecer una orden o resistirse a la autoridad o a sus agentes si previamente no ha habido orden alguna y eso es exactamente lo que ocurre con la prohibición de circulación, que es una prohibición general contenida en una norma y no una orden de una autoridad o agente. La calificación como desobediencia si el ciudadano infractor acata las instrucciones de la policía sin resistencia y vuelve a su hogar no puede prosperar.

Estas dificultades han llevado a la Abogacía General del Estado a plantear que la desobediencia de la prohibición se sancione aplicando la Ley 17/2015 del Sistema Nacional de Protección Civil o la Ley 33/2011 General de Salud Pública. La primera se enfrenta a dos obstáculos difícilmente salvables: las infracciones previstas por el artículo 45, apartados 3.b y 4.b requieren que se haya declarado previamente una emergencia, lo que no se corresponde con el estado de alarma vigente; y, de nuevo, se refieren al incumplimiento de una orden, prohibición, instrucción o requerimiento efectuado por los titulares de los órganos competentes o los miembros de los servicios de intervención y asistencia. No se sanciona el incumplimiento de una norma.

En cuanto a la ley General de Salud Pública, tipifica “la realización de conductas u omisiones que puedan producir un riesgo o un daño para la salud de la población” (infracción muy grave o grave en función de la gravedad del riesgo o daño, apartados 2.a.1º y 2.b.1º), pero el mero incumplimiento de la prohibición de circulación no implica que se haya producido ese riesgo o daño, que tendrá que ser probado por la autoridad sancionadora. Lo único que queda es la tipificación como falta leve del incumplimiento de la normativa sanitaria vigente (art.58.2.c.1ª), que puede castigarse con una multa de hasta 3.000 euros, pero requiere salvar la dificultad de considerar el RD 463/2020 una norma sanitaria.

A los problemas expuestos hay que añadir otros dos. El primero es la más que probable inconstitucionalidad del RD 463/2020, pues la Constitución no ampara el establecimiento de una limitación general a la libertad de circulación mediante la declaración del estado de alarma. Ilustres juristas han señalado que esa limitación habría requerido la declaración del estado de emergencia por el parlamento. De ser así, y creo que lo es, también serán nulas todas las medidas dictadas para hacer cumplir esa limitación incluyendo las sanciones impuestas por saltársela.

El segundo es lo dispuesto por el art. 1. Tres de la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, que dice que “finalizada la vigencia de los estados de alarma, excepción y sitio decaerán en su eficacia cuantas competencias en materia sancionadora y en orden a actuaciones preventivas correspondan a las autoridades competentes, así como las concretas medidas adoptadas en base a éstas, salvo las que consistiesen en sanciones firmes”. Esto significa que todas las sanciones que no hayan adquirido firmeza decaerán en su eficacia cuando finalice el estado de alarma; es decir, que los procedimientos sancionadores deberán ser archivados. Añádase que, por obra de la disposición adicional tercera del RD 463/2020, que ha suspendido los plazos administrativos, ninguna sanción puede adquirir firmeza porque el plazo para recurrirla aun no ha comenzado y el resultado es fácil de deducir.

La consolidación del estado de derecho es uno de los pilares sobre los que se asienta nuestra Constitución y no podemos aceptar que dificultades técnico-jurídicas o la gravedad de una crisis sanitaria sirvan para minarlo. La calidad de una democracia se mide en momentos como el presente y la Administración y los jueces deben estar a la altura y respetar escrupulosamente la Constitución y la Ley porque el daño que quebrarlas causaría a nuestra sociedad es mucho más grave que el resultante de dejar sin sancionar la infracción de un confinamiento de dudosa constitucionalidad.

Concluyo apelando a la responsabilidad de todos los ciudadanos, cuyo comportamiento ha sido ejemplar. Aunque el aparato sancionador en que se sustentan las limitaciones a la circulación haga aguas, debemos seguir las instrucciones de las autoridades, quedarnos en casa y practicar la distancia social; no por temor a las sanciones, sino porque es necesario para superar la crisis sanitaria provocada por el coronavirus.

De nuevo sobre el Real Decreto 463/2020: ¿estado de alarma o de excepción?

“Existen situaciones de hecho en las cuales el normal funcionamiento del orden constitucional se ve alterado y, en mayor o menor medida, en peligro, generándose una situación de anormalidad constitucional en la que el sistema ordinario constitucional no es suficiente para asegurar el restablecimiento. A tal fin, para reaccionar en defensa del orden constitucional, se prevén medidas excepcionales que implican, de hecho y de derecho, una alteración del sistema normal de distribución de funciones y poderes. Es lo que se denomina el Derecho excepcional o de emergencia”.

Con este aserto comenzaba el trámite de alegaciones el Abogado del Estado contra el recurso contencioso-administrativo que se promovió frente el Real Decreto 1673/2010, de 4 de diciembre, por el que se declaraba el estado de alarma (primer y único precedente en la democracia española) para la normalización del servicio publico esencial del transporte aéreo y su prórroga ­–en el conocido como caso de los controladores aéreos–  que acabaría conociendo y desestimando en amparo el Tribunal Constitucional (en delante, TC) en sentencia nº 83/2016 de 28 de abril. Hoy, casi una década después, vuelve a invocarse el Derecho de emergencia, pero esta vez, con más sombras que luces.

En estas líneas –una vez contextualizado el estado de la cuestión–, se establecerá el marco constitucional del Derecho de emergencia; se realizará un silogismo de interpretación y otro de integración de norma para comprender si la declaración del estado de alarma y el contenido material del mismo son ajustados a Derecho; y se darán argumentos que abonan la anticonstitucionalidad de la ley (el Real Decreto aquí es ley según el Tribunal Supremo) que declara del estado de alarma.

En efecto, el precepto constitucional del que nacen los estados de emergencia y que manda al legislador a desarrollarlos por Ley Orgánica es el 116 de la Constitución (en adelante, CE). Según éste, la declaración de éstos (sitio al margen) corresponde al Gobierno y se hace por plazos máximos (15 días alarma, 30 excepción) prorrogables (siempre previa autorización del Congreso). Como su naturaleza es gradualista (en intensidad, no van escalonados) del salto de uno a otro se endurecen los controles: si para la declaración del estado de alarma el Gobierno sólo da cuenta al Congreso, para la declaración del estado de excepción se exige la autorización previa del mismo. Por su parte, el art. 55 de la CE restringe la suspensión de un numerus clausus de derechos fundamentales (libertad, inviolabilidad del domicilio, secreto de las comunicaciones, libertad ambulatoria, huelga, entre otros) a la declaración del estado de excepción o sitio, exclusivamente. Y así, siguiendo el mandato constitucional, se promulga la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de juicio, de los estados de alarma, excepción, y sitio (en adelante, LOEAES), en cuyo art. 4 se establece el elenco cerrado de “alteraciones graves” que justifican la declaración del estado de alarma, así como en el art.13 las del estado de excepción.

El primer ejercicio ­–de interpretación– consistirá en subsumir la situación en que se encontraba España al momento de declarar el estado de alarma de 14 de marzo mediante el Real decreto 463/2020 (en adelante RD), en una de las “alteraciones graves” contempladas en la LOEAES. Y hasta aquí no hay debate: el apartado b) del art. 4 de la citada ley es suficientemente expresivo al referirse a “Crisis sanitarias, tales como epidemias y situaciones de contaminación graves”.

El segundo ejercicio –de integración, de sentido y alcance– consistirá en ver si el contenido material del instrumento jurídico utilizado (RD) se ajusta a las previsiones constitucionales del estado de alarma (no basta con enunciarlo en su preámbulo) o si, por el contrario, entra en los umbrales del estado de excepción. A este respecto, vuelvo a traer a la memoria el art. 55 de la CE que prohíbe –sensu contrario– la suspensión de derechos fundamentales en el estado de alarma; permitiendo exclusivamente limitaciones o restricciones en los mismos (vid. citada STC 83/2016). Y aquí está el debate: en si se han limitado o suspendido derechos, ya que sólo lo primero salvaría al RD de una eventual declaración de inconstitucionalidad.

Para resolver lo anterior, (sin olvidar que la limitación deja a salvo el contenido esencial del derecho, mientras que la suspensión no) es inexcusable conocer lo que constituye el “contenido esencial” de los derechos fundamentales, para lo que el Tribunal Constitucional establece dos caminos. El primero –desde la naturaleza jurídica– serían “aquellas facultades o posibilidades de actuación necesarias para que el derecho sea recognoscible como pertinente al tipo descrito y sin las cuales deja de pertenecer a ese tipo y tiene que pasar a quedar comprendido en otro desnaturalizándose, por decirlo así. Todo ello referido al momento histórico de que en cada caso se trata y a las condiciones inherentes en las sociedades democráticas, cuando se trate de derechos constitucionales”. El segundo –desde los intereses jurídicamente protegidos como núcleo y médula de los derechos subjetivos­– “aquella parte del contenido del derecho que es absolutamente necesaria para que los intereses jurídicamente protegibles, que dan vida al derecho, resulten real, concreta y efectivamente protegidos. De este modo, se rebasa o se desconoce el contenido esencial cuando el derecho queda sometido a limitaciones que lo hacen impracticable, lo dificultan más allá de lo razonable o lo despojan de la necesaria protección”.

Por tanto, si se enfrenta la doctrina jurisprudencial expuesta –y consolidada hoy día– al art. 7 del RD relativo a las “limitaciones de la libertad de circulación de personas”, así como a lo establecido en el mentado art. 55 de la CE; se concluye que la limitación es, de iure y de facto, una suspensión del derecho fundamental a la libre circulación, independientemente de su adjudicación nominativa (en idéntico sentido F. J. Álvarez García F.J,: Estudios Penales y Criminológicos, vol. XL (2020). ISSN 1137-7550: 1-20). Y a más si se tiene en cuenta que “el citado precepto prohíbe la circulación por las vías publicas, con una serie de excepciones que se exponen en un elenco cerrado; es decir: la norma es la prohibición de circulación, la excepción el permiso” (op. cit.), teniendo en cuenta además que dicho permiso se circunscribe a actividades de pura subsistencia (adquisición de alimentos y fármacos, acudir a centros sanitarios y financieros, ayudar a otros, trabajo y causa de fuerza mayor). Y es que, si el contenido del derecho es la deambulación por el territorio nacional, y es justo lo que proscribe la norma imponiendo el confinamiento general –desvirtuando su contenido esencial–, lo que se ha hecho es suspender el derecho. E insisto, considerar que excepcionar la prohibición para mantenerse con vida es una limitación [1], obliga a asimilar la suspensión con la derogación; y, hacerlo, es antijurídico.

Por otro lado, y sin olvidar el arrastre que se produce con la suspensión de facto de dicho derecho (que comporta la impracticabilidad de otros como el derecho de reunión o manifestación, lo que agrava la anticonstitucionalidad), es que la amarga situación actual de España se ajusta perfectamente a “las alteraciones graves” que la LOEAES reserva para el estado de excepción, a saber, el ejercicio de derechos fundamentales (al excelente artículo de German M. Teruel Lozano en este Blog y a la doctrina me remito), el funcionamiento de las instituciones (al Parlamento y al hoy todopoderoso Ejecutivo me remito), de los servicios públicos esenciales (al asfixiado sistema sanitario me remito) o cualquier otro aspecto del orden público, ex. art. 13 LOEAES) y que justifica, a todas luces, su declaración. Y ello sin caer en conceptos atávicos de orden público o, en palabras del citado autor, “alejado de concepciones añejas de orden público (…) no en sentido de quietud de los ciudadanos, sino en el de participación de estos en la totalidad del Ordenamiento”. Porque como tiene dicho el TC “el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público”.

En fin, poca reverencia se le está haciendo al Derecho cuando se produce una transgresión constitucional tan seria. Y no es que la suspensión de tales derechos no sea proporcional y adecuada al fin perseguido, es que se lesionan gravemente los principios de legalidad, de seguridad jurídica y, a más, los derechos fundamentales de todos los españoles. Sólo queda esperar a que el Tribunal Constitucional vele por la constitucionalidad y arroje luz entre tanta sombra.

NOTAS

[1] Un ejemplo de limitación del derecho a la libertad de circular sería –aisladamente considerada– la Orden INT/262/2020 que desarrolla el RD 463/2020 de estado de alarma e impone restricciones en materia de tráfico y circulación de vehículos de motor pues respetaría el contenido esencial del derecho, es decir, la libertad de circulación por el territorio nacional (op. cit. nota al pie nº12)

 

 

El revestimiento jurídico de la “desescalada” ¿Estado de alarma?

El pasado martes 28 de abril el Gobierno aprobaba su Plan para la transición hacia una nueva normalidad y en su recurrente intervención de los sábados anunciaba que solicitaría una nueva prórroga del estado de alarma. Recordemos que en las fases que se proyectan, sobre todo las iniciales, seguirá habiendo serias limitaciones a nuestras libertades amén de que la crisis sigue reclamando como mínimo una gran coordinación entre administraciones si no un mando único. Ello sin perjuicio de que, como ha señalado también el Presidente del Gobierno, la “cogobernanza” deba ser clave en esta fase. Bienvenido, por tanto, si el Gobierno se ha dado cuenta de que debe hacer un esfuerzo aún mayor para contar en la toma de decisiones tanto con la oposición como con las administraciones autonómicas y locales. Sin embargo, el problema ha surgido cuando varios grupos parlamentarios –no solo de la oposición, sino también algunos grupos que apoyaron la investidura de este Gobierno- han anunciado que no votarán a favor de la prórroga del decreto del estado de alarma. La respuesta del Gobierno, por su parte, ha sido situar a estos ante el abismo: no hay un plan B al estado de alarma.

Así las cosas, desde la perspectiva jurídica, podemos preguntarnos: ¿es el estado de alarma la vía más adecuada para dar cobertura a la desescalada como sostiene el Gobierno? ¿Es verdad que no hay otras alternativas? Pues bien, en buena medida la respuesta a la segunda pregunta es presupuesto de la primera. Y es que solo es posible declarar cualquiera de los estados de emergencia previstos en el art. 116 CE “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1.1 Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio). Es decir, estamos ante instrumentos de extrema ratio de forma que solo se puede acudir a la declaración de estos estados si los poderes ordinarios son insuficientes.

Cuando nos encontramos ante crisis sanitarias los poderes ordinarios vienen delimitados en particular por la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública. Esta norma prevé que las autoridades sanitarias competentes puedan adoptar medidas de “reconocimiento, tratamiento, hospitalización o control” de ciudadanos ante situaciones que supongan un riesgo para la salud (art. 2) y, además, cuando se trate de enfermedades transmisibles –como es el caso-, “además de realizar las acciones preventivas generales, podrá adoptar las medidas oportunas para el control de los enfermos, de las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato, así como las que se consideren necesarias en caso de riesgo de carácter transmisible” (art. 3). Asimismo, el art. 54 de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública prevé medidas especiales y cautelares para situaciones excepcionales y de extraordinaria gravedad, exigiéndose que se dé audiencia previa a los interesados, “salvo en caso de riesgo inminente y extraordinario para la salud de la población”. Medidas similares se contemplan en la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26) y en la legislación autonómica correspondiente. Además, cuando tales medidas supongan “privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental”, el art. 8.6 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativaestablece la necesidad de que se solicite una autorización o ratificación judicial.

Se observa, por tanto, como las facultades que recogidas por la legislación ordinaria para responder a una crisis sanitaria son muy amplias. De hecho, esta fue la base jurídica en la que se apoyaron algunas de las decisiones que fueron adoptadas por algunas Comunidades Autónomas antes de que se decretara el estado de alarma. Así, entre las medidas más graves, destacan la cuarentena que se decretó el Gobierno canario en relación al hotel de Adeje; el confinamiento de varios municipios en Barcelona ordenado por el Gobierno catalán (Resolución INT/718/ 2020, de 12 de marzo de 2020); y el decretado por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros, entre otras medidas de prevención (Orden de la Consejería de Salud por la que se insta la activación del Plan Territorial de Protección Civil de la Región de Murcia (PLATEMUR) para hacer frente a la pandemia global de Coronavirus (COVID-19)). El decreto del estado de alarma ratificó todas estas medidas en tanto fueran compatibles con el mismo y sin perjuicio de la necesaria ratificación judicial (DF 1ª).

De manera que, si tan intensas pueden ser las medidas amparadas por la legislación ordinaria, podría pensarse que en esta fase de desescalada ya no es necesario mantener el estado de alarma y bastaría con los poderes ordinarios indicados. Sin embargo, a mi entender ya en aquellos primeros momentos se estiraron al máximo estos poderes hasta casi desbordarlos –así lo sostuve en un artículo anterior –aquí-. Considero que los mismos están pensados para supuestos de afectaciones individualizadas de derechos o, como mucho, en los que se vean afectados un número limitado de personas, de ahí la lógica de que en la medida de lo posible se dé audiencia previa a los interesados y que se ratifiquen judicialmente las medidas. Imaginemos en la posición en la que quedaría aquel juez que tuviera que evaluar la proporcionalidad y necesidad de las medidas generales que en cada momento vaya adoptando la autoridad sanitaria. De ahí que,si de lo que hablamos es de restricciones generalizadas, proyectadas sobre un amplio espectro personal y sobre una variedad de derechos y libertades, la lógica sea la del Derecho constitucional de emergencia del art. 116 CE, con un control fundamentalmente político –aunque también pueda darse en última instancia el jurisdiccional-. A mayores, la magnitud de la crisis que, aunque de forma desigual, se extiende por todo el territorio justifica la existencia de ese mando único que centralice la toma de decisiones a nivel nacional,por mucho que se enfatice la necesaria colaboración y coordinación con otras autoridades según lo dicho; algo que solo es posible declarando el estado de alarma. Por el contrario, con los poderes ordinarios la autoridad competente para la adopción de decisiones recaería principalmente en los Gobiernos autonómicos, quedando relegado el Gobierno nacional a una posición residual limitada a las competencias para coordinar servicios de las distintas Administraciones Públicas Sanitarias (art. 40.12 Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad).

En conclusión, el “Plan B” que sería recurrir a la legislación ordinaria y que las Comunidades Autónomas, coordinadas por el Gobierno de la Nación, aprobaran las medidas de desescalada no es adecuado constitucionalmente si tenemos en cuenta la intensidad de las restricciones de los derechos que todavía son necesarias y la conveniencia de que se mantenga un mando único para la adopción centralizada de las decisiones. Lo más correcto es mantener el estado de alarma. Eso sí, lo que tampoco es legítimo por parte del Gobierno es distorsionar la realidad mezclando churras con merinas. Los ERTE y otras medidas económicas para afrontar los efectos de la crisis no tienen por qué ir anudados a la declaración del estado de alarma. Podrían darse las unas sin el otro. Asimismo, si en su momento el Gobierno hubiera decretado el estado de excepción para la adopción de las medidas más intensas de confinamiento, que a juicio de algunos desbordaban el ámbito de las previsiones del estado de alarma –como estudiaba en el artículo antes señalado –aquí-, ahora se vería con más nitidez como las medidas menos restrictivas que se adoptan en la desescalada encajan perfectamente en las del estado de alarma: cómo hemos pasado de una prohibición de ejercer la libertad de circulación, con algunas excepciones, a un ejercicio sometido a severas condiciones, por poner un ejemplo. Por último, a nivel político, el Gobierno debería también replantearse la necesidad de reconstruir una mayoría política que sostenga el proyecto de reconstrucción del país, habida cuenta de los frágiles apoyos parlamentarios que le dieron la investidura y de la magnitud del reto que reclama una gran coalición. Aventuro, para ello, que el cauce constitucional tendría que ser la presentación de una cuestión de confianza ante el Congreso cuando las urgencias sanitarias nos permitan pensar en el futuro político, económico y social del país.