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La facultad del testador de delegar en un tercero la distribución de cantidades entre ciertas personas (art. 671 CC)

Decíamos en un anterior artículo: “los más de 400 artículos que el Código Civil dedica al derecho de sucesiones contienen multitud de instituciones y posibilidades, y algunas de ellas se encuentran muy olvidadas, cuando quizá podrían tener una utilidad práctica interesante”.

En ese artículo hablamos de la promesa de mejorar o no mejorar. Hoy vamos a hablar de la posibilidad legal que tiene el testador de delegar en otra persona la determinación de cómo distribuir cantidades entre ciertas personas. Es decir, que no sea el testador el que tome la decisión final, sino quien señale él para hacerlo.

Pero, ¿el testamento no era un acto personalísimo y por tanto indelegable? Pues sí, así lo proclama con toda solemnidad el artículo 670: “El testamento es un acto personalísimo: no podrá dejarse su formación, en todo ni en parte, al arbitrio de un tercero, ni hacerse por medio de comisario o mandatario. Tampoco podrá dejarse al arbitrio de un tercero la subsistencia del nombramiento de herederos o legatarios, ni la designación de las porciones en que hayan de suceder cuando sean instituidos nominalmente.”

Sin embargo, no es conveniente fiarse de este tipo de declaraciones tan tajantes del CC porque pueden tener excepciones, como pasaba con la promesa de mejorar o no mejorar respecto de la prohibición de pactos sucesorios y pasa con ésta. Así, en el siguiente artículo, el 671, ofrece una excepción a ese carácter personalísimo: podrá el testador encomendar a un tercero la distribución de las cantidades que deje en general a clases determinadas, como a los parientes, a los pobres o a los establecimientos de beneficencia, así como la elección de las personas o establecimientos a quienes aquéllas deban aplicarse.”

Es un precepto que apenas se utiliza en la práctica, pero que puede tener más interés del que parece, porque a pesar de su apariencia de referirse a pequeñas cantidades, casi simbólicas, lo cierto es que el artículo no pone límites cuantitativos, pueden ser cantidades muy importantes y relevantes en el conjunto de la herencia. Lo que exige es que se apliquen a “clases determinadas”, pero además una de ellas son los propios parientes, lo que ofrece muchas posibilidades, como veremos más adelante. La lista de clases que cita el art 671 no es númerus clausus, pueden ser cualesquiera: los alumnos de una escuela, los compañeros del despacho, los más necesitados del pueblo, etc. Adicionalmente, la doctrina entiende que no se trata solamente de dinero sino de otros bienes identificables, como colecciones de cuadros u otros objetos, o joyas.

Respecto del tercero a quien el testador encomienda esa tarea, cabe que nombre a cualquiera. La STS de 1 de diciembre de 1989 admite que se encargue a un albacea la distribución de cantidades que recompensen como mejor estimen a las personas que le sirvieron.

Como decíamos, dado que los parientes son una clase determinada, expresamente mencionada además en el propio artículo 671, las posibilidades que ofrece su aplicación son muchas más de las que parecen; en especial en estos tiempos en los que hay dobles o múltiples matrimonios, hijos de varias relaciones, y en ocasiones las relaciones entre padres e hijos –por razón de segundos matrimonios de aquéllos, o por otras causas- se deterioran, o pasan por periodos mejores o peores.

Todo ello, unido a que la expectativa de vida ha aumentado muy notablemente, con lo que las situaciones familiares pueden ser muy variadas a lo largo del tiempo.

Así, un padre, que se ha casado en segundas nupcias, puede legar a sus hijos cantidades, incluso cantidades importantes, y establecer que su cónyuge sea el que las distribuya como desee, en función de cuál ha sido su trato con el matrimonio. No deja de ser un modo de incitar a los hijos a tratar bien a su progenitor y su nueva pareja.

O por ejemplo una persona de edad, que vive en una residencia o está en su casa, que encomiende a un albacea que el dinero que posea se distribuya entre los familiares que le vayan a visitar y se interesen por ella. Hay que tener en cuenta que, quizá al final de su vida, esa persona ya no tenga de facultades mentales suficientes, pero necesite asistencia personal y también el cariño y el cuidado de sus familiares.

En estos casos indicados, el matiz consiste en que el premio del legado lo reciben quienes se porten bien con el testador, es una forma de incitarles a tener ese comportamiento. Obviamente, siempre han de respetarse las legítimas que pudieran corresponder.

Nombrar albacea para determinar el reparto será lo más adecuado en la mayoría de las ocasiones, puesto que el Código Civil lo regula en una serie de preceptos, lo que permite dar seguridad y solventar ciertas dudas que podrían plantearse. Así, el albacea puede tener ser particular, es decir, serlo para un encargo específico, como es este caso (894 y 902), tiene un plazo de actuación prefijado (904 a 906), es indelegable salvo autorización expresa del testador (909) y es gratuito salvo que el testador disponga otra cosa (908).

¿Por qué nos vemos obligados a renunciar a una herencia?

El sustancial y trágico aumento de fallecimientos fruto de la pandemia que estamos padeciendo ha provocado, como es lógico, la apertura de muchas sucesiones por causa de muerte. Los medios de comunicación se han hecho eco de un llamativo incremento de renuncias a las herencias, y en este post voy a reflexionar sobre las razones que nos pueden llevar a ello, desarrollando algunas de las ideas que ya se anunciaron aquí. Adelanto la conclusión y es que factores exógenos como el particular sistema sucesorio español y la tremenda presión fiscal nos llevan a renunciar a las herencias. Y sí, digo tremenda presión fiscal porque en Comunidades Autónomas que presumen de no gravar la sucesión mortis causa, realmente sí castigan y mucho al heredero, aunque con un impuesto municipal, tal y como explicaré a continuación.

  1. La “excesiva” responsabilidad del heredero.

El masivo endeudamiento privado que padecemos empresas y particulares se refleja también en el ámbito sucesorio. Con préstamos hipotecarios concedidos a 30 ó 40 años, salarios bajos que obligan a recurrir al crédito para todo, lo normal es que cuando uno se muere deje muchas deudas pendientes de pago. Vivo el deudor, el acreedor goza de su patrimonio como garantía para el cobro de sus créditos. Pero resulta que, si el deudor se muere y sus herederos aceptan de manera pura y simple, éstos responden con su patrimonio personal de las deudas del fallecido. Es la conocida como responsabilidad “ultra vires hereditatis”. El acreedor puede estar mejor con su deudor muerto que vivo cuando el heredero acepta de manera pura y simple: asombrosamente se amplía el patrimonio que puede ejecutar el acreedor pudiendo dirigirse contra el total patrimonio anterior del heredero, que pasa a responder de las deudas de otro sólo porque se ha muerto. Para que esto sucediera en vida del deudor, habría que haber celebrado un contrato de fianza, pero resulta que muerto el deudor se amplía sorprendentemente el ámbito de responsabilidad al heredero o herederos.

A mí esto siempre me ha parecido un exceso pues  el principio de responsabilidad patrimonial universal contemplado en el art. 1911 CC no debe verse alterado por la muerte del deudor. Aunque han existido teorías que han tratado de atemperar este efecto (la del beneficio de separación mantenida por Peña Bernaldo de Quirós), lo cierto es que, en la práctica, se renuncia a las herencias por el temor del heredero a verse afectado por las deudas del causante. De hecho, no hay que olvidar que no tenemos certeza de todas las deudas asumidas por el causante y algunas pueden surgir después de fallecido el deudor. Piénsese, por ejemplo, con la deuda de responsabilidad civil que emerja de una actividad dañosa del profesional fallecido o de las responsabilildades derivadas de fianzas que se ignora que prestó.

Para evitarlo, el heredero debe aceptar a beneficio de inventario. Este trámite actualmente es más sencillo y se hace ante notario, pero hay que hacerlo. Como se ha defendido con sólidos argumentos, yo creo que esto hay que cambiarlo y debe imponerse la responsabilidad limitada del heredero. Hay que entender que todo heredero responde de las deudas del fallecido con los bienes hereditarios y no con los propios del heredero. Me parece de sentido común y es coherente con el art. 1911 CC y es así, por cierto, lo que sucede cuando es llamado el Estado como heredero en la sucesión intestada. No se entiende por qué sigue vigente la responsabilidad ultra vires. Ello genera injusticias porque muchas veces los herederos aceptan de manera pura y simple “sin darse cuenta”. Basta ver los casos de aceptación tácita previstos en los arts. 999 y 1000 del Código Civil. Una torpeza en este sentido puede salir muy cara en incluso llevar al heredero a declararse en concurso. Adelanto ya que es posible declarar en concurso una herencia y que al hacerlo se entiende aceptada la herencia a beneficio de inventario (artículo 568.3 del Real Decreto Legislativo 1/2020, de 5 de mayo, por el que se aprueba el texto refundido de la Ley Concursal).

Pero no debe ser necesario recurrir a esto. El sistema debe simplificarse y evitar riesgos innecesarios. Se evitarían renuncias y situaciones injustas por indebida aceptación (normalmente tácita) de una herencia si el sistema cambiara a un régimen de responsabilidad limitada del heredero (intra vires). Las asimetrías de información de solvencia aconsejan este efecto ya que muchas veces no es fácil saber el nivel de endeudamiento de una persona.

  1. La “diabólica” plusvalía sucesoria

Además del impuesto autonómico de sucesiones y donaciones (especialmente  gravoso en comunidades autónomas como Aragón, Asturias, Castilla y Leon, Valencia o Cataluña), no hay que olvidar un impuesto municipal que puede provocar efectos severos en el caso de le la adquisición de un bien por causa de muerte.  Como es bien sabido, cuando se transmite un inmueble de naturaleza urbana es preceptivo abonar el impuesto sobre el incremento de valor de los terrenos, también denominado plusvalía municipal, regulado en los arts. 104 y siguientes del Texto Refundido de la Ley de Haciendas locales. Como su propio nombre indica, este impuesto grava el incremento de valor de un inmueble desde que se adquiere hasta que se transmite.

Pues bien, cuando se transmite el bien a título oneroso, el sujeto pasivo del impuesto es el transmitente. Por lo tanto, cuando vendemos un inmueble urbano, ya sabemos que parte del precio lo tenemos que dedicar al pago de la plusvalía. En este caso, no hay falta de liquidez porque el obligado al pago está enajenando a cambio de un precio.

Sin embargo, la cosa cambia cuando se trata de adquisiciones a título no lucrativo, como puede ser a título de herencia o donación. En este caso, el sujeto pasivo es el adquirente que recibe el inmueble, en nuestro caso el heredero. La base imponible del impuesto es el incremento de valor que haya experimentado el inmueble heredado o donado a lo largo de 20 años como máximo.

El cálculo de la base imponible ha sido declarado inconstitucional en la  sentencia del Tribunal Constitucional 59/2017  y en la de 31 de octubre de 2019 analizada aquí No me voy a detener en el análisis de este impuesto que ha dado lugar a numerosas resoluciones judiciales que han cuestionado su regulación. Lo que sí quiero denunciar en este post es la injusticia de este impuesto cuando se impone al heredero.

Efectivamente, como he adelantado, cuando se paga la plusvalía en transmisiones onerosas el vendedor tiene liquidez, pues recibe una contraprestación. Por el contrario, cuando se trata de transmisiones gratuitas esto no pasa, por lo que el heredero puede tener serias dificultades para poder abonar la plusvalía municipal e incluso tener que endeudarse para hacerlo.

Recientemente viví de cerca un caso en el que dos menores quedaron huérfanos y el único bien que tenían sus padres era la vivienda en la que residían en Madrid. La vivienda la tenían de toda la vida, por lo que tenían que tributar por un inmueble que había sido adquirido por los padres hacía más de 20 años. Los padres solo tenían el inmueble y escaso efectivo en cuentas corrientes. La cantidad a pagar por la plusvalía de un piso pequeño en el centro de Madrid era de ¡11.000 euros! Que unos hijos se queden huérfanos y haya que pagar al Ayuntamiento de Madrid esa cantidad de dinero me parece un despropósito. De nada vale que la Comunidad Autónoma niegue que hay impuesto de sucesiones en Madrid si luego se paga semejante barbaridad por plusvalía municipal. No niego que haya que pagar, pero creo que cuando se trata de adquisición a título de herencia, lo razonable sería que los herederos la pagaran cuando transmiten el bien adquirido, aunque se tenga en cuenta el plazo desde la adquisición de sus padres y no de la herencia. No tiene sentido que haya que endeudarse para pagar impuestos.

En definitiva, las deudas de la herencia y las que nos generan las administraciones públicas constituyen dos razones poderosas para renunciar a las herencias. Si no hay nada que heredar es claro que es mejor renunciar para evitar sustos, pero es criticable que la presión fiscal y la falta de liquidez obliguen a ello. En el caso de la herencia entre colaterales (hermanos y sobrinos), es fácil que la cantidad a pagar se acerque o supere el 50% del valor de la herencia, lo que plantea no solo el carácter confiscatorio del impuesto sino su naturaleza  discriminatoria, al  prescindir del criterio de capacidad económica que según nuestra Constitución debe regir el sistema tributario.

Discriminación fiscal sucesoria

La Ley del impuesto sobre sucesiones de España establece un trato diferenciado por razón de parentesco. Sin que se le ocurra al legislador otro argumento que la tradición. Resulta sorprendente que se utilice la tradición para eludir los principios de capacidad económica y de igualdad, que son los que deben presidir los tributos.

Esta llamada o apoyo en la tradición -en realidad inercia legislativa – trae causa de otra, procedente del Código Civil. En este cuerpo legal se acoge un privilegio del que gozan determinados parientes de la persona que fallece. Se trata del sistema legitimario, en base al cual la ley reserva en favor de descendientes y ascendientes una parte importante de la herencia.

 La limitación legitimaria sumada a la agravación fiscal por lejanía parental hace hoy prácticamente inviable no ya la generosidad sino también la equidad. El legislador fiscal al agravar la carga impositiva por lejanía parental, también de modo inercial, en complicidad con el legislador civil, que favorece, también “por tradición”, a un determinado grupo de parientes, además de limitar gravemente la libertad para ordenar la sucesión se desvía de la justicia tributaria, cuya base debiera ser la capacidad económica, al margen del parentesco.

En el sistema actual un descendiente, aunque no tenga relación afectiva con el causante de la sucesión o aunque su situación económica sea boyante e incluso más consistente que la de su progenitor, tiene “por tradición” un tratamiento civil y fiscal privilegiado. En cambio, en el caso de dos hermanos, aunque vivan juntos y tengan una relación de proximidad y convivencia más intensa, la cuantía del impuesto que grava su herencia se distancia de modo exorbitante de la de un descendiente o ascendiente. Esta agravación fiscal resulta intolerable desde el punto de vista de la equidad. Más, si tenemos en cuenta que los hermanos, por impedimento legal de parentesco, no pueden acudir a la unión de hecho, que les permitiría acogerse a la norma que los asimila al cónyuge a efectos fiscales; que los extraños sí podrían utilizar.

Los efectos del trato desigual y la inequidad resultan evidentes también cuando la sucesión se refiere a personas sin parentesco entre sí unidos por vínculos de ayuda mutua, para los que la herencia pudiera ser una manera de compensar su dedicación y atención recíprocas, impagables realmente en bienes materiales. En Cataluña, el legislador, más sensible en este caso, concede un trato fiscal equivalente al de los descendientes a las personas que hayan convivido en ayuda mutua por un tiempo mínimo de dos años. 

El legislador estatal ha mitigado la desigualdad en el caso de sucesión en determinados bienes, como la empresa individual, negocio profesional o participaciones en cierto tipo de entidades, al establecer un trato más benigno a sucesores descendientes o adoptados, a los que equipara ascendientes, adoptantes y colaterales hasta el tercer grado, en defecto de descendientes o adoptados.

Por su parte, las CCAA han ampliado las reducciones y bonificaciones de modo significativo, no sólo respecto a las cuantías sino en relación con las personas beneficiarias, en especial si se trata de bienes que integran una empresa o un negocio profesional o actividad agraria. Concretamente algunas, en estos casos, amplían las mejoras a parientes por afinidad, a colaterales hasta el tercer grado, e incluso a personas sin parentesco, aunque ligadas a la empresa por una relación laboral o de gestión o dirección.

Además, el legislador de algunas CCAA, más sensible a la equidad, quizás previendo que el impuesto sobre sucesiones grava doblemente un patrimonio ya depurado fiscalmente, y también sus consecuencias dañosas para la propiedad, que es el soporte material de la libertad en una sociedad avanzada, ha incrementado la bonificación al grupo formado por cónyuge, descendientes y ascendientes, de tal modo, que quedan prácticamente exonerados. Sin embargo, esta mejora, como la denomina el legislador de manera significativa, reveladora, al aplicarse solo a tal grupo de parientes, hace más ostentosa la diferencia de trato con el resto de sucesores.  Tratamiento que se desvía no sólo del principio de igualdad sino también del de generalidad, desde el cual no se entiende que un grupo amplio de personas, cuando el hecho imponible es el mismo, quede prácticamente exento solo por tener un estrecho parentesco.

La legislación civil y la fiscal unidas en complicidad inequitativa dificultan o hacen prácticamente inviable que una persona pueda ordenar su sucesión al margen del parentesco. Limitando de este modo la libertad para disponer de los bienes. Discriminando por circunstancias personales o familiares. Obviando el principio de capacidad económica, clave de una tributación justa.

Por otra parte, la regulación actual, tan diversa y con diferencias llamativas de tributación entre las Comunidades Autónomas, provoca una desigualdad de trato no sólo por razón de parentesco sino de residencia. Que afecta también de modo grave al principio de igualdad. Por mucho que se pretenda razonar, como lo hace el Tribunal Constitucional, considerando que la igualdad no excluye la diversidad, fruto necesario y legítimo de la autonomía; pues la desproporción que se produce es de tal envergadura que invalida tal razonamiento.

El principio de igualdad exige un sistema tributario que evite diferencias significativas que impliquen discriminación por razón de residencia o den lugar a conductas irregulares, como el cambio ficticio o forzado de domicilio. Efectos que un legislador prudente y justo debe evitar. Tomando ejemplo de aquellas CCAA que ya han dado un paso adelante en su acercamiento a la justicia, mediante la práctica supresión del impuesto sobre sucesiones. Siquiera mantienen todavía la desigualdad por parentesco, que se convierte en un medio o subterfugio para aliviar la carga fiscal inequitativa, ya que en la práctica totalidad de las herencias los sucesores son descendientes, que a su vez son los beneficiarios de tal sistema.

Por otra parte, las altas reducciones, que se ofrecen como mejoras, cuando se trata de bienes cuya utilidad quedaría mermada o destruida si se aplicaran los principios que anuncia la ley estatal en su exposición de motivos, ponen de relieve contradicción e hipocresía legislativas. En efecto, la regulación que se pretende basada en la redistribución de la riqueza y en la progresividad se rectifica seguidamente, ante la evidencia de su carácter destructivo, a través de un sistema complejo y sinuoso de reducciones en la base mezcladas con bonificaciones en la cuota, a sabiendas de que normalmente los sucesores son descendientes; y, por lo tanto, la redistribución y progresividad quedan suspendidas de la mente ideológica del legislador.

Desde otro punto de vista, es preciso hacer constar que, cuando el objeto de la herencia es una empresa o negocio, tales reducciones y bonificaciones revelan con más claridad hasta qué punto el impuesto sobre sucesiones afecta negativamente de modo principal, no al pretendido adquirente a título gratuito, sino a la herencia, al patrimonio dejado por el causante. Pues con tal método se trata de evitar su desintegración y de facilitar que continúe la actividad económica que le da vida, ya que los efectos perjudiciales del impuesto se hacen más patentes y se agravan cuando afectan a patrimonios más frágiles ante una sobrecarga sobrevenida, como es el impuesto sobre la sucesión. 

El legislador debería conocer la esencia y fundamento del fenómeno sucesorio, cuya finalidad es dar continuidad a la obra económica, familiar o social del causante, la cual se materializa en el patrimonio relicto, la herencia, que es el objeto de la sucesión, y que ha de ser respetada por el Estado. Los Poderes Públicos deben facilitar que dicho patrimonio, lícitamente obtenido por el causante, que ya ha sido depurado y reducido impositivamente, llegue en cualquier caso al sucesor sin ser diezmado o inutilizado. Respetando la auténtica función social de la propiedad y de la herencia, que no consiste en su redistribución, sino en servir de pilares al progreso y a la creatividad y, consiguientemente, al mayor desarrollo personal y social.

 Por eso merecen reconocimiento las Comunidades Autónomas que, a través de los medios competenciales de los que disponen, han ido acercándose a un sistema impositivo más equilibrado, hasta llegar a un gravamen mínimo o simbólico, que, aunque defectuoso en relación con la igualdad por parentesco, se acerca en la práctica a la eliminación del impuesto sobre sucesiones.

Solución, que, aplicada con generalidad a todos los sucesores, es la más congruente con la esencia de la herencia, que implica la libertad de ordenar la sucesión del patrimonio, ínsita y consustancial al derecho de propiedad. Solución que, no sólo por ello sino también porque evita la confiscación, es la que más se acerca a la justici

 

Artículo publicado por el autor en el periódico El Mundo, el 4 de febrero de 2021