Consecuencias tributarias de la propuesta de singularidad fiscal para Cataluña
En víspera de las vacaciones estivales, España volvió a removerse con las noticias sobre la propuesta de modelo de financiación singular para Cataluña.
Esta propuesta, según señalan sus defensores, busca impulsar un sistema de financiación singular que avance hacia la plena soberanía fiscal, basada en una relación bilateral entre el Estado y la Comunidad de Cataluña, y pretende la gestión, a todos los niveles, de todos los impuestos recaudados en esta región, incluidas las competencias normativas y de gestión, inspección y recaudación, con el objetivo de dotar a las instituciones catalanas de los recursos necesarios para hacer frente a las necesidades de los ocho millones de habitantes de Cataluña.
Desde el colectivo de Inspectores de Hacienda del Estado nos hemos pronunciado varias veces sobre esta cuestión, que nos atañe de lleno, dado que ejercemos la función de aplicación del sistema tributario y de lucha contra el fraude en el ámbito nacional, al que pertenece esta región de España.
Lo primero que hemos denunciado incansablemente es que esta propuesta es inconstitucional, por cuanto viene a vulnerar los principios más básicos del sistema de financiación establecidos en nuestra norma fundamental. El Estado tiene unas competencias tributarias que le son originarias y las Comunidades autónomas ostentan, en la medida en que la Constitución se lo permite, competencias tributarias que tienen, dentro de los límites constitucionales, un cierto margen de maniobra. En este contexto existe una peculiaridad histórica, reconocida por nuestro Texto fundamental, en su Disposición Adicional Primera, que recoge la singularidad de los territorios forales de País Vasco y Navarra, por lo que el sistema de financiación está conformado por bloques: uno, el de los territorios forales y otro, el del resto de las comunidades autónomas que llamamos de régimen común.
Si nos centramos en este régimen común, el desarrollo de los preceptos constitucionales viene recogido en la Ley Orgánica de Financiación de las comunidades autónomas (Ley orgánica 8/80), en la Ley de financiación de comunidades autónomas de régimen común y ciudades con estatuto de autonomía (Ley 22/2009), y, además, en la ley respectiva de cesión de tributos a la comunidad de Cataluña (Ley 16/2010) y en el estatuto de Cataluña (Ley orgánica 6/2006), en lo que respecta a este territorio.
Puesto que en todo ordenamiento jurídico tiene que haber una jerarquía, en este caso no es posible que la Ley orgánica, que nace desde la previsión contenida en la Constitución, pueda contravenir lo establecido en la norma fundamental, por cuanto estaría incumpliendo esta jerarquía y, por tanto, sería inconstitucional.
El reconocimiento de una singularidad fiscal para cualquier territorio que no sea de ámbito foral rompe las reglas del Estado de Derecho y de la jerarquía normativa y permitiría, en caso de llevarse a cabo, modificar una norma estatal sin contar con la base que le da sustento, que es la Constitución.
Dejando a un lado el atropello que supone en democracia el hecho de saltarse porque sí el marco legal, desde el punto de vista tributario, las consecuencias que derivarían de la puesta en marcha de esta propuesta conllevarían la ruptura de la unidad de acción actual de la Agencia tributaria, que desarrolla funciones esenciales para la aplicación de los tributos:
En primer lugar, teniendo en cuenta que uno de los objetivos de esta institución es que los contribuyentes cumplan voluntariamente con sus obligaciones fiscales, la Agencia ofrece servicios de información y asistencia que cada día ayudan a que este cumplimiento sea más fácil y contenga el menor número de errores posible. Este objetivo parte de la idea, fundamental en un Estado social, de considerar al ciudadano como el epicentro de todos estos servicios (así nos lo recuerda el último Plan Estratégico de la AEAT 2024-2027 que habla de la importancia de la «centralidad» del ciudadano).
En segundo lugar, la lucha contra el fraude es otra de las funciones que tiene encomendada la Agencia Tributaria y para ello, desde su creación hasta la fecha, se han ido creando diversos órganos dentro de la misma con el claro objetivo de que esa lucha sea lo más eficaz y eficiente posible: desde la Oficina Nacional de lucha contra el fraude, creada en 1998, hasta la Delegación Central de grandes contribuyentes (2005), la oficina nacional de fiscalidad internacional (2013) o la Unidad central de control de grandes patrimonios (2018) son una muestra clara de que el objetivo de que esta lucha obtenga los mejores resultados, con el menor esfuerzo y un uso eficiente de los recursos públicos, es una prioridad para nuestra Administración.
Además de todo lo anterior, precisamente por el prestigio y por los recursos que tiene la Agencia Tributaria que derivan en una actuación más que eficaz, en los últimos años se ha encargado a la misma otro tipo de funciones que van más allá del plano estrictamente tributario y han permitido que ésta actúe como eje vertebrador de diversas políticas sociales a nivel nacional, como, por ejemplo, las ayudas a las madres trabajadoras o el ingreso mínimo vital.
Para desarrollar sus funciones la Agencia Tributaria cuenta con dos activos imprescindibles, que son, por una parte, su personal, altamente especializado, elegido objetivamente en base a unos procedimientos selectivos de una elevada exigencia, y con competencias en todo el territorio nacional, siguiendo la adscripción correspondiente de las distintas comunidad autónomas en la que se encuentran las delegaciones especiales; y, por otra parte, el sistema de información y base de datos tributario que es único para toda la Agencia Tributaria y que se nutre a diario de la información proporcionada por los propios contribuyentes o derivada de las actuaciones que realiza la Agencia tributaria.
Como consecuencia de todo lo anterior, progresar en todas estas funciones implicaría avanzar precisamente en la unidad de acción con la que actúa la Agencia Tributaria que, además, está colaborando ya, dentro de la globalización en la que el Mundo está inmersa, en diversas actuaciones coordinadas de control tributario a nivel internacional. De momento, no es posible hablar de una Agencia Tributaria única para Europa, pero lo que está claro es que vamos por ese camino, en una muestra evidente de que trabajar juntos y unidos siempre será mejor que hacerlo de manera aislada e independiente.
Por el contrario, romper todo lo anterior supondría un retroceso y un incumplimiento del mandato constitucional de actuación eficiente y eficaz de la Administración pública. Sin duda alguna, apostar por la singularidad fiscal es apostar por la desaparición del actual Estado social, donde los más vulnerables serían los primeros afectados: las devoluciones de renta o los pagos por el ingreso mínimo vital podrían verse seriamente retrasados, la lucha contra el fraude fiscal quedaría gravemente dificultada, por razones obvias, al tener que trabajar y resolver entre varias administraciones lo que ahora se lleva a cabo desde una sola administración, situación que sería aprovechada por quienes tienen más recursos para defraudar.
Por lo tanto, cualquier obstáculo que se ponga a la unidad de acción que tenemos actualmente, y un fraccionamiento siempre lo es, va en contra del más puro sentido común y sólo puede conllevar consecuencias devastadoras para casi todos menos para quienes, en clave política y a costa de cualquier precio, buscan el interés personal por encima del general.
Inspectora de Hacienda del Estado desde 2006. Delegada de Formación de la Escuela de Hacienda Pública del Instituto de Estudios Fiscales de Madrid, profesora de diversas materias tributarias y Coordinadora de la Red de Antiguos Alumnos de la Maestría Internacional de Administración Tributaria y Hacienda Pública.