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El impuesto de sucesiones ¿en la picota?

El próximo martes 24 la Fundación Hay Derecho convoca a un acto para debatir sobre el impuesto de sucesiones, que moderará un servidor y cuya convocatoria pueden ver aquí.

Nos ha parecido importante tratar este tema a la vista que desde hace algún tiempo existen importantes movilizaciones populares en contra del mismo (ver aquí y aquí), quizá alentadas por la especial dureza que este impuesto supone en tiempos de crisis (y fuera de ella) agravado porque de no haber efectivo en la herencia puede encontrarse el heredero en la tesitura de tener que vender bienes o pedir un crédito para pagar el impuesto en los seis meses de plazo. Y precisamente en un momento en el que, tras la muerte, quizá, de un progenitor, no está uno en las mejores condiciones. Es un impuesto en el que se aúnan una cierta sensación de expolio con un mal momento personal, en la mayoría de los casos.

Y probablemente esa sensación se acrecienta por el sentimiento de agravio comparativo que late en el hecho de que en algunas Comunidades Autónomas el impuesto sea irrelevante y en otras opresivo, debido a que al ser un impuesto cedido, cada región tiene la opción, si no de suprimirlo, sí de establecer exenciones hasta el punto de dejarlo prácticamente inoperante, como ocurre en Madrid, que tiene una bonificación del 99 por ciento. Al punto de que, por ejemplo, una sucesión de 800.000 euros supondría 1568 euros en Madrid, mientras que hasta hace poco en Andalucía podría representar 164.049 euros (ver aquí)

También las declaraciones de líderes políticos han contribuido a ella. Ciudadanos, por ejemplo, no ha mantenido una postura demasiado clara, pasando de abogar por la armonización entre las diversas Comunidades a pedir su supresión (aquí), defendiendo finalmente en Andalucía una importante reducción, al establecer mínimos exentos de hasta un millón de euros que dejarán a gran parte de la población fuera de la tributación.

Y es que, de alguna manera, la posición que se tenga frente a este impuesto tiene también un cierto componente ideológico, de actitud ante la vida. En la Fundación Hay Derecho, como es nuestra divisa, queremos debatir sobre el tema sin obviar la cuestión ideológica pero limitando su campo de actuación al poner el foco en los datos y en los hechos. Nos parece que en este tema hay varios puntos que han de ser debatidos, que voy a resaltar con algunos enlaces para que vayan ustedes preparados para el debate del martes:

Por un lado, el de su justicia o injusticia tributaria. Victorio Magariños, que participará en el debate, ha mantenido que este impuesto diezma el patrimonio hereditario, por el que el causante ya ha contribuido mediante otros impuestos, denuncia la progresividad y la diferencia entre descendientes, ascendientes y colaterales, y aboga por soluciones como las de Madrid (ver aquí y que reprodujimos en el blog). Otros, como la revista Libre Mercado, directamente lo tildan de injusto, innecesario y, sobre todo, inmoral

Pero no es este el único aspecto que interesa examinar. Por supuesto, relacionar la tributación con la justicia es un cierto voluntarismo dado que a nadie le gusta que le quiten dinero, y cualquier modalidad que se use acaba perjudicando a alguien. Quizá el mejor modo de relacionarlo con la justicia es ver el efecto que tal impuesto produce  en la sociedad. En este sentido, los investigadores relacionan este impuesto con la idea de reducción de la desigualdad y con la meritocracia. De hecho, pensadores como Branko Milanovic dice que es incompatible defender una sociedad meritocrática y estar en contra del impuesto de sucesiones. El impuesto de sucesiones tendría, así, una relación con el liberalismo progresista que pone énfasis en la igualdad de oportunidades y, lógicamente, una importante herencia que se recibe sin conexión alguna con tus méritos lo único que hace es perpetuar y acrecentar las desigualdades injustas, máxime cuando, conforme a la Ley de Engel las personas con mayores patrimonios ahorran más e invierten más, produciéndose un indeseado efecto multiplicador, dice aquí Lidia Brun en Agenda Pública.

Por supuesto, hay un aspecto no menos importante, que es el de la política fiscal concreta. Aunque teóricamente pueda paliar la desigualdad, de nada servirá más que para machacar a los contribuyentes si el peso de este impuesto es ínfimo o está mal planteado técnicamente. A tales efectos habría que plantearse si existen datos suficientes para realizar una evaluación clara del comportamiento del impuesto. Miguel Artola señala en este artículo que no es exagerado afirmar que el ISD es el impuesto directo más desconocido del sistema fiscal español, pues la Administración no publica datos útiles desde 1858. No obstante, todo invita a pensar –dice- que a partir de 1958 el número de adultos que dejaba una herencia creció de manera considerable; y también que la concentración de la riqueza descendió durante ese periodo, reduciéndose la desigualdad.

Además, parece claro que esta cuestión se relaciona también directamente con la financiación de las Comunidades Autónomas, la existencia de cierta carrera entre ellas hasta el punto de hablarse de un dumping fiscal y una falta de claridad en las responsabilidades fiscales que permite a las Comunidades Autónomas jugar con estas rebajas políticamente para luego quejarse ante el Ministerio de Hacienda pidiendo compensaciones por la recaudación perdida, cosa que no es difícil que ocurra cuando se desconectan las responsabilidades por las decisiones de las consecuencias económicas por los actos. De hecho, la Comisión de Expertos para la Financiación Autonómica advirtió que no debería suprimirse este impuesto, que tiene una capacidad recaudatoria no desdeñable (en torno a los 2.200 millones de euros en 2014) aunque sea necesario pactar un mínimo de tributación y eliminar los problemas técnicos de su descentralización (véase aquí el informe, particularmente su página 57, 63 del PDF).

Algunos autores, como Clara Martínez-Toledano en Nada es Gratis, entienden que, como todo impuesto,  implica un “trade-off” (solución de compromiso) entre eficiencia y equidad y aboga por medidas concretas que equilibren la situación.

En fin, como pueden ver, hay mucho de que hablar. ¡Les esperamos el martes!

 

Impuesto de sucesiones. Conflicto entre comunidades. Reproducción de artículo en EM de Victorio Magariños

Con ocasión del informe elaborado por el Comité de Expertos para la revisión del Modelo de Financiación Autonómica se ha originado un revuelo en varias Comunidades Autónomas.

La Presidenta de Andalucía acusa a la de Madrid de practicar competencia desleal fiscal al regular a la baja, entre otros, el impuesto sobre sucesiones. Sorprende esta terminología, propia del mundo del comercio. Es razonable la réplica de la madrileña al señalar que la Comunidad andaluza tiene igualmente cedido dicho impuesto, y, por tanto, competencia para reducir la carga fiscal; por lo que se trata de un problema técnico y de gestión eficaz. Sin embargo, este argumento es insuficiente. Habrá que explicar cuál se aproxima más a los criterios de justicia tributaria, que son los que deberían presidir la regulación del impuesto.

El legislador regula el impuesto sobre sucesiones partiendo de una doble consideración. Que se trata de un tributo complementario del impuesto sobre la renta, y le aplica una progresividad equivalente. Y que grava una adquisición gratuita autónoma, sin tener en cuenta su especialidad, al ignorar  la naturaleza  y finalidad de la herencia.

Pero la herencia es más compleja que una renta del heredero. Por otra parte, la adquisición del patrimonio hereditario trae causa de la ineludible transmisión por muerte de su titular; y, a pesar de ello el legislador pone el acento en la adquisición gratuita e ignora la esencia de la transmisión sucesoria, que atiende a la pervivencia del proyecto vital del transmitente.

Con su criterio el legislador diezma el patrimonio hereditario, después de que éste haya contribuido al sostenimiento del gasto público, es decir, después de haber soportado todos los impuestos con los que cumulativamente ha sido gravado, a medida que se ha ido generando. Desde el directo y progresivo sobre la renta, incluida la renta ficticia de bienes no afectos a una actividad económica y las “ganancias” teóricas de una transmisión, hasta el IBI, y los derivados de cualquier movimiento patrimonial, como el ITP o el IVA.

La finalidad de la sucesión es asegurar la continuidad del plan económico del causante a través de la transmisión de su patrimonio. Sin embargo, los Poderes públicos, por medio del Impuesto sobre Sucesiones, se interponen exigiendo  una detracción que provoca, no pocas veces, en la economía del sucesor tal desequilibrio, que le obliga a la venta de parte de los bienes propios o heredados, o a la renuncia de la herencia; impidiendo o dificultando gravemente que la sucesión cumpla su finalidad. De ahí que el propio legislador haya reaccionado estableciendo reducciones cuando el bien transmitido es una empresa individual, negocio profesional o participaciones en sociedades familiares, o una vivienda habitual.

Por otra parte, la configuración legal del impuesto da lugar a un efecto perverso, que es la multiplicación de la progresividad, pues ésta se aplica no sobre una renta sino sobre un patrimonio ya depurado fiscalmente, es decir, filtrado y reducido sustancialmente por todos los impuestos exigidos para su creación. Progresividad agravada por doble vía. La que resulta de sumar a la cuantía de la herencia la del patrimonio del adquirente para calcular el tipo, mezclando, de modo predatorio, los dos patrimonios, el de la herencia y el del sucesor. Y la derivada del aumento del tipo en función del grado de parentesco. Al resultado se añade otra disminución, la procedente del Impuesto Municipal de Incremento del Valor de los Terrenos de Naturaleza Urbana.

Se produce así una detracción de tal calibre a favor de las Administraciones Públicas que, en algunos casos, puede superar el ochenta por ciento del valor de la herencia. Resultado claramente confiscatorio. Consciente de ello, el legislador de algunas Comunidades Autónomas ha ido añadiendo reducciones, con el muy revelador calificativo, en ocasiones, de mejora autonómica.

A favor del Impuesto sobre Sucesiones se alega que cumple la función de contribuir a la redistribución de la riqueza. Se plantea, de este modo, el problema de si el Estado puede “redistribuir” por vía impositiva la renta ya consolidada, filtrada y reducida. Es decir, si puede quedarse con parte del patrimonio hereditario, como si fuera un heredero más. El artículo 40 de la Constitución dice que los Poderes públicos promoverán las condiciones favorables para una “distribución” de la renta personal más equitativa en un marco de estabilidad económica. Que es bien distinto a redistribuir un patrimonio ya consolidado. Los a. 33 y 38 de la Constitución perfilan un sistema basado en el respeto a la propiedad, a la herencia y a la libertad de empresa, necesario para el libre desarrollo de la personalidad.

Una norma que rompa tal equilibrio mediante una detracción que destruya el patrimonio hereditario ya menguado por los tributos que ha soportado su creación, afectaría de modo grave al sistema amparado por los citados artículos de la Constitución.

Por otra parte, el principio de igualdad exige eliminar la discriminación por parentesco, ya que no existe razón para mantener de forma inercial la agravación de la carga impositiva en función de la lejanía parental. Únicamente tendría sentido favorecer la trasmisión que cumpla una función social, cual es facilitar, hasta la cuantía necesaria, el cumplimiento de obligaciones de ayuda a allegados menores o discapacitados. El principio de igualdad exige, además, una regulación que evite diferencias significativas de tributación que impliquen discriminación por razón de residencia o den lugar a conductas irregulares, como el cambio ficticio de domicilio. Efectos que un legislador prudente y justo debe evitar.

Se aproximará más a la justicia una regulación del Impuesto sobre Sucesiones que tenga en cuenta la verdadera naturaleza de la herencia. Que evite la desintegración del patrimonio, ya reducido con la contribución sucesiva y continua durante su formación. Que no impida que la sucesión cumpla su finalidad de estimular el esfuerzo y la creatividad, ni la continuidad de la actividad desarrollada por el transmitente. Que no infrinja principios básicos como el de seguridad jurídica y el de igualdad. Que respete la libertad de disposición del causante, contenido esencial de los derechos de propiedad y herencia, claves de la libertad, y necesarios para el desarrollo personal y profesional.

Basta con seguir la pauta iniciada por las Comunidades Autónomas más sensibles, como la de Madrid, y recientemente la de Extremadura, que han establecido una tributación mínima, bonificando el noventa y nueve por ciento, que supone la práctica supresión de dicho impuesto; más congruente con los principios de justicia antes referidos.

Autonomía tributaria: impuestos tengas y los cobres

 

Comienzan a sonar tambores de guerra a cuenta de las “próximas” leyes de financiación, autonómica y local. Los diferentes representantes políticos de regiones y municipios empiezan a copar los medios para recordarnos lo injusto para con ellos del actual sistema, elevan poco a poco el tono de sus exigencias, y comienzan a predicar sus líneas rojas de cara a la negociación. En este sentido, si cada vez que concluye uno de estos procesos de reforma hiciéramos una comparativa con el anterior, descubriremos la repetición de un patrón muy similar tanto por los actores como por la trama. Por lo demás, y no será la primera vez, seguramente seremos espectadores de cómo la enésima reforma de la financiación autonómica desplazará al cajón de proyectos perdidos la modificación de la financiación local, maltrecha tras los últimos pronunciamientos jurisprudenciales y demanda sempiterna de la política local.

De cara a estos procesos es bueno acudir al origen para avivar algunas reflexiones desde el ámbito local. De entrada, nadie cuestiona las bondades de la autonomía fiscal que reconoció la Constitución de 1978 a las entonces recién creadas Comunidades Autónomas y a las ya existentes entidades locales, especialmente a los Municipios. O si. Las cesiones del Estado en materia de tributación no sólo otorgan capacidad de decisión sobre la articulación de determinados tributos sino que también implican corresponsabilidad en cuestiones como su gestión y su recaudación. Aquí comenzaron los problemas, las unas -las Autonomías- porque en un exceso de celo territorial priorizaron la creación y el contenido de su propia hacienda frente a la coordinación y la planificación con el resto y, sobretodo, con la hacienda estatal; los otros -los municipios- porque en su gran mayoría nunca tienen capacidad efectiva para afrontar esta autonomía y, tal como es recibida, la tienen que delegar en otras administraciones. Por debajo de todo siempre el colchón del Estado, como garantía ante la insuficiencia financiera y, sobretodo, para cubrir los “errores” y excesos en el gasto.

El asunto de la financiación, autonómica y local, demanda cíclicamente su reforma porque, en el fondo y como principal motivo, continua sin cerrarse definitivamente el techo competencial para estas administraciones. Es cierto que, a cuenta de la crisis, la Ley de Racionalización y Sostenibilidad de 2013 intentó poner orden en el ámbito local, pero su aplicación ofrece un balance mediocre en el cumplimiento de los objetivos, y un mecanismo tan interesante como la garantía de financiación ha sido declarado inconstitucional por mero defecto de forma. Por la parte de las Comunidades autónomas, nadie se atreve a poner el cascabel ni tan siquiera a cuenta de la crisis; ahora hablan de reformar la Constitución ¿revisarán o cerrarán el listado de competencias? Lo dudamos. Con todo, si no se aclaran las atribuciones, difícilmente se podrá calcular el importe del gasto que estas conllevan. A día de hoy, esta penumbra constituye el principal argumento para eludir la corresponsabilidad propia y, a la vez, exigir un incremento de los recursos al amparo de la autonomía fiscal. Modestamente consideramos que, en su conjunto, estas demandas adolecen de planificación, de serenidad en el debate, y de negro sobre blanco en las cifras; por el contrario, aventajan en demagogia e improvisación, y falta cualquier tipo de autocrítica sobre cómo avanzar en materia de corresponsabilidad. En definitiva, el disco de la financiación se repite en la cara A una y otra vez, pero la cara B sigue sin escucharse.

Cabe añadir que algunos entienden por autonomía hacer la guerra por cuenta propia, pero lamentablemente esta guerra es sufrida por la ciudadanía. Pongamos el ejemplo del Impuesto de Sucesiones. Más allá de algún artículo de opinión en revistas especializadas, las verdaderas discrepancias y el debate encendido en la esfera pública apareció tras la decisión de la Comunidad de Madrid de rebajar el tipo impositivo a irrisorio, previo intentar suprimirlo y no poder (cuestión aparte las Comunidades Forales). Levantada la veda vinieron otras, cada una con su propio criterio, y así nos encontramos con un impuesto vivo pero descalabrado y que nos afecta o no según el lugar donde residimos de manera totalmente arbitraria. Más allá de la justa discusión sobre la idoneidad de este impuesto, lo que está claro es que su heterogénea reglamentación es una afrenta al principio de igualdad tributaria.

Al debate anterior se suman varios pronunciamientos del Constitucional que han mermado una de las principales fuentes de ingresos de los municipios; nos referimos al impuesto sobre el incremento del valor de los terrenos de naturaleza urbana, conocido como plusvalía municipal. Remitiéndonos a los acertados artículos publicados aquí al respecto, centramos ahora nuestra atención sobre las consecuencias negativas en la gestión tributaria post sentencia, observando un caos de recursos, suspensiones y resoluciones contradictorias que intentan aplicar la cercenada norma de las haciendas locales; desconcierto importante si tenemos en cuenta que en España hay más de 8000 municipios. Una vez más, es el administrado quien sufre desigual trato en materia tributaria según el lugar donde le toque tributar.

Estos son sólo dos ejemplos recientes de cuestiones concretas que debieran ser abordadas en las reformas financieras que se plantean, y que disputan el alcance de la autonomía fiscal. Estos casos evidencian los problemas de fondo a los que ya nos hemos referido, dificultades para la gestión y para exigir corresponsabilidad pero, sobre todo, una autonomía financiera de los entes territoriales, de cara a la ciudadanía, convertida en desigualdad tributaria e inseguridad jurídica.

El traslado internacional de domicilio y la Sentencia Polbud: ¿Será Amsterdam o Dublín el nuevo Delaware?

La reciente sentencia del TJUE (caso Polbud) no se puede considerar rompedora pues confirma la tendencia de ampliar la libertad de establecimiento de las sociedades, pero tiene el potencial para afectar de manera profunda al derecho de sociedades en Europa.

Hay que partir que la idea de que el traslado internacional del domicilio o transformación transfronteriza supone, además de un cambio en el domicilio de la sociedad, la modificación de su nacionalidad, y en consecuencia de su ley reguladora y de su tipo social. El TJUE ya había reconocido anteriormente la posibilidad de realizar esta operación dentro de la UE aún en el caso de que no estuviera regulada en ninguno de los países afectados (casos Cartesio y Vale ).También había dado ciertas indicaciones sobre como realizar la operación a falta esas normas nacionales, señalando que se debían aplicar sucesivamente las normas del Estado de origen y de destino sobre transformación y constitución de sociedades. Aunque permitía que los Estados miembros sometieran la operación a requisitos especiales para defender los intereses de minoritarios, acreedores y trabajadores de la sociedad, exigía que fueran adecuados para conseguir ese fin y proporcionados (el conocido “Gebhard test” por el caso del mismo nombre). En algunos ordenamientos como el nuestro (arts 95 y ss Ley de Modificaciones Estructurales) la operación estaba regulada expresamente, pero aún cuando no lo estaba esta jurisprudencia permitía su realización de estas operaciones. No obstante, la necesidad de integrar las normas de la transformación interna con la doctrina de las sentencias planteaba incertidumbres y problemas prácticos en la coordinación entre los dos sistemas jurídicos, por lo que la doctrina y la Comisión recomendaban la adopción de un directiva para dar mayor seguridad y facilitar estas operaciones.

La novedad del caso Polbud respecto de los antes citados es que la sociedad polaca traslada su domicilio a Luxemburgo sin cambiar su sede real, es decir su centro de dirección efectiva. El TJUE considera que Polonia no puede oponerse al traslado porque no se cumpla en este caso el principio de coincidencia de domicilio social y de sede real que en general exige el derecho polaco (y la mayoría de los países continentales, incluida España). Además, en contra del criterio de la Abogada General y de anteriores sentencias (Reyners, Gebhard,  Vale, Iraklis) entiende que tampoco es necesario que la sociedad vaya a ejercer una actividad económica en Luxemburgo. Señala que en el caso Centros ya se admitió el ejercicio de la libertad de establecimiento cuando una sociedad se había constituido en otro estado en el que no iba a realizar ninguna actividad. Aunque en ese caso se trataba de crear una sociedad nueva y no de modificar una existente, el TJUE no considera que esto justifique un tratamiento distinto. De hecho reconoce  la posibilidad de optar por la legislación más ventajosa y que esta sea la única motivación de la transformación transfronteriza: “no constituye un abuso en sí mismo el hecho de establecer el domicilio, social o real, de una sociedad de conformidad con la legislación de un Estado miembro con el fin de disfrutar de una legislación más ventajosa.” (pueden ver un examen más detallado de esta y las anteriores sentencias aquí)

Esto supone una modificación sustancial de la situación anterior: a partir de ahora las sociedades podrán optar por la legislación que más les conviene no solo en el momento de la constitución (como se deducía de los casos Centros y Uberseering) sino en cualquier momento posterior a través de la transformación transfronteriza. Esto podría favorecer lo que en EE.UU se conoce como “Delaware effect”, es decir la concentración de sociedades en algunas  jurisdicciones preferidas. La posibilidad de elegir la regulación societaria que se prefiera sin necesidad de tener ninguna relación con ese Estado implica una verdadera competencia entre sistemas jurídicos, lo que plantea varios problemas.

El primero es que solo podrán competir los Estados que siguen el principio de constitución, es decir que no requieren conexión entre sede real y domicilio estatutario. Esto es así pues solo cabrá optar por una determinada legislación sin cambiar el domicilio real si el Estado de destino no exige esa coincidencia. Por ello quizás dentro de poco habrá que hablar del  Efecto Dublín -o qiuzás Amsterdam- puesto que tras el Brexit Irlanda y Holanda quedarán como los países de la unión monetaria que siguen claramente el principio puro de constitución.

El segundo problema es que la competencia entre sistemas jurídicos no está claro como va a funcionar. Puede convertirse en un estímulo para una mejor legislación o incluso para el mejor funcionamiento de la justicia, el notariado o los registros mercantiles. Pero puede que la competencia permita otras maniobras: por ejemplo, los accionistas mayoritarios enfrentados a una minoría buscarán la normativa que menos proteja a los minoritarios; una sociedad profesional de abogados puede localizarse donde las exigencias de transparencia y las obligaciones relacionadas con el blanqueo sean menos rigurosas; una sociedad endeudada o con litigios potenciales con sus socios, en la jurisdicción que tenga el sistema judicial más lento o ineficaz; otra se trasladará para sujetarse a la normativa -o vigilancia- más laxa sobre asistencia financiera, en perjuicio de los acreedores. Los países, a su vez, pueden tratar de competir no tanto con sistemas más eficientes sino con regulaciones más laxas, lo que no provocará una mejora de las regulaciones sino una carrera hacia el fondo (“race to the bottom”), lo que a la larga creará un marco jurídico y fiscal injusto e ineficiente. Además, dada la sistemática utilización de complejas estructuras societarias internacionales para la evasión fiscal, no parece que permitir sociedades sin ninguna conexión real con su domicilio (las llamadas “letterbox companies” o sociedades-buzón) sea la mejor opción.

¿Qué se puede hacer? En primer lugar, exigir la armonización en Europa de los requisitos exigidos para la protección de los interesados en las transformaciones transfronterizas. También unificar las materias del derecho de sociedades en que se consideren que son de interés público y en las que no debe operar la competencia entre legislaciones. La armonización probablemente deba afectar también al problema del punto de conexión (sede real o incorporación). Podría pensarse también en  establecer el principio de sede real para toda la UE, es decir la necesaria conexión entre centro de dirección y nacionalidad: hay que tener en cuenta que es el sistema seguido para la Sociedad Europea y también el criterio fiscal. Si esto no fuera posible, habría que al menos clarificar los puntos de conexión y  (como se sugiere en este excelente estudio) limitar la aplicación a determinadas cuestiones de la lex societatis, permitiendo a  los Estados miembros aplicar su propia regulación a sociedades extranjeras en materias que se consideren de orden público.

 

 

Futbolistas, asesores y delitos fiscales: ¿“ignorancia deliberada” o “principio de confianza”?

La verdad es que no sabía nada, me dedicaba a jugar a futbol, los abogados nos llevaban las cosas y no tenía idea de nada”. Esto es lo que, en esencia, adujeron en su defensa los futbolistas Messi y Cristiano Ronaldo, condenado e investigado, respectivamente, por la comisión de varios delitos fiscales como consecuencia de haber ocultado ingresos, siempre según la Hacienda Pública española, por la explotación de sus derechos de imagen mediante la firma de contratos con sociedades instrumentales radicadas en terceros países.

Frente a esta versión exculpatoria, la Sala Segunda del Tribunal Supremo confirmó la condena de instancia al futbolista del Fútbol Club Barcelona, señalando que el desconocimiento de D. Lionel Messi se debía a su “indiferencia”, lo que no podía suponer que se viera eximido de responsabilidad pues existían sospechas justificadas de que sus ingresos no habían tenido un origen claro y nítido.

Ésta es, a grandes rasgos, la llamada teoría de la “ignorancia deliberada” o “principio de indiferencia”, interpretación jurisprudencial que tiene su origen en la willful blindness angloamericana (ceguera voluntaria) y que fue acogida por nuestros Tribunales hace poco más de quince años. En síntesis, describe la conducta de quien “sin querer saber aquello que puede y debe saberse, y sin embargo se beneficia de la situación, está asumiendo y aceptando todas las consecuencias del ilícito negocio en el que voluntariamente participa“.

El anciano que rehúsa hacerse análisis médicos por temor a cambiar a unos hábitos alimenticios más estrictos, el señor que obvia consultar el saldo de su cuenta bancaria por miedo a no poder comprarse aquella televisión que desea aun a sabiendas de que muy probablemente no podrá llegar a final de mes, o el señor que decide no consultar los puntos de su carné por miedo a no poder disfrutar de un fin de semana en el campo junto con su familia. Todos estos casos -penalmente irrelevantes- son ejemplos de ignorancia deliberada: describen situaciones en las que un sujeto podía haber obtenido determinada información pero, por razones muy diversas, ha preferido no adquirirla y mantenerse en un estado de incertidumbre.

Trasladando estos ejemplos al ámbito penal, y más concretamente al de los delitos contra la Hacienda Pública, el Tribunal Supremo no vacila en sancionar aquellos supuestos en los que determinados futbolistas -obligados tributarios-, a pesar de ignorar el detalle de la planificación fiscal diseñada por sus asesores, se encuentran en disposición de conocerla y se benefician de ello.

La razón de su creciente aplicación -no sólo en el entorno futbolístico- se debe a que es un recurso que permite sortear las dificultades probatorias que plantea acreditar el elemento subjetivo del delito, esto es, el conocimiento y consentimiento del sujeto activo cuando ni tan siquiera es posible a través de la prueba indiciaria. En definitiva, mediante esta teoría, conductas típicamente imprudentes son calificadas como dolosas, forma de comisión de la mayoría de los delitos contemplados en el Código Penal, incluidos los fiscales. Como es de suponer, esto conlleva una mayor extensión de la responsabilidad penal, posibilitando que al obligado tributario se le considere autor por un delito que no ha cometido pero que tampoco ha evitado.

Descendiendo al “caso Messi”, a pesar de que el padre y representante del jugador exculpó a su hijo en juicio y descargó la responsabilidad de la operación en los asesores fiscales del futbolista -sobre los que sorprendentemente no recayó acusación- manifestando que le aseguraron que todo era “legal” y que desconocía que “los ingresos por los derechos de imagen seguían sin tributar”, la sentencia fue tajante al reprobar la conducta de ambos señalando que “la información que el acusado evitó tener, estaba, en realidad, a su alcance, por medios fiables, rápidos y ordinarios, como hubieran sido el querer saber de qué manera se gestionaban sus derechos, preguntando al bufete Juárez o a cualquier otro especialista”.

De otro lado, sólo un día después de que el Tribunal Supremo ratificara la condena de Leo Messi, la Agencia Tributaria remitió a Fiscalía el Informe de Delito contra Cristiano Ronaldo por unos hechos similares. Si bien, éste presentaba una nota diferencial: el jugador regularizó voluntariamente su situación con anterioridad al inicio de las actuaciones de comprobación de la AEAT.

En base a ello, la defensa del futbolista alega que, al no haber existido ocultación, le debiera ser de aplicación la “excusa absolutoria” prevista en el artículo 305.4 del Código Penal, viéndose exonerado de toda responsabilidad penal. Sin embargo, el Ministerio Público considera que esta regularización no fue ni veraz ni completa, puesto que lo fue por una cantidad mucho menor para simular una regularización efectista pero no efectiva, justo después de que se conociera que la Agencia Tributaria procedería a investigar a los futbolistas de la Liga española.

Si bien estos dos jugadores han optado por defender su inocencia –como demuestra la esperpéntica declaración del astro portugués hace escasos días en el Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Pozuelo-, la opción mayoritaria acogida por otros futbolistas investigados por estos hechos ha sido la de reconocer su culpabilidad con el fin de alcanzar un acuerdo de mínimos con Fiscalía, abonando previamente la cuota que se dice defraudada. Ello encuentra su razón de ser en la actual configuración jurisprudencial de la figura del funcionario público al servicio que está al servicio de la AEAT y que emite los informes incriminatorios, pues se les dota de una, bien o mal entendida, presunción de imparcialidad a pesar de que se constituyen como parte acusadora, lo que inevitablemente ha hecho que todos estos procedimientos acaben en condena. Tales son los casos de Mascherano, Di María y Ricardo Carvalho, a quienes se les impuso una pena de prisión inferior a dos años y, por tanto, de no cumplimiento efectivo por carecer de antecedentes, más la correspondiente pena de multa.

Por otro lado, en contraposición a este fenómeno expansivo de la “ignorancia deliberada” se alza el “principio de confianza”, también de creación jurisprudencial y nacido para solventar los problemas de responsabilidad que se planteaban en el ámbito del tráfico viario. Así, en origen este principio informaba queel participante del tráfico que se comporta correctamente –y que, por tanto, no da ocasión a reacciones anormales puede contar con que los demás se comporten también correctamente, salvo que, en atención a las circunstancias del caso, quepa esperar lo contrario”.

Actualmente, la aplicación del principio de confianza se ha ido extendiendo al resto de delitos como un principio destinado, fundamentalmente, a determinar la responsabilidad de un sujeto cuando la producción del resultado lesivo se encuentra condicionada por la intervención de terceras personas, tal y como sucede en el caso del asesor en los delitos fiscales, lo que haría devenir en atípica la conducta de quien confía en la pericia de unos especialistas y delega en ellos lo relativo a su especialidad, para el caso de que éstos últimos se hubieran excedido en sus facultades.

Sin embargo, como decimos, la postura de nuestros Tribunales hoy en día es clara. Si nos preguntamos si existe un deber de conocer que impide cerrar los ojos ante circunstancias sospechosas, la respuesta es sí.

No obstante, la teoría de la “ignorancia deliberada”, llevada a sus máximas consecuencias, puede conducir a situaciones insatisfactorias: por un lado, si, como sucede en la práctica, las decisiones más trascendentales de un Consejo de administración se basan en informes de auditoría, peritos o asesores fiscales, el peligro residiría en que se considerara al Consejo como un “ignorante deliberado” a pesar de haber delegado sus funciones. Y si, justo al contrario, este Consejo decidiese prescindir de estos asesores para tomar sus propias decisiones, se querrá hacer ver que tal ausencia de asesoramiento resulta incompatible con la buena gestión, y que ello ha aumentado exponencialmente el riesgo comisivo de los delitos que correspondan por lo que, optando por uno u otro, la conclusión es altamente descorazonadora. En conclusión, si un concepto técnicamente difuso carece, además, de límites y su aplicación se convierte en generalizada, el riesgo de verse imputado aumenta por encima de lo razonable, superponiéndose, así, el ideal de justicia material sobre los principios y garantías del Derecho Penal (principio de legalidad a la cabeza).

En suma, a pesar de la jurisprudencia imperante, es preciso preguntarse si, atribuir la condición de “indiferente” al obligado tributario, persona física u órgano colegiado que, siendo lego en materia fiscal, recurre a especialistas reconocidos y delega en éstos el cumplimiento de sus deberes fiscales, resulta acorde a la exigencia de seguridad jurídica de nuestro ordenamiento o si, por el contrario, este canon de certeza se ve mejor colmado por la idea de que, en principio, los sujetos sólo son responsables de lo que hacen ellos mismos y no de lo que hacen los demás cuando existe un tercero que pasa a ser responsable del riesgo que procede del primer sujeto.

Digitalización y futuro: sobre el salario universal y los impuestos a los robots

Uno de los aspectos fascinantes de la revolución industrial se produce cuando la nueva burguesía propietaria de las fábricas entiende que el gran éxito para sus negocios vendría no de que todas las mayores fortunas del mundo comprasen los nuevos tejidos, o los nuevos coches, que eran capaces de producir las renovadas fábricas, sino en que fuesen los obreros de esas mismas fábricas los que pudiesen comprar los nuevos productos.

Como describe Niall Ferguson, en su libro Civilización, hoy nos puede parecer que la sociedad de consumo ha existido siempre, pero lo cierto es que es una innovación reciente, y uno de los elementos que resultaron claves para que la civilización occidental se adelantase al resto de civilizaciones del mundo.

La sociedad de consumo revela el equilibrio, siempre inestable, que existe en los sistemas económicos basados en el capitalismo, donde la búsqueda de eficiencias en los procesos productivos presionan para reducir los costes salariales, al tiempo que son las personas que cobran esos salarios, las que deben convertirse también en los clientes que adquieren esos productos, para lo que requieren unos salarios adecuados.

Expresado en otros términos, el crecimiento de la riqueza que se ha producido en el mundo,  de forma intensa y continuada tras la revolución industrial, y en particular tras el proceso de globalización, si no se traduce en una mejora del bienestar de todos los ciudadanos e incentiva las desigualdades, provoca inestabilidad y contestación social.

Si algo hemos aprendido en estos últimos años, es que las personas que sienten que están siendo marginadas por el modelo económico, no tienen mucha intención de quedarse calladas. El voto a Trump en Estados Unidos, el voto al Brexit en Reino Unido, o el ascenso de los partidos populistas en toda Europa no es sino una expresión del desánimo sobre el futuro. No podemos olvidar que estos acontecimientos se producen en un entorno de gran generación de riqueza agregada. EEUU tiene hoy una renta per cápita media 10 veces mayor que la que tenía en 1960. El PIB per cápita español se ha multiplicado por más de 100 desde la década de los 60. Nunca el mundo ha sido más rico.

Europa durante muchos años pareció encontrar el modelo perfecto, con un sistema capitalista, equilibrado por un estado del bienestar diseñado para no dejar a nadie atrás, y ofrecer a toda la sociedad los beneficios de la riqueza generada por  la economía liberal. Pero hoy ese modelo también afronta una crisis severa.

El gran “chivo expiatorio” de todos los males del mundo en los últimos años, la globalización, está dando paso a un proceso que tiene la capacidad de ser aún más disruptivo: la digitalización. Si la globalización destruyó puestos de trabajo en las sociedades más industrializadas de Estados Unidos y Europa para crearlos en los países emergentes, la digitalización embarcaría a estas sociedades en un proceso de automatización que podría acelerar la destrucción de empleo.

En los últimos meses el debate sobre el impacto de la digitalización ha empezado a asomarse a la agenda política. No la española, siempre ocupada en otros temas tan apasionantes como la secesión catalana, pero si la Europea, y la mundial. Es sintomático que si el Foro de Davos en el año 2016 analizaba en tono optimista el nuevo contexto económico global, en el año 2017, la cuarta revolución industrial y sus implicaciones centraban el debate, con un análisis de los grandes desafíos económicos y sociales que plantea.

El debate en estos momentos de incertidumbre se debe parecer mucho al que se vivió en los inicios de la revolución industrial. Algunos economistas e intelectuales se apuntan a una visión neo-ludita, donde el proceso de automatización impulsado por la digitalización desencadenaría un desempleo masivo, y un empobrecimiento de la mayoría de los ciudadanos, otros vislumbran un futuro en que máquinas y hombres coexistan en un futuro mejor que el actual.

Y lo cierto es que cualquiera de esas dos hipótesis puede ser cierta. Realmente, podríamos afirmar que la digitalización es un proceso que tiene la capacidad de incrementar la generación de riqueza, mejorar la productividad y dar un gran impulso a la calidad de vida. Pero es un proceso que pone en cuestión todo el orden económico y social construido tras la revolución industrial, y muy en particular tras la segunda guerra mundial. Lo que queramos que sea el nuevo orden derivado de la digitalización es algo que se está definiendo ahora.

Manuel Muñiz define con acierto la nueva situación, en un artículo sobre el colapso del orden liberal. El gran desafío que produce la digitalización es que se pueden generar incrementos de productividad, que no se van a traducir en incrementos de rentas salariales. La utilización de la tecnología permite aumentar la productividad sin generar empleo o remunerar mejor el que ya existía.  El trabajo, por encima de cualquier otro mecanismo social ha sido el elemento que en todos los países desarrollados ha garantizado la redistribución de la riqueza. Si este mecanismo deja de funcionar, si se genera riqueza, pero esta no se traduce en más trabajo y mejores salarios, todo el orden liberal entrará en crisis, y podemos esperar que derive desánimo y se abra paso la revolución populista.

Esta situación exige entender que estamos ante algo más que la necesidad de aplicar algunos mínimos ajustes al modelo económico y social actual.  El nuevo orden va a requerir repensarlo todo.

Quizás sea más sencillo entenderlo, al ver cuestionada la arquitectura fiscal que sostiene el estado del bienestar en los países desarrollados: el impuestos sobre beneficios  en la era digital se convierte en un impuesto que acaban pagando las empresas más por responsabilidad social, que por exigencia fiscal. El beneficio es un concepto que si ya era “difícil” en la economía tradicional, en la economía digital se convierte en un concepto etéreo fácil de trasladar a aquel país con una menor presión fiscal. Los esfuerzos de los países desarrollados a través de iniciativas como la acción BEPS de la OCDE, muestran la extraordinaria dificultad de hacer efectivo este impuesto en un mundo globalizado y digital.  Las dudas sobre el futuro del mercado del trabajo cuestionan también el futuro del impuesto sobre las rentas del trabajo, lo que socava los pilares de la fiscalidad en la mayoría de los países.

En este escenario, no es de extrañar que se hayan abierto muchos debates sobre diferentes aspectos que se verán impactados por el proceso de digitalización. Muy en particular sobre el futuro del trabajo. Ideas como la necesidad de que los robots paguen impuestos impulsado por el parlamento europeo, y apoyado por personas como Bill Gates, y cuestionado por muchos otros economistas,  es un magnífico ejemplo de los interrogantes que se están planteando.

El otro concepto que ha centrado las discusiones en los últimos meses ha sido el del salario universal. Este era un debate que tradicionalmente se había afrontado en un eje derecha-izquierda donde la izquierda lo ha defendido como un modo de garantizar una mínima calidad de vida a todas las personas, y la derecha lo veía como un modelo ineficiente, que debía superarse asegurando a todas las personas el acceso a un trabajo. El experimento de Finlandia sobre la renta básica universal abría los ojos a una perspectiva diferente. El debate sobre la renta básica ya no se desarrollaba en el tradicional eje derecha-izquierda, sino en la reflexión sobre como sumarse al imparable proceso de digitalización, aprovechando todas sus ventajas, pero sin dejar a nadie atrás.

Este es un debate que definirá el futuro de nuestra sociedad. No es un solo un debate económico sino en gran medida social. Preferiría la gente recibir una renta y no trabajar, o, como afirman otras doctrinas, entre ellas las de la Iglesia Católica, el trabajo dignifica, y por tanto la solución siempre debería ir encaminada a garantizar un trabajo y no una renta. Si alguien piensa que España es ajena a este debate, quizás viendo algunas convocatorias de empleo público, podría pensarse que nuestros gobiernos hace tiempo decidieron que el trabajo dignifica, y que la administración es un buen mecanismo para paliar la escasez de trabajo con un sueldo digno. Este debate merecerá otro post con un análisis más detallado.

Lo que esta situación pone de manifiesto es que muchos economistas parecen querer aplicar reglas del siglo XX a problemas del siglo XXI, y quizás lo que estos nuevos retos necesitan es una nueva generación de economistas y sociólogos, que afronten estos nuevos retos sin los prejuicios del debate económico en el eje derecha-izquierda que ha marcado el siglo XX.

La sociología, la economía política, la ciencia política, gran parte del Derecho político y constitucional y por supuesto las democracias liberales fueron en gran medida fruto de la revolución industrial. Todos ellos se mostraron como conceptos y ciencias necesarias para entender, estudiar y explicar lo que estaba pasando. Quizás la actual élite económica mundial debería dejar pasar a una nueva generación capaz de entender mejor una situación que poco se parece a las vividas en el pasado. De la capacidad de superar los prejuicios heredados del siglo XX dependerá la capacidad de diseñar un futuro acorde a las posibilidades que ofrece el proceso de digitalización.

 

 

 

 

¿Qué ha cambiado en el artículo 108 LMV (ahora 314 TRLMV)?

Aunque el artículo 108 de la Ley de Mercado de Valores era bien conocido incluso por los juristas que no se dedican al derecho fiscal, no está de más recordar que gravaba como venta de inmuebles las ventas de acciones de sociedades que tuvieran un activo representando en mas del 50% por inmuebles.  También que ha sido sustituido por el artículo 314 del Texto Refundido de dicha Ley ¿En qué ha cambiado el precepto?

La redacción originaria de la ley del mercado de valores, en vigor desde enero de 1989, establecía en su artículo 108 una exención tributaria para las transmisiones de valores, pero exceptuaba de esa exención a las transmisiones de participaciones en sociedades cuyo activo estuviera constituido en un 50% por inmuebles, si como consecuencia de la adquisición de esas participaciones el adquirente tomaba el control de la sociedad. En ese caso la operación quedaba gravada como si de una venta de inmuebles se tratara.  La ley, con esta regulación, pretendía evitar la interposición de sociedades que evitaran la tributación por el impuesto de transmisiones patrimoniales onerosas (TPO).

Sin embargo, desde la entrada en vigor de la Ley del Mercado de Valores en el año 1989 su artículo 108 ha sufrido un total de 6 modificaciones hasta convertirse en el actual artículo 314 del Texto Refundido de la Ley del Marcado de Valores.

Cada una de estas modificaciones ha incrementado los requisitos a la definición de lo que hay que entender por activo inmobiliario y al computo del 50%. No obstante, en el año 2012 la redacción del artículo dio un considerable giro con la aprobación de la Ley de Medidas contra el Fraude Fiscal.

Es así que la ley 7/2012, transformó la regulación de la exención fiscal en una norma antielusión tributaria.

Como resultado de la modificación indicada el artículo mantuvo (y mantiene), en términos generales, la exención tributaria en la transmisión de valores. Sin embargo, exceptúa de exención aquellos supuestos en los que el contribuyente, con la venta de acciones, hubiera pretendido eludir el pago de los impuestos que conlleva una transmisión de inmuebles.

De esta manera la “nueva” redacción establece que estarán sujetas a IVA o ITP las transmisiones de valores cuando el contribuyente haya pretendido eludir el impuesto. La diferencia es que la anterior redacción únicamente indicaba qué transmisiones quedaría gravadas por IVA o ITP, sin valorar la posible intención del contribuyente de eludir tributos.

Dicho lo anterior, y con la actual redacción del articulo 314 del TRLMV, se entenderá que se ha actuado con animo de eludir impuestos, y por tanto se gravará la operación conforme a las normas de transmisión de inmuebles, en los siguientes casos:

  • Cuando directa o indirectamente se obtenga el control de la entidad cuyo activo esté formado en un 50% por inmuebles. Los inmuebles deberán estar radicados en España y no afectos a actividades empresariales o profesionales.
  • La misma interpretación se da en el caso de que el adquirente ya tuviera el control y con la nueva adquisición aumente la cuota de participación en la sociedad.
  • Cuando los valores transmitidos hayan sido recibidos por aportaciones de bienes inmuebles. Y ello tanto en constitución de sociedades como por la ampliación de su capital social. Los inmuebles deberán estar radicados en España y no afectos a actividades empresariales o profesionales. Y entre la fecha de aportación y la de transmisión no deberá haber transcurrido un plazo de tres años.

¿Qué ha dicho exactamente el Tribunal Constitucional sobre la amnistía fiscal?

Recientemente el Tribunal Constitucional ha dictado una sentencia (STC 73/2017, de 8 de junio) sobre la popularmente llamada “amnistía fiscal” que ha tenido gran repercusión en la prensa, sobre todo, porque ha sido interpretada como una suerte de “rapapolvo” del Tribunal al actual Gobierno.

La sentencia, sin embargo, más allá de interpretaciones político-mediáticas, realiza un análisis técnico relevante que en estas líneas intentamos resumir para dilucidar qué ha dicho exactamente el Tribunal Constitucional sobre este mecanismo de la amnistía fiscal que tan apasionadas reacciones suscita.

La sentencia explica primero el contenido de la “amnistía fiscal” que fue aprobada a través de la figura del Decreto-Ley, norma con rango de ley que, excepcional y provisionalmente, puede aprobar el Gobierno (puesto que las leyes, en principio, se han de aprobar por las Cortes Generales) en casos de extraordinaria y urgente necesidad. En resumen, la sentencia expone que en virtud de este mecanismo (técnicamente llamado “declaración tributaria especial”) se permitía a los contribuyentes del IRPF, el Impuesto de Sociedades (IS) y el Impuesto sobre la Renta delos No Residentes (IRNR), regularizar su situación tributaria, declarando bienes que no habían declarado antes, ingresando solo el 10 % de su precio de adquisición, sin sanciones, intereses ni recargos.

Tras señalar que el Decreto-Ley fue luego convalidado por el Congreso (como exige la Constitución), la Sentencia aclara que ello no tiene incidencia real sobre el objeto del recurso pues de lo que se trata es de examinar si la potestad de dictar decretos-leyes se utilizó correctamente en este caso.

A fin de dilucidar si el Decreto-Ley se utilizó rectamente o no, la Sentencia parte de la base de que la Constitución (art. 31.3) establece que solo “con arreglo a la Ley”, es decir, por norma de rango legal, se pueden establecer prestaciones personales o patrimoniales de carácter público. Es decir, en lo que ahora interesa, solo por Ley se pueden imponer a los ciudadanos prestaciones tributarias.

Lo anterior no impide que las prestaciones tributarias se establezcan, modifiquen o deroguen por un Decreto-Ley (que, al fin y al cabo, es una norma legal) pero para ello, tienen que concurrir los requisitos que la Constitución impone a esta figura. Uno de ellos, es la extraordinaria y urgente necesidad y, otro, relevante en este caso, es que, según el art. 86.1 del texto constitucional (CE), los decretos-leyes no pueden afectar a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución siendo así que, dentro de este Título, en el art. 31.1 CE, se recoge el deber de todos los ciudadanos de contribuir al sostenimiento delos gastos públicos, de acuerdo con su capacidad económica, mediante un sistema tributario justo, inspirado en los principios de igualdad y progresividad. No obstante, la STC precisa que, cuando el art. 86.1 CE impide a los decretos leyes afectar, en concreto, al deber de todos de contribuir a los gastos públicos, se refiere a una afección relevante o sustancial. Con cita de pronunciamientos anteriores, se razona que, vulnera el art. 86.1 CE en este sentido “cualquier intervención o innovación normativa que, por su entidad cualitativa o cuantitativa, altere sensiblemente la posición del obligado a contribuir según su capacidad económica en el conjunto del sistema tributario”para determinar lo cual, sigue diciendo, se ha de tener en cuenta el tributo de que se trata y la naturaleza y alcance de la regulación controvertida.

En el marco expuesto, la STC examina ya si la amnistía fiscal regulada en el Decreto-Ley recurrido, afecta en el sentido indicado, al deber de todos de contribuir. Para ello, se refiere primero a la naturaleza de los tributos afectados que son, como se ha dicho el IRPF, IS e IRNR.  La Sentencia abunda aquí en la importancia de estos tributos señalando, por ejemplo, que solo el IRPF, según los datos oficiales disponibles, en el año 2010, representó el 41,98 % del total de ingresos tributarios lo que permite afirmar que se trata de una “pieza básica” del sistema tributario. Por eso, dice la STC que: “cualquier alteración sustancial en la configuración de los elementos esenciales del IRPF podría alterar el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de las personas físicas que manifiesten una capacidad económica susceptible de gravamen”.También se razona sobre la importancia, tanto del IS como del IRNR.

A continuación, la STC dice que, para medir el grado de afección al deber de contribuir, se han de valorar los elementos del tributo alterados por la regulación impugnada. Concluye que, al sustituirse los tipos de gravamen, sanciones, intereses etc, normalmente aplicables, por una obligación de pago del 10% del precio de adquisición, se produce una condonación parcial de la obligación tributaria principal y una condonación total de las consecuencias accesorias”.

Finalmente, también para medir la afección al deber de contribuir, se considera el alcance dela regulación,reiterando que ésta permite regularizar las rentas a tipo reducido, sin sanciones ni recargos y, además, convierte las cantidades regularizadas en renta declarada a todos los efectos.

Considerando todo lo dicho, citando el precedente de la STC 189/2005 (referida a modificaciones en el régimen tributario de los incrementos y disminuciones patrimoniales en el IRPF llevadas a cabo también  por un Decreto-Ley) el Tribunal dice que, en este caso, la regulación de la amnistía fiscal “ha incidido directa y sustancialmente en la determinación de la carga tributaria que afecta a toda clase de personas y entidades” por lo que “ha afectado a la esencia misma del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el art. 31.1 CE, al haberse alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de los contribuyentes, en unos términos que resultan prohibidos por el art. 86.1 CE”.

Adicionalmente, para contestar a los argumentos del Abogado del Estado, la sentencia precisa que, ni la necesidad de ajustar el déficit público, ni las recomendaciones de la OCDE en relación con la conveniencia de promover declaraciones voluntarias de los que no han cumplido sus obligaciones fiscales, ni las experiencias de otros países, ni amnistías fiscales anteriores, ni algunos supuestos de exoneración de responsabilidad penal invocados, eximen del cumplimiento de los requisitos del art. 86.1 CE, entre ellos, el de no afectación, mediante el instrumento del Decreto-ley, a los deberes de los ciudadanos del Título I de la Constitución. En suma, dice aquí la sentencia, en párrafo copiosamente reproducido: “la adopción de medidas que, en lugar de servir a la lucha contra el fraude fiscal, se aprovechan del mismo so pretexto de la obtención de unos ingresos que se consideran imprescindibles ante un escenario de grave crisis económica, supone la abdicación del Estado ante su obligación de hacer efectivo el deber de todos de concurrir al sostenimiento de los gastos públicos (art. 31. l CE). Viene así a legitimar como una opción válida la conducta de quienes, de forma insolidaria, incumplieron su deber de tributar de acuerdo con su capacidad económica, colocándolos finalmente en una situación más favorable que la de aquellos que cumplieron voluntariamente y en plazo su obligación de contribuir. El objetivo de conseguir una recaudación que se considera imprescindible no puede ser, por sí solo, causa suficiente que legitime la quiebra del objetivo de justicia al que debe tender, en todo caso, el sistema tributario, en general, y las concretas medidas que lo integran, en particular”.

El Tribunal considera pues “evidente” que la llamada “amnistía fiscal” no pudo aprobarse por un Decreto-Ley, por impedirlo el art. 86.1 CE lo que, se dice, hace innecesario examinar otras lesiones alegadas como las de los principios de capacidad económica, igualdad y progresividad.

Finalmente, la Sentencia declara “no susceptibles de ser revisadas como consecuencia de la nulidad de la disposición adicional primera del Real Decreto-ley 12/20 12 las situaciones jurídico-tributarias firmes producidas a su amparo, por exigencia del principio constitucional de seguridad jurídica del art. 9 .3 CE (por todas, STC 189/2005, FJ 9)”.

De lo dicho hasta ahora resulta pues que la única razón por la que la STC 73/2017 anula la llamada “amnistía fiscal” es por incumplimiento de uno de los límites materiales que la Constitución impone a los decretos leyes, esto es: el de que no pueden afectar (de forma relevante) a, entre otros, los deberes de los ciudadanos regulados en el Título I de la Constitución que, a su vez, incluyen el deber de contribuir. No se examina siquiera por el Tribunal el cumplimiento de otros límites que el texto constitucional también impone a los decretos leyes y que dan lugar a frecuentes impugnaciones de este tipo denormas, como la concurrencia efectiva o no de la situación de extraordinaria y urgente necesidad.

Por otra parte, en cuanto a la afectación del deber de contribuir, la STC no es original pues aplica una doctrina que ya se había sentado por el Tribunal en sentencias anteriores, entre las que destaca la STC 189/2005, que la STC 73/2017 cita varias veces.  En concreto, esta Sentencia concluía que los preceptos allí impugnados: “han afectado a la esencia del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que enuncia el art. 31.1 CE, pues al modificar el régimen tributario de los incrementos y disminuciones patrimoniales en un tributo que, como el impuesto sobre la renta de las personas físicas constituye una de las piezas básicas de nuestro sistema tributario, se ha alterado el modo de reparto de la carga tributaria que debe levantar la generalidad de los contribuyentes, en unos términos que, conforme a la doctrina de este Tribunal (SSTC 182/1997, 137/2003, y 108/2004, ya citadas), están prohibidos por el art. 86.1 CE”.

Ello sin olvidar que no cualquier modificación tributaria tiene por qué suponer la afección esencial del art. 31 CE proscrita por el art. 86. 1 CE y por tanto extramuros del Decreto Ley. Así, la reciente STC 35/2017, relativa a las tasas judiciales, recordó que “este Tribunal ha declarado por ejemplo que no conculca los límites del art. 86.1 CE, que se establezca por Real Decreto-ley la disminución del tipo de gravamen de un impuesto especial, en cuanto ‘no ha provocado un cambio sustancial de la posición de los ciudadanos en el conjunto del sistema tributario’ (STC 37/2003, de 3 de julio, FJ 7), También respeta esos límites la reducción de la base imponible en el impuesto de sucesiones y donaciones para determinados sujetos pasivos, al no poderse afirmar que ‘repercuta sensiblemente en el criterio de reparto de la carga tributaria entre los contribuyentes’”. Y, por lo mismo, descarta esta Sentencia que la reforma puntual de la ley de tasas judiciales allí examinada, produjera una alteración sustancial del deber de contribuir en el conjunto del sistema tributario.

En todo caso, la novedad esencial de la STC 73/2017 radica en la aplicación de la anterior doctrina a supuestos de amnistía fiscal, o condonación total o parcial de deudas tributarias. Desde este punto de vista, la Sentencia es efectivamente, y sobre todo (puesto que no afecta a las situaciones tributarias firmes creadas a su amparo), un aviso o advertencia a futuros Gobiernos para que se abstengan de acudir a este mecanismo, vía Decreto-ley, en el futuro. Nada dice directamente la Sentencia sobre posible aprobación de amnistías fiscales vía ley ordinaria aunqueresulta difícil ignorar la crítica al mecanismo de la amnistía fiscal como tal, contenida en el párrafo anteriormente reproducido, que parece ir más allá del análisis del concreto requisito dela afección del art. 86.1 CE.En la misma línea, al referirse a amnistías fiscales anteriores aprobadas en nuestro país (como la prevista en la Ley 18/1991, del IRPF) la STC dice, refiriéndose a “cualesquiera clase de regularizaciones” que: “debe insistirse en queunas y otras deben respetar, en todo caso, los límites y exigencias que la Constitución impone,tanto formales (art. 86. l CE) como materiales ( art. 31. l CE)”. Por tanto, no parece demasiado aventurado especular que, si llegara a aprobarse en el futuro, por ley ordinaria, otra amnistía fiscal, el Tribunal, caso de tener que examinarla, la sometería a un intenso escrutinio a la luz del citado art. 31.1 CE.

Los dos retos del arbitrio de Plusvalía: El Tribunal Supremo y el Tribunal Constitucional

Se dice de Antonio Escribano en Internet que es arquitecto y matemático. No es cierto. Solo a un Ingeniero, que además es Economista, se le puede ocurrir poner en duda la fórmula de cálculo con el que la Administración liquida los impuestos.-

Hace ya varios años, tras analizar la fórmula con la que los Ayuntamientos liquidan el arbitrio de Plusvalía, Antonio Escribano advirtió que la fórmula estaba mal construida.

Y esa sorprendente conclusión, fue ratificada por un Juzgado de lo Contencioso de Cuenca en el 2012 y en segunda instancia por el TSJ de Castilla La Mancha. Sin perjuicio de lo anterior, es prudente advertir que hay tribunales en los que no se ha admitido el criterio que nosotros denominamos “formula Escribano”.

En este proceso, la única incertidumbre que queda por resolver, es si el Tribunal Supremo tendrá el “coraje” de seguir adelante, pues de hacerlo, pondría “boca abajo” las ya de por si mermadas, arcas municipales de toda España. El 13 de junio de 2017 es la fecha prevista para la votación y fallo de este excesivamente largo proceso, muy esperado por decenas de miles de pequeños contribuyentes.

¿Qué reto tiene, en realidad, el Tribunal Supremo ante si? El primero, el más obvio, deriva de que no es sencillo para el jurista comprender la idoneidad de una u otra fórmula matemática lo que  está provocando unas resoluciones judiciales, en Tribunales inferiores, que evitan entrar a analizar y resolver la cuestión.

¿Dónde está la clave “legal” de esta controversia?

La norma dice lo siguiente:  << (…) 2.ª El porcentaje a aplicar sobre el valor del terreno en el momento del devengo será el resultante de multiplicar el porcentaje anual aplicable a cada caso concreto por el número de años a lo largo de los cuales se haya puesto de manifiesto el incremento del valor. (…)>>.

Y de ahí, se podría llegar a colegir que la fórmula que utilizan todos los Ayuntamientos se ajusta a la Ley, pues se limita a aplicar este segundo párrafo del artículo 107 del Texto Refundido de la Ley Reguladora de las Haciendas Locales (TRLRHL) de una manera literal… O al menos, una parte de la norma.

Este es el argumento que hasta ahora esgrime la defensa de los Ayuntamientos y que está siendo acogida por algunos Tribunales. No deja de sorprender que los Abogados del Estado se acojan a la literalidad del párrafo segundo del 107, pero ni uno solo, se haya atrevido a discutir o desvirtuar la ya conocida como “fórmula Escribano” (que pueden ver desarrollada con ejemplos en este post anterior).

Esta es la fórmula que utilizan los Ayuntamientos que se corresponde con ese segundo párrafo casi de manera literal:

Base Imponible = Valor Catastral (x) Porcentaje Anual (x) Años de Propiedad

Y digo que los Abogados del Estado solo se fijan en una parte de la norma, porque el Tribunal Supremo no puede ignorar que la norma dice también esto en el primer párrafo:

<<La base imponible de este impuesto está constituida por el incremento del valor de los terrenos, puesto de manifiesto en el momento del devengo y experimentado a lo largo de un período máximo de 20 años. >>

Y es ahí donde radica la controversia, pues la fórmula de los Ayuntamientos, descrita en ese segundo párrafo antes citado, no es compatible con este primer párrafo.

El más elemental sentido común, que no requiere de formación matemática alguna, evidencia que la multiplicación compuesta por estos tres factores [Valor Catastral (x) Porcentaje Anual (x) Años de Propiedad] no pone de manifiesto el “Incremento del Valor de los Terrenos”,  que constituye la esencia del arbitrio de Plusvalía y que está descrita en el párrafo primero del artículo 107.

Por si fuera poco, en febrero de 2017, el Tribunal Constitucional, abre una nueva vía contra la Plusvalía: “Sin beneficio en la transmisión no hay obligación de pagar plusvalía”. Y asevera con una determinación que asusta:

El arbitrio de Plusvalía actualmente constituye una “ficción jurídica” (…) Pues bien, no cabe duda de que los preceptos cuestionados fingen, sin admitir prueba en contrario, que por el solo hecho de haber sido titular de un terreno de naturaleza urbana durante un determinado período temporal (entre uno y veinte años), se revela, en todo caso, un incremento de valor y, por tanto, una capacidad económica susceptible de imposición, impidiendo al ciudadano cumplir con su obligación de contribuir, no de cualquier manera, sino exclusivamente “de acuerdo con su capacidad económica” (art. 31.1 CE)”.

“Admitir lo contrario (…) chocaría, no sólo contra el principio de seguridad jurídica (art. 9.3 CE), sino contra el propio principio de reserva de ley que rige la materia tributaria (arts. 31.3 y 133.1 y 2, ambos de la CE)”.

El Tribunal Constitucional ha dictaminado en esencia lo mismo que lo que ahora debate el Tribunal Supremo: La plusvalía arraiga en el concepto de incremento del valor de los terrenos. Y de la misma forma en que no hay plusvalía cuando en la venta no hay un rendimiento positivo, no hay plusvalía por el mero hecho de multiplicar el valor catastral, por un porcentaje y por el número de años de propiedad del inmueble. Esa fórmula constituye una ficción, una arbitraria manera de evaluar una presunción de incremento de valor de los terrenos, pero jamás una forma de calcular el incremento en si mismo.

La devolución de ingresos indebidos solo procede dentro del periodo de los 4 años siguientes al momento del devengo del impuesto. En consecuencia la demora de estos cinco años hasta la decisión del TS ha permitido a los Ayuntamientos un ahorro que han pagado directamente los contribuyentes. Los cuatro años que pueden reclamarse ahora, se corresponden con los años de la profunda crisis que acabamos de vivir, aquellos en los que menos transacciones inmobiliarias y a menor precio se perfeccionaron. Bien para los Ayuntamientos y mal para los contribuyentes.

El Tribunal Constitucional ya ha hecho su trabajo. Ahora le toca al Tribunal Supremo corregir una situación que ha gravado indebidamente (y siempre por exceso) miles de transacciones.

 

¿ La tributación de las ganancias patrimoniales en el IRPF es inconstitucional?

La reciente sentencia del TC de 16 de febrero de 2017 (comentada aquí) ha declarado inconstitucional el Impuesto de Plusvalía Municipal (IIVTNU) cuando no existe incremento real del valor del inmueble. Creo que debería servir para abrir el debate sobre la tributación de las ganancias patrimoniales en el Impuesto sobre la Renta.

En el IRPF pagamos por los rendimientos de nuestro trabajo, bienes o actividades económicas, pero también por la ganancia obtenida cuando vendemos cualquier bien por encima de su valor de adquisición. Esto es lógico, pero el problema del sistema actual es que no tiene en cuenta la depreciación monetaria, es decir que no permite la actualización del valor de adquisición del bien -al margen del complejo y limitado régimen de abatimiento para bienes adquiridos antes del año 1994-.

Por ejemplo, si usted compró una vivienda en el año 1995 por 100.000 euros (incluyendo gastos) y hoy la vende por 150.000 tendrá que pagar unos 10.000 euros por su ganancia, cuando en términos reales ha perdido 21.300 euros (teniendo en cuenta la variación del IPC en esos años utilizando esta aplicación del INE). Si la compró en el año 1965 por 15.000 euros y la vende hoy por 400.000 –y no puede aplicar el abatimiento porque el año pasado vendió otra parecida- pagará unos 80.000 euros de impuestos cuando su ganancia real es de cerca de 5.000.

Esto es ilógico, injusto y contrario al art. 31 de nuestra constitución que dice: Todos contribuirán al sostenimiento de los gastos públicos de acuerdo con su capacidad económica mediante un sistema tributario justo inspirado en los principios de igualdad y progresividad que, en ningún caso, tendrá alcance confiscatorio.” El TC ha declarado reiteradamente (entre otras, STC 2/1981) que los principios de este artículo, y en particular el de capacidad económica, no se imponen sólo a los ciudadanos sino también al legislador, y operan por tanto, «como un límite al poder legislativo en materia tributaria» (STC 221/1992, de 11 de diciembre, FJ 4).

La citada Sentencia de 2017 concreta como ha de aplicarse este principio. En primer lugar rechaza que “solo pueda predicarse del sistema tributario en su conjunto y no de cada impuesto en particular”.  Además, señala que ha de respetarse en su aplicación a cada contribuyente, no bastando con que se aplique al tributo en su conjunto. Por otra parte, aunque reconoce al legislador un amplio margen en cuanto a la forma de determinación y cálculo del tributo, advierte que “no le autoriza a gravar riquezas meramente virtuales o ficticias y, en consecuencia, inexpresivas de capacidad económica» (cita el ATC 71/2008, de 26 de febrero, FJ 5).” Esta referencia a que la capacidad económica gravada ha de ser real implica que el legislador en ningún caso puede ampararse en el incremento “nominal” del valor, si este no responde a uno efectivo. En consecuencia, igual que no se puede exigir la plusvalía municipal con base en unos coeficientes objetivos si no existe ese incremento real, no podrá exigirse el Impuesto sobre la Renta sobre una ganancia patrimonial nominal y no real.

Si se ha de gravar una capacidad económica real es evidente que se ha tener en cuenta la depreciación monetaria cuando se calcula una ganancia patrimonial. Esto ha sido reconocido expresamente por el TC: “este Tribunal ha señalado, a propósito del Impuesto sobre la Renta, que responde a la naturaleza de dicho impuesto -que ha de contemplar incrementos reales no monetarios- su adecuación a la situación inflacionista (STC 27/1981, FJ 6, citada por la 221/1992.).” Añade la STC que el legislador puede utilizar diversos métodos pero no “desconocerlo por completo siempre que la erosión inflacionaria sea de tal grado que haga inexistente o ficticia la capacidad económica gravada por el tributo”.

 La STC de 2017 también rechaza que el carácter excepcional de los supuestos de disminución del valor ponga a salvo de la inconstitucionalidad una norma de este tipo. En relación con la plusvalía municipal dice que “la crisis económica ha convertido lo que podía ser un efecto aislado –la inexistencia de incrementos o la generación de decrementos- en un efecto no infrecuente”. En el caso de las ganancias patrimoniales en general ni siquiera es necesario acudir al momento de crisis pues todos sabemos que a lo largo de un largo periodo de tiempo acciones, fincas rústicas, urbanas, obras de arte y otros bienes tienen evoluciones en el valor muy distintas y muy a menudo a la baja en términos reales. Por tanto, no estamos en absoluto ante un efecto excepcional.

En conclusión, es evidente que si no existe incremento real no puede existir tributación y que para determinar ese incremento es necesario tener en cuenta la depreciación monetaria. De otra manera se estaría “haciendo tributar por una riqueza inexistente, en abierta contradicción con el principio de capacidad económica del citado art. 31.1 CE.” (STC febrero 2017). El problema se desplaza a determinar si la falta de incremento real se puede acreditar simplemente a través de la actualización con arreglo al IPC. El TC parece dar libertad al legislador para utilizar este u otros criterios, pero si no ha fijado otro creo que el Estado ha de aceptar el que él elabora y utiliza para todo tipo de actualizaciones y políticas, y de lege ferenda no parece lógico acudir a otro.

Resuelto lo anterior se plantea si también es incorrecto gravar la ganancia cuando existe un aumento de valor real que es muy inferior al nominal (el segundo de los ejemplos que puse). En principio parece que cabría aplicar el mismo criterio, pues el TC dice que los impuestos solo pueden imponerse “cuando existe capacidad económica y en la medida -en función- de la capacidad económica» (STC 194/2000 FJ 6). Sin embargo, la STC de 2017 parece entender que existiendo incremento, aunque sea pequeño, se puede aplicar el impuesto de Plusvalía Municipal porque si bien la capacidad económica ha de predicarse en todo impuesto “la concreta exigencia de que la carga tributaria se “module” en la medida de dicha capacidad sólo resulta predicable del “sistema tributario” en su conjunto”. Lo que sucede es que esa doctrina la extrae el TC de un Auto (ATC 71/2008) que se refería a un impuesto sobre el juego, y que señalaba que los fines específicos de ese impuesto justificaba una aplicación no estricta de la proporcionalidad. Es dudoso que eso se aplique a un impuesto como IIVTNU, y en ningún caso procede en relación al IRPF, en el que la capacidad económica tiene que tener una correlación directa con la imposición. Así lo reconoce el Auto citado: “sólo cabe exigir que la carga tributaria de cada contribuyente varíe en función de la intensidad en la realización del hecho imponible en aquellos tributos que por su naturaleza y caracteres resulten determinantes en la concreción del deber de contribuir al sostenimiento de los gastos públicos que establece el art. 31.1 CE. Este es … el caso del impuesto sobre la renta de las personas físicas, que por su carácter general y personal, y figura central de la imposición directa, constituye una de las piezas básicas de nuestro sistema tributario. Se trata, indudablemente —hemos señalado—, de un tributo en el que el principio de capacidad económica y su correlato, el de igualdad y progresividad tributarias, encuentran una más cabal proyección, de manera que es, tal vez, el instrumento más idóneo para alcanzar los objetivos de redistribución de la renta.

Podemos concluir que regulación actual no es sólo contraria al art. 31 sino también al principio de igualdad y a la justicia. Se debe aprovechar la necesaria reforma del IIVTNU para reformar el IRPF y permitir la actualización de valores. Por supuesto el equilibrio presupuestario no puede ser una excusa para no hacerlo, pues existen alternativas ( subir los tipos, reducir el gasto) para conseguir ese objetivo sin infringir la constitución.