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Proposición de Ley de Impulso de la Transparencia: una opción discutible

El Grupo Socialista acaba de presentar una Proposición de Ley (ver aquí) que modificaría la Ley de Consumidores y Usuarios y cuya principal novedad consiste en consagrar normativamente el control de transparencia material. Desde la famosa STS de 9-5-2013 sobre la cláusula suelo esta cuestión ha adquirido una relevancia extraordinaria. Dadas las muchas dudas que plantea en la jurisprudencia -señaladas por Fernandez Seijo aquí– la clarificación de este tema ayudaría a la mejor protección del consumidor y a la seguridad jurídica. Veamos cual es la propuesta y si puede contribuir a ello.

La primera novedad es que el control de transparencia, implícito en la Ley de Consumidores y usuarios y en el art. 4.2 de la Directiva 13/93, se formula expresamente. La EM lo justifica porque considera la transparencia “como ideal o valor de lo justo…[que] se ha instaurado, de modo permanente, en la forma en que se entiende la relación política con el Estado, como ciudadanos, la relación con la Administración Pública, como administrados, y las relaciones contractuales predispuestas o bajo condiciones generales, como consumidores y clientes”. A mi juicio es muy tenue la relación entre estos dos ámbitos: la transparencia en la relación con las administraciones deriva de objetivos de control del poder político (accountability), mientras que la  transparencia en los contratos está relacionada con el tema  de la prestación del consentimiento y de los efectos del error y el dolo en los contratos. En cualquier caso, la frase y en general el tono filosófico-dogmático de la EM (más extensa que el texto legal) indica que su objetivo es imponer una determinada posición doctrinal más que resolver problemas prácticos.

El artículo 90 bis. 1 dice que el control de transparencia se aplica a todas las estipulaciones “no negociadas individualmente”, lo que no supone ninguna novedad.  Sí es novedoso el punto 2 que establece que ese control será realizado de oficio por jueces y tribunales. El control de oficio de las cláusulas abusivas ha sido consagrado por el TJUE y reflejado en el art. 552 de la LEC. Como en otras cuestiones que veremos, la propuesta trata de equiparar en todo las cláusulas abusivas y las no transparentes. Sin embargo, no parece que la apreciación por el juez de una cláusula que una causa un “desequilibrio importante” entre las obligaciones de las partes pueda extenderse fácilmente al control de transparencia. Abandonemos el mundo de la ideas en el que se mueve la EM y veamos un ejemplo. Tiene todo el sentido que un juez ante el cual se está desarrollando una ejecución aprecie de oficio que un interés de demora del 20% es desproporcionado, lo alegue o no el consumidor. Pero el problema de la transparencia es el de la adecuada comprensión por el consumidor del efecto de una cláusula. En concreto lo que ha de controlarse es que “el consumidor y usuario comprenda no solo el significado general de la contratación, sino también el alcance jurídico y económico de los compromisos asumidos”.  Una cosa es que (como ya dice el art 80 de la LCU) las cláusulas poco claras deban interpretarse a favor del consumidor, y otra que el juez entre de oficio en un concepto de comprensión material tan complejo. Me resulta difícil entender como un juez, sin que lo alegue siquiera el deudor, va a decidir que este no comprendió una determinada cláusula: en cualquier caso no parece que ello vaya a contribuir a la seguridad jurídica.

El 90.bis.3 dice. “La infracción de estos deberes contractuales, sin necesidad de que concurra el perjuicio o lesión para el consumidor y usuario, comportará que la cláusula afectada sea declarada abusiva.”  En relación con las cláusulas que se refieren al objeto principal del contrato se discutte si la falta de transparencia da lugar a que el Juez deba analizar si esa cláusula es abusiva o supone directamente una infracción  (vean los comentarios a este post). En  la jurisprudencia la propia STS  de la cláusula suelo no lo dejaba claro y el TJUE ha vacilado en este punto. La proposición toma partido: impone la transparencia como principio y castiga su infracción con la nulidad con independencia de que el contenido sea abusivo o equilibrado. Puede que esto favorezca la transparencia pero desde luego también alentará actuaciones oportunistas de los consumidores para evitar cumplir prestaciones absolutamente normales.

La misma norma zanja también otra discusión doctrinal, que es si los efectos de la falta de transparencia deben ser los mismos que los de la declaración de abusividad. El legislador entiende que sí, en contra de gran parte de la doctrina (entre otros, Pérez BenitezAlfaro y Pantaleón): el art. 90. quater  además anuda los radicales efectos de nulidad -imposibilidad de moderación, efectos ex tunc, etc…- tanto a la abusividad como a la falta de transparencia. Como los autores citados, creo que la transparencia es un problema del consentimiento, por lo que la sanción debe ser la que en general prevé la Ley para este tipo de vicios del contrato, y no los que se aplican a una cláusula abusiva que recae sobre un elemento accesorio.

El 90.ter extiende ese control “tanto las cláusulas que configuran el objeto principal del contrato, como las del resto del clausulado predispuesto”. No cabe duda de que todas las cláusulas están sometidas al control de transparencia formal, es decir al de comprensibilidad gramatical, y que por tanto también las cláusulas accesorias oscuras se interpretarán en el sentido más favorable al consumidor o no producirán efecto. Pero en el caso de control de transparencia material, la aplicación de la misma regla a las cláusulas accesorias no solo no parece estar justificado  sino que puede ser contraproducente. Como ha señalado el TJUE, el control de la transparencia ha de ser especialmente riguroso en relación con las prestaciones esenciales pues sobre ellas no cabe el control de contenido (no pueden ser declaradas abusivas): por ello es esencial que haya comprendido exactamente las consecuencias jurídicas y económicas del contrato. Por el contrario , lo que pretende el legislador con el control de abusividad de las cláusulas accesorias es que el consumidor no esté obligado a realizar un análisis exhaustivo de todas ellas, ya que puede confiar en que si son abusivos no se aplicarán (en este sentido Pantaleón y Alfaro). Esto se justifica porque en la práctica los consumidores nunca hacemos ese examen exhaustivo, lo que es racional económicamente, dado que para el consumidor es excesivo (no nos compensa) el coste de estudiar y en su caso negociar una multitud de cláusulas que regulan sucesos poco probables o de poco importe. Sin embargo, con la regulación propuesta, cualquier empresario podrá ver como se anulan cláusulas accesorias perfectamente equilibradas por no poder demostrar que se explicaron todas las posibles consecuencias económicas de las mismas en todas las distintas coyunturas futuras posibles. Esto llevará quizás a que se obligue a firmar a los consumidores infinidad de aceptaciones específicas, y también al oportunismo de algunos consumidores animados por los ya conocidos despachos de reclamaciones en masa. Un dudoso camino hacia la justicia y la seguridad.

Otra extensión que realiza la norma es que el control de transparencia material se podrá aplica (aunque no de oficio) a los contratos celebrados por empresarios (art. 6.bis de la Ley de Condiciones Generales), cuestión sobre la que publicaremos en breve un post específico.

La jurisprudencia sobre transparencia material está aún en proceso de formación, como muestran las vacilaciones de nuestro TS y del TJUE y tampoco existe acuerdo en la doctrina. Por ello, no parece  conveniente una intervención legislativa como la que comentamos, que toma posición en cuestiones muy discutibles y que no parece que vaya a contribuir a la seguridad. La utilización de conceptos jurídicos indeterminados y la sacralización del principio de la transparencia ignorando las complejidades de la práctica conducen a un mayor arbitrio judicial, pero sin que los jueces puedan encontrar ni en la Ley, ni en la jurisprudencia ni en la doctrina criterios claros para su aplicación.

Mi opinión es que el legislador debería evitar leyes programáticas como ésta y centrarse en dictar normas que protejan efectivamente a los consumidores. Por ejemplo, en la adaptación de la Directiva sobre crédito inmobiliario podría -entre otras cosas- hacer lo siguiente: fijar un máximo de intereses de demora entre 2 y 4 puntos más que el ordinario, prohibir los préstamos en divisas a consumidores ordinarios y regular la distribución de los gastos de la hipoteca. Puede que con esto no descubramos nuevos paradigmas del derecho de contratos, pero al menos tendremos normas claras y sencillas (que apenas necesitan explicación ni EM) que evitarán  abusos, inseguridad y muchos pleitos.

 

Artículo en EL Confidencial de nuestro coeditor Matías González Corona: Código Olivencia: éxitos y objetivos pendientes 20 años después

El pasado día 4 nuestro coeditor Matías González Corona publicó un artículo en EL Confidencial con motivo del fallecimiento del profesor Olivencia que transcribimos a continuación:

Con motivo del fallecimiento de Don Manuel Olivencia, jurista de talla incuestionable, deviene inevitable para los compañeros de profesión al menos un recuerdo del tan sonado y aclamado “Código o Informe Olivencia”, como primer Código de Buen Gobierno que se redactó en España, publicado en febrero de 1998, por Acuerdo del Consejo de Ministros de 28 de febrero de 1997.

Resultó ser un compendio de buenas prácticas y recomendaciones que supusieron un antes y un después en la forma en que las sociedades cotizadas tendrían que empezar a interrelacionarse con sus accionistas, y es que, aunque sus 23 recomendaciones no tuvieran carácter vinculante, y ciertamente no fueran acogidas por las empresas con todo el éxito esperado en un primer momento, sentaron las bases para el famoso principio de “cumplir o explicar” y la consiguiente repercusión en el accionariado minoritario, cuya tendencia hasta nuestros días se ha dirigido a una mayor exigencia de transparencia.

Como bien señalaba el “Código Aldama” -sucesor del Informe Olivencia- publicado en 2003, “el Informe de la Comisión Olivencia abocó a una serie de recomendaciones, precisas y ponderadas, que constituyen un Código de Buen Gobierno, de adopción voluntaria por parte de unas empresas que se deberían comprometer bien a cumplir el código, bien a explicar por qué no lo hacen, en la expectativa de que los mercados, a los que llegará esta información, probablemente recompensen las prácticas de buen gobierno y sancionen negativamente su incumplimiento”.

El imperio de la ley (como exigencia de una efectiva respuesta judicial para aquellas prácticas condenables), la autorregulación de las sociedades (como únicas con posibilidad de gestionarse y organizarse desde el punto de vista interno) y la transparencia (como mecanismo para la consecución de un mercado con unos inversores debidamente informados), fueron las bases fundamentales del texto precursor. Si bien es cierto, en cuanto a la autorregulación, que estos códigos de conducta responden a una necesidad de control de las sociedades en momentos en que se mostró que una absoluta desregulación producía abusos, como desde Hay Derecho nos hemos encargado de manifestar en varias ocasiones.

Sentado lo anterior, el Informe trató de separar la gestión y la propiedad de las cotizadas a través del nombramiento en mayoría de consejeros independientes no vinculados patrimonialmente a la empresa. Igualmente, se recomendó la creación de Comisiones delegadas de control –de auditoría, de nombramientos y de retribuciones-, el límite de edad en 70 años para el desempeño del cargo de consejero, la obligación de dimitir de los consejeros en determinados supuestos, etc.

Desde el punto de vista internacional y de derecho comparado, es cierto que se trató de un trabajo coetáneo con el del resto de países, bajo el paraguas del informe de Reino Unido –Financial aspects of corporate governance, conocido como Informe Cadbury, de 1992-, cuyo espíritu se intentó recoger en el Informe Olivencia y fue el que más influencia tuvo en su regulación.

La mayoría de los códigos de buen gobierno de la zona euro coinciden en el ámbito de aplicación, y además en cuanto al carácter no vinculante de sus recomendaciones, con la exigencia, como ocurre en España desde el año 2003, de la emisión de un informe anual de gobierno corporativo donde se debe explicar por qué no se ha cumplido con el código de buen gobierno.

La loable labor del Sr. Olivencia está lejos actualmente de las expectativas de 1998, al menos en sus apartados más importantes. En el último informe anual de Gobierno Corporativo de las compañías del Ibex-35 de la CNMV, se puede comprobar cómo el número de consejeros independientes ha aumentado, aunque alejado de la mayoría que se recomendaba su el Informe que lleva su nombre. Por otro lado, la semilla plantada con el Informe Olivencia ha conseguido que actualmente, a través de las denominadas prácticas de soft law, el Gobierno Corporativo sea un punto en el orden del día para toda sociedad cotizada.

Cross Border Conversion and the Polbud case: will Ireland or Holland be the new Delawares?

The judgment of the CJEU in the Polbud case further facilitates Cross Border Conversions in Europe and has the potential to bring changes in Company Law in the EU.

We should remember that Cross Border Conversion is not just a change in the Company´s address. A change of the registered office from one Member State (the Home Member State) to another (the Host Member State) implies at the same time a change nationality, applicable law, social type and by-laws.

The CJEU had previously recognized the right of European companies to carry out a  Cross Border Conversion as a consequence of  the freedom of establishment imposed by the EU treaties (aticles 49 and 54 TFEU), even if the legislation of the affected Member States did not allow it (Cartesio and Vale cases). It had also given certain indications on how to carry out the operation in default these national rules: through the successive application of the laws of conversion and incorporation of the Home and Host Member States. Although it allowed the Member States to establish certain requirements to protect the interests of minority shareholders, creditors and workers of the company, it demanded that they complied with the so called «Gebhard test»: they must be justified by imperative requirements in the general interest; they must be suitable for securing the attainment of the objective which they pursue; and they mustn’t go beyond what is necessary to obtain it. In some Member States (as in Spain, arts 95 of Ley de Modificaciones Estructurales) the Cross Border Conversion procedure has specific rules. But even if it does not, the CJEU doctrine makes conversion possible, although the lack of regulation implies uncertainties and problems in the coordination between the two legal systems. Even though they could be solved applying by analogy the rules of Cross Border Mergers, the harmonization of this operation´s rules seems convenient, and will probbly be included in the package of measures that the Comission will present shortly.

The novelty of the Polbud case is that the Polish company (Polbud) moves its registered office to Luxembourg without changing its headquarters, that is, its effective management center. The CJEU considers that Poland can not oppose the transfer even though it follows the real seat doctrine (it requires in general that the real seat and the registered office have to be in Poland to be a Polish company). Furthermore, and contrary to the opinion of the Advocate General and to previous CJEU decisions (Reyners, Gebhard, Vale, Iraklis), it establishes that it is not necessary for the company to pursue any economic activity in Luxembourg. The Court argues that in the Centros case it had already decided that the exercise of freedom of establishment was guaranteed although the company did not intend to carry any activity in the country of incorporation (UK) but only in Denmark. In that case it was a question of creating a new company and not converting an existing one, but the CJEU considers it does not justify a different treatment. Accordingly, it recognizes that opting for the most advantageous legislation can be the only motivation of a Cross Border Conversion: » the fact that either the registered office or real head office of a company was established in accordance with the legislation of a Member State for the purpose of enjoying the benefit of more favourable legislation does not, in itself, constitute abuse (see, to that effect, judgments of 9 March 1999, Centros, C212/97, EU:C:1999:126, paragraph 27.» (Polbud, paragraph 40)

This new doctrine is another step in the progress of freedom of establishment: from now on companies will be able to opt for the legislation that better suits to them not only at the moment of incorporation (Centros and Uberseering) but at any later moment through a Cross Border Conversion. This could favor the European «Delaware effect»  that has already been described after Centros. But this new situation also raises several problems.

Firstly, that only states that follow the principle of incorporation can enter into this competition, as real seat countries cannot attract companies that do not change their headquarters at the same time as their registered office. For this reason, we may soon have to speak about the Dublin or Amsterdam effect, since after Brexit these countries seem to the only in the monetary union that clearly follow the principle of incorporation.

The second problem is that competition between legal systems can work in different ways. It can become a stimulus for better legislation and for the better functioning of justice, notaries and commercial registers. But forum shopping may well pursue other objectives: for example, the majority shareholders might seek the law with weaker protection for minority shareholders; a law firm might relocate where the control of money laundering is less stringent; a highly indebted company or one with prospective litigation might choose not the best but the slowest or most inefficient judicial system; another may chose the State where legislation about finacial assistance is less retrictive, or even where enforcement of its rules is weaker.

Countries, in turn, may try to compete not with a more efficient system but with looser regulations, starting a race to the bottom which in the long term will result in a more unfair and inefficient European legal framework. In addition, given the systematic use of complex international corporate structures for tax evasion, facilitating  the existence of  companies without any real connection to their registered office («letterbox companies») might not be the wisest decision.

What should be done to promote freedom of establishment without undermining our Company Law system? First, the EU should harmonize the requirements for the protection of stakeholders in Cross Border Conversions, making sure that they are sufficient to prevent fraud through this operation. Harmonization should also extend to any matters regarding company law that can be considered to be of the public interest and should not be the object of free choice and competition. Ideally, harmonization should extend the problem of the connecting factor (real seat or incorporation). One solution would be to establish the real seat doctrine for the whole EU. In favor of this it can be argued that this was the option for in the Societas Europaea and that Corporate Tax is also applied on the basis of real seat. As this is difficult politically, at least the connecting factors should be clarified and (as suggested in this excellent study) the application to certain issues of the lex societatis could be limited, allowing Member States to apply their own regulation to foreign companies in matters that are considered to be of public order.

NB: you can find the Spanish version of this article here and a longer version here

El traslado internacional de domicilio y la Sentencia Polbud: ¿Será Amsterdam o Dublín el nuevo Delaware?

La reciente sentencia del TJUE (caso Polbud) no se puede considerar rompedora pues confirma la tendencia de ampliar la libertad de establecimiento de las sociedades, pero tiene el potencial para afectar de manera profunda al derecho de sociedades en Europa.

Hay que partir que la idea de que el traslado internacional del domicilio o transformación transfronteriza supone, además de un cambio en el domicilio de la sociedad, la modificación de su nacionalidad, y en consecuencia de su ley reguladora y de su tipo social. El TJUE ya había reconocido anteriormente la posibilidad de realizar esta operación dentro de la UE aún en el caso de que no estuviera regulada en ninguno de los países afectados (casos Cartesio y Vale ).También había dado ciertas indicaciones sobre como realizar la operación a falta esas normas nacionales, señalando que se debían aplicar sucesivamente las normas del Estado de origen y de destino sobre transformación y constitución de sociedades. Aunque permitía que los Estados miembros sometieran la operación a requisitos especiales para defender los intereses de minoritarios, acreedores y trabajadores de la sociedad, exigía que fueran adecuados para conseguir ese fin y proporcionados (el conocido “Gebhard test” por el caso del mismo nombre). En algunos ordenamientos como el nuestro (arts 95 y ss Ley de Modificaciones Estructurales) la operación estaba regulada expresamente, pero aún cuando no lo estaba esta jurisprudencia permitía su realización de estas operaciones. No obstante, la necesidad de integrar las normas de la transformación interna con la doctrina de las sentencias planteaba incertidumbres y problemas prácticos en la coordinación entre los dos sistemas jurídicos, por lo que la doctrina y la Comisión recomendaban la adopción de un directiva para dar mayor seguridad y facilitar estas operaciones.

La novedad del caso Polbud respecto de los antes citados es que la sociedad polaca traslada su domicilio a Luxemburgo sin cambiar su sede real, es decir su centro de dirección efectiva. El TJUE considera que Polonia no puede oponerse al traslado porque no se cumpla en este caso el principio de coincidencia de domicilio social y de sede real que en general exige el derecho polaco (y la mayoría de los países continentales, incluida España). Además, en contra del criterio de la Abogada General y de anteriores sentencias (Reyners, Gebhard,  Vale, Iraklis) entiende que tampoco es necesario que la sociedad vaya a ejercer una actividad económica en Luxemburgo. Señala que en el caso Centros ya se admitió el ejercicio de la libertad de establecimiento cuando una sociedad se había constituido en otro estado en el que no iba a realizar ninguna actividad. Aunque en ese caso se trataba de crear una sociedad nueva y no de modificar una existente, el TJUE no considera que esto justifique un tratamiento distinto. De hecho reconoce  la posibilidad de optar por la legislación más ventajosa y que esta sea la única motivación de la transformación transfronteriza: “no constituye un abuso en sí mismo el hecho de establecer el domicilio, social o real, de una sociedad de conformidad con la legislación de un Estado miembro con el fin de disfrutar de una legislación más ventajosa.” (pueden ver un examen más detallado de esta y las anteriores sentencias aquí)

Esto supone una modificación sustancial de la situación anterior: a partir de ahora las sociedades podrán optar por la legislación que más les conviene no solo en el momento de la constitución (como se deducía de los casos Centros y Uberseering) sino en cualquier momento posterior a través de la transformación transfronteriza. Esto podría favorecer lo que en EE.UU se conoce como “Delaware effect”, es decir la concentración de sociedades en algunas  jurisdicciones preferidas. La posibilidad de elegir la regulación societaria que se prefiera sin necesidad de tener ninguna relación con ese Estado implica una verdadera competencia entre sistemas jurídicos, lo que plantea varios problemas.

El primero es que solo podrán competir los Estados que siguen el principio de constitución, es decir que no requieren conexión entre sede real y domicilio estatutario. Esto es así pues solo cabrá optar por una determinada legislación sin cambiar el domicilio real si el Estado de destino no exige esa coincidencia. Por ello quizás dentro de poco habrá que hablar del  Efecto Dublín -o qiuzás Amsterdam- puesto que tras el Brexit Irlanda y Holanda quedarán como los países de la unión monetaria que siguen claramente el principio puro de constitución.

El segundo problema es que la competencia entre sistemas jurídicos no está claro como va a funcionar. Puede convertirse en un estímulo para una mejor legislación o incluso para el mejor funcionamiento de la justicia, el notariado o los registros mercantiles. Pero puede que la competencia permita otras maniobras: por ejemplo, los accionistas mayoritarios enfrentados a una minoría buscarán la normativa que menos proteja a los minoritarios; una sociedad profesional de abogados puede localizarse donde las exigencias de transparencia y las obligaciones relacionadas con el blanqueo sean menos rigurosas; una sociedad endeudada o con litigios potenciales con sus socios, en la jurisdicción que tenga el sistema judicial más lento o ineficaz; otra se trasladará para sujetarse a la normativa -o vigilancia- más laxa sobre asistencia financiera, en perjuicio de los acreedores. Los países, a su vez, pueden tratar de competir no tanto con sistemas más eficientes sino con regulaciones más laxas, lo que no provocará una mejora de las regulaciones sino una carrera hacia el fondo (“race to the bottom”), lo que a la larga creará un marco jurídico y fiscal injusto e ineficiente. Además, dada la sistemática utilización de complejas estructuras societarias internacionales para la evasión fiscal, no parece que permitir sociedades sin ninguna conexión real con su domicilio (las llamadas “letterbox companies” o sociedades-buzón) sea la mejor opción.

¿Qué se puede hacer? En primer lugar, exigir la armonización en Europa de los requisitos exigidos para la protección de los interesados en las transformaciones transfronterizas. También unificar las materias del derecho de sociedades en que se consideren que son de interés público y en las que no debe operar la competencia entre legislaciones. La armonización probablemente deba afectar también al problema del punto de conexión (sede real o incorporación). Podría pensarse también en  establecer el principio de sede real para toda la UE, es decir la necesaria conexión entre centro de dirección y nacionalidad: hay que tener en cuenta que es el sistema seguido para la Sociedad Europea y también el criterio fiscal. Si esto no fuera posible, habría que al menos clarificar los puntos de conexión y  (como se sugiere en este excelente estudio) limitar la aplicación a determinadas cuestiones de la lex societatis, permitiendo a  los Estados miembros aplicar su propia regulación a sociedades extranjeras en materias que se consideren de orden público.

 

 

Eficacia de la cancelación registral de las sociedades de capital

Este artículo ha sido escrito por Aurora Martínez Flórez y Andrés Recalde Castells

Para la extinción de las sociedades de capital (SA o SRL) se exige la completa realización de las operaciones de liquidación (el pago de los acreedores y, en su caso, el reparto del haber resultante entre los socios) y otorgar la escritura pública de extinción, que deberá inscribirse en el Registro Mercantil con la correspondiente cancelación de todos los asientos relativos a la sociedad (v. art. 395 TRLSC).

Ha sido un asunto tradicionalmente controvertido en la doctrina y en la jurisprudencia española (y también en la extranjera) el tema de si la sociedad se extingue cuando se cancelaron sus asientos registrales, a pesar de que no se habían concluido todas las operaciones de liquidación. Esto es, cuando se realizó la inscripción cancelatoria sin haber pagado a todos los acreedores (supuesto que se plantea en la práctica con frecuencia) o sin haber repartido todo el haber social entre los socios. La cuestión, de gran interés práctico, afecta a la reclamación de esos acreedores o socios tras la cancelación registral.

La doctrina y la jurisprudencia han propuesto diversas soluciones con el fin de atender a los intereses de acreedores y/o de socios.  La postura más radical, defendida por la doctrina, es la que considera que la inscripción cancelatoria provoca la extinción de la sociedad y que las relaciones jurídicas pendientes de la sociedad pasan por sucesión universal a los socios, de manera que deben ventilarse con estos.

Se trata de una concepción que suscita numerosos reparos. Desde el punto de vista práctico, porque la sucesión de  los socios en la posición de la sociedad daría lugar a situaciones muy complejas (a un listisconsorcio pasivo necesario, a la creación de una comunidad de bienes entre los socios…) y  llevaría a que los acreedores de la sociedad concurrieran respecto de los bienes sobrevenidos con los acreedores personales de los socios. También merece objeciones desde el plano teórico, porque, amén de apoyar el “nacimiento” y “muerte” en una concepción, en cierta medida, antropomórfica de la persona jurídica hoy absolutamente superada, es incoherente con el proceso articulado por el Derecho societario para la extinción de la sociedad. La sucesión mortis causa presupone la muerte del sujeto al que se sucede. En cambio, las normas societarias prevén que la sociedad continúe en vida mientras se extinguen sus relaciones jurídicas. No parece lógico, por ello, acudir a la sucesión universal para resolver los problemas de la liquidación incompleta, cuando el Derecho societario la desechó, decantándose por un sistema de pago de los acreedores y de atribución inter vivos de los bienes sociales antes de la extinción de la persona jurídica.

Otras soluciones patrocinadas por la doctrina y por la jurisprudencia para resolver los problemas que se plantean cuando tras la inscripción cancelatoria aparecen relaciones jurídicas pendientes de la sociedad que no encuentran respuesta en las normas positivas parten, con unos u otros matices, de la continuación de la sociedad incluso después de la inscripción registral cancelatoria.

Así sucede, por un lado, con la  tesis según la cual la sociedad que fue cancelada sin haber terminado la liquidación continúa manteniendo su personalidad jurídica hasta finalizar la liquidación y en la medida precisa para concluirla, de acuerdo con la cual la inscripción en el Registro Mercantil tiene una eficacia meramente declarativa de una extinción ya producida (solución acogida por las SSTS de 27.03.2011 y de 20.03.2013 ante la demanda presentada por acreedores insatisfechos contra la sociedad cancelada).

Y lo mismo puede decirse de otra tesis que vincula la publicidad registral con la adquisición y la pérdida de la personalidad jurídica. Se llega a decir que la sociedad de capital adquiere su personalidad jurídica con la inscripción de su escritura de fundación en el Registro Mercantil (art. 33 TRLSC) y que, correlativamente, pierde la personalidad con la inscripción cancelatoria en el citado Registro. Ahora bien, la inscripción registral no sanaría los defectos de la liquidación; de manera que, si la sociedad se canceló sin haber terminado la liquidación, los acreedores y los socios podrán pedir la nulidad de las operaciones de liquidación, la nulidad de la cancelación registral y la reapertura de la liquidación.

Sin embargo, la necesidad de interponer una acción de nulidad de la inscripción cancelatoria supone, en el fondo, negar efecto extintivo a la cancelación: la inscripción por sí sola no produce la extinción; sólo la provoca si va precedida de la realización de todas las operaciones de liquidación (solución acogida por la STS de 25.07.2012, también en un caso de demanda de la sociedad cancelada por acreedores insatisfechos). En efecto, según esta Sentencia, para que los acreedores puedan demandar a la sociedad cancelada solicitando la declaración y la satisfacción de sus créditos, es preciso que al mismo tiempo pidan la nulidad de la cancelación registral para que la sociedad recobre la personalidad jurídica.

La reciente e importante Sentencia del Pleno de la Sala Primera del TS de 24.05.2017 constituye el último hito en este proceso que niega a la inscripción registral la producción de efectos extintivos para la sociedad. Esta Sentencia entiende, de acuerdo con la tesis que atribuye efectos meramente declarativos a la cancelación, que la sociedad sigue teniendo personalidad jurídica tras la cancelación cuando esta se produjo sin haber terminado la liquidación y, por lo tanto, conserva la capacidad para ser parte como demanda. Pero, además, representa un importante avance, porque viene a eliminar los obstáculos que suponía la doctrina de la Sentencia de 25.02.2012 (y la de los autores a los que dicha sentencia seguía) para que los acreedores insatisfechos de la sociedad cancelada puedan reclamar el cobro de sus créditos a la sociedad cancelada y pone de manifiesto las deficiencias dogmáticas de dicha postura.

Son tres los aspectos fundamentales que interesa resaltar de esa sentencia:

1º. Se niega cualquier pretendido paralelismo entre una eficacia (constitutiva) de la inscripción registral a los efectos de la adquisición y de la pérdida de la personalidad jurídica. Un paralelismo que fue afirmado por la STS de 25.07.2012 (de acuerdo con lo que había sostenido un autorizado sector doctrinal bajo la vigencia de la LSA y del TRLSA). En la Sentencia de 24.05.2017, el TS indica que la afirmación de que las sociedades de capital adquieren su personalidad jurídica con la inscripción de la escritura de constitución y que la pierden con la inscripción de la escritura de extinción no es del todo exacta. Por un lado, señala –reiterando lo que hoy constituye doctrina asentada- que si bien la inscripción de la escritura de constitución de la sociedad es precisa para adquirir la personalidad jurídica propia del tipo social elegido (de SA o de SRL: art. 33 TRLSC), no lo es para que la sociedad adquiera personalidad jurídica. La sociedad no inscrita tiene cierto grado de personalidad jurídica (art. 37 TRLSC) y, por ello, goza de capacidad para ser parte; así lo demuestra el régimen de la sociedad en formación o, eventualmente, el de la sociedad irregular. Del mismo modo, tras la inscripción de la escritura de extinción y la cancelación de los asientos registrales, la sociedad conserva la personalidad jurídica a los efectos de las reclamaciones pendientes basadas en pasivos sobrevenidos que deberían haber formado parte de las operaciones de liquidación. Mientras que esté pendiente la liquidación de la sociedad, esta sigue teniendo personalidad jurídica y, por ello, capacidad para ser demandada. Las reclamaciones de los acreedores para que se reconozcan judicialmente sus créditos pueden y deben dirigirse contra la sociedad.

2º. La continuación de la personalidad jurídica sólo lo es a los efectos necesarios para concluir la liquidación de la sociedad. La sociedad cancelada que no terminó su liquidación (porque tiene acreedores insatisfechos o bienes sociales sin repartir) sigue teniendo personalidad jurídica, pero únicamente  “a los meros efectos de completar las operaciones de liquidación” afirma el TS. La sociedad no sigue existiendo a otros efectos (para el tráfico la sociedad no existe). Se trata de un aspecto importante, porque la conservación de la personalidad jurídica se concibe únicamente como un expediente (sencillo y eficiente) para facilitar la extinción de las relaciones jurídicas pendientes de la sociedad cancelada; para completar su proceso de extinción.

3º. La posibilidad de demandar a la sociedad cancelada y de concluir su liquidación no requiere impugnar la inscripción cancelatoria. La Sentencia da un paso importante afirmando que no es necesario que los acreedores impugnen la inscripción cancelatoria para poder demandar a la sociedad reclamando la satisfacción de sus créditos. Una solución totalmente coherente con el planteamiento del que se parte: si la sociedad sigue existiendo a pesar de la cancelación registral, no hay necesidad de dejar sin efecto dicha inscripción para que la sociedad recobre su existencia y pueda concluirse su liquidación. Por otro lado, la tesis acogida por esta Sentencia permite superar los graves problemas a los que conducía la interpretación que consideraba que la inscripción cancelatoria es constitutiva de la extinción y que es necesario declarar la nulidad de la cancelación para que la sociedad recobre la personalidad jurídica y la capacidad para ser parte. Ello obligaría a declarar la nulidad de la cancelación y a otorgar nuevamente la escritura pública de extinción y a inscribirla en el Registro Mercantil tantas veces como acreedores insatisfechos o activos sociales aparecieran después de la cancelación de la sociedad, con los consiguientes costes para los acreedores y los socios, lo que repugna a las más elementales ideas de justicia y economía. Dado que siempre puede aparecer un nuevo acreedor (o un nuevo bien) después de la cancelación registral de la sociedad, es sensato articular vías que permitan conservar lo actuado con anterioridad (en la medida en que resulte posible) y completar el proceso inacabado.

Por las razones indicadas, la STS de 24.05.2017 merece una valoración muy positiva, tanto desde el punto de vista teórico como desde el práctico.

¿Cual debe ser el objetivo de los administradores? La creación de valor para el accionista y su crisis.

Durante los años 80 y 90, la idea de que el objetivo de los administradores debía ser la creación del valor para el accionista se convirtió en un dogma inatacable. La idea procedía de economistas anglo-sajones (Stern, Rappaport) y consistía en que el objetivo de la sociedad era maximizar el beneficio económico del accionista, lo que en las  cotizadas se traducía  en maximizar el valor de su acción. Esto parecía tanto por el derecho de estos países, tanto en la ley como en la jurisprudencia. En el famoso caso Dodge v. Ford, y frente a la alegación del mismísimo Henry Ford de que prefería emplear los recursos de la empresa en “construir coches mejores y más baratos y pagar mejores sueldos”, la corte de Michigan dio la razón a los accionistas minoritarios, que defendían que se debía dar prioridad a los  intereses de sus socios. Aunque en los derechos continentales, y en particular en Alemania, la tradición jurídica tendía a considerar la necesidad de tener otros intereses, especialmente los de los trabajadores, esto se consideró una concepción superada.

Sin embargo, casos como Enron o Worldcom y la crisis financiera de 2008 revelaron que esa doctrina, o más concretamente la obsesión por el valor de la acción había llevado al cortoplacismo, el sobre endeudamiento, la reducción de la inversión, y la manipulación de la contabilidad. La necesidad de revisar el modelo se imponía y podemos distinguir dos tendencias básicas.

Por una parte están las teorías pluralistas o institucionalistas, que impugnan directamente la doctrina anterior. Entienden que el interés económico del accionista no es el único objetivo de la empresa, sino que ésta tiene que atender a los de diversos interesados («stakeholders») en la misma. Los argumentos son de tipo ético pero sobre todo económico (aquíaquí), pues se considera que la mayor eficiencia global se logra si los administradores tienen en cuenta no sólo el interés del accionista sino también el de las demás personas relacionadas con la empresa (clientes, trabajadores, proveedores, pero también el de la sociedad en general).

Llevar a la práctica estas teorías, sin embargo, plantea problemas: los intereses de todos esos grupos a menudo entran en conflicto, sin que estas teorías ofrezcan instrumentos claros para determinar cual debe prevalecer en cada caso (un problema, por cierto que ya en 1995 Terceiro advirtió que padecían las Cajas de Ahorro). La consecuencia es que no es posible saber cuando los administradores actúan correcta o incorrectamente ni exigirles responsabilidad. La idea de la Responsabilidad Social Corporativa (RSC) parecería poder encuadrarse en estas teorías, al defender que las empresas actúen favoreciendo los intereses de la sociedad en su conjunto, pero en la práctica  no queda claro si esto esto es lo que debe guiar a los administradores o es solo un elemento accesorio para mejorar la imagen de la empresa –o de maquillarla…-.

El segundo grupo de autores  mantienen el interés del accionista como elemento central a tener en cuenta por los administradores, pero rechazando que esto se traduzca solo en perseguir el mayor del valor de la acción durante su mandato. Señalan que hay que es ampliar el plazo y los elementos a tener en cuenta por los administradores. El reflejo legislativo de esta postura es la normativa británica: la reforma de la Companies Act en 2006 estableció (artículo 172) que los administradores deben actuar en beneficio de sus socios («promote the success of the company for the benefit of its members as a whole) pero también que “al hacerlo deben tener en cuenta las consecuencias probables de cualquier decisión a largo plazo” y también los intereses de empleados, las relaciones con proveedores, clientes y otros, el impacto medio ambiental y la reputación de la sociedad. No se trata de una visión pluralista pues el objetivo es el interés de los socios y los demás solo han de “tenerse en cuenta”. Lo que la ley británica advierte es que la protección de ese interés requiere una visión más amplia, pues a medio plazo no se puede sostener la rentabilidad si no se tienen en cuenta los otros intereses: por ejemplo, la falta de cuidado de los empleados provocará la pérdida de los mejores, o los efectos medio ambientales negativos darán lugar a daño reputacional o a sanciones, aunque sean dentro de mucho tiempo. Esta teoría reformada es lo que se denomina “Enlightened Shareholder Value” (ESV), que podría traducirse como un valor para el accionista bien entendido o «ilustrado».

¿Y qué sucede en nuestro derecho? A primera vista, nada de esto aparece en nuestra Ley de Sociedades de Capital (LSC). El artículo 225 LSC no dice qué tienen que perseguir los administradores sino solo cómo (con diligencia y dedicación) y el art. 226 parece ampliar su discrecionalidad al incorporar la llamada “business judgement rule” a nuestro derecho. Algunos autores dicen incluso que el artículo 348 bis vuelve a poner el ánimo de lucro de los socios como objetivo central de la sociedad al “obligar” a repartir dividendos (MARINA, aquí).

Sin embargo, la misma idea de la norma inglesa aparece en nuestra ley -en un lugar sorprendente- cuando el artículo  217 LSC establece que “el sistema de remuneración establecido deberá estar orientado a promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”. Aunque el artículo se refiere al sistema de remuneración y no a una obligación de los administradores, es evidente que si ese sistema debe perseguir ese objetivo es porque ese debe ser también el de los administradores.  El legislador está modalizando el ánimo de lucro como único fin de la sociedad: no lo niega, pues la rentabilidad puede identificarse con él, pero introduce el concepto de sostenibilidad a largo plazo, que introduce dos elementos nuevos, también presenes en la ley inglesa.

Por una parte el elemento temporal, pues no se trata de obtener unos beneficios o un aumento de valor inmediato sino a largo plazo. Aunque no lo define, es evidente que no se refiere a un plazo financiero sino empresarial – no a meses o uno o dos años, sino lustros-. Por otra parte, el concepto de “sostenibilidad” va más allá de la simple permanencia e implica que se han de tener en cuenta los factores que hacen a la empresa viable desde un punto de vista social y ecológico, lo que implica tener en cuenta los intereses de trabajadores, proveedores, clientes y comunidad.

Lo que no está claro es qué consecuencias tiene esta norma en la práctica. En el derecho inglés la doctrina duda que los interesados (“stakeholders”) distintos de los socios puedan ejercer ninguna acción contra los administradores basándose en el criterio legal. Aún más difícil será admitir esto en nuestro derecho en el que la obligación de tener en cuenta esos intereses se establece de forma indirecta. No obstante, puede servir a los administradores para defender determinadas políticas frente a los socios: por volver al ejemplo de Ford, es evidente que su estrategia fidelizaba a clientes y trabajadores y contribuía a la sostenibilidad a largo plazo de la empresa. En relación con el art. 348 bis, puede fundamentar una oposición al derecho de separación por parte de los accionistas si los administradores demuestran que la falta de reparto de dividendos era necesaria para mantener la viabilidad de la empresa.

A pesar de las limitaciones de esta doctrina «ilustrada» de la creación de valor, no parece que el  legislador pueda obligar a los administradores a una defensa más  concreta de esos otros intereses sin que aparezcan los problemas de las teorías pluralistas. Quizás la solución sea una vía intermedia entre contractualistas e institucionalistas. En  este reciente artículo de la Harvard Business Review de RAPPAPORT ( uno de los padres la doctrina de creación de valor)  se dice que deben ser los propios socios los que definan esos objetivos. Los estatutos podrían definir qué es el largo plazo, qué otros intereses deben tenerse en cuenta y cómo resolver los conflictos entre ellos. La transparencia en estas cuestiones tendría una doble utilidad. Por una parte permitiría a los terceros saber a qué atenerse en sus relaciones con la sociedad, a los socios si les interesa o no invertir en ella, y facilitaría el proceso de decisión de los administradores y la determinación de sus responsabilidades. Por otra, promovería la moralización de la administración, pues es poco probable que nadie quiera mostrarse como cortoplacista o indiferente a los daños medioambientales. Como no siempre lo harán voluntariamente, el legislador podría obligar a las sociedades que por su tamaño tienen una mayor influencia sobre otros intereses a explicitar esos criterios.

El debate está abierto, y las soluciones no son sencillas ni tienen que ser las mismas para todo tipo de sociedades. Pero está claro que se trata de otro caso – uno más – en que criterios puramente económicos -que prescinden de criterios éticos y de justicia- resultan ser erróneos y  llevan a resultados económicos y sociales desastrosos. El mercado es la mejor forma de asignar recursos, pero el propio Adam Smith comprendía que esa mano invisible solo puede funcionar si, aún siguiendo su propio interés, todos los actores actúan con respecto a los valores éticos de la comunidad.

 

 

Reparto de dividendos y art. 348 bis: actuación en la Junta General

Estamos en plena «temporada» de Juntas Generales de sociedades y este año socios y administradores han de plantearse como deben actuar en relación con el resucitado art. 348 bis LSC, que establece un derecho de separación del socio disconforme cuando no se repartan como dividendos un tercio de los beneficios. Como ya tratamos los problemas generales de este artículo (aquí), me limito a las cuestiones que tienen relación con la actuación en la Junta.

Desde el punto de vista del socio, se plantean muchas dudas dada la desafortunada redacción del artículo, que dice: “el socio que hubiera votado a favor de la distribución de los beneficios sociales tendrá derecho de separación en el caso de que la junta general no acordara la distribución como dividendo de, al menos, un tercio de los beneficios”. Interpretada literalmente produce resultados absurdos, como que se pueden separar  los socios  “integrantes de la mayoría que propugnan un reparto de beneficios inferior al legal”, como señala la Sentencia de la AP de Barcelona de  26 de marzo 2015. Lo que sucede es que la norma está presuponiendo una propuesta de reparto superior al tercio y solo en ese caso tiene sentido.

Pero ¿Como debe actuar el socio disconforme cuando la propuesta de reparto no cumple el mínimo legal?. En el caso resuelto por esa sentencia, la sociedad sostenía que los minoritarios debían haber solicitado un suplemento a la convocatoria introduciendo un punto del orden del día con una propuesta de reparto superior al mínimo. La Audiencia lo rechaza y entiende que en ese caso basta “que el socio asistente a la junta muestre en ella su posición favorable a un reparto de dividendos en cifra superior a una tercera parte de los beneficios, de un lado, y que la junta acuerde una distribución distinta (inferior)”.

Por tanto, se pueden dar dos casos:

– Si el reparto propuesto cubre el mínimo legal y es rechazado, los que hayan votado a favor tendrán derecho de separación sin necesidad de ninguna manifestación adicional, pero han de asegurarse que conste el sentido de su voto en el acta de la Junta.

– Si la propuesta es un reparto inferior -o nulo-, el socio debe asegurarse de que en el acta consta su voluntad de que se reparta el dividendo mínimo (no es necesario que exprese en ese momento su voluntad de ejercer el derecho).

Como la ley hace depender el derecho del sentido del voto, parece que no lo tendrán los socios sin derecho a voto. La justificación sería que con arreglo al artículo 99.2 LSC si existen beneficios la sociedad tiene que repartir el dividendo mínimo fijado en los estatutos, por lo que la participación en las ganancias estará ya asegurada por esta vía.

En el caso de usufructo de acciones o participaciones, la regla general es que el voto corresponde al socio, por lo que en principio coincidirá este con el derecho de separación. Sin embargo, en el caso en que por estatutos le corresponda al usufructuario,  el derecho sigue correspondiendo al socio, que es el que va a recibir el valor de sus participaciones (sin perjuicio de la aplicación de las normas de liquidación del usufructo).

Se puede plantear qué sucede cuando existen beneficios en las filiales y estas no han distribuido dividendos a la matriz. ¿Cabe en este caso que los socios de la cabecera de grupo ejerzan el derecho de separación si no reciben como dividendos un tercio de los beneficios totales  del grupo? Aunque entiendo que sí hay identidad de razón, es dudoso que una norma excepcional como el art. 348 bis pueda ser objeto de aplicación analógica. Creo que si la filialización se ha producido con posterioridad a la publicación de la reforma del art. 348 bis, cabría entender que existe fraude de ley. No puedo tratar aquí este tema en profundidad pero  limitándome a la actuación del socio en la Junta, está claro que si pretende ejercer su derecho en este caso también deberá manifestar en la Junta que se debe repartir el dividendo mínimo teniendo en cuenta los beneficios de las filiales.

Hay que destacar que la actuación del socio en el sentido indicado no supone el ejercicio del derecho de separación, sino el inicio del plazo de un mes para ejercitarlo. Es dudoso que para ese ejercicio sea  suficiente la manifestación en la Junta, porque  el art. 348 para ello exige la forma escrita y además el destinatario de ese escrito parece ser el órgano de administración y no la Junta. A efectos de la prueba (no de validez, como señaló la SJM de San Sebastián de 30 de marzo de 2015)  se debe hacer  por un medio  que permita probar la recepción y el contenido de ese escrito (notificación notarial, burofax).

En cuanto a la actuación de los administradores, parece que como regla general deben proponer el reparto del dividendo mínimo legal, para evitar a la sociedad los problemas que puede plantear la separación. Por otra parte, el art 276 de la LSC prevé que en la propuesta se determine el momento del pago del dividendo, lo que el 348 bis no ha modificado. En consecuencia, y para evitar los problemas de liquidez inmediata, parece posible acordar (por mayoría ordinaria) el aplazamiento de pago del dividendo. El límite será el abuso de derecho: es posible aplazarlo, incluso por un periodo largo, pero siempre que se pueda justificar su necesidad en función de la previsión de flujos de caja de la sociedad. Como insisto más adelante, el derecho del socio se debe subordinar a la conservación de la empresa.

El acuerdo del dividendo mínimo es compatible con otras actuaciones destinadas a reforzar el capital de la sociedad. Los socios que quieran pueden aportar en un aumento de capital lo recibido como dividendo (o de la cantidad neta después de impuestos si no se quiere obligar a los socios a aportar nuevos fondos).

Como la ley no establece un dividendo obligatorio, es posible que se proponga y apruebe una aplicación del resultado que no cumpla el mínimo legal, exponiéndose al derecho de separación. El socio disconforme puede no ejercerlo o incluso renunciar a hacerlo en la propia Junta, lo que abre una cierta posibilidad de negociación entre mayoría y minoría. Podrían pactar un reparto inferior al mínimo legal y la renuncia simultánea al derecho de separación, o la recompra por los socios o la sociedad de parte de sus acciones o participaciones. Pensemos que esto último es equivalente al reparto de dividendo y posterior aportación por los socios, pero sin el coste fiscal.

Otra cuestión es si la sociedad puede evitar el ejercicio de separación en algún caso.

Entiendo que se podría considerar abusivo el ejercicio del derecho de separación en dos supuestos:

En primer lugar, cuando el socio hubiera firmado previamente un pacto en el cual se acordara la suspensión del dividendo. Es cierto que la jurisprudencia del TS hace prevalecer la normativa societaria y los estatutos frente a los pactos parasociales, incluso unánimes. Sin embargo hay que tener en cuenta que en este caso no se trata de impugnar un acuerdo social contrario a un pacto privado, sino del ejercicio de un derecho concreto por ese socio incumplidor. La STS de 25 de febrero de 2016, en un caso en que por pacto se había concedido el voto a un usufructuario sin modificar los estatutos entendió “cuando el acuerdo social ha dado cumplimiento al pacto parasocial, la intervención del socio en dicho pacto puede servir… como criterio para enjuiciar si la actuación del socio que impugna el acuerdo social respeta las exigencias de la buena fe”. Y por considerar esa actuación abusiva rechazó la impugnación del acuerdo, que sin embargo era contrario a la norma general de que el voto corresponde al socio.

En segundo lugar, cuando el ejercicio del derecho pueda provocar la insolvencia de la sociedad.  La doctrina entiende que el socio tiene un deber de lealtad con la sociedad, y la jurisprudencia que existe un interés general en la conservación de la empresa. Además, el art. 217 LSC establece que se debe «promover la rentabilidad y sostenibilidad a largo plazo de la sociedad”,  lo que implica que el legítimo interés del socio a obtener lucro a través del dividendo debe estar subordinado a este interés de mantenimiento de la empresa, por lo que si la falta de reparto de dividendos está justificada y el ejercicio del derecho de separación  compromete esa sostenibilidad, la sociedad puede alegar el abuso de ese derecho. Sin embargo, solo estas circunstancias excepcionales justificarían a alegación de abuso: no cabría oponerse, por ejemplo, porque se hubieran repartido dividendos en ejercicios anteriores.

La conclusión es que la norma no impone un reparto obligatorio de dividendos, pero que al haber intervenido el legislador en este conflicto de intereses, la actuación de los administradores debe ser en principio respetuosa del “standard” legal. Eso no impide que se pueda intentar llegar a pactos distintos, y que en todo caso el consentimiento individual del socio y el riesgo de la propia subsistencia de la sociedad actúen como límites al ejercicio del derecho.

Las grandes cuestiones jurídicas de la resolución del Banco Popular

El pasado 7 de junio la Junta Única de Resolución (JUR), un novedoso organismo de Derecho Europeo, intervino el Banco Popular a través de la ejecución forzosa de diversas ampliaciones y reducciones de capital, todo ello para acabar transmitiendo finalmente las acciones resultantes de la última ampliación de capital al Banco Santander. Estas decisiones fueron impuestas por la JUR al Banco Popular en uso de unas potestades administrativas que veían la luz por primera vez desde que le fueron atribuidas por el derecho europeo. Los juristas de viejo cuño, es decir, los que nos formamos con la vieja y perseverante Ley de Expropiación Forzosa de 1954 contuvimos el aliento con la noticia de que el Banco Popular había sido vendido por 1 Euro, por la noche, sin previa actuación pública, sin notificación o audiencia a los interesados….

 

La intervención del Banco Popular, llámese resolución en nueva terminología financiera, tuvo lugar al amparo del Reglamento UE 806/2014 (Reglamento). Esta norma, así como la Directiva 2014/59, y en España la Ley 11/2015, tienen su origen en la experiencia adquirida en las crisis bancarias de los últimos años. Este conocimiento acumulado ha llevado a la convicción de que la liquidación por concurso de grandes bancos produce daños irreparables al sistema financiero, de ahí que la nueva tecnología jurídica desarrollada por la Unión Europea se asiente en principios jurídicos distintos a los que presidían las tradicionales formas de intervención. En concreto, en esta nueva normativa ya no se habla de liquidación de la entidad de crédito, sino de su resolución, entendida ésta como la imposición de medidas urgentes de reestructuración y venta del Banco o de sus activos. En segundo lugar, para evitar conflictos de interés tal normativa parte de la separación de las funciones de supervisión, que corresponden al Banco Central Europeo (BCE), y de las funciones resolutorias, que corresponden a la JUR y a las autoridades nacionales de resolución (en España el FROB). En concreto, estas últimas actúan colaborando con la JUR para ejecutar la resolución previamente acordada. En tercer lugar, se asume que es necesario dotar a las entidades de supervisión y resolución de procedimientos que les permitan actuar rápidamente cuando el banco en crisis todavía es solvente. En cuarto y último lugar, para distribuir adecuadamente los riesgos, la nueva regulación dispone que el coste de la resolución deberá ser financiado preferentemente por los accionistas y acreedores del banco.

La resolución del Banco Popular se acuerda por la JUR, previa emisión de los informes de la Comisión Europea y del BCE. A continuación, la JUR decide la resolución al apreciar que sobre el banco concurren las circunstancias siguientes: (i) está en graves dificultades o va a estarlo (según el criterio del BCE), (ii) no existen razonablemente otras alternativas (según el criterio de JUR); y (iii) la resolución es necesaria para el interés público (según el criterio de JUR que puede ser contradicho por la Comisión). Una vez que la JUR toma la decisión de resolución, ésta se ejecuta en España por el FROB. Se produce entonces el uso de las extraordinarias potestades administrativas a las que hemos asistido como son la sustitución de la Junta General del Banco Popular para acordar y ejecutar sucesivas reducciones de capital con amortización de acciones y ampliaciones de capital para capitalizar diversos instrumentos de deuda, así como para vender forzosamente a 1 Euro todas las acciones emitidas en la última ampliación de capital.

Hasta aquí lo que más o menos es sabido por todos. No obstante, a medida que se va disipando la polvareda causada por este meteorito jurídico van surgiendo las preguntas cuya adecuada respuesta nos permitirán valorar adecuadamente la situación creada. Para mi gusto, tales preguntas son las siguientes:

  1. ¿Qué responsabilidad tiene cada Entidad interviniente en la resolución del Banco Popular? La resolución ha sido decidida por la JUR, por lo que este organismo debe ser el responsable de las consecuencias de tal decisión. Así se reconoce en el artículo 87 del Reglamento, que además aclara que las posibles responsabilidades que se deriven de la resolución deberán serle exigidas ante el Tribunal de Justicia de la UE. Por el contrario, en el proceso de resolución, el FROB ha procedido a ejecutar la decisión de la JUR (cuyo texto no literal no ha sido difundido). En este sentido, la resolución del FROB hace referencia a la existencia de instrucciones recibidas de la JUR para amortizar y convertir los instrumentos de deuda, y luego vender el banco intervenido. El FROB por ello no es responsable de la resolución acordada, sino solamente de su ejecución en territorio Español. Por esta razón, se entiende que mientras que el FROB actúe al amparo y en ejecución de lo decidido por la JUR no debería incurrir en responsabilidad específica. Por el contrario, la inobservancia de lo resuelto por los órganos europeos le puede generar responsabilidad propia, que al ser ya inherente a su actuación, parece que en principio sería una cuestión de competencia de los tribunales españoles. En este caso, la JUR no respaldaría al FROB y éste debería asumir los hipotéticos costes de su actuación.
  1. ¿Es revisable la decisión de resolución tomada por JUR? El Reglamento ha regulado la resolución por la JUR de forma que esta decisión tenga un gran respaldo institucional. Al efecto, el Reglamento exige que la resolución se decida por la JUR previa intervención en el expediente del BCE y de la Comisión. No obstante este apoyo institucional, la JUR es el organismo responsable de justificar la resolución sobre la base de la concurrencia de los tres requisitos previstos en el Reglamento: urgencia de la medida, inexistencia de otra solución e interés público. Estos son los presupuestos de hecho cuya concurrencia legitima el uso de la potestad discrecional de la JUR, y lógicamente, en el caso de una impugnación, los mismos constituyen el principal elemento análisis a partir del cual el Tribunal de Justicia valorará la legalidad de resolución acordada y la razonabilidad de las medidas impuestas. En este examen se suscitará el debate sobre las grandes cuestiones de la intervención del Banco Popular, es decir su verdadera situación económico-financiera, la existencia de la urgencia con que se toma la medida, la falta de otras formas de solventar la situación o la razonabilidad del sacrificio que se impone a accionistas y acreedores frente al que habrían supuesto otras formas alternativas de proceder.
  1. ¿Es revisable la valoración aplicada por la JUR? El Reglamento dispone que la valoración se encargue por la JUR a un valorador independiente (no a un órgano administrativo) con la finalidad de que se pronuncie básicamente sobre el activo y pasivo del banco, y el valor que habrían obtenido los accionistas y acreedores en un procedimiento de liquidación concursal. La valoración no sirve solamente para determinar el precio de venta del banco, sino que también determina el valor de las acciones en las sucesivas amortizaciones de acciones y ampliaciones con instrumentos de deuda. El Reglamento permite acordar la resolución cuando todavía la valoración es provisional sin necesidad de esperar a la versión definitiva. El Reglamento no permite impugnar exclusivamente la valoración aplicada en la resolución, aunque sí la misma como parte de una decisión conjunta de la JUR. Lógicamente con la sucesión de valoraciones que han surgido en prensa previamente a la resolución del Popular, y la propia subjetividad de toda valoración (la valoración no es una operación matemática), nos lleva a pensar que cualquier impugnación ante el Tribunal de Justicia llevará aparejada la discusión sobre este aspecto.
  1. ¿Quién debe pagar una posible revisión de las condiciones económicas de la resolución?. El tradicional esquema de expropiante y beneficiario tiende a llevarnos a la idea de que el deep pocket de una hipotética decisión judicial que revisara al alza los derechos económicos de accionistas y acreedores del Banco Popular debería ser el Banco Santander. Sin embargo, esta cuestión no se resuelve con simplificaciones porque los casos no son idénticos. En concreto, en una expropiación se produce la transmisión de un activo al beneficiario, mientras que en el caso que analizamos, con anterioridad a la transmisión de las acciones del Banco Popular, ya se ha producido la “extinción” de derechos de los previos accionistas y de los titulares de instrumentos de deuda. Por otro lado, en la expropiación forzosa rige el principio de venta “sin cargas” del activo expropiado, lo que llevaría a pensar que el que compra acciones en este proceso está libre de ellas. Este es el principio al que parece apuntar la Ley 11/2015 para las resoluciones decididas por el FROB. No obstante, como la venta de las acciones del Banco Popular se realiza por el FROB, en nombre y por cuenta, de los titulares de las acciones, y por medio de un contrato de compraventa, la valoración de esta cuestión estará adicionalmente condicionada por los términos o condiciones en los que haya tenido lugar tal venta.

El caso del Banco Popular es un supuesto de entrada en vigor de un nuevo paradigma de actuación de las autoridades financieras, nacionales y europeas, al que habrá que estar atento, porque generará relevantes decisiones y precedentes jurídicos. Vemos estos días por las noticias que la litigiosidad sobre la resolución se empieza a enfocar a la española, es decir con querellas y, nos imaginamos, con su posterior y machacona filtración a la prensa. Sin embargo, las cuestiones aquí suscitadas son mucho más sutiles y trascendentes, nos enfrentamos a unas circunstancias, a un proceso de intervención y a una impugnación de la decisión de resolución que constituyen un punto nodal en la evolución del derecho público económico y del ejercicio del poder público en el sector financiero.

¿Es un régimen sancionador el instrumento definitivo para acabar con la morosidad y los abusos en la fijación de plazos de pago?

Karl Binding, un reputado jurista alemán, afirmó que una norma sin sanción es como una campana sin badajo. Aquí tenemos la mejor explicación del estrepitoso fracaso de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, de medidas contra la morosidad: la ausencia de medidas coercitivas para hacer cumplir una Ley que tiene por objeto combatir la morosidad y el abuso en la fijación de los plazos de pago en las operaciones comerciales entre empresas. La citada Ley establece que el plazo de pago legal que debe cumplir el deudor, si no hubiera fijado fecha o plazo de pago en el contrato, será de treinta días después de la fecha de recepción de las mercancías. Además, dicta que los plazos de pago no podrán ser ampliados mediante pacto de las partes por encima de los sesenta días naturales. Como penalización a la morosidad, la Ley establece que todo retraso en el momento de efectuar el pago da lugar al derecho a percibir intereses de demora. El interés de demora –a falta de uno pactado en contrato– correspondía a la suma del tipo de interés del BCE más ocho puntos. Además, el moroso debe indemnizar al acreedor con 40 euros por cada factura no pagada al vencimiento como compensación por costes de cobro. Igualmente, el acreedor tendrá derecho a reclamar al deudor una indemnización por todos los costes de cobro debidamente acreditados que haya sufrido a causa de la mora de éste y que superen la cantidad de 40 euros. Igualmente, la ley prohíbe imponer acuerdos abusivos al proveedor y se consideran nulas las cláusulas pactadas. En particular, será nula una cláusula contractual o una práctica relacionada con la fecha o el plazo de pago, el tipo de interés de demora o la compensación por costes de cobro cuando resulte manifiestamente abusiva en perjuicio del acreedor teniendo en cuenta todas las circunstancias del caso, incluida cualquier desviación grave de las buenas prácticas comerciales, contraria a la buena fe y actuación leal. Asimismo, para determinar si una cláusula o práctica es abusiva para el acreedor se tendrá en cuenta, considerando todas las circunstancias del caso, si sirve principalmente para proporcionar al deudor una liquidez adicional a expensas del acreedor, o si el contratista principal impone a sus proveedores o subcontratistas unas condiciones de pago que no estén justificadas por razón de las condiciones de que él mismo sea beneficiario o por otras razones objetivas.

No obstante, por más que el precepto legal imponga un límite temporal de sesenta días para los pactos relativos a los aplazamientos de pago y que la Ley prevea penalizaciones y control de los abusos contractuales, España sigue sufriendo un problema crónico falta de respeto a los plazos máximos de pago.

Un estudio publicado este mes por INFORMA D&B patentiza que el periodo medio de pago en España se sitúa en 86,18 días; en consecuencia, este plazo medio está muy por encima de los sesenta días que es el plazo máximo que permite la norma. A su vez, un estudio de la Gestión del Riesgo realizado por IE Business School, Crédito y Caución e Iberinform reveló que la reclamación de intereses de mora solamente la realizan un nueve por ciento de las empresas. El porcentaje de empresas que reclaman la indemnización por gastos de cobro no llega al uno por ciento. El motivo radica en el temor de que el moroso se les ría en la cara si se le reclama el pago del interés de mora devengado y la indemnización por costes de cobro, dada la inexistencia de medidas coercitivas eficaces para obligar al pago de dichos intereses moratorios y, en la mayoría de los casos, el acreedor se conforma con cobrar el principal del crédito adeudado.

El pasado día 9 de mayo el Grupo Parlamentario Ciudadanos presentó una Proposición de Ley de refuerzo de la lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales y cuyo texto fue calificado y admitido a trámite el 16 de mayo y remitido al Gobierno; a fecha de hoy (29 de mayo) se encuentra pendiente de contestación por parte del Ejecutivo, para que manifieste su criterio respecto a la toma en consideración, así como su conformidad o no a la tramitación si implicara aumento de los créditos o disminución de los ingresos presupuestarios.

Curiosamente, el Grupo Parlamentario Popular ya había presentado previamente una Proposición no de Ley relativa a impulsar la reducción de la morosidad en las operaciones comerciales. El Pleno del Congreso en su sesión del 6 de abril la aprobó por 335 votos a favor y 2 abstenciones. Lo que es insólito es que el PP empleara una Proposición no de Ley cuando es el partido que está en el Gobierno, ya que lo normal en estos casos es presentar un Proyecto de Ley. A pesar la solemnidad de su nombre, una proposición no de ley es simplemente la forma que adoptan las propuestas de los grupos parlamentarios, dirigidas a obtener una manifestación de voluntad del Congreso. Su naturaleza jurídica es idéntica a la de las mociones y carece de eficacia jurídica ya que su valor es puramente político. Por consiguiente, es incapaz de producir efectos jurídicos vinculantes para los poderes públicos característicos de la ley. Como forma de orientación de la voluntad política del Gobierno, su efectividad depende de la disposición del Ejecutivo.

Al mismo tiempo causa estupor que el PP y Ciudadanos hayan presentado respectivamente una Proposición no de Ley y una Proposición de Ley, cuando en la actualidad hay un procedimiento legislativo de una Proposición de Ley de modificación de la Ley 3/2004, con el fin de regular un régimen de infracciones y sanciones, presentada por el Grupo Parlamentario Mixto, a instancias del Partit Demòcrata Català. Esta Proposición de Ley fue admitida a trámite por la Mesa del Congreso en octubre de 2016. A su vez, desde el 18 de abril, en el Senado se está tramitando una Proposición de Ley de modificación de la Ley 3/2004 presentada por el Grupo Parlamentario mixto y a instancias del Senador del Partit Demòcrata Català, Josep Lluís Cleries, con el fin de regular un régimen de infracciones y sanciones. Vale la pena decir, que en abril de 2016 el Grupo Parlamentario Catalán (Democràcia i Llibertat) ya presentó en el Congreso una Proposición de Ley de modificación de la Ley 3/2004, de 29 de diciembre, por la que se establecen medidas de lucha contra la morosidad en las operaciones comerciales, con el fin de regular un régimen de infracciones y sanciones. Esta iniciativa parlamentaria quedó en vía muerta por la disolución de las Cortes Generales en mayo de 2016.

El texto de estas dos Proposiciones es impecable, y de aprobarse sería la solución a los problemas actuales de falta de cumplimiento de la legislación antimorosidad. Consecuentemente, si realmente los partidos políticos tienen voluntad para reducir la morosidad en las operaciones mercantiles  poner coto a los abusos en la fijación de plazos de pago mediante medidas coercitivas y sancionadoras, lo que deberían hacer es apoyar la aprobación de las Proposiciones de Ley presentadas por el Grupo Parlamentario Mixto del Congreso y del Senado, respetando el principio de antigüedad en la iniciativa parlamentaria, en lugar de competir entre sí, a ver quién se atribuye el mérito de conseguir la promulgación de una norma sancionadora.

Afortunadamente, el Tribunal Supremo está haciendo su labor de aplicar la norma, como lo demuestra una sentencia sobre un recurso de casación interpuesto contra una sentencia dictada en recurso de apelación por la Sección 2.ª de la Audiencia Provincial de Badajoz. El Supremo ha declarado que todos aquellos pactos para el plazo del pago que exceden del límite de 60 días, resultan nulos por contravenir la Ley. La aclaración del Tribunal Supremo en los Fundamentos de Derecho de la sentencia señala que el carácter imperativo para las partes de la limitación temporal establecida por la norma para el plazo del pago comporta que todos aquellos pactos que exceden de dicho límite temporal, sesenta días naturales, resulten nulos de pleno derecho por contravención de lo dispuesto en la norma imperativa. este caso, 60 días naturales, por lo que dicho pacto ya es nulo de pleno derecho. Esta sentencia del Tribunal Supremo, ha evitado que se cumpla el aforismo del profesor Federico de Castro y Bravo de que. “En España la abundancia de leyes se mitiga con su incumplimiento”.

El cuestionado protagonismo de los acreedores en el Derecho de sociedades español y europeo: causas e implicaciones

  1. Las diferencias entre el Derecho de sociedades en Estados Unidos y Europa

Aunque podrían citarse numerosas diferencias entre el Derecho de sociedades en Estados Unidos y Europa, quizás las que más pueden llamar la atención a los juristas europeos son: (i) los amplios poderes otorgados a los administradores sociales en Estados Unidos (particularmente, en el ámbito de las OPAS, donde pueden utilizar una serie de mecanismos como las poison pills y los staggered boards para frustrar el éxito y/o desincentivar la existencia de OPAS); (ii) el consenso existente en la doctrina y la jurisprudencia norteamericana sobre el carácter eminentemente dispositivo y flexible del Derecho de sociedades; y (iii) la menor atención prestada por el legislador societario de Estados Unidos a la protección de los acreedores, sobre todo, en términos de deberes fiduciarios y de acciones de responsabilidad potencialmente ejercitadas contra los administradores por falta de promoción de la disolución, capitalización o el concurso (que sería una responsabilidad impensable en el Derecho de Estados Unidos).

Por los trabajos de Armour y Skeel y Ventoruzzo, sabemos que la primera diferencia entre ambos sistemas ha podido ser explicada, al menos en parte, por la importancia que ha desempeñado el lobby de los administradores en Estados Unidos (y de los inversores institucionales en Reino Unido y las familias/accionistas de control en Europa continental), aprovechando, entre otras cosas, el grado de dispersión, pasividad y problemas de acción colectiva de los accionistas tradicionalmente existentes en Estados Unidos (esta circunstancia, sin embargo, ha cambiado en los últimos años). De hecho, esta característica de los accionistas en compañías norteamericanas no sólo ha podido motivar el diseño pro-administradores del Derecho de sociedades de Estados Unidos (especialmente, en el estado de Delaware) sino que, además, también ha permitido justificar la deseabilidad económica de esta opción de política legislativa, en la medida en que el mayor poder de los administradores resulta más eficiente para la toma de decisiones en un mundo de accionistas dispersos y desinformados.

La segunda diferencia parece ser una apuesta clara del legislador, la academia y la jurisprudencia mayoritaria de Estados Unidos por respaldar la visión contractualista de la sociedad. Esta opción no sólo se justifica por el mayor acierto jurídico-técnico que, en nuestra opinión, supone entender la sociedad (que no la empresa) como un “contrato”, sino también por la propia filosofía liberal de la sociedad americana que, por lo general, parte de la máxima de permitir todo lo que no esté expresamente prohibido.

La tercera diferencia señalada, sin embargo, así como sus implicaciones, no ha sido una cuestión profundamente explorada por la doctrina científica. Por este motivo, nos centraremos en explicar los posibles factores causantes de esta diferencia entre el Derecho de sociedades de Estados Unidos y Europa, así como las consecuencias económicas que podrían derivarse de un Derecho de sociedades altamente protector de los derechos de los acreedores como acontece en Europa.

  1. La protección de acreedores en el Derecho de sociedades en Estados Unidos y Europa

Como ponen de manifiesto Kraakman y sus coautores, el Derecho de sociedades pretende dar respuesta a tres problemas fundamentales: (i) los conflictos entre administradores y socios; (ii) los conflictos entre socios (abuso de mayoritarios a minoritarios, abuso de minoritarios a mayoritarios y situaciones de bloqueo); y (iii) conflictos entre la sociedad y terceros (principalmente acreedores). Este último tipo de conflicto (sociedad y terceros), sin embargo, no ha sido, por lo general, un problema que preocupe al legislador societario de Estados Unidos. Y  la explicación parece razonable: en la medida en que los acreedores profesionales (principalmente bancos) tienen el conocimiento y los medios para protegerse (por ejemplo, a través de garantías, covenants, tasas de interés más altas, etc.), no parece necesario que el Derecho de sociedades deba otorgar una protección adicional a los acreedores profesionales. De hecho, si se otorgara esta protección, el legislador incluso podría generar una indeseable situación de riesgo moral, al incentivar que estos acreedores presten una menor atención al control de la viabilidad, gobierno corporativo y situación financiera del deudor y pudieran otorgar préstamos a sujetos y/o proyectos que no deberían ser financiados. La explicación para prestar una menor atención a los acreedores ignorantes (por utilizar la terminología de Paz-Ares para referirse a los acreedores extracontractuales, empleados y otros acreedores que no tuvieron la posibilidad de negociar las condiciones de su crédito), sin embargo, es distinta. En este caso, los juristas norteamericanos entienden que esta protección debería realizarse a través de normas o mecanismos ajenos al Derecho de sociedades, como podría ser el Derecho laboral, el Derecho concursal (e.g., otorgando privilegios a estos acreedores) o la imposición de seguros obligatorios. Por tanto, aunque la mayoría de legisladores nacionales (incluido el norteamericano) parezca coincidir en la necesidad de dar protección a estos acreedores más débiles, la forma de conceder esta protección suele diferir entre países.

En el Derecho de sociedades europeo, sin embargo, este razonamiento sobre la protección de acreedores no ha terminado de cuajar o, al menos, no se ha trasladado al diseño y aplicación de las leyes societarias. En Europa, existe un Derecho de sociedades altamente protector de los acreedores, que, por lo general, se ha traducido en rigurosas normas sobre capital mínimo y capital de mantenimiento que, en algunos países (como es el caso de España), incluso ha supuesto que, cuando el patrimonio neto resulte inferior a la mitad del capital social, y no se tomen determinadas medidas en un plazo de dos meses, los administradores sociales se conviertan en responsables solidarios de las deudas sociales (en España, hasta 2005, los administradores eran responsables solidarios de todas las deudas sociales; no obstante, desde la afortunada reforma de 2005, los administradores responden exclusivamente de las deudas sociales posteriores a la concurrencia de la causa legal de disolución).

  1. Los motivos subyacentes a la especial protección de acreedores en el Derecho de sociedades europeo

En nuestra opinión, existen varios motivos que pueden explicar el diseño eminentemente pro-acreedor del Derecho de sociedades en Europa. En primer lugar, es probable que, de manera similar a la tesis “política” propuesta por Roe para explicar el gobierno corporativo y la estructura de capital de las empresas en distintos países, el mayor protagonismo de sindicatos y otros stakeholders en Europa ha podido motivar que el legislador europeo haya fomentado un Derecho de sociedades más conservador (en términos de asunción de riesgos) y proteccionista del interés de los acreedores (entre los que se encuentran los empleados, aunque también los acreedores profesionales).

En segundo lugar, esta sobreprotección de acreedores ha podido deberse al hecho de que, como la insolvencia ha sido tenido tradicionalmente connotaciones negativa en Europa (especialmente, por las consecuencias difamatorias importadas del Derecho italiano), el legislador societario europeo ha pretendido minimizar ex ante el riesgo de insolvencia, incentivando una menor asunción de riesgos y deuda y/o incentivando la salida del mercado de empresas en situación de pérdidas.

Finalmente, y al igual que Armour y Skeel atribuyen al lobby de los administradores y de los inversores institucionales el poder de influenciar el Derecho de OPAS en Estados Unidos y Reino Unido, respectivamente, y Ventoruzzo utiliza este mismo enfoque para justificar el poder de las familias/accionistas de control en el Derecho europeo de OPAS, creemos que el lobby bancario, de manera conjunta con los sindicatos y otros stakeholders, ha podido jugar un papel esencial en el diseño del Derecho de sociedades europeo, especialmente, teniendo en cuenta la situación privilegiada que ha tenido la banca en el mercado de la financiación empresarial en Europa.

En nuestra opinión, el legislador europeo podría plantearse la posibilidad de tutelar los acreedores ignorantes en el Derecho de sociedades, a pesar de que esta alternativa resulte cuestionable (al existir mecanismos más efectivos y, sobre todo, eficientes). Sin embargo, no creemos que esta protección resulte necesaria ni deseable en el ámbito de los acreedores profesionales. Y si, tal y como creemos, la responsabilidad por deudas existente en el Derecho español no se pensó como mecanismo de tutela de los acreedores (aunque también lo haga) sino como mecanismo para garantizar el enforcement de la regla “capitaliza o disuelve” imperante en Europa, quizás el legislador comunitario debería repensar si esta regla resulta deseable (que, en opinión de la mejor doctrina, no parece ser el caso).

  1. Implicaciones económica de la sobreprotección de los acreedores (cualificados) en el Derecho de sociedades

Accionistas y acreedores suelen tener incentivos contrapuestos: mientras que los accionistas, como consecuencia de la responsabilidad limitada y su retribución variable en la sociedad, suelen preferir la asunción responsable de riesgos (sobre todo, cuando se encuentran diversificados), los acreedores (salvo que sean participativos) prefieren que sus deudores no asuman riesgo ninguno. De hecho, de ser posible, preferirán que se mantengan las condiciones exactas que existieron al momento de otorgar el crédito. Como consecuencia de esta motivación de los acreedores (que es común en trabajadores, bancos, etc.), un Derecho de sociedades altamente protector de los acreedores puede perjudicar el emprendimiento, la innovación, la financiación y la competitividad de las empresas.

En segundo lugar, esta sobreprotección de los acreedores puede generar, en el ámbito de los acreedores profesionales, una indeseable situación de riesgo moral, identificada, como se ha comentado, con la posibilidad de que reduzcan sus niveles de vigilancia sobre la solvencia y/o viabilidad de los deudores, y financien sujetos y/o proyectos que no deberían ser financiados.

En tercer lugar, si esta protección de acreedores se traduce –en su versión más extrema– en la existencia de una responsabilidad por deudas como existe en el Derecho español (art. 367 LSC), la normativa de sociedades también puede desincentivar la utilización de deuda. Y más allá de suponer una fuente importante de financiación, y, por tanto, de generación de riqueza y bienestar social, la (responsable) asunción de deuda también puede generar determinados beneficios sobre el gobierno corporativo y la competitividad de las empresas.

Como consecuencia de lo anterior, creemos que el legislador europeo debería repensar las normas de protección de acreedores previstas en la normativa de sociedades (e.g., capital mínimo, capital de mantenimiento, regla de capitalizar o disolver, etc.), no sólo por resultar poco efectivas, sino también por resultar económicamente cuestionables (como recuerdan Enriques y Macey, y también reitera Armour). Si la finalidad del legislador es (tal y como debería) la protección de los más débiles, esta protección podría lograrse mediante mecanismos alternativos más eficientes y efectivos. Asimismo, y en el caso particular de España, si el legislador decide mantener la responsabilidad por deudas, esta responsabilidad sólo debería extenderse a las deudas posteriores contraídas con acreedores ignorantes (que, en este sentido, tendrían que ser definidos legalmente, y delimitar muy claramente la tipología de acreedores incluidos). Así no sólo se eliminaría la injustificada protección de los acreedores cualificados en la normativa de sociedades, sino que, además, también se relajaría el enforcement de las normas sobre disolución/recapitalización de sociedades, cuya deseabilidad económica resulta discutida.

  1. Conclusiones

Como se ha comentado, la protección de acreedores a través del Derecho de sociedades resulta discutible, y mucho más en el ámbito de los acreedores profesionales. En nuestra opinión, un Derecho de sociedades pro-acreedor como existe en Europa y, sobre todo, en España, puede resultar perjudicial para el crecimiento, la innovación y la competitividad de las empresas españolas, en la medida en que, más allá de desincentivar la asunción de riesgos y/o deuda, puede incentivar que empresas viables en situación temporal de pérdidas (como acontece con muchas start-ups) puedan abandonar el mercado. Por tanto, si la finalidad es simplemente proteger a los acreedores a través de fomentar mayores niveles de capital, quizás sería más deseable relajar (o incluso abolir) estas normas de capital y, por ejemplo, conceder beneficios fiscales al equity, que, tal y como puso de manifiesto el ejemplo belga, ha resultado ser una medida exitosa (y, probablemente más eficiente) para promover la capitalización de empresas.