Entradas

Manifiesto por la mejora institucional: el poder legislativo

Un Estado de Derecho consiste en que todos, incluso el poder, están sometidos a unas Leyes de origen democrático que se aplican de forma objetiva, y en que los distintos poderes se controlen unos a otros. Por eso es fundamental que el Parlamento funcione adecuadamente, pues no solo es quién crea las leyes sino que también tiene encomendado el control del ejecutivo. Sin embargo, se trata hoy de una de las instituciones más claramente en crisis.

La prueba de ello es la degradación de la calidad de las leyes, cada vez más numerosas pero también más complejas y contradictorias (ver aquí). De esto hay muchos ejemplos: leyes que tienen el efecto contrario al deseado como la llamada Ley del sí es sí; anécdotas como la publicación en el mismo BOE de dos redacciones distintas de un mismo artículo; o engendros legislativos como el Decreto Ley 5/2023, compendio de todos los vicios que aquejan a nuestra legislación (es un Decreto Ley, trata infinidad de materias diversas y modifica casi 50 leyes, generando una enorme inseguridad jurídica).

Lo extraño es que nuestro sistema prevé un procedimiento legislativo exigente: se parte de un proyecto que elabora el Gobierno, que se somete a consejos asesores (Consejo de Estado, Consejo General del Poder Judicial, Consejo Económico y Social). La tramitación parlamentaria se dirige por una comisión con diputados de distintas formaciones en general con experiencia en la materia de la Ley; en la misma pueden participar expertos e implicados en esa materia; se establecen plazos que permiten una reflexión detenida, y una deliberación parlamentaria pública que facilita también la implicación de la opinión pública y de otros expertos.

¿Como hemos llegado hasta aquí? En primer lugar, porque el Decreto Ley se ha convertido en las últimas legislaturas en la manera ordinaria de legislar (se aprueban más decretos ley que leyes). Pero aún cuando se sigue el procedimiento parlamentario se abusa de los procedimientos de urgencia, abreviando los plazos para la emisión de informes, los de enmiendas, reduciendo la posibilidad de participación pública. También se ha utilizado abusivamente el procedimiento de proposición de Ley por los grupos del Gobierno -en lugar del Proyecto de Ley- para evitar los informes, que en ese caso no son preceptivos.

Por todo ello hacemos varias propuestas en relación con el procedimiento legislativo.

– Restringir el uso de decretos-leyes a los supuestos previstos en la Constitución. Dado que el Tribunal Constitucional ha admitido un concepto amplísimo de urgencia, solo nos cabe exigir lealtad institucional al Gobierno y también a los parlamentarios, de manera que limiten las situaciones de urgencia a las reales. Exigimos que no se alegue urgencia cuando ésta deriva del retraso en la adopción de normas, como se está haciendo de manera sistemática en la tardía transposición de Directivas. Como lo excepcional no puede ser la regla, entendemos que cualquier proporción de Decretos Leyes superior al 20% de las leyes (más o menos la que hubo hasta 2010) debe considerarse abusiva.

– Evitar los procedimientos de urgencia en la tramitación de las Leyes por el Parlamento. Tardar más para hacer una Ley mejor supone un enorme ahorro de costes para los ciudadanos.

– Evitar las leyes omnibus que acumulan decenas de materias e impiden un estudio adecuado

– Exigir los informes preceptivos también para las proposiciones de Ley, como sucede en algunas normativas autonómicas.

También exigimos la revitalización de las sesiones de control parlamentario. Los debates parlamentarios se han convertido en una mezcla de tertulia y mitin, con los diputados convertidos en meros palmeros de su grupo. Debemos exigir a los parlamentarios que recuerden que su mandato es representativo y no imperativo, de manera que debe mantener su propio criterio en la defensa del bien común, sin tener que plegarse ni al partido ni a las instrucciones de sus electores. En la actualidad eso no se respeta, siendo tachado el que no vota con su partido como traidor, cuando la realidad es la contraria: lo que hoy se está traicionando es la función deliberativa del Parlamento y el mandato representativo.

Exigimos también un proceso legislativo más transparente (ver este post), Deben ser públicos todos los informes y las comunicaciones de expertos. En particular los informes del Consejo de Estado deberían publicarse en la web de esta institución desde que se emiten y se transmiten al Parlamento, sin que la opinión pública deba esperar meses a conocerla a través del BOE. .

Para la adecuada transparencia del proceso es necesario también que se regulen los lobbies. Desde 2015 la UE ha instado a los Estados miembros a regular los lobbies, y aunque hay alguna ley autonómica no existe una nacional. Esto no solo perjudica a los ciudadanos en general sino también a la sociedad civil organizada que debe poder exponer sus puntos de vista a los parlamentarios de una forma transparente y fiscalizable. La ausencia de la normativa facilita el lobby informal y por tanto perjudica a los más serios. Es necesario exigir una huella normativa, es decir un documento de trazabilidad de la actividad de los lobbies y las reuniones y contactos con grupos de interés, que ya se exige en las legislaciones autonómicas de Aragón, Navarra y Valencia.

Finalmente no es suficiente con que se hagan las leyes, es necesario que se evalúen. De nada sirve que se redacte una Ley si no hay medios para aplicarla, y no tiene sentido reformarla si no se ha medido el resultado que ha tenido. Los estudios demuestran que cuantas más leyes se hacen, menos empresas se crean. La multiplicación y la inestabilidad de las leyes impone enormes costes directos de adaptación, e indirectos por el aumento de la inestabilidad regulatoria. Por ello la obligación de los poderes públicos es regular y cambiar solo lo que se ha probado que ha de ser modificado, y evaluar los efectos de la regulación. Existen diversas iniciativas europeas sobre la mejor regulación (better regulation) que es necesario no tanto adoptar formalmente sino aplicar de forma efectiva.

 

Sobre el control a los gobiernos durante la crisis del coronavirus (I): del Gobierno Central

Cuando hablamos de Estado de derecho, la mayoría de ciudadanos entienden por ello una suma difusa de separación de poderes e imperio de la ley; esto es, que los poderes públicos estén sometidos en su ejercicio a la ley, lo que sólo puede lograrse dividiendo el poder en diferentes instituciones de acuerdo a las funciones a realizar: legislar, ejecutar, juzgar. Sin embargo, con demasiada frecuencia esta separación se concibe como división absoluta, olvidando la condición por la que dividir el poder efectivamente ayuda a garantizar dicho imperio de la ley: que los poderes se vean obligados a colaborar en el desarrollo de sus acciones entre sí y que, de esta y otras maneras, tengan capacidad para hacerse rendir cuentas. Esto es, que existan mecanismos de control mutuo y que ningún poder se vea excesivamente disminuido; lo que en inglés se ha denominado “checks and balances”: controles y equilibrios. La tradición occidental de pensamiento político lleva más de dos milenios sosteniendo ideas similares de uno u otro modo [1]. Estos controles y los enfrentamientos que los ponen en marcha, como han señalado numerosos teóricos de la democracia deliberativa, tienen la ventaja de obligar al poder a justificar públicamente sus decisiones; a darnos razones para obedecer.

Todo este entramado de mecanismos tiene como objetivo último compatibilizar la libertad con la autoridad; con la política (tristemente necesaria según los liberales, espacio de realización colectiva para los republicanos). Y, evidentemente, hace la toma de decisiones más lenta en su garantismo; en ocasiones, incluso, la imposibilita. No sorprende por tanto que el propio derecho contemple que, en circunstancias excepcionales y sin salirnos del derecho, algunos de estos mecanismos se aligeren.

Esta regulación de la excepcionalidad también tiene una larga tradición, como recordarán quienes estudiasen derecho romano y la figura del “dictador”, palabra que en un primer momento careció de connotación negativa. En tales circunstancias de emergencia, el poder se acumula en un centro y se confía en la buena disposición para devolverlo (y en los mecanismos para forzar esta devolución) pasado el momento de crisis, que es la única fuente de legitimidad de esos poderes.

Siempre, por tanto, debe ejercerse este poder extraordinario dentro de las fronteras establecidas por el derecho mismo, limitado en su ejercicio por el fin que lo justifica, con la buena disposición de devolverlo y, por supuesto, de forma temporal. Cuando estas condiciones están ausentes, la crisis se convierte en mera excusa para el avance del autoritarismo, y la libertad perece bajo la sombra de la emergencia.

Este parece ser el caso ahora mismo en Hungría, por desgracia. Pero por lejos que esté Hungría, conviene que los españoles no nos descuidemos. Los ciudadanos haríamos bien en dedicar tiempo no sólo a seguir y lamentar las luctuosas noticias o a proponer medidas que palien la dura crisis que resultará de frenar la actividad social para no desbordar a nuestro sistema sanitario; también debemos velar porque las garantías de nuestra libertad no se vean sacrificadas más allá de lo imprescindible, tanto material como temporalmente. Como desde la opinión pública somos más eficientes señalando los problemas a modo de “alarma antirrobo” que haciendo análisis globales, voy a centrarme en una cuestión sobre la que estamos oyendo bastante estos días: el control parlamentario y mediático a los gobiernos.

Para empezar, debe recordarse que la propia Constitución española especifica en su artículo 116.5 que el funcionamiento de las Cámaras legislativas, “así como el de los demás poderes constitucionales del Estado, no podrán interrumpirse durante la vigencia de estos estados” de alarma, excepción o sitio. Por ello, si no estuvieran en periodo de sesiones, quedarían “automáticamente convocadas”. Tal es el celo que nuestra Constitución pone para que el control sobre el Gobierno se extreme en estas circunstancias. De hecho, los poderes excepcionales que otorga el estado de alarma pueden ejercerse por 15 días sin contar con el Congreso, pero es necesaria su aprobación parlamentaria para prorrogarlo. Mayores aún son las cautelas con otros estados de excepcionalidad.

Sin embargo, la principal y más mediática forma de hacer rendir cuentas al Gobierno desde el Parlamento quedó suspendida en los primeros días de la crisis. Me refiero a las sesiones de control. De acuerdo con lo acordado por la Junta de Portavoces, y a propuesta de la presidenta Meritxell Batet, el 12 de marzo se suspendió la actividad parlamentaria (excepto la Comisión de Sanidad) durante dos semanas. Como explica la presidenta en la página web del Congreso: “El Congreso mantiene abierto su registro, a disposición de sus miembros y de todos los ciudadanos para el ejercicio de sus derechos, y continúa con toda su actividad escrita, que canaliza buena parte de las posibilidades de control al Gobierno”. El motivo alegado es minimizar la actividad de la Cámara para evitar los contagios por una pandemia que, precisamente, es el motivo que explica el estado de alarma; el cual, irónicamente, exige el mencionado celo sobre el control al gobierno. A esta suspensión se opusieron PP y Vox, habiendo anunciado este último un próximo recurso al Tribunal Constitucional.

Debe tenerse en cuenta, no obstante, que el Gobierno sigue compareciendo en la comisión de sanidad, donde nuestro ministro (y filósofo-rey por sorpresa) trata de dar explicaciones de su gestión: así lo ha hecho, por ejemplo, el jueves 2 de abril y el miércoles 8 de abril. También es cierto que, para poder prorrogar el estado de alarma, el Gobierno se ve obligado a recabar el apoyo del Congreso; según ha manifestado el propio presidente, seguirá pidiendo prórrogas de 15 días, aun sabiendo que la crisis se extenderá más allá, con el fin de evitar acusaciones en este aspecto. Vemos así cómo funciona nuestro sistema: el mero miedo a que la oposición le acuse de querer saltarse al Parlamento le fuerza a comparecer quincenalmente.

Además, nuevas comparecencias son necesarias -aunque agrupables con las anteriores- para convalidar los decretos leyes. Por otro lado, y aunque con menor visibilidad mediática, los Diputados pueden seguir recabando los “datos, informes o documentos” que estimen de las Administraciones Públicas (Art. 7 del Reglamento del Congreso de los Diputados) y el Gobierno seguirá teniendo que responder a las preguntas por escrito (Título IX de dicho Reglamento), mientras las orales y las interpelaciones se han ido acumulando. Finalmente las sesiones de control se retomarán el miércoles 15 de abril, terminando con este periodo de suspensión.

La oposición, en este sentido, tiene muchas ocasiones para el control parlamentario desde el Congreso de los Diputados, especialmente intenso dada la precariedad de la mayoría que sostiene a este Gobierno. Y no puede decirse que el Gobierno haya aprovechado la ausencia de las sesiones de control para tomar sistemáticamente decisiones al margen del Parlamento en cuestiones diferentes a aquellas vinculadas a la crisis del coronavirus, por mucho que su reactivación de los indultos y la apertura de la comisión sobre el CNI para Pablo Iglesias encendieran todas las alarmas inicialmente.

En todo caso, puede entenderse la desconfianza: no sólo porque nuestros sistemas políticos cuentan con ella para ejercer la debida rendición de cuentas, sino porque el Gobierno ha mostrado signos preocupantes en el pasado con respecto a esta cuestión. Además de su tendencia a recurrir a reales decretos-leyes para cuestiones de dudosa urgencia, hay un menoscabo del Parlamento que merece la pena no olvidar: el cambio de los Consejos de Ministros de los viernes a los martes. Dado que la sesión de control se celebra los miércoles y esto no se ha modificado, ello deja apenas unas horas para que los grupos parlamentarios presenten preguntas relacionadas con los temas lanzados por el Gobierno a la opinión pública en su comparecencia pública más importante. Poco importa que los grupos de la oposición antes hicieran un pobre uso del tiempo entre el uno y la otra [3], o que puedan reconducir el debate en las réplicas; es una traba a la labor del Parlamento ciertamente criticable.

A esto hay que sumar la forma en que el Gobierno ha limitado la libertad de información de los ciudadanos al filtrar las preguntas de los periodistas entre los dedos del Secretario de Estado de Comunicación, impidiendo de paso las repreguntas. Que tal método haya decaído ante las protestas de los medios, así como el ejemplo de otros países, demuestran la arbitrariedad de esta medida, únicamente entendible como una vía más por la que el Gobierno ha tratado de reforzarse en momentos difíciles.

Quedará a juicio del votante, eso sí, si tales medidas de restricción de la libertad en favor de la autoridad quedan justificadas por ese contexto. No debe olvidarse ni la gravedad de la situación ni la debilidad estructural de este gobierno, como tampoco la existencia de nutridas fuerzas radicales de todos los colores en el Parlamento y su efecto centrífugo sobre otras más moderadas. También tendrá que evaluar el lector  hasta qué punto estas medidas han podido resultar contraproducentes en su relación con la oposición: por un lado, porque han dado razones para la desconfianza que estos manifiestan. Por otro, porque alimentaban su sed de atención mediática, que además nuestros periodistas tan sólo saben otorgar al conflicto, por vacuo que sea. Se promueve así el exabrupto, el oponerse a todo por sistema en torno a la acusación de antidemócrata. Y también el reparto de culpas. Todo ello, precisamente cuando más necesitamos debates propositivos y estratégicos. En tal situación, sobra decir, las llamadas a la unidad son pura quimera… aunque, justo antes de negociar, a uno siempre le conviene mostrarse más radical, acercando el punto medio a su sardina.

En todo caso, lo cierto es que el control parlamentario, por otras vías, no ha decaído. Se han tomado medidas desligadas de la situación que nos acucia, pero apenas notables. Y, aunque el control mediático directo fue entorpecido, el contexto sometió al Gobierno al máximo escrutinio. No puede decirse lo mismo, eso sí, de todas las Comunidades Autónomas. A ello, sin embargo, convendrá dedicar en exclusiva una futura nueva entrada… (ya disponible en el blog). [4]

 

NOTAS

[1] Es un principio que encuentra su formulación moderna más lúcida dentro del canon de autores clásicos en el trabajo de Locke (aunque un Montesquieu aún anclado en la sociedad estamental suela llevarse el mérito). No puede tampoco olvidarse el papel de los padres fundadores de Estados Unidos a este respecto. Sin embargo, pueden rastrearse ideas similares desde mucho antes en la tradición occidental; en particular, entre aquellos que abogaron por un gobierno mixto, de Aristóteles a Maquiavelo. Permítaseme que, por una cuestión de espacio, no entre a matizar la diferencia que presenta este control en sistemas presidenciales y sistemas parlamentarios, donde el gobierno depende de la confianza de la cámara para subsistir.

[2] Véanse como ejemplos el nombramiento de Dolores Delgado como fiscal general o la reiteración electoral producida por la presentación de sus candidaturas ante unas Cortes de las que previamente no había recabado el suficiente apoyo.

[3] Según el diario El País, la posibilidad de modificar preguntas tras el Consejo de Ministros sólo se había utilizado en 5 ocasiones desde 2008.

[4] Entre los varios confidentes a los que agradezco me ayuden a pensar estas cuestiones, quiero expresar especialmente esa gratitud a Carlos Fernández Esquer por sus comentarios, sin que ello en ningún caso suponga que pueda atribuírsele ninguna de estas opiniones.

 

Oriol Junqueras no será europarlamentario

Sigue el culebrón judicial sobre la condición de eurodiputado de Oriol Junqueras. Después de la sentencia del TJUE que ya comenté aquí , la pelota ha vuelto al tejado del TS, o para ser más exactos, al tejado de la sala II del TS aunque también ha rebotado por el de la sala III (de lo contencioso-administrativo), a raíz de la solicitud de medida cautelarísima planteada por Junqueras contra la resolución de la Junta Electoral Central del pasado 3 de enero, que declaró la pérdida de su condición de europarlamentario por concurrir en él una causa de ineligibilidad sobrevenida prevista en el art. 6.2 a) de la Ley Orgánica del Régimen electoral General, al haber sido condenado por sentencia firme a la pena de privación de libertad de 13 años por sentencia de 14 de octubre de 2019.

Pero no enredar mucho al lector, nos centraremos en el Auto de 9 de enero de 2019 la sala II del TS, que es el que decide sobre esta cuestión a la vista de la sentencia del TJUE de 19 diciembre de 2019, que ya comenté en su momento. El TS es, en todo caso, el órgano judicial que planteó la cuestión prejudicial, y al que le compete interpretar dicha sentencia y sus implicaciones en el procedimiento principal. La dificultad estriba en que, como es sabido, en el momento en que se planteó dicha cuestión, Junqueras era todavía un preso preventivo, si bien, es cierto que el planteamiento de la propia cuestión prejudicial parece presumir que la contestación del TJUE tendrá trascendencia para el pleito principal aunque éste -como efectivamente sucedió- se siga desarrollando y tenga la posibilidad de concluir con una sentencia penal firme con condena de prisión, como ha sido el caso. Por tanto, existe una cierta incongruencia entre el planteamiento de la cuestión prejudicial y que el TS interprete que su resolución ya no tiene ninguna trascendencia una vez producida la condena. Es más, ni la Fiscalía ni la Abogacía del Estado, apoyaron en su día el planteamiento de dicha cuestión prejudicial dada la situación en que se encontraba Oriol Junqueras.

Recordemos que la cuestión prejudicial (tal y como se recoge en el propio Auto) era la de dirimir si es posible la concesión o denegación de un permiso penitenciario extraordinario a un acusado por delitos graves y en situación de prisión provisional, por riesgo de fuga, que ha resultado electo en el Parlamento Europeo, en convocatoria electoral de fecha posterior en varios meses a su situación de prisión provisional. El permiso extraordinario tendría como finalidad prestar juramento o promesa de acatamiento a la Constitución Española, requisito normativo establecido para que el organismo central electoral -Junta Electoral Central- incluya al electo en la lista que remite al Parlamento Europeo y se posibilite la toma de posesión del escaño correspondiente.

Sin embargo en su Auto, el TS señala claramente que aunque la decisión de la cuestión prejudicial sigue siendo relevante, no altera en absoluto la situación personal del Sr. Junqueras. Así reconoce que la respuesta del TJUE, opta por una interpretación extensiva de la inmunidad de desplazamiento -subrayando que se trata de una doctrina novedosa-, que protege al parlamentario europeo desde el momento mismo de su elección incluso en aquellas ocasiones en que el candidato electo esté en prisión preventiva, que debe de ser alzada aunque permite excepciones en caso de que el tribunal nacional competente considere «…que debe mantenerse la medida de prisión provisional tras la adquisición por el interesado de la condición de miembro del Parlamento Europeo». En esos casos, lo que procede es la tramitación «…a la mayor brevedad» de la petición de levantamiento de la inmunidad (el suplicatorio), que se impone como un inaplazable deber del tribunal que entienda procedente el mantenimiento de la prisión preventiva. También proclama -como no puede de ser menos- que el TS hace suyo esa doctrina proclamada por el TJUE para resolver conforme a ella las situaciones que, en los mismos o similares términos, puedan suscitarse en el futuro.

Insiste el TS (consciente seguramente de la posibilidad de crítica desde el punto de vista de la innecesariedad de la cuestión prejudicial) en que su planteamiento, pese a la firmeza de la sentencia, seguía manteniendo interés y vigencia, y todo ello, con independencia de que Oriol Junqueras hubiera pasado de la prisión preventiva a la situación de penado por condena firme. Apela para realizar esta afirmación a que todo dependía del alcance de la modalidad de inmunidad que se derivase de la respuesta del Tribunal Europeo. Sin embargo, no es sencillo advertir cómo podría haberse visto afectada dicha situación una vez recaída la sentencia firme y la pena, a la luz de los argumentos del propio TS y, fuese cual fuese la respuesta del TJUE.

En todo caso, por lo que aquí nos importa, el TS señala que la doctrina del TJUE ha ser aplicada para resolver las consecuencias procesales que puede proyectar sobre la situación del Sr. Junqueras, pero recordando que, como también se desprende dicha sentencia, es el TS el competente para determinar cuáles son los efectos -directos o indirectos-  de dicha doctrina. Y su conclusión es clara: “desde esta perspectiva, es evidente que la sustitución de la medida cautelar de prisión preventiva que afectaba al Sr. Junqueras por la pena de prisión impuesta en sentencia firme, acarrea trascendentales efectos que no pueden eludirse al examinar las consecuencias de lo resuelto por el TJUE. A la vista de la respuesta ofrecida por el TJUE, la adquisición de su condición de parlamentario europeo no se hacía depender de la cumplimentación de unos trámites formales ante la Junta Electoral Central, sino del hecho mismo de su proclamación como electo. El Sr. Junqueras, habría  adquirido la condición de parlamentario, sin necesidad de ningún desplazamiento para trámites burocráticos, desde el día 13 de junio de 2019, fecha en que fue reconocida su condición de electo. Sin embargo, la realidad que ahora se proyecta sobre el recurrente no es la de un preso preventivo, sino la de un preso condenado que, por el solo hecho de serlo, ha incurrido en una causa sobrevenida de inelegibilidad“.

Recuerda que el art. 6 de la LOREG, declara inelegibles «a los condenados por sentencia firme, a pena privativa de libertad, en el período que dure la pena». Y el art. 211 de la misma ley dispone que: «las causas de inelegibilidad de los Diputados al Parlamento Europeo lo son también de incompatibilidad». La conclusión por tanto no puede ser otra que la de que el Sr. Junqueras es inelegible a partir de su condena a la pena de 13 años de prisión, aunque esa ineligibilidad haya sido sobrevenida, valga la expresión. Y que por eso existe también una causa de incompatibilidad que le excluye del Parlamento Europeo, dado que son los Estados miembros los que pueden determinar las incompatibilidades aplicables a los europarlamentarios. Se trata de una incompatibilidad sobrevenida que debe dar lugar a la sustitución del eurodiputado cuando su mandato quede anulado, como sería el caso, y todo ello de conformidad con la normativa europea (que se remite en este punto a la normativa nacional).

Por tanto, tampoco procede pedir ningún suplicatorio. El TS también es claro en esto: en el derecho interno español el alcance de la inmunidad tiene sus perfiles acotados normativa y  jurisprudencialmente. No opera ni en fase de ejecución, ni en fase de recurso, ni en general, desde que está abierto el  juicio oral. Por tanto, hay que seguir sosteniendo, como se ha hecho hasta ahora, que el acusado Sr. Junqueras, en la medida en que alcanzó la condición de europarlamentario – según aceptamos en sintonía con la STJUE- con el proceso ya en fase de juicio oral, no ha podido en ningún momento ampararse en tal vertiente de la inmunidad para obstaculizar la persecución de su enjuiciamiento. Si, cuando el electo adquiere tal condición, ya se ha procedido a la apertura del juicio oral, considera el TS que decae el fundamento de la inmunidad como condición de la actuación jurisdiccional, dado que se trata de preservar a la institución parlamentaria y a los parlamentarios de iniciativas dirigidas a perturbar su libre funcionamiento.  Por eso, considera que no puede ocurrir si la iniciativa para proceder en el ejercicio de la actuación jurisdiccional es anterior a la elección de los componentes del Parlamento. De nuevo, su conclusión es clara: quien participa en un proceso electoral cuando ya está siendo juzgado, aunque finalmente resulte electo, no goza de inmunidad conforme al derecho nacional. No puede condicionar el desenlace del proceso ni, menos aún, el dictado de la sentencia.

Hasta aquí el contenido del Auto. Podemos hacer también algunas reflexiones adicionales. Todas estas complejidades técnicas e idas y venidas se deben, entre otras cosas, a que los independentistas no han tenido ningún problema en proponer como candidato (y los ciudadanos en elegir) a personas que ya estaban siendo juzgadas por hechos muy graves. Esto no es judicializar la política, es jugar con fuego a sabiendas de las posibles consecuencias.  También, cabe señalar que la utilización política de toda resolución judicial sensible se ha convertido en el pan nuestro de cada día; ya sabemos de antemano quienes van a estar a favor de determinados pronunciamientos y además sin leerlos, que es una lata. Evidentemente, el apoyo de ERC a la investidura de Pedro Sánchez no ayuda. Recordemos, por ejemplo, el velado propósito de condicionar los efectos de un procedimiento judicial -de forma directa o indirecta- como moneda de cambio de ese posible acuerdo. Pero, tampoco nos podemos olvidar, lamentablemente, que sobre la profesionalidad y la neutralidad de nuestros Tribunales de Justicia, y muy particularmente del TS, se extiende como una larga sombra la politización del CGPJ y el reparto de cromos al que es sometido por parte de los principales partidos políticos. Partidos políticos que, después se rasgan las vestiduras y atacan a los jueces como rehenes ideológicos de uno u otro partido, si dictan sentencias que no les gustan.

En fin, no es un contexto favorable para la crítica razonada, técnica y sosegada de estas y otras resoluciones. Quizás lo mejor para hacerlo fuese tachar el nombre de Oriol Junqueras y poner el de cualquier otro eurodiputado, a ser posible de un partido político al que no votemos.

 

Una de las muchas reformas pendientes: el régimen jurídico de los animales

Una de las muchas iniciativas legislativas que decayeron con el final de XII Legislatura fue la Proposición de Ley de modificación del Código Civil, la Ley Hipotecaria y la Ley de Enjuiciamiento Civil, sobre el régimen jurídico de los animales, presentada por el Grupo Parlamentario Popular en octubre de 2017 (Proposición de Ley 122/000134). Y es que entre las singularidades del Derecho parlamentario está precisamente que la disolución de las Cortes Generales y la convocatoria de elecciones trae consigo la caducidad de (casi) todas las iniciativas que no hayan superado todas las fases del procedimiento legislativo, independientemente del estado en que se encuentren.

En el caso de esta Proposición de Ley, cabe destacar que desde un inició contó con el acuerdo de las diferentes políticas –todos votaron a favor de su toma en consideración– y también que los trabajos parlamentarios ya estaban muy avanzados en el momento de la disolución de las Cortes Generales. En este sentido, en el Informe de la Ponencia, publicado el día 1 de marzo de 2019 en el BOCG, ya podemos ver un “borrador” muy avanzado de lo que iba a ser Ley en unos pocos meses, de no haber sido por el comienzo de la parálisis política en la que actualmente nos encontramos inmersos.

El decaimiento de la Proposición de Ley que comentamos es especialmente sangrante, porque como decíamos nos encontramos ante una materia que suscita consenso político, algo que no es demasiado habitual. Es por tanto una verdadera lástima que ese consenso no se haya podido traducir finalmente en una modificación legislativa. Por otra parte, me atrevo a afirmar que ese acuerdo de los diferentes partidos políticos no hace sino reflejar un amplio consenso social. La idea de que los animales no son cosas lleva ya muchos años presente en la mayor parte de la sociedad española.

La reforma que se planteó afectaba, en primer lugar, al Código Civil, con vistas a sentar el principio de que la naturaleza de los animales es distinta de la naturaleza de las cosas o bienes, al tratarse de “seres vivos dotados de sensibilidad” (arts. 333 y ss., 465, 499, 610 a 612, y 1484 CC). En línea con lo anterior, también se pretendía introducir normas relativas a las crisis matrimoniales, a fin de concretar el régimen de custodia de los animales de compañía, atendiendo a su bienestar (art. 90 y nuevo art. 94 bis). En cuanto a la Ley Hipotecaria, se proyectaba reformar su artículo 111, en aras de impedir que se extienda la hipoteca a los animales colocados o destinados en una finca (y prohibir el pacto de extensión de la hipoteca a los animales de compañía). Y por último, se pretendía reformar el artículo 605 de la Ley de Enjuiciamiento Civil, para declarar inembargables los animales de compañía.

La reforma es necesaria, no solo por el consenso al que me refería anteriormente, sino también por la enorme contradicción existente entre las normas de Derecho privado y las de Derecho público, en las que desde hace años se viene regulando exhaustivamente el modo en que debemos relacionarnos con los animales. Piénsese, solo por poner un ejemplo, en las innumerables disposiciones administrativas destinadas a la protección de los animales o en las normas penales que castigan –cada vez de una manera más severa– las conductas que atentan contra los animales (ej. delito de abandono, art. 337 CP). Resulta incomprensible que, por una parte, el Ordenamiento jurídico imponga al ciudadano determinadas normas de conducta respecto de lo que deben (o no deben) hacer con su perro, y al mismo tiempo, que ese perro sea considerado un bien mueble –asimilable a una mesa o a un coche– en el seno de cualquier clase de diputa civil.

La proposición de ley caducó y ahora nos encontramos inmersos en un tiempo (que no parece que vaya a ser corto) de contienda política e incertidumbre. Sin embargo, la vida sigue su curso y aunque las normas aplicables estén obsoletas, los operadores jurídicos no tenemos más alternativa que buscar, con las herramientas de interpretación disponibles, una solución justa para todas aquellas controversias de derecho privado en que se vea involucrado un animal, disputas que en la práctica son más habituales de lo que a priori pudiéramos pensar.

En las bases de datos de la jurisprudencia se pueden encontrar algunos ejemplos de resoluciones judiciales pioneras en esta materia. La que ha tenido un mayor eco en los medios de comunicación es la reciente Sentencia núm. 88/2019 de 27 mayo, del Juzgado de Primera Instancia núm. 9 de Valladolid (JUR 2019174429). Pero casi una década antes, encontramos una resolución mucho más desconocida, la Sentencia núm. 200/2010 de 7 octubre del Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de Badajoz (JUR 2010354213), en la que ya se optaba por una solución semejante.

En ambos casos se enjuiciaba sobre la custodia de un perro en el marco de una ruptura matrimonial (o pareja de hecho) y en ambos casos el juez optó por declarar la copropiedad del animal y acordar la tenencia compartida del mismo por periodos sucesivos de seis meses. Si bien es cierto que la solución dada difícilmente encaja en las reglas previstas en los artículos 392 y siguientes del Código Civil –sobre la comunidad de bienes– y que el juzgador se vio obligado a hacer encaje de bolillos, creo que los argumentos empleados en ambos casos fueron acertados.

El artículo 3 del Código Civil establece que las normas se interpretarán, entre otros criterios, según la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas. En este sentido, a nadie se le escapa que en el contexto social de nuestros días, el animal de compañía es generalmente considerados como un miembro más de la familia. Desde luego, los usos y costumbres de la sociedad actual hacen inconcebible equiparar a un animal con un bien mueble o pensar que deban aplicársele idénticas normas. Es incuestionable, como señala la exposición de motivos de la Proposición de Ley a la que antes nos referíamos, el especial vínculo de afecto que liga a los animales de compañía con la familia con la que conviven.

Por otra parte, esa interpretación de las normas conforme a la realidad social de nuestro tiempo resultaría plenamente acorde con el Derecho fundacional de la Unión Europea, que ha de formar parte del ordenamiento jurídico interno (art. 96.1 CE). En este sentido, el Protocolo Núm. 33 sobre la protección y el bienestar de los animales que figura como anexo Tratado constitutivo de la Comunidad Europea, considera a los animales “seres sensibles”, con lo que se produce un pleno reconocimiento como tales dentro de la Unión Europea, como principio general y constitutivo que se incorpora al Tratado de Lisboa, ex artículo 13 del Tratado de Funcionamiento de la Unión Europea (TFUE).

En definitiva, mientras esperamos que el Legislador actualice de una vez por todas nuestro Derecho privado en esta materia, toca ser imaginativos. Y a falta de normas que establezcan de un modo claro cómo se han de resolver los litigios civiles que se planteen –lo que sin duda sería deseable conforme al principio de seguridad jurídica, art. 9.3 CE– lo que corresponde es llevar a cabo una interpretación correctora de la norma, so pena de caer en el sinsentido de aplicar en su literalidad una serie de reglas ampliamente superadas por la realidad social. En última instancia, confiamos en que algún grupo parlamentario (el que sea) saque del cajón la proposición de ley sobre el régimen jurídico de los animales y la registre. Aunque para que eso pueda suceder, tendremos que haber inaugurado antes una Legislatura con mínimos visos de estabilidad.

Hoy paciencia, mañana presidencia

Al día siguiente de ganar las elecciones generales, la señora Frederiksen ya había recibido el encargo de la reina Margarita II de Dinamarca para formar gobierno, y desde entonces actuó como primera ministra interina hasta su elección definitiva la semana pasada. Semanas antes, Sánchez ya había vencido holgadamente en nuestros comicios sin que a día de hoy se haya celebrado todavía la sesión de investidura. Sólo anteayer supimos que podría ser presidente a finales de julio, casi tres meses después.

En los más de dos meses transcurridos desde que se celebraran las elecciones generales, el Congreso ha esperado con paciencia a que un candidato registrase su propuesta de ser presidente del Gobierno (artículo 170 del Reglamento del Congreso). Recordemos que el 28 de abril se celebraron elecciones generales, que el 21 de mayo se constituyeron las Cortes, que el 6 de junio Sánchez recibió el encargo del rey de formar gobierno y que la investidura será el 22 de julio. ¿Cómo es posible tanta procrastinación?

Las razones que permiten esta situación de parálisis institucional responden fundamentalmente a unos incentivos inadecuados en la Ley. Ni la Constitución ni las leyes fijan un plazo determinado para la celebración de la primera sesión de investidura tras las elecciones. Probablemente el Legislador optó por esta vía precisamente para conceder a los políticos una amplia flexibilidad para formar gobierno; se entiende que, antes o después, por lo menos alguno de los trescientos cincuenta se presentará a la investidura. Pero no tiene por qué ser así.

Es cierto que las elecciones locales, autonómicas y europeas del 26 de mayo convierten las generales del 28 de abril en unas un tanto atípicas: inevitablemente, los partidos proceden a la negociación de los distintos –múltiples– gobiernos a modo de pack, teniendo en cuenta todas las cartas de la baraja, desde la investidura del alcalde de Castilfrío de la Sierra hasta del hombre que ha de elegir un nuevo colchón para el Palacio de la Moncloa. Y todo ello retrasa el proceso.

Pero, primero, la conjunción de unos y otros comicios es una excepción –una casualidad, como poco– y, segundo, ello no obsta para que puedan preverse sistemas más beneficiosos para el bolsillo de los ciudadanos; preferiblemente uno que no permita –incluso aliente, bajo determinadas circunstancias– que, mientras el país aguarda impaciente, los partidos no se vean forzados a investir cuanto antes un presidente, que es lo suyo.

Rajoy ya se había acogido a este vacío legal durante el primer semestre de 2016, lo que terminó en una legislatura fallida (la XI) y una repetición de elecciones, casi en unas terceras. No tuvo prisa –para las cuestiones de paciencia no tenía rival– en dejar pasar el tiempo mientras el resto se desgastaba. Dejó que Sánchez se agotara en una sesión de investidura sin posibilidades de prosperar. Dejó que Ciudadanos firmara un acuerdo que le haría mala prensa por la presencia, aun secundaria, de Podemos. Dejó que Podemos muriera de éxito. Y, cuando llegó el momento oportuno –para sus intereses, claro está–, convocó nuevas elecciones y así reforzó su posición para repetir como presidente. Ese proceso, totalmente estéril desde el punto de vista institucional, duró casi un año y tuvo a Rajoy como único beneficiario.

Es posible que ahora Sánchez pretenda hacer algo parecido, más aún si precisamente ayer el CIS (no hará falta que recuerde que está dirigido por el exsecretario de Estudios y Programas de la Comisión Ejecutiva Federal del PSOE) publicaba uno de sus –ahora mensuales– barómetros, en el que pronosticaba una subida del PSOE y una simultánea bajada de Unidas Podemos en caso de segundas elecciones, al 39,5% y al 12,7%, respectivamente. Esta información, fidedigna o no, pudiera generar en el presidente en funciones unos incentivos similares a los de Rajoy.

Nada tiene de extraño que un político utilice los mecanismos que tiene a su disposición para explotar al máximos sus intereses. Lo criticable es que se utilicen de un modo un tanto perverso en beneficio propio y sin costes para uno, pero sí para los demás. Convendría, por ejemplo, fijar un plazo máximo en la ley para lograr una investidura desde la celebración de las elecciones, a fin de acelerar el proceso en la medida de lo posible.

Y es que, por el momento, van sesenta y seis días de una espera costosa para los ciudadanos que, además, muy bien podría ser más larga y costosa; de hecho, algunos medios aseguran que, en opinión del señor Iglesias, la elección del señor Sánchez puede perfectamente esperar hasta la vuelta de las vacaciones de verano, mientras que este último aboga por repetir elecciones si en julio no es investido.

En todo caso, en la sesión de julio Sánchez necesitaría del Congreso de los Diputados una mayoría absoluta (176 votos a favor) en una primera votación. En caso de no alcanzar esa mayoría, se produciría una segunda votación a las cuarenta y ocho horas (ex artículo 99.3 de la Constitución), en la que Sánchez podría ser elegido presidente con una mayoría simple (es decir, más síes que noes).

En caso de que ambos intentos resultasen fallidos, la parálisis institucional se prolongaría por lo menos hasta septiembre: comenzaría entonces a correr el plazo de dos meses que marca el artículo 99.5 de la Constitución) para elegir un presidente.

Si también transcurriesen esos dos meses sin haberse elegido a ninguno, se convocarían nuevas elecciones en algún día de noviembre. Ello no significaría otra cosa que, en beneficio exclusivo de unos grupos políticos y en detrimento de otros (y probablemente sin opción de modificar sustancialmente la actual distribución de escaños), un derroche de dinero público y seis meses de parálisis de los mercados y las instituciones: los cincuenta y cuatro días que han de transcurrir entre la convocatoria y la celebración de elecciones (artículo 42.1 de la Ley Orgánica del Régimen Electoral General); el número indefinido de días que ha de transcurrir entre la celebración de elecciones y la primera sesión de investidura; y los dos meses que, en su caso, han de transcurrir entre esa primera sesión de investidura y hasta que, en caso de fracaso, se convoquen automáticamente nuevas elecciones. La ley fija dos de esos tres plazos, el tercero queda suelto.

Al menos ahora ya sabemos que va a tener lugar una primera investidura, pero, insisto, por poder, podrían ser muchos más millones y muchos más meses: un vacío en la ley permite que el plazo entre la celebración de elecciones y la primera sesión de investidura corra ad infinitum, más concretamente hasta que alguien se presente a la sesión. Pero ¿y si nadie se presentara nunca?

 

 

Imagen: Economía Digital.