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La orden europea de detención ya no es lo que era

El desconcierto que ha provocado ver cómo un tribunal alemán lleva a cabo un control minucioso sobre la Orden Europea de Detención y Entrega (OEDE) recientemente emitida por nuestro Tribunal Supremo invita a una reflexión sobre la evolución de este mecanismo. No son pocos los que esperaban verla ejecutada automáticamente, sin dilación ni consideración alguna en torno a su contenido. Estas expectativas responden a un concepto idealizado y tópico, que no coincide fielmente con lo que es una OEDE en nuestros días. Pocos instrumentos jurídicos han sufrido una transformación tan relevante: ha pasado de ser la joya de la corona de la cooperación judicial en la Unión Europea y la piedra angular del futuro proceso penal europeo a ser vista con prevención y desconfianza por muchos juristas europeos.

Los euroescépticos nunca la han apreciado, y los promotores del Brexit han cargado contra ella porque impide desplegar la protección que los británicos consideran parte de su ADN constitucional, de la Carta Magna al Bill of Rights; ONGs de prestigio (como Fair Trials International) la acusan de ser antesala de una prisión preventiva ayuna de toda justificación que vaya más allá del elemento de extranjería; el Parlamento Europeo ha pedido una revisión de la Decisión Marco (DM) que la regula, para incorporar el principio de proporcionalidad y asegurar la efectividad de la tutela judicial también en el país de ejecución… El pasado mes de marzo, en una decisión insólita, la High Court de Irlanda paralizó la ejecución de una orden de entrega emitida por un tribunal polaco, preguntando al Tribunal de Justicia de la Unión si las recientes reformas del sistema judicial de ese país no ponen en cuestión la confianza mutua, que es la base de la OEDE.

En términos generales, la cooperación jurídica internacional se fundamenta en dos ideas. Por un lado, el principio de soberanía, por el que se admiten salvaguardias que permiten al estado requerido denegar la cooperación cuando concurren diversas causas que al estado de ejecución corresponde apreciar. Por el otro, el principio de heterogeneidad de los ordenamientos jurídicos, que impone una desconfianza de partida respecto del derecho extranjero, al que se estima bien de difícil armonización con las reglas y prácticas internas, bien de distinto nivel en las garantías procesales y sustantivas. Sin embargo, en la UE se actúa sobre la base de la confianza mutua, que permite superar ambos principios, considerados incongruentes con sus objetivos y su acervo normativo. Inútil resulta supeditar la cooperación al examen de las garantías procesales y sustantivas cuando éstas, por definición, son equiparables.

Lo que ocurre ahora es que el optimismo del legislador europeo, como no podía ser de otro modo, ha terminando encontrándose con la realidad. Para muchos jueces, el grado de confianza elevado entre los Estados miembros –al que se refiere el considerando 10 de la DM- no aligera la carga que sobre sus hombros pesa de asegurar la efectividad de las garantías en cada caso concreto. En esta situación, conforme al sistema diseñado en los Tratados, ha sido el Tribunal de Justicia el llamado a dar explicaciones. Simplificando, los hitos del camino recorrido por la jurisprudencia son los siguientes.

En 2013, el Tribunal de Justicia dicta la sentencia en el caso Melloni[1], en la que, abundando en los fundamentos de su anterior sentencia en el caso Rade, niega taxativamente que existan motivos -ni siquiera fundados en la protección de los derechos fundamentales- que puedan completar el elenco cerrado de causas de inejecución contenidas en el articulado de la DM. Con lo que el señor Melloni, que no hubiera sido entregado conforme al standard de garantías procesales vigentes en España (se trata de una cuestión prejudicial -la primera- elevada por nuestro Tribunal Constitucional), tuvo que serlo por aplicación de la DM: en la práctica, la normativa europea rebajó el umbral de protección interna preexistente. Es fácil comprender que esta jibarización del papel del juez de ejecución removiera muchas conciencias.

El Tribunal de Justicia no tuvo que esperar más que dos años para toparse con la respuesta de los tribunales nacionales. En un asunto cuyos hechos eran sorprendentemente similares a los de Melloni, el Tribunal Constitucional Federal de Alemania declaró que el nivel de protección de los derechos del sujeto procesal de una OEDE, tal como aparece reconocido por el derecho alemán, puede impedir su ejecución. La sentencia alemana[2], sin cuestionar la aplicación preferente del derecho de la Unión, reivindica para sí, sin embargo, el control de la constitucionalidad del margen de discrecionalidad con el que opera el legislador nacional que traspone el derecho europeo. De modo que la «identidad constitucional» consagrada en la Ley Fundamental -que define un núcleo intangible no sólo para la integración europea, sino frente a la propia reforma constitucional-, puede alzarse como obstáculo a la ejecución de la OEDE. La Unión Europea no puede disponer de aquellas partes de la Ley Fundamental que ni siquiera el Estado alemán puede modificar. En otras palabras, el Tribunal Constitucional se reserva un control indirecto de la constitucionalidad de la normativa europea; y -lo que enciende las luces de alarma- sin advertir necesidad de elevar cuestión prejudicial alguna sobre la Decisión Marco.

Cuando, al año siguiente, el Tribunal de Justicia tuvo que decidir sobre dos reenvíos alemanes que volvían a suscitar el problema, la expectación era comprensible. Nuevamente, un tribunal nacional preguntaba si la superioridad del standard de protección del foro de ejecución podía oponerse a la entrega. Al parecer, la sombra de Karlsruhe es alargada, y llega hasta Luxemburgo; por lo que la sentencia -en los casos acumulados Aranyosi y Căldăraru[3]– admite que existen motivos para poner en suspenso el mecanismo de entrega de personas que no están en el elenco -hasta ahora exhaustivo- de los artículos 3 a 5 de la DM. Así, la violación grave y persistente por parte de uno de los Estados miembros de los principios contemplados en el artículo 2 TUE –por el procedimiento que establece el artículo 7 TUE– (considerando 10 de la DM). Y, también, la infracción de los derechos fundamentales tal como se hallan consagrados, en particular, en la Carta (artículo 1.3 de la DM). Recientemente, el Tribunal de Justicia ha confirmado[4] que la DM no contiene una lista exhaustiva de causas de denegación de la OEDE.

Es verdad que el Tribunal de Justicia se mantiene en el ámbito del ordenamiento de la Unión. Pero lo significativo es que renuncia a seguir sosteniendo la literosuficiencia de la parte dispositiva de la DM en cuanto a las causas de inejecución de las OEDE. Y, en la práctica, da entrada a la posible concurrencia del standard nacional de protección de los derechos en la definición de la legalidad de la entrega (lo que ya estaban haciendo tribunales de varios países, al negarse a ejecutar algunas OEDE, como consta, por ejemplo, en los informes de Fair Trials International). Con lo que emplaza al juez de ejecución a ir más allá de la simple comprobación de los requisitos formales del documento que transmite la decisión del juez de emisión, que es la versión de la OEDE que todavía está en la cabeza de muchos.

En el fondo, nos encontramos ante la constancia de lo que todos sabían y nadie quería decir: la confianza mutua es relativa, porque el nivel de protección no es equivalente. Esto no significa que la OEDE deba pasar al museo de la historia del derecho; todos los años se emiten y se ejecutan miles de OEDE, que facilitan considerablemente la vigencia del estado de derecho en un espacio supranacional sin fronteras. Lo que significa es que hay que reconocer que en ciertos casos, no pocos, este instrumento necesita una intervención más activa del órgano judicial de ejecución, si no se quiere poner en riesgo el propio estado de derecho. Los jueces no parecen dispuestos a dimitir de su misión como garantes de los derechos de quienes comparecen ante ellos, ni a suscribir una interpretación complaciente del principio de eficiencia del derecho de la Unión. Lo están haciendo con fuerza y argumentos capaces de reorientar la jurisprudencia del Tribunal de Justicia sobre aspectos del espacio de libertad, seguridad y justicia que parecían inmutables. Y provocando que la OEDE sufre una mutación relevante en su naturaleza y en su función, en el seno de una crisis de identidad cuya conclusión todavía no es posible vislumbrar, ni para este instrumento ni para el futuro de la cooperación judicial europea.

 

[1] Sentencia del Tribunal de Justicia (Gran Sala) de 26 de febrero de 2013, Stefano Melloni, C‑399/11

[2]BVerfG, Beschluss des Zweiten Senats vom 15. Dezember 2015- 2 BvR 2735/14

[3]STJ (Gran Sala) de 5 de abril de 2016, petición de decisión prejudicial planteada por el Hanseatisches Oberlandesgericht de Bremen, Alemania, sobre la ejecución de órdenes de detención europeas emitidas contra Pál Aranyosi (C-404/15), y Robert Căldăraru (C-659/15 PPU)

[4]STJ (Sala Quinta) de 29 de junio de 2017, asunto C‑579/15, Daniel Adam Popławski

El ministro de Justicia todavía no se ha enterado bien de qué va esto

Por lo menos, si nos hemos de guiar por sus declaraciones publicadas ayer por el diario El País (aquí). Es cierto que pretender que un Gobierno del PP liderado por el Sr. Rajoy pudiera iniciar una regeneración valiente de nuestras instituciones era un desiderátum,  pero si su ministro de Justicia se piensa que con la nueva investidura tiene barra libre para continuar el proceso de desactivación del último baluarte de nuestro Estado de Derecho que queda en pie –los jueces de primera instancia e instrucción- creo que anda muy desencaminado. Nos parece que no está midiendo bien sus fuerzas en este nuevo escenario político.

Bajo el esperanzador y sin duda muy regeneracionista titular de “La responsabilidad política por la corrupción se salda en las urnas”, el ministro nos informa de que pretende acabar con la acusación popular, para “facilitar” posteriormente “reducir” los aforamientos, y quitarle la instrucción a los jueces atribuyéndosela a los fiscales. Nos informa también de que en realidad esto es una ocurrencia del exministro socialista Caamaño, pero que con cierta generosidad por su parte se puede compartir.

De esta forma tan sutil e inteligente el ministro pretende que nos traguemos una reforma que en el futuro haga imposible que se repitan asuntos tan desagradables como la acusación al Sr. Botín por las cesiones de crédito o el procesamiento de la Infanta, por ejemplo, por no hablar del inicio del caso Bankia. En ninguno de estos casos acusó el fiscal ni el abogado del Estado, y si salieron adelante (aunque en el caso del Sr. Botín el TS tuvo que acuñar su famosa y desacreditada doctrina para librarle del trago) fue por la combinación de tres factores básicos que todavía nos permiten definirnos como un Estado de Derecho: acusación popular, instrucción por el juez de base y ausencia de aforamiento para algunos pocos desafortunados.

El siguiente paso es acabar también con esto, quizás porque el Gobierno del PP continua firmemente decidido a que en el futuro gobierne Podemos con mayoría absoluta. Porque no hay vía más rápida para ello que emprender una reforma que blinde todavía más al establishment apoyándose en argumentos insostenibles.

La vinculación de la acusación popular con los aforamientos es un mantra hueco que, como muñeco de trapo, por mucho que se le atice no  termina nunca de morir. Quizás porque es precisamente eso, un espantajo que no se cree ni quienes lo alegan. Según esta cansina tesis, como en España puede acusar cualquiera, ciertos cargos políticos deben estar especialmente protegidos.

Ya la he combatido en otras ocasiones (por ejemplo aquí) pero, resumidamente, esta tesis reconoce como evidente dos presupuestos falsos y oculta un tercero verdadero:

El primer presupuesto es que en España el que acusa falsamente no le pasa nada. Incorrecto. Nuestra legislación ofrece recursos de sobra para salir al paso del abuso: la fianza de los arts. 280 y 281 de la LECrim; la indemnización civil compensatoria del perjuicio económico; los art. 456 y 457 CP que tipifican la denuncia falsa; y el art. 456.2 que permite al juez proceder de oficio cuando haya indicios bastantes de falsedad en la imputación. Pero si estos recursos se consideran insuficientes podría concentrarse el celo reformador en ampliarlos.

El segundo es que el juez de base es más influenciable que el juez superior y va a admitir acusaciones infundadas. Absolutamente falso, es más bien lo contrario. El juez superior es más influenciable que el inferior a la hora de no admitir denuncias fundadas, especialmente cuando se procesa a gente poderosa, dada la politización del sistema de selección de los jueces de los tribunales superiores en este país.

El tercer presupuesto, que se oculta, es que cuando se presenta una querella a un aforado el juez superior también tiene que admitirla y realizar una somera indagación. Es decir, ante una querella el juez debe realizar una mínima investigación con el fin de apreciar el fundamento de la pretensión y eso implica ya pena de banquillo. OK muy bien, pero, ¿en las instrucciones realizadas por los tribunales superiores donde acuden los aforados no se investiga nada? Vaya, o sea que cuando se interpone una querella contra un aforado el instructor del TS no realiza ninguna investigación para apreciar el fundamento de la pretensión. Bueno es saberlo.

Todo ello al margen de que el art. 125 de la CE la consagra especialmente:

“Los ciudadanos podrán ejercer la acción popular y participar en la Administración de Justicia mediante la institución del Jurado, en la forma y con respecto a aquellos procesos penales que la ley determine, así como en los Tribunales consuetudinarios y tradicionales.”

Realizar una reforma del proceso penal que la reduzca a la mínima expresión necesitaría una revisión constitucional. Y lo cierto es que, en estos tiempos que corren, reformar la Constitución para quitar derechos a los ciudadanos en vez de para otorgárselos, y mantener mientras tanto los aforamientos, aunque sea “reduciéndolos”, es lo único que nos faltaba. Quizás en Europa no exista la acusación popular, pero lo que desde luego no hay es aforamientos y, por supuesto, tampoco una fiscalía tan dependiente como la nuestra.

Quizás en vez del Sr. Caamaño, el actual ministro se podía inspirar en la opinión de una persona más próxima y nada sospechosa de tendencias revolucionarias como el ex magistrado y ex vicepresidente del Tribunal Constitucional Sr. Rodríguez Arribas, en este artículo publicado en la revista jurídica El Notario del S. XXI (aquí), donde explica con bastante claridad la necesidad de preservar esta institución.

Pero el ministro no se limita a esto, no, sino que pretende atribuir la instrucción del proceso al fiscal. Es obvio que mientras subsista la dependencia de la institución respecto del Gobierno y el principio jerárquico dentro de la carrera, atribuir la investigación al fiscal es quitársela a los jueces para dársela al poder político de turno. Muy regeneracionista, sin duda. El ministro manifiesta que no hay que inquietarse, porque en esa reforma se cambiará radicalmente el estatuto fiscal y se reforzará su autonomía, pero no nos dice como, por lo que la sospecha es evidente.

No nos dejemos engañar una vez más, como pasó con la famosa promesa de cambiar el sistema de elección del CGPJ, tantas veces traicionada por el PP. Es insostenible construir la casa por el tejado. La primera y urgente reforma que se  necesita es proporcionar medios y sobre todo autonomía al ministerio fiscal. Una vez realizado esto y comprobado que funciona de manera eficaz, entonces, en el futuro, y con mucha calma, se podría abrir un debate sobre la conveniencia de atribuir esa instrucción al fiscal. Mientras tanto, sigamos confiando en el extraordinario y sacrificado trabajo de nuestros jueces de Instrucción, que con todas sus limitaciones materiales y debidamente apoyados por los ciudadanos a través de la acusación popular, siguen apostando por la independencia de la Justicia en España.

El suplicatorio de Homs

Como sabrán todos nuestros lectores, el Congreso de los Diputados ha concedido por 248 votos a favor y 91 en contra el suplicatorio solicitado por el Tribunal Supremo para procesar al diputado Homs por los delitos de prevaricación y desobediencia por su participación en la consulta del 9 de noviembre de 2014. Mientras esto ocurría dentro del hemiciclo, a pocos metros de distancia, el Presidente Puigdemont, el ex President Mas, el Vicepresident Junqueras, el diputado y cantautor Lluís Llach y los representantes de Podemos y de otros grupos que votaron en contra, realizaban una serie de manifestaciones, al menos según recoge la prensa (aquí y aquí), entre las que podemos destacar las siguientes:

  • Se trata de una actuación política de judicialización (Homs)
  • Con ella se hace más difícil el diálogo (Puigdemont)
  • No es digno hacer Presidente a Rajoy y mandar a Homs a juicio (Mas)
  • La ley no es sinónimo de justicia (Llach)
  • No puede ser delito tener ideas en la España del siglo XXI (Mas)
  • Con esta decisión la democracia está en peligro (Puigdemont)
  • La causa tiene un contenido político y se debería denegar el suplicatorio (Todos)

Estas alegaciones contienen un conjunto de argumentos que resulta imprescindible analizar por separado. En realidad, las más relevantes jurídicamente son la primera y la última, por lo que vamos a comenzar con ellas, teniendo en cuenta, además, que el juicio que nos merezcan las restantes depende totalmente de la conclusión a la que lleguemos respecto de las primeras.

Sencillamente, lo que se está afirmando con la primera y la última es que el suplicatorio no debería haberse concedido, porque precisamente está para salir al paso de estos casos en los que se persigue una judicialización de la política o, mejor dicho, una utilización torticera de la justicia con fines políticos. Para saber si esto es realmente así en este concreto supuesto debemos analizar el fundamento legal y jurisprudencial de la cuestión.

El art. 71.2 de la CE dice lo siguiente:

“Durante el período de su mandato los Diputados y Senadores gozarán asimismo de inmunidad y sólo podrán ser detenidos en caso de flagrante delito. No podrán ser inculpados ni procesados sin la previa autorización de la Cámara respectiva.”

Esa autorización es lo que se denomina “suplicatorio”, y su origen histórico se encuentra en la Revolución Francesa, concretamente en el temor de la Asamblea Nacional de que los tribunales pretendiesen minar su actuación por la vía de actuar contra los diputados de manera aislada. Por eso se exige autorización para detener y juzgar, porque en el primer caso se priva al diputado de libertad de manera inmediata, y en el segundo se amenaza con hacerlo. Pero, en cualquier caso, el fundamento está claro: se trata de evitar que a través de actuaciones judiciales malintencionadas se perturbe el correcto funcionamiento de las Cámaras o su composición (por ejemplo, cuando se plantea una acción penal para conseguir que determinados diputados se ausenten de la Cámara y así el candidato a Presidente del Gobierno pueda ser investido con éxito al no poder contabilizarse esos votos negativos).

Esta institución de la inmunidad y consiguiente suplicatorio ya no existe en la mayoría de los países europeos, o solo de manera muy recortada, porque parte de una clara sospecha frente a los Tribunales de Justicia que hoy día se considera superada. Al margen de que, conforme a su fundamento, la doctrina francesa considera que solo debería regir durante el periodo de sesiones y no durante todo el periodo de elección, pues solo durante el primer caso se podría llegar a afectar el normal funcionamiento de la Cámara.

Sin embargo, España ha conservado la extensa regulación decimonónica tradicional, lo que ha obligado a nuestro Tribunal Constitucional a precisar los límites del privilegio. Este Tribunal ha analizado la institución en varias sentencias (STC 243/1988, 90/1985 y 206/1992), y en ellas ha sentado la siguiente doctrina:

.- Se trata de evitar que, por manipulaciones políticas, se impida al parlamentario asistir a las reuniones de las cámaras y, a consecuencia de ello, se altere debidamente su composición y funcionamiento.

.- No se trata de un privilegio personal, sino de la Cámara, y ha de ser interpretado restrictivamente.

.- Se busca evitar que la vía penal pretenda utilizarse para alterar el funcionamiento de las cámaras o alterar su composición.

.- Por eso, lo que las cámaras realizan en el suplicatorio solo puede ser una valoración política de si concurren o no estos requisitos, sin entrar en el análisis de si el investigado incurre o no en el delito alegado.

.- En consecuencia, la negativa debe motivarse de manera coherente en función de la prerrogativa parlamentaria, so pena de que pueda ser anulada por el propio TC.

Estas dos últimas notas son decisivas y merecen un comentario aparte. El Congreso no puede actuar como le dé la gana, porque de otra manera pervertiría la finalidad de la institución. Realiza una valoración política de las circunstancias concurrentes, sin duda, pero en absoluto libérrima, pues debe ajustarse a la finalidad de la norma. No hace falta haber leído a Enterría para apreciar la diferencia.

La cuestión clave, por tanto, es si la actuación judicial contra Homs tiene la intencionalidad política concreta frente a la que pretende salir al paso la institución de la inmunidad. Y la respuesta es, en mi opinión, claramente negativa. El supuesto delito de Homs es “político”, sin duda alguna. La intencionalidad de los promotores de la acción podría incluso ser política, pero desde luego no es política en el sentido de interponerse para impedir el correcto funcionamiento de las cámaras.

Por eso no conviene confundir el carácter político del asunto con la intencionalidad política que exige el art. 71. El diputado Girauta de Cs cometió un error al utilizar la analogía del delito sexual (“El portavoz de Ciudadanos, Juan Carlos Girauta, señaló que si un diputado comete un delito sexual la inmunidad no se puede convertir en impunidad” –aquí). Una analogía más correcta hubiera sido con otro delito de clara intencionalidad política, incluso de violencia política (y por favor, que no tenga que repetir que una analogía nunca compara polos, sino relaciones, así que el que no lo entienda que repase a Perelman). El que el delito sea “político” no implica que el Parlamento a la hora de conceder el suplicatorio tenga que valorarlo con ojos distintos a cualquier otro. Solo tiene que apreciar si concurre en el denunciante o en el tribunal esa concreta intencionalidad política que exige el TC de perturbar el funcionamiento de la Cámara, ya se trate de un delito “político” o “común”, lo que al efecto es intrascendente. Tampoco, insisto, procede entrar a valorar si el delito es grave o no, aunque con ello no quiero indicar que el de Homs no lo sea, porque ciertos delitos “pacíficos” pueden ser paradójicamente más amenazadores para la paz social que otros mucho más violentos.

En cualquier caso, lo que queda claro es que, si el Congreso no hubiese concedido el suplicatorio, hubiera tenido muy difícil justificarlo, y el TC previsiblemente hubiera anulado su decisión por lesionar la tutela judicial efectiva en conexión con la función de impartir justicia.

Una vez llegado a este punto, el resto de las alegaciones caen por su propia base.

La mencionada diferencia entre lo discrecional y lo arbitrario nos indica que el Congreso nunca jamás podría haber denegado el suplicatorio con el argumento de que concederlo hubiera perturbado una negociación en curso.

Por tanto, esta decisión obligada, totalmente digna por ajustada a la Constitución, no tiene por qué hacer más difícil el diálogo, absolutamente imprescindible, entre la Generalitat y el Estado.

La democracia no está en peligro por ello, sino que más bien se hubiera puesto en peligro si el Congreso se hubiera saltado la Constitución por perseguir fines de oportunidad. Tampoco está en peligro en otros países avanzados en los que ni siquiera existe ese trámite y se procesa al diputado directamente.

En cuanto a si el delito imputado deriva simplemente de tener ideas, lo decidirá el Tribunal Supremo gracias a esta decisión, que es el órgano constitucionalmente designado para ello y el único que puede hacerlo con garantías, a diferencia de un Parlamento.

Y, por último,  por lo que se refiere a que la ley no es sinónimo de justicia, estoy completamente de acuerdo. En realidad, el argumento de Llach es el único sólido. A diferencia del resto, reconoce que todo es legal, pero no es justo, en su opinión. Me parece muy legítimo. Pero en una sociedad democrática, que legisla conforme a una norma aprobada por todos llamada Constitución, cada uno tenemos nuestra opinión de lo que es o no justo y podemos expresarla libremente, pero solo tenemos una ley común que nos permite vivir en libertad sin devorarnos mutuamente.