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Reparar y castigar: la atenuante de reparación del daño y el ‘caso Dani Alves’

Como toda sentencia mediática, la recientemente dictada por la Sección 21 de la Audiencia Provincial de Barcelona (caso Dani Alves) ha hecho aflorar al debate público diversas cuestiones relacionadas con nuestro Derecho Penal; la ley temporal aplicable al caso, la concreta determinación de la pena, la valoración de la prueba y algunas otras entre las que destaca la siguiente: Pese a que los hechos probados no recogen mención alguna a esta cuestión, en el fundamento décimo primero de la sentencia se expone que «Consta acreditado que con anterioridad a la celebración del juicio la defensa ha ingresado en la cuenta del Juzgado la cantidad de 150.000 euros para que fueran entregados a la víctima, sin ningún tipo de condicionante». Y acto seguido el tribunal nos dice que este acto «expresa una voluntad reparadora que tiene que ser contemplada como una atenuante», si bien considera que esa voluntad aun siendo cierta es relativa puesto que, en resumidas cuentas, el condenado gana mucho dinero «…tampoco supone demasiado esfuerzo reparador». Aprecia en consecuencia una atenuante de carácter simple y no la muy cualificada que solicitaba la defensa (con los consiguientes efectos penológicos). 

El lego en derecho entiende pues que pagar dinero a la víctima parece que atenúa mucho, poco o al menos en algo, la pena. Y esto es así pero no necesariamente. Voy a intentar explicar qué es esto de la atenuante de reparación del daño, los requisitos que tiene y como la vienen interpretando nuestros tribunales. Sin ninguna pretensión dogmática, más bien con carácter divulgativo, pero con la carga para el lector, ineludible y habitual en mis tareas de escribidor, de tener que leer alguna referencia histórica.

Efectivamente, nuestro Código Penal contiene un listado de circunstancias que agravan la pena y otro de circunstancias que la atenúan. Dentro de éstas leemos en el art. 21.5 que es circunstancia atenuante «la de haber procedido el culpable a reparar el daño ocasionado a la víctima, o disminuir sus efectos, en cualquier momento del procedimiento y con anterioridad a la celebración del acto del juicio oral». Por lo tanto, reparar un daño causado a la víctima o al menos disminuir sus efectos (ojo, no necesariamente pagar dinero), siempre que concurran determinados requisitos temporales, atenúa la pena. Si me rompen un faro del coche y el vándalo autor me abona el precio de la reposición se le puede atenuar la pena, si me sustraen el móvil pero me lo devuelven intacto se puede también atenuar.

La primera pregunta que surge es: ¿y por qué? ¿Qué razón hay para que una pena sea más benigna por esta causa? En general, se suele predicar de esta atenuante un fundamento meramente utilitarista, por razones político criminales, por un interés en que la víctima logre un resarcimiento del daño. Una fundamentación, pues, victimológica. De tal modo que, prevaleciendo ese interés, no suele haber inconveniente en aplicar la atenuación incluso si la reparación se produce dentro ya de las sesiones del juicio como «atenuante de análoga significación» (21.7 CP). Tan importante se ve en nuestro Código la reparación a la víctima que todo el dinerito que se le pueda intervenir a un condenado se destina en primer lugar (con preferencia a la multa, las costas etc.) a reparar a la víctima (art. 126).

El fundamento de la atenuación no tiene por lo tanto una base subjetiva. Es más bien objetiva: repara y te atenuamos. Se rompe desde el Código Penal de 1995 con la tradición española de que esa aminoración del daño fuera producto de un «arrepentimiento espontáneo». El tormento moral del autor y su final decisión ética son ahora irrelevantes. El mero interés por tener una pena rebajada puede ser motivo perfectamente legítimo para la atenuación. Pero …,¿ qué es exactamente reparar el daño? Antes puse un par de ejemplos muy facilones. Pero la cosa se complica en determinados delitos. Vamos a aproximarnos a ese concepto echando un vistazo a otros lugares en los que el Código Penal nos habla de «reparar el daño». Y vemos que aparece floridamente por todo el Código: la pena de trabajos en beneficio de la comunidad puede consistir en reparar el daño causado por el delito (art. 49), la ejecución de una pena se puede suspender o no teniendo en cuenta el parámetro del «esfuerzo reparador»(arts. 80 y 84), participar en programas de reparación a las víctimas influye también en la concesión de la libertad condicional (art. 90); como responsabilidad civil derivada del delito reparar el daño se configura como una obligación (art. 109). Y el art. 112 nos da pistas sobre el contenido real de esto de reparar el daño: «La reparación del daño podrá consistir en obligaciones de dar, de hacer o de no hacer que el Juez o Tribunal establecerá atendiendo a la naturaleza de aquél y a las condiciones personales y patrimoniales del culpable, determinando si han de ser cumplidas por él mismo o pueden ser ejecutadas a su costa». Alguna pista tenemos, pero seguimos con dudas: ¿cómo se repara el daño en una agresión sexual? ¿y en un homicidio? ¿y en unas calumnias? El Código nos da más pistas, pero no nos soluciona todas nuestras dudas. Nos dice que en un delito de calumnias la reparación del daño necesariamente debe incluir «también» (es decir, además de otras cosas) «…la publicación o divulgación de la sentencia condenatoria, a costa del condenado» o que en el delito de impago de pensiones la reparación «comportará siempre el pago de las cuantías adeudadas». Esta indefinición ha hecho establecer tal vez una identificación (un tanto simple pero tentadora por su sencillez) entre reparación y pago de la responsabilidad civil derivada del delito. A ello contribuye una praxis un tanto «mercantilizada» en los acuerdos acusación-acusado que dan lugar a sentencias de conformidad. 

Si bien es cierto también que cada vez es más frecuente leer cosas como que «…la reparación del daño causado por el delito o la disminución de sus efectos… debe entenderse … en un sentido amplio …que va más allá de la significación …que se refiere exclusivamente a la responsabilidad civil» (STS 94/2017 de 16 de febrero). Y ahí es donde empiezan los problemas: en una agresión sexual es obvio que el daño no se arregla con el pago de una indemnización. El Tribunal Supremo ha llegado a sugerir incluso que el efecto atenuante debe estar supeditado a la aceptación de la víctima: «…tiene que estar plenamente justificada, adecuadamente razonada, e incluso de alguna manera admitida por el perjudicado o víctima del delito». Por lo tanto podemos tener más o menos claro que sea la reparación que justifica una atenuación, pero todo se vuelve más complejo cuando el delito cometido no es neutralizable en sus efectos con, por ejemplo, un mero pago o, lisa y llanamente, es imposible de neutralizar: el daño no tiene arreglo, nada lo puede reparar. Lo dejo aquí por el momento para hacer una pequeña digresión histórica: cuando se nos habla de Derecho Penal medieval (vaya salto he dado) uno piensa inmediatamente en sádicos castigos, torturas, mutilaciones etc. 

Sin embargo, y asimétricamente con estas penas, el derecho penal medieval tenía unos anchísimos espacios de impunidad. Uno de los motivos de dicha impunidad era la vigencia (diría que casi universal) de la posibilidad de compensar el daño abonando una cantidad de dinero o de bienes: en el Derecho escandinavo la ley fijaba en tablas «el precio del delito»; un monumento del Derecho bajomedieval, el serbio Código de Dusan, permite compensar económicamente incluso delitos como el asesinato y las referencias son también muy numerosas en derecho germano, en Francia (las leyes sálicas de los francos contienen una mareante regulación de las formas de compensar el daño) y en nuestro Derecho histórico. Con diversos nombres (busse, fredus, bannus o nuestras caloñas forales) se instituyó en Europa un precio de paz, que gustosamente fomentaron los diferentes poderes cuando empezaron a apropiarse de una parte de esa compensación, como en la Carta de Bruselas de 1229, en la que un tercio del pago iba a la comunidad y el resto al Duque. Toda esta compleja y tarifada trama de indemnizaciones mezcladas con multas tenía en realidad como consecuencia que el rico pagaba por su delito con dinero y el pobre con su cuerpo. Un observador tan perspicaz como Weber se refería a esas «tarifas grotescas» que permitían preguntarse si cometer el delito «valía la pena». En la Edad Media, el delito se compra, se verifica y se abona el precio después. Volvemos ahora a nuestra atenuante: salvando las distancias una cosa parece enteramente lógica: evitar cualquier aroma medieval en la apreciación de la atenuante de reparación del daño. 

No tiene ningún interés político criminal y atenta contra elementales razones de justicia que el rico pueda atenuar su pena por el mero hecho de serlo, sin que el pago que realice suponga un esfuerzo relevante. No tiene sentido penológico alguno que, al igual que el rico caballero medieval hemos dicho que podía comprar el delito, el rico del tercer milenio pueda comprar la rebaja. La propia sentencia de la Audiencia Provincial advierte de ese peligro, sobre el cual ha disertado en varias ocasiones el Tribunal Supremo. Por lo tanto parece que hace falta algo más o algo diferente para apreciar la atenuación en casos como el de Dani Alves. Pero qué contenido tenga ese algo más o ese algo distinto es algo de difícil determinación. En delitos como los relativos a la libertad sexual, el Tribunal Supremo ha reiterado que las resoluciones en lo relativo a la reparación del daño deben ser «enormemente restringidas y calibradas» (sentencia 1112/2017 que cita la propia Audiencia Provincial de Barcelona). Y ello es así porque no hay propiamente posibilidad de reparación de algo irreparable. No hay una identificación real entre el daño y cualquier actividad tendente a aminorar el mismo. Con cita de la Sentencia del Tribunal Supremo 273/2023, dice la propia sentencia del caso Dani Alves que para apreciar la atenuación «…no puede bastar la sola consignación económica del importe en el que se ha cuantificado el daño moral. Debe reclamarse, también, la exteriorización de una conducta comprometida con la idea de la reparación integral de la víctima, en la que pedir perdón, reconociendo el daño causado, puede adquirir un rol y un valor muy destacado». Definir ese plus o ese extra es algo en lo que tal vez los tribunales no hemos terminado de dar con la tecla, sin que tampoco sea tarea sencilla para la doctrina. Como nos dice la profesora Enara Garro en un excelente trabajo sobre esta materia «…sería preciso y urgente poner nombre a ese plus, determinarlo, de tal forma que la rebaja de pena se pueda mover en unos parámetros de previsibilidad». Aquí suele haber coincidencia en que no puede ser una materia plenamente objetivable (por ejemplo, que el pago de la responsabilidad civil diera automáticamente lugar a la apreciación) pero tampoco llevar el fundamento victimológico de la atenuación a extremos subjetivistas en los que de facto (o peor aún, de iure) sea la víctima la que determine cuando se siente o no reparada. En parte puede tener que ver con la propia actitud procesal del acusado: de nuevo con Enara Garro, una disponibilidad y compromiso para asumir su responsabilidad por el menoscabo que causó contribuye a lanzar un mensaje estabilizador, contrafáctico al hecho del delito. Esto se puede entrever si hay una verdadera voluntad de reparación (independientemente de la capacidad económica) que se traduzca en un esfuerzo real, significativo de reparación y que la haga especialmente creíble. 

El seguimiento de determinados programas de justicia restaurativa, con la correspondiente asunción del daño llevado a cabo, sin caer en una baremación meramente ética que nos lleve al antiguo «arrepentimiento espontáneo» abren líneas interesantes en la delimitación de la atenuante, pero no sé si son las más adecuadas o efectivas en supuestos como este. La conclusión de todo lo anterior es la propia dificultad de concluir nada. Creo que el tribunal expone correctamente todas las dificultades que plantea la apreciación de la atenuante, y previene contra el automatismo pago igual a reparación, pero finalmente choca con una realidad: el pago de una cifra tan elevada, que se corresponde con lo solicitado como indemnización por las acusaciones y que supera notoriamente la cuantía de muchas indemnizaciones que se dan en este tipo de delitos, ese pago, en fin, es difícil considerar que no haya al menos mínimamente reparado el daño causado. Más aún en el marco de una praxis de los tribunales (diaria) en la que se suele apreciar la atenuante de reparación cuando se abona la responsabilidad civil. La solución dada es de difícil valoración. Desde luego en esta materia parece que hay un límite evidente: el intento de reparación no puede ser humillante u ofensivo para la víctima. Me voy a otro ejemplo muy extremo que nos deja la Historia: no es infrecuente leer sentencias de hace unos cincuenta o sesenta años en las que consta que los letrados defensores de acusados de violación pedían la aplicación de la circunstancia atenuante de reparación o disminución del daño a impulsos de un espontáneo arrepentimiento por el hecho de ofrecerse en matrimonio a la víctima. Es difícil imaginar algo más retorcido, algo más sangrante para una mujer violada. Afortunadamente se rechazaban tales pretensiones, propias de una moralidad afortunadamente caducada. 

En la Sentencia del Tribunal Supremo de 9 de marzo de 1962 encontramos este párrafo: «… se ha mostrado dispuesto a contraer matrimonio con la ofendida, no puede pretender con ello reparar el mal causado, de difícil reparación dadas las circunstancias personales de la ofendida, a la que repugna la brutal conducta del procesado». El ejemplo es exagerado y ciertamente poco pertinente, pero me lleva a unas últimas consideraciones. 

En su fundamento décimo primero y como antes dije, el Tribunal sentenciador del caso Alves hace una esfuerzo honesto para intentar centrar los parámetros de la atenuación, y después de recalcar que el abono de la responsabilidad civil no es suficiente para apreciar la atenuación (con la cita de las sentencias del Tribunal Supremo antes referidas), establece que la cantidad consignada es muy elevada y notoriamente superior a las indemnizaciones frecuentemente establecidas en este tipo de delitos, y aprecia sin más la atenuante, reconociendo pocas líneas después que dicha cifra en atención al patrimonio del acusado «tampoco supone demasiado esfuerzo reparador». Es aquí donde se entremezclan, aun cuando no aparezca esta cuestión en los hechos probados, algunas cosas ocurridas durante el proceso. La víctima sufrió un cierto hostigamiento por parte del entorno del acusado, se llegó a publicar por la madre de éste un video ofensivo con imágenes de la perjudicada, en fin, no parece que el contexto general haya sido el de una voluntad de reencuentro con el derecho sino que de facto se ha sido hostil con la víctima. En ese contexto la cantidad de dinero aportada es ciertamente muy elevada pero no deja de tener un aroma enrarecido de gesto de suficiencia económica. Un «te voy a dar guerra durante el proceso, pero por si acaso aquí tienes la pasta» que me recuerda vagamente a ese intento de reparación retorcida que veíamos antes. Es fácil así sostener lo que dijo el profesor Nicolás García Rivas, «aunque no sea exactamente así, da la impresión de que Dani Alves compró año y medio de prisión, algo que resulta sumamente ofensivo en términos de perspectiva de género».

Así pues, dos fuerzas contrapuestas dificultan extraordinariamente resolver si Daniel Alves era o no acreedor a esa atenuante: la objetiva aportación de una muy relevante cantidad de dinero frente a esa sensación de que una persona con gran capacidad adquisitiva ha comprado una rebaja de la pena, como hacían los medievales delincuentes a los que me he venido refiriendo.

Queda claro que los caminos del Derecho Penal son intrincados y las cuestiones que se plantean son muchas veces muy complejas. Queda un ligero mal sabor de boca con el resultado final, pero el tribunal ha llevado a cabo un esfuerzo motivador relevante sobre una cuestión extraordinariamente difícil: qué sea reparar el daño cuando el daño es irreparable y cuando la vía económica parece sencilla para el acusado. Sigue siendo tarea de doctrina y tribunales acabar de perfilar los complicados matices de esta circunstancia atenuante, y tarea complejísima para el tribunal de apelación decidir sobre esta cuestión.

La “reformatio in peius” del artículo 324 de la Ley de Enjuciamiento Criminal

Hasta la entrada en vigor de la Ley 41/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para la agilización de la justicia penal y el fortalecimiento de las garantías procesales, los procedimientos penales podían tener una duración en la práctica ilimitada. La redacción original del artículo 324 LECrim no establecía la obligación de sometimiento de la fase de instrucción a plazo alguno, únicamente un deber de dación de cuenta mensual a las Audiencias Provinciales (u otros órganos de enjuiciamiento vinculados a los órganos instructores) sobre el estado de la investigación y de las razones que hubieran impedido su conclusión. Era, hasta entonces, la única forma (indirecta) de forzar el impulso de las investigaciones, mediante la necesaria exteriorización de los motivos que se encontraban detrás de la no pronta ultimación de éstas.

Se vislumbraba ya la necesidad de poner coto a la eternización de los procedimientos penales a fin de hacer efectivo el axioma de que todo ciudadano tiene derecho a ser juzgado “dentro de un plazo razonable”. Surgió entonces la que, hasta la fecha, quizás haya sido la reforma legislativa de mayor calado en la historia reciente de nuestro código procesal: la provocada por la modificación del artículo 324 LECrim operada por la citada Ley 41/2015. Dicho precepto reguló por primera vez la duración limitada de la fase de instrucción, con la instauración de un sistema de plazos para todos los procedimientos que se encontraran en tramitación a la fecha de su entrada en vigor, el 6 de diciembre de 2015.

El citado precepto establecía un período máximo para la tramitación de la fase de instrucción de 6 meses, o de 18 meses si (i) dentro de ese primer semestre se solicitaba por las partes o por el Ministerio Fiscal la llamada “declaración de complejidad” en atención a la necesidad de practicar nuevas diligencias para el correcto esclarecimiento de los hechos; (ii) y si así era acordado por el Juzgado de Instrucción correspondiente en dicho plazo. En su párrafo segundo, el artículo 324 LECrim preveía la posibilidad de acordar una prórroga de la fase de instrucción por un plazo adicional de hasta 18 meses, siempre que ésta fuera igualmente solicitada a instancia de parte o del Ministerio Fiscal y posteriormente acordada por el Juez instructor con anterioridad a la expiración de cada una de ellas. Con ello, la fase de instrucción pasaba a ser ilimitada a tener una duración tasada máxima de 36 meses (si bien es cierto que, con carácter excepcionalísimo, el entonces párrafo cuarto preveía la posibilidad de que fuera fijado un ultimo plazo máximo para su finalización).

La expiración de estos plazos máximos de instrucción traía consigo consecuencias jurídicas irreversibles, como la imposibilidad de que se practicara cualquier diligencia de instrucción que no hubiera sido acordada con anterioridad al transcurso de dichos plazos. Ello tenía su más sonada manifestación en los casos en los que la imputación de una persona no había sido posible por no haber sido acordada en tiempo, lo que automáticamente impedía a las acusaciones proseguir con el procedimiento a juicio, pues la toma de declaración de investigado en fase de instrucción es una diligencia de investigación cuya práctica deviene en imprescindible para poder dirigir acusación contra cualquier persona, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 775.1 LECrim.

Para paliar la inactividad judicial ocasionada por la crisis sanitaria mundial del COVID-19, la Ley 2/2020, de 27 de julio, vino a modificar el artículo 324 LECrim en dos puntos esenciales: (i) amplió el plazo inicial de seis a doce meses; (ii) y contempló por primera vez la posibilidad de que se dictaran prórrogas ilimitadas siempre que estuvieran debidamente justificadas (se pasaba así de un sistema de plazo máximo a otro de revisión periódica), siendo de aplicación para los procesos que estuvieren en tramitación a la entrada en vigor de la nueva ley el 29 de julio de 2020, día inicial para el cómputo de los nuevos plazos.

En su Preámbulo, esta Ley hacía expresa mención a los “efectos perniciosos” que había tenido el hecho de haber limitado temporalmente la fase de instrucción con la anterior redacción del precepto “por cuanto puede conducir a la impunidad de la persecución de delitos complejos”. Lo decía así:

establecer sin más un límite máximo a la duración de la instrucción se ha evidenciado pernicioso por cuanto puede conducir a la impunidad de la persecución de delitos complejos”

Esta Ley 2/2020, de 27 de julio, también incorporó otra serie de mejoras técnicas:

  • la desaparición de la distinción entre causas sencillas y complejas;
  • la posibilidad de prórroga del plazo de oficio;
  • la facultad de prórroga por períodos máximos de seis meses;
  • la extensión, al resto de las partes (no solo al Ministerio Fiscal) de la posibilidad de instar la prórroga;
  • la desaparición de los supuestos de interrupción de los plazos; y,
  • la supresión del régimen específico de recursos sobre esta materia.

Sin embargo, la recientemente anunciada Proposición de Ley sobre una eventual modificación del manoseado artículo 324 LECrim –sería la tercera en nueve años–, supondría la vuelta a la (ya no) denostada redacción de la Ley 41/2015, que establecía una duración limitada y sin prórrogas periódicas para la tramitación de la  fase de instrucción.

No hace falta recurrir a alambicados desarrollos argumentales para avistar la “ratio essendi” que puede estar promoviendo este nuevo cambio de redacción. Únicamente hay que remitirse –nuevamente– al ya citado Preámbulo de la Ley 2/2020, de 27 de julio: la búsqueda un “efecto pernicioso” para “conducir a la impunidad de la persecución de delitos complejos”.

Hubo un tiempo en que la (sana) técnica legislativa era la manifestación ex post de un sentir social, no particular, verdadero sustento de la legitimidad de cualquier norma.

Una (más) “reformatio in peius”.

Calvario probatorio

Se amontonan los artículos sobre la reforma llamada del Sí es sí y sus efectos, y ahora nos toca la reforma de la reforma, nacida del miedo a la indignación popular y que, por ese pecado original, naufragará. No concurre una sola condición para parir una buena ley: es producto de los apretones electorales; conserva la falsa retórica de la ley actual a la vez que endurece las penas, ajustándolas a martillazos; no hay detrás ningún objetivo criminológico serio basado en un análisis sosegado de los datos reales. Y luego está la cháchara: cientos de opinadores opinando a todas horas sobre una materia en la que no manejan los conceptos más elementales, sin que esto les impida realizar afirmaciones categóricas sobre lo que había, lo que se modificó y la solución. Comprendo como nadie el hastío.

Por eso he pensado que es más interesante detenerme en un aspecto desaparecido del debate público, si es que alguna vez estuvo ahí. La ley importa, claro, pero la quincalla demagógica sobre el mágico avance que se supone acaba de lograrse oculta una realidad desagradable conocida solo por algunos profesionales y que padecen los ciudadanos que toman contacto con ella. Un juicio penal es un asunto asqueroso siempre, porque siempre lo protagoniza una víctima que sufre. Usted seguro que inmediatamente ha pensado en la víctima del delito que es objeto de acusación en ese juicio. Si es así, ha olvidado que a veces la víctima es el acusado que no es responsable de delito alguno. Ambos son víctimas; ambos merecen un proceso que mantenga todas las alarmas, todas las precauciones. Pero ambos tipos de víctimas deberían ser desiguales en un aspecto contraintuitivo.

Solemos narrar el delito y su castigo como algo que sucede en fases: primero hay un hecho lo suficientemente grave como para que se castigue penalmente a su autor; más tarde hay un proceso formalizado para delimitar el alcance del castigo. Esta narrativa es vieja como el mundo. Primero la indignación por el mal; después el castigo basado en la autoridad. Pero es errónea. Han sido precisos siglos de excesos para crear un aparato discursivo que desconfíe de la autoridad, de la indignación popular y de las prisas por castigar. Su creación más extraordinaria es la presunción de inocencia. Que la evolución civilizatoria haya forzado a transitar desde la respuesta natural y primaria frente a la acusación hasta la concesión al «malvado» de una ventaja capital demuestra la trascendencia del peligro, pero su carácter artificial es su debilidad; por eso es siempre la primera víctima de cualquier involución, a veces de involuciones que el mainstream vende como progreso.

Lo hemos visto con la cultura de la cancelación y el me too. Lo vimos con el simplismo en la descripción y tratamiento de la violencia doméstica, y la respuesta penal desigual basada en identidades grupales, un anatema para cualquier idea de derecho civilizado y racional. Lo estamos viendo de nuevo con el discurso en esta materia. No solo por el ascenso del punitivismo, empujado con fuerza desde los extremos —de la derecha que basa su respuesta única frente al crimen en el castigo y desde la izquierda empeñada en imponer su planteamiento ideológico como diagnóstico— sino por ese discurso que ve en la presunción de inocencia un obstáculo y no un bien precioso.

De hecho, la expresión «calvario probatorio» ya mina los cimientos de la presunción de inocencia. La idea que subyace es la antes indicada: hay una víctima de un delito y hay que facilitar que el mal que ha sufrido no se incremente en el proceso posterior. Esa idea, a la que se apuntan tantos y tan buenos «padres de familia», es natural, pero en los que han de guiarnos es síntoma de pereza y de ausencia de la autocontención y prudencia de que deben hacer gala los mejores. La idea correcta es la contraria: el proceso penal tiene por objeto saber si se ha producido un delito y, solo entonces y en tal caso, si puede atribuirse a alguien concreto. La prueba con todas sus garantías no solo es imprescindible, sino que es la puerta que nos permite pasar de una situación formal de no delito a una situación formal de delito que justifique la sanción de la colectividad. En la práctica cotidiana este desiderátum puede desenvolverse mejor o peor, y la falibilidad de las instituciones humanas precisa de mecanismos constantes de corrección que nunca impedirán del todo los errores y el sufrimiento. Pero no hay un sistema alternativo que no suponga un retroceso civilizatorio.

Una relación sexual consentida entre adultos nunca debe ser típica porque no es dañina y es consustancial a los seres humanos. Un homicidio en defensa propia sí es dañino, pero está justificado y eso lo hace impune. De ahí que la clave de bóveda no sea el consentimiento sin más, sino «algo más». La prueba tiene que contemplar la denunciada relación inconsentida como un todo. Da igual que definamos el consentimiento o no; si no queremos crear una distopía en la que una conducta (que en este mismo momento en que usted lee esto está siendo realizada por cientos de millones de personas) sea delito o no dependiendo, no de cómo se ha producido, sino de una interpretación formal del consentimiento, tendremos que descender en cada caso concreto al qué, al dónde y al cómo y al qué, dónde y cómo que se puede probar. Ese proceso probatorio, que incumbe al que sostiene que hay delito, debe persistir. La víctima real seguirá sufriendo dos veces, primero por el delito, luego por el proceso, y lo más que podemos lograr es minimizar el segundo sufrimiento. Nunca evitarlo.

Pero aún hay otra vuelta de tuerca que nunca se considera y es la realidad del proceso probatorio en delitos que se producen en la intimidad y entre personas que han desarrollado entre sí alguna trama basada en la convivencia. El contacto sostenido entre seres humanos genera una red de afectos y malquerencias, intereses compartidos e individuales, relaciones económicas, comportamientos generosos y egoístas, relaciones cooperativas y de poder. Esa red incide en una cuestión capital. Si la prueba de la existencia y autoría de un delito se basa solamente en la declaración de la presunta víctima, estamos muy cerca de una inversión de la carga de la prueba. Represénteselo: la declaración testifical de la víctima por sí sola se parece mucho a la acusación por sí sola. El Tribunal Supremo buscó un punto de equilibrio: no negaba la validez de esa prueba aunque solía exigir elementos periféricos objetivos; más tarde la admitió como única prueba de cargo siempre que contase con tres requisitos: ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de las relaciones entre acusado y víctima demostrativas de un posible móvil espurio (por ejemplo, la venganza, el resentimiento, la obtención de beneficios), la verosimilitud (es decir, la lógica interna de la declaración) y la persistencia en la incriminación, entendida en un sentido sustancial. Sin embargo, en la práctica, sobre todo en los delitos de violencia entre personas que son o han sido pareja, esta exigencia se fue relajando y admitiendo cada vez más excepciones o, cuanto menos, una interpretación menos exigente. La simple existencia de un tormentoso proceso de divorcio o separación no bastó para afectar al principio de incredibilidad, cuando es obvio para cualquiera que, de tratarse de cualquier otro delito, un conflicto mucho menor ya sería visto con enorme recelo.  ¿Por qué sucedió esto? Yo tengo una hipótesis: los tribunales, sometidos a una presión social extrema producto de los casos mediáticos de mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas (con denuncias previas desatendidas), nadaron a favor de corriente y decidieron solo absolver en casos en los que los fallos de la versión de la acusación resultaban muy evidentes. Esto es algo que percibe cualquier abogado defensor que haya llevado asuntos de esta naturaleza. De hecho, se extendió una práctica peligrosa, hoy en remisión: recomendar conformidades por la amenaza de condena pese a que el caso fuese uno de «su palabra contra la mía» para obtener el beneficio de la rebaja en el tercio. Hay una razón añadida que lo explica: esas conformidades llevaban aparejadas penas de prisión leves con alejamiento que no impedían un posterior acuerdo de custodia y solían suspenderse. La vía penal se usó a veces como una forma de resolver conflictos básicamente civiles. Hoy esa práctica disminuye porque las condenas en materia de violencia tienen legal y socialmente unas consecuencias que llevan a muchos acusados a no aceptar ese supuesto mal menor que era la conformidad (por ejemplo, en materia de custodia o relación con los hijos).

Ahora contemplen esta misma práctica extendida a delitos que llevan aparejadas gravísimas penas de prisión. Estos días he leído algunos extractos de sentencias de delitos contra la libertad sexual que contienen relatos en los que tribunales no aprecian violencia o intimidación (pese a tratarse de conductas a las que el «sentido común» si atribuye estas características) que indignan a muchas personas. Habrá entre los miles de sentencias algunas aberrantes (absolutorias y condenatorias), pero el error más habitual es extractar de entre las declaraciones de hechos probados partes del relato que se basan exclusivamente en la declaración de la víctima y que han sido negados por el acusado. Sí, a veces el tribunal no da por probada violencia o intimidación, pero suele ser porque ya ha tenido que dar un salto probatorio para dar por probada una relación inconsentida basándose exclusivamente en lo que la víctima afirma. Debería ser natural que los tribunales aumenten su exigencia cuando tienen que tomar decisiones que llevan a prisión a personas durante muchos años. Y no es extraña esta parcelación, porque muy a menudo esos mismos tribunales salvan inconsistencias, contradicciones e incluso falsedades de las declaraciones de las víctimas que podrían dar lugar a una absolución.

Esta es la clave. Si existe hoy en España una inclinación de los tribunales, lo es a favor de creer los testimonios acusadores frente a parejas o exparejas. Un abogado defensor de una persona acusada de un delito de violencia o contra la libertad en el que la prueba esencial o única es la declaración de la víctima (cuando hay relación previa habitual entre acusador y acusado) se encuentra no ante un calvario probatorio, sino ante un trabajo de Sísifo. En el mundo judicial real la presunción de inocencia se ha ido relajando por un desplazamiento de la carga de la prueba. El único camino, a menudo, para no tener que llegar a una casi prueba de los hechos negativos, ha sido cuestionar la narración de la acusación examinándola incisivamente, para encontrar inconsistencias y mentiras, si es que las hay. Y esa labor se hace además con extremo cuidado, precisamente porque, contra la narrativa dominante, los tribunales suelen en la práctica estar del lado de quien acusa, al menos hasta que en el proceso aparece alguna prueba de falsedad.

Por eso el discurso es populista y peligroso. Salvo que no importe, para meter a los agresores sexuales en la cárcel, que terminen allí muchos que no lo son. Esas personas también serán víctimas de una terrible injusticia. Si relajamos aún más los estándares —la ministra Montero ha llegado a plantear un escenario en el que no solo no se pregunte a la víctima si consintió, sino que sean los acusados los que tenga que declarar que se aseguraron de que había consentimiento, eliminando el derecho a no declarar contra uno mismo— esto pasará más de lo que pasa hoy. Pregunten entonces a ese acusado inocente cómo se siente al comprobar que el sistema (no la injusticia individual, sino una colectiva e institucionalizada) trabaja para llevarlo a prisión, cuando en abstracto a él le debería bastar con esperar que se prueben su autoría y culpabilidad. Pregúntenle por el calvario probatorio.

La “solución” a las rebajas de penas de la Ley del “solo sí es sí”

No hay nada que genere mayor revuelo que la idea de que sujetos condenados sufren una rebaja de las penas impuestas. Y mucho más cuando esa rebaja tiene que ver con una recién estrenada norma. La conocida ley del “solo sí es sí” nació bajo la proclama de mejorar la tutela de las víctimas, que ante un caso muy mediático (el llamado de la Manada), reclamaban para los delitos contra la libertad sexual una denominación genérica, rotunda, negando la diferencia entre abuso y agresión sexual, como si el cambio de nombre llevara a una sanción más contundente de acciones dispares.

Ni hablar de “violencia” o “agresión” hace que cambie la naturaleza de las acciones delictivas, ni estar más o menos tiempo en la cárcel lleva a una mejor prevención del delito.

El primer problema es de origen: no se debe castigar igual lo que afecta a diferentes bienes, ni tampoco cuando el ataque posee distinta intensidad: no se debe castigar igual a quien viola con un cuchillo en el cuello, que a quién lo hace aprovechando que la víctima está inconsciente, porque no se causa el mismo “daño”. Y eso no significa que quién lesiona la libertad sexual sin violencia no esté cometiendo un delito grave. No se protege mejor por igualar las penas. Se protege mejor si las penas son proporcionadas.

Esto es lo que llevó a que la Ley realizara un reajuste -mínimo- de las penas, para que a la hora de su aplicación se pudiera valorar mejor qué sanción resulta más adecuada al hecho cometido, que abarca una variedad de comportamientos no deseados que van desde un tocamiento hasta una violación. El problema es que dicho reajuste se realizó sin tomar en consideración la distinción entre los casos donde el consentimiento, siempre eje central de estos delitos (antes y ahora), se obtiene con medios que ponen en peligro o lesionan la vida y la salud (la violencia y la intimidación grave) de aquellos en los que la falta de consentimiento obedece a otras razones (prevalimiento -esto es, aprovecharse de una situación de superioridad por cualquier motivo-, falta de capacidad de consentir, etc.).

Lógicamente, si las penas son menores para algunos casos es necesario traer la aplicación del principio de retroactividad favorable de las normas penales, esencial en un Estado de Derecho: si una norma posterior despenaliza una conducta o entiende que merece una pena inferior, no sería razonable que quien fue condenado por una sanción más grave no fuera destinatario de esta nueva previsión (así lo dispone el art. 2.2 del Código penal).

En sentido contrario, una nueva ley que estableciera una pena nueva para una acción no castigada, o una pena mayor, no sería de aplicación de manera retroactiva, pues se vulneraría el principio de seguridad jurídica vinculado al de legalidad, reconocido constitucionalmente (arts. 9 y 25 de la Constitución Española).

Imaginen qué ocurriría si hoy se dictara una norma que castigara a todos los que maten una mosca (ejemplo clásico) y se aplicara, retroactivamente, a todo el que lo hizo con anterioridad. Desde luego que no sería posible, pues por un mínimo sentido de la certeza, nadie puede ser condenado con una pena que no estaba en vigor en el momento de la realización del hecho. Lo que obedece a la lógica de la mínima seguridad exigible en un Estado de Derecho.

Si la ley hoy vigente tiene penas diferentes ello permite revisar las condenas. Es lo que un Estado de derecho hace, porque es consustancial a su propia esencia. Y, además, lo hace tomando en consideración las directrices de la ley, y esto obliga en algunos casos, a aplicar los mínimos de la nueva norma, pues ha unificado acciones de diferente gravedad con un marco penal muy amplio. Si antes se diferenciaba entre abuso y agresión y cada acción tenía una pena, ahora al aglutinar todas las conductas bajo un mismo arco penal, las que entonces se castigaron en el mínimo, ahora deben recibir ese mínimo (que es menor, entre otras cosas, porque se castigan acciones de distinta gravedad).

Varias cuestiones surgen entonces: a pesar de la rebaja de penas, recomendada por el principio de proporcionalidad ¿se podía haber evitado la aplicación retroactiva de las normas favorables? ¿por qué se genera esta exaltación social y política, si estamos imponiendo los límites al poder de castigar del Estado? ¿todos los condenados van a poder revisar sus penas y todos quedarán absueltos o con rebajas sustanciales en sus condenas? ¿qué se puede hacer para remediarlo?

En relación con la primera cuestión, no es posible evitar la aplicación retroactiva de las normas penales más favorables estableciendo un régimen de revisión en las Disposiciones transitorias, como se ha dicho. Estas pueden establecer reglas para ordenar el proceso de revisión (como ocurrió con la aprobación del Código Penal de 1995), pero nunca prohibir el principio general. Y esto hay que tomarlo en consideración en relación con lo que se ha de hacer en la reforma de la reforma que está en marcha.

En cuanto a la segunda, la ciudadanía se siente defraudada por el ambiente que envuelve a las sociedades globalizadas en los últimos años en materia penal. Se nos dice que hay que castigar mucho porque eso es lo que nos traerá paz y seguridad y después, cuando se aplican las reglas del Estado democrático, los ciudadanos y ciudadanas sienten sus expectativas frustradas, cuando no debería ser así. Y la responsabilidad no es de la ciudadanía.

Por lo que hace a la tercera, no hay una oleada de revisión de sentencias que vayan a llenar las calles de delincuentes. Cada caso es distinto, y hay que analizarlo atendiendo a todas las circunstancias que lo rodearon, para determinar qué ley resulta más favorable. Lo que implica un proceso complejo. Tampoco tenemos datos de cuántas se han revisado sin producirse la rebaja.

Y, para finalizar, no parece una buena decisión volver a cambiar una ley que lleva en vigor tan poco tiempo, pues la seguridad jurídica se vería empañada.

Sin embargo, no parece ser esta la idea. A tenor de las noticias que estamos recibiendo, se va a producir un cambio en la reciente normativa, con la finalidad de “solucionar” los problemas que la nueva Ley ha traído.

Si por “problemas” se entiende la aplicación del principio de retroactividad, ya he dicho que esto no va a cambiar, pues siempre se aplicará la ley más favorable a los casos anteriores y coetáneos a la misma. Si, además, se quiere un cambio en la norma que limite el arbitrio del juez, lo aconsejable sería volver al sistema de doble parámetro de la gravedad, diferenciando entre el medio comisivo empleado para obtener el consentimiento invalido (violencia/intimidación o abuso) y el resultado producido (con o sin penetración). De este modo, me sumo a la opinión de ilustres colegas que entienden que es el mejor modo de acotar la arbitrariedad judicial y de establecer sanciones proporcionadas en atención a los bienes jurídicos comprometidos (la libertad sexual y la vida y la integridad física, en su caso).

En todo caso, no creo necesaria una subida de las penas. La rebaja está justifica en razones de proporcionalidad, y se puede mantener si se separan claramente los supuestos. No se debe olvidar que las penas contempladas en la norma vigente pueden superar, en sus tipos agravados, las previstas como mínimo para el homicidio y solaparse con las que se establecen para el asesinato. Y, como ya dije en otro momento, creo que resulta evidente que la vida ha de protegerse con una pena mayor que la libertad sexual.

Por otro lado, regresar al sistema de diferenciación entre agresiones y abusos (que, si se quiere por razones ideológicas puede seguir denominándose agresiones con violencia o sin violencia, a pesar de la incongruencia desde el punto de vista gramatical y del trasfondo de confusión ya señalado), no supone ningún obstáculo en relación con la consideración del consentimiento como eje vertebrador de los delitos contra la libertad sexual. La falta de consentimiento siempre ha sido objeto de atención penal, por lo que nada ha aportado, en mi opinión, la inclusión de una definición (consentimiento comunicativo) que puede traer más confusión que claridad.

El verdadero problema a la hora de dictar una sentencia, en los delitos donde el bien jurídico es disponible, y la libertad sexual lo es sin el menor género de duda,  es la demostración de que los hechos que ocurrieron lo fueron sin la voluntad de la víctima. Y en los delitos sexuales es especialmente compleja, en la medida en que se trata de delitos que se producen generalmente en la intimidad y dependen, básicamente, de la credibilidad del testimonio de la víctima.

La solución, creo que se ha puesto de manifiesto, no pasa por modificar el texto punitivo, ni en establecer inversiones de la carga de la prueba que vulneren el principio de presunción de inocencia. La cuestión radica en el cuerpo jurisprudencial, por cierto bastante consolidado en materia de credibilidad, y en una correcta actuación previa al proceso penal por parte de todos los implicados en la detección y acompañamiento a la víctima.

Una interpretación rápida y adecuada de todos los signos que rodean a las declaraciones (o la imposibilidad de hacerlas por la situación psicológica en la que se encuentra) de la denunciante acelera el proceso de identificación y detención del inculpado, reduce la revictimización y facilita la prueba, lo que también parece evidente a la vista de algún mediático caso en situación de investigación todavía. Y eso no se consigue subiendo penas. Se consigue con la otra parte de la Ley de la que nos hemos olvidado. Con esa parte de la Ley que implica invertir en formación en las escuelas, en las empresas y en la ciudadanía; la de las campañas; la de la obligatoriedad de los protocolos de prevención. La de los planes de igualdad. La parte de la Ley no penal, menos llamativa desde los titulares, pero más efectiva. La parte que, por lo visto, no interesa porque igual está bien hecha.

El fracaso de la justicia mediática

Dos llamativas noticias del ámbito judicial han sacudido recientemente la opinión pública de las Islas Baleares, trascendiendo también a las televisiones y diarios de ámbito nacional.

La primera se produjo el pasado mes de diciembre, y fue la absolución por la Audiencia de Palma de todos los acusados por el llamado “Caso Cursach”, un macroproceso de corrupción que afectaba al principal empresario de la noche en Baleares, y en el que estaban también involucrados políticos, policías locales de Palma y un buen número de otros profesionales y empresarios.

La instrucción del caso, retransmitida en los medios de comunicación desde el minuto uno, produjo múltiples detenidos y encarcelados (el propio Bartolomé Cursach fue enviado en régimen de aislamiento a una prisión de máxima seguridad) y una demoledora condena pública de todos los acusados, con un constante protagonismo mediático del grupo de investigadores.

Pero la cosa se empezó a torcer cuando el diario mallorquín “Última Hora” comenzó a publicar las conversaciones de un grupo de whats app creado en 2016 por el Instructor, el Fiscal y algunos Policías, en las que insultaban gravemente a los investigados, se confabulaban para teledirigir declaraciones de testigos falsos, acordaban detenciones de familiares para presionar a los acusados, o exigían a otros implicados -bajo amenazas de cárcel- la delación de conocidos políticos.

Tras conocer dichas publicaciones, las defensas pidieron al Tribunal que proyectara en la sala el vídeo de algunas declaraciones efectuadas en la fase de instrucción, en las que se ponían de manifiesto las amenazas reiteradas sufridas por parte de algunos Policías, se relataban las innumerables mentiras relatadas por testigos cuyas falsedades ya se estaban desmontando -y a los que el Juez y el Fiscal dieron plena credibilidad, teledirigiendo incluso por mensajes sus declaraciones- y se terminaba acusando al Juez de “estar contaminado”.

A raíz de todo lo que fue aflorando durante el juicio, se fueron desmontando las declaraciones de los testigos y los argumentos de las acusaciones, hasta el punto de que el informe final del Fiscal Tomás Herranz acabó con un emotivo alegato -entre aplausos de los presentes- poniendo de manifiesto el “fracaso absoluto de la Justicia”. Aunque hizo también mucho más. Por un lado, pedir que se investigaran las irregularidades cometidas por el Magistrado Manuel Penalva y el Fiscal Anticorrupción Miguel Ángel Subirán, junto a algunos Policías Nacionales del Grupo de Blanqueo de Capitales de Palma. Y por otro, condenar de forma contundente las constantes filtraciones a la prensa que generaron un relato atroz contra los acusados, quienes fueron “calumniados, humillados y pisoteados”. Dijo literalmente Herranz: “no sé si lo peor, pero cerca de lo peor, es que todo esto se publicara continuada e inmediatamente. Y no se hiciera nada para impedirlo si no es que se alentara. Con ello se consiguió la muerte civil de los acusados”. El proceso acabó con la absolución de todos los enjuiciados.

La segunda importante noticia acaba de aparecer en los medios, y es la consecuencia lógica de todo lo anterior. El diario “El País” del pasado 16 de enero publicaba que la Fiscalía reclama en total casi 600 años de prisión para el Magistrado Manuel Penalva, el Fiscal Anticorrupción Miguel Ángel Subirán, y cuatro Policías Nacionales del Grupo de Blanqueo de Capitales palmesano por los presuntos delitos de revelación de secretos, detención ilegal, obstrucción a la Justicia y prevaricación judicial cometidos durante la instrucción del ”Caso Cursach”. El escrito de acusación está firmado por los Fiscales Tomás Herranz y Fernando Bermejo, designados por la Fiscalía General del Estado para dirigir la investigación sobre su ex colega y el resto de investigadores. Mientras tanto, Penalva y Subirán fueron convenientemente “prejubilados” hace unos meses por el Ministerio de Justicia, y hoy se encuentran a la espera de juicio en el Tribunal Superior de Justicia de Baleares.

Pero en un post con espíritu Hay Derecho no podemos sólo quedarnos en el relato de lo anterior. Siendo absolutamente encomiable que la Justicia sancione las irregularidades -incluso penales- cometidas por sus funcionarios, incurriríamos en un grave error considerando esta película de terror como una esporádica anomalía en el sistema. La lucha contra la corrupción en Baleares, que ofreció en su momento resultados espectaculares como la condena de un ex Presidente autonómico o de un miembro de la Familia Real, se ha basado durante demasiado tiempo en una anormal connivencia con algún medio de comunicación, cuya simbiosis de muchos años con funcionarios encargados de investigaciones (filtrando informaciones sesgadas y haciéndoles de caja de resonancia social -sin contrastar con las versiones de los imputados ni aplicar ninguna lógica elemental-) consiguió trasladar a la opinión pública infinidad de acusaciones falsas o de imposible credibilidad.

Encarcelar a políticos o empresarios corruptos comenzó siendo en Baleares una medida higiénica y esperada de regeneración pública, pero pronto se fue convirtiendo -para sus protagonistas con menos escrúpulos- en una peculiar manera de obtener notoriedad y promoción profesional. Todos esperamos que una previsible condena acabe con un método que dura ya dos décadas, y ha sembrado el camino de víctimas inocentes. Porque mucho más grave que la delincuencia particular -elemento consustancial a la especie humana- es la infracción de la Ley ejercida con reiteración por alguna Autoridad pública, en especial si pertenece al mundo judicial, fiscal o policial. Ya que la primera se corrige castigándola, pero la segunda socava la confianza que los ciudadanos tienen que sentir hacia las instituciones que deben protegerles.

 

La reforma del delito de malversación de caudales públicos y el nuevo delito de enriquecimiento ilícito

El pasado 22 de diciembre de 2022 se publicó en el BOE la Ley Orgánica 14/2022, de 22 de diciembre, de transposición de directivas europeas y otras disposiciones para la adaptación de la legislación penal al ordenamiento de la Unión Europea y reforma de los delitos contra la integridad moral, desórdenes públicos y contrabando de armas de doble uso.

Tal y como su propio nombre indica, esta Ley Orgánica reforma numerosos aspectos del Código Penal. Sin embargo, en adelante trataremos únicamente la reforma del delito de malversación de caudales públicos y la introducción del nuevo delito de enriquecimiento ilícito (artículos 432 a 438 del Código Penal).

La clave de la presente reforma reside en que el delito de malversación de caudales públicos deja de remitir en su redacción al artículo 252 del Código Penal –al delito de administración desleal, también modificado a través de la presente reforma−, para configurarse ahora en cascada y de forma autónoma según se trate de conductas de apropiación del patrimonio público o de desviación para usos privados o públicos.

Así, en su primer escalón, las penas se mantienen para los casos en los que la autoridad o funcionario público se apropie, o consienta que un tercero lo haga, del patrimonio que tenga a su cargo (2 a 6 años de prisión e inhabilitación especial para cargo o empleo público y para el ejercicio del derecho de sufragio pasivo de 6 a 10 años).

De la misma forma, se mantienen las penas agravadas para los casos de causación de daño o entorpecimiento graves al servicio público, cuando el valor del perjuicio causado o del patrimonio apropiado supere los 50.000 euros o en el caso de que las cosas malversadas fueran de valor artístico, histórico, cultural o científico, así como si se trate de efectos destinados a aliviar alguna calamidad pública. Las penas son las de prisión de 4 a 8 años e inhabilitación absoluta de 10 a 20 años.

También permanece el tipo superagravado para los casos donde el patrimonio apropiado o el perjuicio causado supere los 250.000 euros. En estos casos se impondrá la pena de prisión en su mitad superior pudiéndose llegar hasta la superior en grado. Es decir, de 6 a 12 años de prisión.

Además, se mantiene el tipo atenuado para los casos en los que el valor del perjuicio causado o del patrimonio público apropiado sea inferior a 4.000 euros. Su pena es de 1 a 2 años de prisión, multa de 3 meses y un día a 12 meses e inhabilitación especial para empleo o cargo público y del derecho de sufragio pasivo por tiempo de 1 a 5 años.

El segundo de los escalones consistirá en el destino o desvío para usos privados del patrimonio público que la autoridad o cargo público tiene a su administración. En este caso, las penas serán de prisión de 6 meses a 3 años y suspensión de empleo o cargo público de 1 a 4 años si reintegra los efectos al erario público en los 10 días siguientes a la incoación del proceso.

Esta modalidad de malversación se separa de la malversación general que desde 2015 englobaba todos los casos de apropiación indebida o administración desleal del patrimonio público.

El legislador justifica en la Exposición de Motivos este desgaje del desvío para usos privados del patrimonio público aludiendo a la regulación en Derecho comparado de casos similares. La misma diferenciación se contiene en las legislaciones penales de Francia, Italia y Portugal. No así en Alemania donde, aun no diferenciando ambos supuestos, la pena máxima es de 5 años de prisión.

El tercer escalón de la nueva regulación consiste en el desvío para usos públicos del patrimonio público administrado. En esencia, se trata del delito de desviación de fondos a otros intereses públicos recogido en el artículo 397 del Código Penal de 1973 y que desde 1995 resultaba impune.

Consiste en la aplicación a usos públicos distintos de los determinados legalmente del patrimonio público que la autoridad o cargo público tiene a su cargo y se le anuda una pena inferior debido a que el patrimonio público en cuestión se sigue destinando a fines o usos públicos, aunque no sean los que la ley determine. Sus penas son las de prisión de 1 a 4 años e inhabilitación especial de empleo o cargo público de 2 a 6 años siempre que resultare daño o entorpecimiento graves del servicio al que dicho patrimonio estuviere consignado; o únicamente de inhabilitación de 1 a 3 años y multa de 3 a 12 meses si no se produjera dicho perjuicio.

Esta nueva regulación ha sido objeto de diversas críticas. La primera de ellas se refiere a la oportunidad de la reforma. A nadie escapa que esta se ha realizado con el objetivo de rebajar las penas que por la comisión de los delitos de malversación fueron impuestas a los condenados por el Procés. Todas las condenas por este delito se referían a una administración desleal del patrimonio público –sin apropiación del mismo−, por lo que como mínimo sus penas deberán rebajarse hasta las determinadas para el desvío de fondos públicos para usos privados.

No obstante, esta rebaja de penas no solo afectará a los condenados por el Procés, sino que se aplicará a todos y cada uno de los casos donde se perpetró la malversación en su modalidad de administración desleal, esto es, sin ánimo apropiatorio. Ello, tal y como ha recordado la Asociación de Fiscales en un comunicado, conllevará una masiva revisión de condenas.

La segunda de las críticas que contra esta reforma se han vertido se focaliza en el bien jurídico protegido en el delito de malversación de caudales públicos. Al tratarse de un delito contenido dentro del Título XIX –delitos contra la Administración Pública− su bien jurídico protegido es el deber de fidelidad que tiene el funcionario o autoridad para con la Administración a la que sirve, y más concretamente la fidelidad en la administración y preservación del patrimonio público.

Atendiendo a ello, muchos críticos no entienden que se efectúe una diferenciación de penas. Tanto si el cargo público se apropia del patrimonio como si lo utiliza para fines diferentes a los previstos, el daño al patrimonio público es el mismo, por lo que estos entienden que las penas deberían ser iguales.

Frente a ello, el legislador aduce la mayor sensibilidad social frente a las conductas de apropiación dado el ánimo de lucro que conllevan. Sin negar este punto, lo cierto es que el daño al bien jurídico protegido, siempre que no se devuelvan los efectos públicos malversados, es el mismo.

La tercera de las críticas se refiere a que con esta rebaja de penas se estaría favoreciendo la corrupción. La esencia de la misma radica en que a menores penas, más predisposición a la comisión del delito. No nos detendremos en este punto dado que este argumento podría esconder una opción de política criminal más que una existente y comprobada relación causal.

Y finalmente, la última de las críticas se refiere a la inclusión del nuevo delito de enriquecimiento ilícito (artículo 438 bis). Este tipo penal sanciona a quien haya aumentado su patrimonio en 250.000 euros durante el ejercicio de su cargo o en los 5 años siguientes y se negare a justificar su procedencia ante el requerimiento para ello de la Administración correspondiente.

El legislador justifica la inclusión de este nuevo tipo en las recomendaciones que a España se le habían venido haciendo desde las Naciones Unidas y la Unión Europea. No obstante, lo que omite el legislador es que estas recomendaciones hacían siempre referencia a que la redacción del mismo debe de respetar la Constitución Española y los principios fundamentales de nuestro ordenamiento jurídico (véase el artículo 20 de la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción, también llamada “Convención de Mérida”). Principios fundamentales que, aun haciendo referencia a que se trata de un delito de desobediencia –al exigir la existencia de un requerimiento previo de justificación de dichos ingresos− no se ven respetados. Cabe destacar que ya en 2011 España se negó a incluir este nuevo tipo penal por considerarlo contrario a la presunción de inocencia. Presunción de inocencia que han declarado vulnerada como consecuencia de este delito los tribunales de algunos países como Italia o Portugal a los que el legislador hace reiterada referencia en la Exposición de Motivos de la presente reforma

La Ley Orgánica 14/2022, de reforma del Código Penal, y su afectación a la malversación

A fecha de 23 de diciembre de 2022 en el Boletín Oficial del Estado se publicó la Ley Orgánica 14/2022, de reforma de la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, del Código Penal. Se trata de un cambio de calado en nuestro Derecho Penal, en tanto que se modifican una pluralidad de figuras (delitos contra la integridad moral, contra el patrimonio y el orden socioeconómico, de falsedad, contra la Administración Pública) y se suprimen otras (delitos contra el orden público, sedición).

Sin duda, uno de los aspectos claves es el que afecta a la regulación de la malversación de caudales públicos, prevista en el capítulo VII del Título XIX. Tuve ocasión de analizar en profundidad la temática presente en un artículo del blog jurídico Lex et Societas, por lo que aquí ofreceré una versión sucinta.

Se trata de una absoluta ruptura con el régimen de la LO 1/2015: como afirma la exposición de motivos de la LO 14/2022, se trata de un retorno al modelo previo a 2015, acabando con la hasta ahora vigente distinción entre la administración desleal y/o apropiación indebida del patrimonio público.

Hay una serie de elementos comunes que permanecen invariados. Por un lado, el bien jurídico protegido (la legítima expectativa del ciudadano en que los efectos que integran el haber de las distintas Administraciones Públicas serán objeto de utilización para la normal ordenación de sus fines); por otro, la condición de autoridad o funcionario público para ser considerado autor en la malversación propia (ex. arts. 432-434 CP, sin perjuicio de que pueda intervenir en la malversación como partícipe, inductor o cooperador necesario un extraño, que se equiparan a la autoría a efectos de determinación de la pena).

Asimismo, y a falta de ulterior jurisprudencia consolidada de la Sala Segunda del Tribunal Supremo, se entiende de aplicación la doctrina de que “el autor goce de facultad decisoria pública o una detentación material de los caudales públicos o efectos, ya sea de derecho o de hecho, con tal, en el primer caso, de que, en aplicación de sus facultades, tenga el funcionario una efectiva disponibilidad material.” (STS núm. 769/2022 de 15 septiembre).

Tampoco se modifican los artículos 433 bis CP (relativo a la autoridad o funcionario público que cometiere falseamiento de cuentas o de información contable /económica en la entidad pública de la que dependiere) o el artículo 435 CP (sobre la malversación impropia).

En cuanto a los cambios, ahora se pasa a distinguir entre:

  • Una malversación apropiatoria (apropiación de fondos por parte del autor o que éste consienta su apropiación por terceras personas (artículo 432 CP)). La punición, respecto de la antigua apropiación indebida de fondos públicos, permanece constante en el tipo básico (2-6 años de prisión y 6-10 años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo) así como en el tipo agravado (4 a 8 años de prisión y 10 a 20 años de inhabilitación absoluta en ambas regulaciones).

Igualmente, se incorpora una circunstancia agravante en el apartado segundo, cuando las cosas malversadas tuvieran un valor artístico, histórico, cultural o científico; o bienes destinados a aliviar alguna calamidad pública. El apartado tercero del artículo 432 CP, es el antiguo artículo 433 CP reproducido íntegramente.

En la sobrecualificación, del apartado segundo, si el valor de lo apropiado o del perjuicio es superior a 250.000 (pena en mitad superior, incluso superior en grado).

El apartado tercero del artículo 432 CP, es el antiguo artículo 433 CP.

  • Una malversación de uso (el uso temporal de bienes públicos sin animus rem sibi habendi y con su posterior reintegro (artículo 432 bis CP)) que puede asociarse con el antiguo apartado primero del 432 CP. Se trata de uno de los aspectos troncales de la reforma. En este caso se disminuye ostensiblemente la pena: se pasa de un mínimo de dos a seis años de prisión y 6-10 años de inhabilitación especial para cargo o empleo público y del ejercicio del derecho de sufragio pasivo a un máximo de prisión de tres años y esta vez suspensión de empleo o cargo público, si reintegra los efectos en el plazo de los 10 días siguientes a la incoación del proceso. De no ser reintegrados, se aplican las penas del 432 CP.

 En este particular, considero que hubiera sido deseable en aras de reprimir con más dureza la corrupción de la autoridad o funcionario público que el plazo de diez días comenzase a computar a partir de la fecha de comisión del delito (teniendo además presente que ya podría rebajarse la pena conforme al 434 CP).

  • Una malversación presupuestaria (un desvío presupuestario o gastos de difícil justificación (artículo 433 CP). Este delito no deja de ser una variante de la antigua malversación de uso, que no lleva aparejado el ingreso en prisión del autor si no ha existido daño o entorpecimiento grave al servicio al que están destinados los efectos públicos.

Se introduce, de modo quizá reiterativo, un nuevo artículo 433 ter CP al objeto de definir lo que debe entenderse por patrimonio público (todo el conjunto de bienes y derechos, de contenido económico-patrimonial, pertenecientes a las Administraciones públicas). Y es reiterativo porque nuestra jurisprudencia y el artículo 3.1 de la Ley 33/2003, de 3 de noviembre, de Patrimonio de las Administraciones Públicas, definen perfectamente qué debe entenderse por patrimonio público: “el conjunto de sus bienes y derechos, cualquiera que sea su naturaleza y el título de su adquisición o aquel en virtud del cual les hayan sido atribuidos.”

También se modifica ligeramente el texto, pero con una significación mayor, en el artículo 434 CP. Se exige ahora como requisito temporal para la rebaja de la pena en uno o dos grados que la colaboración del autor de malversación se dé antes de la celebración del acto del juicio oral.

Igualmente la LO 14/2022 establece, sin ser imprescindible, una Disposición Transitoria Segunda en cuanto a la revisión de sentencias firmes en ciertos casos. Tengamos en cuenta que esta disposición no evitará que todos aquellos que fueron condenados en base al antiguo artículo 432.1 CP (entonces administración desleal del patrimonio público) se vean beneficiados de las rebajas de pena que ofrecen los vigentes artículos 432 bis y 433 CP. Primero, porque así lo exige la interpretación consolidada del artículo 9.3 CE que ha efectuado el Tribunal Constitucional en beneficio del reo. Segundo, porque el artículo 2.2 del Código Penal lo impone.

 

Enchufismo en la Administración Local y reacción legal

Puede leerse en estos días en un diario de alcance nacional el siguiente titular: «Arcos de la Frontera, el Ayuntamiento de los enchufes: cuñados, tíos, hijos y colegas de partido contratados a dedo» (El País, 7/10/2022). Y en el interior de la noticia se informa que, según el escrito de calificación realizado por la Fiscalía de Jerez de la Frontera y remitido al Juzgado de Instrucción Número 2 de Arcos el pasado 20 de junio de 2022, el entonces Alcalde de Arcos (Cádiz) y 11 ediles realizaron entre 2011 y 2014 hasta 150 “supuestos” contratos laborales ilegales a 24 personas cercanas, «concediendo un empleo público a quienes ellos estimaban conveniente, en algunos casos, por exclusivos vínculos familiares o por pertenencia a su mismo partido». El Fiscal califica los hechos de delito de prevaricación continuada, solicitando para el ya exalcalde (y retirado de la política) una pena de 12 años de inhabilitación.

De confirmarse esta apreciación del Ministerio Fiscal, estaríamos ante el enésimo caso, no ya de irregularidades en procedimientos selectivos (que en mayor o menor grado y hasta cierto punto entran dentro de las lógicas patologías de casi todas las Administraciones), sino de enchufismo grosero y masivo acaecido específicamente en el empleo público local.

Por citar algunos otros casos recientes.

La Sección Octava de la Audiencia Provincial de Cádiz, con sede en Jerez de la Frontera, mediante sentencia de 2 de diciembre de 2020, condenó a ocho años y medio de inhabilitación a la exalcaldesa de Alcalá del Valle (Cádiz) y a un exconcejal por un delito de prevaricación tras realizar “numerosos” contratos temporales “ilegales” entre los meses de marzo y septiembre del año 2015.

La misma Sección Octava Audiencia Provincial de Cádiz condenó, mediante sentencia número 30/2022, de 31 de enero, al exalcalde de Puerto Serrano (Cádiz) a siete años de inhabilitación por un delito de prevaricación en relación a las irregularidades cometidas en “numerosos” contratos laborales celebrados con un trabajador (los hechos son anteriores a 2013). Se declara probado en la sentencia que el entonces Alcalde de Puerto Serrano “ha venido celebrando numerosos contratos laborales eventuales” con dicho trabajador “con conocimiento de la ausencia absoluta de procedimiento de selección y sin respetar los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad, como así se le puso de manifiesto en numerosísimas ocasiones en los correspondientes informes de reparo por los distintos secretarios interventores del Ayuntamiento”. La sentencia parte de un acuerdo de conformidad, en la medida en que el condenado hacía años que estaba retirado de la política. Pero se da la circunstancia que el trabajador beneficiado por la contratación ilegal obtuvo la condición de indefinido al estar trabajando de manera continuada por un periodo superior al máximo permitido a los contratos temporales.

La Audiencia Provincial de Málaga condenó el pasado mes de agosto de 2022 a la exalcaldesa de Manilva (Málaga) por realizar durante el periodo que estuvo en la alcaldía (2007-2013) hasta 749 contrataciones a dedo y sin procedimiento legal alguno para cubrir puestos del Ayuntamiento (el caso fue incluso tratado en el programa TV Salvados). La Audiencia Provincial considera que la exregidora es culpable de un delito continuado de prevaricación por el que se le impone una pena de nueve años de inhabilitación. Debe recordarse que la condenada se encuentra alejada de la política desde 2013.

Pero tal vez el caso más emblemático fue el de la Diputación de Ourense: en 2014 al que fuera Presidente de la Diputación de Orense fue condenado a nueve años de inhabilitación por el enchufe nada menos que de 104 empleados. En la sentencia núm. 273/2014, de 16 de julio, del juzgado de lo penal núm. 1 de Ourense se declara probado que se omitió, entre otros requisitos, la convocatoria pública, procediéndose mediante 8 decretos a la contratación directa de 104 personas. La sentencia llega a declarar que «a la vista de la documentación que consta en las actuaciones, a las declaraciones realizadas por los testigos en el acto del juicio oral, parece que la diputación era una empresa privada, que se contrataba a quien parecía oportuno al acusado» (FJ 4). Lo cierto es que para entonces el expresidente condenado había abandonado la política activa, de tal modo que la sentencia no tuvo efecto práctico alguno.

Los ejemplos podrían seguir ad nauseam (quizá nunca mejor dicho). Pero creo que son suficientes para trazar una pauta clara: el cargo público local contrata laboralmente a personas sin seguir procedimiento alguno ni cumplir del modo más elemental o precario los principios constitucionales de igualdad, capacidad y mérito. Y, al cabo de los años, cuando se encuentra ya alejado de la política y, por tanto, sin posibilidad real de volver al cargo público del que se sirvió para cometer los hechos delictivos, es condenado por un delito de prevaricación administrativa a una pena de inhabilitación, la cual no le afecta lo más mínimo (salvo, en su caso, a su honra personal), y por ello en ocasiones se llega a un acuerdo de conformidad. Al mismo tiempo, de los contratos ilegales nada se acuerda ni se ejecuta. Más aún, como nos consta, los beneficiarios de la contratación ilegal pueden obtener la consolidación de su empleo en virtud de los criterios del Derecho Laboral.

De hecho, cabe preguntarse ¿De qué sirve que la Ley 27/2013 impusiera en la Ley Básica de Régimen Local límites cuantitativos al nombramiento de personal eventual (ratificados parcialmente por la STC 54/2017), si los alcaldes y demás electos locales pueden utilizar sin límite alguno la ordinaria contratación laboral, que, además, y a diferencia de los nombramientos de personal eventual, permite el “aplantillamiento” del personal?

Si se quiere afrontar de una vez estas groseras prácticas que tanto dañan a la imagen del empleo público local (y, por ende, a la propia democracia local), entiendo que es necesario y urgente una seria revisión del tratamiento penal de estas conductas. Un replanteamiento que tipifique de modo específico la conducta consistente en el nombramiento o contratación con manifiesto o grosero incumplimiento de los principios constitucionales de igualdad, capacidad y mérito. Y que, además, atienda dos aspectos.

De un lado, en la medida en que el potencial riesgo de (tardía) condena de inhabilitación por prevaricación está ya asumido y descontado, no parece que cumpla función alguna de prevención general. Por ello, es preciso que a la inhabilitación se añada una pena de otro tipo, incluida la privativa de libertad. El reclutamiento arbitrario de empleados públicos no es una cuestión menor, pues afecta a la confianza misma de la sociedad en las instituciones públicas.

De otro lado, no basta con depurar las responsabilidades personales, sino que debe restablecerse el orden legal groseramente conculcado, para lo cual el juez penal debe anular en la propia sentencia los nombramientos o contrataciones declarados ilegales, lo que, como es obvio, exige que se dé a las personas afectadas la correspondiente audiencia en el proceso penal y ello aun cuando la anulación únicamente tenga, en su caso, efectos ex nunc, en respeto a una presunción de confianza legítima.

Todas las conductas de corrupción son reprochables. Pero, mientras que, por ejemplo, una práctica corrupta en los procedimientos de adjudicación de contratos a empresas no deja de situarse en la esfera externa, la corrupción en el reclutamiento del personal penetra en el corazón mismo de la institución. O, más exactamente (puesto que las instituciones carecen de corazón): en sus ojos, cerebro y manos.

Sobre Mónica Oltra y el término «imputada»

Podemos bautizar el auto n° 41/2022, notificado este jueves a las partes y por el que la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana cita en calidad de investigada a Mónica Oltra, como el nuevo foco de atención del panorama político actual. La noticia ha causado estupor en la sociedad y ocupado posición central en las portadas de todos los grandes medios de tirada nacional. Por si es del interés del lector, procedemos a resumir el contexto del caso que nos ocupa, pero lo haremos de forma breve y resumida, pues no es este el objeto de análisis de la presente publicación.

Luis Eduardo Ramírez, exmarido de la vicepresidenta de la Generalitat Valenciana, Mónica Oltra, era educador de un centro privado de acogida con plazas concertadas con el Gobierno valenciano. Ramírez fue condenado a cinco años de prisión por un delito continuado de abuso sexual a una menor de 13 años tutelada por la Conselleria de Igualdad y Políticas Inclusivas, de la que Oltra es titular. A continuación, el Juzgado de Instrucción número 15 de Valencia presentó una exposición razonada al TSJCV, asegurando que la vicepresidenta del Gobierno valenciano “debe ser oída como investigada en la presente causa para que la Sala adopte la resolución que estime procedente”. Los motivos esgrimidos por el magistrado giran en torno a la idea de que existen “indicios racionales y sólidos” de su participación en los hechos.

Finalmente, la Sala de lo Civil y Penal del Tribunal Superior de Justicia valenciano ha determinado que dicha exposición razonada relata “una serie de indicios plurales que en su conjunto hacen sospechar la posible existencia de un concierto entre la señora Oltra y diversos funcionarios a su cargo, con la finalidad, o bien de proteger a su entonces pareja (…) o bien de proteger la carrera política de la aforada”. En el auto notificado este jueves a las partes, el Tribunal ha asumido su competencia en la investigación del caso y acordado la incoación de diligencias previas. Asimismo, ha notificado una providencia por la que cita a declarar a Oltra, en calidad de investigada, el próximo 6 de julio.

Al margen de los hechos aludidos, llama poderosamente la atención que, a la hora de relatar este episodio singular, la prensa española haya empleado – nueva y erróneamente – el término «imputada», en lugar del término «investigada». Por supuesto, se trata de un detalle que atiende a la necesidad periodística de emplear un vocabulario coloquial y accesible para todos los públicos, únicamente excéntrico para los maniáticos juristas. Sea como fuere, aprovecharemos la oportunidad para hacer hincapié en la sustitución terminológica derivada de la reforma introducida por la Ley Orgánica 13/2015, de 5 de octubre, de modificación de la Ley de Enjuiciamiento Criminal para el fortalecimiento de las garantías procesales y la regulación de las medidas de investigación tecnológica.

En su preámbulo, la LO 13/2015 declara que la reforma que acomete “también tiene por objeto adaptar el lenguaje de la Ley de Enjuiciamiento Criminal a los tiempos actuales y, en particular, eliminar determinadas expresiones usadas de modo indiscriminado en la ley, sin ningún tipo de rigor conceptual, tales como imputado”. La sustitución terminológica incorporada encuentra sentido, por tanto, en la necesidad de implantar cierto rigor lingüístico que permita distinguir con claridad aquello que conceptualmente es distinto. A tal fin se convocó la Comisión para la Claridad del Lenguaje Jurídico, con conclusiones que la reforma hace suyas, como la necesidad de evitar las connotaciones negativas y estigmatizadoras del término «imputado». A ojos del legislador, se trata en definitiva de acomodar el lenguaje a la realidad de lo que acontece en cada una de las fases del proceso penal.

Con carácter general, la doctrina penalista distingue cuatro fases en el seno de este proceso: la instrucción (investigación), la llamada fase intermedia (o de preparación del juicio oral), el juicio oral y, por último, la fase de ejecución (de penas o medidas de seguridad). Las fuertes sanciones que impone esta rama del Ordenamiento, conocidas técnicamente como «penas», exigen la necesaria observancia del principio de legalidad y, junto a él, de toda una serie de derechos, principios y garantías procesales que deben ser en todo momento tenidas en cuenta durante el transcurso de las diversas fases. Destaca, entre ellos, el derecho a la presunción de inocencia y el llamado “derecho de defensa”, consagrado en el art. 118 LECRIM y reconocido como una de las causas más directas de la sustitución terminológica impulsada por la reforma.

Los defensores de emplear el término «investigado» sostienen que de la expresión «imputado» se desprende un choque indirecto con tales derechos, pues afirman que la connotación negativa que inevitablemente alberga el término elimina todo tipo de precisión a la hora de definir la realidad. Recuerdan estos impulsores que, tal y como recoge la LO modificadora de la LECRIM, el imputado (ahora investigado) no es más que aquel meramente sospechoso – y por ello investigado –, pero respecto del cual no existen suficientes indicios para que se le atribuya judicial y formalmente la comisión del hecho punible. No obstante, «investigado» no es el único término que la LO 3/2015 prevé como sustitutivo. Lo es también la expresión «encausado». La alternancia en el uso de un u otro concepto atiende, en líneas generales, al momento procesal en el que nos situemos. Más específicamente, precisa identificar si nos encontramos en un punto anterior o posterior al auto formal de acusación.

En conclusión, el término «imputado» forma parte indiscutible del lenguaje popular, pero su uso resulta técnicamente incorrecto, por lo que irremediablemente debemos suprimirlo. Por contra, parece que el término «investigado» evita connotaciones, imprecisión y, en resumidas cuentas, contaminación de la situación procesal real del sujeto. En este sentido, creo importante hacer un esfuerzo por despedirnos de aquel y, en aras de la precisión y corrección técnica, incorporar paulatinamente a nuestro vocabulario los términos sustitutivos previstos legalmente.

Consecuencias prácticas de la Ley “solo sí es sí”. Delitos contra la libertad sexual tras la reforma

El 26 de mayo se ha aprobado en el Congreso de los Diputados el Proyecto de la nueva Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, conocida como Ley del “solo sí es sí”. El fundamento político para la defensa de esta nueva ley es “colocar el consentimiento en el centro” y proteger a la mujer frente a cualquier acto de naturaleza sexual no consentido. Sin embargo, ¿son estas las consecuencias prácticas de la nueva regulación?

El Código Penal distingue entre los delitos de agresiones y abusos sexuales. Para definirlos citaremos la STS 1932/2022 en la que se resume que, en definitiva, cuando el acto contra la libertad sexual se realiza mediante fuerza física o intimidación, estamos en presencia de un delito de agresión sexual. Sin embargo, cuando concurre un consentimiento viciado por causas externas, se considera que existe una falta de consentimiento y los hechos serán susceptibles de calificarse como abuso sexual, entre los que se incluyen los tocamientos fugaces y sorpresivos, conocidos como abusos por sorpresa (STS 331/2019, de 27 de junio.)

Es esencial analizar los conceptos de violencia, intimidación y resistencia de la víctima a través de la jurisprudencia para comprender el sentido de la reforma y sus consecuencias.  Para ello citaremos el Fundamento Jurídico Quinto de la STS de 4 julio de 2019, conocida como “caso la manada” que manifiesta que en los delitos de agresión sexual el autor emplea fuerza para ello, aunque también colma las exigencias típicas la intimidación, es decir, el uso de un clima de temor o de terror que anula su capacidad de resistencia.

 La resistencia, tal como declara la Sala Casacional, ni puede ni debe ser especialmente intensa, sino que es suficiente la negativa por parte de la víctima.  Además, tanto la violencia como la intimidación, basta que sean suficientes y eficaces en la ocasión concreta para alcanzar el fin propuesto, paralizando o inhibiendo la voluntad de resistencia de la víctima, tanto por vencimiento material como por convencimiento de la inutilidad de prolongar una oposición de la que podrían derivarse mayores males.

En cuanto a las consecuencias jurídicas de los delitos expuestos, la agresión sexual está condenada con una pena de prisión de 1 a 5 años; y la violación con prisión de  6 a 12 años. El abuso sexual con pena de prisión de 1 a 3 años o multa de 18 a 24 meses, salvo que exista acceso carnal, en cuyo caso se condena con pena de prisión de 4 a 10 años.

Tras la reforma operada por la citada Ley se refunden ambas conductas en único artículo que introduce un nuevo concepto de agresión sexual: “cualquier acto que atente contra la libertad sexual de otra persona sin su consentimiento” y, aparentemente, un nuevo concepto de consentimiento “expresar de manera clara la voluntad de la persona”. Diferenciando exclusivamente entre actos contra la liberta sexual y aquellos en que existe acceso carnal.

Pues bien, tras la aprobación de la ley este delito estará condenado con una pena de prisión de 1 a 4 años y, en caso de acceso carnal, con pena de prisión de 4 a 12 años. Debido al conglomerado de conductas que son susceptibles de calificarse conforme al nuevo artículo 178, se prevé la posibilidad de que se aplique la pena en su mitad inferior o multa de 18 a 24 meses.

Asimismo, el Código Penal también prevé tipos agravados consistentes en concurrir determinadas circunstancias merecedoras de mayor reproche penal elevando las penas de agresión sexual a prisión de 5 a 10 años y de violación a prisión de 12 a 15 años que, tras la reforma, también serán rebajadas.

Como primera consecuencia de la reforma se extrae una reducción de las penas, que parecía ser la mayor preocupación del ejecutivo para evitar que las violaciones fueran condenadas como abusos sexuales. No será así. Tras la reforma se hace posible, legislativamente, que una agresión sexual sea castigada con pena de multa y un abuso sexual con una pena de prisión.

La segunda consecuencia es la inseguridad jurídica y riesgo de agravio comparativo respecto a situaciones semejantes. Se incluyen en el mismo precepto los supuestos de “abusos sorpresivos” y agresiones sexuales cometidas con violencia. Siendo el legislativo consciente de tal situación añade apartado por el que se permite rebajar la pena atendiendo a la “menor entidad del hecho y circunstancias personales del autor”, dejando a merced del tribunal tal valoración sin establecer criterios específicos y, por tanto,  otorgando mayor discrecionalidad que en la actual regulación.

En nuestro CP las conductas están perfectamente delimitadas y permiten una calificación jurídica más exacta en atención a las circunstancias concurrentes, sin perjuicio de que fuera susceptible de mejora. Y, es que, como señala la Sala Casacional en la última sentencia citada, en el delito de agresión sexual, en el que la simple oposición de la víctima vencida por el más mínimo acto de fuerza o intimidación implica tal calificación jurídica, requiere que los elementos concurrentes estén debidamente acreditados, porque, de no ser así, la presunción de inocencia, en este tipo de delitos, como en cualquier otro, juega un papel fundamental.

Ahora bien, añadir al tipo de agresión sexual las conductas consistentes en suministrar fármacos u otras sustancias análogas para anular la voluntad de la víctima sí habría sido un acierto. Este suministro está incardinado en el concepto de violencia, así declarado en numerosas sentencias como la STS 577/2005, de 4 de mayo, que, en relación con el delito de robo con violencia, declara que el sujeto pasivo se hallaba violentado por el deliberado suministro de sustancias narcóticas.

Por último, la cuestión más controvertida de la ley era el nuevo concepto consentimiento y la vulneración de la presunción de inocencia por el mismo. Pues bien, el nuevo concepto de consentimiento es similar al contenido en el Convenio de Estambul: “el consentimiento debe prestarse voluntariamente como manifestación del libre arbitrio de la persona considerado en el contexto de las condiciones circundantes”. Por tanto, se introduce el concepto de consentimiento en sí, no se cambia.

Esta reforma no resuelve la problemática de los delitos contra la libertad sexual que no es legislativo, sino probatorio, ya que no lleva consigo una reforma procesal y la carga de la prueba recae sobre quien acusa. Por tanto, la presunción de inocencia no es vulnerada y nos quedamos como estábamos. Y es que, legislativamente, es imposible llegar a aspectos tan íntimos de la vida social como el control del consentimiento en las relaciones sexuales, en los que, por lo común, solo lo conocen los partícipes en la misma.

Así, el objetivo de colocar el consentimiento en el centro era un objetivo ya logrado desde la tipificación de las conductas contra la libertad sexual y la amplia jurisprudencia sobre las formas de comisión de estos delitos, aunque ahora el concepto está definido en la norma. Por ello, podemos concluir que el cambio de paradigma anunciado reiteradamente por el ejecutivo no es más que una estrategia política y que el nombre de la Ley “solo sí es sí” no se corresponde, por suerte, con la realidad. Además, tampoco sirve a la oposición para argumentar, como han hecho durante el Pleno, su oposición a la reforma por vulnerar la presunción de inocencia, porque, como hemos expuesto, queda intacta.