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¿Es posible ilegalizar los partidos secesionistas catalanes, como propone Pablo Casado?

Este artículo tiene su origen en mi Trabajo de Fin de Grado cuyo tutor fue el profesor Emilio Pajares Montolío y que pueden consultar aquí: Ilegalización Partidos Lucia Gomá.

El panorama político español ha estado protagonizado estos últimos meses por el intento de secesión llevado a cabo por los partidos involucrados en el denominado procés. Algunos dirigentes de estos partidos han sido acusados de delitos de rebelión, sedición y malversación de caudales públicos, y de ellos algunos se encuentran todavía en prisión provisional y otros huidos de la justicia, fundamentalmente por las actuaciones llevadas a cabo los días 6 y 7 de septiembre y 1, 10 y 27 de octubre de 2017.

Lo anterior ha generado un debate sobre la paradoja de que existan partidos políticos representados tanto en las Cortes Generales como en los parlamentos autonómicos cuyos programas de gobierno consisten casi en exclusiva en la ruptura de la unidad de España, planteando incluso la vía unilateral, contraviniendo y rechazando lo dispuesto en la Constitución y en las leyes.

Conviene recordar, a este respecto, que el Tribunal Constitucional (Sentencia 3/1981) considera que los partidos políticos deben ser entendidos como un tipo específico del derecho de asociación, que se encuentran regulados genéricamente en el artículo 22 y la Ley Orgánica del Derecho de Asociación, y específicamente en el artículo 6 de la CE y la Ley Orgánica de Partidos Políticos. En este sentido, el artículo 22 de la CE advierte expresamente que “aquellas asociaciones que persigan fines o utilicen medios tipificados como delito son ilegales” y prevé que podrán ser disueltos judicialmente.

Ahora bien, ¿cabe entender que los partidos independentistas persiguen fines ilegales como ha propuesto Pablo Casado este mismo martes? Pues no. No cabe entender que dichos partidos se crean con el fin de cometer delitos (STC 48/2003) pues, con base en nuestra Constitución y concretamente en el pluralismo político consagrado como valor superior del ordenamiento, es perfectamente lícita la defensa de esta ideología, siempre que –y aquí está, quizás, la cuestión– actúen dentro del marco de la Constitución y el ordenamiento jurídico.

Esto se debe a que España no es una democracia militante, en tanto que no impone una adhesión positiva al ordenamiento, ni una necesidad de adaptarse a un marco ideológico establecido por la CE, ni tampoco se ponen límites a la reforma constitucional. No ocurre lo mismo en otros países europeos, como Alemania, Francia o Portugal, que sí son democracias militantes y regulan, de formas diferentes, este tipo de previsiones en sus ordenamientos jurídicos.

Por ello y en primer lugar, la propuesta de Casado implicaría necesariamente la reformar nuestra Constitución y nuestro Código Penal para poder entender que estos partidos persiguen fines ilícitos.

Sin embargo, todo derecho tiene sus límites, y los del pluralismo político también y su vulneración se puede perseguir por dos vías: la penal y la específica, ambas reguladas en la Ley Orgánica de Partidos Políticos 6/2002.

La vía penal es el delito de asociación ilícita (art. 515 del CP).  Existen cuatro tipos de asociaciones punibles, aunque sólo la primera podría ser aplicable a este caso. Dice así: ‘‘son punibles las asociaciones ilícitas que tengan por objeto cometer algún delito, o después de constituidas, promuevan su comisión’’.

Por ejemplo, así ocurrió con el Partido Comunista Español (reconstituido) por la Sentencia de la Audiencia Nacional 6287/2006. No obstante, a mi juicio, no cabe entender que los partidos independentistas catalanes se han creado con el objeto de cometer delitos, sino sólo de conseguir ciertos fines que no están previstos en la Constitución; por tanto, entiendo, no sería posible perseguirlos a través de este tipo, al menos en su primer supuesto.

No hay que olvidar que estos partidos llevan decenas de años participando en las instituciones del Estado e incluso posibilitando gobiernos en el ámbito estatal sin tener, de hecho, un carácter independentista (sino más bien nacionalista), actuando siempre dentro del marco de la ley y la CE. Ello sin perjuicio de que tanto estos partidos como sus electores han adquirido un perfil más extremista a lo largo de la última década que parece difícil de rectificar.

Sin embargo, a la vista del segundo supuesto que contempla la norma, esto es, el caso de que estos partidos promuevan la comisión de delitos después de su constitución, sí podría ser aplicable a los partidos secesionistas catalanes cuyos dirigentes han sido acusados de los delitos antes mencionados.

Para llevar a cabo esta medida, el juez penal tendría que entrar a valorar diferentes aspectos, como si el partido es efectivamente el medio a través del cual se han cometido estos delitos, si se trata de un entramado organizado para delinquir o si se trata únicamente de ciertas personas las que hayan actuado al margen de la ley, pero, sobre todo, tendremos que esperar a que efectivamente exista condena por la comisión de estos delitos, con base en el principio de presunción de inocencia.

Además, únicamente sería posible cuando estos partidos hayan cometido delitos para llevar a cabo la independencia (no por el hecho de tener una ideología independentista); ello sin olvidar que es muy complicado que esta medida se lleve a cabo, ya que la justicia penal es lenta, exigente, rige para ella el principio de intervención mínima (esto es: solo se debe hacer uso del derecho penal en los supuestos más graves y extraordinarios) y tiene naturaleza subsidiaria (es decir, únicamente cabrá su aplicación cuando no sea posible una forma de protección menos perjudicial).

La otra vía es la específica, que viene regulada en el artículo 10 de la LOPP y se divide en dos causas de ilegalización:

La primera prevé la posibilidad de ilegalizar un partido cuando, de forma reiterada y grave, no cumpla con los requisitos de organización y funcionamiento democráticos. La segunda, cuando de forma reiterada y grave su actividad vulnere los principios democráticos o persiga deteriorar o destruir el régimen de libertades o imposibilitar o eliminar el sistema democrático, mediante las conductas a que se refiere el artículo 9.

El artículo 9, por su parte, hace una larga enumeración de actividades cuya realización se considera prohibida para los partidos, lo cual parece expresar la voluntad del legislador de no dejar lagunas jurídicas con el fin de “ahogar” lo máximo posible –téngase en cuenta el momento de aprobación de la norma– a Batasuna. En efecto, muchos autores critican que esta ley se había creado con el único fin de ilegalizar este partido y que se ha convertido, en palabras de Bastida Freijedo, en una “ley de caso único” por lo que sería de difícil aplicabilidad en la actualidad. En cualquier caso, la enumeración de esta lista de actividades consideradas como ilegales no parece tener aplicación a la actual crisis secesionista catalana, ya que va demasiado ligada al apoyo y colaboración con organizaciones terroristas.

Por tanto, el único supuesto que podría ser aplicable es el que viene contenido en el artículo 9.2.b) de esta Ley Orgánica, es decir, ‘‘fomentar la violencia como método de ejecución de objetivos políticos’’, por el que, de hecho, se interpuso una querella contra estos partidos ante la Fiscalía General del Estado de forma anónima. El auto del Tribunal Supremo 20.907/2017 sí que observa violencia en las actuaciones llevadas a cabo por los principales dirigentes de estos partidos durante el día 1 de octubre y, por ello, podrían ser condenados por el delito de rebelión. Sin embargo, el tipo de violencia a la que se refiere el artículo 9 de la LOPP, según entienden muchos autores, es una violencia más bien ligada al terrorismo y, teniendo en cuenta el principio de interpretación restrictiva de las normas sancionadoras, pudiera entenderse que no cabe aplicarlo a este caso, ni tampoco analógicamente.

Por tanto, podrían llegar a ilegalizarse y disolverse judicialmente los partidos políticos que hayan cometido delitos para llevar a cabo la independencia a través de la vía penal, y no por la vía específica, salvo una interpretación amplia del requisito de la violencia. Sin embargo, al entrar en fricción esta medida con el derecho fundamental a la libre asociación y al poner en peligro el pluralismo político, parece complicado que esto se pudiera llevar a cabo y habría que acudir a otras formas de resolución menos gravosas.

En conclusión, aunque no se puede exigir al Estado que actúe sólo cuando la democracia ya haya sido efectivamente dañada y éste tiene el deber de protegerse de cualquier injerencia ilícita que se hagan sobre nuestros derechos y libertades, estos supuestos deben interpretarse de forma restrictiva, respetando y asegurando siempre la libertad de expresión, de asociación y el pluralismo político.

Eutanasia: Del delito a la regulación como derecho

La tipificación de la eutanasia plantea una serie de discusiones éticas, políticas y jurídicas que de forma recurrente ocupan el debate público. En esta ocasión, la materia vuelve a ser objeto de controversia a raíz de las Proposiciones de Ley a trámite en el Congreso de los Diputados procedentes del Parlament de Cataluña (aquí) y del Grupo Parlamentario Socialista (aquí)  y que tienen como objeto la despenalización de determinadas variantes de eutanasia y la regulación de dicha técnica.

Es frecuente en la doctrina contextualizar este tema distinguiendo diversas modalidades de eutanasia. Siguiendo a Torío, uno de los referentes de la doctrina penalista, se puede plantear la siguiente clasificación:

  • En primer lugar, la eutanasia auténtica o genuina busca aliviar el sufrimiento del paciente a través de medios paliativos que no producen un acortamiento de la vida. La utilización de estos procedimientos no sólo no está tipificada en nuestro Código Penal sino que es considerada un verdadero deber médico.
  • En la eutanasia indirecta se utilizan también lenitivos o analgésicos que pretenden rebajar el dolor del enfermo pero que, indirectamente, sí anticipan la muerte. Aunque ha sido objeto de cierta discusión doctrinal, hoy es considerada mayoritariamente atípica en nuestro ordenamiento jurídico.
  • Hablamos de eutanasia directa cuando la acción se dirige a producir la muerte indolora del sujeto a solicitud expresa de éste y siempre que padezca enfermedades o padecimientos graves. Se trata de la conducta sancionada en nuestro Código Penal y cuya despenalización se pretende en las Proposiciones de Ley objeto de este análisis.
  • Por último, la eutanasia pasiva hace referencia a supuestos en los que se interrumpe la prolongación artificial o innecesaria de la vida, desconectando la ventilación asistida o la reanimación sin la cual se produciría la muerte natural del individuo. Estas situaciones plantean un debate sobre el derecho morir dignamente y constituyen una vertiente diferente de la eutanasia que aquí nos ocupa. Precisamente sobre ello y sobre la anteriormente denominada eutanasia indirecta se encuentran en tramitación en el Congreso de los Diputados sendas iniciativas de los Grupos Parlamentarios Socialista y de Ciudadanos en las que se aborda la regulación de estos derechos y deberes.

Nuestro Código Penal únicamente castiga la eutanasia directa y lo hace en su artículo 143.4, a propósito de la inducción y la cooperación al suicidio. La formulación es la de un subtipo especial que atenúa la pena prevista para el auxilio al suicidio, indicando que será castigado ‘‘el que causare o cooperare activamente con actos necesarios y directos a la muerte de otro, por petición expresa, seria e inequívoca de éste, en el caso de que la víctima sufriera una enfermedad grave que conduciría necesariamente a su muerte, o que produjera graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar’’. El bien jurídico protegido es la vida, derecho troncal garantizado en el artículo 15 de la Constitución Española y que actúa como prius del resto de libertades, que no tienen despliegue posible sin la protección de la vida.

Nuestro ordenamiento jurídico ha superado la sanción a los suicidas (prevista en otros tiempos castigando al cadáver), pero la punición de conductas participativas exige que la acción principal sea típica (y, en función de la teoría de la accesoriedad que se acoja, también que sea antijurídica y culpable). Es por ello que la política criminal moderna que opta por reprimir actos favorecedores del suicidio se ve obligada a prever tipos especiales de participación y, sin embargo, dejar impune el propio suicidio, incluso aunque no sea exitoso y finalice como tentativa (ejecución incompleta) o frustración (ejecución completa sin éxito involuntario). Esta es una de las deficiencias de coherencia que arrastra nuestra legislación también en el ámbito de la eutanasia. Se castiga al que ejecuta o coopera a la eutanasia, pero no a aquel que la ha solicitado y se ha sometido a ella, incluso aunque no se obtenga el resultado de muerte pretendido.

Esta paradoja se añade a diversos problemas de interpretación que han surgido en la aplicación del citado apartado 4, pero la razón última de su previsible derogación no son éstos sino la consideración de que la acción carece de antijuricidad porque no agrede el bien jurídico protegido de forma injustificada sino que se encamina a la salvaguarda de otros valores constitucionales, entre los que destaca la dignidad de la persona igualmente consagrada en el artículo 10 de nuestro texto constitucional.

Tanto la Proposición de Ley del Parlament catalán, como la registrada por el Grupo Parlamentario Socialista justifican la normativa en tales motivos. Sin embargo, las iniciativas difieren en su solidez material, probablemente porque la intencionalidad política de las mismas sea distinta. Mientras que la iniciativa proveniente de la Comunidad Autónoma de Cataluña se conforma con una mera modificación del citado apartado 4 del artículo 143, que por sí sola daría lugar a más problemas prácticos de los que hoy padecemos, los proponentes socialistas sí ofrecen un intento de regulación sistemática de la técnica médica que proporciona la coherencia exigible a la reforma del Código Penal.

Como vengo indicando, en ambas proposiciones se observa la despenalización de las conductas eutanásicas. La iniciativa catalana sugiere convertir la actual atenuación del mencionado apartado 4 en una excusa absolutoria, manteniendo en lo esencial la redacción, siquiera incluyendo ciertas expresiones infrecuentes en la norma penal (‘’muerte segura, pacífica’’…) que pueden generar toda una nueva problemática interpretativa, más aún sin una ordenación estatal de la materia que sirva de acompañamiento.

La propuesta de los socialistas exhibe una ambición mayor y no se limita a la sola reforma de un precepto del Código Penal, sino que proyecta una ordenación sistemática de estas prácticas médicas en la línea de lo indicado por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (caso Gross vs. Suiza). La excusa absolutoria (Disposición Final Primera de la Proposición) ahora se sustentaría en una redacción más sencilla que se remite al marco legal. Incurre, no obstante, en el exceso de incluir definiciones superfluas que son una repetición innecesaria de las establecidas por la normativa propuesta en su artículo 3 y que sólo contribuyen a hacer más farragoso el cuerpo normativo penal.

Por lo que se refiere a la regulación propuesta, se trata de una apuesta acorde con parte del Derecho comparado y suple la laguna normativa existente en la actualidad mediante un articulado quizás, y a falta de desarrollo reglamentario, excesivamente simple para la complejidad de la materia tratada.

Junto a las definiciones, que sin duda deberían armonizarse con la legislación que resultase aprobada sobre derechos y garantías de la persona en el proceso final de su vida (eutanasia pasiva), el auténtico nudo jurídico reside en las condiciones para solicitar la prestación de ayuda para morir, a saber, cinco: 1) tener la nacionalidad española o residencia legal en España, mayoría de edad y capacidad, 2) disponer de información sobre el proceso, 3) formulación voluntaria de la solicitud, 4) padecimiento de enfermedad grave e incurable o de discapacidad grave crónica y, 5) prestación del consentimiento informado.

En cuanto al primero de los requisitos, el concepto de capacidad que maneja la normativa propuesta no es el del Código Civil (arts. 199 y siguientes) puesto que se abre la puerta a que los facultativos aprecien, sin mediar resolución judicial, una ‘‘situación de incapacidad de hecho’’ que impida tomar decisiones o hacerse cargo de su situación por sí mismo al paciente y que excluiría la prestación de la ayuda a morir salvo documento de instrucciones previas o equivalente. Nótese la relevancia de valorar correctamente la capacidad del sujeto, puesto que en ausencia de la misma la aplicación de las técnicas eutanásicas sería calificada no ya como cooperación necesaria o ejecutiva al suicidio sino como homicidio en autoría mediata.

Las exigencias relativas a que la petición y el consentimiento sean voluntarios e informados recuerdan a las que ya estableció la Ley Orgánica 2/2010 de interrupción voluntaria del embarazo, incorporando algún matiz. La solicitud en este caso debe reiterarse (siguiendo la estela de la legislación belga) en al menos una ocasión, fijándose un plazo indisponible entre una y otra petición y otro idéntico entre la última y la prestación de ayuda para morir. Son deberes del médico, en coherencia con lo anterior, abrir con el solicitante un proceso deliberativo e informador y comprobar la ausencia de coacción externa. Téngase en cuenta que la Ley no derogará la punibilidad de la inducción al suicidio y, por lo tanto, si se ha movido el ánimo del sujeto, aunque estuviera más o menos predispuesto, los hechos serán constitutivos de tal delito.

Los conceptos de enfermedad grave e incurable y de discapacidad grave crónica se desarrollan en la Proposición con cierta amplitud respecto de la ‘‘enfermedad grave que conduzca necesariamente a la muerte o que produzca graves padecimientos permanentes y difíciles de soportar’’ a la que se refiere aún el Código Penal. En la Proposición sigue sin exigirse el pronóstico necesario de muerte (ni en la enfermedad ni en la discapacidad), pero se introduce cierta ambigüedad al referirse a los sufrimientos puesto que se indica que es el propio paciente quien debe considerarlos intolerables o sin posibilidad de alivio, lo que podría degenerar en determinados escenarios de inseguridad jurídica. No parecen acoger los conceptos, aún con ello, enfermedades crónicas cuyo tratamiento adecuado permite al sujeto conservar una calidad de existencia considerable, como podría ser el SIDA, hoy también aparentemente excluidas del apartado 4 del artículo 143 y castigándose la causación de la muerte por lo tanto según los tipos básicos más duros de cooperación al suicidio.

Por lo demás, la Proposición busca compatibilizar las garantías en el acceso a la prestación de ayuda a morir (incluida en la cartera de servicios comunes y de financiación pública) y en el ejercicio por el personal sanitario de la objeción de conciencia.

Por finalizar esta reflexión, cabe sintetizar que la insuficiencia regulatoria y la inadecuación de la escaso ordenamiento de la eutanasia vienen siendo puestas de manifiesto de forma recurrente y resulta acertado que el legislador apueste de forma decidida por abordar esta problemática política, jurídica y moral. El reto de esta legislación es el de fijar un delicado equilibrio que garantice suficientemente el derecho a la vida (que no comprende, como tiene declarado el Tribunal Constitucional, un derecho a la propia muerte) y la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad. Todo ello, además, procurando no caer en la habitualmente denominada pendiente resbaladiza que amenaza con la naturalización y la extralimitación en las practicas eutanásicas como discusión de fondo.

Partícipe a título lucrativo en la sentencia Gürtel

El art. 122 del Código Penal establece que “el que por título lucrativo hubiere participado en los efectos de un delito, está obligado a la restitución de la cosa o al resarcimiento del daño hasta la cuantía de su participación”.   También el art. 615 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal contiene una referencia al partícipe a título lucrativo de los efectos del delito a fin de serle exigida fianza.   En realidad, esta no es una responsabilidad propiamente ex delicto, en la medida en que su causa no es la comisión de un hecho delictivo sino el enriquecimiento producido como consecuencia de una acción delictiva cometida por otro.   El presupuesto para que se aplique este artículo es que el agente no haya intervenido en el delito porque en ese caso su responsabilidad derivaría de la obligación del delincuente de resarcir civilmente a los perjudicados.  Es decir, en definitiva estamos ante un supuesto de enriquecimiento con causa ilícita, que se acostumbra a denominar “receptación civil”, en el que se permite por la ley penal que la acción civil se ejercite junto con la penal en el proceso penal.

La casuística ofrece muchos ejemplos, desde los más sencillos en los que el responsable de un delito da salida a los efectos del mismo haciendo algún regalo a alguna persona cercana, hasta situaciones realmente complejas en las que está claro el enriquecimiento proveniente del delito a título gratuito, pero no es posible dilucidar si en el beneficiario había o no algún tipo de participación en la comisión misma del delito.   La exigencia de que se trate de un enriquecimiento “a título gratuito” supone en la práctica un par de cosas: por un lado, que quedan excluidos aquellos supuestos en los cuales ha habido algún tipo de contraprestación por parte del beneficiario, por lo que no son extraños los casos en los que hay un auténtico esfuerzo por parte del beneficiario en justificar que las cantidades recibidas del delincuente obedecieron en realidad a un pago, una contraprestación que justificara la percepción de los bienes del delito.   Por otro lado, la carga de la prueba en estos casos corresponde al beneficiario.   Es él quien deberá acreditar que no fue un regalo, una donación lo que recibió, sino que percibió las cantidades a título oneroso del autor del delito, sin que ello obviamente haya de suponer en principio ningún tipo de relación con el delito que trae causa de los bienes recibidos.  A veces, con dinero sustraído, se hacen pagos a terceras personas que no aparecen ligados a causa alguna, quizá porque la causa es ilegal o al menos inconfesable.  En esos supuestos se aplica el artículo 122 del Código Penal.  Por supuesto, en el caso de que se acreditara que el receptor de los fondos sabía que provenían del delito estaríamos ante la posibilidad de diversas opciones delictivas, tales como blanqueo, receptación o encubrimiento. La responsabilidad civil es solidaria con los condenados penales, pero siempre con el límite del enriquecimiento.

La reciente sentencia en el caso Gürtel –durísima contra el Partido Popular al entender acreditada la existencia de la caja B, y frente a las pruebas de la acusación no conferir credibilidad frente a las pruebas de la acusación a quienes la negaron, incluido el mismo Presidente del partido y del Gobierno- entiende también que el PP, como persona jurídica, ha de ser responsable civil debido a la percepción de ciertas cantidades de dinero para satisfacción de gastos electorales en la campaña electoral municipal de las localidades Pozuelo y Majadahonda del año 2003.   Ese dinero provenía de entregas en metálico de responsables de la organización del Sr. Correa o por trabajos y servicios realizados para el Partido Popular que se abonaron por la organización (folios 1507 y siguientes de la sentencia) y que en último lugar provenían de sobreprecios por contratación en los mencionados municipios.    La responsabilidad por tanto ha de ser satisfecha a los Ayuntamientos de Pozuelo (111.864 euros) y Majadahonda (133.628 euros).

No es este el primer caso en que se condena como responsable civil por la vía del enriquecimiento con causa ilícita a un partido político.  También Unió Democrática de Catalunya fue en su día condenada a la devolución de las cantidades entregadas por el acusado Sr. Pallerols en virtud de que no se acreditó el conocimiento de los responsables del partido del origen ilegal de los fondos.

La sentencia Gürtel valora la prueba practicada en relación con la responsabilidad de que hablamos, señalando que “los responsables del Partido Popular sabían cómo se financiaban las elecciones y en nuestro caso las de Majadahonda y Pozuelo; negarlo es ir no sólo contra las evidencias puestas de manifiesto sino en contra de toda lógica”.  El voto particular disidente sostiene por el contrario que hay datos que evidencian cierta autonomía financiera del Partido en las localidades anteriores y que por tanto no debía haber sido condenado el PP a pagar esas cantidades.     Frente a esa tesis, la mayoría hacen constar que el anterior alcalde de Majadahonda, Ricardo Romero de Tejada señaló que “era el Partido Popular quien debía sufragar los gastos, y no el grupo municipal”, indicando que el NIF del PP es único  y que otros testigos importantes señalaron que las cuentas había que rendirlas ante el PP en Génova.

Ni que decir tiene que la condena penal del partido era imposible en atención a la fecha de comisión de los hechos.  La responsabilidad penal de las personas jurídicas no se introduce en nuestro Código Penal hasta el año 2010, y la ampliación del ámbito subjetivo de la responsabilidad penal a los partidos políticos tuvo lugar por LO 7/2012, que entró en vigor el día 17 de enero de 2013.  No cabe por tanto responsabilidad penal del partido político –ni ninguna acusación la pretendió-, estando esa cuestión clara en la propia sentencia.

Una cuestión sobre la que el Tribunal no se pone de acuerdo –y por tanto hay un voto particular- es que la mayoría tiene por “confeso” al representante del PP que en la vista se negó a declarar sobre las cuestiones anteriores. Lo cierto es que se trata de un argumento “a mayor abundamiento”, porque la fundamentación de la sentencia contiene las razones y las pruebas sobre las cuales se alcanza la convicción para condenar civilmente al PP.   El art. 307 de la LECivil señala la posibilidad de entender por confesa a aquella parte llamada de declarar que se negare a hacerlo o diera respuestas evasivas o inconcluyentes.   El Magistrado discrepante señala que la citación del representante del PP para declarar se hizo a instancia del propio Tribunal, sin que ninguna parte lo hubiera solicitado.  Y señala que el letrado del partido político en su declaración señaló que desconocía absolutamente los hechos de la imputación.   Sobre esos argumentos, considera que la mayoría no explica suficientemente porque los responsables del PP en Génova fueran conocedores de lo que se hiciera en las agrupaciones de Majadahonda y Pozuelo; y cuestiona además que fuera el PP y no los alcaldes mismos (Sres. Ortega y Sepúlveda, condenados por múltiples delitos) quienes tuvieron el beneficio efectivo de la donación percibida en línea con la alegación de la defensa del partido que considera que habría que haber estimado.

Reforma del Código Penal y régimen disciplinario del Cuerpo Nacional de Policía: descoordina que algo queda

Ya se publicó en su momento un artículo por parte del suscribiente en este blog el 10 de diciembre de 2.013, en el que se ponía de manifiesto las consecuencias perjudiciales que iba a tener la apresurada Reforma del Código Penal para los que resultasen lesionados en un accidente de circulación, y que proféticamente ha ocurrido tal y como se describía. Es decir, ha bajado la litigiosidad en detrimento del perjudicado a quien le cuesta más acceder a los Tribunales de Justicia, y en beneficio de las Compañías de Seguros quienes por eso obtienen transacciones extrajudiciales más ajustadas, al acceder el damnificado a sus ofertas para evitar el coste y los riesgos de un procedimiento civil.

Pues en el caso que nos ocupa nos encontramos con que el Legislador, bien por desidia u olvido, procede a reformar el Código Penal con las prisas que todos recordamos y omite adaptar esa reforma a algunas Disposiciones, en concreto a la Ley Orgánica 4/2010 de 20 de mayo de Régimen Disciplinario del Cuerpo Nacional de Policía, dando lugar a interpretaciones que lejos de beneficiar al ciudadano, en este caso al funcionario del Cuerpo Nacional de Policía, le perjudican directamente.

Con la Reforma del Código Penal desaparecen las Faltas y unas pasan a ser infracciones administrativas o civiles, y otras pasan a regularse como Delitos Leves.

El problema surge cuando la mencionada Ley de Régimen Disciplinario en su artículo 8y) califica para un funcionario del Cuerpo Nacional de Policía como falta graveser condenado en virtud de Sentencia firme por un delito doloso o por una falta dolosa cuando la infracción penal esté relacionada con el servicio” cuya sanción sería la suspensión de funciones de 5 días a tres meses, que implicaría además el no poder presentarse para ascender en promoción interna mientras no estuviese cancelada la falta, y durante el tiempo de suspensión no se computaría a efectos de ascenso, pudiendo condicionar su carrera profesional, entre otras cosas.

Y por otro lado en su artículo 9m) de ese texto legal califica como falta leve “haber sido condenado por Sentencia firme por una falta dolosa cuando la infracción cometida cause daño a la Administración o a los administrados” y la sanción puede ser o un mero apercibimiento o la suspensión de funciones de uno a cuatro días, que no supondrá la pérdida de antigüedad ni implicará la inmovilización en el escalafón. Lo que hace que la diferencia de ser sancionado por una falta grave a una leve sea ostensible, sin perjuicio de que la prescripción para la leve es de un mes y para la grave de dos años.

En este supuesto no es de aplicación en principio de “non bis in ídem” por no haber identidad de fundamento jurídico, art. 18.3 de ese texto y estar consolidado jurisprudencialmente.

Al desaparecer las faltas tras la Reforma del Código Penal -que entró en vigor el 1 de julio de 2.015-, si un funcionario del Cuerpo Nacional de Policía, es condenado por Sentencia firme por un “Delito Leve” por un hecho aislado en su vida privada y fuera del ejercicio de su cargo sin que esté relacionada con el servicio, Régimen Disciplinario al tener el “Delito Leve” la denominación de “Delito”, no hace distinción entre uno y otro y lo encuadra dentro de la tipificación del artículo 8y) de la Ley de Régimen Disciplinario y lo califica como falta grave por “ser condenado en virtud de Sentencia firme por un delito doloso”.

Es decir, aprovechando este desliz del Legislador, Régimen Disciplinario aplica la norma más perjudicial al funcionario, cuando por el contrario al regirse esta Ley por los mismos parámetros que el procedimiento penal, “in dubio pro reo”, en caso de duda se tiene que aplicar la que más favorece al expedientado, que es lo que no se hace.

Ya con posterioridad a la entrada en vigor de la reforma del Código Penal, se publicó Ley Orgánica 9/2015 de 28 de julio donde en su Disposición Final Segunda se modificaban y añadían algunos puntos de artículos 8 y 9 de la Ley de Régimen Disciplinario, pero sin embargo el artículo 9m), el que se refiere a “haber sido condenado por Sentencia firme a una falta dolosa” no fue modificado.

Al Legislador o se le olvidó modificar ese artículo, o debió entender, y que el resto supondríamos, que no era necesario puesto que los Delitos Leves eran equiparables a las faltas, según se desprende del párrafo cuarto del Preámbulo de la Ley Orgánica 1/2.015 de Reforma del Código Penal, donde establece que las faltas que se regulaban en el Libro III del Código Penal, algunas se suprimen y pasan a sanciones administrativas o civiles, y otras (faltas) se incorporan al Libro II del Código reguladas como Delitos Leves.

Régimen Disciplinario no comparte ese criterio porque entiende que al no haber faltas no puede aplicar ese artículo, y ante la duda aplica la norma más perjudicial calificándola como falta grave, con las consecuencias perjudiciales que implica para la carrera profesional del funcionario expedientado, omitiendo el principio de “in dubio pro reo” al no calificarla como falta leve que sería más favorable al expedientado, e incluso proponer el Archivo por falta de tipicidad, pasando por alto que tanto antes de la reforma como ahora, el Código Penal siempre ha distinguido las infracciones penales entre graves y leves, antes se distinguían la una y la otra como “delitos” y “faltas”, y ahora como “delitos” y “delitos leves”, no haciendo esa distinción Régimen Disciplinario.

Un claro ejemplo lo tenemos en el propio procedimiento penal donde en un supuesto como este en ningún caso se aplica la normativa más perjudicial al investigado, es decir, que si a uno se le acusa de una falta cometida con anterioridad a la reforma y el juicio se celebra con posterioridad a la misma donde ya no existen las faltas, no se le puede condenar por una falta, pero tampoco por un Delito Leve por si la pena aplicable fuera más perjudicial al investigado.

Hay supuestos donde Régimen Disciplinario inicialmente lo califican como Falta Grave y como consecuencia de las alegaciones formuladas en esos expedientes en la misma línea que este artículo, finalmente lo califican como falta leve pero en base a la aplicación del art. 9n) de la Ley Orgánica de Régimen Disciplinario, incorporado por la mencionada Ley 9/2015 de 28 de julio, que se refiere a: “Aquellas acciones u omisiones tipificadas como faltas graves que, de acuerdo con los criterios que establece el art. 12, merezcan la calificación de leve”, pero aunque lo ponderen como falta leve, lo siguen interpretando como si fuera un delito doloso al tipificarlas como faltas graves.

Se podía haber evitado toda esta polémica y además de dos formas sencillísimas, por un lado que el Legislador con la Ley Orgánica 9/2015 a la vez que se modificaba algunos artículos de la Ley Orgánica de Régimen Disciplinario, podía haber modificado el art. 9m) y donde ponía “Falta” poner “Delito Leve”, o que ante esta duda que Régimen Disciplinario aplicase la Ley más favorable en lugar de la más perjudicial, pero como no ha sido así, en esa tesitura nos encontramos, por lo que o se modifica en ese sentido, o se espera a un criterio judicial unánime y aclaratorio como consecuencia de la controversia suscitada.

Consideraciones en torno al delito de Rebelión

Podríamos considerar que el modo en cómo los dirigentes políticos han encauzado un sentimiento popular en el asunto del procés, por otra parte legítimo, no ha sido ni prudente ni, aun menos, astuto. Al contrario, ha causado notables perjuicios sin que a la vista se materialice rédito alguno. Como jurista sostengo que la legalidad se ha transgredido y que hay indicios penales contra los políticos independentistas. Ahora bien, no aprecio la viabilidad del cargo de rebelión.

Hay juristas, que parecen disfrutar defiriendo de los altos tribunales. Si bien considero que la discusión interpretativa es el motor de la dogmática, no formo parte de este grupo. Por eso me apresuro a expresar mi máximo respeto por el juez Llarena, de cuya argumentación en su auto de procesamiento de 21 de marzo de 2018, en efecto disiento, pero estoy lejos de considerarle un funcionario servil con el Gobierno.

El delito de rebelión se tipificó en el art. 472 del Código Penal de 1995 cuya redacción coincide con la dada por la LO 14/1985, de 9 de diciembre, al art. 214 del antiguo Código Penal de 1973. A decir verdad, el CP actual sólo añadió el punto séptimo, considerando también reo por rebelión al que se alzare violenta y públicamente para «sustraer cualquier clase de fuerza armada a la obediencia del gobierno» que guarda cierto parecido con la redacción original de 1973 «sustraer algún Cuerpo de tropa o cualquier otra clase de fuerza armada a la obediencia del gobierno» (art. 214.4º CP redacción Decreto 3096/1973). En realidad, este punto es una especialización casi redundante del anterior: “ejercer por sí o despojar al Gobierno [de la Nación] […] de sus facultades” (art. 472.6º CP), como puede ser la dirección de la administración militar (art. 97 CE).

El tipo penal, como se ve, ha gozado de estabilidad en las manos del legislador y hasta ahora preservaba la virginidad de su aplicación. Recordemos que los golpistas del 23-F fueron condenados por rebelión militar según la tipificación del CP castrense, si bien ésta no difiere sustantivamente de la civil.

La rebelión requiere alzarse “violenta y públicamente” en este caso con el propósito de declarar la independencia de una parte del territorio nacional (art.). El auto del juez Llarena es metódico y exhaustivo en su reconstrucción cronológica de los hechos. Enumera los sucesos políticos más consignables del procés, las concentraciones y manifestaciones, las agresiones a cuerpos policiales y apunta al tipo de participación que tuvieron en el conjunto fáctico Òmnium Cultural, la ANC y el Govern de la Generalitat. Añade (AH U.38) que la continuidad de las movilizaciones sociales después del 1-O fundamenta que estas perseguían el fin de alcanzar violentamente la independencia al margen de la legalidad.

En definitiva, al parecer del instructor, la declaración de independencia aprobada por el Parlament el 27 de octubre de 2017, unos días después de la anterior proclamación” calculadamente ambigua, las previas reuniones secretas y los incidentes violentos en las manifestaciones, numerosos por otra parte, son subsumibles al tipo de rebelión.

Sin embargo, se plantean algunas objeciones dogmáticas a esta tesis:

1º-El instructor parece sostener que la rebelión, o al menos la violencia de las manifestaciones, puede cometerse por dolo eventual por los convocantes de las mismas: Conociendo este violento levantamiento; asumiendo que podría reiterarse en futuras movilizaciones» (AH U.37). No es muy razonable considerar reo de rebelión a quien declara la independencia sabiendo que igual se producen hechos violentos o igual no.

El tipo exige la violencia como instrumento para efectuar la declaración de independencia o, como me parece admisible interpretar, para materializarla, o, al menos, apoyarla anterior o posteriormente. Esto es incompatible con el dolo eventual, pues exige seguridad de que se producirá violencia y/o resolución de querer que se dé.

2º-No es una cuestión de equidistancia, sino de aceptación de los hechos, que del mismo modo que se aprecian excesos policiales entorno al 1-O, también hubo ese día y después agresiones a agentes en el ejercicio de sus funciones.

Incuestionablemente constituyen violencia estas agresiones a policías de distintas fuerzas y cuerpos de seguridad. El auto detalla lesiones de diversa índole, patadas, heridas, puñetazos y hasta «un traumatismo en la zona testicular» (AH U.37). Ahora bien, ¿forman parte de un plan estructurado de ejecución sistematizada para realizar la declaración de independencia subsumible al tipo de rebelión, o más bien fueron incidentes aislados coexistentes en el tiempo sí, pero también descoordinados?

Respondiendo a esta cuestión -y a si cabe la rebelión por dolo eventual- deberá ser muy prudente el Tribunal Supremo. Una respuesta afirmativa obligaría a preguntarse por qué nunca fueron acusados por rebelión miembros de la Kale borroka. Mucho más agresivos y organizados, éstos, a menudo, coreaban consignas y exhibían en pancartas lemas como: «¡Jo ta ke independetzia eta socialismoa lortu arte!» (¡Dale duro hasta la independencia y el socialismo!), al margen de las cuáles, no cabe dudar que ETA y su entorno afirmaban la independencia de Euskal Herria cuya efectividad ambicionaban, considerando a España un Estado invasor.

Pero además de incoherente con el pasado, tal afirmación sería preocupante para el futuro. A menudo, elementos violentos organizados se infiltran en una manifestación para agredir a la policía. ¿Qué ocurrirá, por ejemplo, con quienes convoquen manifestaciones por la Tercera República, a sabiendas de que podrían infiltrarse en ellas sujetos violentos que ataquen a los agentes? ¿Se les podrá condenar por intentar modificar la Constitución mediante rebelión (art. 472.1º CP)?

Sin que por ello deban quedar impunes, parece poco razonable que las agresiones contra las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado fundamenten, en este caso, el tipo de rebelión, que, a mi entender, hubiese exigido que después de la proclamación de independencia, se hubiese, por ejemplo, intentado arrestar al Delegado y subdelegados del Gobierno en Cataluña, o a altos mandos militares y policiales, haber tomado el control de puertos y aeropuertos bajo administración del Estado o actos similares. Sin tales sucesos, apreciar rebelión podrían convertir esa «interpretación [del tipo] en imprevisible» por basarse en «argumentos extravagantes» (STC 13/2003).

¿Cabe hablar de conspiración para cometer rebelión? La famosa moleskine y las actas de reuniones secretas podrían ser pruebas que aparentemente fundamentasen dicha acusación. Ahora bien, en las escasas sentencias por conspiración se exige algo más que meras manifestaciones desiderativas de varías personas para cometer un delito. Así, la STS Sala 2ª 124/2009, de 13 de febrero, ratificó el fallo de la AN que condenaba a la acusada, miembro de ETA, de conspirar para cometer un homicidio terrorista porque poseía explosivos y los había trasladado a Santiago de Compostela con el fin de asesinar al Presidente de la Xunta.

¿Bastaría plasmar por escrito el simple deseo de tener fuerzas armadas catalanas, hacienda propia y similares para entender que se conspiraba para cometer rebelión proclamando violentamente la independencia? Fueran tales “conspiradores” destacados políticos o los amigos del bar de la esquina entiendo que se exigiría algo más que eso, amén del seguro empleo de la violencia coordinada. Recordemos que al final ni siquiera existían estructuras de Estado de ningún tipo ni un plan sólido para crearlas, sólo anhelos.

Respecto a un delito de sedición, se trata de un tipo subsidiario al del rebelión. El propio TS ha hecho suya la opinión doctrinal de que se trata de una «rebelión en pequeño» (STS 3852/1991), lo que a mi parecer remite a la idea de «alzamiento tumultuario» y exigiría poder atribuir este carácter a una generalidad de las manifestaciones independentistas, no sólo a hechos aislados por numerosos que fueran. Ni el Auto del instructor niega el carácter pacífico de la amplia mayoría de personas que se concentraban. Además, tampoco estimo que el elemento del alzamiento tumultuario ni en consecuencia el art. 544 CP se den por dolo eventual.

En cualquier caso, ¿podríamos entender que se aprecian indicios delictivos? El lector podrá preguntarse si es que no veo indicios delictivos. Sí, posiblemente, y en mi opinión, varios; como de malversación (art. 432 y ss. CP), de desobediencia (art. 410 y ss. CP) hacia las tajantes resoluciones del TC por parte de Mesa del Parlament como autor y al Govern como un posible inductor, o un delito revelación de secretos (art. 197 y ss. CP) por cesión y uso ilegal de DNI e informaciones personal de los catalanes en el 1-O.

 

Gabriel y la prisión permanente revisable

El caso del niño Gabriel Cruz y su desgraciado desenlace han concitado una enorme atención mediática y han generado una empatía de la población que he podido observar en personas cercanas. Largas colas ante el ataúd blanco, gente que salía del velatorio con lágrimas sinceras, es evidente que en este triste asunto había algo especial. Incluso el Congreso de los Diputados, antes del comienzo del Pleno celebrado este mismo martes, quedó un minuto en silencio en nombre de Gabriel.

Es curioso constatar que hay casos que llegan a todo el mundo y otros que no. Sin duda, los medios de comunicación tienen mucho que ver en esto. Quizá determinados factores especialmente emocionales que se reúnen en este trágico crimen lo hacen susceptible de atraer más atención que otros, más anodinos. La sonrisa del niño, con los dientes de leche; una madre extraordinariamente expresiva; la relación del padre con una persona de otra raza, que por lo visto tiene un pasado que ahora se airea con insinuaciones de todo tipo… todos son factores que han atraído el interés o incluso el morbo de los medios y de la gente.

Ayer mismo Pedro G. Cuartango citaba a Guy Debord en el ABC y destacaba que las sociedades modernas se caracterizan por el espectáculo, criticando la actuación de los medios en este asunto porque tratan de mantenernos permanentemente en vilo para lograr audiencia. Vivimos en la civilización del espectáculo, decía también Vargas Llosa en un pequeño libro así titulado, que fue objeto de un memorable diálogo entre el autor y el filósofo Lipovetski, teórico de la posmodernidad. Frente a la visión más catastrofista y elitista del peruano, que veía en el espectáculo una degradación de la alta cultura y un vacío de referentes espirituales, Lipovetski consideraba que la vida no es solo cultura y que, además, la cultura de masas ha dado mayor autonomía a los individuos, haciendo caer los megadiscursos, las grandes ideologías políticas, que los ponían dentro de un régimen estanco. Pueden ver aquí un resumen de la interesante polémica.

En realidad, estoy más bien con Lipovetski que con Vargas Llosa. Las cosas son como son y difícilmente la queja y el rasgado de vestiduras por la alta cultura van a cambiar la realidad. Ahora bien, lo que sí considero esencial es distinguir. Para mí, en el distinguir está el secreto de la civilización. Los hombres primitivos vivían en cuevas en las que todas las funciones humanas se mezclaban: desde la estabulación de los animales al sueño, pasando por la comida. La civilización comienza cuando empezamos a distinguir, a fijar un ámbito para cada cosa, cada uno con las condiciones necesarias para su buen desempeño: un cuarto para dormir, otro para los animales, otro para comer… hasta que llegamos a ciertas excentricidades fruto del excedente y el tiempo libre.

Pero la idea es aplicable a otras cosas: el otro día un buen amigo me proporcionaba una idea que me parece memorable, basada en la teoría de Walzer sobre las esferas de la justicia: la mayor corrupción está en aplicar las reglas de una determinada esfera a otra totalmente distinto. No podemos aplicar las normas de la amistad a las del trabajo, tampoco las del amor a las de los negocios. Y menos aún las normas del espectáculo -nos guste o no la cultura del espectáculo- a la justicia o a la legisferencia.

Esto viene a cuento de la vinculación más o menos explícita que se está produciendo entre estos desgraciados acontecimientos y la discusión política sobre la prisión permanente revisable, que está ahora sobre la mesa a cuentas de la proposición de ley del PNV que pretende la derogación de esta medida, introducida por el PP hace pocos años. No apliquemos las reglas de la empatía y de la emoción a la creación de las normas. La cuestión de la prisión permanente revisable abarca suficientes matices ideológicos, prácticos y jurídicos como para no ser resuelto de un plumazo. Sobrevuela en ella la sempiterna pregunta de cuál es la función de la pena. Sin duda, la función no es hoy solo la retributiva: hacer daño al malvado, darle lo suyo, que sufra como sufrió la víctima. En ese desarrollo civilizador, el Derecho ha sabido ir matizando. Quizá es el Derecho civil el que permite intentar –si se pudiera- reparar el daño causado. El penal tiene otras: la prevención general, es decir, el que la sociedad se dé cuenta de lo que pasa si se infringen las normas; y la prevención especial, es decir, que ese sujeto en particular se dé cuenta de lo que ha hecho y se rehabilite (prevención especial positiva) y, además, proteger a la sociedad de un criminal que puede reiterar su actuación delictiva (prevención especial negativa), alejándole de aquella mediante la privación de libertad o incluso con la cadena perpetua o la pena de muerte en algunos países. El artículo 25.2 de la Constitución toma partido y dispone que “las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad estarán orientadas hacia la reeducación y reinserción social y no podrán consistir en trabajos forzados”.

Es verdad que hay ciertos delitos o ciertas circunstancias en los que resulta más difícil pensar en la rehabilitación que en la reincidencia, quizá por estar basados en ciertas tendencias al parecer muy poco rectificables. ¿Cabría entonces una pena que no tenga un periodo fijo sino que se desarrollara en más o menos tiempo en función de que se obtuviera la reinserción efectiva? ¿Sería esto constitucional o más bien encubre una cadena perpetua encubierta? En la doctrina hay opiniones para todos los gustos. Presno Linera, por ejemplo, muestra  aquí sus dudas sobre la constitucionalidad de esta medida, teniendo en cuenta la doctrina del propio Tribunal Constitucional sobre la indeterminación de la pena cuando no hay límite máximo y la exigencia constitucional de que las penas se orienten a la reinserción. En cambio, Rodríguez Ramos, catedrático de Derecho penal, no ve lógico aquí suprimir penas más leves, a pesar de su nombre, y mantener penas tan largas como las de 40 años, no revisables, y totalmente contrarias a la finalidad de reinserción. Señala además que es un error no hacer caso a la opinión pública, porque siempre hay casos problemáticos, y todos somos emocionales. Rodrigo Tena cuestionaba  aquí algunos elementos de la norma como el mantenimiento de la calificación de la peligrosidad durante un prolongado periodo de tiempo.

Se trata, pues, de una cuestión ciertamente compleja sobre la que caben diversas posturas que conllevan además un fuerte componente ideológico: la contraposición entre el principio de autoridad y orden y el principio compasivo y de solidaridad, tan presente en todos los debates públicos. Esto, como en otros temas importantes, debería mover al consenso y la transacción.

Lo malo es que en este asunto está presente un elemento evidente de oportunismo político: como sabemos, el Tribunal Constitucional tiene pendiente la resolución de esta cuestión, no obstante lo cual algunos partidos políticos desean su derogación inmediata (quizá ahora dudando de si su decisión es oportuna), otros incluir más delitos a los que se aplique la ley (quizá para aprovechar la ola mediática) y otros centrarse más en el cumplimiento íntegro de las penas en los delitos especialmente graves que en la prisión permanente revisable y en todo caso esperar a la resolución del Tribunal Constitucional (quizá con criterios no demasiado claros).

Es muy importante que no apliquemos las reglas de un ámbito otros y que nos demos cuenta de que las normas, y sobre todo aquellas que afectan a la libertad de las personas, no pueden ni deben hacerse a golpe de emoción, y menos de oportunidad política. Bienvenida sea la emoción y la cultura de masas, pero, como decía aquí el otro día, mantengamos las formas y los procedimientos: en esta esfera las formas son la  garantía de la justicia, con independencia de lo que nos parezca la cuestión de fondo. Mientras no entendamos esto, estaremos permitiendo la máxima corrupción de las normas. Como se decía en una memorable escena de “The Hateful Eight”, de Tarantino: “Y esa carencia de emoción es la esencia misma de la justicia, porque la justicia impartida con emociones siempre está en peligro de no ser justicia

Jesucristo y la Libertad de Expresión

La noticia irrumpió en los medios hace pocas semanas: Daniel se declaraba culpable de un delito de escarnio a los sentimientos religiosos después de que su abogada llegara a un acuerdo con la fiscalía. El fotomontaje de la imagen del Cristo de la Amargura que subió a Instagram le costaba a este joven una multa penal de 480 euros. ¿Realmente pretendía ofender a los católicos o a la denunciante Hermandad de la Amargura? ¿Estamos seguros de que quería parodiar a Cristo y no a sí mismo? Porque el pie de foto de la imagen que creó bien podría haber sido “Estoy hecho un Cristo”, en el sentido de estar dolorido o exhausto.

Nuestro Código Penal recoge cuatro delitos contra la libertad religiosa y de conciencia (artículo 16 de la Constitución –“CE”-):

  • Tres de ellos son modalidades específicas de coacciones (artículos 522 y 523 del Código Penal -“CP”-).
  • Específicamente contra los sentimientos religiosos, se pena la profanación de un templo (artículo 524 CP) con prisión 6 meses a 1 año o multa de 12 a 24 años, y el denominado escarnio (artículo 525 CP) con multa de 8 a 12 meses.

¿Por qué ve escarnio la Fiscalía en la conducta de Daniel? El artículo 525.1 CP lo define como ofender «públicamente, de palabra, por escrito o mediante cualquier otro tipo de documento» los sentimientos de una confesión religiosa, vejando sus dogmas, ritos o creencias, o a sus feligreses. El apartado segundo del mismo artículo contempla una modalidad alternativa del tipo, que consiste en hacer escarnio de quienes no profesen una religión o creencia, hallando aquí amparo penal el ateísmo.

Por supuesto, nuestro Código Penal no castiga cualquier declaración o sátira contra la religión. Grosso modo, dos son las perspectivas doctrinales posibles sobre la delimitación entre libertad de expresión y delitos contra los sentimientos religiosos: a) se trata de una cuestión de tipicidad, o bien, b) de antijuridicidad. Mejor no adentrarse en la cuestión de la adecuación social, causa de atipicidad para unos o de justificación para otros.

Al amparo de la primera hipótesis, entenderíamos que no toda crítica o sátira sobre religión es subsumible al artículo 525 CP. Si el jurista se decanta por la segunda, considerará siempre típicas estas conductas, pero hasta cierto límite amparadas por el ejercicio legítimo del derecho a la libertad de expresión (artículo 20 CE).

El dilema puede antojarse un capricho doctrinal, pues carece de incidencia a efectos de responsabilidad penal y civil si el límite de lo legítimo es el tipo o una causa de justificación. Sin embargo, por coherencia dogmática, prefiero la primera explicación.

El escarnio admite la subsunción en muchas y diversas conductas que supongan una burla tenaz o vejación de un sentimiento religioso -o ateo-. Ahora bien, parece coherente exigir que en el proceso pueda objetivarse la presencia de un dolo singular donde cobre especial relevancia el elemento volitivo de querer herir por encima de cualquier otra intención. En esta línea, la Audiencia Provincial de Valladolid (Sec. 4ª) 367/2005 (FD 2º) entendió que el acusado que exhibió una pancarta con la imagen de la Virgen María con la leyenda “Adúltera con su bastardo” simplemente expresaba su libre discrepancia hacia el dogma católico -el trastorno paranoide que padecía no fue relevante en el fallo-. Igualmente absolvió el Juzgado de lo Penal de Madrid nº 8, en la sentencia 61/2012, al acusado por la exhibición del documental “La Cristofiagia”, estimando que primaba su libertad de creación artística que “tiene en ocasiones una dosis de provocación” (FD 3.4).

Distinto es que el sujeto desarrolle una conducta consciente de que ofende los sentimientos religiosos, pero a sabiendas de que le ampara una causa de justificación. Así, no hay delito de profanación, si un agente policial registra el sagrario, punto más sagrado del templo católico, e incluso confisca obleas consagradas cumpliendo con el deber que le imponen las averiguaciones de un juez instructor (artículo 20.7 CP). Tampoco hay escarnio en el periodista que publica con comentarios críticos el borrador de una encíclica inédita del Papa y no revela sus fuentes acogiéndose al legítimo ejercicio de su profesión y libertad de expresión (artículos18 y 20 CE).

Los artículos 524 y 525 CP comparten un rasgo con otros delitos que tipifican conductas no protegidas por la libertad de expresión, a saber, ultrajes a España (art. 543 CP), injurias a la Corona (491 CP), hate speech (art. 510 CP), o el enaltecimiento del terrorismo y humillación de sus víctimas (art. 578 CP): el legislador los ha configurado como delitos de mera actividad (STS 224/2010 FD 3.3º). En consecuencia, el tribunal fundamentará su fallo en si de la conducta de su autor se desprende su vocación de ofender, humillar o en su caso amenazar al bien jurídico tutelado -libertad religiosa, dignidad de las víctimas del terrorismo o de la Corona etc.-, siendo irrelevante si alcanza su objetivo, es decir, cuáles sean los concretos sentimientos de sus víctimas potenciales, quienes pudieran ser más o menos susceptibles u orgullosas. La otra cara de la moneda es que, ante un caso que tenga agraviados concretos, es decir, con nombres y apellidos, su perdón o indiferencia o el que por ellos muestren sus familiares será asimismo intrascendente, como vimos en el caso Casandra (SAN Sección 4ª, 9/2017).

En principio, este diseño debería traducirse en mayor seguridad jurídica basada en criterios objetivos. El problema es que en su abstracción los tipos devienen demasiado abiertos, lo que favorece una jurisprudencia errática de criterios dispares, como ejemplifica el caso Rita Maestre, condenada por un delito de profanación en primera instancia (Sentencia del Juzgado de lo Penal de Madrid nº6, 11/2016) y posteriormente absuelta en apelación (Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid nº 14311/2016).

Recientemente la STEDH c- Sekmandienis Ltd. c. Lituania condenó al Estado báltico por sancionar una campaña publicitaria donde aparecían las imágenes de Cristo y la Virgen. El Tribunal de Estrasburgo es claro en los términos en que un Estado puede limitar la libertad de expresión:

  1. The Court reiterates that the expression “prescribed by law” in the second paragraph of Article 10 not only requires that the impugned measure should have a legal basis in domestic law, but also refers to the quality of the law in question, which should be accessible to the person concerned and foreseeable as to its effects […]
  2. The adjective “necessary”, within the meaning of Article 10 § 2, implies the existence of a “pressing social need”.

El límite exige la necesidad de proteger un bien jurídico y de la herramienta penal. ¿Debe un Estado combatir las expresiones más graves de odio étnico, religioso, racial, el machismo o la homofobia? La inclusión que se supone a la democracia se inclina hacia una respuesta positiva. Después de todo, el respeto “a los derechos de los demás” (artículo 10 CE), incluidos el honor y la dignidad, son un límite al ejercicio de cualquier derecho, incluida la libertad de expresión. Personalmente, echo en falta limitaciones penales más contundentes a la libertad de expresión en lo referente al racismo, la homofobia o el machismo, de lege ferenda -sin perjuicio que otros límites, de lege lata, me resulten anacrónicos-.

Ahora bien, evitar una colisión entre una legítima política del Estado y un derecho fundamental impone ser estrictos al determinar el tipo subjetivo de esta clase de delitos:

  • Debería excluirse su comisión con dolo eventual.
  • Debería exigirse un elemento volitivo enfatizado de clara voluntad de ofensa, excluyéndose los supuestos de ironía, sátira o simple épater le bourgeois, salvo que su recurso fuera un subterfugio formal para enmascarar la intención ofensiva.
  • En caso de duda, in dubio pro reo.

¿Que en pocos supuestos se darían entonces estos delitos? Bueno, en democracia, la libertad de expresión debe ser un derecho de límites especialmente holgados. Diversos son los instrumentos para alcanzar la nitidez de la seguridad jurídica: una reforma legislativa, un Acuerdo de Pleno No Jurisdiccional del Tribunal Supremo y, no olvidemos por el caso que nos ocupa, las Circulares del Fiscal General del Estado.

HD Joven: Prisión permanente revisable, ¿oportunismo político o necesidad?

El pasado mes de julio de 2017, la Audiencia Provincial de Pontevedra condenó a D. O. R. a la pena de prisión permanente revisable (PPR) como autor de los dos asesinatos con alevosía de sus hijas en Moraña (Pontevedra) en julio de 2015. Se trató de la primera (y, por el momento, única) vez que en la España democrática se aplica esta variante de la cadena perpetua, después de su introducción en nuestro Código Penal en 2015. Anteriormente, el Código Penal de 1822 y los posteriores preveían la cadena perpetua, suprimida finalmente en el Código Penal de 1928.

En octubre de 2016, el Congreso de los Diputados aprobó una Proposición No de Ley presentada por el PNV por la que instó al Gobierno a la derogación de la PPR. Desde entonces, más de dos millones de personas han firmado una iniciativa , promovida por la madre de las víctimas de D. O. R., por la que se rechaza la supresión de la pena. A la vista de la iniciativa y del resultado de los estudios demoscópicos sobre el asunto, el Gobierno y otros actores políticos proponen estos días modificaciones encaminadas, fundamentalmente, a endurecer la medida.

Lo cierto es que tanto la PPR como la nueva oleada de propuestas de endurecimiento que hemos observado responden únicamente al más básico interés electoral y no son propias de una política criminal rigurosa exigible al Gobierno en esta materia. ¿Por qué?

En primer lugar, a partir de un determinado nivel de dureza, existen evidencias de que el agravamiento de las penas no produce efectos positivos sobre la prevención general. Si bien, una de las finalidades básicas de las penas es que sirvan como freno para posibles criminales, es difícil creer que un sujeto dejará de cometer un asesinato múltiple por el hecho de que permanecerá en prisión en vez de 40 años (límite máximo en nuestro Código Penal), quizás 5 ó 10 más.

En este punto existe toda una corriente doctrinal que entiende que para disuadir al potencial delincuente es mucho más eficaz incrementar la certidumbre de que, si comete el crimen, será capturado y sufrirá la pena que endurecer en abstracto penas ya suficientemente graves. Lo primero, por cierto, exige una mayor inversión de recursos y no se resuelve con una mera modificación legal.

En segundo lugar, el Tribunal Constitucional reiteradamente ha declarado que el principio de legalidad en materia penal exige que las conductas punibles estén tipificadas en una lex scripta praevia y certa (STC 133/87, entre otras). La certeza de la norma no solo se predica respecto del supuesto de hecho (la descripción típica de la conducta), sino que se extiende a la consecuencia jurídica del mismo (la pena). Ello implica que las normas penales deben delimitar con precisión la pena asociada al delito, en cuanto a su naturaleza y en cuanto a su duración.

Siendo así, mi opinión es que la PPR no cumple con estas exigencias mínimas propias de un Derecho Penal moderno en un Estado democrático. El sujeto desconoce antes de la comisión del delito la duración de la sanción en su límite máximo, que podrá prolongarse en el tiempo indefinidamente en base a criterios más o menos difusos.

La tercera razón, manifestación clara de que la pena respondía a una motivación puramente electoral, es que los delitos para los que se introdujo fueron escogidos de forma más o menos arbitraria. Se castiga hoy en nuestro Código Penal con PPR el asesinato de personas especialmente vulnerables, el asesinato subsiguiente a un delito contra la libertad sexual sobre la víctima, el asesinato múltiple, el asesinato cometido por miembro de grupo u organización criminal, el homicidio terrorista, el homicidio del Jefe del Estado o de su heredero, el homicidio de jefes de Estado extranjeros o persona internacionalmente protegida por un Tratado que se halle en España y el genocidio o crímenes de lesa humanidad.

Se asignó la pena a delitos de nula o muy reducida incidencia práctica (homicidio del Rey), casi con carácter simbólico, y no a otros relativamente frecuentes y que implican una más compleja reinserción como agresiones sexuales múltiples a menores. Es difícil descifrar el criterio que guió al legislador al escoger las conductas merecedoras de PPR, pero sí es posible intuir que no fue lo que más le preocupó.

Esa arbitrariedad, característica de una técnica legislativa deficiente, ha suscitado algunos problemas de interpretación. Sirva como ejemplo la punición del asesinato. Al que mata a otro con alevosía se le castiga como reo de asesinato (artículo 139.1.1º del Código Penal). El Código Penal castiga con mayor dureza, con la PPR, cuando el asesinato se comete sobre una víctima menor de dieciséis años de edad o especialmente vulnerable por razón de edad, enfermedad o discapacidad (artículo 140.1.1º del Código Penal). Sin embargo, el Tribunal Supremo ha admitido como forma de alevosía la especial vulnerabilidad de la víctima incluso cuando dicha condición no ha sido creada o favorecida por el autor. Por tanto, cuando dichas circunstancias hayan servido para calificar como alevoso el asesinato, el principio non bis in idem impedirá tomarlas nuevamente en cuenta para aplicar el artículo 140.

Como último motivo, cabe señalar que en la PPR la reinserción del reo deja de ser una finalidad de la pena y se convierte en una condición para la extinción de la misma. La PPR, con carácter general, a los 25 años de cumplimiento es sometida a una revisión y si se concluye que el sujeto se ha reinsertado accede a la suspensión de la ejecución de la pena y finalmente a su remisión, poniéndole en libertad. Dicho en términos más accesibles, transcurrido ese plazo de prisión el individuo ha pagado por su delito (aspecto puramente retributivo) y la sociedad está dispuesta a acogerlo e integrarlo de nuevo en la convivencia.

Ahora bien, ¿en qué consiste la revisión de la PPR? Se trata, fundamentalmente, de valorar si el sujeto cometerá nuevos delitos. El problema es evidente: esa valoración es siempre ex ante, un pronóstico previo a la comisión de esos hipotéticos delitos. Se mantiene privado de libertad a un sujeto al que la sociedad, a pesar de su delito cometido, estaba dispuesto a poner en libertad, en base a la sola creencia (siempre indemostrable e incierta) de que perpetrará nuevos delitos. Lo que equivale, sintetizando lo anterior, a decir que le condenamos por delitos aún no cometidos que intuimos que cometerá.

La versión tradicional de la cadena perpetua no plantea este último problema. Sin embargo, el Gobierno no puede recurrir a ella porque esta pena sí sería explícitamente opuesta al artículo 25.2 de la Constitución Española.

En conclusión, la PPR tal y como la concibió el Gobierno solo buscaba satisfacer los lógicos deseos colectivos de venganza a costa de sacrificar principios básicos en el Derecho Penal de un Estado democrático y de Derecho. Además, lo hace de forma engañosa puesto que el sujeto podrá ser puesto en libertad transcurridos los 25 años de prisión. Lamentablemente, este es también el marco en el que hemos de situar las propuestas de endurecimiento que estos días recibimos.

 

Repaso a la acción penal contra el referéndum y la independencia

La sucesión de hechos es tan rápida que el repaso a la acción penal que ha tenido lugar contra el 1 de octubre y la independencia de Catalunya resulta muy extensa. Al lector no le pasará por alto (y si no google lo ayudará a situarse) la adscripción política del autor. Pero, lejos de una visión política, esta pretende ser una aproximación jurídica de los tipos penales que han salido a colación; situarnos en los mismos y disponer de unas bases sólidas contra una aplicación penal del todo injustificada.

La acción penal contra el referéndum se inició con las citaciones que la Fiscalía dirigió a los Alcaldes que firmaron el decreto de apoyo al referéndum. Pese a la judicialización de los hechos –que tienen una causa abierta en el Tribunal Superior de Justicia-, Fiscalía incoó diligencias prescindiendo de la previsión del artículo 773 de la Ley 41/2015 de Enjuiciamiento Criminal según el cual “Cesará el Fiscal en sus diligencias tan pronto como tenga conocimiento de la existencia de un procedimiento judicial sobre los mismos hechos”. Unas citaciones que, por otro lado, ponían en riesgo tanto el derecho a no ser investigado por hechos que no constituyen delito, como el derecho a la libertad de expresión.

Es en este punto donde nace la cuestión fundamental y sobre la que debe centrarse toda la atención: no existe el delito de referéndum. Y si un referéndum no es ilegal, colaborar con un referéndum debe quedar impune. Cabe recordar que el Tribunal Constitucional declara las normas constitucionales o inconstitucionales, pero nunca, ilegales. Pero, a mayor abundamiento, es necesario recordar que si bien los referéndums llegaron a ser ilegales en su momento (reforma de diciembre de 2003 por la que pretendía imputar al lehendakari Ibarretxe), en enero de 2005 se derogaron todos los delitos de convocar, llevar a cabo y cooperar en referéndums ilegales (la derogación respondía, palabras textuales, a considerar las conductas anteriores sin suficiente entidad como para merecer el rechazo penal sobre todo si su pena tenía que ser la prisión).

De hecho, la maniobra jurídico política que se ha querido vender no es menor. La ilegalidad del referéndum, no pudiéndose fundamentar en el Código Penal; se fundamentó en la suspensión que el Tribunal Constitucional había hecho tanto de la Ley, como de la convocatoria; y depende de cómo se mire, podemos incluir también la prohibición de sus debates antes, durante y después del mismo; o la de sus preparativos. Bajo esta suspensión y prohibición se apeló al delito de desobediencia en un auténtico fraude de ley.

El delito de desobediencia es un delito contra la Administración Pública y, hasta dónde se sabe (o tal y como recoge la Constitución), el Tribunal Constitucional no es Administración Pública. Ni se deriva de la sistemática ubicación de su regulación, ni, por supuesto, de la condición, régimen jurídico y funciones que tiene asignadas. Pero es que, además, para desobedecer es necesario haber recibido una orden; y ningún ciudadano, colaborador, presidente de mesa, voluntario, etc. recibió orden directa y personal alguna a tal efecto. Sí que es cierto que se publicaron algunos nombres y cargos en un boletín oficial; pero volvamos al origen: la desobediencia es un delito contra la Administración Pública.

Avanzando en los días, pese a toda esta carga penal (y, por supuesto, también la condenable carga policial), el día 1 de octubre se celebró el referéndum. Delitos de lesiones, valoraciones sobre si la acción policial fue desproporcionada o no… podría dedicar un artículo entero en tratar esta cuestión.  Pero siguiendo con lo que aquí nos ocupa, ahora entran en escena dos nuevos tipos penales: la sedición y la rebelión.

La sedición es el delito más grave que existe contra el orden público. Se incorporó en el Código Penal de 1995 y la expresión que se ha hecho más famosa del tipo es “el alzamiento público y tumultuario”. Este no es el único elemento del tipo penal, la configuración legal fijada al Código comporta tres elementos simultáneos: la acción, los medios y la finalidad. A la actual situación de desconcierto sobre qué es realmente sedición, hay que sumarle que no existe jurisprudencia previa en relación a cómo puede producirse este delito. Pero a pesar de las líneas y líneas que podría escribir sobre el fondo del tipo y los argumentos que se podrían esgrimir explicando la inexistencia de ningún alzamiento público y tumultuario –que no se utilizó la fuerza, que no se actuó al margen de la ley, que no se impidió a ninguna autoridad realizar sus funciones- pese a todo ello, la cuestión más grave estos días y que debe preocuparnos severamente es la incompetencia manifiesta de la Audiencia Nacional para juzgar este delito.

Sin lugar a dudas, el tribunal competente es la Audiencia Provincial del territorio en el que se haya cometido presuntamente el delito. La sedición, tal y como está configurada, no es un delito contra las instituciones del Estado, sino un delito contra el orden público (donde no tiene cabida la Audiencia Nacional). En este contexto, no debe extrañarnos la aparición de un auto ordenando prisión que introduce como puede el término “alzarse como promotores” para conseguir una conexión con el alzamiento público y tumultuario. Y, en la misma línea, la introducción de “la masa” y “la muchedumbre” para referirse a los manifestantes, que tampoco es gratuita, sino que es el camino necesario para llegar al elemento tumultuario, concretamente al elemento “tumultuario pacífico”, una unión de conceptos más dignos de un Nobel de literatura que de una resolución judicial.

Mucho me temo, ya para ir concluyendo, que el delito de rebelión que se anuncia no nos dejará menos perplejos. El alzamiento público y violento será la base sobre la que puede fundamentarse un delito de rebelión, pero a fecha de hoy no existe ninguna base fáctica para localizar un alzamiento público y violento. Ni existen, ni se han encontrado, planes de conspiración para tomar las armas, hacer prisioneros u ocupar las instituciones, sino más bien al contrario: el espíritu pacífico es la consigna.

Con todo, y haciendo un repaso a título de recordatorio para los abogados comprometidos con la libertad: citaciones de la fiscalía a pesar de la existencia de actuaciones judiciales, referéndum categorizado de ilegal sin delito, desobediencia contra el Constitucional en ninguna parte de la Administración, sedición y rebelión con alzamientos tumultuarios pacíficos y una Audiencia Nacional sin competencia instruyendo y dictando órdenes de prisión. Todo muy normal.

Sobre la posibilidad (jurídica) de una ley de amnistía para los delitos de sedición y rebelión

Cuando ya parecía que el debate jurídico sobre las posibilidades de una amnistía política en España nos quedaba muy lejos históricamente, la crisis catalana nos ha retrotraído (como en tantos otros aspectos) a finales de los años 70.  Conviene recordar que durante el principio de la Transición se acudió a esta figura dos veces, como recuerda en este artículo el historiador Santos Juliá.

Técnicamente el instrumento jurídico utilizado una vez celebradas las primeras elecciones democráticas el 15 de junio de 1977  (con anterioridad se había recurrido a la figura  del Real Decreto ley sobre medidas de gracia o a indulto generales) fue la Ley de 46/1977, de 15 de octubre, de Amnistía,  que la concedía para una serie de actos tipificados como delitos y faltas en la normativa entonces vigente realizados durante un periodo de tiempo determinado y siempre que el acto tuviera un móvil o intencionalidad política. Además se establecían los periodos de tiempo en los que se aplicaba la amnistía atendiendo a diversas circunstancias, entre ellas a los progresos que se iban realizando en la transición desde la dictadura a la democracia.  Recordemos que el referéndum sobre la Ley para la reforma política se llevó a cabo el 15 de diciembre de 1976 y que la Ley 1/1977 de 4 de enero para la reforma política permitió la  celebración de las primeras elecciones democráticas el 15 de junio de 1977.

De esta forma,  en la Ley 46/1977 la amnistía abarcaba todos los delitos y faltas cometidos con intencionalidad política si se habían realizado antes del 15 de diciembre de 1976 pero solo a estos mismos actos realizados entre esa fecha y el 15 de junio de 1977  si además de la intencionalidad política se apreciaba el móvil de restablecimiento de las libertades públicas en España. Por último, se aplicaba también a los cometidos hasta el 6 de octubre de 1977 pero solo en el caso de que no hubieran supuesto una violencia grave contra la vida o la integridad de las personas. Es interesante destacar que también se amnistiaban expresamente los delitos de rebelión y sedición, así como los delitos y faltas cometidos con ocasión o con motivo de ellos, tipificados en el Código de Justicia Militar.

Además debemos subrayar que, según esta Ley, la aplicación de la amnistía correspondía exclusivamente a las autoridades judiciales cualesquiera que fuera el estado de tramitación del proceso y la jurisdicción competente, siendo por tanto los jueces los que debían apreciar la motivación política

En todo caso la distinción con el indulto estaba y está claro; como afirma el profesor Requejo aquí “en términos generales puede decirse que, así como la
amnistía supone el olvido de la comisión de un ilícito, el indulto garantiza su
recuerdo y sólo se traduce en la excusa -en principio, graciosa y no debida de
la penitencia, que de este modo resulta ser merecida pero perdonada” . De esta manera la amnistía es una medida de gracia que tiene carácter general en cuanto que se aplica a un colectivo de personas (normalmente por razones de tipo político) y elimina el ilícito, mientras que el indulto -regulado todavía por Ley de 18 de junio de 1870 aunque con modificaciones posteriores-  que puede ser total o parcial opera sobre la sanción o la pena, pero no sobre el ilícito. Además los indultos particulares se conceden caso por caso,  en atención a muy diversas circunstancias  de tipo personal (como puede ser la de facilitar la reinserción evitando la entrada en prisión por un delito cometido hace muchos años) y requieren la existencia de una condena penal firme.

Tras la aprobación de la Constitución Española queda prohibida la figura de los indultos generales, que es la que presentaría una mayor similitud con la amnistía en la medida en que no se aplica caso por caso sino a un colectivo de personas. Efectivamente el art. 62 i) CE los prohíbe cuando –al hablar de las facultades del Rey- señala que: le corresponde “ejercer el derecho de gracia con arreglo a la ley que no podrá autorizar indultos generales”.

Parece evidente que el encaje tanto de la amnistía como del indulto en un moderno Estado democrático de Derecho es un tanto problemática, y así lo ha destacado la doctrina, dado que el indulto se considera normalmente una prerrogativa del Ejecutivo para dejar sin efecto una condena judicial firme y la amnistía supone en la práctica una derogación de la normativa penal que se estaba aplicando hasta ese momento, lo que entraña cierta contradicción con los principios del Estado de Derecho.

En este blog precisamente hemos hablado mucho del indulto y del mal uso que se ha hecho del mismo por el Gobierno en casos como el de Alfredo Saenz o el de los responsables penales de la tragedia del Yak 62 o el del conductor kamikaze por ejemplo aquí  por suponer una especie de fraude al Estado de Derecho. Por el contrario, esta es la primera entrada que le dedicamos a la amnistía en nuestros casi 7 años de vida. Lo que no deja de resultar muy revelador del tipo de debates jurídicos que resultan necesarios en estos días donde (nos guste o no) se están cuestionando los fundamentos de muchos conceptos jurídicos que creíamos inmutables.

Pues bien, hemos visto que queda prohibida constitucionalmente la posibilidad de que la ley permita realizar indultos generales. Sin embargo, parece que –según la doctrina- sí  queda  abierta la posibilidad de que el Parlamento pueda aprobar una ley de amnistía en momentos excepcionales, en particular en aquellos momentos que algunos autores como Carlos Pérez del Valle definen como de “refundación política”. En ese sentido, entienden estos autores que el mismo legislador que podría aprobar una reforma del Código Penal podría también aprobar una regulación tendente a impedir la aplicación de los tipos penales vigentes. Parece razonable pensar que quien puede hacer lo más (modificar o suprimir los tipos penales) también puede lo menos, como sería “desactivarlos” en casos excepcionales. La excepcionalidad sería política, remitiendo a circunstancias en que aún estando vigentes las normas  penales correspondientes a determinados tipos penales se producen situaciones de grave conflicto o de confusión o de cambios bruscos en las necesidades de la política criminal que así lo aconsejen. El órgano encargado de apreciarla sería lógicamente el Parlamento.

No obstante conviene tener en cuenta que incluso en  el caso de una ley de amnistía ésta no podría alcanzar a todo tipo de delitos, en particular a aquellos delitos respecto a los que rige el principio de justicia universal o a aquellos delitos que no pueden prescribir, como ocurre con el delito de genocidio, dado que el propio Estado así lo ha acordado a través de los correspondientes tratados internacionales. En cambio, no habría inconveniente en que la amnistía alcance a cualesquiera otros delitos tipificados en el Código Penal y, en particular por lo que aquí nos interesa, a delitos con un componente político tan marcado como el ya famoso art. 544 del CP  que recoge el delito de sedición o el de rebelión del art.472.  El Código Penal constituye, como es sabido, la forma más intensa que tiene nuestro ordenamiento jurídico de proteger determinados bienes jurídicos; en este sentido el orden constitucional vigente, la Corona, la separación de poderes, el orden público, etc, etc son protegidos en casos extremos a través de los correspondientes tipos penales.

Con esto no queremos decir que una ley de amnistía para este tipo de delitos resulte deseable o conveniente políticamente; simplemente apuntamos a que jurídicamente sería posible la aprobación de una Ley por el Parlamento que otorgase una amnistía por este tipo de delitos. En todo caso lo que parece razonable es abrir un debate sobre la conveniencia de reformar el Código penal en alguno de estos supuestos ya que, con independencia de otro tipo de consideraciones, los tipos penales parecen anclados en conceptos y categorías más propias del siglo XX que del siglo XXI.

Dicho eso, hay que tener en cuenta que la ventaja de una ley amnistía sobre una reforma del Código Penal  es que la amnistía se produce de forma inmediata y con carácter retroactivo –más allá de los tradicionales principios que establecen la retroactividad de las normas sancionadoras más favorables o de las disposiciones transitorias que puedan explicitarlo así en determinados supuestos- alcanzando tanto a procesos judiciales concluidos hace muchos años como a los nuevos procesos que se estén iniciando. Es decir, la amnistía afecta a un conjunto amplio de personas sea cual sea el estado de la tramitación del procedimiento judicial o incluso aunque haya finalizado hace tiempo. Desde esa perspectiva ofrece ventajas sobre cualquier modificación puntual del Código Penal o sobre cualquier aplicación de la facultad de gracia a un caso particular para extinguir o disminuir la pena impuesta por los jueces.