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Calvario probatorio

Se amontonan los artículos sobre la reforma llamada del Sí es sí y sus efectos, y ahora nos toca la reforma de la reforma, nacida del miedo a la indignación popular y que, por ese pecado original, naufragará. No concurre una sola condición para parir una buena ley: es producto de los apretones electorales; conserva la falsa retórica de la ley actual a la vez que endurece las penas, ajustándolas a martillazos; no hay detrás ningún objetivo criminológico serio basado en un análisis sosegado de los datos reales. Y luego está la cháchara: cientos de opinadores opinando a todas horas sobre una materia en la que no manejan los conceptos más elementales, sin que esto les impida realizar afirmaciones categóricas sobre lo que había, lo que se modificó y la solución. Comprendo como nadie el hastío.

Por eso he pensado que es más interesante detenerme en un aspecto desaparecido del debate público, si es que alguna vez estuvo ahí. La ley importa, claro, pero la quincalla demagógica sobre el mágico avance que se supone acaba de lograrse oculta una realidad desagradable conocida solo por algunos profesionales y que padecen los ciudadanos que toman contacto con ella. Un juicio penal es un asunto asqueroso siempre, porque siempre lo protagoniza una víctima que sufre. Usted seguro que inmediatamente ha pensado en la víctima del delito que es objeto de acusación en ese juicio. Si es así, ha olvidado que a veces la víctima es el acusado que no es responsable de delito alguno. Ambos son víctimas; ambos merecen un proceso que mantenga todas las alarmas, todas las precauciones. Pero ambos tipos de víctimas deberían ser desiguales en un aspecto contraintuitivo.

Solemos narrar el delito y su castigo como algo que sucede en fases: primero hay un hecho lo suficientemente grave como para que se castigue penalmente a su autor; más tarde hay un proceso formalizado para delimitar el alcance del castigo. Esta narrativa es vieja como el mundo. Primero la indignación por el mal; después el castigo basado en la autoridad. Pero es errónea. Han sido precisos siglos de excesos para crear un aparato discursivo que desconfíe de la autoridad, de la indignación popular y de las prisas por castigar. Su creación más extraordinaria es la presunción de inocencia. Que la evolución civilizatoria haya forzado a transitar desde la respuesta natural y primaria frente a la acusación hasta la concesión al «malvado» de una ventaja capital demuestra la trascendencia del peligro, pero su carácter artificial es su debilidad; por eso es siempre la primera víctima de cualquier involución, a veces de involuciones que el mainstream vende como progreso.

Lo hemos visto con la cultura de la cancelación y el me too. Lo vimos con el simplismo en la descripción y tratamiento de la violencia doméstica, y la respuesta penal desigual basada en identidades grupales, un anatema para cualquier idea de derecho civilizado y racional. Lo estamos viendo de nuevo con el discurso en esta materia. No solo por el ascenso del punitivismo, empujado con fuerza desde los extremos —de la derecha que basa su respuesta única frente al crimen en el castigo y desde la izquierda empeñada en imponer su planteamiento ideológico como diagnóstico— sino por ese discurso que ve en la presunción de inocencia un obstáculo y no un bien precioso.

De hecho, la expresión «calvario probatorio» ya mina los cimientos de la presunción de inocencia. La idea que subyace es la antes indicada: hay una víctima de un delito y hay que facilitar que el mal que ha sufrido no se incremente en el proceso posterior. Esa idea, a la que se apuntan tantos y tan buenos «padres de familia», es natural, pero en los que han de guiarnos es síntoma de pereza y de ausencia de la autocontención y prudencia de que deben hacer gala los mejores. La idea correcta es la contraria: el proceso penal tiene por objeto saber si se ha producido un delito y, solo entonces y en tal caso, si puede atribuirse a alguien concreto. La prueba con todas sus garantías no solo es imprescindible, sino que es la puerta que nos permite pasar de una situación formal de no delito a una situación formal de delito que justifique la sanción de la colectividad. En la práctica cotidiana este desiderátum puede desenvolverse mejor o peor, y la falibilidad de las instituciones humanas precisa de mecanismos constantes de corrección que nunca impedirán del todo los errores y el sufrimiento. Pero no hay un sistema alternativo que no suponga un retroceso civilizatorio.

Una relación sexual consentida entre adultos nunca debe ser típica porque no es dañina y es consustancial a los seres humanos. Un homicidio en defensa propia sí es dañino, pero está justificado y eso lo hace impune. De ahí que la clave de bóveda no sea el consentimiento sin más, sino «algo más». La prueba tiene que contemplar la denunciada relación inconsentida como un todo. Da igual que definamos el consentimiento o no; si no queremos crear una distopía en la que una conducta (que en este mismo momento en que usted lee esto está siendo realizada por cientos de millones de personas) sea delito o no dependiendo, no de cómo se ha producido, sino de una interpretación formal del consentimiento, tendremos que descender en cada caso concreto al qué, al dónde y al cómo y al qué, dónde y cómo que se puede probar. Ese proceso probatorio, que incumbe al que sostiene que hay delito, debe persistir. La víctima real seguirá sufriendo dos veces, primero por el delito, luego por el proceso, y lo más que podemos lograr es minimizar el segundo sufrimiento. Nunca evitarlo.

Pero aún hay otra vuelta de tuerca que nunca se considera y es la realidad del proceso probatorio en delitos que se producen en la intimidad y entre personas que han desarrollado entre sí alguna trama basada en la convivencia. El contacto sostenido entre seres humanos genera una red de afectos y malquerencias, intereses compartidos e individuales, relaciones económicas, comportamientos generosos y egoístas, relaciones cooperativas y de poder. Esa red incide en una cuestión capital. Si la prueba de la existencia y autoría de un delito se basa solamente en la declaración de la presunta víctima, estamos muy cerca de una inversión de la carga de la prueba. Represénteselo: la declaración testifical de la víctima por sí sola se parece mucho a la acusación por sí sola. El Tribunal Supremo buscó un punto de equilibrio: no negaba la validez de esa prueba aunque solía exigir elementos periféricos objetivos; más tarde la admitió como única prueba de cargo siempre que contase con tres requisitos: ausencia de incredibilidad subjetiva derivada de las relaciones entre acusado y víctima demostrativas de un posible móvil espurio (por ejemplo, la venganza, el resentimiento, la obtención de beneficios), la verosimilitud (es decir, la lógica interna de la declaración) y la persistencia en la incriminación, entendida en un sentido sustancial. Sin embargo, en la práctica, sobre todo en los delitos de violencia entre personas que son o han sido pareja, esta exigencia se fue relajando y admitiendo cada vez más excepciones o, cuanto menos, una interpretación menos exigente. La simple existencia de un tormentoso proceso de divorcio o separación no bastó para afectar al principio de incredibilidad, cuando es obvio para cualquiera que, de tratarse de cualquier otro delito, un conflicto mucho menor ya sería visto con enorme recelo.  ¿Por qué sucedió esto? Yo tengo una hipótesis: los tribunales, sometidos a una presión social extrema producto de los casos mediáticos de mujeres muertas a manos de sus parejas o exparejas (con denuncias previas desatendidas), nadaron a favor de corriente y decidieron solo absolver en casos en los que los fallos de la versión de la acusación resultaban muy evidentes. Esto es algo que percibe cualquier abogado defensor que haya llevado asuntos de esta naturaleza. De hecho, se extendió una práctica peligrosa, hoy en remisión: recomendar conformidades por la amenaza de condena pese a que el caso fuese uno de «su palabra contra la mía» para obtener el beneficio de la rebaja en el tercio. Hay una razón añadida que lo explica: esas conformidades llevaban aparejadas penas de prisión leves con alejamiento que no impedían un posterior acuerdo de custodia y solían suspenderse. La vía penal se usó a veces como una forma de resolver conflictos básicamente civiles. Hoy esa práctica disminuye porque las condenas en materia de violencia tienen legal y socialmente unas consecuencias que llevan a muchos acusados a no aceptar ese supuesto mal menor que era la conformidad (por ejemplo, en materia de custodia o relación con los hijos).

Ahora contemplen esta misma práctica extendida a delitos que llevan aparejadas gravísimas penas de prisión. Estos días he leído algunos extractos de sentencias de delitos contra la libertad sexual que contienen relatos en los que tribunales no aprecian violencia o intimidación (pese a tratarse de conductas a las que el «sentido común» si atribuye estas características) que indignan a muchas personas. Habrá entre los miles de sentencias algunas aberrantes (absolutorias y condenatorias), pero el error más habitual es extractar de entre las declaraciones de hechos probados partes del relato que se basan exclusivamente en la declaración de la víctima y que han sido negados por el acusado. Sí, a veces el tribunal no da por probada violencia o intimidación, pero suele ser porque ya ha tenido que dar un salto probatorio para dar por probada una relación inconsentida basándose exclusivamente en lo que la víctima afirma. Debería ser natural que los tribunales aumenten su exigencia cuando tienen que tomar decisiones que llevan a prisión a personas durante muchos años. Y no es extraña esta parcelación, porque muy a menudo esos mismos tribunales salvan inconsistencias, contradicciones e incluso falsedades de las declaraciones de las víctimas que podrían dar lugar a una absolución.

Esta es la clave. Si existe hoy en España una inclinación de los tribunales, lo es a favor de creer los testimonios acusadores frente a parejas o exparejas. Un abogado defensor de una persona acusada de un delito de violencia o contra la libertad en el que la prueba esencial o única es la declaración de la víctima (cuando hay relación previa habitual entre acusador y acusado) se encuentra no ante un calvario probatorio, sino ante un trabajo de Sísifo. En el mundo judicial real la presunción de inocencia se ha ido relajando por un desplazamiento de la carga de la prueba. El único camino, a menudo, para no tener que llegar a una casi prueba de los hechos negativos, ha sido cuestionar la narración de la acusación examinándola incisivamente, para encontrar inconsistencias y mentiras, si es que las hay. Y esa labor se hace además con extremo cuidado, precisamente porque, contra la narrativa dominante, los tribunales suelen en la práctica estar del lado de quien acusa, al menos hasta que en el proceso aparece alguna prueba de falsedad.

Por eso el discurso es populista y peligroso. Salvo que no importe, para meter a los agresores sexuales en la cárcel, que terminen allí muchos que no lo son. Esas personas también serán víctimas de una terrible injusticia. Si relajamos aún más los estándares —la ministra Montero ha llegado a plantear un escenario en el que no solo no se pregunte a la víctima si consintió, sino que sean los acusados los que tenga que declarar que se aseguraron de que había consentimiento, eliminando el derecho a no declarar contra uno mismo— esto pasará más de lo que pasa hoy. Pregunten entonces a ese acusado inocente cómo se siente al comprobar que el sistema (no la injusticia individual, sino una colectiva e institucionalizada) trabaja para llevarlo a prisión, cuando en abstracto a él le debería bastar con esperar que se prueben su autoría y culpabilidad. Pregúntenle por el calvario probatorio.

Los efectos del reconocimiento del derecho a la exoneración del pasivo insatisfecho en los procedimientos judiciales seguidos contra el deudor

La virtualidad de la exoneración del pasivo insatisfecho o régimen de segunda oportunidad es que el concursado insolvente persona física puede ver extinguido el pasivo  tras la ejecución del patrimonio o tras el cumplimiento de un plan de pagos. Esto significa que esas deudas exonerables que quedan pendientes se extinguen y el acreedor no podrá reclamarlas. Este es un efecto del auto de conclusión de concurso de persona física que decreta la exoneración.

Por lo tanto, concluido el concurso los acreedores no podrán iniciar procesos de ejecución contra el deudor que “ha limpiado” su historial de impagos. Esto es precisamente lo que dice el art. 490 del Texto refundido de la ley concursal : «los acreedores cuyos créditos se extingan por razón de la exoneración no podrán ejercer ningún tipo de acción frente el deudor para su cobro, salvo la de solicitar la revocación de la exoneración.» Como complemento a este artículo, el nuevo artículo 492 ter determina que la resolución en la que se acuerde la exoneración «incorporará mandamiento a los acreedores afectados para que comuniquen la exoneración a los sistemas de información crediticia a los que previamente hubieran informado del impago o mora de deuda exonerada para la debida actualización de sus registros.»

Hasta aquí la regulación parece clara. El problema es cuando hay una ejecución pendiente, cuando se declara el concurso y el juez mercantil concluye con un auto que declara la exoneración del pasivo. Es claro que tal ejecución se paraliza tras la declaración del concurso, pero cabe plantear lo que acontece cuando el concurso ha concluido. Pues bien, ni la redacción originaria ni la actual establecen que el tribunal que acuerda la exoneración deba dirigirse, a instancia del deudor o de oficio, a los juzgados en los que se tramiten o puedan tramitarse procedimientos judiciales contra el deudor por créditos exonerables.

El tema se agrava porque no queda muy claro en la nueva regulación de la exoneración qué créditos se ven afectados por la misma. Efectivamente, antes de la reforma operada por la Ley 16/2022, el art 497.1 TRLC establecía que la exoneración se extendía “a los créditos ordinarios y subordinados pendientes a la fecha de conclusión del concurso, aunque no hubieran sido comunicados e incluidos en la lista de acreedores. Pues bien, esta referencia expresa desaparece en la Ley 16/2022, pero el párrafo primero del artículo 489 parece claro al extender los efectos no a los créditos reconocidos en la lista de acreedores o incluidos en el auto de exoneración, sino a la totalidad de las deudas, salvo las enumeradas en el párrafo segundo, que se refiere a las no exonerables. Por lo tanto, la inclusión o no inclusión de un crédito en concreto en los hechos o parte dispositiva del auto acordando la exoneración no es un requisito formal exigible para la efectividad de la exoneración. Por eso el artículo 490 no hace referencia a los acreedores incluidos en un listado, sino a cualquier acreedor cuyos créditos se extingan. En suma, puede suceder que un crédito resulte exonerado, aunque no aparezca especificado en el auto de conclusión del concurso que decreta la exoneración.

El auto en el que se acuerda la exoneración del pasivo insatisfecho puede considerarse una resolución judicial meramente declarativa. Por lo tanto, no es posible la ejecución del mismo y el deudor no puede instar la ejecución judicial de la resolución conforme a las reglas del artículo 517 y concordantes de la Ley de Enjuiciamiento Civil (LEC). El artículo 521 de la LEC es claro: «No se despachará ejecución de las sentencias meramente declarativas ni de las constitutivas.» Así lo refleja la práctica judicial, rechazando el despacho de ejecución del auto de exoneración, y así lo corroboran algunas audiencias provinciales (por ejemplo, la Audiencia de Girona en resolución de 14 de enero de 2019 (ECLI:ES:APGI:2019:8-A).

            No es procesalmente correcto afirmar que el auto acordando la exoneración tiene efecto de cosa juzgada respecto de las reclamaciones que los acreedores puedan iniciar o reanudar contra el deudor en procedimientos declarativos o de ejecución. No concurre ninguno de los requisitos para entender que el auto de exoneración tenga un efecto directo sobre las reclamaciones actuales o futuras contra el deudor que afecten a créditos exonerables.

            Por lo tanto, el deudor tendrá que acudir, que personarse, en las reclamaciones judiciales que pudieran reanudarse o iniciarse tras la exoneración para alegar que la deuda reclamada se ha extinguido como consecuencia del auto de exoneración. Esta actuación corresponderá formalmente al deudor ya que el administrador concursal habrá sido cesado y sus cuentas se habrán aprobado, por lo que no tendrá ninguna competencia o facultad.

            En un concurso de acreedores en el que se hubiera designado administrador concursal y se hubieran abierto todas las piezas o fases del concurso, la declaración de concurso se hubiera publicitado convenientemente, el administrador concursal se hubiera dirigido a los acreedores conocidos, se hubiera elaborado una lista provisional de créditos concursales con su clasificación y cuantía que podría haber sido fiscalizada por los acreedores o por el propio deudor, se hubieran hecho las comunicaciones correspondientes a los juzgados y tribunales en los que se instaban ejecuciones pecuniarias contra el deudor, se habría publicitado conclusión del concurso y la rendición de cuentas del administrador concursal y, por último, se habría dado el traslado correspondiente de la petición de exoneración. Por lo tanto, los acreedores habrían tenido la oportunidad en distintos momentos del procedimiento de insolvencia no solo de conocer la situación del deudor, sino también la posibilidad de personarse e impugnar la lista de acreedores. Agotadas todas las fases del concurso, sería difícil aceptar que el acreedor ha quedado indefenso o que la exoneración se acuerda de manera sorpresiva. Concedida la exoneración y concluido el concurso, el juzgado tendría que comunicar las resoluciones correspondientes a los tribunales en los que se habían paralizado las ejecuciones del deudor y notificado a los acreedores la extensión de la exoneración del pasivo.

            Sin embargo, la práctica habitual en los concursos de personas naturales ha puesto de manifiesto que la insuficiencia inicial o sobrevenida de masa activa lleva a que la mayor parte de los procedimientos no lleguen ni tan siquiera a la fase común.  Además, en muchos procedimientos no se designa administrador concursal, por lo que no hay una lista de acreedores contrastada, sino un listado de créditos facilitado por el deudor en el que pueden no constar todos los créditos.  La Ley 16/2022 al regular el concurso sin masa o con masa insuficiente (artículo 37 bis y siguientes del TRLC) establece un procedimiento de declaración en el que se traslada a los acreedores la decisión de designar administrador concursal, habilitando un plazo de tiempo muy reducido para que los acreedores pendientes de las publicaciones oficiales (la norma no prevé una notificación personal de estas resoluciones a los acreedores) decidan sobre la conveniencia y los riesgos de designar un administrador concursal. Además, la norma no prevé la propuesta de administrador concursal para investigar sobre la insuficiencia de bienes o la corrección de la lista de acreedores.

 Tras la entrada en vigor de la Ley 16/2022 se ha constatado que un porcentaje muy elevado de peticiones de exoneración del pasivo insatisfecho se instan tras la petición de un concurso sin masa o con masa insuficiente, sin propuesta de designación de administrador concursal y con una lista de acreedores elaborada por el deudor y no sujeta a publicación alguna (lo que se publicita es el auto de declaración de concurso, con indicación expresa del total pasivo, pero no de la lista de acreedores que incorpora el deudor). En muchos casos los acreedores, incluso los que aparecen en casi todos los procedimientos, no tienen tiempo material ni capacidad organizativa para solicitar el nombramiento de administrador, o para comunicar el estado de su crédito (que puede haberse alterado cuantitativamente o transmitido a un tercero). Tampoco hay comunicación a los juzgados que pudieran estar tramitando reclamaciones contra el deudor.

  En este contexto, se dictará un auto acordando la conclusión del concurso y la exoneración definitiva sin más trámite que puede no tener incidencia en reclamaciones judiciales en concurso o nuevas reclamaciones de créditos exonerables.

Es cierto que nada impide al deudor solicitar un testimonio del auto de exoneración y plantear en los juicios declarativos o ejecutivos la extinción del crédito. Para articular esos medios de defensa normalmente tendrá que acudir representado por abogado y asistido por procurador, tendrá que plantear la oposición conforme a los plazos y formalidades del procedimiento judicial correspondiente.

No siempre será fácil que un deudor esté en disposición de conocer y asumir que el dictado del auto de exoneración del pasivo no cierra definitivamente las reclamaciones posibles. Se abren así nuevos laberintos judiciales por los que deberá manejarse un deudor normalmente exhausto y convencido del poder “mágico” del auto de exoneración.

La vía de la ejecución del auto de exoneración por el propio juez del concurso queda vedada por el artículo 521 de la LEC. No hay en la normativa concursal ninguna disposición que haga referencia al modo concreto en el que hacer efectiva la exoneración. Se podría forzar una interpretación flexible del artículo 521.2 de la LEC para solicitar al juez que acordó la exoneración que libre los mandamientos requeridos a los juzgados en los que se reanudaron ejecuciones o se iniciaron nuevas reclamaciones de créditos exonerados, aunque no hubieran sido formalmente relacionados en el auto de exoneración.

Quizás hubiera sido conveniente que, al ampliar el articulado de la exoneración, en el desarrollo del artículo 492, se hubiera incluido una disposición expresa que habilitara al tribunal que acordó la exoneración para que se dirija no sólo a los sistemas de información crediticia, sino también a cualquier autoridad judicial o no judicial que inicie o reanude reclamaciones para que concluya esos procedimientos, sin obligar al deudor a actuar en esas reclamaciones, evitando así el riesgo de que pudiera pasarse un plazo o se dejase de atender una formalidad procedimental o, simplemente, se encontraran con una autoridad judicial o administrativa que no acepta o no reconoce la exoneración. En definitiva, hubiera sido necesario habilitar un cauce procesal bien en la normativa concursal, bien en la normativa procesal ordinaria que dotara de un efecto inmediato y ex lege de la exoneración y su extensión, atribuyendo con carácter exclusivo y excluyente al juez del concurso la competencia para establecer qué créditos de los alegados por el deudor quedarían exonerados y cuáles no se exonerarían, conforme a los parámetros del nuevo artículo 489. Esta competencia exclusiva sí se reconoce en el nuevo artículo 499.2 del TRLC al juez del concurso en los supuestos de exoneración provisional por plan de pagos, pero nada se dice en los supuestos de exoneración definitiva, previa liquidación del patrimonio del deudor.

En suma, la reforma presenta carencias y desajustes en el ámbito procesal que los tribunales deberán superar vía interpretativa con el objeto de  que la exoneración del pasivo decretada sea efectiva.

¿Y si aplicáramos a la sanidad pública las recetas del Ministerio de Justicia para el «servicio público» justicia?

En los últimos tiempos se nos trata de imponer la errónea idea de que la Administración de Justicia no es un Poder del Estado, el tradicional Poder Judicial, sino un “servicio público” más, al estilo de la Sanidad o de la Educación. Los responsables del Ministerio de Justicia aún van más lejos y, en vez de contentarse con la consideración del Poder Judicial como un mero servicio público, ya hablan, en sus panfletos ministeriales, de transformar el “Ecosistema Justicia”, para hacerlo más accesible, eficiente y contribuir al esfuerzo común de cohesión y sostenibilidad, en un horizonte 2030.

Y para conseguir esta mejora sustancial del “Ecosistema” de togas y puñetas, se propugnan, como “bálsamo de Fierabrás”, tres tipos de medidas, que redundarán, según ellos, en una indudable mejora del servicio público justicia, mucho más cercano a la realidad social sobre la que se proyecta. En concreto, se proyectan tres programas de mejora en la eficiencia del servicio: 1) eficiencia organizativa; 2) eficiencia procedimental; y 3) eficiencia digital.

El primer programa para mejorar el servicio-ecosistema justicia, según esas fuentes ministeriales, el organizativo, consistiría, básicamente, en la transformación y agrupación de los juzgados unipersonales (por ejemplo los juzgados de primera instancia, civiles, o los juzgados de instrucción, penales) en un gran órgano jurisdiccional colegiado, denominado Tribunal de Instancia -uno por cada partido judicial- en el que se agruparán todos los Jueces, Letrados de la Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales) y demás personal auxiliar (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Organizativa del Servicio Público de Justicia).

El segundo programa es el de eficiencia procedimental, orientado a una mayor agilización de los pleitos, y se fundamentaría en exigir, con carácter previo al proceso jurisdiccional, el intento de un acuerdo “amistoso” a través de los denominados MASC (Medios Adecuados para la Solución de Conflictos, como la mediación, la conciliación, la transacción, etc., o cualquier otro medio que propicie el acuerdo. Sí, avezado lector, se habla de medios “adecuados”, como si la sentencia de un juez no fuera una forma “adecuada” de Administración de Justicia). Y para el justiciable que no se muestre lo suficientemente “colaborador” en la consecución de un acuerdo previo (aunque la otra parte le haya perjudicado gravemente, a causa de innegables ilícitos civiles) corre el riesgo cierto de ser condenado en costas, por “abusar” del servicio público, cuando podría haberse evitado el pleito con una actitud más conciliadora (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia).

En tercer lugar, hay otro programa dirigido a la transformación digital de la Administración de Justicia, sustituyendo la mayoría de los juicios y vistas judiciales en unas actuaciones telemáticas, mediante la generalización del uso de la videoconferencia, si los jueces lo consideran oportuno (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Digital del Servicio Público de Justicia).

Y algunos, pocos, de los que seguimos con interés esta evolución prelegislativa en materia de Justicia, reflexionamos y nos preguntamos, si estos van a ser los remedios infalibles para mejorar un servicio público colapsado: ¿por qué no aplicar las mismas “recetas” a otro servicio público también sobrecargado de trabajo, como es la sanidad, que tantas protestas y controversias está produciendo en los días que corren?

En este contexto, si se nos permite la ironía, y el “animus iocandi” (pidiendo disculpas de antemano, por la gravedad del asunto), ¿qué nos parecería si, por ejemplo, en Madrid, los responsables de la sanidad, o en Andalucía, copiaran el modelo de eficiencia del servicio público justicia diseñado por el Ministerio de Justicia, puesto que, al fin y al cabo, se trata igualmente de otro servicio público, y promovieran reformas legislativas de semejante proyección? La verdad es que no podemos ni imaginar la virulenta reacción que se produciría en gran parte de la ciudadanía, y con toda la razón, si se propusiera algo parecido a lo siguiente: en primer lugar, desde un punto de vista organizativo, imaginemos que en cada provincia desapareciera la distinción entre hospitales generales, hospitales intermedios, centros de salud de zona y los ambulatorios, y todos los centros sanitarios se unificaran, nominal y orgánicamente, en uno sólo (aunque cada uno mantuviera su sede física actual), denominado Hospital de Instancia Provincial, bajo la dependencia de un Director general nombrado políticamente, el cual pudiera redistribuir a su antojo todos los efectivos médicos, de enfermería y demás personal sanitario subalterno; por otra parte, en cuanto a la forma de acceso a los centros de salud, qué pensaríamos si se les impusiera a los usuarios del servicio público sanitario (por ejemplo, a los enfermos de la covid, a los heridos y contusionados menos graves, a los conductores que han sufrido un politraumatismo grave, o a aquel ciudadano que recibido un navajazo en la arteria femoral…) que antes de ser examinados por un médico de atención primaria, o por un médico especialista en traumatología, o antes de ser intervenidos de urgencia en un quirófano, debieran acreditar, documentalmente, que han intentado curarse previamente por sus propios medios o, al menos, que han acudido, sin haber obtenido la deseada sanación, a los MASC (Medios Adecuados de Sanación Cercana), tales como ir a una oficina de farmacia, o solicitar la intervención de un experto paramédico, acupuntor, curandero, etc. (todos los anteriores, por supuesto, habrán tenido que ser homologados previamente mediante la realización de cursos, o habrán obtenido unos certificados de calidad expedidos e impartidos por las autoridades sanitarias). Además, en caso de que los enfermos no hayan acreditado un verdadero empeño en evitar la visita al centro de salud o al hospital, o en caso de sobrevivir a la hospitalización y/o a la intervención quirúrgica, tendrían que pagar todos esos gastos sanitarios, por haber “abusado” del servicio público sanitario.

Finalmente, como tercera medida, se pretendería conseguir la descongestión hospitalaria mediante la utilización sistemática, salvo en los casos de intervenciones quirúrgicas y similares, de la videoconsulta médica. Esto es, la regla general será la atención al paciente por vía telemática, previa cita telefónica o a través de la página web habilitada al efecto. Sólo se accederá a la consulta médica presencial en los casos más graves, previamente autorizados por el Jefe Médico del Servicio de que se trate.

En definitiva, con la implementación de estas tres medidas, por supuesto, a coste económico cero, como viene siendo costumbre en la reforma de los servicios públicos, se acabaría con el problema de la congestión hospitalaria en poco tiempo, pero ¿cuál coste social? Pues bien, lo que nos parece una broma aplicado al servicio público sanitario, está pasando desapercibido porque el servicio público zarandeado es la Administración de Justicia, la “Cenicienta” de los servicios públicos, en la actualidad.

Nadie repara en la gravedad del asunto. No nos damos cuenta de que el maltrato sistemático a la Administración de Justicia, que es el Poder Judicial, repercute irremediablemente en una drástica disminución de la calidad del resto de los servicios públicos, dejando a los ciudadanos, sobre todo a los más necesitados, inermes ante las tropelías del poder político. ¿Dónde están los manifestantes?

 

Diez propuestas de reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil. A propósito del Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal

Actualmente se está tramitando en el Congreso de los Diputados el Proyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del servicio público de Justicia (Proyecto de Ley 121/000097), publicado en el Boletín Oficial de las Cortes en abril de 2022. Esta iniciativa legislativa del Gobierno se encuentra en fase de enmiendas al articulado, pudiendo presentar los diferentes grupos parlamentarios sus propuestas hasta el próximo 5 de octubre, salvo que la Mesa acuerde una eventual prórroga del plazo.

El Proyecto de Ley aborda cuestiones de diversa naturaleza y que afectan a aspectos tanto procesales como organizativos de la Administración de Justicia en sus diferentes órdenes jurisdiccionales. Pero aquí únicamente me referiré a algunas cuestiones estrictamente procesales que podrían abordarse con motivo de la amplia reforma de la Ley de Enjuiciamiento Civil (en adelante, “LEC”) que se pretende acometer:

1. Plazo de veinte días para la oposición a la apelación. El principio de igualdad de armas exige que el apelado disponga de un plazo para presentar la oposición al recurso, similar al plazo que tiene el apelante para interponer recurso frente a la sentencia, que es de 20 días. Con una mínima modificación del artículo 461, se corregiría esta anomalía procesal de difícil explicación y que contrasta con la equivalencia de plazos presente tanto en la primera instancia (demanda y contestación) como en los recursos de casación y extraordinario por infracción procesal.

2. Dos ideas para el juicio verbal: retorno de las conclusiones y eliminación del límite de la cuantía para recurrir. La expresión “podrá conceder” del artículo 447.1 de la LEC, introducida por la Ley 42/2015, de 5 de octubre, en la práctica, se ha traducido en la desaparición de la fase de conclusiones en la mayoría de los juicios verbales. Conviene corregir esta disfunción del proceso que no hace sino menoscabar el derecho a la tutela judicial efectiva de las partes.

Y lo mismo ocurre con el límite cuantitativo establecido en el artículo 455.1, que impide recurrir en apelación las sentencias dictadas en de juicios verbales por razón de la cuantía cuando ésta no supere los 3.000 euros. En un sistema de doble instancia plena como el español, en el que la segunda instancia se configura como un recurso de carácter ordinario, no existe justificación razonable para que los pleitos de escasa cuantía queden excluidos del recurso de apelación. El derecho de acceso a los recursos, integrando en el derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), exige que cualquier justiciable –sea cual sea el interés económico en juego– pueda tener acceso a un órgano de apelación para que revise su caso.

3. Plazo de diez días para la presentación de informes periciales. También podría ser interesante modificar, aprovechando esta reforma, los artículos 337 y 338 de la LEC para: (i) ampliar a diez días el plazo de antelación con que se deben presentar los informes periciales antes de la audiencia previa, el juicio o la vista, en el caso de los verbales; (ii) y eliminar la expresión “en cuanto dispongan de ellos”, a fin de ofrecer seguridad jurídica y remover de la Ley un elemento subjetivo de muy difícil prueba.

El plazo actual de cinco días –coincidente con los últimos días en que los abogados preparan la vista– se antoja especialmente reducido en asuntos de especial complejidad, dificulta el estudio detenido del informe pericial y, por tanto, puede poner en riesgo el derecho de defensa.

4. Garantía de oralidad del proceso en la fase de conclusiones. Aunque el artículo 433 de la LEC no lo prevé, se han generado la práctica de dar por finalizado el juicio, posponiendo el trámite de conclusiones a un momento posterior y por escrito. La adición de este trámite procesal no previsto en la Ley, supone “estirar” (más aún) el procedimiento, ya de por sí generalmente largo.

Esta práctica indeseada y contraria al espíritu de la Ley –que precisamente, como dice su Exposición de Motivos, pretendía “diseñar los procesos declarativos de modo que la inmediación, la publicidad y la oralidad hayan de ser efectivas”– podría evitarse mediante la adición de una prohibición expresa en el artículo 433 de la LEC, como apoyo a la suficientemente clara referencia “oralmente” del Apartado 2. Garantizar la oralidad de las conclusiones podría contribuir en muchos casos a agilizar el proceso, evitando dilaciones indebidas.

5. Aclaración del régimen de impugnación de la cuantía (fuera de los casos de inadecuación del procedimiento). La regulación procesal vigente no establece de manera clara el momento procesal en que el tribunal ha de resolver sobre el incidente de impugnación de la cuantía, fuera de los casos de inadecuación del procedimiento (art. 422 LEC). Por razones de seguridad jurídica y eficiencia, la audiencia previa –como acto procesal dirigido a depurar el proceso–, es el momento procesal óptimo para que el tribunal dicte resolución sobre la fijación de la cuantía, en todos los casos.

6. Recurso de reposición en la vista de medidas cautelares. La Ley 42/2015, de 5 de octubre, introdujo con acierto el recurso de reposición frente a las resoluciones sobre prueba en el juicio verbal (art. 446 LEC), olvidando sin embargo hacer lo propio con las resoluciones de esa misma naturaleza que se puedan adoptar en la vista de medidas cautelares. Para acabar con esta discrepancia y homogeneizar el régimen de recursos, bastaría con modificar el artículo 734.3 de la LEC, a fin de establecer una remisión al régimen de recursos previstos para el juicio verbal.

7. Aclaración del régimen de condena en costas en la ejecución provisional. La regulación vigente de la ejecución provisional de sentencias ha dado lugar a interpretaciones dispares en materia de imposición e costas, en ocasiones dando lugar a situaciones manifiestamente injustas. A fin de clarificar la cuestión sería conveniente modificar el artículo 527.3 de la LEC, para que el ejecutado disponga por ley de un plazo determinado (que podría ser de 20 días), a contar desde la notificación del auto por el que se despacha ejecución, para cumplir voluntariamente la sentencia, sin condena en costas.

8. Dos precisiones sobre el régimen de aclaración y complemento. Sería conveniente también resolver desde un punto de vista normativo la contradicción existente entre el artículo 267.9 de la LOPJ y el artículo 215 de la LEC, optando claramente por un régimen de interrupción (y no de suspensión) de los plazos para recurrir. Por otra parte, con el objeto de evitar dilaciones indebidas en el proceso y adecuar la ley a la interpretación mayoritaria de las audiencias provinciales, también podría ser interesante aclarar en la norma que el plazo no se suspende ni interrumpe en los casos de denuncia error material manifiesto o aritmético.

9. Suspensión del plazo para contestar con la presentación de declinatoria. Con un mínimo ajuste en la redacción del artículo 64 de la LEC, se podría aclarar que la suspensión del procedimiento tiene efectos desde el día en que se presenta la declinatoria (y no desde el día en que se ordena por el letrado de la Administración de Justicia), ofreciendo certidumbre a las partes sobre el cómputo del plazo para contestar a la demanda una vez resuelta la declinatoria.

10. Extensión máxima de escritos y resoluciones judiciales. Dejo para el final una cuestión que sin duda divide a los profesionales del Derecho y especialmente a mis compañeros letrados. Pero tras la exitosa implementación de los acuerdos no jurisdiccionales adoptados por la Sala Primera del Tribunal Supremo (27/1/2017) y la Audiencia Provincial de Madrid (19/9/2019), en materia de casación y apelación, respectivamente, creo que podría ser interesante abrir el debate sobre la necesidad de establecer límites de extensión para el resto de escritos procesales y, por qué no, también para las resoluciones judiciales.

Los textos largos y reiterativos además de contribuir al actual colapso de la Justicia (entre otros muchos factores), dificultan la adecuada comprensión de los asuntos. En este sentido, podría impactar positivamente en la eficiencia y calidad de la Justicia (i) establecer límites máximos de extensión de escritos y resoluciones, salvo en aquellos pleitos que presente una especial complejidad, por razón de los hechos o de las cuestiones jurídicas planteadas; y (ii) hacer obligatoria la incorporación de resúmenes en aquellos casos en que se excedan esos límites.

En principio, todo parece indicar que la iniciativa parlamentarme podría convertirse en Ley a finales de este año o principios de 2023 (aunque cualquier escenario es posible en el momento político actual). Con motivo de la inminencia de su aprobación, pero sobre todo teniendo en cuenta que todavía cabe la presentación de enmiendas por parte de los grupos parlamentarios, es el momento oportuno para poner sobre la mesa ideas destinadas a mejorar determinados aspectos técnicos del proceso civil. Por el momento, someto estas diez propuestas a debate en este foro.

El pleito testigo, la conformidad y la mediación de mecanismos de eficacia y eficiencia procesal (II)

Puede consultar la primera parte de este artículo Aquí:

Problemática en el Procedimiento del Tribunal del Jurado

En sede de Jurado, y, por lo que hace al límite penológico de los seis años para el dictado de una sentencia de conformidad, cabe significar que, «Como recuerda la sentencia del Tribunal Supremo de 20-3-2012, además de asegurar la celeridad procesal a niveles mínimos para la sociedad, la búsqueda del consenso es un imperativo ético-jurídico que puede venir apoyado por dos parámetros constitucionales: 1º) Que la obtención del consentimiento del acusado a someterse a una sanción implica una manifestación de la autonomía de la voluntad o ejercicio de la libertad y desarrollo de la propia personalidad proclamada en el artículo 10 de la Constitución. 2º) Que el reconocimiento de la propia responsabilidad y la aceptación de la sanción implican una actitud resocializadora que facilita la orientación de reinserción social (art. 25.2 CE), y que en lo posible no debe ser perturbada por la continuación del proceso y el estigma del juicio oral. En definitiva, la conformidad es una institución que opera, no sobre el objeto del proceso sino sobre el desarrollo del procedimiento, posibilitando obviar el trámite del juicio oral por consecuencia del concurso de voluntades coincidentes. En el caso, está cumplida la triple garantía de la conformidad: consentimiento libre e informado del imputado que la presta (impuesto de sus consecuencias y de la firmeza de la resolución competente), ratificación asesorada de su abogado, y control de tipicidad y adecuación de la respuesta jurídica por el juez «. El fundamento tiene relevancia en la medida en que pone el acento de la conformidad no en el objeto del proceso penal sino en el procedimiento. Y con ello se precisa que la conformidad permite prescindir del juicio oral.

En el razonamiento segundo se dijo: » Por tanto, no existiendo problema de fondo en cuanto a la viabilidad de esta forma de crisis procesal en sede del Tribunal del Jurado -de hecho se prevé en el artículo 50 en materia de disolución-, y son de aplicación analógica las normas generales de la Ley de Enjuiciamiento Criminal (arts. 655 y 787, sin que lógicamente haya restricción cuantitativa, dado que el Magistrado-Presidente puede imponer la pena solicitada), lo procedente es aceptar la calificación refrendada por el Fiscal, la Acusación Particular, la Defensa y el acusado y pronunciar sobre la responsabilidad penal la correspondiente sentencia de conformidad«. Como puede observarse se ha prescindido de entrar en la dificultad que entraña el límite penológico pero, al mismo tiempo, se considera que la aplicación analógica de los artículo 655 y 787 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal justifican el dictado de la sentencia de conformidad, eso sí sin atenerse a ese límite. Se pone el acento, como resulta de los razonamientos expuestos, en la correcta formación de la conformidad.

En la sentencia de fecha 14 de junio de 2016, Procedimiento Jurado nº 5/95, (Audiencia Provincial de Barcelona), se razona que, «Sea como fuere, una primera y obligada reflexión, el escollo insalvable penológico que ha impedido plasmar la conformidad de consenso alcanzada por las partes intervinientes en este proceso, es decir, entre el Ministerio Fiscal, la Acusación Particular, la Acusación Popular y la Defensa del acusado, con su aquiescencia, habida cuenta la inviabilidad del instituto de la conformidad, en consideración a la pena finalmente pedida, de consuno, la de trece años y seis meses de prisión, pena aceptada por el acusado, dado que la previsión legal actual sólo posibilita la conformidad hasta el límite de pena situado en los seis años de privación de libertad”.

Ni que decir tiene que la conformidad deriva del principio del consenso, como instrumento o mecanismo de facilitación de la sentencia, siendo la misma alentada de consuno por las partes, por lo que, en principio, el planteamiento resulta respetuoso con el principio de legalidad, pero aquél óbice legal insalvable ha obligado a la constitución del Jurado, con una tramitación que se antoja innecesaria y con la repercusión de gastos que conlleva la conformación de todo Jurado, siendo ello contrario a las más elementales razones de economía procesal y material, por lo, diríase absurdo y oneroso que comporta tal conformación. En efecto, si la conformidad, por esencia, viene concebida por el legislador como un mecanismo para acelerar y simplificar el proceso penal, no se alcanza a comprender la limitación de pena de seis años de prisión para validar esa conformidad en sentencia, previa aceptación del acusado, asistido de su Letrado y con el informe favorable del mismo y de las demás partes concurrentes.

En el supuesto de autos, estaríamos ante un supuesto asimilable a la denominada por la doctrina autorizada culpabilidad de desenlace, aludida en la STSJ de Cataluña de fecha 10 de septiembre de 1997, en consonancia con el conocido «ple bargaining«, acuñado por el derecho anglosajón. EEUU, fruto de los acuerdos gestados entre las partes, producto, usualmente, de intensas negociaciones, en sintonía con las consideraciones contempladas en la Circular de la Fiscalía General del Estado 1/1998, de 8 de marzo. No se desconocen los eventuales riesgos que podrían suscitarse con el instituto de la conformidad ante elevadas peticiones de penas de prisión, pero no cabe soslayar que el acusado cuenta con la asistencia técnica y el asesoramiento adecuado de su Defensa letrada y el acuerdo con el control de legalidad del Ministerio Fiscal y del Magistrado Presidente del Tribunal.

Y se concluye que, «De «lege ferenda» sería harto deseable que se regule, se normativice, adecuadamente, la problemática que viene suscitando, en sede de procedimiento del Tribunal del Jurado, las conformidades en los distintos momentos procesales o fases de ese procedimiento especial y significadamente cuando las penas solicitadas superan los seis años de prisión. Desde la perspectiva económica, el elevado coste que supone la puesta en marcha de un Jurado justifica también la conveniencia de reformar el instituto de la conformidad para optimizar los escasos recursos con que cuenta la Administración de Justicia.

Por otra parte, no cabe duda de que la extensión de efectos de la sentencia y del pleito testigo conforman dos mecanismos procesales alumbrados por la LJCA y en materia tributaria, que podrían perfectamente extrapolarse al ámbito de la jurisdicción civil/ mercantil cuando se hubieren ejercido acciones individuales sobre condiciones generales de la contratación y hubiese recaído sentencia firme. La extensión de los efectos de esa sentencia testigo podría decidirse en un procedimiento sumario y contradictorio sin fase de prueba, por innecesaria, resolviéndose a medio de Auto cuando se trate de una misma situación jurídica.

Un aspecto que no debe orillarse es que con tal proceder se acrecentaría la llamada predictibilidad judicial y se contribuiría a la seguridad jurídica. No tiene sentido que el Tribunal Supremo, en Pleno, dicte una sentencia sobre cláusulas suelo, o sobre tarjetas revolving sentando doctrina, y las entidades financieras y Fondos de Inversión, recalcitrantes a cumplir con esos fallos, sigan obligando a los afectados a pleitear cuando las demandas de los clientes usuarios concernidas a las cláusulas suelo son estimadas en casi el 99 % de los casos, sin que se prevea por la ley un recargo de intereses disuasorios, como acontece con las aseguradoras renuentes al pronto atendimiento de las baremadas indemnizaciones derivadas de accidentes de tráfico, o no se les impongan multas por incurrir en manifiesta mala fe y temeridad procesal, forzando a los vulnerables usuarios a ejercer una demanda individual con el gasto que comporta que concluirá  indefectiblemente en una sentencia estandarizada favorable a sus intereses y además estableciendo que de tales pretensiones conozca un Juzgado de competencia provincial, con la pretendida excusa o pretexto de la cuestionable etiqueta de la especialización.

No hay que temer por la calidad de la justicia ni por una eventual merma hipotética del derecho a la tutela judicial efectiva cuando pretensiones idénticas (ya que sólo varían nombres, fechas y cantidades o tipo de interés) se resuelven, sistemáticamente, de la misma forma en sentencias clónicas, denominadas de rebaño.

Implantación de los MASC

Otro de los mecanismos que debe fomentarse es la implantación de Medios adecuados de solución de controversias (MASC) en los asuntos civiles y mercantiles que pueden coadyuvar en gran medida para la consecución de una justicia sostenible del servicio público de Justicia. Se trata de recuperar la capacidad negociadora de las partes rompiendo con la dinámica de sistemática confrontación, y a tal fin debería adjuntarse a la demanda el documento que acredite haberse intentado la actividad negocial previa a la vía judicial como requisito de procedibilidad, dotando de plena validez y eficacia el acuerdo alcanzado a través del MASC otorgándole la misma fuerza que si lo hubiese resuelto un juez. Es decir, con valor de cosa juzgada y con fuerza de título ejecutivo. Acuerdo que deberá ser elevado a escritura pública o bien homologado judicialmente cuando proceda.

Con esos mecanismos procesales, a buen seguro, se rendiría deseable pleitesía al principio de igualdad y se vería fortalecida la seguridad jurídica y afianzada la confianza del ciudadano en la Administración de Justicia. Es el reto de nuestro tiempo, la racionalidad de los recursos, la eficacia y eficiencia con la modernidad y con un servicio público de justicia sostenible.

¿Y si el cliente no quiere negociar? Reflexiones sobre el Anteproyecto de Ley de Medidas de Eficiencia Procesal

Imaginemos una situación que a buen seguro es habitual en cualquier despacho de abogados: un cliente al que se le adeuda una determinada cantidad de dinero quiere que le ayudemos a recuperarla, y al preguntarle si existe la posibilidad de llegar a un acuerdo simplemente nos contesta que no quiere negociar, quiere hacer valer sus legítimos derechos.

Llevar a buen término la decisión del cliente no sería un problema. Bastaría con buscar las alternativas procesales que maximizasen las posibilidades de cobrar en el menor tiempo posible la cantidad adeudada. Ahora bien, si esta misma situación ocurriese tras la entrada en vigor del Anteproyecto de Ley de Medidas de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia, el escenario podría cambiar sustancialmente.

En el citado Anteproyecto, aprobado por el Consejo de Ministros el pasado 15 de diciembre y cuyo trámite de audiencia pública concluyó en el mes de febrero, se prevé que las partes inmersas en un conflicto jurídico acudan, con carácter previo a la interposición de una acción judicial, a uno de los llamados “Medios Adecuados de Resolución de Controversias” (siguiendo el acrónimo empleado por el legislador, “MASC”).

Los MASC pueden ser definidos como cualquier tipo de actividad negocial a la que las partes de un conflicto acuden de buena fe con el objeto de encontrar una solución extrajudicial al mismo, ya sea por sí mismas o con la intervención de un tercero neutral.

En este sentido, el Anteproyecto tipifica varios MASC, como son:

  • la conciliación privada, en la que se requiere a una persona con conocimientos técnicos o jurídicos relacionados con la materia de que se trate para que gestione la negociación, al objeto de alcanzar un acuerdo conciliatorio con la parte a la que se pretenda demandar;
  • la oferta vinculante confidencial, que se refiere a la posibilidad de cualquiera de las partes de formular una oferta vinculante a la otra, quedando obligada a cumplir con su propuesta una vez la contraria la acepte; y
  • la opinión de experto independiente, que consiste en que las partes designen de mutuo acuerdo a un experto independiente que emita una opinión no vinculante respecto a la materia objeto de conflicto.

La regulación de los citados MASC puede resultar de utilidad para evitar determinadas tipologías de procedimientos. A modo de ejemplo, la opinión de experto independiente en un conflicto en el que el objeto de debate revista un marcado carácter técnico parece un medio idóneo para evitar un futuro procedimiento judicial. En el mismo sentido, la regulación de la oferta vinculante confidencial puede constituir un mecanismo adecuado para evitar procedimientos centrados en la valoración económica del objeto de debate.

Adicionalmente, para fomentar la utilización de los MASC, el Anteproyecto prevé la modulación del régimen actual de costas procesales, favoreciendo a la parte que ha hecho un uso eficaz de los MASC y perjudicando a quien ha rehusado negociar de forma injustificada.

Pues bien, es evidente que cualesquiera medidas legislativas cuyo objetivo sea fomentar la negociación y la reducción de procedimientos judiciales deben considerarse muy positivas y necesarias. Sin embargo, mayores dudas suscita la aplicación práctica del Anteproyecto cuando prevé obligar a cualquier persona que desee interponer una demanda judicial en el ámbito civil a que acuda previamente a un MASC.

Si el Anteproyecto entrase en vigor con la redacción actual, con carácter general, en las demandas civiles habría que acreditar que se ha acudido previamente a algún MASC. Esta acreditación se configura como un requisito de procedibilidad, por lo que su inobservancia podría dar lugar a la inadmisión de la demanda. No parece irrazonable preguntarse si la regulación prevista en el meritado Anteproyecto puede tener la virtualidad de dilatar, en algunos casos, la obtención de una tutela judicial efectiva.

Es por ello que las reformas previstas en el Anteproyecto nos llevan a plantearnos si existe, dentro del marco de esta posible futura norma, un derecho a no negociar o, dicho de otro modo, un derecho a exigir en los tribunales aquello que consideramos que legítimamente nos corresponde sin más dilaciones que las derivadas de un procedimiento judicial con todas las garantías.

Recordemos que el Derecho Procesal se fundamenta en la prohibición de autotutela. Dicho en palabras llanas: dado que el ordenamiento jurídico impide a los ciudadanos llevar a cabo por su cuenta actos violentos o coactivos para exigir o hacer valer sus derechos, se debe poner a su disposición un sistema de justicia eficaz que permita ver cumplidas sus legítimas expectativas. Y bajo esa perspectiva, cualquier norma que pueda dilatar, en la práctica, el legítimo acceso a la tutela judicial debe ser tomada en consideración con extrema cautela. Siguiendo la frase que suele atribuirse a Séneca: “Nada se parece tanto a la injusticia como la justicia tardía”.

Ciertamente, el fomento de métodos alternativos de resolución de conflictos así como el impulso a la negociación extrajudicial es loable e ineludible, pero ello no debería suponer un obstáculo para salvaguardar el derecho de quien decide acudir a la justicia sin dilaciones.

En este sentido, cabe reputar como positiva la modulación del régimen de imposición de costas para aquellas personas que previamente hayan acudido a uno de los medios adecuados de resolución de controversias previsto en el Anteproyecto de Ley, pero quizá habría que plantearse los problemas prácticos que puede llevar aparejados la obligación estricta de acreditar, con carácter general, que se ha acudido a dichos mecanismos como requisito de procedibilidad previo a la interposición de la demanda, siempre con la vista puesta en el derecho a obtener una tutela judicial efectiva.

Anteproyecto de la nueva ley de enjuiciamiento criminal

Con el anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal que salió a la luz volvemos a asistir una vez más a una iniciativa legislativa materializada, como suele ser costumbre con más sombras que luces. En este anteproyecto destaca una cosa por encima de las demás y es la atribución al Ministerio Fiscal de la instrucción, esta incesante voluntad política junto a la necesidad de expresar a la opinión publica un logro partidista ha sido lo que ha impulsado esta ley. Como consecuencia, nos encontramos con un anteproyecto parcheado, casposo, un compilado de borradores anteriores que además es totalmente obsoleto y anticuado con una estructura técnico procesal en algunos de sus puntos más propia del Paleolítico que de los tiempos actuales. Una ley que si llega a publicarse en estos términos nacerá vieja y desfasada.

Ya en su exposición de motivos este anteproyecto se refiere a las competencias de la instrucción de la siguiente manera:

“…la implantación de las Fiscalía Europea requiere, inevitablemente, la articulación de un nuevo sistema procesal, de un modelo alternativo al de la instrucción judicial que permita que el órgano de la Unión Europea competente asuma las funciones de investigación y promoción de la acción penal, al tiempo que una autoridad judicial nacional, configurada con el status de auténtico tercero imparcial, se carga de velar por la salvaguardia de los derechos fundamentales…”  Pues bien, si traemos a colación el artículo 2 de la Ley 50/1981, de 30 de diciembre, por la que se regula el Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal dispone: “El Ministerio Fiscal es un órgano de relevancia constitucional que personalidad jurídica propia, integrado con autonomía funcional en el Poder Judicial, y ejerce su misión por medio de órganos propios, conforme a los principios de unidad de actuación y dependencia jerárquica y con sujeción, en todo caso, a los de legalidad e imparcialidad.”

Por tanto, la atribución de la instrucción al Ministerio Público necesita una reforma profunda de su Estatuto Orgánico que garantice el consenso tanto por parte de la opinión pública como por parte de los otros poderes del Estado. Con este anteproyecto se ha comenzado la casa por el tejado, y sin ningún tipo de garantías previas.

Este cambio de timón es algo muy muy complejo a todos niveles, puesto que, para que pueda tomar cuerpo de manera eficaz y real, deben de involucrase distintas Administraciones Públicas con fuertes inversiones de gasto que, además, permitan asignar grandes partidas económicas que ayuden a la reestructuración de la planta judicial y a la reorganización de todo el organigrama del servicio público de Justicia. Este anteproyecto surge como una ley caprichosa que cegada por dar un nuevo mando a la investigación deja a un juez de garantías en una posición algo extravagante, del articulado para más inri se desprende claramente que no se sabe muy bien que hacer con él atribuyéndole casi cualquier competencia y dejando al Letrado de la Administración de Justicia en un limbo jurídico entre el Juez y el Fiscal olvidando en muchas actuaciones que el Fiscal no tiene atribuida la función jurisdiccional.

Sigue añadiendo en su exposición de motivos:

“…a la regulación y contenido de la actividad investigadora sigue, en el texto de la ley, la de su estructura procedimental. Con ella se da inicio al libro IV, íntegramente dedicado a la exposición secuenciada de las tres grandes etapas del procedimiento: investigación, el juicio de acusación y el juicio oral. Aunque el grueso de las novedades que se introducen en este ámbito comienza a hacerse evidente con motivo de la regulación de las indagaciones policiales previas, ya las normas dedicas a la denuncia revelan ciertos rasgos de modernidad y una línea directriz general de adaptación al contexto cultural y tecnológico de nuestro tiempo…”

Con un pequeño vistazo queda patente que esta no deja de ser más que una mera declaración de intenciones. La razón es simple: esta ley se articula con la idea base del puño y letra de antaño y con la extinción por completo del expediente judicial electrónico.

Este texto destaca por su marcado carácter antitecnológico y arcaico, como se desprende de casi todo su articulado. Se puede poner como ejemplo el artículo 321.1 párrafo primero que dispone: “1. La declaración de la persona investigada será consignada en un acta escrita en la que constarán la fecha, los nombres de los asistentes y el contenido de la misma…” ¿Manuscrito?

Cuando la Ley Orgánica del Poder Judicial en su artículo 230.3 dispone: “…Las actuaciones orales y vistas grabadas y documentadas en soporte digital no podrán transcribirse, salvo en los casos previstos en la ley…”, está haciendo una clara manifestación de intenciones: migrar hacia la tecnología e implementarla es una necesidad si queremos estar a la altura y no quedarnos atrás.

Este anteproyecto como digo nace totalmente desfasado, habla de actas escritas, transcripciones, testimonios del Letrado de la Administración de Justicia sobre actos en los que no interviene. Hay numerosos artículos, 150. 152, 321, 629…etc, donde se expresa constantemente la obligación, de grabar, levantar acta y transcribir. No tiene sentido, es contradictorio van en contra de los avances e intenciones de la Ley Orgánica del Poder Judicial y del proyecto de ley de Agilización procesal.

Desde el punto de vista estrictamente técnico-procesal, el texto hace aguas en todos y cada uno de sus artículos. Es un texto basado en un fondo y una voluntad política clara sin ningún tipo de calidad procesal que elimina y fulmina garantías constitucionales, como por ejemplo la Fe Pública. Esta, que es la garantía por excelencia en virtud de la cual los actos se consideran ciertos y reales, acaba totalmente extinguida y eliminada de un plumazo en este anteproyecto. Ello supone un ataque más a la seguridad jurídica del procedimiento. Más allá de eslóganes y propaganda, no es de rigor para una Democracia moderna y avanzada. Hay que cambiar la mentalidad y ser conscientes de que la virtualidad de la Administración de Justicia es necesaria. Este debe ser un texto procesal, de enjuiciamiento, y por tanto, tiene la obligación legal de centrarse en el trámite y en el procedimiento

Sin poner en duda la buena intención política de cualquier gobierno, no deja de ser significativo el empeño de este en abordar auténticas reformas procesales mastodónticas con la intención de mejorar nuestro Estado de Derecho, pero siempre con la premisa de hacerlo a coste cero y sin prácticamente inversión.  Esta propaganda de cara a la galería a lo único que contribuyen es a precarizar una Justicia que de por sí ya se encuentra muy mermada ante la falta de inversión.

La situación es complicada, la descentralización es un desastre para este servicio público agudizado por la falta de unidad, pero es hora que todos los operadores jurídicos remen en la misma dirección. Con un servicio público como es el de Justicia no debería hacerse política y mucho menos frivolizar con ello. Las necesidades de la Justicia son reales, pero son otras y las intervenciones tienen que ir dirigidas a consolidar nuestro Estado de Derecho, sanear nuestra democracia y proteger y garantizar la buena convivencia social.

Sobre la cláusula rebus sic stantibus y cómo “frenar” el procedimiento de desahucio

En esta película de ciencia ficción, escrita por el SARS-CoV-2 y dirigida por la COVID-19, la protagonista estrella en la categoría jurídico-procesal está siendo, sin lugar a dudas, la denominada cláusula “rebus sic stantibus”.

Para no repetir guiones –hay filmografía lo suficientemente sugestiva como para ver la misma película una y otra vez–, podéis consultar aquí el post publicado por Segismundo Álvarez el 17 de marzo de 2020, en el que explica con gran acierto el concepto y requisitos para la aplicación de esta doctrina jurisprudencial.

En lo que aquí nos interesa, lo relevante es que la aplicación de esta cláusula nos permitiría solicitar la modificación judicial de lo pactado en virtud de un contrato, en principio de tracto sucesivo y de larga duración. El ejemplo por excelencia es el contrato de arrendamiento de local de negocio.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el procedimiento ordinario, plenario, cuyo objeto es la modificación del contrato de arrendamiento coincide en el tiempo con el de desahucio, sumario, tendente a desalojar del local al inquilino que no ha satisfecho la totalidad de las rentas devengadas? En la disputa por la estatuilla, que en este caso es la estimación de una u otra demanda, no hay podio ni segundas posiciones: bien se modifica el contrato, bien se procede al desahucio. No tiene cabida el consuelo del “otro año será”.

En este tipo de situaciones existen herramientas legales para tratar de evitar un desahucio que, por su propia naturaleza, es prácticamente inminente, a diferencia de lo que ocurre con los procedimientos ordinarios, que tienden a dilatarse en el tiempo y cuya decisión final, en muchas ocasiones, acaba siendo recurrida ante la Audiencia Provincial correspondiente.

Por supuesto, si el arrendatario goza de capacidad económica suficiente, la mejor opción es la enervación del desahucio: consignar las cantidades devengadas mientras esperamos la respuesta del Juzgado que esté dirimiendo el pleito sobre la modificación del contrato. Esta opción es la única que no entraña riesgo alguno, salvo que con carácter previo a la demanda de desahucio se hubiera producido un requerimiento extrajudicial de pago conforme dispone el artículo 22.4 de la LEC. También cabe la posibilidad de instar la adopción de medidas cautelares, cuestión sobre la que hablaba Miguel Fernández Benavides en su post de 16 de septiembre de 2020 (ver aquí).

No obstante, lo habitual es que el arrendatario se encuentre en una situación precaria desde un punto de vista económico y que las medidas cautelares no lleguen -o lleguen tarde-, de manera que tendremos que buscar otras alternativas: la cuestión compleja y la prejudicialidad.

En cuanto a la cuestión compleja, ha sido definida por la jurisprudencia como aquella que hace tremendamente dificultosa o imposible la apreciación de la finalidad y trascendencia de las relaciones negociales.

En consecuencia, el criterio que mantienen nuestros juzgados y tribunales es que cuando concurren en la relación arrendaticia cuestiones que pueden revestir cierta complejidad, que van más allá del puro vínculo locativo, se produce un “desbordamiento” del cauce procesal de los juicios de desahucio, convirtiéndolos en inadecuados e improcedentes para dilucidar la contienda planteada a través de esta vía sumaria y privilegiada.

El procedimiento de desahucio es de conocimiento limitado respecto de las posibilidades de alegación, pues solamente permite al demandado/arrendatario alegar y probar el pago o la concurrencia de las circunstancias precisas para la enervación. Y es precisamente por ello que, según abundante jurisprudencia, este tipo de procesos son manifiestamente inidóneos para resolver cualquier cuestión compleja, como lo es la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus al contrato de arrendamiento.

De debatirse una cuestión compleja en el seno de un procedimiento sumario, se correría el peligro de producir indefensión o error y, sobre todo, de ocasionar con violencia jurídica la resolución del contrato arrendaticio sin las garantías de defensa e información que ofrecen los juicios declarativos.

Pero también existe una segunda herramienta procesal una vez que el arrendatario ya ha formulado demanda para la modificación del contrato y, estando pendiente de resolución, el arrendador insta el procedimiento de desahucio. En este caso, la solución pasa por acudir a la figura de la prejudicialidad, regulada en el artículo 43 de la LEC, y desarrollada y concretada por la jurisprudencia.

Una simple lectura del meritado precepto nos permite extraer los dos requisitos básicos de la prejudicialidad: (i) que exista una cuestión que constituya el objeto principal de otro proceso pendiente ante el mismo o distinto tribunal civil; y (ii) que no sea posible acumular los autos.

Por su parte, la jurisprudencia mayor ha determinado que cuando existe conexión entre dos procesos, de modo que lo que en uno de ellos se decida resulte antecedente lógico de la decisión de otro, entra en juego la prejudicialidad civil, cuya consecuencia no puede ser otra que la suspensión del curso de las actuaciones hasta que finalice el proceso que tenga por objeto la cuestión prejudicial (SSTS 20 de noviembre de 2000, 31 de mayo, 1 de junio y 20 de diciembre de 2005).

En nuestro caso, la concurrencia de los requisitos es evidente. Por una parte, existirá una demanda de juicio ordinario interpuesta por el arrendatario al objeto de solicitar una modificación del contrato, radicando la discusión en determinar cuál es la renta exigible al arrendatario. Y, por otra, resultará manifiesta la imposibilidad de acumular los autos, toda vez que el procedimiento de desahucio debe seguir los cauces sumarios del juicio verbal, mientras que la aplicación de la cláusula rebus al contrato de arrendamiento constituye, como adelantábamos, una cuestión compleja que necesita ser debatida en un juicio plenario.

No obstante lo anterior, es recomendable ser precavido: no sorprendería a estas alturas encontrar un disidente que, apartándose del criterio preestablecido, decida tratar cuestiones complejas en un breve corto en lugar de rodar la película que un guion de tal entidad merecería.

De hecho, son numerosos los Juzgados de Primera Instancia que en los últimos meses están aplicando la cláusula rebus en el seno del procedimiento sumario de desahucio para minorar la cuantía de las rentas devengadas durante el estado de alarma, si bien se trata de casos en los que no existía un procedimiento declarativo previo en el que se solicitase por el arrendatario la modificación del contrato.

En otro orden de cosas, no podemos dejar de hacer mención al Decreto-ley 34/2020, de 20 de octubre, aprobado por el Parlamento de Cataluña, cuya redacción parece otorgar al arrendatario la posibilidad de desistir del contrato de arrendamiento sin penalización en el caso de que las medidas de suspensión de la actividad se prolonguen más de tres meses en el transcurso de un año. En cualquier caso, esta última cuestión da para una miniserie aparte, que excede con creces del tiempo de visualización otorgado por los dignos lectores. Ahora sí: otra vez será.

 

Sobre el retraso desleal en el ejercicio de un derecho

El día 24 de abril de 2019, la Sala Primera del Tribunal Supremo dictaba una nueva Sentencia que contribuye a fijar la doctrina sobre el retraso desleal en el ejercicio de un derecho o de una acción. La sentencia 243/2019, cuya ponente fue la Excma. Sra. Doña María Ángeles Parra Lucan, analiza un supuesto en el que la acción se había ejercido un mes antes de que prescribiera la acción personal para la que estaba establecido un plazo de prescripción de 15 años, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 1.964 del Código Civil con anterioridad a su reforma.

El Tribunal Supremo revoca la Sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Vizcaya que apreció la existencia de un retraso desleal porque el periodo de inactividad del actor constituía un comportamiento capaz de sustentar la convicción de su conformidad o, al menos, permisividad y generar la confianza de la entidad demandada en que la acción no se iba a ejercitar. Desde el punto de la Audiencia Provincial, la inactividad durante un periodo cercano a los 15 años podría considerarse una conducta reveladora de la intención del titular de la acción de no interponer una demanda, especialmente para ciudadanos profanos en leyes.

Sin embargo, el Tribunal Supremo considera que el razonamiento esgrimido por la Audiencia Provincial de Vizcaya no es conforme con la doctrina sobre el retraso desleal, porque el mero retraso en el ejercicio de una acción, si no va acompañado de actos u omisiones concluyentes que permitan crear la convicción en el abandono de la acción por su titular, no es suficiente para apreciar aquel, pues de admitirse esta tesis los plazos de prescripción que establece el ordenamiento jurídico se podrían modificar y acortar.

Los requisitos exigidos por nuestra doctrina jurisprudencial para apreciar retraso desleal son: (i) omisión en el ejercicio del derecho o acción; (ii) inactividad o dilatado transcurso del tiempo y (iii) una confianza suscitada en el deudor nacida, necesariamente, de actos propios del acreedor que delatan una objetiva deslealtad. En este sentido se pronuncia la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 2 de marzo de 2017 (ROJ STS 794/2017), según la cual “su aplicación requiere, aparte de una consustancial omisión del ejercicio del derecho y de una inactividad o transcurso dilatado de un periodo de tiempo, de una objetiva deslealtad respecto de la razonable confianza suscitada en el deudor acerca de la no reclamación del derecho de crédito. Confianza o apariencia de derecho que debe surgir, también necesariamente, de actos propios del acreedor ( SSTS 300/2012, de 15 de junio y 530/2016, de 13 de septiembre ).”

Como señala la Sentencia citada, el retraso desleal consiste en un ejercicio extralimitado del derecho subjetivo que supone una contravención del principio de buena fe consagrado en el artículo 7 del Código Civil: “Para que el ejercicio de un derecho por su titular resulte inadmisible es preciso que resulte intolerable conforme a los criterios de la buena fe (art. 7 CC) porque, en atención a las circunstancias, y por algún hecho del titular, se haya generado en el sujeto pasivo una confianza legítima de que el derecho ya no se ejercía, de modo que su ejercicio retrasado comporta para él algún tipo de perjuicio en su posición jurídica (sentencias 352/2010 de 7 de junio, 299/2012, de 15 de junio, 163/2015, de 1 de abril, y 148/2017, de 2 de marzo)”.

Este ejercicio extralimitado se puede producir no solo cuando la ley establece plazos de prescripción o caducidad para el ejercicio de las acciones, sino también cuando el derecho se ejercita de forma tan tardía que vulnera la buena fe, de modo que el titular, con su actitud omisiva, ha generado la confianza de que dicho derecho no se hará valer.

La Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de diciembre de 2011 (ROJ STS 8594/2011) analiza la contravención de la buena fe como pieza angular del retraso desleal, y señala que la principal diferencia entre la prescripción y el retraso desleal es que, si bien ambas requieren que el derecho o la acción no se hayan ejercido durante un periodo dilatado de tiempo, en el retraso se requiere, además, que la conducta sea desleal, es decir, que haya generado en el deudor la confianza de que la reclamación no se producirá: “el art. 7.1 CC establece que «los derechos deben ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe«. La buena fe ha sido interpretada como principio general o como cláusula abierta, aunque en definitiva debe considerarse como un principio positivizado que impone deberes a los titulares de los derechos. En el art. 7.1 CC se recoge uno de los aspectos principales de las consecuencias de la buena fe y comporta determinar lo que deba entenderse por retraso desleal en el ejercicio del derecho.

Se enuncia diciendo que «un derecho subjetivo o una pretensión no pueden ejercitarse cuando el titular no se ha preocupado durante mucho tiempo de hacerlos valer y ha dado lugar, con su actitud omisiva, a que el adversario de la pretensión pueda esperar objetivamente que ya no se ejercitará el derecho«. En el derecho alemán surge la figura de la Verwirkung ,en cuya virtud resulta inadmisible que el derecho se ejerza con un retraso objetivamente desleal. Esta figura debe ajustarse a las tradicionales del derecho privado que se ocupan también, en cierto sentido, del aspecto del ejercicio retrasado y muy especialmente con la prescripción extintiva y la renuncia tácita. La doctrina indica que la figura del retraso desleal se distingue de la prescripción porque, si bien en ambas se requiere que el derecho no se haya ejercido durante un largo tiempo, en el ejercicio retrasado se requiere, además, que la conducta sea desleal, de modo que haya creado una confianza en el deudor, de que el titular del derecho no lo ejercería como ha ocurrido en este caso. Por otra parte, la renuncia tácita requiere de una conducta cuya interpretación permita llegar a la conclusión de que el derecho se ha renunciado.

En el derecho europeo aparece la buena fe en el sentido que se ha aludido en el art. 1.7 de los Principios UNIDROIT, en los arts. 1 :106 y 1:201 de los Principios del Derecho europeo de contratos y como señala el art. I.-1 :103 (2) del DCFR (Draf of Common Frame of Reference) , «en particular, resulta contrario a la buena fe que una parte actúe de forma inconsecuente con sus previas declaraciones o conducta, en perjuicio de la otra parte que había confiado en ellas» (trad. propia). Así como en el Derecho alemán, en el que la doctrina del retraso desleal encuentra su encaje en el §242 BGB, referido a la buena fe.”

En el supuesto al que se refiere la Sentencia de 24 de abril de 2019, uno de los argumentos utilizados por la entidad demandada (una entidad bancaria) fue la inexistencia de prueba documental que había sido eliminada dado el tiempo transcurrido, actuación que consideraba coherente dada la confianza suscitada de que el cliente no iba a reclamar. En este caso, el Tribunal Supremo alude a su propia doctrina jurisprudencial que exige que la entidad conserve toda la documentación relativa al nacimiento, modificación y extinción de los derechos y obligaciones que les incumben, al menos, durante el plazo de prescripción de las acciones (Sentencias 1046/2001, de 14 de noviembre y 277/2006, de 24 de marzo).

Ahora bien, debe entenderse que esta obligación de conservación de la prueba no es de aplicación cuando se aprecia la existencia de un retraso desleal en el ejercicio del derecho. Así lo ha entendido nuestra doctrina jurisprudencial, pudiendo citar la  Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 18 de mayo de 2012 (ROJ SAP M 10472/2012) que ha señalado que el retraso desleal supone una actuación por parte del acreedor que genera tal confianza en el deudor en que no se iba a ejercer la acción que realiza actuaciones irreversibles, como destruir documentación que le pueda servir para su defensa. Así, la Sentencia establece que “la doctrina del retraso desleal en el ejercicio de un derecho («verwirkung») exige que la dilación en la actuación, por causa imputable al interesado, aparezca como intolerable desde el criterio de la buena fe ( artículo 7 del C. Civil ) porque haya suscitado tal confianza en la otra parte en que ya no mediaría reclamación de aquél que hubiese procedido de modo irreversible (por ejemplo, no conservando ya documentación para su defensa, desprendiéndose de objetos litigiosos, comprometiendo sus bienes en la empresa, etc).”

En este mismo sentido, la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 6 de junio de 2008 (ROJ STS 2609/2008) considera que la inexistencia de prueba provocada por el retraso desleal no puede perjudicar al deudor, sino al acreedor que con su conducta ha creado la confianza legítima en que no se iba a producir la reclamación: “La prueba a cargo de los compradores es la entrega del dinero. Sucede que ello ha sido imposible probarlo por inexistencia de toda documentación bancaria o de otro tipo dado el dilatado tiempo transcurrido entre la fecha del otorgamiento de las escrituras (1976) y el ejercicio de la acción de nulidad (1998). Esa imposibilidad de prueba no puede perjudicarles, sino al actor, que ha demorado tanto tiempo su reclamación”.

De acuerdo con lo anterior, el mero transcurso dilatado del tiempo carece de relevancia a los efectos de alegar un retraso desleal en el ejercicio de un derecho si esta circunstancia no va acompañada de la demostración de una conducta por parte del acreedor que permita legítimamente al deudor creer que aquel no va a dirigirle una reclamación. Será necesario, por lo tanto, tener en cuenta las circunstancias de cada caso concreto para concluir si se puede sostener un comportamiento desleal por parte del acreedor que permita aplicar la doctrina analizada. Desde luego, la conducta del acreedor supone el análisis de un elemento subjetivo de difícil apreciación si no se manifiesta por actos exteriores y expresos que demuestren de forma inequívoca su voluntad de no ejercer el derecho o la acción, por lo que la aplicación de la doctrina de retraso desleal es siempre excepcional.

La deficiente tutela procesal civil de la posesión: una llamada a la “okupación” de inmuebles

En los últimos meses los medios de comunicación se han hecho eco de un incremento de casos de okupación[1] ilegal de inmuebles, aumento que se evidencia en los datos . El problema no tiene la misma magnitud en todo el país. De hecho, en Cataluña, las cifras son muy superiores a la media nacional. En este blog ya hemos hablado del tema desde una perspectiva general aquí  y desde el punto de vista penal aquí y aquí . También organizamos un debate que puede verse aquí. Yo me voy a ocupar de la tutela procesal civil del propietario frente a la posesión ilegítima del usurpador.

Resulta difícil de explicar a un propietario que el okupa pueda tener derecho a mantenerse en la posesión de un inmueble hasta que probablemente un año después de la okupación, el propietario logre echarle por orden judicial. Y si el propietario trata de expulsar al okupa por la fuerza, verá cómo el propio okupa pone al propietario en la calle. La tutela civil de la posesión trata de preservar la paz social y por ello, el art. 446 del Código Civil dice que “todo poseedor tiene derecho a ser respetado en su posesión; y, si fuere inquietado en ella, deberá ser amparado o restituido en dicha posesión por los medios que las leyes de procedimiento establecen”. Parece razonable que no podamos utilizar la violencia para defender nuestro legítimo derecho de propiedad, pero también lo es que el procedimiento para expulsar judicialmente al okupa sea rápido. De lo contrario, la normativa procesal actuará como “efecto llamada” a la okupación. Esto es lo que está pasando, tal y como voy a explicar en este post.

En este tema se evidencia de forma evidente cómo una pésima regulación puede incentivar actuaciones antijurídicas. Ya está mal que la ley no resuelva un problema, pero peor es que la propia regulación sea tan censurable que lo cree,  “invitando” al usurpador a ocupar un inmueble ajeno. Veamos por qué tristemente esto es así y por qué es urgente una reforma en el ámbito del proceso civil.

En primer lugar, cuando hablamos de “okupa” nos centramos en el caso del poseedor ilegítimo que carece de título para poseer, dejando fuera los casos similares en los que existió una relación jurídica previa entre el propietario, usufructuario o cualquier otra persona con derecho a poseer y el poseedor actual. La mayoría de estos casos se resuelven por la vía de la acción de juicio verbal por “desahucio por precario” prevista en el art. 250.1-2º LEC dirigida a recuperar la posesión “cedida en precario”. En el caso del okupa, no ha habido uso tolerado por el titular del derecho a poseer o por el propietario. Este proceso tiene naturaleza plenaria y no sumaria, por lo que la sentencia que se dicte pone fin al proceso y genera plenos efectos de cosa juzgada. No hay limitación de alegación y prueba y admite la discusión de cuestiones complejas que puedan surgir en el procedimiento. No obstante, no han faltado resoluciones judiciales que han permitido que se acuda a este procedimiento en el caso de los okupas.

Sí que vale para expulsar al okupa la acción prevista en el art. 250.1.4º LEC que regula la acción posesoria de recobrar la posesión (antiguamente denominado interdicto de recobrar). Protege a quien ha sido despojado de la posesión y se trata de una acción sumaria que se centra en el hecho posesorio que no produce efectos de cosa juzgada. Ello significa que no hay obstáculo a que se discuta el fondo del asunto en un posterior juiciodeclarativo ordinario, ya que la sentencia que en aquellos se dicte no tiene efectos de cosa juzgadamaterial.

La acción se sustancia por los trámites del juicio verbal y el plazo para ejercitar la acción es de un año desde el despojo (art. 439.1 LEC).

También hay que tener en cuenta la acción recogida en el art. 250.1.7 LEC y 41 LC. El titular de un derecho real inscrito demanda la efectividad de su derecho y le basta con aportar la certificación del Registro de la Propiedad frente a quien se oponga a su ejercicio sin título inscrito. El demandado tiene limitadas causas de oposición (art. 444 LEC).

Esta pluralidad de procesos tiene un problema común que es la duración del procedimiento de la cual se aprovecha el okupa que, consciente de la ilegalidad de su tenencia, se mantiene en el uso de la vivienda hasta que el propietario o poseedor legítimo obtenga una resolución judicial favorable. Durante ese tiempo vive gratis en el inmueble. La lentitud de la justicia y su colapso favorece la vulneración de derechos. No hay medidas cautelares en el marco del proceso de tutela de la posesión que permitan desalojar al okupa con carácter previo.

El legislador fue consciente de este problema y aprobó la Ley 5/2018, de 11 de junio, de modificación de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en relación a la ocupación ilegal de viviendas. En su preámbulo reconoce “ninguno de los cauces legales actualmente previstos en la vía civil, para procurar el desalojo de la ocupación por la fuerza de inmuebles, resulta plenamente satisfactorio y, en todo caso, se demora temporalmente de forma extraordinaria, con los consiguientes perjuicios de los legítimos poseedores de la vivienda, en muchos casos también con una difícil situación económica, personal o familiar”.

Hecho un adecuado diagnóstico parecía razonable esperar un tratamiento adecuado del problema. Pues no. Me explico.

La Ley 15/2018 añade un párrafo al art. 250.1.4º relativo a la acción posesoria de recobrar la posesión diseñando un sistema para recuperar inmediatamente la posesión sin necesidad de esperar a que concluya el proceso posesorio. El demandante que demuestre su derecho a poseer, puede solicitar la inmediata recuperación de la plena posesión de una vivienda a través de un trámite incidental que permite el rápido desalojo del ocupante. Solicitado por el demandante, en el decreto de admisión de la demanda se requiere a los ocupantes para que aporten en el plazo de cinco días “título que justifique su situación posesoria”.

Si el okupa no lo aporta, entonces el tribunal mediante auto ordena la entrega de la posesión al demandante. Contra este auto no cabe recurso. El sistema está bien pensado y ataca la causa del problema: permite el rápido desalojo para que no haya incentivos a la okupación aprovechando la dilación del procedimiento.

¿Dónde está el problema?

En primer lugar, en la restricción del ámbito de esta medida. Afecta solo a viviendas y no se pueden beneficiar de ella todos los propietarios, sino tan solo la persona física que sea propietaria o poseedora legítima por otro título, las entidades sin ánimo de lucro con derecho a poseerla y las entidades públicas propietarias o poseedoras legítimas de vivienda social. En todos los casos, el demandante debe haberse visto privado de la posesión sin su consentimiento. Quedan fuera las ocupaciones inicialmente toleradas para las que está pensado el juicio de desahucio por precario.

Quedan fuera las personas jurídicas privadas, bancos, inmobiliarias ¿Cómo se explica esta exclusión y esta discriminación entre propietarios? Se reconoce que el problema procesal está incentivando la ocupación ilegal y solo se resuelve en parte. A mi juicio, esta discriminación no está justificada y supone una invitación encubierta a la okupación y a que se resuelva el problema social de vivienda sobre las espaldas de los propietarios privados. Tampoco tiene sentido que los locales de negocio queden fuera. Esta discriminación legal no está, a mi juicio, justificada.

En segundo lugar, el problema que plantea la nueva regulación es que, para bloquear ese incidente de desalojo inmediato, el okupa debe aportar “título que justifique su situación posesoria”. Basta con que el okupa aporte un título “con apariencia de validez” para que se bloquee este incidente rápido de desalojo. Si el juez tiene dudas sobre la validez del título desestimará el incidente de desalojo y continuará con el procedimiento, dado que en el trámite incidental no hay vista oral ni contradicción. El objetivo del okupa de mantenerse en el uso del inmueble durante todo el periodo que dure el procedimiento, de nuevo, se ha conseguido. El hecho de que el auto que decreta el desalojo sea irrecurrible, hace que, a la más mínima duda, el juez desestime el desalojo. Como se puede comprobar, “hecha la ley, hecha la trampa”.

La rapidez del desalojo ilegal se convierte en el principal antídoto contra la okupación ilegal. Así lo han entendido en otros países que establecen sanciones eficientes y disuasorias. Medidas rápidas como es el caso de Gran Bretaña donde el propietario inicia el procedimiento rellenando un formulario por internet que se resuelve con gran celeridad. Otros países como Francia y Dinamarca tienen mecanismos rápidos de desalojo por autoridad administrativa.

Es necesario ampliar el ámbito de aplicación de la Ley 5/2018 y extender el uso de la medida cautelar también a personas jurídicas y a inmuebles distintos de vivienda y que se habilite trámite o vista  dentro del incidente de desalojo para evaluar la veracidad del título de forma que no se bloquee la medida con la simple presentación de un documento.

La ocupación ilegal no puede justificarse con base en el derecho a una vivienda digna, tal y como se explicó aquí. Los esfuerzos presupuestarios deben centrarse en la oferta de vivienda social y no es de recibo que se pretenda solucionar el problema con reformas legales que en realidad incentivan la okupación legal de viviendas excluyendo de tutela a determinados colectivos y haciendo uso de la lentitud en la administración de justicia como medio para lograr esos objetivos. La justicia que llega tarde no es justicia y, lo que es peor, a vece, como sucede en este caso, invita a la delincuencia. Que esto lo incentive un legislador es verdaderamente grave. De ahí que desde instancias internacionales se le haya dicho a nuestro Gobierno que debe proteger a los propietarios. Sin seguridad jurídica no habrá inversión y, además, no son los propietarios privados los que tienen que cubrir la necesidad social de vivienda de los colectivos vulnerables. La política social debe hacerse con dinero público y no privado. Lo contrario es puro populismo…

[1] Término ya admitido por la Real Academia Española https://dle.rae.es/okupar