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Sobre la cláusula rebus sic stantibus y cómo “frenar” el procedimiento de desahucio

En esta película de ciencia ficción, escrita por el SARS-CoV-2 y dirigida por la COVID-19, la protagonista estrella en la categoría jurídico-procesal está siendo, sin lugar a dudas, la denominada cláusula “rebus sic stantibus”.

Para no repetir guiones –hay filmografía lo suficientemente sugestiva como para ver la misma película una y otra vez–, podéis consultar aquí el post publicado por Segismundo Álvarez el 17 de marzo de 2020, en el que explica con gran acierto el concepto y requisitos para la aplicación de esta doctrina jurisprudencial.

En lo que aquí nos interesa, lo relevante es que la aplicación de esta cláusula nos permitiría solicitar la modificación judicial de lo pactado en virtud de un contrato, en principio de tracto sucesivo y de larga duración. El ejemplo por excelencia es el contrato de arrendamiento de local de negocio.

Sin embargo, ¿qué ocurre cuando el procedimiento ordinario, plenario, cuyo objeto es la modificación del contrato de arrendamiento coincide en el tiempo con el de desahucio, sumario, tendente a desalojar del local al inquilino que no ha satisfecho la totalidad de las rentas devengadas? En la disputa por la estatuilla, que en este caso es la estimación de una u otra demanda, no hay podio ni segundas posiciones: bien se modifica el contrato, bien se procede al desahucio. No tiene cabida el consuelo del “otro año será”.

En este tipo de situaciones existen herramientas legales para tratar de evitar un desahucio que, por su propia naturaleza, es prácticamente inminente, a diferencia de lo que ocurre con los procedimientos ordinarios, que tienden a dilatarse en el tiempo y cuya decisión final, en muchas ocasiones, acaba siendo recurrida ante la Audiencia Provincial correspondiente.

Por supuesto, si el arrendatario goza de capacidad económica suficiente, la mejor opción es la enervación del desahucio: consignar las cantidades devengadas mientras esperamos la respuesta del Juzgado que esté dirimiendo el pleito sobre la modificación del contrato. Esta opción es la única que no entraña riesgo alguno, salvo que con carácter previo a la demanda de desahucio se hubiera producido un requerimiento extrajudicial de pago conforme dispone el artículo 22.4 de la LEC. También cabe la posibilidad de instar la adopción de medidas cautelares, cuestión sobre la que hablaba Miguel Fernández Benavides en su post de 16 de septiembre de 2020 (ver aquí).

No obstante, lo habitual es que el arrendatario se encuentre en una situación precaria desde un punto de vista económico y que las medidas cautelares no lleguen -o lleguen tarde-, de manera que tendremos que buscar otras alternativas: la cuestión compleja y la prejudicialidad.

En cuanto a la cuestión compleja, ha sido definida por la jurisprudencia como aquella que hace tremendamente dificultosa o imposible la apreciación de la finalidad y trascendencia de las relaciones negociales.

En consecuencia, el criterio que mantienen nuestros juzgados y tribunales es que cuando concurren en la relación arrendaticia cuestiones que pueden revestir cierta complejidad, que van más allá del puro vínculo locativo, se produce un “desbordamiento” del cauce procesal de los juicios de desahucio, convirtiéndolos en inadecuados e improcedentes para dilucidar la contienda planteada a través de esta vía sumaria y privilegiada.

El procedimiento de desahucio es de conocimiento limitado respecto de las posibilidades de alegación, pues solamente permite al demandado/arrendatario alegar y probar el pago o la concurrencia de las circunstancias precisas para la enervación. Y es precisamente por ello que, según abundante jurisprudencia, este tipo de procesos son manifiestamente inidóneos para resolver cualquier cuestión compleja, como lo es la aplicación de la cláusula rebus sic stantibus al contrato de arrendamiento.

De debatirse una cuestión compleja en el seno de un procedimiento sumario, se correría el peligro de producir indefensión o error y, sobre todo, de ocasionar con violencia jurídica la resolución del contrato arrendaticio sin las garantías de defensa e información que ofrecen los juicios declarativos.

Pero también existe una segunda herramienta procesal una vez que el arrendatario ya ha formulado demanda para la modificación del contrato y, estando pendiente de resolución, el arrendador insta el procedimiento de desahucio. En este caso, la solución pasa por acudir a la figura de la prejudicialidad, regulada en el artículo 43 de la LEC, y desarrollada y concretada por la jurisprudencia.

Una simple lectura del meritado precepto nos permite extraer los dos requisitos básicos de la prejudicialidad: (i) que exista una cuestión que constituya el objeto principal de otro proceso pendiente ante el mismo o distinto tribunal civil; y (ii) que no sea posible acumular los autos.

Por su parte, la jurisprudencia mayor ha determinado que cuando existe conexión entre dos procesos, de modo que lo que en uno de ellos se decida resulte antecedente lógico de la decisión de otro, entra en juego la prejudicialidad civil, cuya consecuencia no puede ser otra que la suspensión del curso de las actuaciones hasta que finalice el proceso que tenga por objeto la cuestión prejudicial (SSTS 20 de noviembre de 2000, 31 de mayo, 1 de junio y 20 de diciembre de 2005).

En nuestro caso, la concurrencia de los requisitos es evidente. Por una parte, existirá una demanda de juicio ordinario interpuesta por el arrendatario al objeto de solicitar una modificación del contrato, radicando la discusión en determinar cuál es la renta exigible al arrendatario. Y, por otra, resultará manifiesta la imposibilidad de acumular los autos, toda vez que el procedimiento de desahucio debe seguir los cauces sumarios del juicio verbal, mientras que la aplicación de la cláusula rebus al contrato de arrendamiento constituye, como adelantábamos, una cuestión compleja que necesita ser debatida en un juicio plenario.

No obstante lo anterior, es recomendable ser precavido: no sorprendería a estas alturas encontrar un disidente que, apartándose del criterio preestablecido, decida tratar cuestiones complejas en un breve corto en lugar de rodar la película que un guion de tal entidad merecería.

De hecho, son numerosos los Juzgados de Primera Instancia que en los últimos meses están aplicando la cláusula rebus en el seno del procedimiento sumario de desahucio para minorar la cuantía de las rentas devengadas durante el estado de alarma, si bien se trata de casos en los que no existía un procedimiento declarativo previo en el que se solicitase por el arrendatario la modificación del contrato.

En otro orden de cosas, no podemos dejar de hacer mención al Decreto-ley 34/2020, de 20 de octubre, aprobado por el Parlamento de Cataluña, cuya redacción parece otorgar al arrendatario la posibilidad de desistir del contrato de arrendamiento sin penalización en el caso de que las medidas de suspensión de la actividad se prolonguen más de tres meses en el transcurso de un año. En cualquier caso, esta última cuestión da para una miniserie aparte, que excede con creces del tiempo de visualización otorgado por los dignos lectores. Ahora sí: otra vez será.

 

Sobre el retraso desleal en el ejercicio de un derecho

El día 24 de abril de 2019, la Sala Primera del Tribunal Supremo dictaba una nueva Sentencia que contribuye a fijar la doctrina sobre el retraso desleal en el ejercicio de un derecho o de una acción. La sentencia 243/2019, cuya ponente fue la Excma. Sra. Doña María Ángeles Parra Lucan, analiza un supuesto en el que la acción se había ejercido un mes antes de que prescribiera la acción personal para la que estaba establecido un plazo de prescripción de 15 años, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 1.964 del Código Civil con anterioridad a su reforma.

El Tribunal Supremo revoca la Sentencia dictada por la Audiencia Provincial de Vizcaya que apreció la existencia de un retraso desleal porque el periodo de inactividad del actor constituía un comportamiento capaz de sustentar la convicción de su conformidad o, al menos, permisividad y generar la confianza de la entidad demandada en que la acción no se iba a ejercitar. Desde el punto de la Audiencia Provincial, la inactividad durante un periodo cercano a los 15 años podría considerarse una conducta reveladora de la intención del titular de la acción de no interponer una demanda, especialmente para ciudadanos profanos en leyes.

Sin embargo, el Tribunal Supremo considera que el razonamiento esgrimido por la Audiencia Provincial de Vizcaya no es conforme con la doctrina sobre el retraso desleal, porque el mero retraso en el ejercicio de una acción, si no va acompañado de actos u omisiones concluyentes que permitan crear la convicción en el abandono de la acción por su titular, no es suficiente para apreciar aquel, pues de admitirse esta tesis los plazos de prescripción que establece el ordenamiento jurídico se podrían modificar y acortar.

Los requisitos exigidos por nuestra doctrina jurisprudencial para apreciar retraso desleal son: (i) omisión en el ejercicio del derecho o acción; (ii) inactividad o dilatado transcurso del tiempo y (iii) una confianza suscitada en el deudor nacida, necesariamente, de actos propios del acreedor que delatan una objetiva deslealtad. En este sentido se pronuncia la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 2 de marzo de 2017 (ROJ STS 794/2017), según la cual “su aplicación requiere, aparte de una consustancial omisión del ejercicio del derecho y de una inactividad o transcurso dilatado de un periodo de tiempo, de una objetiva deslealtad respecto de la razonable confianza suscitada en el deudor acerca de la no reclamación del derecho de crédito. Confianza o apariencia de derecho que debe surgir, también necesariamente, de actos propios del acreedor ( SSTS 300/2012, de 15 de junio y 530/2016, de 13 de septiembre ).”

Como señala la Sentencia citada, el retraso desleal consiste en un ejercicio extralimitado del derecho subjetivo que supone una contravención del principio de buena fe consagrado en el artículo 7 del Código Civil: “Para que el ejercicio de un derecho por su titular resulte inadmisible es preciso que resulte intolerable conforme a los criterios de la buena fe (art. 7 CC) porque, en atención a las circunstancias, y por algún hecho del titular, se haya generado en el sujeto pasivo una confianza legítima de que el derecho ya no se ejercía, de modo que su ejercicio retrasado comporta para él algún tipo de perjuicio en su posición jurídica (sentencias 352/2010 de 7 de junio, 299/2012, de 15 de junio, 163/2015, de 1 de abril, y 148/2017, de 2 de marzo)”.

Este ejercicio extralimitado se puede producir no solo cuando la ley establece plazos de prescripción o caducidad para el ejercicio de las acciones, sino también cuando el derecho se ejercita de forma tan tardía que vulnera la buena fe, de modo que el titular, con su actitud omisiva, ha generado la confianza de que dicho derecho no se hará valer.

La Sentencia del Tribunal Supremo de 12 de diciembre de 2011 (ROJ STS 8594/2011) analiza la contravención de la buena fe como pieza angular del retraso desleal, y señala que la principal diferencia entre la prescripción y el retraso desleal es que, si bien ambas requieren que el derecho o la acción no se hayan ejercido durante un periodo dilatado de tiempo, en el retraso se requiere, además, que la conducta sea desleal, es decir, que haya generado en el deudor la confianza de que la reclamación no se producirá: “el art. 7.1 CC establece que “los derechos deben ejercitarse conforme a las exigencias de la buena fe“. La buena fe ha sido interpretada como principio general o como cláusula abierta, aunque en definitiva debe considerarse como un principio positivizado que impone deberes a los titulares de los derechos. En el art. 7.1 CC se recoge uno de los aspectos principales de las consecuencias de la buena fe y comporta determinar lo que deba entenderse por retraso desleal en el ejercicio del derecho.

Se enuncia diciendo que “un derecho subjetivo o una pretensión no pueden ejercitarse cuando el titular no se ha preocupado durante mucho tiempo de hacerlos valer y ha dado lugar, con su actitud omisiva, a que el adversario de la pretensión pueda esperar objetivamente que ya no se ejercitará el derecho“. En el derecho alemán surge la figura de la Verwirkung ,en cuya virtud resulta inadmisible que el derecho se ejerza con un retraso objetivamente desleal. Esta figura debe ajustarse a las tradicionales del derecho privado que se ocupan también, en cierto sentido, del aspecto del ejercicio retrasado y muy especialmente con la prescripción extintiva y la renuncia tácita. La doctrina indica que la figura del retraso desleal se distingue de la prescripción porque, si bien en ambas se requiere que el derecho no se haya ejercido durante un largo tiempo, en el ejercicio retrasado se requiere, además, que la conducta sea desleal, de modo que haya creado una confianza en el deudor, de que el titular del derecho no lo ejercería como ha ocurrido en este caso. Por otra parte, la renuncia tácita requiere de una conducta cuya interpretación permita llegar a la conclusión de que el derecho se ha renunciado.

En el derecho europeo aparece la buena fe en el sentido que se ha aludido en el art. 1.7 de los Principios UNIDROIT, en los arts. 1 :106 y 1:201 de los Principios del Derecho europeo de contratos y como señala el art. I.-1 :103 (2) del DCFR (Draf of Common Frame of Reference) , “en particular, resulta contrario a la buena fe que una parte actúe de forma inconsecuente con sus previas declaraciones o conducta, en perjuicio de la otra parte que había confiado en ellas” (trad. propia). Así como en el Derecho alemán, en el que la doctrina del retraso desleal encuentra su encaje en el §242 BGB, referido a la buena fe.”

En el supuesto al que se refiere la Sentencia de 24 de abril de 2019, uno de los argumentos utilizados por la entidad demandada (una entidad bancaria) fue la inexistencia de prueba documental que había sido eliminada dado el tiempo transcurrido, actuación que consideraba coherente dada la confianza suscitada de que el cliente no iba a reclamar. En este caso, el Tribunal Supremo alude a su propia doctrina jurisprudencial que exige que la entidad conserve toda la documentación relativa al nacimiento, modificación y extinción de los derechos y obligaciones que les incumben, al menos, durante el plazo de prescripción de las acciones (Sentencias 1046/2001, de 14 de noviembre y 277/2006, de 24 de marzo).

Ahora bien, debe entenderse que esta obligación de conservación de la prueba no es de aplicación cuando se aprecia la existencia de un retraso desleal en el ejercicio del derecho. Así lo ha entendido nuestra doctrina jurisprudencial, pudiendo citar la  Sentencia de la Audiencia Provincial de Madrid de 18 de mayo de 2012 (ROJ SAP M 10472/2012) que ha señalado que el retraso desleal supone una actuación por parte del acreedor que genera tal confianza en el deudor en que no se iba a ejercer la acción que realiza actuaciones irreversibles, como destruir documentación que le pueda servir para su defensa. Así, la Sentencia establece que “la doctrina del retraso desleal en el ejercicio de un derecho (“verwirkung”) exige que la dilación en la actuación, por causa imputable al interesado, aparezca como intolerable desde el criterio de la buena fe ( artículo 7 del C. Civil ) porque haya suscitado tal confianza en la otra parte en que ya no mediaría reclamación de aquél que hubiese procedido de modo irreversible (por ejemplo, no conservando ya documentación para su defensa, desprendiéndose de objetos litigiosos, comprometiendo sus bienes en la empresa, etc).”

En este mismo sentido, la Sentencia de la Sala Primera del Tribunal Supremo de 6 de junio de 2008 (ROJ STS 2609/2008) considera que la inexistencia de prueba provocada por el retraso desleal no puede perjudicar al deudor, sino al acreedor que con su conducta ha creado la confianza legítima en que no se iba a producir la reclamación: “La prueba a cargo de los compradores es la entrega del dinero. Sucede que ello ha sido imposible probarlo por inexistencia de toda documentación bancaria o de otro tipo dado el dilatado tiempo transcurrido entre la fecha del otorgamiento de las escrituras (1976) y el ejercicio de la acción de nulidad (1998). Esa imposibilidad de prueba no puede perjudicarles, sino al actor, que ha demorado tanto tiempo su reclamación”.

De acuerdo con lo anterior, el mero transcurso dilatado del tiempo carece de relevancia a los efectos de alegar un retraso desleal en el ejercicio de un derecho si esta circunstancia no va acompañada de la demostración de una conducta por parte del acreedor que permita legítimamente al deudor creer que aquel no va a dirigirle una reclamación. Será necesario, por lo tanto, tener en cuenta las circunstancias de cada caso concreto para concluir si se puede sostener un comportamiento desleal por parte del acreedor que permita aplicar la doctrina analizada. Desde luego, la conducta del acreedor supone el análisis de un elemento subjetivo de difícil apreciación si no se manifiesta por actos exteriores y expresos que demuestren de forma inequívoca su voluntad de no ejercer el derecho o la acción, por lo que la aplicación de la doctrina de retraso desleal es siempre excepcional.

La deficiente tutela procesal civil de la posesión: una llamada a la “okupación” de inmuebles

En los últimos meses los medios de comunicación se han hecho eco de un incremento de casos de okupación[1] ilegal de inmuebles, aumento que se evidencia en los datos . El problema no tiene la misma magnitud en todo el país. De hecho, en Cataluña, las cifras son muy superiores a la media nacional. En este blog ya hemos hablado del tema desde una perspectiva general aquí  y desde el punto de vista penal aquí y aquí . También organizamos un debate que puede verse aquí. Yo me voy a ocupar de la tutela procesal civil del propietario frente a la posesión ilegítima del usurpador.

Resulta difícil de explicar a un propietario que el okupa pueda tener derecho a mantenerse en la posesión de un inmueble hasta que probablemente un año después de la okupación, el propietario logre echarle por orden judicial. Y si el propietario trata de expulsar al okupa por la fuerza, verá cómo el propio okupa pone al propietario en la calle. La tutela civil de la posesión trata de preservar la paz social y por ello, el art. 446 del Código Civil dice que “todo poseedor tiene derecho a ser respetado en su posesión; y, si fuere inquietado en ella, deberá ser amparado o restituido en dicha posesión por los medios que las leyes de procedimiento establecen”. Parece razonable que no podamos utilizar la violencia para defender nuestro legítimo derecho de propiedad, pero también lo es que el procedimiento para expulsar judicialmente al okupa sea rápido. De lo contrario, la normativa procesal actuará como “efecto llamada” a la okupación. Esto es lo que está pasando, tal y como voy a explicar en este post.

En este tema se evidencia de forma evidente cómo una pésima regulación puede incentivar actuaciones antijurídicas. Ya está mal que la ley no resuelva un problema, pero peor es que la propia regulación sea tan censurable que lo cree,  “invitando” al usurpador a ocupar un inmueble ajeno. Veamos por qué tristemente esto es así y por qué es urgente una reforma en el ámbito del proceso civil.

En primer lugar, cuando hablamos de “okupa” nos centramos en el caso del poseedor ilegítimo que carece de título para poseer, dejando fuera los casos similares en los que existió una relación jurídica previa entre el propietario, usufructuario o cualquier otra persona con derecho a poseer y el poseedor actual. La mayoría de estos casos se resuelven por la vía de la acción de juicio verbal por “desahucio por precario” prevista en el art. 250.1-2º LEC dirigida a recuperar la posesión “cedida en precario”. En el caso del okupa, no ha habido uso tolerado por el titular del derecho a poseer o por el propietario. Este proceso tiene naturaleza plenaria y no sumaria, por lo que la sentencia que se dicte pone fin al proceso y genera plenos efectos de cosa juzgada. No hay limitación de alegación y prueba y admite la discusión de cuestiones complejas que puedan surgir en el procedimiento. No obstante, no han faltado resoluciones judiciales que han permitido que se acuda a este procedimiento en el caso de los okupas.

Sí que vale para expulsar al okupa la acción prevista en el art. 250.1.4º LEC que regula la acción posesoria de recobrar la posesión (antiguamente denominado interdicto de recobrar). Protege a quien ha sido despojado de la posesión y se trata de una acción sumaria que se centra en el hecho posesorio que no produce efectos de cosa juzgada. Ello significa que no hay obstáculo a que se discuta el fondo del asunto en un posterior juiciodeclarativo ordinario, ya que la sentencia que en aquellos se dicte no tiene efectos de cosa juzgadamaterial.

La acción se sustancia por los trámites del juicio verbal y el plazo para ejercitar la acción es de un año desde el despojo (art. 439.1 LEC).

También hay que tener en cuenta la acción recogida en el art. 250.1.7 LEC y 41 LC. El titular de un derecho real inscrito demanda la efectividad de su derecho y le basta con aportar la certificación del Registro de la Propiedad frente a quien se oponga a su ejercicio sin título inscrito. El demandado tiene limitadas causas de oposición (art. 444 LEC).

Esta pluralidad de procesos tiene un problema común que es la duración del procedimiento de la cual se aprovecha el okupa que, consciente de la ilegalidad de su tenencia, se mantiene en el uso de la vivienda hasta que el propietario o poseedor legítimo obtenga una resolución judicial favorable. Durante ese tiempo vive gratis en el inmueble. La lentitud de la justicia y su colapso favorece la vulneración de derechos. No hay medidas cautelares en el marco del proceso de tutela de la posesión que permitan desalojar al okupa con carácter previo.

El legislador fue consciente de este problema y aprobó la Ley 5/2018, de 11 de junio, de modificación de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil, en relación a la ocupación ilegal de viviendas. En su preámbulo reconoce “ninguno de los cauces legales actualmente previstos en la vía civil, para procurar el desalojo de la ocupación por la fuerza de inmuebles, resulta plenamente satisfactorio y, en todo caso, se demora temporalmente de forma extraordinaria, con los consiguientes perjuicios de los legítimos poseedores de la vivienda, en muchos casos también con una difícil situación económica, personal o familiar”.

Hecho un adecuado diagnóstico parecía razonable esperar un tratamiento adecuado del problema. Pues no. Me explico.

La Ley 15/2018 añade un párrafo al art. 250.1.4º relativo a la acción posesoria de recobrar la posesión diseñando un sistema para recuperar inmediatamente la posesión sin necesidad de esperar a que concluya el proceso posesorio. El demandante que demuestre su derecho a poseer, puede solicitar la inmediata recuperación de la plena posesión de una vivienda a través de un trámite incidental que permite el rápido desalojo del ocupante. Solicitado por el demandante, en el decreto de admisión de la demanda se requiere a los ocupantes para que aporten en el plazo de cinco días “título que justifique su situación posesoria”.

Si el okupa no lo aporta, entonces el tribunal mediante auto ordena la entrega de la posesión al demandante. Contra este auto no cabe recurso. El sistema está bien pensado y ataca la causa del problema: permite el rápido desalojo para que no haya incentivos a la okupación aprovechando la dilación del procedimiento.

¿Dónde está el problema?

En primer lugar, en la restricción del ámbito de esta medida. Afecta solo a viviendas y no se pueden beneficiar de ella todos los propietarios, sino tan solo la persona física que sea propietaria o poseedora legítima por otro título, las entidades sin ánimo de lucro con derecho a poseerla y las entidades públicas propietarias o poseedoras legítimas de vivienda social. En todos los casos, el demandante debe haberse visto privado de la posesión sin su consentimiento. Quedan fuera las ocupaciones inicialmente toleradas para las que está pensado el juicio de desahucio por precario.

Quedan fuera las personas jurídicas privadas, bancos, inmobiliarias ¿Cómo se explica esta exclusión y esta discriminación entre propietarios? Se reconoce que el problema procesal está incentivando la ocupación ilegal y solo se resuelve en parte. A mi juicio, esta discriminación no está justificada y supone una invitación encubierta a la okupación y a que se resuelva el problema social de vivienda sobre las espaldas de los propietarios privados. Tampoco tiene sentido que los locales de negocio queden fuera. Esta discriminación legal no está, a mi juicio, justificada.

En segundo lugar, el problema que plantea la nueva regulación es que, para bloquear ese incidente de desalojo inmediato, el okupa debe aportar “título que justifique su situación posesoria”. Basta con que el okupa aporte un título “con apariencia de validez” para que se bloquee este incidente rápido de desalojo. Si el juez tiene dudas sobre la validez del título desestimará el incidente de desalojo y continuará con el procedimiento, dado que en el trámite incidental no hay vista oral ni contradicción. El objetivo del okupa de mantenerse en el uso del inmueble durante todo el periodo que dure el procedimiento, de nuevo, se ha conseguido. El hecho de que el auto que decreta el desalojo sea irrecurrible, hace que, a la más mínima duda, el juez desestime el desalojo. Como se puede comprobar, “hecha la ley, hecha la trampa”.

La rapidez del desalojo ilegal se convierte en el principal antídoto contra la okupación ilegal. Así lo han entendido en otros países que establecen sanciones eficientes y disuasorias. Medidas rápidas como es el caso de Gran Bretaña donde el propietario inicia el procedimiento rellenando un formulario por internet que se resuelve con gran celeridad. Otros países como Francia y Dinamarca tienen mecanismos rápidos de desalojo por autoridad administrativa.

Es necesario ampliar el ámbito de aplicación de la Ley 5/2018 y extender el uso de la medida cautelar también a personas jurídicas y a inmuebles distintos de vivienda y que se habilite trámite o vista  dentro del incidente de desalojo para evaluar la veracidad del título de forma que no se bloquee la medida con la simple presentación de un documento.

La ocupación ilegal no puede justificarse con base en el derecho a una vivienda digna, tal y como se explicó aquí. Los esfuerzos presupuestarios deben centrarse en la oferta de vivienda social y no es de recibo que se pretenda solucionar el problema con reformas legales que en realidad incentivan la okupación legal de viviendas excluyendo de tutela a determinados colectivos y haciendo uso de la lentitud en la administración de justicia como medio para lograr esos objetivos. La justicia que llega tarde no es justicia y, lo que es peor, a vece, como sucede en este caso, invita a la delincuencia. Que esto lo incentive un legislador es verdaderamente grave. De ahí que desde instancias internacionales se le haya dicho a nuestro Gobierno que debe proteger a los propietarios. Sin seguridad jurídica no habrá inversión y, además, no son los propietarios privados los que tienen que cubrir la necesidad social de vivienda de los colectivos vulnerables. La política social debe hacerse con dinero público y no privado. Lo contrario es puro populismo…

[1] Término ya admitido por la Real Academia Española https://dle.rae.es/okupar

Rebus sic stantibus y medidas cautelares: un salvavidas para los arrendatarios de locales de negocio

A raíz de la pandemia originada por el COVID-19, el decreto del estado de alarma y la paralización de la actividad económica que ha tenido lugar durante los últimos meses, no hemos parado de hablar sobre una figura jurídica que está tomando cada vez más fuerza en el día a día de los tribunales: la conocida como cláusula rebus sic stantibus. En el post del 17 de marzo, Segismundo Álvarez explica con gran acierto el concepto y requisitos para la aplicación de esta doctrina jurisprudencial  que permite, en ciertos casos, la modificación judicial de lo pactado en virtud de un contrato (ver aquí).

En el ámbito de los arrendamientos de local de negocio, el impacto de la crisis está siendo devastador. En un principio, lo fue debido a la suspensión obligatoria de la apertura al público por aplicación del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declara el estado de alarma, y sus prórrogas sucesivas. Pero una vez superada la fase inicial de paralización total y posterior desescalada, en lo que ha venido denominarse “nueva normalidad”, empezamos a constatar que no se está produciendo la recuperación esperada y que muchos sectores (retail, turismo, ocio y hostelería, entre otros) lejos de empezar a despegar, se están adentrando en una nueva fase de profunda crisis.

Muchos de los negocios que están sufriendo esta crisis de manera más severa se asientan sobre un contrato de arrendamiento, siendo el pago de un alquiler uno de los principales gastos asociados a su actividad económica. Y para la mayoría de esos negocios, las medidas aprobadas por el Gobierno no han servido (ni de lejos) para paliar su difícil situación, demostrándose durante estos meses que Real Decreto-ley 15/2020, de 21 de abril no era más que legislación “para la foto”, como ya vaticinaba Matilde Cuena a los pocos días de su aprobación (ver aquí).

Ante este panorama, muchos abogados de litigación nos hemos dedicado a negociar modificaciones de contratos durante los últimos meses, con el fin de evitar a toda costa el lento y tedioso camino de un procedimiento judicial. Fruto de las negociaciones, se han acordado quitas de deuda, aplazamientos, rebajas en el precio alquiler o incluso la sustitución de la renta fija por fórmulas dinámicas o de renta variable. Pero como la negociación no siempre termina en acuerdo y numerosas empresas ven peligrar su futuro, lo cierto es que muchos arrendatarios no están teniendo más alternativa que acudir al amparo de la Justicia.

Grosso modo, son dos las estrategias procesales que se están siguiendo en estos casos, en función de si el arrendatario tiene o no capacidad para seguir pagando la totalidad de la renta pactada: (i) en el primer caso, si se dan los requisitos legales de aplicación de la cláusula rebus sic stantibus, basta con iniciar un procedimiento declarativo para solicitar la modificación del contrato de arrendamiento para reequilibrar las prestaciones; (ii) en el segundo caso, es crucial solicitar medidas cautelares cuanto antes, ya sea con carácter previo o con la demanda principal, a fin de evitar –o al menos suspender– un posible desahucio o la ejecución de las garantías asociadas al pago de la renta (en la mayoría de los casos, avales bancarios).

Hasta ahora, la respuesta de los tribunales está siendo extraordinariamente positiva para los arrendatarios. Las escasas resoluciones que se han ido conociendo, todas ellas dictadas en el ámbito de las medidas cautelares, están dando la razón a los demandantes. Un ejemplo es el Auto del Juzgado de Primera Instancia núm. 1 de Valencia, de 25 de junio de 2020 (JUR2020202178), en el que se acuerda el aplazamiento cautelar del 50% de la renta mínima pactada en un contrato de arrendamiento de local de negocio.

La resolución mencionada se refiere al carácter notorio de la pandemia como hecho imprevisible que tiene una incidencia en el contrato de arrendamiento de local (en el caso enjuiciado, un hotel), señalando además (i) que la actual crisis no es comparable a una crisis económica al uso, derivada de los diferentes ciclos económicos; (ii) y que el riesgo de pandemia, como lo sería el de un conflicto armado, no puede entenderse asumido por las partes al tiempo de contratar, por más que las partes hubieran pactado una renta mínima garantizada y una renta variable en función de la facturación del negocio.

También resulta de interés el reciente Auto del Juzgado de Primera Instancia e Instrucción núm. 2 de El Prat de Llobregat, de 15 de julio de 2020 (JUR2020212761), en el que se acuerda la adopción inaudita parte (sin audiencia previa del demandado) de la medida cautelar consistente en la prohibición o suspensión temporal de la facultad de la arrendadora de ejecutar el aval a primer requerimiento otorgado para garantizar el cumplimiento de las obligaciones derivadas de un contrato de arrendamiento de local de negocio.

En un sentido aún más expeditivo, el Auto del Juzgado de Primera Instancia núm. 2 de Benidorm, de 7 de julio de 2020 (Proc. 601/2020), acuerda, también inaudita parte, la suspensión temporal del pago de la renta de un local debido a la crisis ocasionada por el COVID-19, así como la prohibición a la arrendadora de interponer demanda de desahucio o de reclamación de rentas durante la tramitación del procedimiento.

Con todas las cautelas y prudencia, podemos constatar que los juzgados de primera instancia se están mostrando favorables a dictar resoluciones que implican la modificación, a efectos cautelares, de contratos de arrendamiento de local de negocio –o garantías vinculadas a los mismos– cuyo equilibrio se ha visto fuertemente afectado por la crisis del COVID-19 y las medidas adoptadas a raíz de la misma. Y por el momento, todas coinciden en que la pandemia constituye, de manera notoria, un hecho imprevisible a los efectos de aplicación de la cláusula rebus sic stantibus.

Como es lógico, la valoración de la prueba que se realice en el procedimiento principal, caso por caso, determinará hasta qué punto la alteración de las circunstancias es sustancial y, por tanto, si puede dar lugar a la modificación del contrato de arrendamiento por haberse generado una situación de desequilibrio en las prestaciones. Pero mientras llegamos a ese escenario –y pasarán meses hasta que empiecen a llegar las primeras sentencias y años para que adquieran firmeza– las medidas cautelares son un instrumento procesal indispensable, un posible salvavidas para los arrendatarios que finalmente se vean abocados a la vía judicial.

Plazo material o plazo procesal; esa es la cuestión. Sobre el informe de la Fiscalía General.

Menudo revuelo se ha formado con el informe de la Fiscalía General del Estado que aboga por el reinicio del plazo de instrucción establecido en el art. 324 LECrim cuando se levante la suspensión de plazos y términos procesales impuesta por el Real Decreto 463/2020. Tan grande como sucinto es el documento.

En la confianza de que el malhadado precepto va a ser derogado próximamente, pretende anticiparse a la ansiada reforma con la puesta a cero del contador de la instrucción en todas las causas criminales, de manera que el legislador sorprenda a todos los jueces trabajando, sin prisas, porque al campo se le quitarán más pronto que tarde las puertas que le puso al proceso penal la Ley 41/2015.

Según el Real Decreto Ley 16/2020, los términos y plazos previstos en las leyes procesales que hubieran quedado suspendidos por el Real Decreto 463/2020 volverán a computarse desde su inicio (art. 2.1), y esto para todas las actuaciones procesales, cualquiera que sea la fecha de inicio del proceso (DT 1ª); “entre ellas y especialmente los plazos que para la fase de instrucción prevé el art. 324 LECrim”, añaden desde la C/ Fortuny de Madrid.

El error de cálculo es mayúsculo, porque olvidan que a lo que se refiere ese art. 2 es al “cómputo de los plazos procesales”, literalmente; y no a los plazos materiales. Mientras los primeros son los comprendidos en la DA 2ª del Real Decreto 463/2020, de los segundos se ocupó la DA 4ª. ¿O es que se aplicará ese criterio también a los plazos de la prisión provisional, a las intervenciones telefónicas o a la prescripción de delitos y penas? Porque, sin duda, estos también son “plazos previstos en las leyes procesales”. La respuesta es no, desde luego, porque estos plazos son materiales, como lo es también el plazo máximo de instrucción.

Plazos procesales son aquellos que nacen en el seno de un proceso, comienzan con una notificación, citación, emplazamiento o requerimiento y crean expectativas a las partes (STS núm. 804/2001, 25 de septiembre). Frente a ellos se encuentran los plazos materiales o civiles, de prescripción o caducidad, que son los relativos a acciones sustantivas y están preordenados a su ejercicio. En estos plazos se atiende al hecho objetivo de la falta de ejercicio de la acción a la que se vincula con ese lapso temporal.

Como la finalidad de la suspensión ordenada por el Real Decreto 463/2020 es que hibernen las actuaciones procesales pendientes y esperar a que todo se normalice para continuar con ellas, para evitar indefensión a las partes, impedidas por el confinamiento de ejercitar su labor postulante, es razonable que solo los plazos procesales se reinicien o restituyan “en aras de la seguridad jurídica” (Preámbulo del RDLey 16/2020). Incluso que se amplíen para facilitar que se interponga recurso contra las resoluciones que han ido dictándose durante el estado de alarma –los plazos están suspendidos pero no los procedimientos-.

Y es que el hecho de estar ordenado el proceso en unidades de tiempo cifradas en plazos, supone que cada actuación procesal haya de realizarse dentro del tiempo oportuno, so pena de no poder hacerlo con posterioridad. Como los plazos procesales abren expectativas y oportunidades cuyo transcurso es determinante, pues por principio no cabe restitución del término (preclusión), el confinamiento de la población trae de la mano a la suspensión de plazos y términos.

No ocurre lo mismo con los plazos materiales. Si su suspensión es razonable, dada cuenta de que el ejercicio de las acciones también está condicionado por el confinamiento obligatorio, el reinicio de ese plazo implicaría conferir una ventaja al titular de la acción frente a su oponente en la relación jurídica que subyace. Y esto no es ni lógico ni justo. Para ellos prevé el RD 463/2020 su reanudación.

El plazo máximo de la instrucción establecido en el art. 324 LECrim es un plazo preclusivo que se comporta de modo análogo a los plazos de prescripción y caducidad: está dirigido al ejercicio del ius puniendi del Estado; la validez de los actos de investigación se condiciona a que se practiquen o acuerde su práctica dentro del mismo; no se sujeta al régimen que para los plazos prevén los arts. 183 y 185 LOPJ o el art. 133 LEC, sino al contenido en el art. 5 CC–los seis meses se computan de fecha a fecha, sin exclusión de los días inhábiles- y el letrado de la Administración de Justicia no tiene potestad alguna para suspenderlo, como ocurre con los plazos procesales según dispone el art. 134.2 LEC. Es por tanto un plazo material.

La finalidad de este plazo no es solo evitar dilaciones innecesarias sino, sobre todo, paliar la desigualdad de las partes en el proceso penal, exigencias ambas del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías.

Desde la óptica constitucional, la transposición al proceso del derecho a la igualdad consagrado en el art. 14 CE se traduce en la garantía de igualdad de las partes. Desde un punto de vista dogmático, los medios de defensa y ataque deben ser equivalentes en cargas y expectativas. Aunque no está recogida en el art. 24.2 CE, la igualdad de partes ha sido puesta de relieve por el Tribunal Constitucional. La tutela judicial efectiva supone que la igualdad entre partes, propia de todo proceso en que estas existan, sea asegurada de forma que no se produzca desigualdad entre las mismas y consiguientemente indefensión. Y este resultado solo puede originarse cuando se sitúa a las partes en una posición de contradicción mediante el adecuado desarrollo de la dialéctica procesal.

Sin embargo en el proceso penal, como ponía de manifiesto la Exposición de Motivos de la LECrim, existe un desequilibrio entre partes derivado de la naturaleza del objeto del proceso –la averiguación del delito y castigo del culpable-, que no puede verse agravado con un proceso dilatado en el tiempo más allá de lo estrictamente necesario. Y es que la prolongación sine die de un procedimiento supone para el imputado, investigado o como quiera llamarse al sujeto pasivo del proceso penal, un excesivo sacrificio de sus derechos individuales en favor de un interés mal entendido del Estado en perseguir los delitos (Exposición de Motivos LECrim). Ya lo dijo Alonso Martínez: un dilatado proceso, acompañado muchas veces de la prisión preventiva, deja al afectado “por todo el resto de su vida en situación incómoda y deshonrosa”.

Como vemos, ya en 1882 era considerada esta práctica abusiva y vulneradora de los derechos del individuo. Así lo recuerda el Pleno del Tribunal Constitucional en el auto 108/2017, de 18 de julio: la existencia de un plazo de investigación, es una “opción normativa que entronca en una tradición legislativa secular de nuestro ordenamiento, pues ya la Ley de enjuiciamiento criminal de 1882, partiendo de la idea de que el procedimiento investigador (al que dio la significativa denominación de “sumario”) debía ser meramente instrumental -y, por ello, de duración breve- estableció un límite ordinario de un mes para la realización de las “labores instructoras”. De ahí que el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2011, al introducir plazos perentorios a la instrucción, afirmara recuperar “el espíritu originario del legislador de 1882, que concebía el sumario como una fase breve y puramente preparatoria. Sólo así puede asegurarse que las diligencias investigadoras no acaben gozando de un indebido valor probatorio”.

Lo justo es la reanudación de este plazo. El reinicio choca con su naturaleza y vulnera derechos fundamentales. Esperemos que agitación sirva de freno al documento de la Fiscalía General del Estado y no sea eco de un escándalo como el que provocó el torero Cagancho en Almagro aquella aciaga tarde de verano. Si el diestro trianero hizo lo que pudo, según dijo, que al menos los que ahora ocupan el palacete del Marqués de Fontalba y Cuba lidien este morlaco de forma más correcta que entonces.

La financiación de litigios y la necesidad de regulación

Como todo aquello que surge más allá de nuestras fronteras y acaba triunfando, la financiación de litigios –legal financing o third-party litigation funding– ya ha llegado a nuestro país, y lo ha hecho para quedarse. Esta práctica sumamente reciente en España, no es un concepto nuevo, pues existe desde mediados de la década de los 60, y desde entonces ha estado presente principalmente en países de cultura anglosajona. Durante este tiempo se ha ido expandiendo, primero entre los países de la antigua Commonwealth, y a la postre por todo el mundo.

En los últimos años, y a un ritmo moderado pero constante, distintos fondos dedicados a esta rama de la actividad financiera se han ido asentando en España, y a día de hoy son ya una realidad. Algunos de estos fondos que ya operan dentro de nuestras fronteras son Ramco, Rockmon o Therium, y han financiado pleitos de distinta índole, desde reclamaciones derivadas de la famosa venta del Banco Popular al Banco Santander por un euro, hasta pleitos masa derivados del cártel de camiones.

Esta práctica comienza con un exhaustivo proceso de due diligence en el que la entidad financiadora, o fondo, analiza entre otros extremos: la viabilidad de la reclamación y su previsibilidad de éxito, el tiempo promedio de resolución de la jurisdicción o institución arbitral competente, la solvencia del demandado o el atractivo económico calculado a partir de la relación entre las necesidades de financiación y la cuantía reclamada. En este proceso de análisis, están ganando un peso significativo las distintas herramientas de analítica jurisprudencial, que permiten comprobar datos, cifras y estadísticas de cada tribunal y que han experimentado una mejoría sustancial en cuanto a sus plataformas y prestaciones durante los dos últimos años.

Una vez concluido este proceso, y en caso de obtener un resultado favorable desde el punto de vista de los intereses del fondo, este se ofrece a sufragar el procedimiento judicial o arbitral, haciéndose cargo de los gastos derivados del mismo (abogado, perito, procurador, costas, etc.) a cambio de recibir un porcentaje de las ganancias en caso de pronunciamiento favorable.

Sin embargo, a pesar de la aparente sencillez e inocuidad de esta relación contractual, es en la letra pequeña del contrato y en la práctica cotidiana de esta actividad, donde pueden ponerse manifestarse los principales riesgos de la misma. Como siempre que surge por primera vez una herramienta o práctica disruptiva, con independencia del campo o sector profesional en que se enmarque, esta se granjea detractores y defensores a partes iguales. La financiación de litigios no es una excepción.

Así, encontramos por un lado a quienes la defienden a ultranza y ven en ella una herramienta más a disposición del justiciable para eliminar una de las mayores barreras al acceso de justicia: la económica. Sostienen que la financiación de litigios precisamente se configura como una opción de financiación especialmente interesante para la defensa de derechos e intereses en aquellos supuestos en los que por la naturaleza del caso, este lleva aparejado un elevado coste económico.

Por el contrario, no son pocos quienes ven en la financiación de litigios poco más que el último instrumento de especulación financiera y etiquetan esta práctica como especialmente perniciosa con los derechos del litigante. El principal argumento de quienes sostienen esta tesis, se centra en que en la medida en la que es un tercero quien se hace cargo de los gastos derivados del proceso, ello le sitúa en una situación privilegiada para conducir el devenir del procedimiento condicionando especialmente la labor del abogado.

La finalidad de este artículo, no es la de decantarse por uno u otro bando, lo cual requeriría sin duda un estudio mucho más profundo del fenómeno, sino sencillamente poner sobre la mesa el hecho de que a día de hoy, y a falta de una regulación específica, la practica de esta actividad puede entrañar serios riesgos desde la óptica de los derechos y garantías del justiciable.

Sin bien son múltiples y de distinta índole los potenciales riesgos aparejados a esta práctica, entiendo que la mayoría de ellos, o por lo menos aquellos de mayor entidad, se encuentran íntimamente ligados con la relación tripartita que se da entre fondo-abogado-cliente en este tipo de operaciones. Bajo mi punto de vista, uno de los mayores riesgos pivota entorno al hecho de que en la medida en la que es el fondo quien sufraga los gastos del pleito o arbitraje, incluidos los honorarios del abogado, principios como los de independencia o el de recíproca confianza, que deben regir toda actividad del abogado, pueden verse seriamente comprometidos.

Como apuntaba de inicio, la financiación de litigios cuenta con una trayectoria consolidad en países de tradición anglosajona, por lo que no es de extrañar que tribunales como los australianos, británicos o norte americanos, ya se hayan pronunciado con respecto a algunos de los aspectos más conflictivos de esta práctica. Así en supuestos como Oliver v Board of Governors , la Corte Suprema de Kentucky expresó su preocupación ante la potencial pérdida de independencia del abogado en el ejercicio de sus funciones cuando es un tercero quien financia el litigio.

No se trata por lo tanto de una cuestión baladí, sino todo lo contrario, es un tema que afecta a pilares esenciales sobre los que se asienta el ejercicio la abogacía, y que tienen como finalidad contribuir a garantizar la correcta tutela de derechos. Esta potencial amenaza a principios vertebradores del ejercicio de la profesión y por lo tanto a las garantías de la misma, se deriva en muchos casos de la ejecución práctica de esta herramienta.

Por ejemplo, prácticas tan típicas como que sean los propios fondos los que determinen quienes van a ser los abogados encargados de defender los intereses del litigante o que en la práctica estos fondos encarguen a un número reducido de firmas o especialistas los asuntos en los que participan, puede determinar que la lealtad debida del abogado no se halle con el cliente sino con el fondo. Porque, ¿hasta qué punto una promesa, más o menos velada, de remisión recurrente de asuntos del fondo al abogado no pone en riesgo la independencia de este? Especialmente, como puede ocurrir, en supuestos en los que la fuente mayoritaria o única de ingresos de un abogado o despacho, sean los pleitos que le son suministrados por el fondo.

O en esa misma situación, pero con respecto a otro derecho del cliente, ¿hasta qué punto puede el abogado cumplir con su obligación respecto al carácter secreto de las comunicaciones cuando el fondo le reclame ciertos documentos? Como apuntábamos, todas estas son cuestiones que no son triviales ni nimias y ya se han dado en otras jurisdicciones con mayor tradición de esta práctica, por lo que es de esperar que a medida que esta práctica se consolida en nuestro país, se vayan planteando.

Precisamente, en previsión de los posibles riesgos que entrañe esta práctica, el Centro Internacional de Arbitrajes de Madrid (CIAM), la institución llamada a ser referente del arbitraje internacional de nuestro país, destina uno de los artículos de su recién estrenado reglamento a esta figura. Pensando en el impacto innegable que está actividad tiene en la resolución de conflictos, y con la intención de aportar transparencia al proceso arbitral, el artículo 23 del citado Reglamento , establece el deber a las partes litigantes de informar al tribunal, a la parte contraria y al centro, cuando cualquiera de ellas cuenta con financiación de un tercero.

Sin duda una regulación en esa línea y en consonancia con la presente en los países de mayor tradición, es un mecanismo eficaz para paliar o evitar posibles abusos o injerencias indebidas propiciadas por esta práctica. Por ello, en lo que respecta a la configuración de la financiación, considero que presenta luces y sombras desde el punto de vista de los derechos del justiciable y puede conllevar conductas que pongan en riesgo cuestiones centrales del ejercicio de nuestra profesión.

Sin embargo, siendo plenamente consciente del potencial beneficio que puede suponer una práctica sana de esta herramienta, la solución pasa por que el Legislador siga la senda marcada por el Centro Internacional de Arbitral de Madrid, y trate de anticiparse estableciendo una regulación que dote de seguridad jurídica al conjunto de operadores del sector.

 

Vivienda con vistas al mar y error en el consentimiento. A propósito de la STS núm. 88/2020 de 6 de febrero

La sentencia que comentaremos suscitó gran interés poco antes de la llegada de la pandemia. Así titulaba la Sección de Tribunales de El País: «El Supremo anula la compra de un chalé porque perdió sus increíbles vistas al mar» (ver aquí). O la Vanguardia: «Le devuelven el dinero de la compra de un chalé de lujo por perder sus “increíbles vistas al mar”» (ver aquí). Tras los titulares, encontramos una resolución judicial interesante desde un punto de vista técnico y sobre la que merece la pena destacar los aspectos más relevantes: la STS (Sala de lo Civil, Sección1ª) núm. 88/2020 de 6 febrero (JUR 202050120), cuyo ponente ha sido D. Antonio Salas Carceller.

La cuestión casacional tiene su origen en un procedimiento iniciado por unos compradores de vivienda (consumidores) frente a la sociedad mercantil promotora-vendedora, solicitando la nulidad del contrato de compraventa y, subsidiariamente, la resolución del mismo por incumplimiento contractual. En esencia, los demandantes sostenían: (i) que adquirieron la finca debido las vistas al mar de que disponía y (ii) que la vendedora y sus comerciales les aseguraron que la altura prevista de la vivienda que se construyera enfrente no podrían privarles de esas vistas. Por tanto, según el planteamiento de la demanda, la información errónea facilitada por la vendedora habría provocado un error en el consentimiento prestado por los compradores.

Los demandantes ganaron el pleito tanto en la primera instancia como en apelación. De la sentencia dictada por la audiencia provincial –SAP Barcelona (Sección 13ª) núm. 600/2016 de 30 diciembre, JUR 2017197028– podemos extraer cuáles fueron las claves que explican, desde un punto de vista probatorio, el resultado del pleito. Tanto el Juzgado de Primera Instancia Número 12 de Barcelona como el tribunal de apelación llegaron a la misma conclusión: la información facilitada por la vendedora y la realidad fáctica llevaron a los compradores a la creencia errónea de que en la parcela situada enfrente de la casa no podría obstaculizar la vistas de las que ya disponía en el momento de su adquisición, dado que sólo se podía construir y se construiría una edificación compuesta de sótano y planta.

Las pruebas en que se basaron los tribunales de instancia para llegar la convicción de que los compradores formaron su consentimiento sobre la base de esa creencia errónea, fueron (i) la declaración testifical de la empleada de la empresa comercializadora, quién dio cuenta de la información facilitada verbalmente por la vendedora, pero sobre todo (ii) la prueba documental, consistente en la publicidad difundida en la página web y la restante documentación facilitada a los compradores (proyectos, licencias municipales obtenidas por la promotora, ofertas de venta de otras parcela, etc.).

También fue decisiva la realidad fáctica de la cosa, es decir, la propia existencia de las vistas de que disponía la vivienda en el momento de la formalización del contrato. Respecto de este particular, dado que el error en el consentimiento, para ser invalidante, ha de recaer sobre un elemento esencial del contrato, resultó fundamental la prueba testifical. El contrato de compraventa, como suele ser habitual en estos casos, no recogía expresamente el carácter de esencial de la existencia de las vistas al mar, por lo que la declaración de la empleada de la empresa comercializadora fue de nuevo vital para acreditar que esa característica de la vivienda había influido de manera decisiva en la adquisición.

Por lo que respecta a la excusabilidad –requisito de cierre para apreciar un error invalidante–, tanto el juzgador de instancia como el tribunal de apelación concluyeron que no cabía imputar a los compradores falta de diligencia, tomando en consideración la prueba documental. En este sentido, no solo constaba aportada la información publicitada (que probablemente habría sido suficientemente relevante desde un punto de vista jurídico), sino también el proyecto constructivo, las licencias obtenidas de acuerdo con dicho proyecto y el contenido del título constitutivo del régimen de propiedad horizontal del que se infería que la construcción de las viviendas en las parcelas sería llevada a cabo por la propia promotora-vendedora.

Habiéndose fundado el recurso de casación en infracción del artículo 1266 del Código Civil, el Tribunal Supremo analiza la concurrencia de los dos requisitos del error en el consentimiento –que como decíamos, ha de ser esencial y excusable–, confirmando el criterio de los órganos judiciales de instancia. Sobre el primer presupuesto, la Sala afirma que «el carácter esencial el error resulta evidente», teniendo en cuenta «el lugar en que se encuentra la vivienda –frente al mar– y la expectativa fundada de que las vistas iniciales se mantendrían en el tiempo, pudiéndose disfrutar “desde cualquier punto de la vivienda”».

Sobre el requisito de la excusabilidad, el Tribunal Supremo concluye que fue precisamente la parte vendedora quien provocó el error, basándose para ello en el contenido de la publicidad: bajo el título «Vivir en un mirador privado» se decía expresamente «Sus vistas al mar son increíbles desde cualquier punto de la vivienda». En la Sentencia se menciona el artículo 3 del RD 515/1989 de 21 de abril, donde se establece que «la oferta, promoción y publicidad dirigida a la venta o arrendamiento de viviendas se hará de manera que no induzca ni pueda inducir a error a sus destinatarios, de modo tal que afecte a su comportamiento económico, y no silenciará datos fundamentales de los objetos de la misma». La Sala concluye que el carácter excusable del error «aparece incluso objetivado si se tienen en cuenta los términos empleados por la parte vendedora para provocar su adquisición por los compradores».

Esta Sentencia, clara en sus argumentos y correcta en cuanto a sus razonamientos, es un nuevo ejemplo de intersección entre el error vicio del Código Civil y las normas sectoriales de protección de los consumidores, en este caso, el RD 515/1989, relativo a la información a suministrar en la compraventa y arrendamiento de viviendas (RD 515/1989). Indudablemente, creo que el pleito podría haberse resuelto prescindiendo de toda mención a las normas de consumo –por aplicación simple y llana del art. 1266 CC–, pero lo cierto es que en esta ocasión dicha mención ha servido, no para desdibujar el régimen general, sino para reforzar su aplicación en el caso concreto.

También cabe destacar que esta resolución nos reconcilia con una institución jurídica, la de los vicios del consentimiento, deslucida durante los últimos años, seguramente como consecuencia de la litigación en masa. No encontramos en los razonamientos inversión automática de la carga de la prueba –precisamente porque los demandantes se encargaron diligentemente de acreditar el error y su relevancia– ni tampoco una argumentación forzada en cuanto a los requisitos que han de concurrir que el consentimiento quede invalidado, como viene siendo habitual en la práctica jurisprudencial reciente.

Por último, la Sentencia es novedosa en cuanto a la materia resuelta, dado que el Tribunal Supremo no había tenido ocasión de pronunciarse anteriormente sobre un supuesto de hecho semejante. En la jurisprudencia menor hay algunos precedentes en los que se dio la razón al comprador, bien por la vía de declarar el contrato de compraventa resuelto –SSAP Granada, Sección 3ª núm. 237/2009 de 15 mayo, AC 20091092 y Sección 5ª núm. 197/2010 de 30 abril, JUR 2010357405– bien condenando al vendedor al pago de una indemnización de daños y perjuicios, consistente en un porcentaje del precio de la vivienda –SSAP Málaga, Sección 4ª, núm. 261/2019 de 12 abril, JUR 2019244614 y Sección 5ª núm. 50/2007 de 5 febrero. JUR 2007176369– o de una cantidad a tanto alzado (SAP Murcia, Sección 1ª, núm. 176/2008 de 30 abril. JUR 2009243498). Sin duda, el hecho de que en esta ocasión el remedio empleado sea la nulidad por error, abre una puerta a futuros pleitos construidos a partir de ese planteamiento.

 

¿Juicios telemáticos? Sin garantías procesales, no hay juicio

Llevamos más de dos meses de estado de alarma y los juzgados siguen vacíos. Más allá de los llamados “servicios esenciales” y actuaciones judiciales que no requieren de presencia, como las deliberaciones de los órganos colegiados, los juzgados de España están a la espera de que se levante el veto que impide celebrar juicios y que mantiene los plazos procesales suspendidos. Decenas de miles de profesionales de la justicia atraviesan una situación crítica ante tan prolongada situación.

Llevamos semanas denunciando la situación de la Justicia que, por su histórico abandono por parte de los poderes públicos, ya se encontraba en una situación poco halagüeña antes del 14 de marzo de 2020. Durante este tiempo, escuchamos a juristas, políticos y ciudadanos hablar de los juicios telemáticos como la solución milagrosa al colapso post-pandemia que se producirá en los tribunales. Unos juicios telemáticos que no han sido desarrollados técnicamente de ninguna manera.

Una abogada me decía el otro día que le preocupaba que se pretendiera “agilizar” la dramática situación actual de la justicia a costa de pasar por encima de los derechos de los justiciables o mediante la práctica de actuaciones judiciales con pocas garantías. A mí también. Pero me preocupa aún más la falta de conciencia de esta amenaza por parte de los operadores jurídicos que, en aras a demostrar su particular predisposición a adaptarse a la nueva situación –como si los demás no la estuviéramos-, consideran accesorios elementos que, en realidad, son tan relevantes que constituyen la razón por la cual el procedimiento judicial tiene garantías y sirve al fin pretendido. Los atajos en Justicia son siempre malas soluciones a medio plazo.

El artículo 19 del Real Decreto Ley 16/2020 de 28 de abril, de medidas organizativas en materia de Justicia para hacer frente a la pandemia, establece que, «durante la vigencia del estado de alarma y hasta tres meses después de su finalización, constituido el Juzgado o Tribunal en su sede, los actos de juicio, comparecencias, declaraciones y vistas y, en general, todos los actos procesales, se realizarán preferentemente mediante presencia telemática, siempre que los Juzgados, Tribunales y Fiscalías tengan a su disposición los medios técnicos necesarios para ello». Y excluye, como no podía ser de otra manera, el enjuiciamiento de delitos graves en el orden penal. Le queda ahora al Consejo General del Poder Judicial elaborar una guía que acote cuáles juicios y en qué condiciones se pueden celebrar. En ello están.

Los juicios telemáticos pueden constituir una herramienta accesoria que permita la agilización de determinados trámites procesales, vistas y comparecencias, pero han de garantizar la seguridad jurídica.

Las declaraciones a distancia de detenidos en sede policial, por ejemplo, ya practicadas durante estos días de confinamiento por los juzgados de guardia, cuentan con la adveración de la identidad del detenido efectuada por la policía y con la garantía de defensa del abogado defensor, que vela por la integridad del testimonio y por que sea prestado sin vicio. Este tipo de actuaciones no dejan de ser videoconferencias semejantes a las practicadas por los órganos judiciales antes del confinamiento: un funcionario del juzgado transcribe o graba la declaración prestada como si el detenido y su abogado estuvieran en sede judicial.

Las comparecencias penales que no conlleven práctica de prueba (de prisión, de adopción de órdenes de protección y otras medidas cautelares, etc) llevan años realizándose de forma telemática por parte del representante del Ministerio Fiscal cuando no puede asistir presencialmente. La absoluta insuficiencia de efectivos en fiscalía obliga a estos a multiplicarse, motivo por el cual el legislador recogió la posibilidad de que utilizasen medios telemáticos para poder atender las distintas diligencias. La rácana administración de justicia nos ha obligado a acostumbrarnos a administrar miserias, asumiendo como idóneo un parche que, en realidad, supone una disminución de la calidad de atención a las víctimas y victimarios. Que exista la posibilidad de la presencia a distancia del fiscal no puede llevar a conformarnos. Se deben crear más plazas de fiscales, no saturar a los ya existentes.

La videoconferencia, por tanto, debe ser concebida como algo excepcional, prevista únicamente para casos en los que no pueda realmente realizarse la actuación judicial de manera presencial o que esta no esté aconsejada (situación actual de riesgo de contagio, por ejemplo). Mantener que lo telemático “ha venido para quedarse” es poner a la Justicia en bandeja tanto a este como a futuros gobiernos que fácilmente optarán por no crear nuevos efectivos y saturar aún más a los ya existentes. Por ello, considero indispensable que seamos los propios operadores jurídicos los que prestigiemos nuestra función. De lo contrario, nos veremos reducidos a un número o a un eslabón en la cadena de producción. No podemos olvidar que nuestro trabajo afecta a derechos fundamentales. Un busto parlante no puede meter a nadie en prisión.

Pasando de las comparecencias y diligencias judiciales expuestas a la propuesta de generalizar los  juicios telemáticos mientras dure el estado de alarma, debe aceptarse su implementación de manera temporal y excepcional y siempre partiendo de la base de un sistema cifrado que preserve el contenido de lo actuado, la protección de datos personales y la identidad de los actuantes. Así, las conformidades con el fiscal, los actos de conciliación, las mediaciones, arbitrajes, las audiencias previas civiles, los juicios documentales o las conclusiones orales, por ejemplo, pueden ser celebrados íntegramente de forma telemática con mínimos medios técnicos que garanticen la fe pública judicial y permitan la grabación. De hecho, la aportación de prueba documental puede realizarse por los mismos medios técnicos, compartiendo en pantalla los documentos. Pero veo inviable la práctica de prueba testifical y pericial de parte en juicios telemáticos. Únicamente, cabría la posibilidad de que los profesionales asistieran telemáticamente desde sus respectivos despachos -contemplando incluso la posibilidad de que las partes les acompañen, dada la tasada valoración de la prueba de interrogatorio- y, el resto de deponentes (testigos y peritos), lo harían en sede judicial ante el juez, garantizando tanto la identidad como la integridad de la declaración. Una testifical prestada en lugar donde no haya funcionario público que identifique al declarante y verifique la ausencia de vicio no puede ser valorada como tal.

Por otra parte, la inmediación judicial es imprescindible para poder valorar correctamente la prueba, por lo que excluiría de la posibilidad de celebrar juicios telemáticos los de la jurisdicción penal. La inmediación se ve gravemente afectada en el contacto telemático, al igual que no es igual tomarse un café con un amigo que dialogar con él por Zoom. La videoconferencia te hace perder detalles del entorno y del lenguaje corporal. En determinadas actuaciones como las exploraciones de menores, los procesos de familia o la protección de derechos fundamentales, la cercanía humana es imprescindible. Si no aceptamos que un internista nos diagnostique a distancia, ¿Por qué aceptamos una decisión judicial así?

Aunque es cierto que existen supuestos legales en los que se compromete la inmediación, como la preconstitución de prueba en el ámbito penal, se trata de casos excepcionales en los que se prima la evitación de la victimización secundaria de quien ha sufrido un delito traumático o la garantía de la prueba en casos de víctimas extranjeras que se marchan a su país (ius puniendi del Estado) frente a la inmediación judicial y, por ello, la ley ha permitido la excepción.

Finalmente, quiero resaltar que los juicios telemáticos impiden la publicidad de los juicios, en contra de lo establecido por el legislador. Además, permiten dejar en manos de los intervinientes el buen desarrollo de la vista, ya que, ante la eventualidad de un juicio desfavorable, se puede caer en la tentación de desconectar y apelar a la nulidad de lo actuado por fallos de conexión.

En definitiva: sí a los medios telemáticos con garantías técnicas de protección de datos, de identificación de los intervinientes y de integridad del contenido de lo actuado, pero como instrumento accesorio que permita reducir la presencia de personas en sede judicial en actuaciones sencillas. No podemos aceptar burocratizar la justicia bajo la excusa de una epidemia. La adopción de decisiones razonables que permitan la contención de los contagios siempre deben estar iluminadas por la conciencia de servicio público de calidad, que debe volver al contacto personal una vez pasen las restricciones. Y determinadas actuaciones nunca deberían celebrarse de forma telemática. Los derechos de los ciudadanos están en juego.

Análisis del “Plan de Choque” del CGPJ en tiempos de coronavirus (Orden Civil – Parte IV)

En este último artículo de la serie dedicada a las medidas contenidas en el “Plan de Choque” del CGPJ, en el orden civil, analizaremos la Medida núm. 2.23, relativa a la posibildad de limitar los supuestos de celebración de la audiencia previa en el juicio ordinario, mediante la reforma de los artículos 405 y 414 de la LEC (pp. 140 y ss. del documento).

Nuestro sistema procesal actual instaurado por la vigente Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil (LEC) supuso una ruptura con el principio de escritura que predominaba en la derogada Ley de 1881 en la que aquella era el medio habitual de relación entre las partes y entre estas y el órgano judicial.

La reforma introducida en la Ley de 1881 por la Ley 34/1984, de 6 de agosto, trató de paliar las carencias padecidas a causa de la ausencia de inmediación de la relación del juzgador con las partes, al convertir el proceso declarativo de menor cuantía en el procedimiento prototípico y modificar la comparecencia prevista en el mismo para convertirla en una suerte de audiencia previa. Como señalaba la Exposición de Motivos de la reforma, con la misma se pretendía que el juez pudiera “darse cabal cuenta de la dimensión jurídica del problema, así como de sus aspectos psicológicos y éticos, esto es, del fondo humano y social de la contienda”.

La necesidad de reforzar el principio de inmediación, que solo puede lograrse a través del principio de oralidad, impregna la nueva ley rituaria y está recogida en su Exposición de Motivos en la que se afirma por el legislador que la “efectividad de la tutela judicial civil debe suponer un acercamiento de la Justicia al justiciable”.

La importancia que los principios de inmediación y oralidad tienen en el actual proceso civil son una constante en la Exposición de Motivos y en el articulado de la LEC en el que hay reiteradas muestras de la preponderancia de lo oral sobre lo escrito, tanto en el acto de la audiencia previa, como en el desarrollo del juicio y en la formulación de las conclusiones.

La inexcusable presencia del juzgador se convirtió, de este modo, en la pieza angular de la audiencia previa al juicio y del juicio mismo, que constituyen las dos fases más importantes de los procesos declarativos, tras la demanda y contestación.

Pues bien, el pretendido “Plan de Choque” del CGPJ y su propuesta de supresión de la audiencia previa como regla general subvierte sustancialmente los principios informadores de la LEC y, particularmente, el principio de inmediación del juez que va a perder la posibilidad de tomar conocimiento cabal y directo sobre la controversia existente entre las partes.

Llama poderosamente la atención que el primer documento sobre el plan de choque que ha elaborado el CGPJ trate de justificar su incomprensible decisión en que con la misma se pretende liberar a jueces, abogados, procuradores y funcionarios de auxilio de “invertir un tiempo precioso en vistas, a menudo innecesarias”. Que el órgano de gobierno del Poder Judicial considere que las audiencias previas son a menudo innecesarias genera una preocupación por el estado de salud de nuestra justicia, puesto que en la mayor parte de los casos la audiencia previa, como expresamente manifiesta el legislador en la Exposición de Motivos de la LEC, sirve y debería servir para “depurar el proceso y fijar el objeto del debate”. La audiencia previa exige un previo y pormenorizado estudio, tanto por los letrados de las partes como por el órgano judicial, de las cuestiones controvertidas que se plasman tanto en los escritos rectores del procedimiento como en los documentos e informes que les acompañan. Solo de este modo es posible fijar los términos del debate y resolver sobre la procedencia de la prueba propuesta.

Los letrados somos conscientes de que la audiencia previa es el acto oral que mayor preparación y complejidad reviste y que el resultado de la misma puede decantar la balanza a favor de una u otra parte. La admisión o inadmisión de pruebas, la aparición de hechos nuevos y su tratamiento por el juzgador o la resolución de excepciones procesales que son un obstáculo para la prosecución del procedimiento no son cuestiones baladíes y justifican la necesidad inexcusable de celebración de la audiencia previa.

El artículo 428 de la LEC prevé la posibilidad de que el juzgador declare en la audiencia previa finalizado el procedimiento para sentencia si las únicas cuestiones controvertidas son jurídicas. Sin perjuicio de que esta decisión exige el previo examen del objeto del debate para que el juzgador pueda formarse una opinión cabal sobre la naturaleza de las controversias y la innecesariedad del juicio, lo cierto es que solo en contadas ocasiones el juzgador declara en la audiencia previa que un procedimiento ha quedado concluso para sentencia, lo que demuestra la necesidad de la misma y la innecesariedad de la reforma.

Se antoja difícil conciliar la inexcusable presencia del juzgador en las audiencias previas en las que, entre otros, se han de resolver cuestiones procesales, con la modificación pretendida por el CGPJ, que prevé la resolución de las cuestiones procesales de forma escrita.

La reforma pretendida es apresurada y está llena de lagunas. ¿Mediante qué cauce se decidirían las impugnaciones sobre la cuantía de la demanda que, según el artículo 255.2 de la LEC, deben ser resueltas en el acto de la audiencia previa? La reforma no prevé nada al respecto. ¿Cómo es posible tramitar y resolver cuestiones procesales que han de decidirse en la audiencia previa que exige la inexcusable presencia del juzgador?

Además de lo anterior, la reforma propuesta adolece de contradicciones de difícil interpretación, porque si bien de la redacción propuesta del artículo 414.1 parece deducirse que la celebración de la audiencia previa está sometida al poder de disposición de las partes, de modo que basta que una de ellas lo solicite para que se celebre y solo en el caso de que ninguna de las partes lo solicite el juez puede acordar su celebración si la considera necesaria, el Consejo General del Poder Judicial, al explicar el objetivo de la medida, considera que se trata de “una potestad atribuida al juez que conoce del asunto, quien a la vista del caso concreto podrá adoptar la decisión que considere más adecuada”.

Por último, resulta necesario advertir que esta propuesta, en el caso de convertirse en realidad, lejos de agilizar la justicia, la va a entorpecer con numerosos escritos en los que los letrados nos veremos obligados a dedicar parte de nuestro “tiempo precioso” a preparar escritos para justificar la necesidad de la audiencia previa, manifestarnos sobre cuestiones (como las excepciones procesales) que deberían resolverse oralmente en la aquella y a preparar recursos contra decisiones que pueden vulnerar el derecho de defensa de nuestros clientes y el derecho de utilizar los medios de prueba pertinentes para la defensa de sus intereses. Si el CGPJ quiere contribuir a la agilización de la Administración de Justicia, hagamos uso de medios telemáticos de trabajo, videoconferencias y otras herramientas que gozan de plena implantación en nuestra sociedad del siglo XXI.

Análisis del “Plan de Choque” del CGPJ en tiempos de coronavirus (Orden Civil – Parte III)

Continuamos con la tercera entrega del análisis de las medidas más relevantes propuestas por el CGPJ para el orden jurisdiccional civil. En este caso, centradas en el juicio verbal, el procedimiento monitorio y la rebeldía.

 

Juicio verbal (Medida núm. 2.9)

Entre las medidas de mayor impacto de las incluidas por el CGPJ en su “Plan de Choque”, se encuentra la propuesta de modificación de los artículos 249, 250 y 438 de la LEC, relativos a la normativa reguladora del juicio verbal, con el objetivo, según expresa el documento, de “hacer del mismo un proceso más dinámico a través del cual encauzar un mayor número de pretensiones” (p. 74).

En concreto, se proponen por el CGPJ las siguientes medidas de modificación de normas procesales:

  • Elevar la cuantía a la que se refiere el número 2 del artículo 249 de la LEC a la cantidad de 15.000 euros (respecto de la cifra de 6.000 euros que se prevé actualmente).
  • Ampliar los supuestos en que un asunto se tramitará  a través del juicio verbal por razón de la materia, mediante la modificación del artículo 250 de la LEC: (i) las demandas en la que se ejerciten acciones que otorga a las Juntas de Propietarios y a éstos la legislación de propiedad horizontal; (ii) las demandas en que se ejerciten acciones relativas a condiciones generales de la contratación en los casos previstos en la legislación sobre esta materia; (iii) las que versen sobre cualesquiera asuntos relativos a arrendamientos urbanos o rústicos de bienes inmuebles; (iv) y las reclamaciones, cualquiera que sea su cuantía, en las que se pretenda una la indemnización de los daños y perjuicios ocasionados con motivo de la circulación de vehículos de motor.
  • Por lo que respecta  las normas que regulan el juicio verbal, se propone modificar el artículo 438.4 de la LEC, para darle la siguiente redacción: “4.- El demandado, en su escrito de contestación, deberá pronunciarse, necesariamente, sobre la pertinencia de la celebración de la vista. Igualmente, el demandante deberá  pronunciarse sobre ello, en el plazo de tres días desde el traslado del escrito de contestación. No obstante, sólo se citará a las partes para la vista cuando se haya presentado escrito de contestación a la demanda y exista discusión sobre los hechos y éstos sean relevantes a juicio del juez.

Junto con las anteriores medidas, que se concretan en modificaciones de determinados preceptos de la LEC, el CGPJ lanza un globo sonda, cuyo contenido es verdaderamente inquietante: “cabría reflexionar sobre la conveniencia de una previsión que encauzara a través de las normas de este juicio verbal aquellas pretensiones que tuvieran su origen inmediato en la presente crisis sanitaria que requieran de una respuesta urgente“.

Bien, vayamos por partes.

Como reflexión general, cabe apuntar que todas las modificaciones planteadas en este apartado del “Plan de Choque” tienen carácter estructural y no coyuntural, dado que afectan a las normas reguladoras del proceso civil. Como es lógico una reforma procesal de este calado en ningún caso podría articularse por vía de decreto ley, como ya se ha insinuado en determinados medios de prensa (ver aquí).

La modificación e los artículos 249 para elevar a 15.000 euros la barrera del procedimiento ordinario por razón de la cuantía  no responde a ninguna razón técnica, sino al mero deseo de que se encaucen por el juicio verbal un mayor número de pretensiones. Tan arbitrario es establecer que el límite sean 15.000 euros como establecer que sean 6.000 euros, del mismo que resultan caprichosos y carentes de sentido los umbrales para el acceso al recurso de apelación o al recurso de casación por razón de la cuantía.

Por lo que respecta a la propuesta de modificación del artículo 250 de la LEC, para ampliar los supuestos de juicio verbal por razón de la materia, el texto resulta ciertamente confuso. Pero más allá de de los errores de redacción, que seguramente se deban a la premura en la elaboración de este “Plan de Choque”, lo cierto es que las modificaciones propuestas tampoco tienen ninguna justificación o razón de ser desde un punto de vista técnico.

Con todo, llama la atención que se pretenda ahora agilizar por esta vía los pleitos sobre condiciones generales de la contratación, cuando fue el propio CGPJ quién propició un colapso sin precedentes en la litigación en masa, mediante la concentración de asuntos de este tipo en los conocidos juzgados especializados de cláusulas suelo. Con todo, debido a las especialidades de esta materia, creemos que podría ser acertado establecer el juicio verbal como cauce procesal para los acciones relativas a condiciones generales de la contratación.

No encontramos, sin embargo, ninguna razón técnica que pueda justificar los otros tres supuestos. El “Plan de Choque” no ofrece argumentos que justifiquen la pretendida derivación a los cauces del juicio verbal de la generalidad de de las acciones en materia de propiedad horizontal, arrendamientos urbanos o rústicos y daños ocasionados con motivo de la circulación de vehículos a motor. Creemos que la ampliación del ámbito del juicio verbal por razón de la materia carece de sentido y utilidad práctica. La enorme variedad pleitos (en cuanto a naturaleza y complejidad) que pueden surgir en las materias incluidas en la propuesta, desaconseja por completo privar a las partes, en esos casos, de las mayores garantías propias del procedimiento ordinario.

Tampoco consideramos aconsejable la modificación del artículo 438.4 de la LEC, consistente en que la vista deje de ser preceptiva cuando al menos una de las partes solicite su celebración, para que sea el juez quien decida, caso por caso, en función de que “exista discusión sobre los hechos y éstos sean relevantes”. En el año 2015, cuando tuvo lugar la última gran reforma de este procedimiento, ya comentamos en este blog que el juicio verbal había dejado de ser “verbal” (ver aquí). Definitivamente, en el caso de materializarse la medida propuesta por por el CGPJ, el juicio verbal terminaría  convirtiéndose, en la práctica, en un juicio enteramente por escrito, sin trámite de vista.

Además de lo paradójico  que resultaría seguir llamando a este procedimiento “juicio verbal”,  creemos que se verían fuertemente menoscabados los principios de oralidad e inmediación que inspiraron la regulación de los procesos declarativos de la LEC vigente. Una consecuencia devastadora, desde nuestro punto de vista, más si tenemos en cuenta que el actual colapso de los tribunales (que no ha provocado la actual pandemia, sino que viene de muy atrás) incentivaría sobremanera que en estos procedimientos se prescindiese de la vista de manera generalizada.

 

Requerimiento por correo con acuse de recibo e procedimientos monitorios (Medida núm. 2.17)

La decimoséptima medida propuesta para el orden jurisdiccional civil por el CGPJ pasaría por modificar el artículo 815.1 LEC a los efectos de que, en los procedimientos monitorios, la primera notificación y requerimiento no deba realizarse de forma personal al demandado, sino que se realice mediante un requerimiento de pago por correo con acuse de recibo a su domicilio; acudiendo al auxilio judicial para realizarlo en persona únicamente si éste fuera negativo.

El objetivo de esta propuesta de modificación sería, según reza el Plan de Choque, “aligerar la carga de trabajo de las oficinas judiciales y ahorro de costes para el erario público”, toda vez que esas primeras notificaciones en los procedimientos monitorios son llevados a cabo por funcionarios públicos en persona que podrían invertir el tiempo empleado en ello a otras dedicaciones.

A nuestro juicio, el objetivo de la medida parece ciertamente razonable y podría tener sentido y cabida siempre y cuando se asegurase que, sea cual sea el medio que se utilice, esa primera notificación la recibe el deudor a título personal, pues esa es la razón de ser de la regulación actual. Así, el art. 815.1 LEC exige actualmente la notificación personal al deudor con la intención de, qué duda cabe, reforzar su protección, puesto que la notificación de la petición inicial de procedimiento monitorio activa inmediatamente el plazo de 20 días para que el demandado pague o se oponga y cualquier defecto en ese primer requerimiento podría provocar una indefensión palmaria.

El caso más evidente -y más probable- sería aquel en el que la notificación se realiza en el domicilio designado por el demandante, en el que no es el deudor quien recibe personalmente la notificación, transcurren los 20 días para oponerse sin que éste haya tenido noticia efectiva del procedimiento monitorio y se genera un título ejecutivo a favor del demandante ex art. 816 LEC. En este caso, el demandado se vería obligado, ya en el seno del procedimiento ejecutivo, a oponerse por motivos formales, y habiendo perdido el trámite de oposición por motivos de fondo durante los 20 días dentro del procedimiento monitorio.

Como decimos, es para supuestos como este por lo que la redacción actual exige la notificación personal al deudor, de tal forma que la nueva regulación debería respetar ese mismo objetivo y esos estándares mínimos de protección del derecho de defensa de las partes.

Sobre esta base, y centrándonos en la propuesta contenida en el Plan de Choque, si bien el “objetivo” perseguido parece legítimo, una vez más nos encontramos con que la materialización de la misma presenta profundos defectos tanto en la redacción propuesta como en el alcance de las modificaciones que se plantean.

En primer lugar, porque la redacción propuesta no se compadece con el objetivo declarado: si bien el CGPJ asegura en su explicación previa que la forma de actuar sería “que el juzgado intentara primero el requerimiento de pago por correo con acuse de recibo y, solo si este es negativo, que acudiera al auxilio judicial para efectuar el requerimiento, en persona, al domicilio”, la realidad es que la propuesta de redacción del art. 815 LEC no recoge esa obligación de que, subsidiariamente, se realice la notificación personalmente; de tal forma que desaparece de un plumazo toda la garantía de protección a la que hemos aludido arriba, puesto que si la notificación por correo no es satisfactoria, se activaría todo el mecanismo de los arts. 155 y ss. LEC, que no exigen la notificación personal. Además, tampoco se recoge la obligación de que esa notificación efectuada por correo certificado se repute como válida única y exclusivamente en el caso de que sea el deudor quien la reciba personalmente (y no, por ejemplo, cualquier persona que esté en su domicilio en el momento de la entrega).

Y en segundo lugar, porque la propuesta no tiene en cuenta que una modificación tan simple provocaría una diferencia sustancial en la forma de tramitación de un mismo procedimiento -el monitorio- en función de a través de qué cauce se iniciase: judicialmente o mediante el trámite de reclamación de deudas dinerarias no contradichas previsto en la Ley de Jurisdicción Voluntaria y en la Ley del Notariado (arts. 70 y ss.). Así, dado que este último procedimiento prevé la obligatoriedad de que la notificación al deudor se realice de forma personal bajo (“Si el deudor no pudiere ser localizado en alguno de los domicilios posibles acreditados en el acta o no se pudiere hacer entrega del requerimiento, el Notario dará por terminada su actuación, haciendo constar tal circunstancia y quedando a salvo el ejercicio del derecho del acreedor por vía judicial” [Art. 70.3.II LN]), la modificación del art. 815 LEC en los términos contenidos en el Plan de Choque supondría la existencia de dos regímenes distintos de protección al deudor: los demandados judicialmente correrían el riesgo de no ser notificados personalmente, mientras que los destinatarios de un requerimiento notarial no estarían expuestos a esta indefensión. Como decimos, una diferencia de trato que en ningún caso se justifica y que no tendría amparo legal alguno.

 

La rebeldía del demandado como un reconocimiento tácito de los hechos de la demanda (medida 2.22)

El CGPJ propone “modificar” el art. 496.2 para “simplificar la resolución de los procedimientos con el demandado en rebeldía, cuando ha tenido conocimiento personal de la demanda.” Así, la redacción actual de dicho artículo, que establece que:

“2. La declaración de rebeldía no será considerada como allanamiento ni como admisión de los hechos de la demanda, salvo los casos en que la ley expresamente disponga lo contrario.”

Seria sustituida por la siguiente que propone el CGPJ:

“2. La declaración de rebeldía, en los supuestos en que el demandado haya sido notificado por un medio que acredite el conocimiento de la existencia de la demanda, determinará que los autos queden vistos para sentencia sin necesidad de vista o audiencia previa, salvo que la parte demandante, en el plazo de 3 días, manifieste su voluntad de proponer prueba o el tribunal considere procedente su celebración, en cuyo caso se seguirá la tramitación ordinaria”.

El objetivo de esta reforma sería, según el Plan de Choque, evitar que sea necesario alcanzar la fase de audiencia previa en el procedimiento ordinario antes del dictado de sentencia para agilizar tiempos y economizar recursos; y todo ello bajo la asunción expresamente reconocida por el CGPJ de que, aquella parte a la que se le ha notificado la existencia de un procedimiento y decide no comparecer voluntariamente para defender sus intereses, “está de facto reconociendo la realidad de los hechos que invoca la demandante”.

Antes de analizar el fondo de la medida, debemos destacar que, a pesar de que se incluye en este Plan de Choque, el propio CGPJ reconoce su impacto sobre la situación existente actualmente sería “nulo”. Así, teniendo en cuenta que teóricamente -y según su Introducción- el Plan de Choque encuentra su justificación en la necesidad de adoptar medidas coyunturales y urgentes para restaurar las actuaciones judiciales con la máxima normalidad después del parón provocado por la crisis del coronavirus, tenemos que volver a preguntarnos si una medida cuyo impacto inmediato es reconocidamente nulo tiene cabida en este paquete de medidas. En este sentido, igual que al respecto de la primera medida aquí comentada, y como ya dijimos en el primer post de esta serie, es imprescindible evitar que se aproveche el estado de alarma para tratar de introducir reformas legales que no son urgentes y que, sobre todo, requieren inexcusablemente de estudio sosegado y debate parlamentario

Dicho esto, y centrándonos en la medida en sí, la realidad es que, por desgracia, parece tratarse de otra propuesta que a pesar de su calado se habría realizado a la ligera, sin analizar con detenimiento las implicaciones jurídico-prácticas que tendría, sin correlacionarla correctamente con el resto del articulado de la LEC y con un desconocimiento palpable de la práctica habitual de nuestros juzgados y tribunales.

La primera y mayor crítica que puede hacerse a la propuesta es la presunción que realiza de que el demandado “correctamente” notificado que está en rebeldía lo está porque reconoce implícitamente como ciertas las alegaciones de la demanda.

La base de la actual rebeldía tal y como está regulada en el apartado 2 del artículo 496 LEC es la total ausencia de efectos sobre el objeto de la litis. Así, más allá de la merma en las posibilidades de defensa del demandado rebelde, el actor deberá probar los hechos que alegue si quiere conseguir que prospere su pretensión, de la misma forma que si el demandado estuviese personado y los negase.

Sin embargo, lo que propone el Plan de Choque es subvertir por completo este principio procesal haciendo que la rebeldía determine totalmente el pronunciamiento, puesto que al considerarse que el demandado rebelde “está de facto reconociendo la realidad de los hechos que invoca la demandante”, el tribunal estaría implícitamente obligado a entender la rebeldía como un allanamiento ex art. 21 LEC, cuyo efecto inmediato es que se dicte “sentencia condenatoria de acuerdo con lo solicitado [por el demandante]”. Huelga mayor explicación de por qué aceptar esto sería un completo despropósito.

Adicionalmente, el hecho al que la propuesta quiere anudar esa suerte de allanamiento es que “el demandado haya sido notificado por un medio que acredite el conocimiento de la existencia de la demanda”; un requisito que a todas luces se revela excesivamente formalista y poco adaptado a la realidad, pues no son pocas las ocasiones en las que la notificación está correctamente realizada desde un punto de vista meramente formal, pero en las que el demandado no está realmente al tanto de la existencia de la demanda y corre el riesgo de incurrir en rebeldía. El caso más común, aunque no el único, es el de las empresas a las que se les notifica en una de sus sucursales abiertas al público que en la práctica no tienen potestad en lo que a procedimientos judiciales se refiere. No solo no parece justo que en este tipo de casos al demandado rebelde se le tenga por conforme con la demanda, sino que es altamente probable que en la práctica se extendiese la picaresca de demandar en un domicilio válido solo a efectos formales para aprovechar el allanamiento encubierto que se derivaría de la rebeldía.

Por último, llama la atención que la propuesta del CGPJ haya obviado por completo aquellos supuestos que actualmente sí se consideran expresamente allanamiento y/o admisión de la demanda en virtud del art. 496.2 in fine –“salvo los casos en que la ley expresamente disponga lo contrario”-; y que con la redacción que se propone (y que elimina dicha mención) verían sustituido el reconocimiento claro y meridiano ahora vigente por la ambigüedad propuesta. A saber, procesos que promuevan los titulares de derechos reales inscritos en el Registro de la Propiedad (art. 440.2 en relación con el número 250.1.7º LEC); los desahucio por falta de pago (art. 440.3 LEC); acciones derivadas de contratos de arrendamiento financiero o de venta a plazos inscritos en el RVPBM (art. 250.1.10º y 11º), etc.