El impacto de la Inteligencia Artificial en la libertad de expresión y de pensamiento. El papel de los neuroderechos.
Un valor innegociable de toda sociedad democrática es la libertad de expresión de sus ciudadanos. Este principio, cuyos orígenes se remontan a décadas de siglos atrás, fue consagrado como derecho universal a lo largo del siglo XX. Así, en su artículo 19 la Declaración Universal de Derechos Humanos reconoció en 1948 que “Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y de expresión” y que “este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.”
En la misma sintonía establecieron, años después, el Convenio [Europeo] para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales (1950), el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos (1966) y la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea (2000), este derecho en sus artículos 10, 19 y 11, respectivamente. En España, tras una larga evolución histórica, donde inicialmente se hablaba de la libertad de imprenta, la libertad de expresión se reconoció constitucionalmente en 1978.
Cabe señalar que esta garantía institucional no consiste solamente en la libertad del individuo de expresar su opinión, sino que comprende también su derecho a buscar, recibir y comunicar informaciones de toda índole, sin que éste esté se vea restringido, por razones no previstas en la ley. Asimismo, hay que tener en cuenta que, el ejercicio efectivo de esta libertad presupone la existencia de otra libertad esencial, que es la libertad de pensamiento, pues solamente se puede expresar lo que previamente se ha pensado y, a su vez, esa libertad de pensamiento solo puede ejercerse si está garantizado el libre albedrío, es decir, la libertad de actuar.
El advenimiento de los desarrollos tecnológicos ha supuesto un cambio de paradigma en el ejercicio de estas libertades; hoy en día, Internet constituye la fuente principal de difusión de ideas e informaciones, el mayor zoco del mundo para intercambiar ideas, opiniones y productos digitales de toda índole. Este trasvase ingente y continuado es responsable de la generación de una inmersa cantidad de datos, posiblemente uno de los activos más valiosos del siglo XXI. Y, pese a que esta facilidad para interactuar digitalmente podría generar la sensación de que las libertades de expresión, de información y de pensamiento se pueden ejercer hoy mejor que nunca, basta un breve repaso a los últimos acontecimientos para tomar consciencia de que la realidad es muy distinta.
En esta línea, pensemos en el rol que jugó la empresa Cambridge Analítica en la victoria de Donald Trump durante las elecciones estadounidenses de 2016 y que claramente limitó los derechos de muchos estadounidenses para votar libremente a su presidente, así como en la victoria del Brexit. Ambos casos gracias a la información que a través de Facebook se había recolectado sobre los perfiles de millones de usuarios a través de técnicas basadas en Inteligencia Artificial.
A idénticas conclusiones llegamos si analizásemos el complejo fenómeno de las fake news o noticias falsas, que inundan Internet y que conducen a la desinformación del individuo. O si analizamos el impacto que las webs personalizadas, tienen en nosotros, al tener la capacidad de mostrarnos lo que nuestro perfil les ha “chivado” se adapta más a nuestras necesidades, privándonos de la posibilidad de conocer diferentes perspectivas y de contrastar informaciones. O si pensamos en el poder que los robots influencers tienen en sus seguidores y que según los estudios son capaces de generar más confianza a ellos que personas reales.
Todos estos ejemplos nos sirven para tomar consciencia del impacto directo que la Inteligencia Artificial tiene ya en nuestra libertad de expresión y de pensamiento y, deberían ponernos en alerta y hacernos reflexionar sobre los riesgos que las acechan.
Y es que no es de mera ficción que la Inteligencia Artificial es capaz de influir sobre los seres humanos e incluso de controlar su actividad cerebral, sino que también tiene el potencial de limitar su libertad de expresión y de pensamiento. De hecho, a medida que avanza la tecnología, emergen más y más proyectos cuyo objetivo principal es descifrar cómo funciona el cerebro, entender cómo se conforman los pensamientos y cómo se formalizan a través de la expresión oral y escrita. La responsable de estos desarrollos es la neurociencia, una disciplina que estudia el funcionamiento del cerebro y desarrolla tecnologías consistentes en interfaces cerebro-ordenador (brain-computer interfaces»BCI»).
El ejemplo más representativo de esta tecnología es el proyecto BRAIN, impulsado por la administración del Gobierno de Barak Obama, y para el que trabajan más de 500 laboratorios de todo el mundo. Según el científico español Rafael Yuste, uno de los principales líderes de proyecto, su objetivo es desarrollar técnicas nuevas para poder cartografiar la actividad cerebral y desarrollar nuevos mecanismos que sean capaces de alterar la actividad de los circuitos neuronales. Eso permitirá tratar enfermedades tales como la epilepsia, el alzhéimer, el párkinson y la depresión.
Otro proyecto de esta envergadura es Neuralink, desarrollado por la empresa de Elon Musk, cuyo objetivo es desarrollar una interfaz bidireccional capaz no solo de estimular partes del cerebro, sino también de recibir e interpretar las señales que provienen de él. Lo que está claro es que, una vez establecida esta conexión, y mediante el uso de Inteligencia Artificial se podrían llegar a identificar las emociones del individuo, inducirle estados de ánimo, leer sus pensamientos e incluso acceder a su memoria.
La evolución de la neurociencia si bien supone grandes avances para la humanidad, también puede llegar a cambiar el paradigma del ser humano, tal y como lo conocemos hasta ahora. Por lo tanto, es imprescindible la intervención del Derecho, que tristemente, hasta la fecha no parece, salvo excepciones, estar a la altura de las circunstancias.
Conscientes de los riesgos que implica la neurotecnología para el ser humano, un grupo de neurocientíficos, entre ellos, el científico anteriormente mencionado, Rafael Yuste, defienden la necesidad de establecer un conjunto de normas destinado específicamente a proteger el cerebro y su actividad a medida que se produzcan avances en neurotecnología. Esta disciplina se reconoce con el término neuroderechos e incluye los siguientes cinco derechos:
- A la identidad personal, consistente en limitar cualquier neurotecnología que permita alterar el sentido del yo de las personas, así como en evitar que la identidad personal se pierda con la conexión a redes digitales externas.
- Al libre albedrío, consistente en preservar la capacidad de las personas de tomar decisiones libremente sin injerencias y manipulaciones neurotecnológicas.
- A la privacidad mental, se refiere a la protección del individuo del uso de los datos obtenidos durante la medición de su actividad cerebral sin su consentimiento, prohibiendo expresamente cualquier transacción comercial con esos datos.
- A la protección contra los sesgos, encaminado a poner límites a la posible discriminación de las personas a partir del estudio de los datos de sus ondas cerebrales.
- Al acceso equitativo a la potenciación del cerebro, consistente en buscar la regulación en la aplicación de las neurotecnologías para aumentar las capacidades cerebrales, de manera que no queden solo al alcance de unos pocos y generen desigualdad en la sociedad.
Este grupo de neurocientíficos propone incluir estos derechos en la Declaración Universal de Derechos Humanos, dotándoles del estatus máximo, como derechos fundamentales.
Chile es un país pionero en materia de neuroderechos, al haber aprobado un proyecto de reforma de la Constitución para que se reconozcan estos derechos, convirtiéndose en el primer país que se dota de una legislación encaminada a proteger la integridad mental.
Por su parte, la Unión Europea en su Propuesta de reglamento del Parlamento Europeo y del Consejo por el que se establecen normas armonizadas en materia de inteligencia artificial distingue la Inteligencia Artificial en permitida (con tres niveles de riesgo, en alto, bajo y mínimo) y prohibida. En esta última categoría se incluyen todos los sistemas cuyo uso se considera inaceptable por ser contrario a los valores de la Unión Europea, como, por ejemplo, aquellos que violan derechos fundamentales. Sin embargo, en esa propuesta no se alude a los neuroderechos.
En conclusión, los desarrollos tecnológicos basados en la Inteligencia Artificial pueden influir y controlar la actividad cerebral, lo que constituye una potencial amenaza a la libertad de expresión y del libre albedrío de los seres humanos. En este sentido, se requieren acciones inmediatas por parte de los gobiernos que deben dar respuestas a este fenómeno a través del diseño correcto de su política en la materia. Los neuroderechos se presentan como una solución de mínimos, pero necesaria, para que la Inteligencia Artificial sea una herramienta en manos del individuo, en lugar de que sea el individuo la herramienta de la Inteligencia Artificial.
María Jesús González-Espejo, CEO del Instituto de Innovación Legal y Marilena Kanatá, abogada