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Toque de queda y ordenamiento jurídico

¿Qué es el toque de queda que nos anuncian los “responsables” políticos?  Desde la perspectiva legal, no hay respuesta, porque el toque de queda no es una categoría normativa regulada en ninguna norma de nuestro ordenamiento. Si nos vamos entonces al Diccionario panhispánico del español jurídico, éste lo define como “medida gubernativa que, en circunstancias excepcionales, prohíbe el tránsito o permanencia en las calles de una ciudad durante determinadas horas, generalmente nocturnas”. Término que nos evoca situaciones de grave ruptura del orden público en las que se confina a la población, principalmente para evitar desórdenes y algaradas. De hecho, la referencia más reciente al toque de queda en nuestra democracia se encuentra en el bando difundido por el Teniente General del Ejército Milans del Bosch en Valencia el 23 de febrero de 1981, sin ninguna base legal ni constitucional. Tan aciago recuerdo ya tendría que ser suficiente para prevenirnos de recurrir a estos términos, so pena que la predicada “nueva normalidad” –término, a mi juicio, también inadecuado: no estamos viviendo en una situación de normalidad, sino de anormalidad prolongada en el tiempo- suponga dar por buena la retórica militarista de Estado policial que ya vimos la primavera pasada.

Pues bien, entrando de lleno a la revisión de esta nueva ola de restricciones a nuestros derechos fundamentales derivada de la pandemia, en un artículo anterior (aquí) ya tuvimos ocasión de comentar las actuaciones coordinadas en salud pública que originaron el conflicto con la Comunidad Autónoma de Madrid, llevando a la declaración del estado de alarma en este territorio, y que han sido cuestionadas por varios Tribunales Superiores de Justicia autonómicos, el primero el de Madrid pero también ha tenido gran repercusión la decisión del de Aragón. Desde entonces, la innovación en el ámbito de lo jurídico no ha dejado de sorprendernos. Por citar algunos casos especialmente sangrantes, en Navarra se aprobó por decreto el pasado 21 de octubre, no sólo una serie de medidas preventivas generales, sino el confinamiento perimetral de toda la Comunidad y otras restricciones en el ámbito público y privado a reuniones, hotelería etc. Medidas que han sido ratificadas por el TSJ de esta Comunidad. En Aragón, también el 21 de octubre se ha optado por el decreto-ley para declarar el confinamiento de determinados ámbitos territoriales (Decreto-ley 8/2020, de 21 de octubre). Al recurrir a una norma con rango de ley para establecer estas restricciones el Gobierno autonómico consigue fugarse del control de los órganos judiciales ordinarios, evitando un nuevo varapalo judicial después de que su TSJ hubiera rechazado ratificar las medidas sanitarias que adoptó el Gobierno autonómico hace unas semanas. Queda, eso sí, el control ante el Tribunal Constitucional. El cual, si llega a conocer de esta norma, no sabremos que dirá, porque hasta el momento ha mantenido una doctrina a mi entender excesivamente generosa con los decretos-leyes, que puede terminar por convertir en papel mojado el límite prescrito por el art. 86.1 CE que veda que puedan regularse por decreto-ley  materias que afecten a “a los derechos, deberes y libertades de los ciudadanos regulados en el Título I”. Y, la última de las cuestiones, es cómo articular esa suerte de “toque de queda” que nos anuncian, habida cuenta que, en palabras del Presidente Sánchez, vienen “meses muy duros” donde será necesaria mucha “disciplina social” para frenar al virus. Por el momento, las medidas que han ido avanzando algunas Comunidades Autónomas pasan por el cierre nocturno de comercios, restaurantes y locales de ocio, y límites a reuniones públicas o privadas por las noches entre quienes no sean convivientes. Incluso, Comunidades como Murcia o Valencia han solicitado autorización judicial para prohibir de forma radical el tránsito de los ciudadanos por las calles, es decir, un verdadero toque de queda.

Lo que parece claro es que ya sea en la versión light o en su expresión más radical, el toque de queda implica una severa restricción de las libertades de los ciudadanos y, como tal,  para concluir su legitimidad deberá superar el test que en esta materia hemos ido asumiendo principalmente por influencia del Tribunal de Estrasburgo: se hace necesario comprobar si las medidas tienen cobertura legal, si son idóneas para alcanzar el fin perseguido, si son necesarias en tanto que no existan otras alternativas eficaces menos gravosas y si resultan proporcionales en sentido estricto, valorando el sacrifico del bien con los intereses protegidos.

Con respecto a la primera de las cuestiones, como han puesto de manifiesto algunos de los Tribunales Superiores de Justicia Autonómicos, la cobertura legal que ofrece la legislación sanitaria es muy precaria. Como hemos señalado en otros trabajos anteriores (aquí o aquí), la legislación sanitaria ordinaria no estaba prevista para que se adoptaran limitaciones generalizadas de derechos. Pero, además, el artículo 3 de la LO 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública, adolece de una evidente falta de taxatividad, ya que su habilitación para restringir derechos fundamentales es excesivamente genérica. El legislador ha perdido un maravilloso tiempo para haberlo actualizado y su intervención en este ámbito se ha limitado a modificar las leyes procesales para santificar la posibilidad de que, con autorización judicial, la autoridad sanitaria pueda adoptar medidas restrictivas generalizadas de derechos fundamentales (Ley 3/2020, de 18 de septiembre), algo cuestionable constitucionalmente. Una reforma que, por cierto, no ha logrado evitar la inseguridad a la que da lugar que, ante medidas similares, unos Tribunales Superiores de Justicia las estén autorizando y otros las rechacen. Pero, sobre todo, elude la que, para muchos, es la vía constitucionalmente adecuada para adoptar estas restricciones: el estado de alarma. Aquí, además, la cobertura legal es más clara. En concreto, el art. 11 de la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estado de alarma, excepción y sitio, prevé entre las medidas a adoptar en un estado de alarma: “Limitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos”. El toque de queda encajaría perfectamente en este supuesto, siendo además patente la diferencia, que en su día ya señalamos (aquí), entre una restricción a la movilidad como ésta y lo que, a mi juicio, supuso una suspensión de esta libertad durante el confinamiento general de primavera.

Pero, más allá de la falta de cobertura legal, jurídicamente es preciso valorar también la idoneidad, necesidad y proporcionalidad de las medidas, según se ha adelantado. Aunque aquí el control jurídico termine por ser más bien externo, debe exigirse una adecuada motivación de las medidas restrictivas que se están adoptando. ¿Tiene sentido que familia o amigos puedan quedar a comer en casa pero no a cenar? ¿Sería proporcionado no dejar salir a pasear a las personas, convivientes o no, por la noche? ¿Es lo mismo un restaurante que una discoteca? ¿Un gran centro comercial que una pequeña tienda? La incapacidad de los poderes públicos para controlar adecuadamente la correcta ejecución de medidas “selectivas”, que incidan quirúrgicamente allí donde de verdad están los focos de riesgo, no pueden servir de justificación para restringir de forma generalizada los derechos fundamentales de las personas y las libertades económicas. Es tanto como admitir que se maten moscas a cañonazos. Va siendo hora de que nuestros representantes políticos sean capaces de consensuar las medidas sanitarias adecuadas y de actualizar el ordenamiento jurídico para darles la adecuada cobertura jurídica. Lo que exige, como ya sostuve en julio en este blog (aquí), “’desdramatizar’ la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales”.

 

 

 

El fin no justifica los medios. Sobre el Auto del TSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020

Como no teníamos bastante con la propia pandemia, sigue el culebrón político-judicial sobre el confinamiento de Madrid. Decimos político-judicial no porque Auto TSJM Sala Contencioso-Advo. Sec. 8ª 8 oct 2020 2 tenga en absoluto un tinte político, sino por la utilización político partidista que -inevitablemente, dada la situación de enfrentamiento generada entre la CAM y el Gobierno central- se está haciendo del mismo. En todo caso, intentaré hacer un resumen sencillo para no juristas de lo que se está debatiendo en este procedimiento, cuyo objeto es la ratificación de la Orden 1273/2020 de 1 de octubre de 2020 que introduce determinadas restricciones a la libre circulación en determinadas zonas de Madrid.

Como recordarán los lectores, hace unos días dediqué un post al “confinamiento” de Madrid por la vía de la Declaraciones de Actuaciones Coordinadas en materia de salud pública, explicando como funcionaba este mecanismo en base a lo dispuesto en el art. 65 de la Ley 16/2003 de 28 de mayo  de Cohesión y Calidad del Sistema Público de Salud  (que es el que, a su vez, da lugar a la Orden Comunicada del Ministerio de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, aunque no hubo consenso en el Consejo Interterritorial de Salud y a la Orden  1273/2020, de 1 de octubre para dar cumplimiento a dicho mandato y que es el objeto del procedimiento en cuestión) pero sin entrar -tal y como algún agudo comentarista detectó- en el espinoso tema de si era posible por esa vía restringir derechos fundamentales, más en concreto el derecho a la libertad de circulación. Posteriormente en otro post, el profesor de Derecho Constitucional Germán Teruel manifestó sus dudas al respecto inclinándose por la necesidad de utilizar el estado de alarma. Todo ello en defecto de una modificación “ad hoc” de la LO     3/1986 de 14 de abril de Medidas especiales en materia de Salud Pública    o incluso de la propia Ley  16/2003 que es la supuestamente sirve de cobertura normativa a la Orden cuya ratificación se solicita.

Pues bien, es precisamente sobre esta cuestión sobre la que se pronuncia el importante Auto del TSJ de Madrid de 8 de octubre de 2020. La necesidad de la intervención de la autoridad judicial para ratificar (o no) la Orden 1273/2020, de 1 de octubre deriva de que contiene medidas limitativas de derechos fundamentales, lo que hace necesaria la intervención judicial, tal y como ha venido sucediendo con diversas medidas de tipo similar adoptadas por otras CCAA o por la propia CAM. Entre ellos el propio TSJ de Madrid que ya se había pronunciado previamente sobre  la necesidad de la autorización o ratificación judicial para las medidas sanitarias que impliquen privación o restricción de la libertad o de otro derecho fundamental dado que, como es lógico, los derechos fundamentales no tienen un contenido absoluto y son susceptibles de limitaciones o restricciones en determinados supuestos como recuerda el Tribunal Constitucional.

También es preciso señalar que la competencia del órgano judicial en estos casos se limita a examinar la cobertura legal de estas medidas, si la Administración que las acuerda es la competente y si respeta los parámetros de justificación, idoneidad  y proporcionalidad que exige el TC para la restricción, o limitación de dichos derechos fundamentales, lo que manifiestamente exige entrar en consideraciones epidemiológicas de fondo, como ha ocurrido con ocasión de otros pronunciamientos judiciales. Aunque el TSJ insiste en que su competencia no se extiende a revisar aquellas recomendaciones o consejos dirigidos a la población que no constituyen limitación o restricción de ningún derecho fundamental sino meras indicaciones desprovistas de fuerza imperativa alguna, no cabe duda de que un Auto como el que comentamos tiene un impacto muy grande -al menos potencialmente- en las decisiones de los ciudadanos.

Claro está que la utilización de estos parámetros en cada caso concreto plantea el problema de una posible diversidad de pronunciamientos judiciales incluso en situaciones muy parecidas. De hecho, para evitar al menos la dispersión de criterios entre los juzgados de lo contencioso-administrativo se introdujo una modificación en el art. 10.8 de la Ley de Jurisdicción Contencioso Administrativa en su relación con el art. 122 quater de dicha ley procesal por ley 3/2020 de 18 de septiembre para atribuir la competencia a los Tribunales Superiores de Justicia de las CCAA.

Lógicamente, se plantea también el problema de qué ocurre cuando nadie acude a la vía judicial, puesto que hemos visto que no ha sido igual la reacción de otras CCAA igualmente obligadas por la Orden Comunicada, e igualmente gobernadas por el PP. Pero esta es otra cuestión. Ya sabemos que esto es lo que tiene la politización de la pandemia.

En todo caso, con respecto al fondo del asunto que es lo que aquí nos interesa, el TSJ recuerda que la Orden comunicada del Ministro de Sanidad de 30 de septiembre de 2020, en su apartado primero, declara como actuaciones coordinadas en salud pública para responder a la situación de especial riesgo por transmisión no controlada de infecciones por COVID-19, de
acuerdo con lo establecido en el artículo 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud determinadas actuaciones entre las que se encuentra la restricción de la entrada y salida de personas de los municipios incluidos en su ámbito de aplicación, salvo para aquellos desplazamientos, adecuadamente justificados, que se produzcan por alguno de los motivos que expresa, medidas restrictivas que son reproducidas en la Orden 1273/2020, de 1 de octubre, de la Consejería de Sanidad, en ejecución de las actuaciones contempladas en la declaración de actuaciones coordinadas.

Pues bien, el TSJ considera que no puede ratificar las medidas sanitarias restrictivas de derechos fundamentales porque la habilitación legal para hacerlo no es suficiente, analizando si la previsión del artículo 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo, de cohesión y calidad del Sistema Nacional de Salud, autoriza la restricción de derechos fundamentales y libertades públicas. Es importante que llega a esta conclusión con independencia del juicio (que no llega a realizar) sobre si las medidas restrictivas de tal derecho fundamental han sidon necesarias e idóneas para evitar la extensión de la
enfermedad en una situación de pandemia como la actual, pues la ausencia de habilitación legal para la restricción del derecho fundamental en la norma expresada impide directamente su adopción en base a dicha habilitación, sin perjuicio -también aclara- de que en nuestro ordenamiento jurídico existan otros instrumentos y procedimientos que autorizan, sin duda, la limitación del derecho fundamental a la libre circulación en determinados supuestos con el sometimiento a las garantías y medios de control corerspondientes.

Los argumentos del TSJ, anclados sobre todo en la jurisprudencia del TC al respecto, se reducen básicamente al carácter de ley ordinaria y no orgánica de la Ley 16/2003 de 18 de mayo que sirva de soporte legal a la Orden de 1 de octubre de 2020 (aunque reconoce que cabe la posibilidad de que por Ley Orgánica, e incluso mediante Ley Ordinaria, se permita la adopción de medidas concretas que limiten el ejercicio de determinados derechos fundamentales sin necesidad de acudir a la excepcionalidad constitucional que implica la declaración de un estado de alarma) y sobre todo en que dicha norma no prevé habilitación legal alguna para el establecimiento de medidas limitativas del derecho fundamental a la libertad de desplazamiento y circulación de las personas por el territorio nacional o de cualquier otro derecho fundamental, sin que tampoco contenga referencias de forma directa o indirecta, a la posible limitación de derechos fundamentales con motivo del ejercicio de las funciones legalmente encomendadas al Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Por último, añade que no se establecen en forma alguna los presupuestos materiales de una eventual limitación de derechos fundamentales, inherentes a las más elementales exigencias de certeza y seguridad jurídica.

Y lo más curioso es que, como bien señala el TSJ, el legislador ha tenido la oportunidad de hacerlo bien. Porque precisamente ha reformado la LO 16/2003 durante la pandemia, en concreto por real Decreto-ley 21/2020 de 9 de junio en concreto para garantizar la adecuada  coordinación entre las autoridades sanitarias y reforzar el funcionamiento del conjunto del sistema nacional de salud, ante crisis sanitarias, pero no ha dicho nada de autorizar medidas limitativas de la libertad de circulación, como muestra el hecho de que asocie de forma reiterada las mismas a la declaración de estado de alarma.

De hecho incluye un interesante “tirón de orejas” al final que no me resisto a transcribir porque creo que expresa muy bien lo que muchos juristas pensamos de todo esto.

“Resulta llamativo que ante el escenario sanitario descrito no se abordara una reforma de nuestro marco normativo más acorde con las confesadas necesidades de combatir eficazmente la pandemia del Covid-19 y afrontar la grave crisis sanitaria que padece el país, pese al consenso doctrinal existente acerca de que la regulación actual de los instrumentos normativos que permiten la limitación de derechos fundamentales, con el objeto de proteger
la integridad física (artículo 15 CE) y la salud (artículo 43 CE), íntimamente conectados entre sí, resulta ciertamente deficiente y necesitada de clarificación”.

Conclusión: el art 65 de la LO 16/2003 no contiene una habilitación legal para el establecimiento de medidas limitativas de derechos fundamentales y la Orden no se ratifica.

Sin duda, un triunfo para la CAM y para su cuestionada Presidenta. Político. Pero a nosotros lo que nos interesa es que resulta clarificador desde el punto de vista del Estado de Derecho, y de la protección de los derechos fundamentales y creo que contribuye a poner un poco de orden (jurídico) en el desalentador panorama español. Que obviamente la voluntad de la CAM no fuera defender el Estado de Derecho sino su posición política particular y su enfrentamiento con el Gobierno central es lo de menos.  El caso es que, como siempre recordamos en Hay Derecho, el fin no justifica los medios. A ver si de una vez el legislador se pone las pilas y hace las cosas bien, que falta nos hace. Nos jugamos mucho.

 

 

Actuaciones coordinadas en salud pública y restricción de derechos fundamentales

Un nuevo enredo jurídico ha vuelto a atraer la atención mediática después de que varias Comunidades Autónomas, encabezadas por Madrid, mostraran su oposición al acuerdo adoptado en el último Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud. Y es que la aplicación de los criterios definidos en este acuerdo pueden llevar al “confinamiento” de Madrid, como ha sido popularmente denominado aunque, en sentido propio, no se trate de un confinamiento sino de una serie de limitaciones como sería la restricción de entrada y salida de los municipios afectados. Vaya por delante una idea: nuestro ordenamiento jurídico no estaba todo lo preparado que habría sido deseable para afrontar con seguridad una pandemia como la que vivimos, pero ni el más perfecto de los ordenamientos habría resistido la falta de lealtad institucional y los requiebros partidistas con los que se está contaminando la gestión de esta crisis.

No obstante, nuestro objetivo ahora es tratar de ofrecer algunas notas que puedan ayudar a esclarecer el panorama desde la perspectiva jurídica para valorar si se están usando adecuadamente los instrumentos y vías legales disponibles para afrontar la pandemia. En concreto, dos serán las cuestiones principales: por un lado, saber si se ha respetado el procedimiento legal al adoptar las actuaciones coordinadas declaradas por el Ministro de Sanidad (Orden comunicada de 30 de septiembre de 2020); y, por otro, indagar si estas actuaciones coordinadas, que luego se concretan en las correspondientes resoluciones de los Consejeros autonómicos, son la vía constitucionalmente adecuada para adoptar medidas que supongan una restricción general de derechos fundamentales o si, por el contrario, debe recurrirse al estado de alarma.

En cuanto a la primera de las cuestiones, la Constitución atribuye al Estado la competencia de “coordinación general de la sanidad (art. 149.1.16 CE) y, en ejercicio de esta competencia, el Ministro de Sanidad puede declarar actuaciones coordinadas en salud pública, de acuerdo con el art. 65 de la Ley 16/2003, de 28 de mayo. A tales efectos, como regula este mismo precepto, el Ministro podrá imponer la “utilización común de instrumentos técnicos” o definir “estándares mínimos en el análisis e intervención sobre problemas de salud”, entre otros mecanismos. Este tipo de actuaciones solo podrán adoptarse para responder a “situaciones de especial riesgo o alarma para la salud pública” o para dar cumplimiento a acuerdos internacionales o europeos. Y, lo más importante, “obliga[n] a todas las partes” (65.2). Ahora bien, salvo en casos de urgencia en los que el Ministro puede acordarlas directamente, en el resto de supuestos requerirá del “previo acuerdo del Consejo Interterritorial del Sistema Nacional de Salud” (art. 65.1). Se trata de una formalidad previa impuesta por el legislador, pero el órgano que decide en ejercicio de sus competencias es el Ministro, no el Consejo. La función del Consejo se limita aquí a corroborar “la necesidad de realizar las actuaciones” (art. 71.1.l).

Por ello, no creo que sea de aplicación lo dispuesto por el art. 73 de esta misma Ley, el cual dispone que “los acuerdos del Consejo se plasmarán a través de recomendaciones que se aprobarán, en su caso, por consenso”. Ni tampoco lo que prescribe el art. 151 de la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público. Este precepto distingue dos tipos de decisiones que pueden adoptar las Conferencias Sectoriales: el acuerdo – que “supone un compromiso de actuación en el ejercicio de las respectivas competencias” y es de obligado cumplimiento salvo para quienes hubieran votado en contra-; y la recomendación –que “tiene como finalidad expresar la opinión de la Conferencia Sectorial sobre un asunto” y compromete a los miembros a orientar su actuación en esa materia según lo recomendado, salvo que hubieran votado en contra-. Entiendo que tales preceptos no son de aplicación porque tanto uno como otro (art. 73 Ley 16/2003, de 28 de mayo y art. 151 Ley 40/2015) parecen estar previstos para decisiones adoptadas en el seno del Consejo en ámbitos que son competencia de las Comunidades. De ahí que o bien se exija la unanimidad (consenso) o bien se entienda que lo acordado o recomendado no es vinculante para quien votó en contra. Pero, como se ha dicho, no es este el caso de las actuaciones coordinadas previstas en el art. 65 Ley 16/2003 en donde el Ministro ejerce una competencia de coordinación que le es propia constitucionalmente. Negar esto sería dejar al Ministerio como un mero convidado de piedra ante una crisis sanitaria que se extiende por todo el territorio nacional, a expensas de la colaboración o coordinación que voluntariamente asumieran las Comunidades. El profesor Velasco lo ha distinguido con claridad en este análisis –aquí-.

Es cierto que el Tribunal Supremo no parece tenerlo tan claro y en un reciente Auto de 30 de septiembre de 2020 remite al consenso referido por el art. 73 Ley 16/2003, de 28 de mayo. Lo llamativo de este auto es que sitúa el centro de gravedad en el acuerdo del Consejo Interterritorial cuando, a mi entender, no es éste sino la Orden Ministerial la clave. De hecho, a mi entender el Ministro podría oponerse a declarar una actuación coordinada aunque una mayoría del Consejo Interterritorial acordara su necesidad. Este acuerdo es un presupuesto para que tome la decisión, pero al final la competencia es del Ministro.

En relación con la segunda de las cuestiones, a mi juicio la restricción generalizada de derechos fundamentales en la gestión de una crisis sanitaria exige declarar el estado de alarma. Como ya tuve la oportunidad de explicar con más detalle –aquí-, la legislación sanitaria lo que permite es que las autoridades sanitarias adopten medidas preventivas generales (que, en mi opinión, no pueden implicar restricción de derechos fundamentales), y medidas singulares para el control de enfermos o sus contactos inmediatos, las cuales sí que podrían comportar privación o restricción de derechos fundamentales con la correspondiente ratificación judicial (en particular, art. 3 LO 3/1986, de 14 de abril). Frente a esta interpretación, el legislador ha salido al paso con una enmienda que se introdujo durante la tramitación de la Ley 3/2020, de 18 de septiembre, la cual atribuye a los Tribunales Superiores de Justicia o a la Audiencia Nacional la ratificación o autorización de las medidas sanitarias que “impliquen la limitación o restricción de derechos fundamentales, cuando sus destinatarios no estén identificados individualmente”. En definitiva, aunque no se diga con tanta claridad, la realidad es que se somete a autorización judicial el ejercicio de la potestad reglamentaria de la Administración.

A diferencia de la autorización judicial cuando se trata de una injerencia en derechos de personas identificables, que sí que tiene un sentido claro y se encuentran muchos otros ejemplos en distintos ámbitos, esta intervención judicial para ratificar medidas generales resulta un tanto exótica y tiene difícil encaje en la lógica de la revisión judicial. Además, se termina eludiendo la vía constitucionalmente adecuada, el estado de alarma, con el correspondiente control político y jurisdiccional ante el Tribunal Constitucional. Amén de que si de lo que se trata es de restringir derechos fundamentales de forma general y excepcional, tiene sentido hacerlo en una decisión que tiene valor de ley, como el decreto del estado de alarma y sus prórrogas de acuerdo con la jurisprudencia del Tribunal Constitucional. La cual, además, se adopta de conformidad con lo desarrollado por la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, que da cobertura expresa a medidas restrictivas de la movilidad como es la prohibición de salir de un municipio, cuando regula que en el estado de alarma se podrá “[l]imitar la circulación o permanencia de personas o vehículos en horas y lugares determinados, o condicionarlas al cumplimiento de ciertos requisitos” (art. 11).

Un estado de alarma que se podría aplicar con mayor cooperación, sin necesidad de llevar el mando único a extremos, y de forma más flexible y con medidas menos incisivas que en primavera. De hecho, entonces algunos sostuvimos que aquel confinamiento fue más allá del ámbito del estado de alarma ya que estuvimos ante la suspensión radical de la libertad de circulación –aquí-.

En cualquier caso, es hora de que los juristas cedamos el testigo a epidemiólogos, médicos y científicos para que el debate público se pueda centrar en la necesidad y adecuación de las medidas que se están adoptando.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Los derechos digitales o las comisiones de expertos para la foto

En estos días veíamos la noticia sobre la constitución de un grupo de trabajo (el segundo que yo sepa en menos de tres años) para el estudio de los derechos digitales en el seno de la Secretaría de Estado de Digitalización e Inteligencia Artificial. Efectivamente, el primero se constituyó en 2017  siendo Ministro Alvaro Nadal y con un grupo de siete expertos. El de ahora es más nutrido y también abrirá un proceso de participación a la sociedad civil. Mientras tanto, duermen el sueño de los justos los derechos digitales ya recogidos en el título X “Garantía de los derechos digitales”, incluido en la nueva Ley Orgánica 3/2018 de 5 de diciembre de Protección de Datos de Carácter personal y garantía de los derechos digitales.  Para variar.

Y eso que pompa y circunstancia no faltaron en su elaboración, así como declaraciones altisonantes, de esas que tanto le gustan a nuestro legislador.  El art 79 bajo el epígrafe “Los derechos en la Era digital” señala lo siguiente: “Los derechos y libertades consagrados en la Constitución y en los Tratados y Convenios Internacionales en que España sea parte son plenamente aplicables en internet. Los prestadores de servicios de la sociedad de la información y los proveedores de servicios de Internet contribuirán a garantizar su aplicación”.  Considera la Exposición de Motivos de la Ley que “Los constituyentes de 1978 ya intuyeron el enorme impacto que los avances tecnológicos provocarían en nuestra sociedad y, en particular, en el disfrute de los derechos fundamentales. Una deseable futura reforma de la Constitución debería incluir entre sus prioridades la actualización de la Constitución a la era digital y, específicamente, elevar a rango constitucional una nueva generación de derechos digitales. Pero, en tanto no se acometa este reto, el legislador debe abordar el reconocimiento de un sistema de garantía de los derechos digitales que, inequívocamente, encuentra su anclaje en el mandato impuesto por el apartado cuarto del artículo 18 de la Constitución Española y que, en algunos casos, ya han sido perfilados por la jurisprudencia ordinaria, constitucional y europea.”

Recordemos que el concepto de “derechos digitales” es relativamente reciente y hace referencia básicamente a los derechos de los ciudadanos en el entorno digital, ya se trate de derechos fundamentales o de derechos ordinarios. Sin embargo, este concepto es especialmente relevante cuando afecta a los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución, en la medida en que estos derechos pueden ejercerse y deben de garantizarse en el entorno digital al menos con la misma eficacia que fuera de él, lo que plantea el problema de cómo protegerlos adecuadamente dadas las especiales características del medio que en ocasiones pueden limitar o dificultar el ejercicio de unas garantías previstas para el mundo físico.

Lo razonable es partir de la premisa de que los derechos fundamentales ya reconocidos en el mundo físico deben de obtener al menos idéntico reconocimiento en el mundo digital, sin necesidad de esperar –aunque pueda ser conveniente- a introducir reformas o modificaciones constitucionales que así lo prevean expresamente. Aunque por razones temporales obvias la Constitución española no contemplaba o mencionaba expresamente la protección de los derechos fundamentales en el ámbito digital hay que entender, como bien dice el precepto que hemos transcrito, que su garantía se extiende a todos aquellos ámbitos en los que estos derechos pueden ejercerse, y a todos los supuestos en que pueden verse vulnerados, existiendo fundamento suficiente en la propia Constitución para realizar esta interpretación.

En particular, podemos citar el art. 18.1 CE que consagra el derecho al honor, la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, el art. 18.3 CE que garantiza el secreto de las comunicaciones y, en especial, de las postales, telegráficas y telefónicas, salvo resolución judicial, el art. 18.4 CE según el cual la ley limitará el uso de la informática para garantizar el honor y la intimidad personal y familiar de los ciudadanos y el pleno ejercicio de sus derechos así como el art. 20.1 a) CE que reconoce y protege el derecho de  expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas y opiniones mediante la palabra, el escrito o cualquier otro medio de reproducción y el 20.1 d) CE que garantiza el derecho a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión.  Lo mismo cabe decir también de los derechos ordinarios ya reconocidos en nuestro ordenamiento jurídico, cuya protección en el ámbito digital debe de estar garantizada de forma similar.

Pues bien, ¿cuáles son en concreto estos derechos?  A mi juicio cabe diferenciarlos en dos categorías: los derechos digitales específicos, que carecen de contenido fuera del ámbito de Internet, y los derechos digitales que son manifestación en Internet de derechos (fundamentales u ordinarios) ya existentes en el mundo físico. Y además, mientras que algunos son muy relevantes, otros (como el relativo al testamento digital) dan la sensación de haberse utilizado como “relleno” para que el catálogo fuera lo más amplio posible. Otros, como los relativos a la educación, son bastante evanescentes. En todo caso la lista está alineada con los catálogos existentes en otros países  o los elaborados a nivel internacional.

Los derechos digitales específicos serían los siguientes:

    • Derecho al acceso a Internet y a la no discriminación en dicho acceso y en el ámbito digital.
    • Derecho a la identidad en Internet
    • Derecho a la seguridad de las comunicaciones en Internet.
    • Derecho a la portabilidad en servicios de redes sociales y servicios de la sociedad de la información equivalentes.
    • Derecho al testamento digital

Los derechos digitales que son manifestación en Internet de derechos serían los siguientes:

    • Derecho a la privacidad y a la intimidad en el ámbito digital.
    • Derecho al olvido
    • Derechos digitales ligados a la libertad de expresión e información en Internet y al derecho al honor en Internet.
    • Derechos digitales en el ámbito laboral (Derecho a la intimidad y uso de dispositivos digitales en el ámbito laboral, derecho a la intimidad frente al uso de dispositivos de videovigilancia y de grabación en el lugar de trabajo, derecho a la intimidad ante la utilización de sistemas de geolocalización en el ámbito laboral, derecho a la desconexión digital en el ámbito laboral, derechos digitales en la negociación colectiva).
    • Derechos digitales en el ámbito de la educación

Por último, aunque los derechos digitales están recogidos en el título X de una Ley que tiene el carácter orgánica, su propia Disposición final primera recuerda que tienen carácter de ley ordinaria los artículos 79, 80, 81, 82, 88, 95, 96 y 97 de dicho título.

Con respecto a lo que más nos interesa, su protección y sus garantías, hay que tener en cuenta que dentro del catálogo coexisten derechos y libertades fundamentales con otros que no tienen este carácter. Pero incluso dentro de una determinada categoría de derechos digitales tampoco el grado de protección o garantías de que gozan es idéntico, a veces por motivos ajenos a la esencia de tales derechos, como pueden ser las derivadas de los sujetos obligados y de las propias limitaciones tecnológicas, económicas, territoriales e incluso jurídicas. Pensemos en el carácter de las empresas que prestan muchos de estos servicios, la mayoría de las cuales son multinacionales que operan fuera del territorio español, y que por ello se rigen por disposiciones muy diferentes a las que resultan aplicables en el ámbito europeo, siendo su relación con los ciudadanos de carácter contractual y muchas veces sin contraprestación dineraria.

Además, cuando hablamos de derechos digitales y de sus garantías hay que tener muy presente la necesidad de una especial protección de estos derechos en el caso de los menores cuyo acceso a Internet desde edades muy tempranas es un fenómeno universal que facilita una sobreexposición al riesgo de la vulneración de sus derechos y libertades fundamentales en el ámbito digital (pensemos en el derecho a la intimidad, por ejemplo). Ello, en contraste con lo que pudiera suceder en el mundo físico, donde no solo las posibilidades de conculcar estos derechos son mucho menores, sino que también es mucho mayor la posibilidad de que sean conocidos y defendidos por sus padres y tutores.

Por último, en el caso de los derechos digitales de los trabajadores son frecuentes las llamadas a los acuerdos entre empleadores y trabajadores o a la negociación colectiva como mecanismos de concretar su contenido y los mecanismos para garantizarlos. Por tanto, será preciso aguardar al desarrollo contractual, convencional o vía negociación colectiva y a la interpretación jurisprudencial para conocer su verdadero alcance en la mayor parte de los casos.

En definitiva, me parece que teniendo pendiente la tarea de hacer efectivos los derechos ya reconocidos es un poco redundante ponerse a elaborar otra “Carta de derechos digitales” que quiere aumentar el listado, según lo que manifiesta la propia noticia de prensa del Ministerio. “En la actualidad, el Título X de la Ley Orgánica de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales, dedicado a garantizar los derechos digitales de la ciudadanía, proclama derechos tan importantes como los relacionados con la protección de datos, el ámbito laboral, la protección de los menores o con los medios de comunicación y las redes sociales. Con el fin de completar y desarrollar este marco normativo, el Gobierno ha lanzado el proceso de elaboración de esta Carta, únicamente dedicada a los derechos digitales, para incluir algunos todavía no recogidos en el citado Título X. Es el caso de los relacionados con la protección de colectivos vulnerables, las nuevas relaciones laborales o el impacto de nuevas tecnologías como la inteligencia artificial”.

En Hay Derecho hemos hablado mucho de legislar para la foto, es decir, de hacer normas muy impactantes sin ocuparse de si se tienen los instrumentos necesarios para hacerlas cumplir, o sin evaluar mínimamente su funcionamiento. Pues bien, parece que ahora alguna Secretaría de Estado aburrida ha decido implantar las “comisiones para la foto”. Ojalá que me equivoque, pero me creería más estas iniciativas si hubieran empezado por hacer una valoración de la efectividad de los derechos digitales aprobados hace menos de dos años. Pero claro, eso no es tan divertido. Y a lo mejor resulta que se han quedado en papel mojado.

Inmigrantes: en la esquina de la Pandemia

La imparable extensión de esta plaga, nada bíblica, que a todos nos ha regalado algunas dosis de aturdimiento, alcanzo a imaginarla como un enorme tablero repleto de figuras de ajedrez. Sobre su superficie, las figuras se afanan por creerse dueñas de sus movimientos y, a la vez, por seguir jugando su papel, más o menos definido, en la partida de la vida. Pero quienes tenemos el privilegio de dedicarnos al “acompañamiento” de personas, hemos ido descubriendo durante estos meses ciertos habitantes de nuestras poblaciones (piezas individuales) que no encajan en la partida. Muchos de ellos no pertenecen a ningún colectivo y escapan a las clasificaciones de los expertos, a las “intervenciones sociales”, a las imágenes de trazo grueso de  nuestros noticieros, o no encajan en las redes de ayuda que tan valiosamente gestionan organizaciones y voluntarios por toda nuestra geografía.

Una gran maraña de asociaciones e instituciones que se afanan por alejar a miles de personas de la sutil línea invisible que a todos nos separa de la marginación social. Por suerte, su trabajo se ha ido especializando en estos últimos años; se les ha ido dotando de medios, se ha ganado en formación,  en presencia, en profesionalidad. Personas que han luchado sin descanso estos últimos meses, tratando de sobreponerse al despiste generalizado y haciendo de escudo protector, intentando evitar que las figuras más frágiles de este tablero se vieran derribadas.

Nombres que consigo identificar en mi memoria, y a los cuales debemos mucho por su diario ejercicio de contención de la desesperanza, de mitigación de daños y, también, de pacificación social. Sin embargo, tanto esfuerzo reparador, tanto brochazo de alivio, no consiguen aún llegar a las esquinas del tablero: allí habitan personas, la mayoría jóvenes aún, que patean a diario las calles de nuestras poblaciones con un puñado de esperanzas mal sostenidas.

Porque tanto esfuerzo de organizaciones y gentes de buena voluntad, se topan (dicho desde nuestra sencilla experiencia) con altas dosis de burocratización, y carecen muchas veces de agilidad en la respuesta. Nos ocurrió durante los días más duros del confinamiento: ni siquiera las organizaciones más cercanas, conseguían responder con celeridad a las emergencias alimentarias: tres días tardaron en proporcionar alimento a un “piso patera”  con cinco varones que llevaban una semana comiendo solo arroz, desde que se dio un aviso urgente (por poner un ejemplo de primera mano).

En medio de esta locura de emergencias cotidianas, la gente no sólo ha necesitado comer; también el miedo ha hecho estragos; y el hacinamiento, la soledad, el sedentarismo. Bofetadas que no a todos nos han dolido por igual. El famoso “quédate en casa” no suena igual en cada casilla de este tablero deforme. Porque nuestra economía  (nunca tan mala) se nutre de una bolsa de actividades “aformales”: quienes malviven de todos estos trabajos tan necesarios para el funcionamiento de nuestro sistema, han sido los grandes vapuleados por esta patada que un virus le ha dado al tablero social:

“¿Crisis? Tú no sabes lo que es crisis. ¡Mira esos coches, mira los supermercados!”, bromean los africanos en Madrid.

En la esquina del tablero, los que no alcanzan ni a ser peones, solo con volver a oir la palabra “confinamiento”,  se estremecen. Porque ellos, los “aformales” de este país, tienen que salir a buscarse la vida cada día (de lunes a lunes). Ellos no engrosan las estadísticas, no son conscientes de pertenecer a ningún colectivo, no entienden de derechos ni de ayudas oficiales, ni se sienten más olvidados que cualquier “aformal” del resto del planeta.

Conservan sus nombres, y aún se levantan todos los días movidos por un afán incombustible que dibuja una vida mejor que la de sus padres:

Williams “saltó la valla” hace cinco años; por fin tenía cita para conseguir su documentación el pasado mes de abril. El confinamiento paralizó su proceso y su oferta de trabajo caducó. A pesar de volver a la casilla de salida, no desfallece: el próximo lunes comienza con muchas ganas un trabajo (informal, por supuesto, y claramente “indefinido”) con el que ayudará a mantener a su familia. No siempre consigue mantener el ánimo intacto.

También Oxana llegó un día, en este caso huyendo de Rusia. Su tarjeta de solicitante de asilo le permite trabajar sirviendo en una céntrica terraza, a pesar de ser licenciada en su país. Pide al cielo que no vuelvan a cerrar los restaurantes. Su porte menudo no le resta carácter y capacidad para luchar en medio de una sociedad tan diferente. No sabe en qué posición del tablero juega, pero está segura de que podrá sobrevivir si lo consiguió en su Siberia natal. Es consciente de que llegó en mal momento, pero eso no lo elige uno, ¿verdad?

Irvin decidió dejar su trabajo en San Salvador antes de que las “maras” acabasen con su vida por negarse a ser reclutado, en una de las ciudades más violentas del mundo. Llegó a Barajas hace dos años ya. Conocer el idioma le ha facilitado el aterrizaje, pero no ha sido suficiente para conseguir un trabajo formal. Pese a que su documentación le permite trabajar, y su formación de administrativo le otorgan buena presencia y habilidades sociales, apenas se mantiene con los 30 euros que consigue el día que le llaman para repartir miles de folletos de la  publicidad que riega nuestros portales (saliendo de casa a las 6 de la mañana y regresando doce horas después). Sigue pensando, sin perder la sonrisa, que puede encontrar algo estable que le permita pagar su habitación sin sobresaltos cada mes.

A ninguno de los tres les gusta escuchar las Noticias, esas que hablan de un futuro económico más que oscuro para nuestras gentes. Porque cuando llegan a casa después de trabajar para mantenerse en pie, solo les alivia tirarse a escuchar alguna bachata, a Yelemba d’Abidjan o música de Sakha con aires kazajos. No son un grupo, pero tienen algo en común: aspiran a ganarse la vida con un trabajo con el que apuntalar una dignidad más que frágil.

Miles de historias personales en las que detenerse desde su propios espacios: porque desde que somos buenos profesionales, citamos a la gente en el despacho; un día empezamos a no tener tiempo para patear las calles y sucumbimos al poder inmenso del ordenador (gran herramienta ) y nuestro “acompañamiento” se paralizaba cuando el ordenador se quedaba bloqueado.

“La calle” es un concepto, no un espacio. Es como “el cielo” en la teología cristiana, no es un lugar. Y es este el medio natural en el que se mueven las personas en su lucha diaria, y se contrapone a  “mi despacho”, a donde quizás algún día acudan. Para poder dejar de ignorar las esquinas de esta pandemia tan desigual, el mejor ejercicio que en justicia me impongo, es el de alcanzar a llegar hasta allí, donde tanto ignorado sueña con una oportunidad justa. Y en esos rincones, los rostros tienen nombres, las casillas del tablero se llaman como las calles de mi ciudad, y cada persona me pregunta expectante si no habrá un trabajo para ella: más allá de los salarios mínimos, los REMI, las horas extras remuneradas y demás conceptos que una minoría privilegiada maneja.

NOTA: si algún amable lector conoce de algún trabajo para nuestros protagonistas, escriba al correo de la fundación, que lo trasladará al autor info@fundacionhayderecho.com

Pandemias en cacerola

Como ya hemos tenido oportunidad de señalar en otros editoriales, los tremendos errores de gestión, las muchas ineficiencias y los problemas políticos derivados de la actual situación de emergencia sanitaria por pandemia no son algo que en sí mismo haya de atribuirse al actual gobierno -por mucho que sea cierto que su peculiar nacimiento y conformación no ayuden a una respuesta sólida y equilibrada- sino que más bien hay que entender que son las disfunciones institucionales que arrastramos desde hace mucho tiempo en nuestro país las que han agravado las consecuencias de la pandemia y han exacerbado la confrontación política. Como está ocurriendo en otros países del mundo que han entrado también en esta pandemia con instituciones muy débiles y con una tremenda polarización política.

Las malas instituciones provocan que las soluciones adoptadas tiendan más al beneficio (de poder o económico) de las personas o grupos de personas que las ocupan e instrumentalizan que al de los intereses generales del país a cuyo servicio se encuentran. El caso del CIS tantas veces tratado en este blog es paradigmático. Esto no es una novedad ni un patrimonio exclusivo de nuestro país, pero las inercias y la resistencia al cambio que se han enseñoreado de nuestro hábitat político se ven magnificadas en situaciones extraordinarias como la presente.

Quizá entre ellas cabría resaltar el tic autoritario y la polarización política, con la consiguiente exclusión del pacto y la negociación incluso en circunstancias tan excepcionales en las que vivimos, donde los acuerdos transversales son absolutamente indispensables para salir de esta situación. En cuanto al tic autoritario, conviene recordar siempre lo que decía Benjamin Constant: es inherente al poder traspasar sus propios límites, desbordar los cauces establecidos para su ejercicio y usufructuar parcelas individuales de libertad que deberían estarle vedadas. Y las circunstancias vienen que ni pintadas para el descontrol y el abuso de poder: una situación de emergencia real que exige la concentración de poder y actuar rápidamente no favorece la transparencia, el respeto al Estado de Derecho, la rendición de cuentas y el control del Poder Ejecutivo, máxime cuando ya antes teníamos carencias en todos estos ámbitos. La regulación por Real Decreto-ley lleva siendo la norma y no la excepción como debería desde hace al menos la moción de censura, pero ya antes el gobierno de Rajoy utilizaba este instrumento normativo a destajo, lo que supone sencillamente laminar el Parlamento en sus tareas legislativas y de paso empeorar todavía más la calidad de nuestra regulación.

De esta forma, cada vez tenemos más presidencialismo, precipitación, falta de acuerdos, liderazgos autoritario,  “legislación para la foto” y en general, todo tipo de abusos de poder empezando por algunos casos muy llamativos de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que también hemos comentado en este blog. Sin pretender hacer un análisis exhaustivo, cabría mencionar las dudas surgidas en torno al vehículo jurídico empleado -el estado de alarma, considerado por algunos insuficiente para el nivel de limitación de derechos sufrido y por su excesiva duración-, el juego tramposo de transmutar la debida y verdadera transparencia y el rigor en los datos públicos por interminables comparecencias insustanciales, los intentos de limitar la libertad de expresión (el amago nunca bien explicado de control por la guardia civil de los ataques al gobierno en las redes) la nula disposición a llegar a acuerdos con la oposición y el aliento de la falsa premisa de que en esta situación no cabe crítica política y de que esta es ilegítima y poco patriótica. De manera que el papel de la oposición se reduce, según esta tesis, a la ratificación sin chistar de las prórrogas del estado de alarma y de los decretos-leyes promulgados. Son tics que se aproximan peligrosamente al iliberalismo.

No ayuda a la necesaria confianza en el Gobierno y en las instituciones que se siga con una política de opacidad extrema en torno a extremos tan sensibles para la ciudadanía como los criterios y los nombres de los expertos que valoran el proceso de desescalada, haciendo de menos la famosa máxima de Bentham de que “cuando más te observo mejor te comportas”. La tendencia -también otro tic autoritario- a tratar a la ciudadanía como menores de edad a los que no se puede dar toda la información y que tienen que confiar ciegamente en sus dirigentes también es muy preocupante. Si tratas a los ciudadanos como menores de edad, luego no te sorprendas de que se comporten como tales.

La opacidad -y el desbarajuste- con el proceso de desescalada ha agravado todavía más el escenario político, porque, como es bien sabido, el agravio comparativo es el agravio más grave. El hecho de que algunas Comunidades Autónomas hayan sufrido un retraso en sus expectativas, como la de Madrid, politizado por ambas partes (tanto el Gobierno central para afear la gestión del PP en la CAM como por parte de su Presidenta, para acusar de autoritario y arbitrario al Gobierno central) ha generado últimamente movimientos populares iniciados en barrios acomodados como el de Salamanca de Madrid, alentados por los dirigentes autonómicos que ponen de manifiesto la injusticia del tratamiento a esa comunidad, dejando caer que esta discriminación obedece a razones políticas y no técnicas, concretamente a que en el gobierno central domina un partido y en la comunidad otros. El que otras CA como el País Vasco, gobernado por el PNV accedan a fases cortadas a medida sin que se expliquen muy bien las causas avala este tipo de suspicacias.

Se trata de un proceso de deterioro que parece no tener fin y que resulta muy preocupante. Estos procesos callejeros -ya se trate de escraches a políticos de uno u otro signo,  de movimientos de rodear instituciones democráticas o de cualquier otro que desborde las instituciones representativas- son muy difíciles de encauzar en una democracia representativa liberal. Claro que el Gobierno  central ha cometido infinidad de errores de gestión; también muchos gobiernos autonómicos por cierto. Pero para encauzar el legítimo malestar de la ciudadanía tenemos cauces de sobra, incluidos los judiciales y los electorales.  Pretender que solo podemos protestar con caceroladas porque nuestro Gobierno es autoritario y despótico no ayuda mucho, porque la realidad es que seguimos viviendo en una democracia aunque conviene, eso sí, no bajar la guardia.  Pero recordemos que este tipo de protestas refuerza a los Gobiernos estatal y autonómico en su estrategia de polarización, que es muy cómoda para ocultar la mediocridad de nuestros políticos y su lamentable gestión.  También refuerza la idea de los bandos, de manera que no se puede ya criticar a los nuestros cuando hacen lo mismo que los adversarios. De esta forma,  los ciudadanos quedamos privados de toda racionalidad y reducidos a meros comparsas de unos y otros, manejados fácilmente por las emociones. En definitiva, un escenario ideal para los populismos y los iliberalismos. No caigamos en la trampa.

Dos conceptos de democracia

El 18 de febrero de 1943, dieciocho meses antes de la capitulación alemana en la segunda guerra mundial, Goebbels pronunció un discurso en el Berliner Sportpalast ante un auditorio repleto y entregado enfervorizadamente a su líder. Criticó a los ingleses por decir que el pueblo alemán se resistía a las medidas que su gobierno había adoptado respecto de la manera de llevar adelante la guerra. Según decía, los ingleses afirmaban que el pueblo alemán quería capitular antes que seguir las directrices de su gobierno. Tras oír estas palabras, la multitud enardecida gritó: ¡Jamás! ¡Jamás! ¡Jamás! A continuación, Goebbels, remedando la teoría de Schmitt acerca de la relación directa entre el pueblo y su líder, formula varias preguntas a su auditorio, al que considera una parte del pueblo por medio de la cual se manifiesta todo el pueblo alemán. Entre ellas requiere de esa parte del pueblo que le indique si desean la guerra total. A continuación insiste en los ataques de los ingleses por sostener que el pueblo alemán ha perdido su confianza en el Führer. Por eso les pregunta directamente si acaso no es su confianza en el Führer aún hoy más grande, más creíble y más firme. Ante esto, la multitud se levanta como un solo hombre; el entusiasmo de las masas se descarga en una escala sin precedente y miles de voces rugen en la sala: ¡Seguimos las órdenes del Führer!

Este acto político que aquí he reflejado no deja de ser un acto de carácter democrático, si bien es verdad que muy extremo, pero democrático. Una parte del pueblo se encuentra frente a uno de sus líderes y es capaz de mostrarle, según afirma el líder, la voluntad de todo el pueblo. Si es o no inducida, poco importa ahora. Lo que interesa subrayar, es que podemos apreciar una forma de hacer política que tiene sus raíces en la antigüedad, en las formas de la democracia directa griega. Allí, en Atenas, según cuenta Aristóteles, el pueblo griego, los hombres ciudadanos, se reunía en la asamblea y decidían cómo había de regularse su comunidad. Aristóteles con muy buenas razones desprecia esa forma de organización pues se asentaba en una libertad, que entendía como mero deseo, arbitrio o capricho, lo que impedía que el orden social se construyera de manera medianamente racional. La crítica de Aristóteles poseía parte de razón, aunque no toda, pues la democracia griega había desarrollado, si bien de manera muy rudimentaria, unos mecanismos que le permitían corregir los excesos de las decisiones arbitrarias.

En cierta medida nosotros somos receptores de algunos de estos inconvenientes, pues nuestras democracias se articulan en torno a la regla de la mayoría, mediante la que se llega a establecer como legítima una medida que es fruto de la agregación de un determinado número de decisiones individuales. Es verdad que hemos tratado de evitar los inconvenientes más graves que cabría derivar de la democracia directa por medio de la introducción de los mecanismos propios de la democracia representativa. No obstante, estos mecanismos, si bien corrigen excesos de aquella, no los evitan de manera completa. Kelsen lo vio muy bien en los tiempos de Weimar, cuando percibió que el sistema representativo no evitaría las demasías propias de las democracias directas, pues del mismo modo que los demagogos manejaron al pueblo ateniense, también podría ocurrir que lo hicieran los representantes en una democracia indirecta. Esta es la razón por la que intenta corregir esa deriva probable en su tiempo, cierta poco después, introduciendo dos mecanismos: la obligación de que determinadas medidas fueran adoptadas por mayorías cualificadas y la introducción de una serie de derechos público-subjetivos, bajo cuyo manto pudiéramos guarecernos frente a las decisiones insensatas de nuestros representantes.

Ninguno de los dos mecanismos estuvo bien concebido, por lo que en el fondo no se pudo impedir que terminaran por adulterarse. Estos inconvenientes podemos apreciarlos en nuestros días, siempre que la representación política cae en manos de aventureros o bolivarianos. Muestra de ello son, entre muchas otras, medidas como las adoptadas en relación con las requisas inmobiliarias o las preguntas capciosas hechas por instituciones, que deberían ser neutrales, con la intención de dirigir la opinión pública en una determinada dirección con vaya a saber usted qué fines (bueno, algunos se intuyen, y no parecen nada halagüeños). Todo esto es lo que nos habría de llevar a pensar la democracia de una manera distinta de forma que se eviten los inconvenientes, tanto de la democracia directa, como los que de ésta se transmiten a la democracia representativa.

Ese nuevo concepto de democracia incorpora el mecanismo central de la democracia representativa, la regla de la mayoría, dentro del concepto de soberanía popular; es decir, no entiende la soberanía popular simplemente como lo que directamente expresa el pueblo en las urnas, pues diferencia entre lo que dice la mayoría del pueblo y el mismo pueblo como concepto. Las ideas de Goebbels adolecían de ese defecto: identificaba a una parte del pueblo con el pueblo y la decisión de la parte se adoptaba como la del todo. Ese error es el que preside el concepto de la democracia representativa y esta es la razón por la que hace falta volverla a repensar de una manera diferente.

La democracia ha de fundarse necesariamente en el pueblo, pero no entendido como la expresión de una suma agregada de voluntades individuales, sino como la idea del pueblo soberano, esto es, la voluntad general, que conceptualmente expresa el interés general. Pensado así el fundamento de la democracia, deja de lado los intereses particulares y se asienta sobre el interés general, aunque si se quedara en esto, tal democracia adolecería de abstracción, lo que no está exento de riesgos, tal y como Robespierre puso de manifiesto al engrasar la guillotina con lo que él entendía como voluntad general. Por eso hace falta que tal voluntad general se determine y el único mecanismo que hemos encontrado radica en la regla de la mayoría, aunque ahora esa mayoría ya no puede identificarse con el todo, pues solo adquirirá legitimidad si en su concreción se enmarca en la misma voluntad general. Dicho de manera más clara, la determinación de la voluntad general por medio de la mayoría no puede poner en cuestión el interés general.

Podríamos pensar que la voluntad mayoritaria no la pone en cuestión nunca, sino que solo la determina, por lo que habría que aceptarla. Si nos quedáramos aquí, no habríamos avanzado nada sobre los inconvenientes de que se habló antes en relación con la democracia representativa. Así pues hace falta algo más, algo que sin poner en cuestión el mecanismo de determinación de la voluntad general por medio de la voluntad mayoritaria, encuentre sin embargo un límite para esta. La solución se encuentra en las exigencias que conlleva la misma práctica de la regla de la mayoría. Es decir, la voluntad general requiere de un mecanismo, la regla de la mayoría, pero esta requiere de otro, que es el que realmente la hace funcionar. No es posible que se constituya la mayoría si no existen toda una serie de derechos que son los que permiten que la misma se  conforme. Se había reconocido, aunque de manera imprecisa, cuando se afirmó que el límite de la mayoría consiste en que ha de permitir que la minoría pueda convertirse en una nueva mayoría. Dicho de manera más exacta, sólo puede conformarse la mayoría si se reconocen derechos y libertades privados y políticos que no pueden estar a disposición de esa mayoría. Por eso cuando en una democracia se ponen en peligro tales derechos, se está cuestionando su mismo carácter de democracia.

Las decisiones de la mayoría son de la mayoría, por lo que han de admitirse, si bien no pueden ser ilimitadas, pues no pueden ponerse en cuestión los derechos y libertades que las hicieron posibles. De ahí que en tiempos de pandemia, tendríamos que estar muy atentos a las decisiones que pudieran afectar a nuestros derechos, pues cualquier transgresión de los mismos implicaría una deslegitimación de la decisión que los atropellara, por mayoritaria que esta fuese.

Derecho de excepción y control al Gobierno: una garantía inderogable

La pandemia causada por el coronavirus ha llevado a nuestro país a una situación de emergencia que ha reclamado medidas excepcionales. Ya no era posible seguir actuando a través de los poderes ordinarios. Las primeras medidas que se adoptaron estiraron hasta casi desbordar la cobertura jurídica que daban normas como la LO 3/1986, de medidas especiales en materia de salud pública, y alguna legislación autonómica. El Gobierno de España finalmente, como es sabido, tuvo que recurrir al art. 116 CE, desarrollado por la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio –en adelante LOEAES-. Así, el 14 de marzo el Gobierno dictaba el Real Decreto 463/2020, por el que se declara el estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, posteriormente prorrogado con autorización del Congreso el 27 de marzo por otros quince días y, anteayer, por otros quince más. En el mismo se adoptan un amplio abanico de medidas que nos sitúan fuera de la “normalidad” constitucional, lo que suscita varias preguntas: ¿hasta qué punto el ordenamiento constitucional da cobertura jurídica a las mismas? ¿ha acertado el Gobierno con la forma jurídica que ha dado a este estado de alarma? Y, en última instancia, ¿qué garantías deben mantenerse?

Pues bien, como se ha dicho, la Constitución de 1978 contempla un Derecho constitucional de excepción, el cual, como no podría ser de otro modo en un Estado de Derecho, enmarca el ciceroniano salus populi suprema lex esto sujetándolo a límites y garantías. En concreto, la Constitución prevé tres posibles estados para afrontar estas situaciones de emergenciaalarma, excepción, y sitio, cuya declaración exige determinar el ámbito territorial, los efectos y, en su caso, la duración dentro de los límites constitucionales. Además, cuanto mayor sea la gravedad del estado en el que nos encontremos, mayor es la participación que le corresponde al Congreso de los Diputados. Se trata de un claro contrapeso institucional que además dota de legitimidad democrática a la medida. Asimismo, debe tenerse en cuenta que el acuerdo por el que se declara o prorroga alguno de estos estados tiene fuerza de ley (ATC 7/2012, de 13 de enero, y STC 83/2016, de 28 de abril). Y es que los mismos introducen “excepciones o modificaciones pro tempore” al ordenamiento jurídico (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 9). Ahora bien, todas las medidas deberán responder a los principios de necesidad y de proporcionalidad y sólo podrá recurrirse a ellos cuando fuera imposible dar respuesta a la crisis mediante los poderes ordinarios (art. 1 LOEAES).

Las causas que justifican declarar cada uno de los estados no las especifica la Constitución, sino que nos tenemos que buscarlas en la Ley Orgánica. La misma, como ha apuntado Cruz Villalón –aquí-, parece alejarse de una visión gradualista y ha configurado tres estados excepcionales “como institutos de respuesta a tres emergencias cualitativamente distintas”. El estado de alarma se habría “despolitizado” y habría quedado para combatir catástrofes naturales o tecnológicas, crisis sanitarias, o para supuestos que comportaran “paralización de servicios públicos esenciales” o “situaciones de desabastecimiento” (art. 4 LOEAES). El estado de excepción estaría previsto entonces para crisis de orden público, sin que el estado de alarma tenga que ser una antesala del mismo. Ahora bien, comparto con F. J. Álvarez García (Estudios Penales y Criminológicos, n. 40, 2020, pp. 1-20), que el concepto de orden público no ha de circunscribirse a la idea de “tranquilidad en la calle”, asociándolo a graves desórdenes públicos, sino que debe asumirse un concepto de orden público constitucional más amplio, vinculado a la “participación activa de los ciudadanos en la totalidad del orden constitucional”. De tal manera que, como prevé la propia LOEAES, aquellas circunstancias que puedan comprometer gravemente el libre ejercicio de los derechos y libertades de los ciudadanos, el normal funcionamiento de las instituciones democráticas o el de los servicios públicos integrarían esa idea de orden público que justifica la declaración de un estado de excepción. Por último, el estado de sitio queda restringido a circunstancias de insurrección o fuerza que buscan la ruptura del orden constitucional.

Es por ello que, a mi entender, a la hora de valorar si debe declararse un estado de alarma o de excepción ante determinadas circunstancias que hicieran “imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios” (art. 1.1 LOEAES) hay que atender más a la naturaleza de las medidas que se quieren adoptar, considerando aquí sí a una visión “gradualista”, que a una “artificial” diferenciación entre situaciones con origen natural o humano vinculadas -o no- a alteraciones de orden público (F. J. Álvarez García, ob. cit.). Una catástrofe o una epidemia, igual que una huelga, tanto pueden justificar un estado de alarma como de excepción en función de la alteración que estás puedan provocar y, sobre todo, de las medidas que sea necesario adoptar para afrontarlas. Sobre todo porque la Constitución no ha especificado los presupuestos habilitantes, por así llamarlos, para la declaración de estos estados, pero sí que ha introducido una regla clara en el artículo 55.1 CE en relación a sus efectos, según la cual, en palabras del Tribunal Constitucional, “[a] diferencia de los estados de excepción y de sitio, la declaración del estado de alarma no permite la suspensión de ningún derecho fundamental (art. 55.1 CE contrario sensu), aunque sí la adopción de medidas que pueden suponer limitaciones o restricciones a su ejercicio” (STC 83/2016, de 28 de abril, FJ. 8). Por tanto, si es necesario “suspender” y no sólo “limitar” un derecho fundamental no se podrá recurrir al estado de alarma.

De tal suerte que, a la luz de lo visto, las dos preguntas claves para valorar la opción del Gobierno por el estado de alarma y no por el de excepción ante la epidemia del coronavirus serían: la primera –para saber si podía decretarse el estado de excepción-, ¿el coronavirus ha generado una situación que comprometa gravemente el ejercicio de los derechos fundamentales y un servicio público como la sanidad integrados en esa idea de orden público constitucional? Y, la segunda, ¿la sedicente medida de “limitación” de la libertad de circulación prevista en el art. 7 del Decreto que declara el estado de alarma es una restricción del derecho fundamental o estamos ante una suspensión del mismo? En mi opinión la respuesta a la primera pregunta sería que, desde el momento en el que los ciudadanos no pueden ejercer libremente sus derechos por riesgo de contagio y que la extensión del virus provoca un peligro de colapso del sistema sanitario, se ve gravemente comprometido el orden público constitucional y estaría justificado declarar el estado de excepción. No es que sea necesario, pero es una posibilidad constitucional toda vez que, además, no es suficiente actuar mediante las potestades ordinarias, según lo ya dicho. Además, si se decreta este estado, tampoco quiere decirse que tengan que adoptarse todas las medidas que la ley permite. Por ejemplo, en una situación como la actual sería un disparate suspender el secreto de las comunicaciones. Y, en cuanto a la segunda pregunta, a diferencia de lo que han concluido otros colegas (entre otros Presno Linera –aquí-, Arman Basurto e Íñigo Bilbao –aquí– o Francisco Velasco –aquí-), entiendo que nos encontramos ante un supuesto de suspensión general de la libertad de circulación, que arrastra además la de otros derechos fundamentales como el de reunión o el de manifestación (en este sentido también F. J. Álvarez García, ob. cit.). Hoy, en España, por mor del estado de alarma, está prohibido celebrar manifestaciones (art. 22.1 LOEAES), aunque no se diga expresamente. Y el decreto del estado de alarma al establecer que “las personas únicamente podrán circular por las vías de uso público” para realizar ciertas actividades muy específicas está, en definitiva, suspendiendo el derecho con ciertas excepciones. La prohibición de circulación con posibilidad de que se fije el “itinerario a seguir” recogida en el art. 20 LOEAES para el estado de excepción se parece bastante a las causas que justifican poder salir del confinamiento según el real decreto. Por el contrario, restricciones condicionadas al cumplimiento de requisitos o límites como los que prevé el art. 11.a LOEAES para el estado de alarma serían, por ejemplo, si pudiéramos circular pero con mascarilla y guantes, o, como me decía un alumno en un reciente seminario, el clásico toque de queda circunscrito a determinadas horas.

Aún más, estamos viendo excesos de celo policiales cuando se impide el desarrollo de actos de culto como los que muestran estas noticias en Sevilla –aquí– o Cádiz –aquí-, que evidencian como la libertad religiosa se está viendo también comprometida. De hecho, puede incluso dudarse de si estaría justificado que una persona saliera de casa para asistir a uno de estos actos de culto, que en principio están permitidos siempre y cuando se realicen con las debidas garantías (art. 11 Real Decreto 463/2020).

En todo caso, sobre esta segunda cuestión parece que la última palabra la tendrá el Tribunal Constitucional. Al final, como hemos visto, en un Estado de Derecho incluso en momentos de excepción quienes ejercen el poder han de estar sujetos al Derecho y, por tanto, a la revisión de sus decisiones por los tribunales, en este caso por el Constitucional.

Más allá, en relación con las debidas garantías no sólo jurídicas sino también institucionales, me preocupa especialmente la inoperancia del Congreso en su función de control y el pasotismo gubernamental a la hora de dar cuenta de su gestión. En unas circunstancias como las actuales es precisamente cuando el Gobierno tiene un deber cualificado de responder en sede parlamentaria y las Cortes Generales han de poder ejercer con plenitud su función de control al Gobierno para fiscalizarlo. La Constitución también es terminante en este punto y afirma con rotundidad que el principio de responsabilidad del Gobierno mantiene su vigencia cuando se declara alguno de los estados de emergencia (116.6 CE). Como consecuencia de ello, prevé que no se pueda disolver el Congreso y que si no estuviera en período de sesiones quedarían automáticamente convocadas (art. 116.5 CE). Pues bien, ello contrasta con la suspensión de la actividad parlamentaria acordada por la Presidenta del Congreso aquí, que ha quedado reducida a su mínima expresión (prórroga del estado de alarma, convalidación de decretos-leyes y sesiones de control al Ministro de Sanidad en la correspondiente comisión), y con el compromiso del Gobierno de informar sobre las medidas que adopte. Es cierto que las exigencias sanitarias imponen límites que dificultan el normal desarrollo de la actividad parlamentaria y, de hecho, no es solo un problema al que se enfrente el Parlamento nacional, sino que en el ámbito autonómico se está reproduciendo esta polémica. Pero es precisamente el Congreso de los Diputados el que tiene que realizar en este extremo un mayor esfuerzo habida cuenta de la singular posición constitucional que ocupa. Estando declarado uno de los estados de emergencia el control parlamentario al Gobierno de la Nación es una garantía inderogable e inexcusable. Las comparecencias televisivas del Presidente –para colmo con preguntas capadas- y las ruedas de prensa de sus ministros –o de los casos de altos cargos- no pueden sustituir el debate y escrutinio parlamentario. Los problemas técnicos o logísticos, o la falta de previsión normativa son excusas de mal pagador. Como han sostenido el profesor Aragón Reyes y otros académicos –aquí-, hay que ser creativos, imaginativos para hallar fórmulas que permitan desarrollar la actividad parlamentaria. Y, sobre todo, una Presidenta del Parlamento debe erigirse en la mayor defensora de las prerrogativas de éste, no en el baluarte del Gobierno. Qué lejos nos queda el speaker británico enfrentándose al Primer Ministro cuando quiso suspender las sesiones parlamentarias para evitar que lo controlaran con el Brexit. Qué lejos quedan las razones que daba Pedro Sánchez cuando estaba en la oposición y el entonces Presidente Mariano Rajoy se oponía a ser controlado por estar en funciones –aquí-. Recientemente se titulaba un reportaje sobre esta cuestión “tarjeta roja al Gobierno y a Batet” –aquí-, no sé si tarjeta roja, pero cuando menos amarilla ya muy teñida al naranja sí que es. Porque, como ha titulado Carlos Vidal, “El Congreso no puede hibernar” (El Mundo, 6/04/2020).

 

Prisión permanente revisable: una visión a favor

Dice el refranero que el tiempo lo cura todo. Y, hasta hace bien poco, también lo decía el sistema penal español. Una concepción fuertemente arraigada en la democracia española que, sin embargo, se vio alterada el 31 de marzo de 2015, con la publicación en el BOE de la modificación de la LO 10/7/1995, de 23 de noviembre. Con ella, además de otras medidas igualmente polémicas, se introdujo en el ordenamiento la Prisión Permanente Revisa (en adelante ‘PPR’) de acuerdo con la cual el tiempo, por sí solo, no puede curarlo todo. O esa es, al menos, la interpretación que he propuesto en Prisión permanente revisable. Una nueva perspectiva para apreciar su constitucionalidad en tanto que pena de liberación condicionada, publicado el pasado septiembre con la editorial Bosch Editor.

Para muchos, la incorporación de esta nueva institución en el acervo punitivo estatal supone un importante retroceso legislativo, una concesión al Derecho Penal del Enemigo, o una muestra de populismo punitivo. No obstante, y de acuerdo con mi parecer, muchas de estas críticas provienen de la incomprensión, de ver en la PPR una suerte de cadena perpetua algo maquillada para –digamos- “colársela” al Tribunal Constitucional. Ciertamente no conozco cuál fuera la intención efectiva de sus impulsores, ni si deseaban realmente revivir esta antigua pena. Sea como fuera, sostengo que es posible otra comprensión de la cuestión, viendo en la PPR un punto medio virtuoso entre los dos extremos en los que parece encausarse el debate. Por un lado, que cualesquiera que sean los delitos cometidos, la estancia en prisión es suficiente para enmendarlos –que el tiempo lo cura todo-, y por otro, que determinados actos son tan graves y nocivos para la sociedad que su autor no merece jamás una segunda oportunidad –que el tiempo no lo cura todo. Como expondré a continuación, existe una tercera vía más atractiva con la que sintetizar lo mejor de ambos mundos.   

El libro que presento está dividido en dos partes. Una primera de corte descriptivo en que repaso la historia de las penas perpetuas en el Derecho español moderno, detallo la compleja (y mejorable) regulación de la PPR, hago una pequeña comparativa con sus análogos europeos para acabar repasando la jurisprudencia nacional y comunitaria más relevante. En la segunda parte, de tipo filosófica, abordo el meollo de la cuestión: responder al consenso casi unánime de la doctrina de acuerdo con el cual la PPR sería, además de indeseable, inconstitucional. ¿Es así realmente? En esta ocasión querría centrarme en las tres críticas más repetidas, y a las que mayor espacio dedico en el texto: que la PPR es inhumana, no resocializadora e innecesaria y, por ende, contraria a la Constitución. 

En contra de la alegada inhumanidad cabe argumentar que, si una pena es de una naturaleza tal que no merezca el anterior reproche –como sería la pena de prisión-, entonces no se volverá inhumana cuando su finalización se condicione al cumplimiento de determinados requisitos, (siempre y cuando estos sean razonables, estén al alcance del reo y se hayan definido adecuadamente). En efecto, “imaginemos a un ladrón que hubiese sustraído una gran cantidad de dinero, joyas, arte etc. ¿La pena de prisión que se le impusiese se volvería inaceptable por el hecho de que se condicionase la liberación a la revelación del lugar donde escondiera su alijo (en el caso de que efectivamente existiese tal lugar)? ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta al asesino por condicionar su finalización a que el mismo revelase el lugar donde se enterró el cadáver y así permitir que la familia pudiese darle adecuada sepultura? (p.64-65)” ¿Se volvería inaceptable la pena de prisión impuesta a un violador por condicionar su finalización a que este colaborase diligentemente con la víctima en sesiones psicoterapéuticas que pudieran ayudarla a superar el trauma sufrido? Ciertamente no lo parece. Ahora bien, más allá de estos ejemplos, ¿cuáles podrían ser estos criterios de liberación? Pasamos entonces a la segunda crítica.

No cabe duda que la actual legislación de la PPR adolece de problemas muy sustanciales, tal y como destaca acertadamente López* (2018). Sin embargo, ello no implica que no sea posible abordar esta cuestión con más rigor y acierto, en particular, en lo que atañe a los criterios de revisión, hoy centrados en variables cuestionables como la situación familiar y social del reo, sus antecedentes o las circunstancias del delito. Pues bien, si aquello que nos preocupa es atender al mandato del art. 25.2 CE nada mejor que exigir como condición de liberación con la que acceder a una segunda oportunidad, precisamente, el habérsela ganado. ¿Cómo? Esforzándose en reparar o aliviar el daño cometido –ya sea mediante la socorrida responsabilidad civil o, mucho más interesante, mediante medidas de justicia restaurativa- y, muy importante, haberse reinsertado efectivamente, es decir, gozar de un pronóstico de escasa peligrosidad. De este modo, el perdón social no se ofrecería a cambio del mero paso del tiempo, sino que debería ser ganado por el propio reo lo que, a su vez, le ofrecería una posibilidad real de redención, daría cumplimiento al mandato constitucional y aumentaría la seguridad pública. 

Llegamos entonces a la tercera crítica habitual con que descalificar a la PPR: su alegada futilidad. Así se argumenta que, en contra de lo defendido en la Exposición de Motivos, con la PPR se habría dado un endurecimiento penal innecesario ya que, como es sabido, penas mayores raramente conllevan menos crímenes. Comparto tal principio, ahora bien, ¿acaso agota la prevención general todo el campo de la seguridad? Como ahora sugería, en el análisis de la PPR también hay que ponderar las ganancias que se obtengan desde el punto de vista de la prevención especial que, por razones obvias, son significativas. Y es que “A menos que uno postule la inexistencia de criminales irreformables (para algunos delitos) parece sensato –y necesario- que los Estados dispongan de los medios para hacerles frente […] A menos que uno considere que las medidas de libertad vigilada serán suficientes en todos los casos, debería concluirse que la PPR sí aumenta la seguridad (por la vía de la prevención especial negativa) y que, por tanto, no puede ser considerada una medida fútil. (p.111)”. Dicho de otro modo, sin la PPR debería liberarse a un preso (de homicidio, de secuestro, de violación etc.) aun cuando se supiera que volvería a reincidir –como ha sucedido en diversas ocasiones. En cambio, con la PPR esta sería una situación que, si bien no se eliminaría, sí podría reducirse significativamente. 

Introducía esta breve discusión hablando de extremos viciosos, ¿de qué modo ocupa la PPR el punto medio virtuoso? La PPR destaca por oponerse por igual a la idea de que existen actos imperdonables –i.e cadena perpetua o pena capital- como a su opuesta, esto es, que el tiempo lo cura todo -de modo que el confinamiento pasivo en prisión sea suficiente para volver a la vida en sociedad-.  Pues bien, bien entendida, la PPR “propone que el perdón siempre es posible, pero siempre y cuando uno se lo gane. Luego, con la PPR nadie se ve privado de una segunda oportunidad, ni tan siquiera aquellos que las hayan arrebatado todas de las formas más reprochables. Eso sí, esa segunda oportunidad no se regala, sino que se le pone un precio: haberse esforzado por minimizar el mal causado y haberse reformado hasta el punto de no constituir un grave peligro para la sociedad. (p.132)” Bien regulada y acompañada de los medios adecuados, esta nueva sanción puede convertirse en una herramienta muy versátil en la que combinar los distintos fines de la pena con más precisión y justeza de la que normalmente es posible. Analizada con detenimiento, y abstrayéndose de las connotaciones y los simbolismos que acompañan este debate, la PPR aparecerá como una medida en sintonía con los principios y valores que deben regir en una democracia avanzada. 

 

* LÓPEZ PEREGRÍN, C. (2018). “Más motivos para derogar la prisión permanente revisable”, Revista Electrónica de Ciencia Penal y Criminología, núm. 20-30, pp. 1-49.

Presunción de inocencia y violencia de género (y II): los procesos de violencia de género

El autor de este post es un jurista que tiene una cuenta en Twitter bajo el pseudónimo de Judge the Zipper.

En el primer post de esta serie (ver) tratamos de la presunción de inocencia. Veamos entonces qué ocurre con los procesos de violencia de género. Para ello hemos de revisar la estadística oficial del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ)[1], que ya aviso que no es todo lo completa que pudiera desearse[2].

Pues bien, atendiendo a los datos que dicha estadística ofrece, resulta que la mayoría de procesos que se inician por denuncia de violencia de género acaban sin que la presunción de inocencia llegue a operar. El motivo es que muchísimos de ellos acaban antes del juicio, en la primera fase de instrucción, por sobreseimiento porque no hay indicios suficientes de la existencia del delito denunciado.

Así, de las 166.961 denuncias de violencia de género que se interpusieron en el año 2018, el 45 % terminó en sobreseimiento (sin contar otros archivos). En algunos casos, esa falta de indicios suficientes que lleva a sobreseer se debe a que las mujeres deciden retirar la denuncia, esto es, se acogen a su derecho a no declarar contra su pareja o expareja, lo que en 2018 ocurrió en un 10,9 % de las denuncias[3].

Pero cuando se pasa el filtro de la primera fase (no hay sobreseimiento y el fiscal acusa) y se abre la fase del juicio oral, donde ya la presunción de inocencia actúa en toda plenitud, ¿qué pasa? Pues que aparentemente, a pesar de la presunción de inocencia, la mayoría de los casos acaban en condena. Sin diferenciar por clase de juzgados, la media oficial es de un 69,5 % de condenas.

Ahora bien, digo “aparentemente” porque, en verdad, resulta que gran parte de las condenas se alcanzan por conformidad (acuerdo), o bien en la primera fase de instrucción[4], o bien antes de comenzar el juicio propiamente dicho, en su antesala. Es decir, que la mayoría de las condenas lo son sin que se celebre un juicio, sin que exista un debate contradictorio ante el juez entre la defensa y la acusación y sus respectivas pruebas, y sin que, por tanto, entre a funcionar la presunción de inocencia[5].

Porque ocurre que, si se celebra juicio y se permite actuar a la presunción de inocencia, la misma se deja notar y entonces estadísticamente vemos que las absoluciones sí son bastantes más que las condenas. Concretamente, en los juzgados de lo penal, donde se celebra la fase de juicio oral, la estadística del CGPJ para el año 2018 arroja que el 62’8 % de los juicios que sí se celebraron acabaron en absolución, por el 37,2 % que acabó en condena. Es decir, si el juicio se celebra, hay 1,68 veces más probabilidades de que la sentencia sea absolutoria que condenatoria.

Así que, aquella primera afirmación que veíamos de que gracias a la presunción de inocencia la mayoría de las denuncias de violencia de género no acaban en condena, hay que matizarla. La mayoría de asuntos de violencia de género es verdad que quedan en nada (en 2018, acabaron en condena 1 de cada 5 denuncias, el 20,9 % de todas), pero ello no se debe a la presunción de inocencia.

Lo que ocurre las más de las veces es que, simplemente, el asunto no llega a juicio para medirse con la presunción de inocencia, o bien porque se sobresee por falta de indicios suficientes (lo más habitual), o porque se pacta la condena y no da tiempo a que la presunción de inocencia entre en juego. Pero si finalmente hay juicio como tal, la presunción de inocencia actúa (la LIVG no lo impide, ya lo hemos dicho) y hay más absoluciones que condenas.

Pero, y eso de que detienen a los hombres siempre que se les denuncia por violencia de género, ¿no infringe la presunción de inocencia?

Bien, lo primero es poner en duda esa afirmación. “Siempre” es una palabra demasiado definitiva. Admitiría “muchísimas veces”, por mi experiencia y la de mis compañeros. Pero aquí es donde el análisis se queda cojo, pues me faltan datos para contrastar si en violencia de género se detiene más o menos que en otros delitos, datos que seguro que manejan las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, que son quienes llevan a cabo esas detenciones. Si algún lector tiene datos oficiales al respecto, agradecería que los compartiera.

En todo caso, lo importante no es tanto si se detiene mucho o poco, sino si la detención, cuando se hace, está o no justificada, que creo que es lo que anda tras las quejas que existen en esta cuestión.

Para proceder a la detención, tras denuncia de la víctima, la policía tiene en cuenta las instrucciones de sus superiores (protocolos) y su propia apreciación del caso concreto[6]. Sea como sea, la detención debe ajustarse a lo que dice la Ley, por supuesto. Pero no la LIVG, pues ésta no da instrucción de ningún tipo a las fuerzas y cuerpos policiales de en qué casos, cómo y cuándo ha de procederse a la detención del denunciado por violencia de género, sino la Ley de Enjuiciamiento Criminal (LECRIM), que es la que fija cuándo puede/debe procederse a la detención[7].

En todo caso, ya se entienda que la detención en el caso concreto era injustificada, ya se entienda que en esta materia son más abundantes que para otros delitos, lo que debe quedar claro es que, en estricto sentido, no se afecta a la presunción de inocencia.

Porque, como queda dicho, la presunción de inocencia es un derecho fundamental procesal, es decir, que desarrolla todo su potencial en el ámbito de un proceso penal, concretamente en el juicio. La detención policial, tras la denuncia, sucede en una fase previa al proceso, en una fase policial donde los fines son otros y donde, por tanto, no puede hablarse de vulneración de un derecho procesal, por muy fundamental que sea[8].

Ahora bien, y con esto ya acabo, eso no significa que no deba tenerse en cuenta la presunción de inocencia como principio general. En absoluto. Todos somos inocentes mientras que, de forma contundente y en un proceso judicial, no se pruebe lo contrario, y ello rige para todas las facetas de la vida y nos vincula a todos[9]. A la prensa, por ejemplo, que debe tenerla presente al dar las noticias (así, debe decir siempre “presunto” delincuente y otras prevenciones en el ejercicio del derecho fundamental a la información). O a los responsables públicos, tanto cuando imponen sanciones administrativas (derecho administrativo sancionador) como cuando, simplemente, se dirigen a los ciudadanos[10].

Y por supuesto, a los agentes de la autoridad responsables de una detención, pues si bien la presunción de inocencia no puede entenderse vulnerada en esta fase policial previa al proceso judicial que es la detención, y con ello damos por contestada la cuestión que planteábamos al principio, sí que obliga a la policía a gestionar adecuadamente el proceso de la detención y, sobre todo, a guardar un exquisito respeto a los derechos fundamentales del detenido durante dicho proceso[11].

[1] http://www.poderjudicial.es/cgpj/es/Temas/Estadistica-Judicial/Estadistica-por-temas/Datos-penales–civiles-y-laborales/Violencia-domestica-y-Violencia-de-genero/Datos-sobre-Violencia-sobre-la-mujer-en-la-estadistica-del-CGPJ/ (pinchad en “datos” e introducid el año que queráis).

[2] Por ejemplo, lo más significativo es que, en la estadística de condenas en los juzgados de violencia sobre la mujer (JVM), que son juzgados de instrucción con esta competencia, no se especifica el porcentaje de condenas que fueron por conformidad; y como no se diferencia entre las condenas alcanzadas por delitos graves y menos graves (que son siempre por conformidad) de las condenas por delitos leves (que pueden ser por conformidad o no), se complica extraer ese porcentaje de acuerdos.

[3] La estadística del CGPJ sólo recoge las renuncias a declarar realizadas en los JVM (que, como queda dicho, son juzgados de instrucción), pero no las que ocurren una vez el asunto llega al juzgado de lo penal, en su caso, y antes de comenzar el juicio.

[4] Se llaman entonces “juicios rápidos”, aunque en puridad no hay un juicio como tal.

[5] Debido a la anteriormente indicada deficiencia de la estadística del CGPJ, no es posible ver qué porcentaje exacto de todas las condenas que hay en VG lo son por acuerdo o conformidad. Pero podemos tener la convicción absoluta de que son la mayoría. En los juzgados de lo penal, la cifra es clara porque la facilita la estadística oficial: el 30,5 % de los asuntos que llegaron a estos juzgados en 2018 acabaron por acuerdo (y por tanto no llegó a celebrarse un juicio contradictorio como tal; eso son 6 puntos más que las condenas tras un juicio). El problema es saber, del 86’32 % de condenas que hubo en 2018 en los JVM (que son, repetimos, juzgados de instrucción), donde están incluidas las condenas por delitos leves en las que no hubo conformidad, cuáles de ellas serían por conformidad. Teniendo en cuenta que no son muchos los juicios por delitos leves que se ven en un JVM (solo representan el 12,58 % de los asuntos que conoce), y teniendo en cuenta que el porcentaje del total de absoluciones en este tipo de juzgado, el 13,68 %, solo puede serlo en los juicios por delitos leves (porque las sentencias que pueden dictar los JVM en delitos graves y menos graves solo pueden ser por acuerdo, esto es, siempre condenatorias), es bastante fácil concluir que la gran mayoría de las condenas de los JVM lo fueron por conformidad.

[6] En ocasiones la detención no es policial, sino judicial, ordenada por un juez cuando el sospechoso no comparece voluntariamente en el juzgado a declarar como investigado. Pero cuando hablamos de la detención tras la denuncia, se trata en la inmensa mayoría de las ocasiones de una decisión policial, previa al inicio del proceso.

[7] Sí que hay un efecto indirecto de la LIVG que facilita más las detenciones de los hombres, al haber modificado el Código Penal para castigar más gravemente algunas conductas por el hecho de realizarlas el hombre contra la mujer que es o era su pareja, pero no a la inversa (asimetría penal). Así, las coacciones y amenazas leves en el ámbito de la violencia de género han dejado de ser delitos leves para ellos, pero para ellas lo siguen siendo, lo que posibilita más detenciones de ellos que de ellas por los mismos hechos, ya que el art. 495 LECRIM prohíbe detener por los simples delitos leves.

[8] También cabe que la policía proceda a detener al sospechoso de un delito aun después de haberse iniciado un proceso penal. Pero será una decisión policial, no judicial, tomada por los responsables policiales de acuerdo con sus competencias y en cumplimiento de sus deberes legales de persecución del delito y del delincuente, y como tal será una decisión ajena al proceso y sus principios.

[9] Ya lo dijo el Tribunal Constitucional hace mucho tiempo: el derecho a la presunción de inocencia ha dejado de ser un derecho fundamental que ha de informar la actividad judicial para convertirse en un principio general del Derecho que es de aplicación inmediata y vincula a todos los poderes públicos (STC 31/1981)

[10] La Directiva (UE) 2016/343 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 9 de marzo de 2016, es muy clara al indicar que los Estados miembros adoptarán las medidas necesarias para garantizar que, mientras no se haya probado la culpabilidad de un sospechoso o acusado con arreglo a la ley, las declaraciones públicas efectuadas por las autoridades públicas no se refieran a esa persona como culpable (art. 4.1)

[11] Por ello, para respetar adecuadamente la presunción de inocencia del detenido, es por lo que se ha reformado últimamente la LECRIM en esta materia (LO 5/2015, de 27 de abril y LO 13/2015, de 5 de octubre, fundamentalmente), reformas por virtud de las cuales los agentes policiales quedan obligados a facilitar al detenido el acceso al atestado policial; a velar por los derechos constitucionales al honor, la intimidad y la propia imagen de los detenidos durante su detención o traslado; a garantizar al detenido el derecho a entrevistarse con su abogado antes incluso de que se le tome declaración policial y de forma absolutamente confidencial; o la obligación, entre otras, de informar al detenido del plazo máximo de la detención y del procedimiento de habeas corpus en lenguaje comprensible y que le resulte accesible.

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