Entradas

Presunción de inocencia y violencia de género (I): sobre la presunción de inocencia

El autor de este post es un jurista que tiene una cuenta en Twitter bajo el pseudónimo de Judge the Zipper.

El tema de la presunción de inocencia y la violencia de género [1] es uno de los que más debate suelen traer, con posturas muy polarizadas. Así, hay quienes afirman que la presunción de inocencia se respeta escrupulosamente en esta materia, y se ha esgrimido como prueba de ello el hecho de que la mayoría de los casos de violencia de género que se ven en los juzgados acaban sin condena. Por el contrario, hay quienes defienden justo lo contrario, que la presunción de inocencia no se respeta cuando se trata de denuncias de violencia de género, y ponen como ejemplo que, ante cualquier denuncia, el hombre siempre acaba detenido.

En vista de ello, creo que merece la pena ver cómo trabaja realmente la presunción de inocencia y los datos que apoyan unas y otras afirmaciones.

La presunción de inocencia es un derecho fundamental que todos tenemos, de acuerdo con el art. 24 de nuestra Constitución. Así mismo, está elevado a la categoría de derecho humano por el art. 6.2 del Convenio Europeo de Derechos Humanos (en el ámbito del Consejo de Europa) y por el art. 11.1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas. En síntesis, consiste en eso que vemos siempre en las películas: todos somos inocentes mientras no se pruebe lo contrario.

Pues bien, debe quedar claro que la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género la Ley de Violencia (LIVG), por mucho que se diga desde algunos foros, no modifica o elimina la presunción de inocencia de los hombres. En absoluto.

Es cierto que desde determinados sectores feministas se aboga por que se elimine o limite. Es el caso de la asociación Mujeres Juristas Themis, en cuyo manifiesto sobre líneas de reforma del Código Penal (en materia de delitos contra la libertad sexual) sostiene la necesidad de que el acusado, en vez de la acusación, sea quien pruebe uno de los elementos del delito, cual es la falta de consentimiento ¿explícito?[2].

Pero, más allá de este desvarío, que no llegará a ningún sitio dado el actual panorama de protección internacional de derechos humanos, voces igualmente feministas piden que no se generalicen este tipo de mensajes, que interesadamente confunden la defensa de las garantías penales y procesales con la complicidad con los autores de hechos criminales[3]. Quiero decir que ni la actual LIVG elimina la presunción de inocencia de los hombres ni hay visos de que en algún momento se vaya a prescindir de ella en nuestro ordenamiento jurídico.

Para entender esto que digo, debemos comprender cómo opera realmente la presunción de inocencia.

La presunción de inocencia es un derecho fundamental/humano de raigambre procesal, en tanto opera en toda su virtualidad dentro un proceso judicial, de tipo penal. Así, toda persona acusada de un delito es inocente mientras que en dicho proceso no se pruebe lo contrario; y no en cualquier proceso, sino uno en el que rijan todas las garantías de legalidad, publicidad y contradicción. El acusado, por tanto, no tiene que probar que es inocente, sino que son las acusaciones las que tiene que probar que es culpable, y hacerlo más allá de toda duda razonable.

Pues bien, todo proceso penal en España se divide básicamente en dos fases: la primera es la investigación, y la segunda el juicio oral[4].

Cuando se pone una denuncia se inicia el proceso penal en esa primera fase, también llamada “instrucción”. En ella, el juez de instrucción (junto con la policía y el Ministerio Fiscal) busca si hay o no indicios del delito y del autor, y para ello ordena la práctica de una serie de diligencias de investigación (interrogatorio de testigos, sospechosos y víctima, periciales médicas o de valoración de daños, recogida de documentos, en papel o soporte de video/audio, etc.). Tras practicar las diligencias que entiende necesarias para ello, el juez de instrucción llega a una de estas dos convicciones:

1) Existen indicios de que se ha cometido el delito y de quién es su autor, ambas cosas. En ese caso, el juez de instrucción pasa todas esas diligencias al Ministerio Fiscal (y a las acusaciones particulares que, en su caso, se hayan personado). Y si el Fiscal o la acusación particular formulan acusación, se abre la segunda fase: el juicio.

2) No existen indicios suficientes del delito o de su autoría, en cuyo caso, y sin pasarle la causa al Ministerio Fiscal y acusaciones particulares, el juez de instrucción procede al sobreseimiento de la causa, a su archivo[5].

Ojo, que el sobreseimiento no solo tiene lugar cuando en esta primera fase de instrucción no resultan indicios suficientes de la comisión del delito, sino que cabe que el juez vea indicios de delito (y de autor), pase la causa al Fiscal y éste, sin embargo, decida no acusar, en cuyo caso el asunto también se sobresee sin abrir esa segunda fase del juicio[6].

En definitiva, solo si el juez de instrucción ve indicios de delito y de autor, y el fiscal (o la acusación particular) acusa, se abre la segunda fase, el juicio oral. Es aquí, en el juicio, ante un juez distinto del que ha dirigido la instrucción, donde se practican las pruebas de la acusación y de la defensa y el juez dicta sentencia absolviendo o condenando al acusado.

Pues bien, la presunción de inocencia actúa plenamente en esta segunda fase, en el juicio. Aquí es donde los indicios de la instrucción deben transformarse en pruebas contundentes contra el acusado. En caso contrario, si las pruebas no son bastantes a los ojos del juez (ante la duda), lo que procede es la absolución: así lo impone la presunción de inocencia.

Es decir, que la presunción de inocencia no despliega verdadera eficacia en la primera fase, donde se limita a planear como regla de tratamiento del investigado[7].

Para ver si la presunción de inocencia se destruye o no, por tanto, hay que esperar al juicio oral, que es donde se decide si el sujeto es culpable o inocente.

En el segundo post analizaré qué ocurre en concreto con los procesos de violencia de género. Ir al segundo post.

 

[1] Utilizaré el término “violencia de género” por ser el comúnmente aceptado en España para hablar de la “violencia contra las mujeres”, y porque es el que utiliza la Ley Orgánica 1/2004, de 28 de diciembre, de Medidas de Protección Integral contra la Violencia de Género. Aunque entiendo que “violencia contra las mujeres” es una expresión más acertada que la de “violencia de género”, y ello por dos motivos: a) porque el género no es exclusivamente femenino (también hay un género masculino); b) porque el famoso Convenio de Estambul, literalmente Convenio del Consejo de Europa sobre prevención y lucha contra la violencia contra las mujeres y la violencia doméstica, es la expresión que utiliza.

[2] https://www.mujeresjuristasthemis.org/prensa/noticias/193-manifiesto-sobre-lineas-de-reforma-del-codigo-penal-en-materias-de-delitos-contra-la-libertad-sexual

[3] https://www.eldiario.es/tribunaabierta/derecho-penal-sexual-punitivista_6_914518558.html

[4] En verdad, y en el ámbito de los llamados “procedimientos abreviados”, que son la inmensa mayoría de los procesos penales en España, deberíamos hablar de tres fases, pues hay una intermedia entre la primera y la segunda; pero a efectos expositivos es más claro hablar de dos fases.

[5] Realmente hay varias causas de sobreseimiento, según sea provisional o definitivo, pero, a los efectos que nos interesan, baste saber que el archivo más frecuente, sobre todo tras la reforma operada en nuestra legislación procesal criminal por la Ley 41/2015, de 5 de octubre, es el sobreseimiento provisional por falta de indicios suficientes de la perpetración del delito.

[6] Si hay acusación particular, lo más normal es que acuse y, por tanto, se abra el juicio. Pero generalmente no hay acusaciones particulares personadas.

[7] Quiere decir que la presunción de inocencia opera plenamente en la fase del juicio, pero que ello es compatible con el hecho indiscutible de que toda persona investigada en un proceso penal es inocente durante la primera fase de instrucción, porque aún no ha sido condenada, y consecuencia de ello es que se le han de respetar todas las garantías conexas, tales como derecho a un abogado, a un proceso público sin dilaciones, a no confesar contra sí mismo, a valerse de todos los medios que considere para su defensa, etc. Ello queda igualmente reflejado en la exigencia legal de motivar las resoluciones judiciales, también en esa primera fase, y sobre todo en la excepcionalidad de las medidas cautelares que durante la instrucción puedan adoptarse, como la prisión provisional. Así numerosísimas sentencias del Tribunal Constitucional, como las SSTC 109/86 y 127/1998. Sin contar con el art. 2 LECRIM, que expresamente señala que, en el procedimiento penal, también en esa primera fase, todas las autoridades que intervengan deberán tener en cuenta tanto las circunstancias adversas como las favorables al presunto reo. Esto daría para otro artículo doctrinal completo.

Seguridad jurídica, análisis económico del derecho y la nueva ley reguladora de los contratos de crédito inmobiliario

La regulación vigente hasta el pasado día 15 de junio en materia de préstamos hipotecarios demostró sobradamente su incapacidad para canalizar los conflictos sociales, jurídicos, y económicos que se desataron a partir de la crisis inmobiliaria. La preocupación por el incremento de los desahucios, la discusión acerca de la validez de determinadas cláusulas por falta de transparencia o sobre quién debe pagar los gastos notariales o registrales, el baile de la yenka acerca del sujeto pasivo legalmente obligado al pago del ITPAJD son demostración suficiente de cuán necesario era poner fin a una situación que generó tensiones sociales y perplejidad jurídica.

La Ley 5/2019, de 15 de marzo, reguladora de los contratos de crédito inmobiliario (LRCCI) ha supuesto un giro de timón. No sólo representa el cumplimiento de la obligación de transponer la Directiva 2014/17/UE, sino también la actualización y adecuación de la regulación este producto financiero tan vinculado con el acceso a la vivienda en un entorno sociológico en el que tradicionalmente ha primado la vivienda en propiedad frente a la alquilada.

Ya están en el mercado monografías que analizan con detalle la LRCCI. Una de ellas son los Comentarios a la Ley Reguladora de los Contratos de Crédito Inmobiliario (Wolters Kluwer) en la que han participado una veintena de especialistas y que me ha brindado la oportunidad de referirme a algunas cuestiones que considero relevantes y de las que en esta entrada quiero destacar una: la necesidad de reconocer cómo, desafortunadamente, sobre cuestiones de la trascendencia económica, empresarial, social, política y, por supuesto, legal, como la referida a los préstamos inmobiliarios, juristas y economistas emplean categorías, conceptos, terminologías y hasta metalenguajes tan distintos que impiden el aprovechamiento recíproco de las “sinergias” derivadas de estudiar un mismo objeto. Afanados en sus respectivos corpus doctrinales y metodológicos, los estudiosos de la economía y el derecho en ocasiones parecen siguen líneas paralelas que se resisten a cruzarse.

Las reformas legislativas y los remedios judiciales con los que se han tratado de aliviar las causas y las consecuencias de la crisis inmobiliaria se han justificado con argumentos relacionados con la justicia social y la equidad (lo que los economistas denominan razones distributivas) pues, como ya se decía en la glosa medieval del Digesto, “primero fue la justicia y luego el derecho, pues la primera es la madre del segundo”.

Sin negar lo anterior, también conviene recordar que no es sólo por razones distributivas por lo que se deben promover reformas (como la que representa la LRCCI). Los argumentos basados en la defensa de eficiencia económica también pueden tener un papel relevante en el debate.

Conviene recordar, a veces a contracorriente, que no resulta imprescindible acogerse siempre a justificaciones basadas en la equidad para defender la necesidad de incorporar elementos tuitivos en la legislación. En numerosas ocasiones, la intervención pública, ya sea por la vía legislativa, reglamentaria, supervisora o judicial, se comprende y analiza mejor cuando se toma en consideración que uno de sus objetivos primordiales es corregir situaciones ineficientes cuyas consecuencias distributivas son, además, inasumibles desde la perspectiva de la justicia.

Un ejemplo, extraído del derecho de la competencia, ayuda a entender este matiz. Prohibir los acuerdos colusorios, luchar contra el abuso de posición dominante o someter a control las concentraciones económicas no son sólo respuestas a cuestiones distributivas tendentes a defender a los consumidores frente a los empresarios. Su objetivo es remediar las ineficiencias asignativas que se generan y de las que la sociedad, en su conjunto, es perdedora neta. Es precisamente por esta razón por lo que la ley admite, por ejemplo, pactos colusorios si estos, amén de otros requisitos, “contribuyen a mejorar la producción o la distribución de los productos o a fomentar el progreso técnico o económico” (art. 101 TFUE).

Volviendo a la LRCCI, el legislador se refiere en varias ocasiones el impulso a la seguridad jurídica como uno de los beneficios de la nueva regulación, lo que sensu contrario, implica reconocer que en el contexto hipotecario la seguridad jurídica no ha estado adecuadamente garantizada en el pasado reciente.

Para el economista, la seguridad jurídica tiene características de un bien público puro, como lo es también la defensa nacional o la representación diplomática (todos somos sus beneficiarios sin que sea factible excluir de su disfrute a quien no hubiera pagado por ella). Su ausencia tiene costes para la sociedad, unos costes que, además, pueden ser estimados usando técnicas cuantitativas adecuadas. Impulsar la seguridad jurídica exige que los legisladores traten de desterrar, o al menos reducir significativamente, las ineficiencias provocadas por las regulaciones inadecuadas y, con ello, liberando recursos que son susceptibles de ser empleados en actividades creadoras de riqueza y bienestar.

A fortiori, el fallo de mercado que en economía se conoce como ausencia de mercados completos impide que los agentes puedan reducir, trasladar o eliminar ese riesgo (regulatorio) a cambio del pago de un precio cierto (una prima de seguro). Esta consideración refuerza el protagonismo de los poderes públicos, legislativo, ejecutivo y judicial, a la hora de corregir ese fallo. Y es que, como afirma el adagio económico “todo tiene un coste, nada hay gratis” (There ain’t no such thing as a free lunch).

El análisis económico del derecho, una disciplina que se encuentra en la encrucijada entre el análisis jurídico y la ciencia económica, podría ser el catalizador que podría impulsar el necesario análisis multidisciplinar del que en buena medida adolece el derecho español y europeo. Se afirmado con razón que “casi todos los que se han movido entre Norteamérica y Europa comparten la sensación de que mientras el análisis económico del derecho es vibrante, generalizado y dominante en las Facultades de Derecho norteamericanas, apenas está presente en las europeas” (enlace aquí). El análisis económico del derecho se ha convertido en EE UU en un elemento destacado y hasta predominante, en el conjunto de herramientas empleadas por la doctrina jurídica, en la que abundan las referencias a conceptos como “eficiencia”, “costes”, “economía” o incluso a “Coase” (en honor al premio Nobel Ronald Coase, uno de los padres de la disciplina). A conclusiones parecidas se llega al constatar cómo las ideas y métodos del análisis económico del derecho se van incorporando a la práctica forense (norteamericana) sólo cuando los jueces y magistrados se familiarizan con ellos a través de una formación adecuada (enlace aquí).

Profundizar en ese cruce de caminos requiere, por un lado, acercar a los juristas a los conceptos económicos básicos que subyacen a los elementos teleológicos de las normas; y, por otro, convencer a los economistas de que el derecho es el principal sistema formal de incentivos que condiciona las decisiones económicas de los individuos. Este empeño en analizar los problemas sociales, jurídicos y políticos desde una perspectiva interdisciplinar no es una manifestación del “imperialismo de la ciencia económica”. Tampoco es una amenaza frente a la tendencia a la especialización que caracteriza la práctica jurídica actual. Es, más bien, una forma avanzada de mejorar el conocimiento, las competencias y las herramientas de que disponen los profesionales encargados de prevenir y, en su caso, resolver las situaciones de conflicto a que las personas o los agentes económicos, llamémosles como prefiramos, se ven sujetos a lo largo de su vida. Y es que, en el ámbito del derecho privado, esas respuestas deberían combinar tres aspectos fundamentales: promover la justicia material, reducir la incertidumbre y favorecer la eficiencia económica.

Pese a la importancia de lo anterior, los hechos han vuelto demostrar cómo los argumentos técnicos, sean jurídicos o económicos, poco pueden hacer en un contexto institucional y político desfavorable. Que haya entrado en vigor el 15 de junio de 2019 una ley que debería haber sido adoptada y publicada “a más tardar el 21 de marzo de 2016” (art. 42.1 de la Directiva), prolongando la agonía de un diseño institucional inadecuado, lleva a pensar que los políticos y los legisladores consideran que aquello de que “todo tiene un coste” no es algo de su incumbencia.

 

Fotografía: Tierra Mallorca (www.tierra-mallorca.com)

Los nuevos retos del poder local

El pasado 3 de abril se cumplieron 40 años de las primeras elecciones municipales de
nuestro actual período democrático. Eran tiempos verdaderamente difíciles y arriesgados
para participar en la actividad política. A pesar de esa dificultad, hubo personas
comprometidas y valientes que dieron un paso al frente y decidieron ser candidatas en sus
pueblos y ciudades.

Hacía muy poco tiempo que había entrado en vigor la actual Constitución, tras el largo y
negro período de negación de derechos y libertades básicos, que consagraba el principio de
autonomía local, al establecer, en el marco del título referido a la organización territorial del
Estado, que “la Constitución garantiza la autonomía de los municipios. Estos gozarán de
personalidad jurídica plena. Su gobierno y administración corresponde a sus respectivos
Ayuntamientos, integrados por los Alcaldes y los Concejales” (artículo 140).
Dicha proclamación está precedida de otro precepto fundamental, el 137, que expresaba
una idea de Estado compuesta, no unitaria, diversa territorialmente en la gestión de los
intereses, de cercanía a los administrados, y que literalmente decía, y dice: “El Estado se
organiza territorialmente en municipios, en provincias y en las Comunidades Autónomas
que se constituyan. Todas estas entidades gozan de autonomía para la gestión de sus
respectivos intereses”.

Con ese respaldo constitucional tuvieron lugar las primeras elecciones municipales de
nuestra actual Democracia. En ese 3 de abril de 1979 millones de españoles se lanzaron a
las urnas para elegir democráticamente a sus concejales, que unos días después, una vez que
se constituyeron las Corporaciones Municipales, elegirían a sus alcaldes y alcaldesas,
primeras autoridades locales netamente democráticas desde la II República.
Como decía al inicio, eran tiempos, esos de abril del 1979, complicados para la vida política.
En el mundo rural aún quedaban muchos resquicios del franquismo, y muchos problemas
sociales y económicos, y la decisión personal de ser candidato a alcalde no era nada
pacífica, sobre todo en las fuerzas políticas que habían estado prohibidas hasta hacía muy
poco tiempo.

Las personas que decidieron dar ese paso y fueron elegidas concejales, y en su caso, alcaldes
o alcaldesas, contribuyeron en esos años a experimentar la nueva democracia que había
sido conquistada para nuestro país. En sus municipios y ciudades empezaron a construir el
futuro, nuestro presente, a trabajar desinteresadamente por el bien común, dedicando su
tiempo, sus energías y su patrimonio, y la de sus familias, a los demás, al bienestar de sus
pueblos y de sus gentes.

En esas históricas elecciones locales, se eligieron un total de 67.505 concejales, en los casi
8.100 municipios del conjunto del Estado español. La Unión de Centro Democrático
consiguió 28.960 concejales (30,6%), el Partido Socialista Obrero Español un total de
12.059 concejales (28,1%) y el Partido Comunista de España llegó a los 3.727 concejales
(13,1%). Es de destacar que un total de 16.320 concejales lo fueron en candidaturas ajenas
a partidos políticos, candidaturas independientes de nivel local. Por el pacto político que
tras las elecciones se firmó ente Partido Socialista y Partido Comunista, la izquierda
gobernó en dicha primera legislatura local en las grandes ciudades de nuestro país.
Cuarenta años después, en mayo de 2019, con otras importantes elecciones locales, culmina
una primera gran época del poder local en España, y desde mi punto de vista, se inicia otra
con grandes y estratégicos objetivos a acometer…

La problemática del mundo rural se ha puesto en los últimos meses en valor, la España
vaciada, provocada por políticas de poca atención al hecho rural, con consecuencias
nefastas en términos de equilibrio poblacional y preservación de la naturaleza. Hace
cuarenta años muchas personas valientes y comprometidas se presentaron a aquellas lejanas
elecciones con la esperanza de luchar por el desarrollo de sus pueblos. Hoy persisten
muchas de las problemáticas del mundo rural, con una brecha muy importante en términos
de acceso a la sociedad de la información, de infraestructuras (y servicios) básicas, de
escasas posibilidades de desarrollo endógeno que facilite que los jóvenes puedan desarrollar
su futuro personal y profesional en sus pueblos de origen y no verse obligados a migrar a
ciudades e incluso a otros países.

Y en cuanto a las grandes ciudades, el gran reto sin duda es la contaminación, con graves
consecuencias para la salud de millones de personas que habitan las grandes urbes de
nuestro país. Se trata de un modelo de vida poco sostenible, grandes concentraciones
humanas con actividades y hábitos altamente impactantes en el entorno y en su propia
salud.

Sin duda, en este período de poder local 2019/2023 ha de iniciarse otra forma de entender
la gestión territorial de nuestro Estado. Los entes locales son lo más cercano al ciudadano y
al territorio, y con las personas como principal centro de interés, deberían iniciarse nuevas
políticas públicas de apoyo al mundo rural, a las personas, y de lucha contra los ataques al
medio ambiente de unos modos de vida urbana altamente perjudiciales. Pensemos en el
futuro y no el “cómodo” presente.

Un recluso comete un delito durante un permiso penitenciario. ¿Es el Estado responsable?

Recientemente, han saltado a los medios algunos casos en los que los reclusos delinquen durante los permisos penitenciarios. Se plantea la cuestión de si la administración ha de responder por los daños causados a las víctimas. Es decir, se analiza si los familiares (o la propia víctima) pueden reclamar una indemnización al Estado por esos hechos.

El artículo 121 de nuestra Carta Magna, así como el 292 de la Ley Orgánica del Poder Judicial señalan que el Estado será responsable en los casos en los que exista error judicial o funcionamiento anormal de la administración de justicia. Desde el año 2015, no se puede exigir responsabilidad civil de manera directa a los jueces, y, por lo tanto, si se da alguno de esos casos, tendremos que iniciar un procedimiento ante el Ministerio de justicia (artículos 292 y siguientes LOPJ).

Para reclamar por un error judicial, este tiene que derivar de una “palmaria y notoria confusión”, que permitiría posteriormente al Estado reclamar al juez de vigilancia penitenciaria la cantidad pagada a la víctima, al considerar que ha existido culpa grave en la actuación judicial. Para evitar esto, cuando un recluso comete un delito durante un permiso penitenciario y el tribunal decide que sea el Estado quien se encargue de resarcir, lo hace a partir de la vía del “funcionamiento anormal”. Se trata de un tipo de responsabilidad objetiva, aunque realmente el Alto Tribunal introduce un componente subjetivo y equipara el funcionamiento anormal a la culpa, señalando que debe tratarse de un daño derivado de un riesgo creado previamente por la Administración y que sea superior al objetivamente admisible en función de los estándares sociales.

¿Podemos reclamar a la Administración, considerando que existe responsabilidad civil simultánea al delito? No, puesto que estaríamos considerando que el Estado es responsable subsidiario del delito cometido por el recluso, pero realmente no existe una posición de garante que nos permita justificar esta posición. Así la STS, 2ª, 966/2001 indica que no es aplicable la responsabilidad ex artículo 121 del Código Penal porque los presos no son funcionarios públicos.

Por lo tanto, la única vía posible es acudir al Ministerio de justicia, y en caso de negativa, a los juzgados de lo contencioso-administrativo. ¿Qué razonamiento podrían utilizar para conceder o no esa indemnización? En el ámbito del Derecho de Daños, se utiliza a menudo la teoría de la prohibición de regreso.Según este concepto, cuando existe un hecho gravemente imprudente o doloso (en este caso el robo o asesinato cometido por el recluso), no tendrá relevancia jurídica el hecho meramente imprudente o negligente (en este caso, la actuación de la Administración) aunque se encuentre en el origen del curso causal. Conforme a esta teoría, no cabría imputar ese daño a la Administración.

 

Sin embargo, otro concepto que se utiliza dentro del Derecho de Daños es el riesgo normal de la vida.Todo lo que se incluya dentro del mismo no sería a priori indemnizable. No parece que dentro del riesgo normal o aceptado socialmente se incluya la posibilidad de sufrir un robo o un homicidio. Tal y como indica el Tribunal Supremo, existen unas externalidades negativas que puedan derivarse de la necesidad de la resocialización a partir de estos permisos. Esos efectos negativos no han de ser soportados por una persona sino por el conjunto de la sociedad a partir del principio de solidaridad, y, en consecuencia, el resarcimiento ha de producirse con cargo al presupuesto público.

Ese principio de solidaridad está también en la base de las indemnizaciones, compatibles con las ayudas, a las víctimas del terrorismo, tal y como señalan los artículos 15 y 20 de la Ley 29/2011. Se podría utilizar un argumento a minore ad maius para indicar lo siguiente: si en el caso del terrorismo no existe intervención de la Administración, y aun así se permite a los dañados resarcirse con cargo al presupuesto público, con mayor razón ha de concederse esa indemnización a las víctimas y familiares en el caso que estamos tratando, ya que sí existe tal intervención. Luego se podría alegar que la negligencia específica fue cometida por el psicólogo de instituciones penitenciarias, o por el propio juez. Sea como fuere, no se puede negar que entre el recluso y la Administración existe una relación, que puede ser calificada como de “supremacía especial” (que no debe ser confundida con la posición de garante), de la que se derivan derechos y obligaciones que no desaparecen durante el permiso (así lo señala la Sala 3ª del TS en Sentencia de 9 de noviembre de 2011).

Sin embargo, para intentar encajar los supuestos dentro del concepto de “funcionamiento anormal”, el Alto Tribunalha llegado a argumentar que: “el permiso se reveló como improcedente en función de las características y circunstancias personales del penado, que éste logró mantener ocultas, las cuales, de haber sido conocidas, hubieran motivado sin duda su denegación”.

En consecuencia, vemos que realmente no queda claro si se trata de un tipo de responsabilidad objetiva (y que la Administración responde siempre salvo fuerza mayor) o de una responsabilidad subjetiva que, paradójicamente, sería impersonal, no cabría imputar al juez, y consecuentemente se materializaría con cargo al presupuesto público.

Quizás, en pos de la seguridad jurídica, lo más adecuado sería modificar el artículo 292 de la LOPJ e incluir una cláusula que se refiriese al derecho a ser resarcido cuando el recluso, durante los permisos penitenciarios, comete un delito, reservando esta posibilidad para los casos de delitos más graves (homicidio, asesinato, robo con violencia…) que son los que dan lugar a este tipo de reclamaciones. De esa forma, los tribunales no tendrían que acudir a enmarañadas interpretaciones para justificar que existió un “funcionamiento anormal”.

Libro: “El Votante Ignorado”

El libro que quiero presentar en este artículo ha sido escrito por un ciudadano de a pie muy interesado por la política pero que atestigua con tristeza el callejón sin salida en el que nos encontramos. El texto realiza un análisis de nuestra situación y, a partir del diagnóstico efectuado, propone una salida para que se produzca un cambio en la forma de hacer política tan improductiva que presenciamos a diario.

Mi nombre es Jesús Carrillo González, trabajo como profesor de Biología en un instituto de secundaria y no tengo ninguna relación directa con la política aunque, al igual que el resto de ciudadanos, sí me veo afectado por el papel que esta juega en nuestra sociedad.

Cada vez me encuentro más distanciado de los partidos y me resulta más difícil votar con confianza e ilusión a alguna de nuestras formaciones políticas. Como se indica en el libro, “no me siento huérfano de partido porque haya puesto el listón muy alto. Votaría a cualquier partido que, de una forma clara e inequívoca, se dedicase únicamente a trabajar por el interés general, y que pudiese demostrar que su ocupación real no está centrada en la lucha contra el resto de partidos”.

Nuestros políticos y representantes públicos, en función de sus afinidades ideológicas, están agrupados en partidos políticos sometidos al arbitrio de lo que periódicamente determina la ciudadanía. Esta circunstancia ocasiona una especie de contienda entre las formaciones políticas por tratar de ampliar su respaldo electoral. Pero esta competitividad no se reduce a los períodos preelectorales y electorales: es una competición continuada en el tiempo y condiciona cada una de las declaraciones y  actuaciones que realizan nuestros representantes en cualquier momento y circunstancia. Esta lucha por los votos se lleva hasta tal límite que anula el cometido que realmente esperamos que nuestros políticos acometan: la  profundización en el conocimiento de nuestra realidad social, la investigación sobre las causas de los distintos problemas que surgen, la elaboración de propuestas para mitigarlos o resolverlos, el diálogo responsable con otros partidos para alcanzar puntos de encuentro…

La realidad de nuestra política actual hace imposible afrontar con un mínimo de garantías los grandes retos sociales a los que nos enfrentamos. En el sector laboral en el que trabajo, la educación, detecto una sensación de desamparo y abatimiento entre muchos profesionales, provocada en parte por la constatación de que nuestros partidos políticos son incapaces de llegar a un acuerdo amplio y duradero que permita seguir progresando en este ámbito de nuestra sociedad tan fundamental. Y la causa principal de esta incapacidad no son ni la complejidad de las cuestiones a decidir ni la falta de financiación (obstáculos que desde luego están ahí) sino que, cuando a la dificultad objetiva de cualquier reforma de gran calado se le suman todos los condicionantes ocasionados por las eternas disputas partidistas, conseguir acuerdos se hace prácticamente imposible.

La adecuada resolución de los distintos desafíos que van apareciendo requiere de una gran dosis de inteligencia, precisa de capacidad de negociación y acuerdo, y de una notable disposición a cooperar con grupos que defiendan posiciones deológicas distintas a la propia. Disponemos de estas cualidades en nuestra naturaleza humana y en nuestra sociedad civil, pero no las encontramos en el mundo de la política. Como afirmo en el libro, “el problema de la política no está causado por una falta de inteligencia sino porque esta, en lugar de enfocarse hacia la resolución de los distintos retos que se nos plantean, se emplea en intentar aventajar al resto de partidos en la pugna electoral”.

La salida que propongo en este libro está relacionada con la necesaria puesta en marcha de estas capacidades dentro del mundo de la política, y está dirigida a producir una reorientación del tipo de actividad al que se dedican nuestros políticos. Pasaría por la entrada en política de personas que no tengan como prioridad la lucha por obtener mayor respaldo electoral para sus partidos y, como consecuencia de ello, puedan centrarse en la actividad productiva de la política. Esto parece difícil de conseguir en los partidos que ya existen pero sería muy sencillo en uno nuevo, constituido expresamente para ello.  Aspectos como la adscripción ideológica de esta nueva formación política, y otros relacionados, no pueden ser abordados en este artículo por cuestión de espacio, pero son ampliamente tratados en el libro.

Pese a contener una primera parte bastante crítica con la actividad que realizan nuestros políticos, el objetivo inicial que persigo con este libro no es producir cambios en ninguno de los partidos que ya existen (ni en el tipo de propuestas que hacen ni en su forma de actuar), sino que se constituya un espacio en el que personas con interés y capacidad para la actividad política puedan desarrollar esta noble vocación sin tener que entrar en las irresponsables disputas partidistas a las que ahora mismo los políticos dedican todo su tiempo y esfuerzo.

Poner en marcha una iniciativa de este tipo solo depende de la voluntad de un conjunto de ciudadanos que consideren que ha llegado ya la hora de empezar a hacer política de una forma honesta y responsable. No requiere de modificación legislativa alguna y estoy seguro que contaría con un respaldo suficiente por parte de nuestra ciudadanía (con un mínimo respaldo y una mínima representación se podría producir un pequeño cambio que haría de catalizador de otros más importantes).

Pienso que la sociedad está sobradamente preparada para presenciar y disfrutar de un cambio en la forma de hacer política. Si únicamente nos centramos en cómo se desarrolla la actividad de los políticos es probable que consideremos utópicos algunos de los planteamientos que se exponen en este artículo (y en el libro), pero si también ponemos el foco en la multitud de asociaciones, organizaciones y colectivos sociales que funcionan, y muy bien, gracias a la responsabilidad, honestidad y disposición a cooperar de las personas que los integran, es posible que admitamos que no se trata de un cambio imposible.

“Por imperativo legal”: el acatamiento de la Constitución por diputados y senadores

Tras las sesiones constitutivas de las dos cámaras que conforman las Cortes Generales celebradas este martes, el debate en torno a las fórmulas utilizadas por los diputados para exteriorizar su acatamiento de la Constitución ha vuelto a emerger con fuerza. En este blog ya se trató este tema tras las elecciones generales de 2011 (aquí y aquí). En esta ocasión, los diputados independentistas (y, entre ellos, quienes en la actualidad se hallan en prisión provisional) optaron por fórmulas de acatamiento en las que se hacía referencia a la independencia, el republicanismo, y la supuesta condición de “presos políticos” de quienes se hallan en prisión. En esta ocasión, sin embargo, la presidenta del Congreso no realizó objeción alguna a ninguna de las fórmulas utilizadas, ni reconvino a ninguno de los diputados electos en ningún momento, tal y como había sucedido en ocasiones recientes [1].

El acatamiento es un requisito de índole formal para el acceso a una magistratura presente en la mayoría de los Estados democráticos, y tiene como su antecedente histórico más inmediato el juramento de fidelidad al soberano. En la actualidad, y en los regímenes constitucionales, se ha abandonado la sujeción a un soberano y la noción de lealtad para dar paso a fórmulas en las que se recalca el sometimiento a la legalidad democrática por parte de quien acceda a una magistratura. Se configura, de esta forma, como una garantía de no arbitrariedad por parte de quien ostente un poder público. Es, por tanto, y en palabras del Tribunal Constitucional, “un requisito formal que condiciona la posibilidad del ejercicio del cargo en plenitud de disfrute de prerrogativas y funciones”.

Pero, en España, la controversia jurídica en torno a la validez de formulas del acatamiento que fuesen más allá de lo contemplado reglamentariamente es casi tan vieja como el propio Reglamento del Congreso. En 1982, diputados de Herri Batasuna presentaron recurso de amparo ante el TC, pues el Congreso acordó suspenderles en sus prerrogativas hasta que no prestasen juramento (en aquella época los diputados de dicho partido tenían por costumbre no tomar posesión de su escaño y dejarlo vacío durante la legislatura). Cuestionaban en su recurso que se les desposeyese de sus prerrogativas por no haber llevado a cabo el acatamiento, al entender que la Constitución no incluía referencia alguna a la necesidad de acatar la Constitución de forma expresa para acceder a la condición de diputado.

En efecto, de acuerdo con el artículo 70 de la CE, únicamente son requisitos para acceder a la condición de diputado la validez de las actas y credenciales y la ausencia incompatibilidades, pero el art. 20.1.3 del Reglamento del Congreso de los Diputados de 10 de febrero de 1982 amplió los requisitos (junto con el artículo 108.8 de la LOREG, aprobada el año 1985), de forma que el acatamiento expreso de la Constitución se ha configurado igualmente como requisito para adquirir la plena condición de diputado. En este sentido, el Tribunal Constitucional, en su Sentencia 101/1983, dictaminó que el contenido del artículo 20 del Reglamento no vulneraba los derechos constitucionales en modo alguno, dado que lo hace es establecer una exigencia de acatamiento expreso, siendo el respeto a la constitución un deber general ya establecido por ésta. Por ello, no es inconstitucional.

De igual forma, en su sentencia 74/1991 el TC reconoció la validez de las fórmulas que fuesen más allá del mero acatamiento. El presidente del Senado había denegado la condición de senadores a miembros de Batasuna por considerar su promesa de acatamiento (“por imperativo legal, sí prometo”) inválida. El Tribunal (como ya había hecho en la STC 119/1990 con el caso de diputados de Batasuna que emplearon otra fórmula poco ortodoxa) determinó que “lo decisivo es que el acatamiento de la Constitución sea incondicional y pleno”, y esos son por tanto los elementos cuya concurrencia debe examinar la presidencia de cada cámara. En ese sentido, la adición de la coletilla “por imperativo legal” no implica en modo alguno que el acatamiento no sea pleno o incondicional, sino que abunda en las razones por las que éste se lleva a cabo.

Pero las fórmulas adoptadas por los diputados han continuado divergiendo, y en la actualidad se llevan a cabo algunas promesas ciertamente pintorescas. Es cierto que la doctrina del TC ampara, en consecuencia, el uso de fórmulas poco convencionales para formular el acatamiento, por lo que el margen para impugnarlo es verdaderamente estrecho.

En el caso que nos ocupa, sí puede argumentarse que los ‘añadidos’ afectan a la incondicionalidad del acatamiento en algunos casos. Por ejemplo, Josep Rull, Jordi Turull y Jordi Sánchez llevaron a cabo el acatamiento “con lealtad al mandato del 1 de octubre”, mientras que Raül Romeva prometió acatar “hasta la proclamación de la República Catalana”. Podría argumentarse que la lealtad al mandato del 1 de octubre (que no es otro que la proclamación de la independencia por cauces no constitucionales) o el establecimiento de una condición resolutoria del acatamiento (la proclamación de la República Catalana) constituyen una renuncia a la incondicionalidad del acatamiento, por estar la lealtad a ese ‘mandato’ en abierta contradicción con el orden constitucional.

Sin embargo, otras formulas, como la empleada por el propio Oriol Junqueras (“desde el compromiso republicano, como preso político y por imperativo legal”), no permiten colegir que exista una lealtad que se halle intrínsecamente opuesta al acatamiento de la constitución. Por ello, parecen concurrir los requisitos de incondicionalidad y plenitud establecidos por el TC.

Por todo ello, considero que, en el caso de las promesas que se llevaron a cabo introduciendo fórmulas que hacían referencia a la “lealtad al mandato del 1 de octubre”, sí existen razones para argumentar que no concurren los requisitos establecidos por el Tribunal Constitucional para la validez del acatamiento. Hacer referencia a la lealtad a un supuesto mandato que de forma explícita aboga por desbordar el marco constitucional sin seguir los cauces que éste establece es (a mi juicio) incompatible con un acatamiento incondicional de la constitución. La “lealtad al mandato del 1 de octubre” es una condición a la que se somete el acatamiento, y por ello no puede ser aceptado.

En consecuencia, y si bien muchas de las fórmulas utilizadas por algunos de los nuevos diputados entran a mi juicio dentro de los márgenes fijados por la doctrina del Tribunal Constitucional, las promesas de acatamiento de Sánchez, Romeva, Rull y Turull pueden y deben impugnarse. Pero eso corresponde a la presidencia de la cámara, y Batet ya ha dejado claro que a su juicio todas las fórmulas escuchadas el martes en el Palacio de las Cortes fueron válidas.

De lo que no cabe duda después del enésimo episodio polémico es que las normas fijadas por la Ley y el TC son insuficientes, pues toda norma ha de dar claridad y limitar controversias en la medida de lo posible. Por ello, y al hilo de las propuestas realizadas anteriormente por varias fuerzas políticas para evitar la disparidad en los juramentos, quizá sea la hora de establecer una fórmula de acatamiento clara, aséptica y que, huyendo de excesos patrioteros y de una lealtad que vaya más allá del mero cumplimiento de la Constitución, acabe de una vez por todas con esta polémica a la que nos vemos arrastrados periódicamente.

En manos de los nuevos diputados queda.

 

[1] Principalmente, cuando el acatamiento fue formulado en lenguas cooficiales y no en castellano.

Con flores a María: ¿expresión artística o blasfemia?

La obra Con Flores a María, incluida en la exposición Maculadas sin remedio, que se exhibe en la Diputación de Córdoba en un proyecto que pretende la “reivindicación de la feminidad más profunda” (ver noticia), ha sido objeto de polémica. No es de extrañar: se trata de un autorretrato donde la autora aparece tocándose los genitales al tiempo que evoca una Inmaculada de Murillo. El Partido Popular, Vox y Ciudadanos han criticado esta exhibición, llegando el primero a anunciar que lo denunciará ante la Fiscalía, mientras que representantes del PSOE y de IU la han defendido como expresión artística. Para colmo, un espontáneo se ha tomado la Justicia por su mano y ha rajado la obra.

No se trata de valorar aquí la calidad o mediocridad artística de la obra, ni tampoco el mejor o peor gusto de la misma –aunque personalmente me inclino por lo segundo-, sino de enjuiciar desde el prisma jurídico-constitucional si ésta está amparada por la libertad de expresión artística o si nos encontramos ante una ofensa a bienes y valores que merecen también protección constitucional y por ende estaría justificada su sanción.

A pesar de la dificultad de definir aquello que es arte en abstracto, desde la perspectiva jurídica lo que sí que parece claro es que en la elaboración y exhibición de este cuadro su autora está ejerciendo su libertad de expresión artística. Es doctrina reiterada del Tribunal Europeo declarar que la libertad de expresión “constituye uno de los fundamentos de una sociedad democrática y una de las condiciones esenciales para su progreso y la realización personal del individuo”, por lo que su protección se extiende no sólo “a la ‘información’ o a las ‘ideas’ positivamente recibidas o contempladas como inofensivas o irrelevantes, sino también a aquellas que ofenden, escandalizan o molestan. Tales son las demandas del pluralismo, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin las cuales no existe una ‘sociedad democrática’“ (Handyside v. Reino Unido, de 7 de diciembre de 1976). Aún más, cuando se entrelaza arte y sátira, el Tribunal ha sostenido que en la medida que el objeto de ésta es “deformar la realidad”, con la intención de “provocar y agitar”, cualquier restricción a las mismas debe examinarse con particular atención (Alves da Silva c. Portugal, de 20 de octubre de 2009; y, en sentido similar, Vereinigung Bildender Kunstler c. Austria, de 25 de enero de 2007). Además, a diferencia del insulto –que no estaría protegido por la libertad de expresión-, la vulgaridad en sí o el mal gusto no son determinantes para justificar un límite a la libertad (Tuşalp c. Turquía, de 21 de febrero de 2012). Doctrina que, por su parte, también ha recogido nuestro Tribunal Constitucional.

Sin embargo, ninguna libertad es absoluta –tampoco la libertad de expresión–, y en particular cuando nos encontramos con casos de mensajes que vilipendian la integridad moral de una sociedad los Estados, incluso los liberal-democráticos, tienden a establecer límites. En el caso en cuestión, la obra es a un tiempo obscena y sacrílega, reuniendo así los dos elementos que, como explica el profesor Víctor Vázquez, han obsesionado tanto al “yo creador”, al artista que se ha erigido como “profanador o violador natural del tabú de las sociedades modernas”, pero también al Estado (Artistas abyectos y discurso del odio). Tanto es así que, aunque los ordenamientos democráticos modernos deberían inclinarse por dar protección a bienes jurídicos de la persona como son el honor o la intimidad, mientras que tendrían que ir desapareciendo aquellas normas que limitan la libertad de expresión para tutelar bienes supra-individuales como el prestigio de las Instituciones, la integridad de la Nación o de los dogmas de una Religión, lo cierto es que todavía quedan importantes residuos de estos últimos. En nuestro país es el caso, por ejemplo, de los delitos de injurias a la Corona (arts. 490.3 y 491 Cp.) o a las Cámaras parlamentarias (art. 496 Cp.), el de ultrajes a España (art. 543 Cp.) o, en lo que más interesa ahora, el delito de escarnio a los sentimientos religiosos (art. 525 Cp.), que con el Código penal de 1995 ya avanzó en su “democratización” al situarse el objeto de tutela no en la Religión y sus dogmas, sino en los sentimientos de los creyentes (y no creyentes).

Y es que a este respecto conviene distinguir tres posibles conductas ofensivas que merecen distinto tratamiento. Una cosa es que el ordenamiento dé tutela frente a quienes hagan escarnio de una Religión, como defensa abstracta de sus dogmas, algo en principio incompatible con cualquier orden liberal-democrático que pretenda salvaguardar la libertad de expresión. Otra cosa es castigar aquellos discursos que supongan una provocación al odio por motivos religiosos, cuando se dé un peligro de que se cometan actos violentos o discriminatorios contra un grupo social, lo cual en principio quedaría fuera del ámbito de la libertad de expresión. Y otra vía es dar protección a los sentimientos religiosos de las personas ante supuestos de escarnio o burla de sus creencias o ritos, lo cual puede llegar a justificar un límite a la libertad de expresión aunque habrá que valorar en concreto la justificación del mismo, su necesidad y proporcionalidad. En este sentido pueden leerse la Declaración conjunta suscrita el 9 de diciembre de 2008 por el Relator Especial de la ONU sobre Libertad de Opinión y Expresión y otros, y el Comentario General no 34, del Comité de Derechos Humanos de la ONU al artículo 19, de 12 de septiembre de 2011, que ha reconocido que “prohibir las demostraciones de falta de respeto a una religión u otro sistema de creencias, incluidas las leyes sobre la blasfemia, es incompatible con el Pacto, excepto en las circunstancias previstas explícitamente en el párrafo 2 de su artículo 20″.

A este respecto el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha declarado que por muy amplia que sea la libertad de expresión puede ser necesario limitar la misma cuando nos encontramos con expresiones que puedan herir gratuitamente los sentimientos religiosos de las personas y, en consecuencia, ha venido siendo muy generoso con los Estados miembros a los que ha otorgado un amplio margen de apreciación y no los ha condenado en asuntos en los que habían impuesto restricciones a la libertad de expresión artística en aras de tutelar sentimientos religiosos de su población (en especial, Müler c. Suiza, 24 de mayo de 1988; Otto-Preminger-Institut c. Austria, de 20 de septiembre de 1994; Wingrove c. Reino Unido, de 25 de noviembre de 1996; y I.A. c. Turquía, de 13 de septiembre de 2005). Sin embargo, es cierto que más recientemente ha resuelto otros asuntos en los que el Tribunal ha estimado que determinadas restricciones que afectaban a cuestiones relacionadas con hechos religiosos habían violado el Convenio, aunque sólo remotamente se trataba de ofensas a sentimientos religiosos de un sector de la población (donde esta afectación es más directa es en Aydin Tatlav c. Turquía, de 2 de mayo de 2006, pero también pueden verse Paturel c. Francia, de 22 de diciembre de 2005; Giniewski c. Francia, de 31 de enero de 2006; Klein c. Eslovaquia, de 31 de octubre de 2006; y Mariya Alekhina y otras c. Rusia, de 17 de junio de 2018, en las que se añaden otros elementos a la ponderación final).

Por mi parte, no puedo hacer otra cosa que compartir la conclusión del profesor Víctor Vázquez: “No puede obviarse, a este respecto, que si aceptamos que la especial sensibilidad de ciertas personas con respecto a los dogmas de su fe es óbice para impermeabilizar jurídicamente estas doctrinas frente a cualquier juicio de valor crítico, estaríamos vaciando de contenido el derecho a la libertad de expresión en este ámbito y, con ello, parte del propio valor emancipador de este derecho. Y es que de los dogmas de fe, de las religiones, en definitiva, se derivan también pautas morales que inciden en la vida social, y que como tales no pueden permanecer al margen de la de la crítica. En este sentido, la irreverencia artística contra la religión no hace sino poner de manifiesto una de las características de una sociedad abierta, que es la de que todo dogma puede considerarse falible en el ámbito de la esfera pública.” (Artistas abyectos y discurso del odio). Es por ello que, a mi entender, debemos avanzar en la abrogación del delito de escarnio a los sentimientos religiosos y deberíamos considerar que un supuesto como el del cuadro de Con flores a María está amparado por la libertad artística.

Ahora bien, para concluir, creo que casos como el aquí comentado nos ofrecen la oportunidad de abrir un necesario debate social sobre los ideales de tolerancia y de respeto en una sociedad abierta. Algo que me lleva a reivindicar la importancia de ser respetuosos en el ejercicio de nuestras libertades para no ofender a quienes piensan distinto a nosotros, del mismo modo que no podemos ser hipersensibles ante las manifestaciones de otros. Quien ejerce la libertad de expresión debe esforzarse por no abusar de la tolerancia propia de una sociedad abierta, pero quienes admitimos el pluralismo debemos asumir que en la esfera pública habrá mensajes que nos desagraden. De igual manera, ante los “excesos” de algunos debemos ponderar la adecuada forma de reprocharlos. La sanción jurídica deberá quedar sólo para los supuestos más graves, precisamente porque ese es el sentido de reconocer la libertad de expresión, y quizá la indiferencia ante el abyecto o el provocador sea la mejor respuesta; otras veces habrá que elevar una crítica social o se pueden adoptar otras políticas públicas para dar voz a los colectivos más vulnerables; e incluso llegado el caso pueden ser legítimas ciertas formas de boicot social (por ejemplo, una campaña para que la gente no vaya a ver una película que resulte ofensiva). Lo que no puede nunca justificarse es la violencia como respuesta. El caso más extremo lo vimos con los ataques terroristas contra Charlie Hebdo, pero también ahora cuando alguien se ha lanzado a romper el cuadro de Con Flores a María. El equilibrio es difícil y de ahí la importancia de esta reflexión.

 

El derecho a la vida independiente de las personas mayores: el caso JB

No tratamos aquí ni de aborto, ni de eutanasia. Lo que viene a nuestro propósito es el derecho a vivir dignamente, a no verse uno cercenado en sus libertades injustamente y menos aún so pretexto de una supuesta protección legal. El caso de partida es el que sigue. JB de 93 años de edad, viuda, vivía en su casa con la ayuda de una persona para las tareas del hogar y su cuidado personal. Un día de septiembre de 2017 estuvo en su consideración que la empleada le había hurtado dinero. Sobresaltada, llamó a la policía. Cuando ésta acudió la vio desatendida y en precarias condiciones, llamó al SAMUR y fue traslada al Hospital de la Paz, de allí la enviaron a otro hospital. Pasó cierto tiempo y consideraron restablecida a JB; pero ella solo tiene dos hermanas de avanzada edad que viven en la costa inoperantes para asistirla y un primo desavenido y lejano. JB tenía un dispositivo privado de protección previsto: un poder en favor de una persona de confianza; pero también vivía fuera de Madrid, estaba entonces de viaje el extranjero y con múltiples ocupaciones. Lo cierto es que nunca debió haber aceptado el poder.

La cuestión es que la Seguridad Social, el Hospital, no resuelve los problemas sociales, así que instaron (octubre 2017) un procedimiento de internamiento no voluntario por razón de trastorno psíquico para JB. El primo lejano parece que, al menos, designó el centro donde sería internada. JB es una persona universitaria, que trabajó como tal durante su vida laboral y tenía suficiente vida social, recibía en su casa a muchas personas que antiguamente había tratado en consulta, su vida económica la tenía suficientemente bien organizada, con unas pensiones altas, reservándose el usufructo de su casa había vendido la nuda propiedad de la misma a plazos y además había vendido otra casa en la playa. Eso le aseguraba más que suficientes rentas de por vida. Por supuesto JB no supo que se había desencadenado un proceso judicial. Sí recuerda que vino alguien del juzgado a verla y a un médico que le dijo “menuda faena le han hecho”.  Si estaba tan mal para internarla no se entiende como se la pudo dar por notificada en su persona (“con carácter previo a la exploración por SSª se informa al compareciente del motivo de la presencia…Igualmente se le hace saber que se trata de un mecanismo de protección de derechos de las personas, previsto en la Ley y que puede comparecer en el procedimiento con su propia defensa y representación”) y si estaba lo suficientemente bien ¿Por qué la internaron para resolver un problema en realidad de orden social? Cualquier persona no experimentada en lides jurídicas y en desconcierto semejante no hubiera entendido el alcance de lo que estaba sucediendo. Lo cierto es que no se enteró del procedimiento ni compareció en él.

La cosa no paró allí. Se instó por la fiscalía un procedimiento de incapacitación, con el mismo recorrido, o sea que JB no se enteró de su iniciación. El emplazamiento lo hicieron en la residencia, allí lo cogieron en la recepción y de allí pasó a algún estante de alguien que nunca comunicó la demanda en curso; total JB estaba en la segunda planta de la residencia y allí se entra, pero para salir se necesita una clave del ascensor. Las personas de esa planta padecen series limitaciones en todos los órdenes.

Pasó el tiempo, las amistades de JB acabaron descubriendo donde paraba. Tuvieron dificultades para poder visitarla, finalmente removidas por el apoderado, que dio su placet.

JB recordaba el nombre de un abogado que simplemente atendió sus problemas en un par de ocasiones; sus amigas localizaron su teléfono. JB, explicó la situación: “que no podía salir de allí, según decía la residencia, por orden judicial”. Acudió el abogado, comprendió los asuntos en curso, estaban fuera de plazo de contestación; habló con el apoderado, éste no hizo nada, volviole a insistir que debía personarse en los procedimientos, que otorgará poderes para pleitos. Ni caso. Era finales de julio, el abogado acudió al notario que había hecho otros otorgamientos con JB; pero ya por la fecha se postergó el poder para pleitos a septiembre. JB, por fin, pudo personarse con abogado y procurador, solicitó nuevo plazo para contestar, no se concedió.

JB entretanto pasa del dormitorio a una sala común, seguramente para ahorro de personal, padece un cáncer de mama y hasta que no le explota un bulto no es llevada al especialista, se han perdido sus gafas y no se le reponen, no tiene su ropa sino unas cuantas prendas que le ha conseguido la residencia, antes caminaba y ya no. No se le permite estar en la habitación salvo para dormir o cuando hay visitas. En la sala cualquiera se volvería loco, de los ruidos, gritos y lamentos de sus ocupantes. Las visitas que recibe le permiten conservar cierta serenidad.

Llega el día de la vista, el relato es perfectamente coherente explica todo y expone lo que quiere. Los testigos propuestos por ella corroboran lo que dice. El apoderado no tanto porque advierte que hay días que está mejor que otros. El primo que se sabe no grato a los ojos de su prima nada aporta. La trabajadora social en su papel. La exploración del médico forense se despacha con prontitud. Los informes médicos por lo que al autogobierno se refiere se limitan a diagnosticar “probable demencia multifactorial con deterioro cognitivo leve”. A esas edades posiblemente todos padezcamos esa probabilidad, incluso antes. El ministerio fiscal que ha hecho una demanda impecable, no se inmuta, pide la incapacitación total. El defensor judicial, para cuya tarea ha sido nombrada la AMTA ante la inicial falta de defensa particular, pide lo mismo. Ni que decir tiene que el Defensor judicial acomete su tarea sin haber sabido directamente nada de la vida particular y problemas de JB. Naturalmente estando presente el abogado de JB, expone que no se compadece lo que predica el Ministerio Fiscal en su demanda con lo que aplica efectivamente, que las condiciones de vida de MJB son lamentables y que puede organizarse ella en su casa una vida no solo mejor sino a su gusto, por lo demás, no es cosa de extenderse, se invocan la Convención de Nueva York sobre los derechos de las personas con discapacidad (en especial su art. 12) y una excelente Jurisprudencia que, por lo visto, no se practica.

Es declarada la incapacitación total, sin más, y se designa tutor a la AMTA. El poder que existía es revocado, cosa que la propia JB había pedido. La sentencia se recurre.

Ahora viene lo peor. Se insta del centro que se disponga, la mañana que mejor convenga, que JB junto con una de las amistades que la frecuenta y con la correspondiente cuidadora pueda salir para dar una vuelta por su casa y recoger la ropa necesaria, encargarse unas gafas para leer y pasar a pedir información de su cuenta, que ya nadie controla, puesto que el único poder existente ha sido revocado. No se accede.  Se insta del juzgado donde cursa el procedimiento de internamiento, solicitud en orden a que se den instrucciones a la residencia para que acceda a los menesteres indicados. Ha lugar la comparecencia. JB, aparece con su lamentable vestuario, sin peinar, ni trae su dentadura, es interrogada y cuenta el problema de que en la residencia no hace sino ir del dormitorio a la sala y de la sala al dormitorio, se mal explica sobre que ella estudia el misticismo en la pintura y que querría ir al museo del Prado a enseñarlo, la preguntan con cierto sarcasmo que si es guía y dice que no que ella es universitaria. Lo que quiere está claro: ir al museo con sus amigas; pero no cae en fortuna su ejemplo, en el que además como ella dice a la salida “me atasqué”. El Ministerio Fiscal se opone a todo. Y todo podría encaminarse a un nuevo modo de “prisión”. Su mensaje, si alguien dedicara un cierto tiempo con ella, es suficientemente coherente. Lo que pide también. Aunque no pudiera gobernar su persona está muy clara su voluntad. No es un peligro para nadie. ¿Se puede saber bajo qué jurídica consideración por qué no puede salir unas horas fuera de la residencia a pasear, ir a su casa a recoger cuanta ropa le convenga, ir a la cafetería o al museo del Prado o donde le plazca, si va con una cuidadora que ella misma va a pagar y alguna de sus amistades que es lo único que le está dando la vida? ¿Dónde está esa libertad que la Constitución consagra?

Han transcurrido algo más 18 meses, al final la supuesta incapacidad o trastorno no va a ser la causa del proceso de incapacitación o del de internamiento sino su consecuencia.

Por favor, más bien por justicia:1) que no se invoque para limitar la libertad de una persona su vulnerabilidad cuando es peor el remedio que la enfermedad 2) por tanto, dejen de proteger así, salvo que quieran fomentar la eutanasia 3) que se haga legalmente preceptiva la presencia de un abogado de la persona con respecto a la que se pretenda comenzar un internamiento no voluntario por razón de trastorno psíquico 4) Adviértase que bajo este tipo de internamiento aun sin buscar este propósito puede encubrirse un injustificado modo de privación de libertad y 5) ítem más, que se guarde y cumpla la Convención de Nueva York sobre los derechos de las personas con discapacidad, pues no guardándose lo mismo es que no existiese y entonces  ¿Dónde queda el reconocimiento de que las personas con discapacidad tienen capacidad jurídica en igualdad de condiciones con las demás en todos los aspectos de la vida, dónde las medidas pertinentes para proporcionarles el apoyo que puedan necesitar en el ejercicio de su capacidad jurídica, dónde las salvaguardias para asegurar que las medidas relativas al ejercicio de la capacidad jurídica respetan sus derechos, su voluntad y preferencias y que son proporcionales y adaptadas a las circunstancias de su persona, y aplicadas en el plazo más corto posible , dónde las medidas pertinentes y efectivas para garantizar que puedan controlar sus propios asuntos económicos? (Art.12) ¿Dónde la seguridad a disfrutar del derecho a la libertad y seguridad de su persona; y de modo que la existencia de una discapacidad no justifique en ningún caso una privación de la libertad? (Art. 14) ¿Dónde su libertad de desplazamiento, la libertad para elegir su residencia? (Art.18) ¿Dónde su Derecho a vivir de forma independiente y a ser incluido en la comunidad, asegurándole la oportunidad de elegir su lugar de residencia y dónde y con quién vivir, en igualdad de condiciones con las demás, y no viéndose obligada a vivir con arreglo a un sistema de vida específico? (Art. 19) ¿Dónde el aseguramiento de su movilidad personal? (Art.20) ¿Dónde su derecho a participar en la vida cultural? (Art.30), etc.

 

Fiscalización por parte de la empresa de las comunicaciones electrónicas del trabajador

Un tema complejo en el mundo laboral es si la empresa puede fiscalizar, y hasta qué punto, los correos electrónicos, las comunicaciones o incluso las visitas a diversas web desde el ordenador o dispositivo de la empresa, efectuadas por un trabajador concreto. Es una cuestión sin duda delicada, porque se mueve en un equilibrio difícil entre los derechos reconocidos en el artículo 18 de la Constitución (intimidad y secreto de las comunicaciones), y los del empresario de adoptar adecuadas medidas de control del cumplimiento de las obligaciones de sus trabajadores, recogidos en el Estatuto de los Trabajadores.

La jurisprudencia en España ha venido valorando, en general, de manera diferente la situación según la empresa tenga protocolos o códigos internos que prohíban el uso de los equipos informáticos para fines personales. Si no existe es prohibición el trabajador disfrutaría de una expectativa razonable de intimidad que anularía cualquier intromisión empresarial en estos equipos, así como también en las cuentas de correo o sistemas de mensajería que use el trabajador para fines particulares. Por el contrario, de existir un protocolo interno que prohíba usar estos equipos para cuestiones personales, el trabajador no puede aspirar a esa expectativa de intimidad y, en consecuencia, el empresario podrá adoptar las medidas de vigilancia y control que estime pertinentes, incluida la monitorización de los equipos y la intromisión en cuentas de correo o sistemas de mensajería. Esta es la línea que ha venido defendiendo con carácter mayoritario la Sala de lo Social del Tribunal Supremo, entre otras en su sentencia de 6 de octubre del año 2011, recurso 4053/2010, si bien es cierto que con varios votos discrepantes.

Pero toda esta jurisprudencia hay ahora que adaptarla a la importante sentencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos de 5 de septiembre de 2017 (sentencia Barbulescu) en la que establece que para que sea aceptable monitorizar y controlar las comunicaciones del trabajador -desde el punto de vista del derecho a la privacidad del trabajador y del equilibrio de este derecho con el de que la empresa se prevenga contra abusos- es necesario que al trabajador se le haya comunicado, con carácter previo y de manera expresa la posibilidad empresarial de adoptar medidas de vigilancia, sino también de cómo estas se pondrán en marcha en la práctica. Es decir, de que sus mensajes podrían ser revisados. No basta con una advertencia más o menos genérica, sino que debería ser muy específica. Así, por ejemplo y en aplicación de esta sentencia, RTVE en febrero de 2018 aprobó una norma, no sin polémica, sobre el uso de los sistemas de información, que habilita a la dirección para , en concreto, acceder al e-mail de los trabajadores o monitorizar sus equipos y dispositivos móviles.

Con posterioridad a la sentencia Barbulescu, el Tribunal Supremo ha tenido ocasión de aplicar sus criterios, que además estima sustancialmente coincidentes con los de la jurisprudencia constitucional. Destaca en primer lugar la sentencia de la sala de lo social de 8 de febrero de 2018. El Supremo confirma la validez y legitimidad, como medio probatorio, del examen del ordenador de un trabajador. En el caso enjuiciado, en la empresa (Inditex) existía una concreta normativa que limita el uso de los ordenadores a los estrictos fines laborales y prohíbe su utilización para cuestiones personales, conocida y aceptada expresamente por el trabajador. Este trabajador había obtenido cantidades de dinero en metálico y un coche de alta gama de un proveedor, por las compras realizadas al mismo, lo que resultaba de los correos electrónicos. El examen del correo electrónico en ese caso no fue indiscriminado sino focalizado en encontrar datos relevantes, utilizando palabras clave. El contenido extraído se limitó a los correos relativos a las transferencias bancarias controvertidas, y siempre desde el servidor de la empresa, no directamente desde el ordenador del trabajador.

El tribunal reflexiona sobre la ponderación entre el derecho del trabajador al que se le respete su vida privada y correspondencia, y el derecho de la empresa a comprobar que la actividad profesional de sus empleados es ejercida con corrección y se adecua a sus directrices y concluye que en este caso concreto el acceso al correo electrónico cumple con el debido equilibrio al ser muy limitado el grado de intromisión del empresario.

Más recientemente, la sala de lo penal del Supremo dicta una sentencia el 23 de octubre de 2018, en la cual se ocupa de fijar cuál es el camino correcto para que la empresa pueda monitorizar los correos electrónicos de sus empleados. En ella, el tribunal acepta que el empresario tenga un legítimo interés en evitar o descubrir conductas desleales o ilícitas del trabajador, pero que ese interés solamente será protegible si se atiene a los estándares marcados por la doctrina Barbulescu. Y reitera algo que a estas alturas es ya muy claro: “No cabe un acceso inconsentido al dispositivo de almacenamiento masivo de datos si el trabajador no ha sido advertido de esa posibilidad y/o, además, no ha sido expresamente limitado el empleo de esa herramienta a las tareas exclusivas dentro de la empresa”.

Además, establece muy claramente que una de las claves de todo esto es la advertencia previa y expresa al trabajador de la intención de controlar y los medios para hacerlo: “Si existiese esa expresa advertencia o instrucción en orden a limitar el uso del ordenador a tareas profesionales (de lo que podría llegar a derivarse un anuencia tácita al control o, al menos, el conocimiento de esa potestad de supervisión) y/o además alguna cláusula conocida por ambas partes autorizando a la empresa a medidas como la aquí llevada a cabo; o , si se hubiese recabado previamente el consentimiento de quien venía usando de forma exclusiva el ordenador (en caso de negativa, nada impedía recabar la autorización necesaria), pocas dudas podrían albergarse sobre la legitimidad de la actuación llevada a cabo por la empresa”.

Así lo reitera la sentencia como conclusión: “Sólo el conocimiento anticipado por parte del trabajador (deducible o explícito) de que puede ser objeto de fiscalización por parte del empresario, legitimaría el acto de injerencia en los sistemas informáticos puntos a sus alcance por la entidad para la que trabaja”.

Es decir, el Tribunal Supremo recalca muy claramente que para considerar lícitas acciones de fiscalización por parte del empresario, no basta que sean proporcionadas y limitadas al objetivo perseguido, que sí deben serlo, sino también que el trabajador tenga plena consciencia previa de que esa fiscalización podría tener lugar, por medio de la correspondiente advertencia previa. Porque si no existiera ésta, dice el tribunal, aunque se limitara la intromisión a elementos estrictamente necesarios sin afectar a la intimidad del usuario, ello no serviría para revertir en legítima la intromisión ab initio ilegítima.

 

Juicios mediáticos: condenas en tiempo real

Los archivos de la memoria judicial española recogen errores increíbles, como el que relata Pilar Miró en su película ‘El crimen de Cuenca’, exhibida en los cines españoles en 1981. La película narra lo ocurrido en la aldea de Tresjuncos (Cuenca), cuando un joven pastor apodado ‘El Cepa’ desaparece sin dejar rastro. Corría el año 1913 y la inquietud inicial en el pueblo se convirtió en un clamor popular sobre el asesinato del chico a manos del mayoral y el guarda de la finca donde trabajaba. La presión de la familia y los vecinos llevó al juez y al párroco a intervenir, y a la Guardia Civil a torturar cruelmente a los sospechosos, quienes, exhaustos, acabaron por confesar un crimen que nunca cometieron. Trece años más tarde, con los condenados en prisión, ‘El Cepa’ reaparecía vivo en la aldea para pedir su certificado de bautismo, y poder así contraer matrimonio en un pueblo cercano donde se había instalado cuando desapareció, llevándose por cierto el dinero ganado con el cuidado de las ovejas.

El peligro de condenar a inocentes existe. Así lo acreditan casos como el de Dolores Vázquez –condenada a 15 años de prisión por un asesinato que no cometió- o Rafael Ricardi, quien pasó 13 años en la cárcel por la violación de una joven del Puerto de Santa María (Cádiz), porque era bizco y drogadicto, y la víctima testificó que su agresor tenía un defecto en la vista.

La verdad judicial a veces no coincide con la verdad de los hechos. Eso se debe a que cada juicio es una lucha de versiones, una confrontación de relatos entre las partes. El juzgador se encuentra ante la dificultad de reconstruir el puzle con las piezas que se le muestran en el juicio, que quizás no son todas o están incompletas, son equívocas o directamente falsas. El fallo trata de reflejar lo que pasó, en una apuesta por la versión más verosímil.

La precariedad del relato que construye el tribunal es asumida incluso por el propio sistema judicial, que establece como garantía del justiciable el mecanismo de revisión de la sentencia por parte de una segunda e incluso a una tercera instancia.

Contra el relato periodístico, sin embargo, no cabe recurso: el retrato que los medios hacen sobre el sospechoso se convierte en un juicio público definitivo que afecta a su imagen y reputación para siempre. La verdad contada por los medios también se nutre de versiones a veces imprecisas, incompletas, interesadas o parciales, y sin embargo prospera como la versión definitiva.

Es el caso del actor Morgan Freeman, arrollado por la ola de acusaciones sobre abusos sexuales en Hollywood que afloraron a raíz del movimiento #MeToo, y que en su caso resultaron ser completamente falsas. El portal ‘Red Ética’ de la Fundación Gabriel García Márquez desvelaba hace unos días que una periodista de la CNN había llegado incluso a fabricar evidencias contra el actor. ¿Quién restituirá ahora su reputación?

Lo mismo sucede con los afectados por denuncias falsas, con aquellos sobre los que se coloca la lupa de la sospecha por comportamientos aborrecidos socialmente como la pederastia o los abusos, la violencia de género o la corrupción. En ocasiones se generan ecosistemas perversos donde desaparece la presunción de inocencia, y en los que es fácil que paguen justos por pecadores. Basta que sean señalados ante el tribunal de la prensa.

Ni que decir tiene que los relatos e interpretaciones de la prensa son imprescindibles: sostienen el derecho ciudadano a la información y ayudan a una mejor comprensión de los hechos. Pero igual que no todas las pastillas curan enfermedades, no todos los relatos mediáticos son certeros. La calidad del relato tiene que ver con la cantidad y calidad de la información que ofrece, con su procedencia y la selección que de ella se hace, y todo esto guarda relación con la construcción narrativa.

Historias de héroes y villanos

El relato de los medios en torno a procesos judiciales se apoya en un eje narrativo básico articulado en torno a las mismas coordenadas que una fábula moral, donde se asignan roles a los personajes involucrados. Esta estructura, a la que se llega mediante la simplificación de las historias, convierte los relatos de la prensa en narraciones épicas con héroes y villanos.

Este arquetipo narrativo afecta al ejercicio del derecho a la presunción de inocencia de los investigados, determina la percepción de la opinión pública y destruye la fama de las personas encausadas, a menudo personajes públicos cuya imagen y reputación quedan afectadas para siempre.

Es el narrador el que adjudica los roles de héroes o de villanos al hilo de la interpretación que él mismo hace de la información que le ha llegado. En el caso de los relatos de la prensa sobre procesos judiciales, la información inicial llega principalmente de fuentes de la investigación, de la Fiscalía o las fuerzas y cuerpos de seguridad, cuyos portavoces autorizados difunden datos e imágenes sobre detenciones, sospechosos u operaciones en ocasiones espectaculares.

Los cuerpos policiales tienen su propio departamento de Comunicación, que no ofrece solo información desinteresada, sino una primera versión de los hechos enfocada hacia el marketing y la autopromoción de la labor policial, y que resulta letal para los investigados a efectos incriminatorios. A menudo esas versiones preliminares de operaciones que siguen abiertas son descritas en los medios como la historia definitiva de lo ocurrido. La presunción de inocencia es derribada en el primer eslabón de la cadena.

La fuerza del primer relato

El origen de los datos que maneja el narrador periodístico condiciona su hipótesis de partida, y le lleva a asignar en su relato unos roles de inicio que difícilmente van a ser modificados después. El que es señalado como villano es descrito como tal en perfiles y reportajes, se le fotografía esposado, detenido, entrando en los juzgados, abucheado; estalla una espiral en torno a su persona que acaba por estigmatizarlo. Mientras tanto, los cuerpos y fuerzas de seguridad y los jueces son dibujados como héroes de la causa pública, antagonistas del villano, y ensalzados en las piezas informativas.

La urgencia de los tiempos que marcan el trabajo periodístico, la lentitud de la Administración judicial y la versión inicial incriminatoria provocan que el primer relato sea el más lesivo para la presunción de inocencia, y que coincida con la fase de mayor atención mediática: la del estallido del escándalo y el conocimiento de los hechos en la opinión pública.

La proliferación de informaciones en los medios durante la fase de instrucción de un caso es hasta seis y siete veces superior a la publicada durante las sesiones del juicio oral, donde se cotejan todas las versiones y se toman en consideración las tesis de los acusados. Así sucedió con uno de los mayores procesos judiciales por corrupción de la historia de España, el caso Malaya:

Número de artículos del caso ‘Malaya’ publicados antes y durante el juicio oral

Informaciones publicadas ABC

(Ed. Nacional)

El Mundo

(Ed. Nacional)

El País

(Ed. Nacional)

Previas al juicio (30/03/2006-26/09/2010) 432 resultados 452 resultados 361 resultados
Durante el juicio oral (27/09/2010-31/07/2012) 72 resultados 67 resultados 77 resultados

Fuente: Hemeroteca ABC y base de datos MyNews

 

La simplicidad del primer relato y su estructura de narración épica de héroes y villanos lo convierte en un relato transmedia, fácilmente adaptable de un medio y de un soporte a otros, de la prensa a la televisión, a la ficción audiovisual o escrita, etcétera. El eje dramático, además, genera determinadas expectativas sobre premios y castigos en torno a los personajes de la historia que influirán después en la reacción crítica de la opinión pública, en el caso de que las condenas en sede judicial sean escasas.

Es importante determinar si ante un determinado proceso judicial se ha producido un posicionamiento previo de la prensa a favor o en contra del acusado, y si este posicionamiento deja margen a la entrada de otras versiones, pues de ello dependerá todo el relato y sus efectos. La compasión que puede provocar una víctima, la empatía con su dolor, o el silencio del acusado, pueden inducir al periodista a tomar partido, inclinando la balanza a través de sus crónicas.

Los encausados quedan como atrapados en un personaje de este guión narrativo. Se convierten en villanos mediáticos, embutidos en un rol, condenados en tiempo real por el tribunal de la prensa. Un tribunal ante el que no caben recursos.