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¿Se puede regular la verdad?

Hace unas semanas tuve la oportunidad de participar como moderadora en una de las mesas del Foro “El derecho a la verdad”, organizado por la Fundación General de la Universidad de Alcalá, -dirigido por Nacho Torreblanca- en concreto en la titulada “¿Se puede regular la verdad”? con dos juristas de primer nivel, una profesora de Derecho Mercantil  de la Universidad Carlos III de Madrid, Teresa Rodriguez de las Heras, y otro de Derecho constitucional, Luis Miguel González de la Garza. De lo escuchado en esta mesa de dos juristas con visiones muy diferentes sobre este tema, una profundamente iusprivatista y la otra profundamente pública nacen estas primeras reflexiones sobre la regulación de la verdad. 

La primera reflexión es obvia: ¿Se puede regular la verdad?  Y la segunda no lo es menos: ¿Se debe regular la verdad? Y quizás la tercera es la menos obvia: ¿Es cierto que ahora mentimos más que antes? Tom Phillips, que dirige la principal organización verificadora de datos independiente del Reino Unido, lo pone duda. En su libro “Verdad, una breve historia de la charlatanería” nos recuerda que los seres los humanos nunca hemos dejado de mentirnos los unos a los otros y que no ha existido nada parecido a una “edad dorada de la veracidad”. Esto por no hablar de cómo nos mentimos a nosotros mismos. Cabe recordar también los comienzos de la prensa escrita, donde la difamación y las “fake news” estaban a la orden del día. Quizás la diferencia es la velocidad y la intensidad con que las mentiras circulan y se diseminan por las redes sociales.

En todo caso, y para ser más modestos quizás más que de la verdad deberíamos hablar de hechos verificables. Porque son los hechos los que, al final, permiten el debate racional y la rendición de cuentas en un Estado democrático de Derecho. ¿Tiene el ciudadano derecho a exigir que los hechos que fundamentan el debate público sean si no ciertos sí, al menos, verificables? ¿Y a exigirlo de quien exactamente? ¿Quién garantiza este derecho? ¿Cómo? ¿Se trata sólo de protegernos contra la desinformación (“disinformation”) tal y como la define la Comisión Europea (“información verificablemente falsa o engañosa que se crea y presenta para engañar deliberadamente a la población o para obtener beneficios económicos”) o debemos ir más allá? ¿Cuál es la diferencia entre información verificablemente falsa e información engañosa? La Comisión Europea habla también de “misinformation” para referirse a aquella información verificablemente falsa pero que es diseminada sin intención de engañar, porque quien lo hace considera que es cierta. ¿Podemos hablar de desinformación también cuando somos engañados voluntariamente, o nos autoengañamos o cuando el que difunde la desinformación no es consciente de que lo es?  ¿Puede suponer una regulación de este tipo un riesgo para una sociedad abierta? Y si es así ¿Cómo evitamos esos riesgos?

Pues bien, la Unión Europea ha empezado a tomar cartas en el asunto por considerar que las dos formas de desinformación (“disinformation” y “misinformation”) pueden amenazar las democracias, polarizar los debates y poner en riesgo la seguridad, la salud y el medio ambiente. Por otra parte, es indudable que las grandes campañas de desinformación requieren una respuesta coordinada por parte de los Estados miembros, las instituciones europeas, las redes sociales, los medios de comunicación y los propios ciudadanos.

En cuanto a las iniciativas europeas en este ámbito cabe referirse al Código de Prácticas sobre la desinformación (buenas prácticas y autorregulación para la industria), al Observatorio de los medios digitales (que reúne a los  “fact-checkers”, investigadores y otros agentes relevantes para asesorar a los políticos), al plan de acción sobre desinformación, cuya finalidad es fortalecer la capacidad y la cooperación de la UE para combatirla, la “European Democracy Action Plan” que pretende desarrollar guías y protocolos sobre obligaciones y rendición de cuentas por parte de las plataformas digitales en la lucha contra la desinformación o la comunicación “La comunicación ‘tackling online disinformation: a European approach’ que es una colección de herramientas para combatir la desinformación y proteger los valores europeos. Como puede verse, todo por ahora es “soft law”, es decir, no hay una regulación como tal que establezca derechos y obligaciones en este terreno. 

En concreto, el Plan de Acción contra la Desinformación de 2018, aprobado por la Unión Europea, establece en su punto octavo que los Estados miembros deben apoyar la creación de equipos de verificadores de datos e investigadores independientes. Lógicamente la independencia es esencial, si es que se trata, en último término, de retirar contenidos de forma que sólo pueda hacerse con criterios estrictamente técnicos y no por criterios políticos.

La principal discusión se plantea por tanto, en cuanto a la necesidad de una regulación y de qué tipo. ¿Nos basta con la “soft law”, es decir, la autorregulación, las buenas prácticas o los códigos de conducta o sería preciso ir más allá y establecer una auténtica regulación o “hard law” con sus garantías y sus sanciones en caso de incumplimiento? Este debate entronca también con el de si puede hablarse de algo así como del derecho a no ser engañado. Para algunos, y ciertamente para el profesor Luis Miguel González de la Garza, autor de un libro sobre el tema junto con Antonio Garrigues no cabe dudar de su existencia. Este derecho entroncaría con alguno de los derechos fundamentales reconocidos en nuestra Constitución en particular el de la libertad de expresión y debería garantizarse, como todos, judicialmente. Por el contrario, la profesora Rodríguez de las Heras se muestra más favorable a soluciones de Derecho privado, de tipo arbitral para solventar los posibles conflictos jurídicos que puedan suscitarse en relación particularmente con el comportamiento de las plataformas online, que en todo caso deberían establecer una serie de reglas estrictas para luchar contra la desinformación. En todo caso, ambos coinciden en la necesidad de una regulación al menos a nivel europeo, habida cuenta de que las grandes plataformas a las que se puede dirigir esta posible regulación operan a nivel global, por lo que una regulación simplemente nacional tendría poco recorrido.

En ese sentido, conviene recordar que ya disponemos de regulación en este ámbito nacional: en concreto se trata recogida en la Orden PCM/1030/2020, de 30 de octubre, por la que se publica el Procedimiento de actuación contra la desinformación aprobado por el Consejo de Seguridad Nacional (más conocida como la “Comisión de la verdad”) que fue muy criticada (también por mí) entre otras cosas por el modelo de gobernanza establecido, con muy escasa participación de organizaciones de la sociedad civil y otros agentes sociales y que no parece garantizar suficientemente la independencia de los “fact chekers”.  En todo caso, de haber iniciado sus trabajos (lo que desconozco) no parece que éstos hayan tenido demasiada repercusión. Su finalidad era, según sus propias palabras contribuir «a mejorar y aumentar la transparencia con respecto al origen de la desinformación y a la manera en la que se produce y difunde, además de evaluar su contenido».

En todo caso, una regulación auténtica (“hard law”) contra la desinformación no ya desde el punto de vista procedimental sino material tiene también sus inconvenientes.  De entrada, la delimitación de los sujetos obligados y de los agentes que deberían involucrarse para luchar contra la desinformación que van desde los medios de comunicación tradicionales, las redes sociales, los propios Poderes Públicos, los Investigadores, las organizaciones de la sociedad civil e incluso los ciudadanos de a pie. Pero no hay duda de que también incluso delimitando con claridad el ámbito subjetivo de aplicación, otro escollo estaría en el establecimiento de procedimientos para combatirla, especialmente si se acude a procedimientos judiciales que se antojan excesivamente lentos para combatir un fenómeno que si por algo se caracteriza es por su inmediatez. No obstante, si hablamos de retirar contenidos que pueden contener desinformación en el sentido antes expuesto parece razonable que exista algún tipo de garantía judicial, dado que la sombra de la censura es alargada. Y si bien parece que a nadie le gusta demasiado que sean las propias plataformas o, mejor dicho, sus algoritmos, quienes decidan qué contenidos retiran por contener desinformación no lo es menos que dejar esta potestad en manos de los Poderes públicos incluso en democracias avanzadas entraña un riesgo nada desdeñable. Y no digamos ya en las menos avanzadas o en las denominadas iliberales. Se trata, por tanto, de un asunto delicado. ¿Quién vigila a los vigilantes? Como pueden ver, un debate apasionante para los próximos años, en el que nos jugamos mucho.

Empero, antes de ese análisis hay que mencionar que el punto que los regula, el tercero, comienza con esta llamativa declaración: «Acorde con los órganos y organismos que conforman el Sistema de Seguridad Nacional, se establece una composición específica para la lucha contra la desinformación». De esta manera, se busca equiparar la lucha contra la desinformación con los asuntos de Seguridad Nacional, lo que puede servir para intentar justificar precisamente ciertas restricciones de derechos. La explicación radica en que, a veces, la desinformación puede provenir de terceros países. Ahora bien, esto no tiene por qué ser siempre así y, dada la antes mencionada ambigüedad de la orden, dichos órganos dispondrán de un considerable margen de actuación.

Una vez expuesto todo lo anterior, los aspectos esenciales de los órganos son los siguientes:

El Consejo de Seguridad Nacional: En esencia es una comisión delegada del Gobierno, tal y como se recoge el artículo 17 de la Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional. Su finalidad es la de asesorar al presidente del Gobierno sobre materias de Seguridad Nacional. Su composición se determina en el artículo 21 de esta ley, la cual además de ser objeto de desarrollo reglamentario, incorporará obligatoriamente al Presidente, Vicepresidentes y varios ministros. Debe destacarse que el artículo siete de la Ley de Seguridad Nacional también dispone que las Cortes Generales son competentes en materia de Seguridad Nacional, pero no han sido tenidas en cuenta para la orden que nos ocupa.

El Comité de Situación: Participa en el denominado Nivel 3. Lo destacable es que es un órgano de apoyo del Consejo de Seguridad Nacional, tal y como se recoge en el segundo punto de la Orden PRA/32/2018, de 22 de enero, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional, por el que se regula el Comité Especializado de Situación. Su composición se determina en el punto sexto de dicha orden, estando presidido por el Vicepresidente del Gobierno y vicepresidido por el Director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y Secretario del Consejo de Seguridad Nacional. En lo relacionado con sus vocales se sigue una tónica parecida.

La Secretaría de Estado de Comunicación: Es una secretaría de Estado que depende de Presidencia. Lógicamente es clave en la política informativa del Gobierno y la orden le sitúa como autoridad pública competente, junto a Presidencia, el CNI y los distintos gabinetes de comunicación de los Ministerios y otros órganos.

Comisión Permanente de Desinformación: La crea la norma objeto del artículo, la cual detalla su funcionamiento y actuaciones. Se encargará de llevar a cabo una coordinación interministerial. Según el anexo II de la orden, su coordinación será asumida por la antes mencionada Secretaría de Estado de Comunicación, mientras que la presidirá el Director del Departamento de Seguridad Nacional. El resto de su composición abarcará varios organismos provenientes de varios ministerios como el de defensa, interior, exteriores, etc. Entre sus competencias puede destacarse que actuará en conjunto con la Secretaría de Estado, correspondiéndole varias funciones importantes como la elaboración de informes agregados para apoyar la valoración de amenazas; elevar al Consejo de Seguridad Nacional recomendaciones y propuestas; y, quizá la más importante, la elaboración de la propuesta de la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desinformación al Consejo de Seguridad Nacional.

Posteriormente, en el punto quinto se recogen las autoridades públicas competentes, ya nombradas, mientras que el apartado sexto está dedicado a la sociedad civil y el sector privado. Dicho apartado afirma asignarles un «papel esencia en la lucha contra la desinformación». ¿Qué tipo de papel esencial? Veámoslo: «con acciones como la identificación y no contribución a su difusión, la promoción de actividades de concienciación y la formación o el desarrollo herramientas para su evitar su propagación en el entorno digital». Así es que ese «papel esencial» es cuestionable.

Pero, al margen de eso, es criticable que no se prevea un foro donde los actores de la sociedad civil discutan estos temas con la clase política, ni tampoco se contemplen mecanismos de participación real. Eso sí, las autoridades competentes podrán solicitar la colaboración a organizaciones cuya contribución se considere oportuna y relevante, lo que probablemente lleven a cabo organizaciones afines al Gobierno de turno

En conclusión, la norma establece un batiburrillo de órganos para actuar en los cuatro niveles previstos y cuya característica común es que, aunque por distintos caminos, todos dependen del Gobierno. De modo que, pese a que se afirme respetar las instrucciones de Europa, no se cumple con la exigencia de constituir equipos de trabajo independientes. Asimismo, es llamativo que la palabra «lucha» aparezca hasta veinte veces en la orden. Da la sensación que la misma incorpore una retórica pseudo-belicista, lo que podría terminar dando pie a que los sujetos que, supuestamente, elaboren informaciones falsas, sean presentados como “enemigos”. Por tanto, hay que sopesar si está justificado que este conjunto de órganos, de naturaleza casi endogámica, pueda limitar la libertad de expresión o si, por el contrario, ésta debería gozar de una mayor protección. En estos tiempos, deben tomarse especialmente en cuenta reflexiones como esta que hizo, hace tantos años, John Stuart Mill: «Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior».

Los juicios mediáticos y la sociedad de la desinformación

Como sociedad, nos encontramos inexorablemente sumidos en el frenesí de la inmediatez. Muy lejos quedan ya los pacientes intercambios de correspondencia postal, las interminables consultas de manuscritos en las bibliotecas, o las llamadas desde un teléfono fijo. Desde la llegada generalizada de Internet a nuestros hogares, la urgencia se ha propagado como una onda expansiva y se encuentra arraigada –cada vez más y sin visos de retroceso– en los mismos cimientos de nuestra comunidad. Las cabinas telefónicas fueron sustituidas por “smartphones”, y con ellos llegó la explosión de las redes sociales y, también, el fenómeno de la “viralidad”.

Efectivamente, un acontecimiento puede convertirse en cuestión de minutos –si bien de manera momentánea– en “trending topic”, en tendencia, lo que viene a significar que una buena parte de la sociedad se encuentra en ese momento comentando u opinando sobre lo ocurrido. Y, a veces, en esa prisa por opinar, por apoyar públicamente a través de las redes sociales aquellas causas que “creemos justas”, erramos sustancialmente y atentamos –sin ser verdaderamente conscientes– contra nuestras propias instituciones y valores democráticos.

Un buen ejemplo de esos ataques silenciosos e inconscientes es la proliferación de los juicios mediáticos, siendo, además, peligrosamente común que se pierda la confianza en el propio sistema cuando llegamos al firme convencimiento de que nuestros postulados son “los correctos y justos”. Postulados que, dicho sea de paso, no se ven modificados en prácticamente ninguna ocasión, ni siquiera por una decisión judicial firme contraria a aquellos. Y aunque puedan no ser pocas las ocasiones en las que acertemos con esa primera intuición que nos nace al aproximarnos a unos acontecimientos o hechos concretos, no deja de ser una anticipación de un fallo judicial que no permite un ulterior recurso. Porque, generalmente, el juicio y condena sociales no admiten segunda instancia, hayamos errado o no en nuestra sentencia.

No obstante, no puede perderse de vista el papel que juegan los medios de comunicación en ese entramado y en cómo se presenta la información a los ciudadanos. Y es que, por lo que a la sociedad de la información respecta, la carrera por el titular más llamativo (“No dejes que la realidad te estropee un buen titular”) y el mayor número de visitas, siendo lo segundo una indefectible consecuencia de lo primero, supone a veces la pérdida de rigor en pos de la inmediatez. Y cuando el rigor informativo desaparece, el derecho a recibir una información contrastada y de calidad se ve connaturalmente mermado.

Llegados a este punto, cabe plantearse: si la información de la que disponemos no es rigurosa y contrastada, ¿podemos formarnos una verdadera opinión sobre un acontecimiento actual concreto? ¿Está entre nuestras obligaciones como ciudadanos el investigar suficientemente sobre un acontecimiento antes de opinar públicamente sobre él? ¿Y se halla entre las obligaciones de los medios la de combatir la infodemia en la que nuestra sociedad digital se ve inmersa?

En definitiva, ¿responden los medios a las demandas de la sociedad, adaptándose a ellas, o es la sociedad la que se encuentra necesariamente influida por la información que se le presenta? Si bien no hay respuesta correcta o incorrecta —porque se trata de una clara retroalimentación—, no debemos perder de vista la existencia de dos conceptos contrapuestos (aunque quizá presenten cierta analogía o, incluso, simbiosis): el “framing” o encuadre, y el sesgo de confirmación.

En materia de comunicación, el “framing” es la selección y el énfasis que los medios conceden a las características de un tema, y que promueven abiertamente en el público una particular evaluación sobre dicho tema. Dicho de otro modo, un encuadre es un envoltorio o definición que alienta ciertas interpretaciones y desalienta otras (Rodelo, Frida V.; Muñiz, Carlos, 2016). Por su parte, el sesgo de confirmación es la tendencia a favorecer, buscar, interpretar y recordar la información que confirma las propias creencias o hipótesis, dando desproporcionadamente menos consideración a posibles alternativas (Plous, 1993).

Dejando a un lado las elucubraciones sobre si el primer fenómeno es consecuencia del segundo o viceversa, lo que parece innegable es que existe una altísima y “todopoderosísima” magistratura que se (auto) posiciona técnica y moralmente por encima de Juzgados y Tribunales de cualquier orden, categoría y especialización, y que responde al nombre de redes sociales. Y, como decíamos, no suele admitir una revisión en segunda instancia. En este contexto, el problema aparece cuando confluyen la falta de información –porque no se nos haya suministrado con el suficiente rigor y contraste, porque nos baste nuestro propio sesgo para sentar cátedra, o por la confluencia de ambas– y la emoción incontenida de sumarse a una causa que, desde nuestra perspectiva, es la más justa de todas las causas.

Pero tampoco puede perderse de vista que, desde el momento en el que la televisión, la radio o la prensa hablan de “presunto culpable” o dedican grandes espacios a la elucubración y no “simplemente” a la información, ya están atentando –de manera silenciosa e involuntaria, si se quiere– contra el Estado de Derecho. Porque la presunción es siempre de inocencia hasta que se demuestre lo contrario –por muy cliché que esto pueda sonar –y una resolución judicial así lo acuerde. Y, también, porque la defensa de ese Estado de Derecho lleva ineludiblemente anudada la defensa de sus instituciones (Policía, Jueces o Fiscales, entre otros muchos actores), de manera que la pérdida infundada de confianza en estos agentes no hace sino perjudicar a las bases más elementales de nuestra democracia.

Expuesto cuanto antecede, vaya por delante el más profundo respeto y defensa del incuestionable derecho a la libertad de expresión, consagrado constitucionalmente en cualquier país democrático que se precie y, por supuesto, también a la prensa que, como decía Tocqueville, “es, por excelencia, el instrumento democrático de la libertad”.

Sirva únicamente el presente planteamiento como una llamada a la reflexión sobre aquello que los ciudadanos, como parte de esa sociedad de la inmediatez, demandamos; sobre lo que hacemos con el desorden informativo en el que desde hace un tiempo a esta parte vivimos; y sobre el rigor que cabría reivindicar tanto respecto de los medios de comunicación como de nuestras propias opiniones, al menos –y esto es únicamente un mínimo– cuando puedan afectar de lleno a la esfera de los derechos personales de otros individuos, y con ello a las más elementales estructuras de nuestra comunidad.

 

La orden contra la desinformación y el Ministerio de la Verdad

La nueva orden del Gobierno contra la desinformación genera muchas dudas. Por esa razón urge comprobar si se trata de una norma peligrosa o, por el contrario, un instrumento eficaz para combatir las llamadas fake news. En este sentido, la propia norma describe la desinformación en los mismos términos que lo hace la Comisión Europea: «información verificablemente falsa o engañosa que se crea, presenta y divulga con fines lucrativos o para engañar deliberadamente a la población, y que puede causar un perjuicio público». Por consiguiente, la orden actuaría contra esa desinformación que, aunque en ocasiones relacionada con el covid-19, también afectará a otras temáticas. En consecuencia, la norma sostiene que ayudará «a mejorar y aumentar la transparencia con respecto al origen de la desinformación y a la manera en la que se produce y difunde, además de evaluar su contenido».

En relación con lo anterior, a mi juicio, lo preocupante es esa “evaluación del contenido”, lo cual implicaría que unos órganos identifiquen una información como falsa y actúen en consecuencia. ¿Esto qué supone? La posibilidad de ejercer una censura que, aunque no sea previa tal y como prohíbe el artículo 20 de la Constitución Española, se haría sin ningún tipo de control judicial. Al respecto, cabe señalar que para el secuestro de publicaciones, del apartado quinto de este mismo artículo, sí se exige una resolución judicial. Por tanto, ¿esta orden, a pesar de su ambigüedad, podría emplearse para limitar el derecho de libertad de expresión?

Hay dos objetivos del procedimiento de actuación que invitan a pensar que esto pueda suceder. Uno es el que persigue establecer los niveles de prevención, detección, análisis, respuesta y evaluación; y otro, el que busca definir la metodología para la identificación, análisis y gestión de eventos desinformativos. Por ello, quizá debería haberse respetado la reserva de ley que el artículo 53 de la Carta Magna establece para regular el ejercicio de los derechos de su Título Primero.

Por otra parte, como existe la posibilidad de que se limite la libertad de expresión, es imprescindible analizar los órganos que llevarán a cabo las funciones antes descritas. Sin embargo, antes de continuar, cabe recordar que el Plan de Acción contra la Desinformación de 2018, aprobado por la Unión Europea, establece en su punto octavo que los Estados miembros deben apoyar la creación de equipos de verificadores de datos e investigadores independientes. Esa independencia es indispensable, puesto que esos verificadores deben actuar libremente, de tal forma que toda limitación del derecho en cuestión solo se lleve a cabo cuando sea absolutamente necesaria y atendiendo a estrictos criterios técnicos y no políticos. Con todo, la orden teje una enmarañada red de órganos competentes que es necesario examinar para observar si se cumple esa independencia.

Empero, antes de ese análisis hay que mencionar que el punto que los regula, el tercero, comienza con esta llamativa declaración: «Acorde con los órganos y organismos que conforman el Sistema de Seguridad Nacional, se establece una composición específica para la lucha contra la desinformación». De esta manera, se busca equiparar la lucha contra la desinformación con los asuntos de Seguridad Nacional, lo que puede servir para intentar justificar precisamente ciertas restricciones de derechos. La explicación radica en que, a veces, la desinformación puede provenir de terceros países. Ahora bien, esto no tiene por qué ser siempre así y, dada la antes mencionada ambigüedad de la orden, dichos órganos dispondrán de un considerable margen de actuación.

Una vez expuesto todo lo anterior, los aspectos esenciales de los órganos son los siguientes:

  1. El Consejo de Seguridad Nacional: En esencia es una comisión delegada del Gobierno, tal y como se recoge el artículo 17 de la Ley 36/2015, de 28 de septiembre, de Seguridad Nacional. Su finalidad es la de asesorar al presidente del Gobierno sobre materias de Seguridad Nacional. Su composición se determina en el artículo 21 de esta ley, la cual además de ser objeto de desarrollo reglamentario, incorporará obligatoriamente al Presidente, Vicepresidentes y varios ministros. Debe destacarse que el artículo siete de la Ley de Seguridad Nacional también dispone que las Cortes Generales son competentes en materia de Seguridad Nacional, pero no han sido tenidas en cuenta para la orden que nos ocupa.
  2. El Comité de Situación: Participa en el denominado Nivel 3. Lo destacable es que es un órgano de apoyo del Consejo de Seguridad Nacional, tal y como se recoge en el segundo punto de la Orden PRA/32/2018, de 22 de enero, por la que se publica el Acuerdo del Consejo de Seguridad Nacional, por el que se regula el Comité Especializado de Situación. Su composición se determina en el punto sexto de dicha orden, estando presidido por el Vicepresidente del Gobierno y vicepresidido por el Director del Gabinete de la Presidencia del Gobierno y Secretario del Consejo de Seguridad Nacional. En lo relacionado con sus vocales se sigue una tónica parecida.
  3. La Secretaría de Estado de Comunicación: Es una secretaría de Estado que depende de Presidencia. Lógicamente es clave en la política informativa del Gobierno y la orden le sitúa como autoridad pública competente, junto a Presidencia, el CNI y los distintos gabinetes de comunicación de los Ministerios y otros órganos.
  4. Comisión Permanente de Desinformación: La crea la norma objeto del artículo, la cual detalla su funcionamiento y actuaciones. Se encargará de llevar a cabo una coordinación interministerial. Según el anexo II de la orden, su coordinación será asumida por la antes mencionada Secretaría de Estado de Comunicación, mientras que la presidirá el Director del Departamento de Seguridad Nacional. El resto de su composición abarcará varios organismos provenientes de varios ministerios como el de defensa, interior, exteriores, etc. Entre sus competencias puede destacarse que actuará en conjunto con la Secretaría de Estado, correspondiéndole varias funciones importantes como la elaboración de informes agregados para apoyar la valoración de amenazas; elevar al Consejo de Seguridad Nacional recomendaciones y propuestas; y, quizá la más importante, la elaboración de la propuesta de la Estrategia Nacional de Lucha contra la Desinformación al Consejo de Seguridad Nacional.

Posteriormente, en el punto quinto se recogen las autoridades públicas competentes, ya nombradas, mientras que el apartado sexto está dedicado a la sociedad civil y el sector privado. Dicho apartado afirma asignarles un «papel esencia en la lucha contra la desinformación». ¿Qué tipo de papel esencial? Veámoslo: «con acciones como la identificación y no contribución a su difusión, la promoción de actividades de concienciación y la formación o el desarrollo herramientas para su evitar su propagación en el entorno digital». Así es que ese “papel esencial” es cuestionable.

Pero, al margen de eso, es criticable que no se prevea un foro donde los actores de la sociedad civil discutan estos temas con la clase política, ni tampoco se contemplen mecanismos de participación real. Eso sí, las autoridades competentes podrán solicitar la colaboración a organizaciones cuya contribución se considere oportuna y relevante, lo que probablemente lleven a cabo organizaciones afines al Gobierno de turno

En conclusión, la norma establece un batiburrillo de órganos para actuar en los cuatro niveles previstos y cuya característica común es que, aunque por distintos caminos, todos dependen del Gobierno. De modo que, pese a que se afirme respetar las instrucciones de Europa, no se cumple con la exigencia de constituir equipos de trabajo independientes. Asimismo, es llamativo que la palabra «lucha» aparezca hasta veinte veces en la orden. Da la sensación que la misma incorpore una retórica pseudo-belicista, lo que podría terminar dando pie a que los sujetos que, supuestamente, elaboren informaciones falsas, sean presentados como “enemigos”. Por tanto, hay que sopesar si está justificado que este conjunto de órganos, de naturaleza casi endogámica, pueda limitar la libertad de expresión o si, por el contrario, ésta debería gozar de una mayor protección. En estos tiempos, deben tomarse especialmente en cuenta reflexiones como esta que hizo, hace tantos años, John Stuart Mill: «Dondequiera que hay una clase dominante, una gran parte de la moralidad del país emana de sus intereses y de sus sentimientos de clase superior».