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Sedición, asalto y comparaciones odiosas

 

El asalto al Capitolio de Washington ha abierto en España un debate sobre lo que es legítimo y sobre lo que es legal. Después de los gravísimos hechos que se produjeron en Barcelona en 2017, con el intento de asalto al Parlament de Catalunya, incumpliendo de forma flagrante el Estatut y la Constitución, promulgando leyes de desconexión constitucional claramente sediciosas y contrarias a las más elementales reglas del estado de derecho, apropiándose de las instituciones unos partidos independentistas azuzados por las propias autoridades autonómicas –“apreteu, apreteu”- con el presidente de la Generalitat a la cabeza, se planteó un debate que pretendía justificar esos hechos tremendos, alegando que la legitimidad estaba por encima de la legalidad y que, dijera lo que dijera la Constitución o el Estatut de Catalunya, como los partidos independentistas tenían mayoría en la Cámara catalana, gozaban de “legitimidad democrática” para hacer lo que hicieron.

Ahora, los mismos que organizaron todos esos desmanes, muchos de ellos incitando a la violencia, incluso aquellos que también pretendieron en Madrid ocupar el Congreso de los Diputados durante la investidura de Rajoy en 2016 (Iglesias y Errejón, entre otros), han salido gritando que debe pararse a la extrema derecha, como se ha hecho en E.E.U.U, para que triunfe el estado de derecho y la democracia. Los extremos se tocan. Son los mismos perros con distintos collares. Ahí, la sediciosa ha sido, sí, la extrema derecha instigada, nada menos, que por el propio presidente de los Estados Unidos. Y en Cataluña el asalto a las instituciones lo organizaron los herederos de CiU, también desde la presidencia, aunque sus principales dirigentes tradicionales (Durán y Roca, por ejemplo) se desmarcasen clara y rotundamente del sedicioso golpe que organizaron sus sucesores, envalentonados por la inacción y abandono de sus funciones del gobierno de España, entonces presidido por un acomodaticio Mariano Rajoy.

 

Después de los hechos de Washington se ha puesto más difícil la concesión de los indultos. Creíamos que lo que había ocurrido era una excentricidad nuestra, algo propio de nuestro fogoso carácter, a lo que no debíamos darle la importancia que le había concedido el Tribunal Supremo. Los indultos, pues, estaban plenamente justificados. Además, muchos pensaban que los revoltosos eran buena gente. Junqueras solía repetir con machacona insistencia eso de que “yo soy bueno”. Y nadie lo dudaba, aunque al doblar la esquina repitiera ese otro mantra algo más perverso del “ho tornarem a fer”. Los dirigentes catalanes hicieron, exactamente, lo mismo que Trump desde otra trinchera: aquí se negaba legitimidad a la ley ya que, sostenían, la legitimidad democrática la tenían ellos. Nuestros compatriotas no tuvieron esa resonancia mundial que ha tenido la asonada americana liderada por el presidente Trump. Los nuestros se saltaron la Constitución y el Estatuto, o sea el llamado “bloque de constitucionalidad”, porque argumentaban que les avalaba una mayoría parlamentaria. Según ese artero argumento, cualquier mayoría parlamentaria estaría legitimada para modificar las leyes, no de acuerdo con las leyes, sino fabricándolas “ex novo”. El argumento de Trump, muy infantil pero mucho más incendiario, ha sido distinto. Él ha negado validez a los resultados electorales sosteniendo, sin otro fundamento que su palabra, que esos resultados fueron amañados. No podía entender -dijo- que se acostase como ganador y se despertara perdiendo.

 

Se que muchas personas dirán que esta es una comparación odiosa. Puede ser que sea inoportuna, pero creo que no es odiosa. Es una reflexión que deberían hacerse quienes alientan la desobediencia civil; quienes ponen en tela de juicio la legitimidad de la Monarquía cuestionando la legitimidad de la Constitución; quienes sostienen que el Parlament de Catalunya tiene legitimidad para dictar, aún en contra de la ley, unas leyes de desconexión, poniendo en la picota los más elementales principios de la democracia; quienes empujan a las masas a tomar las calles, como de forma irreflexiva lo hacen con bastante frecuencia tanto Podemos como Vox; quienes ponen  en cuestión la validez de los debates parlamentarios, en suma. La crispación constante de unos y otros, con argumentos simples y de argumentario, es rebajar la razón a categoría de eslogan. Es como si lo anecdótico se hubiera convertido en categoría.

Cuando vi a ese hombre de las montañas con su gorro de piel de zorro y cuernos encaramado en la silla del presidente del Senado de los Estados Unidos de América, me dieron ganas de sonreír, la misma sonrisa que le produjo al corresponsal del New York Times cuando el 23 de febrero de 1981 vio a Tejero con su tricornio very funny (muy divertido) entrar en el Congreso. ¿Son odiosas las comparaciones? Cada pueblo tiene su idiosincrasia. Ya nadie puede reírse de nadie. Si no cuidamos las instituciones, si las utilizamos para desestabilizar al contrario (como hace el PP con la renovación del CGPJ), si los responsables políticos lanzan mensajes engañosos para azuzar a sus partidarios, si no respetamos la ley, lo que sucedió en Washington, o más modestamente, lo que pasó en Barcelona hace un tiempo, puede volver a repetirse en cualquier democracia consolidada del mundo y tambalear nuestras libertades tan difícilmente conquistadas.

 

El insólito discurso del Rey

Y

 

El discurso de Nochebuena del Rey Felipe VI ha sido el más raro, extraño o desacostumbrado, utilizando las acepciones que de la palabra “insólito” ofrece el Diccionario de la Lengua Española de la RAE, que ha pronunciado en sus siete difíciles años de reinado. Y yo diría que es quizás el más insólito discurso que un Rey de España ha pronunciado desde la restauración de la Monarquía. No importa quién fuera el Monarca. Rebobinemos. El Rey Juan Carlos abdica la Corona porque su conducta desde la cacería en Botsuana y el descubrimiento de su relación con Corinna Larsen no resultaba ejemplar, y mucho menos conveniente, en un país azotado por la crisis económica. Pero nadie podía imaginarse la magnitud de lo que, a partir de entonces, iría aflorando. Y lo que ha salido a la superficie, en forma de comisiones y cuentas opacas en paraísos fiscales, ha sido lo bastante grave como para que haya tenido que intervenir la fiscalía y la Agencia Tributaria para intentar esclarecer esa conducta que, por lo que vamos sabiendo, se remonta a los inicios del reinado de Juan Carlos I.

 

Todos los partidos independentistas catalanes y vascos, sin excepción ni matices, así como Podemos y sus marcas afines, aprovecharon esa extraña situación para salir en tromba pidiendo un cambio constitucional que diera paso a una república y al derecho de secesión de las distintas naciones que, según ellos, se compone España. O sea, que en el año de la pandemia e inmersos en una crisis económica sin precedentes de la que no sabemos todavía cómo saldremos, esos partidos plantean, nada menos, que el debate sobre un cambio de régimen. Y no se trata solo de un wishful thinkin más o menos retórico, no. De retórico, nada. Ese debate se plantea desde uno de los partidos que gobiernan España en coalición con el PSOE, por un lado; y, por otro, desde dos partidos (ERC + PNV) que gobiernan en las autonomías de Cataluña y Euskadi. Si no fuera porque los abuelos se mueren a chorros por el COVID 19, gritaría ese dicho tan castizo de que “éramos pocos, y parió la abuela”.

 

Todos aquellos que aprovechan estos momentos de tanta incertidumbre para intentar derribar la Constitución, esperaban del Rey Felipe VI que se refiriera en el discurso de anteanoche a la conducta de su padre, el Rey Juan Carlos, para salir como lobos aullando contra él, dijera lo que dijera. El Rey, pues, habló por elevación, que es como debe referirse un Jefe de Estado a los temas controvertidos, aquellos en los que las opiniones de los ciudadanos están muy divididas. El Rey no puede ponerse al lado de unos u otros. Es el Rey de todos los españoles. El Rey es imparcial y debe recordar, como lo hizo, el papel de la Corona, y el suyo como Monarca, en el juego de fuerzas constitucionales.  Y lo hizo bien. Tampoco debía, y desde luego no cayó en esa trampa, entrar en los reproches y descalificaciones familiares, como si de un patio de vecindad se tratara. La conducta pública del Rey Juan Carlos la juzgará la historia; y su conducta privada, de forma más inmediata, los Tribunales o la Agencia Tributaria.

 

El discurso del Rey, que es el jefe del Estado según el artículo 56 CE, fue, en mi opinión, como un encaje de bolillos para decir todo lo que debía decir sin ofender a nadie: “Ya en 2014, en mi proclamación ante las Cortes Generales, me refería a los principios morales y éticos que los ciudadanos reclaman de nuestras conductas. Unos principios que nos obligan a todos sin excepción; y que están por encima de cualquier consideración, de la naturaleza que sea, incluso de las personales o familiares”. ¿Qué más querían que dijera? ¿Acusar a su padre cuando no está ni siquiera imputado? El Rey Felipe VI se propuso, desde el inicio de su reinado, ser un rey ejemplar, alguien en cuya conducta, y en la de su familia (su mujer y sus hijas), pudiéramos mirarnos. Y, desde luego, no con palabras sino con hechos (retirar la asignación al Rey Juan Carlos y renunciar a sus posibles derechos hereditarios), está cumpliendo con pulcritud exquisita y sinceridad lo que prometió.

 

Y también en el discurso el Rey se dijeron otras cosas con pocas palabras. Reconoció, implícitamente, el papel trascendental del Rey Juan Carlos en el desmantelamiento del franquismo, la reconciliación nacional y el advenimiento de la democracia y de las libertades que instauraron nuestra Constitución. “Una Constitución que todos tenemos el deber de respetar y que en nuestros días es el fundamento de nuestra convivencia social y política, y que representa en nuestra historia un éxito de y para la democracia y la libertad”.

 

Aún así, el discurso de Nochebuena del Rey Felipe fue un discurso insólito, se salió de los parámetros de la normalidad (la pandemia, la crisis, los jóvenes…) porque, por un lado, tuvo que recordar que la Constitución de 1978, garantía de la democracia y de la libertad, debe ser respetada por todos; y, por otro, dejó claro explícitamente que hay principios éticos y morales que nos obligan a todos. En su reciente libro “Por qué soy monárquico” (Ariel), Sergio Vila-Sanjuán, Premio Nacional de Periodismo Cultural 2020, ha escrito: “La monarquía constitucional lanza sobre el panorama político un mensaje de moderación, continuidad y equilibrio. Por eso los radicalismos, los populismos y los totalitarismos constituyen hoy sus principales adversarios”.  El mensaje del Rey tuvo esos ingredientes: moderación, continuidad y equilibrio. Y por ello, los radicales, populistas y totalitarios intentan descuartizarlo.

 

 

La constitución interna

 

La Constitución, según Loewenstein, es el dispositivo fundamental para el control del proceso del poder. Siguiendo su clasificación entre constituciones normativas, nominales y semánticas, la nuestra entraría en la primera categoría. Y afirma este profesor alemán exiliado en Estados Unidos desde 1933, que para que sea real y efectiva, la Constitución debe ser observada lealmente por todos los agentes de ese poder y estar integrada en la sociedad estatal, y ésta en ella. Si entre la Constitución y la comunidad se produce esa simbiosis, sus normas dominan el proceso político o, a la inversa, el proceso del poder se adapta a las normas de la Constitución y se somete a ellas. “La Constitución es como un traje que sienta bien”. La Constitución española de 1978 es, pues, una constitución normativa, un traje que nos ha sentado bien durante cuarenta años. Pero ahora, una parte del gobierno de España, con el apoyo de los independentistas catalanes y vascos, ha decidido que ese traje ya no nos sienta bien. Son minoría, es cierto, pero pretenden imponer a la mayoría otro traje, el republicano tricolor. Y apuntan bien. Saben que la Monarquía parlamentaria, instaurada en el artículo 1 del Título Preliminar de la Constitución, es la clave de bóveda de nuestro edificio constitucional, base y fundamento de la democracia y de la libertad de todos los españoles.

 

La Constitución no solo es su letra. Cánovas, el político conservador arquitecto de la de 1876, decía que “la Monarquía y las Cortes son el resumen de la política y de la vida de muchos siglos”. Se refería a esa otra Constitución no escrita, sobreentendida, que es como el alma de la nación, la constitución interna que contiene nuestras tradiciones y costumbres que son proyectadas hacia el futuro. Es decir, la Monarquía y la voluntad popular asentada en las Cortes Generales serían las dos únicas instituciones que no deberían ponerse en tela de juicio, desde los poderes del Estado, nunca. Porque si las tambaleamos, se podría llegar a derrumbar todo nuestro sistema de libertades. Es posible que el Rey Juan Carlos cometiera errores de bulto a lo largo de su reinado y que su errática actitud de estos últimos meses haya propiciado un debate sobre la conveniencia o no de que España siga siendo una Monarquía parlamentaria o, por el contrario, una República, aunque no se sepa cómo.

 

Para reformar la Constitución, en el caso de una reforma tan radical como el cambio de régimen, o sea para hacer una Constitución nueva, se requieren mayorías cualificadas que ni de lejos se podrían ahora conseguir con el actual equilibrio de fuerzas parlamentarias. Ésta es la razón por la que los partidos que pretenden destrozar la Constitución de 1978 y propiciar un cambio de régimen, plantean la conveniencia de someter a referéndum la Monarquía. Para ello solamente bastaría que el presidente del Gobierno propusiera, previa aprobación por mayoría absoluta del Congreso de los Diputados, la organización de la consulta. De este modo se habría abierto el melón del cambio de régimen como pretenden los partidos minoritarios (Podemos más todos los partidos independentistas), sin necesidad de plantear la reforma constitucional.

 

No solo es España la que ha vivido una crisis constitucional de la envergadura como la que estamos padeciendo. En Bélgica, Leopoldo III tuvo que abdicar la Corona en 1950 por su actitud complaciente con Hitler. En Holanda al príncipe Bernardo, casado con la Reina Juliana, le retiraron todos los títulos por sus negocios y cobro de comisiones de la compañía de aviación Lockheed. En Inglaterra la Reina Isabel pasó un verdadero calvario -su annus horribilis– tras la muerte de la princesa Diana, la princesa del pueblo. Y en nuestro país, el Rey Juan Carlos tuvo que abdicar por su falta de ejemplaridad -un Rey de grandes virtudes públicas y de grandes vicios privados, ha escrito con agudeza y acierto el catedrático de Historia Contemporánea de la Universidad Complutense, Juan Francisco Fuentes. Ahora, superada la crisis, con unos reyes ejemplares, los de Podemos y los independentistas pretenden imponernos su modelo de república, politizando el derecho, reduciéndolo a una situación y, al modo de Carl Schmitt, el teórico del constitucionalismo que justificó la Alemania de Hitler (y del que Iglesias y Monedero han leído algo), manoseando la Constitución para alzarse con todos los poderes.

 

Hay formas que deberían respetarse. El respeto a las formas es esencial para que funcione bien el Estado de Derecho. Por ejemplo, no se debería permitir ir a ver al jefe del Estado en mangas de camisa; ni dar de mamar a un bebé en el Congreso de los Diputados, habiendo como hay una espléndida guardería; ni tomarse a pitorreo los juramentos o promesas de acatamiento a la Constitución, que en eso han derivado esas ceremonias; ni atacar al Rey desde la vicepresidencia del Gobierno; ni saltarse las decisiones del Tribunal Constitucional como de forma reiterada se hace desde la Generalitat de Catalunya. No hemos dado importancia a esos pequeños detalles y, como dice el refrán, de esos polvos ahora tenemos estos lodos.

Diario de Barcelona: ¿Qué se hizo de UCD?

¿Qué se hizo de UCD? De los barones de entonces, ¿qué se hicieron? ¿Qué fue de tanto galán? ¿Y qué de tanta invención como trujeron? Podríamos seguir parafraseando la copla manriqueña y concluir que “cualquier tiempo pasado fue mejor” o, si como parce fue la intención del poeta al escribirlo, “cualquier tiempo, pasado fue mejor” (con coma después de “tiempo”), es decir, que mejor olvidar lo ya pasado y que miremos, no se si con optimismo o realismo, el futuro que tenemos delate nuestro. Pues para que conozcamos lo que ha pasado en España a lo largo de estos cuarenta años de la llamada Transición, como ya les anuncié en este Diario de Barcelona la semana pasada, Juan Antonio Ortega y Diaz-Ambrona ha escrito 1080 páginas en dos volúmenes publicados por Galaxia Gutenberg: “Memorial de Transiciones” (2014) y “Las transiciones de UCD” (2020).

Juan Antonio Ortega, a quien conozco bien desde los tiempos del grupo Tácito (1974) y con el que colaboré en el ministerio de Justicia, es un hombre de vasta cultura, con importante formación filosófica y jurídica (discípulo de Luis Legaz Lacambra) y con sentido práctico, aunque riguroso, del uso de la ley. Fue uno de los artífices del desarrollo legislativo de la Constitución de 1978: Ley General Penitenciaria; Ley Orgánica del Tribunal Constitucional; L.O. del Consejo General del Poder Judicial; L.O. de Modalidades de Referéndum; L.O. del Consejo de Estado; L.O. de Libertad Religiosa; L.O. del Defensor del Pueblo; L.O. de Protección de la Intimidad; y L.O. del Tribunal de Cuentas. Todas esas leyes, fueron aprobadas por un amplísimo consenso con menos de 30 votos en contra cada una de ellas, en el corto espacio de cuatro años. En esos años en los que Ortega y Díaz-Ambrona fue subsecretario de Justicia, secretario de Estado para el Desarrollo Constitucional, ministro para la Coordinación Legislativa y ministro de Educación y Ciencia con Adolfo Suárez; y luego, con Calvo-Sotelo, ministro de Educación y de Universidades. Y fue precisamente en la educación donde, por la cerrazón de socialistas y nacionalistas principalmente, no se pudo llegar a un acuerdo razonable y duradero. De esos polvos ahora tenemos estos lodos educativos.

Desde Cataluña se ve la política de diferente modo que en Madrid. Quienes hemos residido ahí varios decenios, conocemos bien lo que significa, sus virtudes y defectos, la capital de España. Juan Antonio Ortega es una de esas personas que siempre, no solo entendió lo que era Cataluña y su capital, Barcelona, sino que hizo todo lo posible para acercar la capital del Reino a la periferia. Lo explica de forma clara y amena, con escritura que en muchas ocasiones roza el gozo literario, en su reciente entrega de memorias: “Las transiciones de UCD (triunfo y desbandada del centrismo. 1978-1983)”. Cito algunas frases del Epílogo: “Las armas políticas del primer Suárez, y también de UCD, fueron el diálogo y el consenso. Pero hubo otros ingredientes en común con otras fuerzas políticas como el europeísmo…… UCD dejó también un legado significativo de decencia política general, en comparación con la pestilencia que nos invadiría años después… UCD plasmó por consenso con los socialistas esa arquitectura institucional de la democracia actual…. Luchó cuanto pudo contra el terrorismo de ETA. Superó un golpe de Estado militar con las únicas armas del derecho. Y trató de construir por consenso también, la estructura económica básica. No sé si en esto acertó. Yo mismo tenía otra idea alejada del <café para todos>. Pero fallaron varios intentos serios de racionalizar las autonomías de acuerdo con el PSOE”. De todo esto van estas memorias, esenciales, como las que comenté la semana pasada, las de Gregorio Marañón Bertrán de Lis (“Memorias de luz y niebla”).

Ortega va desgranando aquellos años en los que se convirtió en uno de los actores principales del cambio político, ese cambio que permitió tender “un puente de plata para el franquismo”, para que todo aquél que quisiera, desde la orilla de la dictadura, pudiera atravesar a la otra orilla, la de la democracia. Fueron, los de la UCD, hombres muy magnánimos y de extraordinaria cultura la mayoría de ellos. Suárez, que no se caracterizó por ser un hombre culto, pero sí un genio político, se rodeó de ministros mucho más preparados que él. Fueron también trabajadores incansables que no se daban un minuto de respiro, a lo sumo para escuchar en los trayectos de ida o vuelta al ministerio, como Juan Antonio cuenta, a los Clásicos Populares de Fernando Argenta y Araceli González Campa (una de las voces más sensuales que en la radio han sido). Y, last but not least, fueron hombres con sentido del humor capaces de reírse, incluso, de sí mismos. Y hubo, también, buenos escritores, como el propio Ortega, o el que fue su subsecretario en Educación, Antonio Fernández Galiano, que compuso un sarcástico soneto sobre algo tan poco poético como la comisión de Subsecretarios.

En estas memorias se describen con exactitud y “finezza” -tan ausente ahora de la vida política- muchos de los personajes que van apareciendo, constituyendo el libro una galería de retratos inolvidable. Doy algunos botones de muestra: de Leopoldo Calvo-Sotelo dice que fue “el más europeo de nuestros presidentes, con idiomas, viajes y conocimientos de economía”. De Federico Mayor Zaragoza, que le sucedió en el ministerio de Educación, se limita a recoger la imagen que de él da el propio Calvo-Sotelo: “Sabes, Juan Antonio, que uno de los errores que pienso haber cometido de presidente fue nombrar a Federico Mayor ministro de Educación y Ciencia. Me he convencido de que es un estúpido”. De Paco Ordóñez, ministro que fue de Exteriores con Felipe González, lo califica como “rápido de reflejos, listo y sibilino”. Y, en cambio, no duda en resaltar “el afecto, ternura y cercanía” de la reina Sofía. También se adentra en el enigmático “ya” del Rey a Milans del Bosch la noche del 23 de febrero: “Ya no me puedo volvcer atrás”. Y tampoco tienen desperdicio sus comentarios sobre el obispo José María Setién, que consideraba el derecho de autodeterminación de los pueblos como un derecho Natural; o lo que cuenta sobre Jordi Pujol y de la tremenda decepción que se llevó cuando afloró la rocambolesca historia del senyor Florenci, padre del ex president, y de los hijos de éste, así como de su mujer, “la madre superiora”.

A mi, con todo, lo que me ha causado más impresión en estas memorias, es lo que cuenta del asesinato del director general de Prisiones, su amigo al que recomendó para ese cargo siendo subsecretario de Justicia, Jesús Haddad. Haddad fue asesinado por el GRAPO, ese siniestro grupo terrorista que dirigía un tal “camarada Arenas”: “y allí vi, tendido y desnudo, el cuerpo joven de mi querido amigo y compañero, apenas cumplidos sus cuarenta años, con doce o trece orificios de bala, alguno en el pecho. Un verdadero horror”. Al año de ese crimen, el GRAPO intentó también asesinar, esa vez afortunadamente sin éxito, al sucesor de Jesús Haddad, Carlos García Valdés. Uno de los integrantes del comando fue Félix Novales quien, gracias a la cárcel que con la nueva ley Penitenciaria se había intentado humanizar desde el ministerio de Justicia, obtuvo la paz interior y renegó del terrorismo ayudado por personas tan sobresalientes como el filósofo Manuel Sacristán. Transcribo lo que dice del “camarada Arenas” (el equivalente al “hombre de paz” Arnaldo Otegui en ETA) en un precioso libro –“Tazón de Hierro”: “Allí, en el patio, haciendo un corro alrededor de las escaleritas que daban a los retretes, Arenas nos lo explicó. Decía que un general no debe dudar en enviar a una parte de su ejército a la muerte para salvar a los demás. Yo todavía no era capaz de comprender cuál era la guerra aquella; pero una cosa estaba clara: el general era él. A aquellas alturas no solo comprendía esto, sino que el <<camarada Arenas>> no era ya para mi sino un cretino sangriento. Un tiranuelo que había levantado su reinado sobre nuestra propia debilidad. Se había hecho mesías de un grupo de mesiánicos. De hombres y de mujeres excesivamente débiles. Y cuando uno se empezaba a desligar del mesianismo, ¿qué veía? Veía a un chulo de barrio. Déspota, egocéntrico, insensible, irracional, inculto… con una sola obsesión: su propia exaltación. O sea, la exaltación de su egocentrismo, su insensibilidad…, su poder”.

Estas memorias merecerían muchos comentarios más porque de casi todo lo que ha sido la reciente historia de España habla Juan Antonio Ortega. Pero como colofón quisiera recordar algo que él también recuerda. Cuando llegaron los socialistas con Felipe González al poder ocurrió algo parecido a lo que está pasando ahora en España. En 1981 François Mitterrand fue elegido presidente de la República Francesa. Nombró a Pierre Mauroy primer ministro que integró en el gobierno a cuatro ministros comunistas y nacionalizaron todo lo que tuvieron a mano. Felipe quizás no llegó a tanto, pero tuvo que convocar un referéndum sobre la permanencia en la OTAN porque habían prometido salir de ella si llegaban al poder. Y al llegar, claro, se dio cuenta que salir de la OTAN e ingresar en la Comunidad Europea, eran cosas incompatibles.

¿Qué fue de la UCD? UCD desapareció. Sus principales “galanes”, unos están muertos y otros son viejos o ancianos. Pero ignorar sus opiniones o vilipendiar su memoria, no solo sería una gran temeridad, sino, también, una solemne estupidez.

Diario de Barcelona: Independencia ¿Para qué?

El problema político más importante que deberá afrontar el nuevo gobierno que presida Rajoy será el planteado en Cataluña con el asunto del referéndum por la independencia que reclaman con insistencia desde las instituciones catalanas, tanto el presidente de la Generalitat como la presidenta del Parlament, apoyados por una mayoría, mínima pero mayoritaria, de diputados catalanes. Ahora bien, ¿existe voluntad política de afrontar el problema o se seguirá remitiendo las decisiones del Parlament o del Govern de la Generalitat a los tribunales, a través de la fiscalía general del Estado? Ahora hay un nuevo escenario y quizás el presidente del Gobierno español se vea obligado a tomar alguna iniciativa a no ser que se tenga la intención de acudir a las urnas, nuevamente, en poco más de un año.

Todos los partidos, incluido el PP, han apuntado la necesidad de una reforma constitucional, aunque con distinta intensidad. Las tres cuestiones más importantes que deberá afronta esa reforma, además de otras, serán: la configuración territorial de España y su financiación; la reforma del Título IVde la Constitución para que se prevea una salida rápida a la interinidad cuando no sea posible, por un partido o coalición de partidos, obtener una mayoría absoluta; y, por último, la cuestión de la sucesión a la Corona. Centrémonos, pues, en lo que nos ocupa en este “diario”, principalmente: Cataluña.

Si la reforma constitucional reconociese lo que ya es una realidad, o sea la existencia de naciones dentro del Estado español, de un estado federal como propone mayoritariamente el PSOE y se contempla con dificultan en el PP; alternativa que los independentistas, sean catalanes, vascos o gallegos, es probable que no acepten, pero que sin gustar demasiado podría ser viable, entonces gran parte del problema quedaría resuelto. Al menos para el próximo cuarto de siglo. Esa reforma, amplia, de la Constitución tendrá que someterse a referéndum de todos los españoles. Y es en ese referéndum en el que deberán centrarse tanto el gobierno como los partidos para que la reforma constitucional prospere, reforma que podría llevar aparejado el reconocimiento de la nación catalana.

Si el gobierno afronta esta cuestión tan importante como ha hecho en estos cinco últimos años, cuatro de ellos con mayoría absoluta, poniéndose de perfil y no haciendo nada, la bola de nieve independentista ira creciendo. Si se ofrece una alternativa, apoyada mayoritariamente por los partidos, fruto del consenso, el secesionismo volverá al sitio de donde nunca hubiese debido salir: un lugar minoritario en el escenario político y social de catalanes y vascos.La única explicación de por qué el independentismo, ruinoso e imposible para Cataluña, goce de tanto apoyo, es el desprecio –o, en el mejor de los casos, el escaso aprecio- con el que los gobiernos del PP han tratado los problemas de Cataluña, quizás el motor, junto a Madrid, más poderoso de la economía española. El PP ha sido como ese perro que mordía la mano que le daba de comer, hasta que la mano se hartó.

Hasta hace pocos años (menos de cinco) no hubo un sentimiento independentista en Cataluña, salvo en una minoría. Ahora, en cambio, es un sentimiento bastante generalizado. El tiempo de las grandes ensoñaciones nacionales, aquél en el que unos cuantos mandaban a los pueblos a morir por la patria, una patria en la que los pueblos no se sentían reconocidos, ha pasado. ¿Pudo ser Cataluña una nación independiente? Quizás. ¿Cuándo? Hay opiniones para todos los gustos. Pero eso son elucubraciones que carecen de sentido. Lo que pudo haber sido y no ha sido, es una abstracción y, por lo tanto, un absurdo, escribía el poeta Elliot. Independencia, ¿para qué?, ¿para vivir peor?, ¿para estar más aislados?, ¿para quedarnos fuera de Europa? Mas si en el gobierno de España continúa con esa miopía política de la que, encima, alardea, al final no será posible encauzar una solución aceptable y duradera. El sentimiento independentista, aunque sólo sea eso, un sentimiento, irá creciendo sin remedio.