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Grande y pequeña política: Zelenski en Madrid

Este artículo es una reproducción de una tribuna publicada en El Mundo, disponible aquí.

Transcurridas ya varias semanas desde la invasión de Ucrania y tras la intervención del presidente Zelenski a través de videoconferencia en el Parlamento español podemos hacer unas breves reflexiones sobre la política en tiempos de crisis, o quizás convendría decir en tiempos de catástrofes, pues no otra cosa es una guerra de agresión con tintes genocidas en un país europeo en la tercera década del siglo XXI. Para los que hemos intentado comprender, a través de libros, documentales y testimonios cómo fue posible la barbarie que vivió Europa antes y durante la II Guerra Mundial el comportamiento que estamos viendo estos días de una parte significativa de políticos democráticos y de una parte no menos significativa de intelectuales, opinadores y ciudadanos de a pie resulta, lamentablemente, muy clarificador.

Además de los que siempre se apuntan a teorías conspiranoicas varias, hay un porcentaje nada desdeñable de personas (básicamente de extrema izquierda o de extrema derecha) que están dispuestos a negar la realidad por la sencilla razón de que no se ajusta a sus prejuicios ideológicos. Es más fácil recurrir a explicaciones carentes de cualquier racionalidad, contradictorias o que ignoran los hechos que tantos corresponsales y reporteros se esfuerzan en hacernos llegar sobre la Guerra de Ucrania (poniendo en riesgo sus vidas) que revisar o sacrificar esas creencias previas. ¿Por qué es tan difícil reconocer la dictadura de Putin no es más que la siniestra continuación de la dictadura soviética que, a su vez, sucedió a la dictadura de los zares? ¿O que las atrocidades que deja a su paso el ejército ruso son idénticas a las de Chechenia?  Parafraseando a Vasili Grossman cuando hablaba de su patria, Rusia ha conocido muchos gobiernos a lo largo de 1000 años, pero lo que nunca ha conocido es la libertad. Pero es que para la extrema izquierda y la extrema derecha la libertad tiene poco valor.

Pero quizás más preocupante por más numeroso es el grupo de políticos y ciudadanos de las prósperas democracias occidentales (aunque, a juzgar por las encuestas, más los primeros que los segundos) que, pese a las evidencia de la invasión rusa, de la destrucción de ciudades enteras y  de las atrocidades que se están cometiendo en Ucrania contra la población civil, no están dispuestos a arriesgar demasiado por defender los valores europeos en forma de sanciones más contundentes contra las exportaciones de gas y petróleo ruso. Mención especial merece Alemania, que con su política energética y su tolerancia con la Rusia de Putin -me temo que el legado de Angela Merkel va a ser juzgado, con razón, muy duramente- ha contribuido a fomentar su sensación de impunidad. Interesante que el país del “nunca más”, tan atento frente al posible resurgimiento del fascismo dentro de su país, haya sido tan complaciente con Putin. Pero, para ser justos, podemos mencionar también a otros líderes occidentales igualmente complacientes: Boris Johnson y sus amistades peligrosas, cuando en el Reino Unido se asesinaba tranquilamente a opositores rusos, o el ex Presidente Donald Trump, tan admirador de Vladimir Putin. Y podríamos seguir mencionando toda una extensa lista de políticos occidentales fascinados por el mito del “hombre fuerte” por antonomasia.

Puede ser que todos estos políticos no hayan tenido tiempo de ver los documentales de Netflix sobre el personaje o de leer los libros de Peter Pomerantsev, Timothy Snyder y otros autores que llevan años alertando sobre la deriva autoritaria del país o (como reza el subtítulo del libro del primero “La nueva Rusia”) o de que, en la Rusia de Putin, nada es verdad y todo es posible. O puede que sí, pero que pensaran que todo era una exageración. Probablemente también les pareció exagerado reaccionar frente a lo sucedido en Grozni, en Siria, con la invasión de Crimea, en 2014, o exigir cuentas por el lanzamiento del misil ruso que abatió el avión de Malaysia Airlines que se estrelló en Ucrania lleno de pasajeros procedentes de Amsterdam.

Desgraciadamente, todo esto ya lo hemos vivido, o, para ser exactos, ya lo hemos leído en los libros de Historia. La catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto no surgió de la nada. Fue producto, entre otros factores, de muchos años de políticas erróneas de apaciguamiento frente a Hitler por parte de las potencias occidentales, que culminaron en el vergonzoso acuerdo de Münich de 30 de septiembre de 1938, en el que Francia y Gran Bretaña intentaron evitar la guerra cediendo frente a Hitler en la crisis de los Sudetes. Se suponía que, una vez anexionado este territorio para defender a los alemanes étnicos que vivían allí (¿les suena?) se quedaría satisfecho y la paz en Europa estaría asegurada.  Menos de un año después, Alemania invadía Polonia.

Tampoco entonces habían faltado las voces advirtiendo de lo que estaba sucediendo con el nazismo en Alemania y la clase de líder que era Hitler. Además de la muy famosa de Winston Churchill había muchas otras. Lo contaba perfectamente Wiliam L. Shirer en directo, como reportero desde Berlín para la Universal News Service y la CBS desde 1934, desesperándose porque no conseguía que sus conciudadanos, allá en Estados Unidos, le tomasen en serio. El libro en que recoge su experiencia del ascenso del nazismo y sus consecuencias, “Diario de Berlín”, pone de manifiesto que quien quería saber lo que estaba pasando en Alemania -sin necesidad de viajar allí, que era la otra opción- podía hacerlo.  Por otra parte, no es que los nazis lo ocultasen. Los discursos de Hitler, como los de Putin, o la propaganda de Goebbels, como la rusa, no dejaban mucho margen para las interpretaciones. Pero los occidentales de entonces, como los de ahora, prefirieron mirar para otro lado: después de todo, se trataba del gobierno de un país europeo y civilizado de la mitad del siglo XX.

Puede que la comparación no sea exacta, pero en el fondo lo que importa es constatar que a los políticos de las democracias occidentales siempre les cuesta abandonar la creencia de que los líderes autoritarios pueden ser “amansados” si se les trata adecuadamente y que, de esta forma,  se comportarán de forma más predecible o, al menos, respetarán las reglas básicas del juego internacional. Si además hay relaciones económicas importantes por en medio, esto se da por supuesto. Por eso se sorprenden tanto cuando no sucede.  Por otra parte, nuestros políticos también tienden a creer, y con ellos nosotros, que los valores democráticos siempre han estado ahí y ahí seguirán, aunque no se haga nada por mantenerlos. Y tampoco es así; nunca se pueden dar por sentados. Por último, nuestros políticos tienen miedo de exigirnos no ya grandes, sino también pequeños sacrificios para defenderlos. Y tampoco esto es así, o al menos eso es lo que dicen las encuestas. En todo caso, no se nos está pidiendo jugarnos la vida y la libertad como están haciendo los ucranianos.

Por tanto, ha llegado el tiempo de la gran política. La que requiere no tanto de condiciones políticas sino morales. Como demuestra el presidente Zelenski cualquier político, sea cual su trayectoria previa, es capaz de convertirse en un gran líder con una sola condición: la honestidad y el valor. Lamentablemente, este tipo de conductas que permiten poner los intereses generales por encima de los particulares, ya sean de individuos o de partidos, suelen estar reñidas con la política del día a día, la de las facciones, la de las maniobras partidistas, la del cálculo electoral, la del corto plazo, en definitiva, con la pequeña política tan habitual en nuestras democracias. Esa política a la que estamos tan acostumbrados- en Occidente en general y en España en particular- incluso en tiempos extraordinarios como los que estamos viviendo es la misma que se ha desarrollado incluso ante tragedias como la del 11M (muy recomendables los documentales de Amazon y de Netflix al respecto sobre cómo la falta de honestidad y de valor pasó una factura tremenda al PP de Aznar en víspera de las elecciones) o la actual  epidemia del coronavirus en que el actual Gobierno de coalición ha intentado, ante todo eludir, su responsabilidad para que la crisis no le pasase factura con idéntica falta de honestidad y de valor.

El problema, claro está, es donde encontrar en estos tiempos de crisis líderes honestos y valientes. Porque es fácil darse cuenta de que a los políticos profesionales les cuesta bastante más exhibir este comportamiento que a los simples advenedizos como Zelenski. Pero no está de más recordar la diferencia entre la reacción del Reino Unido y la de Francia frente a la agresión alemana tuvo mucho que ver con el liderazgo de Churchill. Y es que en una democracia en una época como la que estamos viviendo la categoría de los líderes es un factor esencial.  De ella puede depender su supervivencia como tal.

 

Democracias, autocracia y pandemia

Tribuna publicada originalmente en El Mundo y disponible AQUÍ.

En los duros momentos que estamos viviendo en el mundo en general y en Europa en particular, es fácil que muchos ciudadanos se pregunten si nuestras democracias liberales están en condiciones de combatir una pandemia como la que nos asuela.  Al fin y al cabo, las cifras europeas están empeorando las de China, así que es una pregunta muy legítima. Sin duda, el primer objeto de cualquier contrato social entre un Estado y sus ciudadanos (ya se trate de una autocracia, una democracia iliberal o una liberal) es velar por su vida, su salud y su seguridad.

Pues bien, lo primero que hay que señalar es que la epidemia se originó en China, y no por casualidad. Como se explicaba muy bien en el estupendo libro del corresponsal del Washington Post Philip P. Pan, “Out of Mao’s Shadow: The Struggle for the Soul of a New China” (creo que no hay traducción al español), la expansión de las epidemias en este país tiene mucho que ver con su sistema político. Ya ocurrió con el SARS, brote que se intentó ocultar al principio con graves consecuencias para la salud de los propios ciudadanos chinos y para el resto de los habitantes del planeta, si bien no llegó a producirse una pandemia. Y ha vuelto a ocurrir ahora con el COVID-19. Los incentivos de los dirigentes locales del partido no están precisamente alineados con la posibilidad de dar malas noticias a sus jefes reconociendo que tienen una potencial pandemia entre manos: los intentos de encubrir la gravedad y la extensión del brote de Wuhan están en el origen de su posterior expansión. El virus se detectó en noviembre de 2019 y no se supo públicamente hasta bastante tiempo después, permitiendo que siguiera la vida normal y, por tanto, el contagio. Tampoco está de más recordar la historia del doctor “wistleblower” Li Wenliang, que denunció la existencia del brote y fue implacablemente atacado por las autoridades chinas. Como es sabido, ha muerto a consecuencia del virus a los 34 años de edad.

En definitiva, son historias que serían más difíciles de ocultar en una democracia aunque solo sea por el papel de los partidos políticos –para eso está la oposición- los medios de comunicación y los ciudadanos a través de las redes sociales. Todos ellos pueden expresarse con libertad y sin temor de sufrir represalias por exigir transparencia a sus gobernantes, criticarles o exigirles rendición de cuentas. Nada de esto es posible en una autocracia como la china, donde hay una censura férrea. Por no mencionar otras cuestiones como la represión protestas de Hong Kong o el confinamiento (nada que ver con la epidemia) de los uigures musulmanes en campos de internamiento.

Claro está -dirán ustedes-; pero, al final, la realidad es que en China y otros países autoritarios (como Singapur) están venciendo la epidemia, mientras que a nosotros en las democracias occidentales nos queda mucho por hacer. Entre otras cosas, porque son capaces de poner en marcha protocolos y actuaciones que en un Estado democrático de derecho llevan más tiempo, en la medida en que no solo requieren decisiones políticas que hay que adoptar de acuerdo con las reglas democráticas sino que requieren también un aparato jurídico que hay que poner en marcha en muy poco tiempo. No se puede multar y menos detener a la gente por salir de casa ni restringir sus derechos ni cerrar los tribunales ni los centros de enseñanza ni las tiendas sin una normativa previa que habilite al Gobierno para hacerlo y, en todo caso, garantizando un equilibrio adecuado entre las necesidades imperiosas de una crisis sanitaria y el respeto a los derechos y libertades de cada uno. Y con el debido control parlamentario y jurisdiccional en su caso. No solo eso: la oposición política y los medios de comunicación pueden y deben monitorizar estas decisiones e incluso cuestionarlas. No olvidemos que las decisiones de las autoridades chinas, sean buenas o malas, no las puede cuestionar nadie sin afrontar los consiguientes riesgos. Esta es la grandeza y también la servidumbre de una democracia.

No obstante, las ventajas que -al menos aparentemente- tiene un modelo autocrático en un momento de crisis excepcional están ahí. Este debe de ser un motivo de preocupación desde el punto de vista de nuestros sistemas políticos, máxime ahora que China está facilitando ayuda de forma desinteresada a los países más afectados por la pandemia, entre ellos el nuestro.  No cabe duda de que toda ayuda es muy de agradecer, con independencia de cuales sean las motivaciones o la estrategia geopolítica que las guíe en un momento en que además Estados Unidos, el tradicional “salvador” de Europa, ha apostado por una estrategia muy diferente bajo la presidencia de Trump. Pero hay que ser conscientes de que esas motivaciones geopolíticas y estratégicas existen. Como también hay que serlo del inmenso aparato propagandístico que tiene a su disposición una dictadura y de la facilidad con la que puede emprender campañas de desinformación masivas o promover  “fake news” en las democracias occidentales, al mejor estilo ruso.

Dicho lo anterior, el reto para nuestras democracias es demostrar eficacia para combatir esta pandemia. Hasta ahora, por lo que podemos ver, las respuestas de los distintos países han sido distintas no tanto en cuanto a las medidas a adoptar (con la salvedad de las tecnológicas, que en este caso son cruciales como ha demostrado el ejemplo de Corea del Sur) sino en cuanto a la previsión, la organización y los tiempos. Pero es que la previsión, la organización y los tiempos son cruciales en una pandemia de estas características. Las consecuencias del temor a dar malas noticias a los ciudadanos más afortunados del planeta o los intereses políticos cortoplacistas (ya se trate de cancelación de fiestas populares, eventos deportivos o mítines y manifestaciones multitudinarias) han sido y van a ser muy costosas en vidas, en sufrimiento y también en términos económicos.  No solo en España, por cierto, pero esto no es un consuelo.

En España la falta de previsión y de organización también la hemos padecido, de forma muy notable tanto en lo que se refiere al aprovisionamiento de material médico imprescindible para combatir la pandemia, a la realización de tests masivos o en lo referente a la falta de aplicaciones tecnológicas para controlar los focos de infección al estilo de lo que se ha hecho en China, en Corea del Sur y Singapur. También hemos visto un auténtico caos en todo lo que se refiere a la estadística y la información sobre número de infectados, ingresados, ingresados en la UCI y fallecidos procedentes de las distintas autonomías, procedentes de la falta de uniformidad  entre los datos manejados y de coordinación con el Gobierno central. Durante días no hemos tenido información centralizada fiable: el único país que no la ha dado. Nada sorprendente en un Estado autonómico que está pidiendo a gritos una racionalización en todos los sentidos, empezando por el ámbito del “big data” en el ámbito de la sanidad.  En ese sentido, hemos perdido un tiempo precioso hasta conseguir –si es que se ha conseguido- algo parecido a una coordinación y dirección única por parte del Ministerio de Sanidad, algo imprescindible en una epidemia que no conoce de competencias ni de colores políticos ni mucho menos de fronteras, reales o ficticias. Cuando termine esta crisis debemos plantearnos de una vez la construcción de un modelo federal racional en beneficio de los ciudadanos y no de las élites o los partidos locales.

Mención aparte merece la actitud del Presidente autonómico catalán no ya de una deslealtad inconcebible en un gobernante digno de tal nombre, sino de una falta de decencia en una persona con tanta responsabilidad.. El aprovechar unas circunstancias gravísimas para atacar y arrojar sombras  sobre un esfuerzo colectivo de la magnitud del que estamos viviendo y sobre la actuación de los profesionales que están poniendo en riesgo su salud y quizás sus vidas por protegernos a todos solo se explica por un fanatismo próximo a la enajenación. Tampoco, aunque ciertamente en otro orden de magnitud, podemos olvidar las primeras reacciones del Gobierno vasco del PNV, más preocupado por sus competencias que por la salud de los ciudadanos. Para bien o para mal esta crisis va retratando a todos y cada uno de nuestros políticos no ya frente a las próximas elecciones, sino frente a la historia.

Pero, como también es frecuente en España estas carencias se están supliendo con el  trabajo, la voluntad y la dedicación de un grupo excepcional de profesionales, en nuestro caso el personal sanitario. Tampoco es casualidad: el sistema MIR garantiza de una parte la meritocracia y de otra la vocación de nuestros médicos a nivel nacional. Y esto es un tesoro que debemos preservar, sin olvidar que la situación de estos profesionales deja mucho que desear incluso en periodos normales. Cuando todo termine también debemos replantearnos las condiciones laborales y profesionales del personal sanitario en nuestro país.

En conclusión, muchos de los problemas enunciados no son inherentes “per se” a una democracia. Tienen más que ver con fallos de diseño institucional, con modelos de gestión o con falta de incentivos. Por ejemplo, poner en marcha un sistema de aplicaciones informáticas para controlar la pandemia, disponer de mascarillas o equipos sanitarios suficientes o hacer tests masivos de coronavirus no tiene nada que ver con vivir en una democracia o en una dictadura. Pero sí con tener buenas instituciones y personas capaces y preparadas al frente de ellas; en definitiva, con la meritocracia. Este es el gran reto de nuestras democracias, sin olvidar que a diferencia de lo que sucede en una dictadura, la responsabilidad de todos y cada uno de nosotros es fundamental.