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La Universidad de Salamanca organiza el Curso de Especialización “Gobernanza y Gobierno Abierto: hacia un nuevo paradigma en la Administración Pública”

Elisa de la Nuez, Secretaria General de nuestra Fundación, formará parte del profesorado.

La Universidad de Salamanca organiza, del 14 al 30 de enero de 2019, el Curso de Especialización “Gobernanza y Gobierno Abierto: hacia un nuevo paradigma en la Administración Pública”. Nicolás Rodríguez García, Catedrático de Derecho Procesal, y Fernando Rodríguez López, Profesor Titular de Economía Aplicada dirigen un curso que abordará los puntos más críticos de lo que debe ser una manera o un modelo de entender el gobierno y la gestión de los asuntos públicos.

Puedes encontrar más información sobre el programa, el profesorado y la inscripción a través del siguiente enlace.

Se abre la inscripción para la 2ª edición del curso masivo en línea (MOOC) sobre Educación en Gobierno Abierto

La finalidad del curso es acercar a aquellos que lo deseen los valores y principios del Gobierno Abierto, contribuyendo a un construir un Estado más responsable y una ciudadanía participativa y colaborativa.

A través de Educación en Gobierno Abierto, podrás obtener los conocimientos fundamentales sobre el Gobierno Abierto y sus tres pilares: transparencia, participación ciudadana y colaboración, además de conocer las principales tendencias y proyectos sobre las políticas públicas de Gobierno Abierto.

El curso tendrá lugar del 9 de octubre al 16 de noviembre.

Puedes acceder a más información y realizar tu inscripción a través del siguiente enlace.

Corrupción que no vemos

Cuando pensamos en corrupción nos vienen a la mente casos sonados como Gürtel o EREs. Los millones de euros involucrados en estas tramas apuntan al daño que la corrupción supone para todos. Mientras estos casos ocupan la atención pública, a veces ignoramos otros, aparentemente de menor escala, cuyo impacto es inmenso. Tenemos un problema grave que está pasando desapercibido.

La posibilidad de que haya corrupción en la universidad no ha atraído la atención pública hasta el asunto Cifuentes, aún pendiente de resolución judicial. Pero el revuelo que ha causado el caso corre el riesgo de ser inútil. Si pensamos que la corrupción en la universidad se limita a la expedición de títulos falsos, nos equivocamos. Nos equivocamos, sobre todo, si pensamos que la corrupción en la universidad es un problema anecdótico que sólo afecta a los estudiantes.

El término “endogamia universitaria” suena a patología infrecuente. Y en cierto modo sí es una patología que, aunque afecta a la universidad, termina por extenderse. La endogamia universitaria consiste en la contratación de los profesores por su buena relación con quien contrata, en lugar de por méritos objetivos como su calidad docente o investigadora.

Casi nunca hay malas intenciones conscientes detrás de las contrataciones endogámicas (para más información vean el post de Herminia Peralta en este blog). Más bien son fruto de la inercia, de dinámicas internas de los departamentos que se han hecho habituales a lo largo de los años. Pero son calificables como actos de corrupción, entendida como cualquier abuso de poder para obtener réditos privados (aquí). El poder de decidir sobre la concesión de un contrato de profesor se utiliza priorizando el interés privado -hacerle un favor a un amigo- sobre el interés público de garantizar que el contratado es quien más contribuye a la calidad de la universidad. Una primera consecuencia es el uso ilegítimo de fondos públicos que corresponden al salario de profesor. Pero a largo plazo las consecuencias van mucho más allá.

La endogamia es el pan de cada día en nuestras universidades, que suelen contratar como profesores a sus propios alumnos de doctorado aunque se presenten candidatos procedentes de otros centros con méritos objetivos mayores (aquí). En 2008, el 69% de los profesores de las universidades públicas españolas trabajaba en la misma universidad en la que se había doctorado, mientras que en Alemania o Reino Unido esta cifra no llegaba el 10% (aquí). A fecha de 2014-2015 habíamos empeorado: el porcentaje estaba en un 73% (aquí).

Contratar a alguien que se ha formado “en casa” no es necesariamente un problema, ya que al mismo tiempo puede ser muy buen investigador y docente. El problema es que, en la mayoría de los casos, ser “de casa” es el motivo por el que se contrata al candidato, y no su calidad investigadora y docente. Y si investigación y docencia no se hacen bien, los afectados somos todos y no sólo los estudiantes.

Si en un hospital los médicos son contratados por llevarse bien con el director, tenemos un problema. Tenemos un problema si estamos enfermos y esperamos que nos curen. Pero también tenemos un problema aunque estemos sanos. Terminaremos siendo afectados por enfermedades contagiosas, porque los médicos no sabrán tratarlas. Las enfermedades para las que no existe cura seguirán sin tenerla. Perderemos a seres queridos. Además, los costes de mantener un sistema sanitario tan ineficaz serán desproporcionados. Algo similar sucede con nuestras universidades. El problema de la endogamia universitaria no sólo afecta a los estudiantes, sino a todos.

 La productividad investigadora del sistema universitario español es baja. Año tras año no aparece ninguna universidad española en los rankings internacionales que miden la investigación. Departamentos con buenos resultados, como Economía en la Universidad Pompeu Fabra y la Universidad Carlos III de Madrid (aquí), han establecido la norma interna de no contratar a sus propios doctorados (aquí). Sin duda ambos hechos están relacionados: varios estudios apuntan al efecto negativo de la endogamia en la productividad investigadora.

No se trata de competir en rankings por competir. La investigación es fundamental para nuestra prosperidad como sociedad. Proteger nuestro Estado de bienestar requiere asegurar la creación de riqueza. Para ello, un modelo productivo basado en la investigación e innovación tecnológica garantiza mayor valor agregado que uno basado en sectores tradicionales como la construcción o el turismo (aquí). La investigación en ciencias sociales también es esencial para, entre otros, mejorar las políticas públicas. Necesitamos sociólogos, politólogos y economistas formados para estudiar las causas del fracaso escolar, alimentar un debate público riguroso en los medios y tantos otros. La investigación en Humanidades también es crucial para fomentar el espíritu crítico y la fortaleza de la sociedad civil.

La endogamia no sólo afecta a la investigación, sino también a la docencia. Sin duda hay muchos profesores que, preocupados por sus alumnos, trabajan por enseñarles lo mejor posible. Pero lo cierto es la mayoría no son contratados por su calidad docente, sino por sus buenas relaciones con quien contrata. Esto no favorece que el contratado sea necesariamente el más preparado ni el más motivado por enseñar bien.

La medición de la calidad docente en la universidad es una cuestión controvertida y por ello no es sencillo ofrecer evidencias de malas prácticas. Pero quienes estudiamos -o hemos estudiado- en la universidad pública sabemos que por desgracia no es infrecuente encontrar profesores que no dominan su materia, o que si la dominan no se preocupan por que aprendamos. Esta dejadez se puede manifestar de muchas maneras, como impartir clase como si de un dictado se tratara, omitir partes del temario, no ser transparente en los criterios seguidos al corregir u otras.

Estas malas prácticas docentes son graves y pueden parecer inverosímiles. Pero son demasiado frecuentes en el día a día de muchos alumnos que, en última instancia, no obtenemos los conocimientos que esperábamos. Con lo que ello implica para nuestras posibilidades laborales y nuestra vida personal, así como para todo un país que necesita profesionales lo mejor formados posible.

Aunque la endogamia afecta a todos los estudiantes, los más afectados son aquellos de origen socioeconómico menos favorable. Estos no pueden pagar  cursos externos que complementen su formación ni estudiar en reconocidas universidades extranjeras. Si realmente creemos en la igualdad de oportunidades y la protección de los vulnerables, acabar con la endogamia es prioritario. Si lo conseguimos, nuestra universidad pública ofrecerá la mejor educación posible y recibirla no dependerá de los recursos económicos de los estudiantes.

El salario correspondiente a la contratación de un profesor no tiene el mismo impacto económico que tramas como Gürtel o EREs. Pero las consecuencias de la endogamia universitaria a largo plazo son de una enormidad difícil de medir. No sólo para los estudiantes, sino para todos.

En un próximo post analizaremos posibles soluciones a este problema.

HD Joven: La Alta Inspección Educativa

Recientemente, gracias a distintas iniciativas legislativas que se han presentado tanto en el Congreso de los Diputados como en otras cámaras autonómicas, ha aparecido en el mapa de la opinión pública la figura de la Alta Inspección Educativa del Estado.

A pesar de que para muchas personas se trata de una figura novedosa de la que nunca antes habían oído hablar, en realidad es un órgano que existe en el ordenamiento jurídico español desde hace 40 años. No podemos culpar a nadie de esta ignorancia, ya que hasta ahora ha sido una figura testimonial solo conocida por aquellas personas que necesitaban una homologación de títulos, unos pocos funcionarios del Ministerio de Educación, Cultura y Deporte y parte del personal de la Delegaciones del Gobierno.

La AIE está reconocida, de manera implícita, en el artículo 149.1.30ª de la Constitución que estableció, en términos generales, que al Estado le compete la aprobación de las “normas básicas para el desarrollo del artículo 27 CE, a fin de garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los poderes públicos en esta materia”.

Como ente propio, se reconoció por primera vez en los Estatutos de Autonomía: art. 28 del EA de Cantabria, art. 18 del de Asturias, art. 16 en el del País Vasco, 31 del de Galicia, 84 de Andalucía, etc. Su objetivo es “garantizar el cumplimiento de las obligaciones de los poderes públicos”, desplegando para ello “la alta inspección necesaria para su cumplimiento  y garantía”. Solo el de Cataluña no lo reconoce abiertamente, a pesar de que la AIE lleva ejerciendo esas funciones más de 30 años en Cataluña (con tan solo 8 personas para más de 500.000 alumnos, por cierto).

Actualmente, y tras la paralización del calendario de implantación de la LOMCE (la famosa ley Wert), es la LOE de 2006, promulgada por el PSOE y apoyada por PNV y CiU, en sus artículos 149 y 150, la que regula y define las competencias que le corresponden: “comprobar, velar y verificar el cumplimiento de la legislación educativa en relación a:

  1. Modalidades, etapas, ciclos y especialidades de enseñanza;
  2. Inclusión e impartición de aspectos básicos de los currículos;
  3. Condiciones para obtención de los títulos y sus efectos académicos o profesionales e, incluso;
  4. Adecuación de la concesión de las subvenciones y becas;
  5. El cumplimiento de las condiciones básicas que garanticen la igualdad de todos los españoles en el ejercicio de sus derechos y deberes en materia de educación, así como de sus derechos lingüísticos, de acuerdo con las disposiciones aplicables.”

Durante estas semanas los ciudadanos hemos oído a numerosos representantes políticos hablar de “invasión de competencias autonómicas”, “creación de nuevas competencias que ya tiene la inspección educativa”, “creación de una policía educativa” y otras afirmaciones que solo pretenden desviar el debate político con exageraciones y mentiras.

La realidad es que las competencias existen, que han sido reconocidas por todas las instituciones y agentes implicados y que simplemente no se han querido poner en práctica.

Los gobiernos autonómicos nacionalistas han negociado durante más de tres décadas con los Gobiernos de PP y PSOE  no solo la transferencia de competencias sino también la inacción en todo lo referente a la supervisión del estado central sobre las autonomías en las competencias que le correspondían, lo cual se aprecia en el hecho de que no se haya legislado durante casi 40 años o en la atribución del rango administrativo de la AIE que prácticamente la equipara a una Jefatura de Tráfico.

Esta inacción ha mostrado su lado más mediático con el adoctrinamiento ideológico en Cataluña, del cual no solo han dado cuenta cientos de familias sino también inspectores (Cantallops) o persona muy poco vinculadas a la derecha política como Mariano Fdz. Enguita. Sin embargo, no es un fenómeno exclusivo del independentismo catalán. Otros ejemplos son el gobierno balear o el gobierno del PSCV con Ximo Puig y Miquel Soler a la cabeza, con el apoyo de Compromís y Vicent Marzá, que tras aprobar un Real Decreto anulado por el TSJPV aprobó un Decreto Ley para esquivar la sentencia y que hace tan solo unos días acaba de aprobar la creación de una Oficina de Derechos Lingüísticos que, en su exposición de motivos, deja claro que su finalidad es proteger el valenciano, dejando de lado el castellano y el inglés que tan apasionadamente han promovido en la promoción de su modelo trilingüe.

Por último, me gustaría resaltar la polivalencia que las funciones de la AIE le otorgan en su desempeño. Garantizar la igualdad de derechos de todos los alumnos y familias no solo se limita a garantizar la libertad ideológica y lingüística, sino que también tiene la obligación de garantizar el derecho básico del acceso a una educación. España, con una organización territorial dividida en 17 “subpaíses”, presenta diferencias territoriales absolutamente escandalosas que son totalmente injustificables. El País Vasco, más allá de la eterna discusión sobre su productividad económica o los privilegios fiscales de los que goza, tiene una tasa de escolarización de 0-3 años del 52% y una tasa de abandono escolar temprano del 7,9%. En Galicia son del 39,4 y del 15,2%. Por contra, en Canarias, son del 7% y del 18,9% y en Baleares, del 22,6% y del 26,8%.

¿Cómo puede ser que, solo por razón de territorio, haya un diferencial de hasta el 45% en la escolarización del primer ciclo de infantil? ¿Se imaginan que ocurriese esto en primaria o secundaria y que en una CA hubiese escolarizados un 98% de los niños y en otra un 53%? ¿Quién debería velar porque estas diferencias fuesen mínimas? La respuesta está clara y, lo más importante ahora mismo, ya ha sido contemplada en el ordenamiento jurídico.

¿Por qué entonces este debate? Porque ni al PP ni al PSOE les ha interesado pelearse con sus barones territoriales ni arriesgarse a perder el apoyo de los bloques nacionalistas a la hora de aprobar los PGE hasta que ahora otro partido ha decidido canalizar esas necesidades. Pero quizás lo peor, personalmente, no sea tanto la gravedad de la situación como el ser testigo de la premeditada y oportuna ignorancia que numerosos representantes políticos han mostrado los últimos meses mezclando alta inspección con inspección, Estado con Autonomías y demás churros con merinas.

No desarrollar una legislación que no existe puede ser negligencia; evitar voluntariamente aplicar una que ya existe y justificarlo tachando a los que muestran la iniciativa de desleales es el mayor ejemplo del escaso talante democrático y de Estado al que estamos acostumbrados en este país.

 

Imagen: Audioforo

Calmar la educación: reflexión, debate, aprendizaje y emoción

“Pararse a pensar, pararse a mirar, pararse a escuchar, pensar más despacio, mirar más despacio y escuchar más despacio, pararse a sentir, sentir más despacio, demorarse en los detalles, suspender la opinión, suspender el juicio, suspender la voluntad, suspender el automatismo de la acción, cultivar la atención y la delicadeza, abrir los ojos y los oídos, charlar sobre lo que nos pasa, aprender la lentitud, escuchar a los demás, cultivar el arte del encuentro, callar mucho, tener paciencia, darse tiempo y espacio.” Jorge Larrosa. 2003

Aprender se ha vuelto una actividad imprescindible. Educar también. Nunca como hasta ahora había habido tanto interés social por la educación, ni tanta demanda de formación. La educación importa. La educación interesa a la sociedad e interesa mucho.

Vivimos, por fin, en la sociedad del aprendizaje anunciada hace casi cinco décadas. Una sociedad en la que, paradójicamente, se está produciendo una brecha creciente entre las necesidades sociales de educación y los resultados que los sistemas educativos son capaces de generar, y que nos reclama un cambio profundo en nuestras formas de aprender y de enseñar, desafiándonos a repensar la educación. Cada día pedimos más a la educación porque sabemos que solo las personas capaces de adaptarse a los cambios y a los nuevos aprendizajes podrán encarar con alguna garantía el futuro.

Más allá de los legítimos debates partidistas, comerciales, corporativos o académicos que atraen la mayor parte de la atención de los ciudadanos, hay mucha vida en la educación española. El acuerdo social y profesional sobre la necesidad de la transformación educativa es lo suficientemente amplio como para extender al conjunto del sistema educativo los procesos de cambio que ya están produciendo en cientos de centros educativos. Hay un enorme interés por dialogar sobre educación y contribuir a su transformación. Interés que está condicionado por la falta de espacios en donde el debate educativo se produzca sin manipulación.

Estamos viviendo, probablemente, la mayor oportunidad de reescritura de la educación tradicional de las últimas décadas. Tenemos la oportunidad y la responsabilidad de trabajar por una educación mejor, por una educación transformadora. Es un buen momento de trabajar por la escuela que queremos.

En la Asociación Educación Abierta pensamos que ha llegado el momento de hablar realmente de educación. Que ha llegado el momento de abrir un debate pausado, razonado y con datos que nos permita ampliar el campo del diálogo e incorporar voces y experiencias diversas al debate educativo. En la Asociación Educación Abierta pensamos que ha llegado el momento de la educación.

Calmar la educación nace con la voluntad de abrir un diálogo crítico sobre educación. Abrir un diálogo distinto para conseguir un sistema educativo distinto. Hablar en positivo para plantear un debate propositivo.

Calmar la educación aspira a redefinir el mapa del debate educativo, liberándolo de sus inercias, ampliando sus escenarios, aumentando los temas de debate (inclusión, docencia, currículo, evaluación, formación docente, espacio educativo, tiempos educativos…) e integrando nuevos participantes y nuevas voces.

Calmar la educación es una iniciativa para recuperar el debate educativo. Abrir un debate sobre aquello que nuestros esfuerzos educativos deben tratar de conseguir. Debatir sobre cuáles deben ser los parámetros de una buena educación y sobre qué entendemos que es educativamente deseable. Calmar la educación propone retomar el debate sobre los fines de la educación.

Calmar la educación parte de la evidencia de que la enseñanza hoy en día es complicada, no es sencilla, como bien han señalado Andy Hargreaves y Michael Fullan. Y de que ser docente es una tarea compleja, laboriosa, paciente y difícil. Mucho más de lo que la gente cree y muchísimo más de lo que piensan los políticos, como ha apuntado Francisco Imbernón. Y, por tanto, que no se trata de innovar contra las escuelas sino con ellas y que para cambiar la educación es necesario hacerlo con los docentes.

Los profesionales de la enseñanza, los académicos y las instituciones educativas saben mucho de educación. Pero también saben mucho los alumnos y sus familias. La sociedad en general sabe mucho sobre educación. Si queremos cambiar la educación es necesario dar la voz a todos, darnos la palabra, escucharnos, debatir pausadamente. Calmar la educación pasa, por tanto, por facilitar miradas alternativas para transformar el sistema educativo, prestando atención no solo a lo cuantitativo, los grandes datos y las estadísticas sino también a lo cualitativo, lo pequeño, las múltiples conexiones, los matices, lo efímero y lo contingente. Perseguir una visión conjunta, reflexionar, conversar.

Calmar la Educación es un espacio abierto en donde se pueden escuchar las voces de todos los que se consideren afectados por la educación. La mejora de la educación es una responsabilidad social. Es una responsabilidad de todos.

Calmar la educación busca propiciar un diálogo desde la experiencia y las experiencias de cada uno con la única pretensión de generar propuestas transformadoras. Encontrar espacios en los que poder gestionar las diferencias a favor del bien común. Tenemos esperanza en la educación.

Calmar la educación es poner como prioridad lo que sucede a los alumnos, y por tanto a sus familias. Implicar a los actores tradicionales, pero también a los emergentes. A los profesionales de la educación, titulares de los centros, empresas tecnológicas, científicos, municipios, editores, gestores sociales, titulares de los centros.

La única manera de dar una salida a la crisis educativa que estamos viviendo es que el sistema educativo refuerce su papel como garante de una sociedad más justa e igualitaria, es implicar de manera efectiva a todos los afectados.

Calmar la educación busca elaborar un documento que contribuya a atraer la atención social sobre el momento crítico que vive la educación, a la vez que para recoger propuestas que puedan contribuir a un diálogo abierto y focalizado en las oportunidades y amenazas consustanciales a la transformación que está viviendo el sistema educativo.

Busca propuestas para cambiar los tiempos en la escuela y para la escuela. Menos presión y más comprensión para un sistema educativo que ha cumplido de manera más que razonable sus objetivos en los últimos 50 años. Busca tiempo para reflexionar en la escuela y sobre la escuela. Tiempo para cuestionar cómo construir los valores de una convivencia democrática y cómo deben encarnarse en los alumnos, profesores y familias.

Calmar la educación es un proceso que parte de la necesidad de superar la manera generalmente crispada con que se han planteado los temas educativos, tanto en la política, como en los ámbitos de aprendizaje. En España con frecuencia el debate educativo se ha polarizado en torno a intereses corporativos, al enfrentamiento partidista o a los datos de las agencias económicas internacionales. Un escenario en el que buscar el acuerdo no es un objeto necesario, y en donde los intereses de los alumnos no son el fin último del debate.

Es el momento de someter a debate las propuestas que se han ido consolidando estos meses y, sobre ellas, elaborar una nueva. Propuestas en defensa de la escuela frente a las amenazas que vivimos de precarización y desescolarización. Conscientes de que los enfoques político o académico ocupan la mayor parte de los espacios públicos dedicados a la educación, la posición que hemos elegido para redactar el documento e impulsar el debate es la de los afectados. El objetivo es que todo el que esté interesado pueda aportar su experiencia y su razón, porque todos estamos concernidos por la educación. La legitimidad de las propuestas no pretende ser otra que la que le otorgan los que participen en su elaboración. La ambición del proceso #CalmarEdu se circunscribe a servir de motivación para extender la conversación sobre la Educación. El debate de las propuestas finalizará el 22 de diciembre. Participa¡

#CalmarEdu

http://calmaredu.educacionabierta.org/

Asociación Educación Abierta

Educación cívica y nacionalismo

Han fallado las políticas de Estado. Y ése es el estado de la Política. Por políticas de Estado presupongo aquellas que no estén tan pringosas de partidismo, como para que puedan perdurar más allá del vaivén de siglas que se dé al frente de las instituciones. Entre esas políticas estatales que más se echan en falta estaría, claro, la Educación. Campo suficientemente tentador como para que se haya jugueteado con él más de la cuenta; y campo sobradamente decisivo como para que sea suicida el reseñado jugueteo.

El objetivo final de la educación, nos recordaba Savater en Figuraciones mías, es “desarrollar la disposición a reconocer y respetar la semejanza esencial de los humanos más allá de nuestras diferencias de sexos, etnias o determinaciones naturales”. Es decir, por mucho entusiasmo con que contemplemos nuestras respectivas diferencias, convendría no perder de vista lo crucial: el gran reto educativo será comprender y hacer saber “que compartimos algo más profundo e importante que lo que nos hace diversos”.

Un nacionalista jamás entenderá esa afirmación. Y eso sin necesidad de estar aludiendo al nacionalista abiertamente xenófobo, que cataloga a sus conciudadanos no nacionalistas de inferiores y/o enemigos. Incluso en el mejor de los supuestos, un nacionalista, por definición, no comprende que sus particularidades culturales no debieran otorgar ningún plus político.

Las particularidades culturales son muy respetables, siempre que no se conviertan en una imposición; y siempre que no atenten contra las particularidades culturales de otras personas (que sin ser nacionalistas, también pueden enarbolar las suyas); y siempre que tales particularidades no dinamiten la igualdad en derechos y libertades que ha de alcanzar al conjunto de la comunidad.

Dicho de otra forma. Los rasgos identitarios no son salvoconducto para arrebatar a los vecinos su ciudadanía común y compartida; ni brindan licencia para pisotear a los conciudadanos su condición de libres e iguales. La educación es determinante a la hora de afianzar esas básicas enseñanzas, que resultarán primordiales para la convivencia cívica y democrática.

Evidentemente, la educación va más allá de las escuelas, va más allá de la enseñanza reglada. Y en consecuencia, la labor de los medios de comunicación será también clave a la hora de contribuir a unos aprendizajes (“distintos, pero iguales”; “distintos, pero compartiendo algo más sustancial que lo que nos diferencia”) u otros aprendizajes de muy diferente cariz (“distintos y supremacistas”, “distintos y segregacionistas”).

A estas alturas de bajeza, albergo pocas esperanzas de que la educación pueda transformar al que ya es fanático prémium. Sin embargo, aún guardo expectativas en que algo puede hacerse sobre ámbitos que se han tragado, por desidia y abandono, la palabrería fanatizada.

Sin duda, la clarificación de conceptos ayuda sobremanera a la higiene democrática. Cuanta menos ciudadanía caiga presa de la superchería y la mitificación, mejor nos irá. En ese sentido, una sociedad que sepa definir como corresponde “el derecho de autodeterminación”, sin dejarse engatusar por manipuladoras engañifas al respecto, habrá ganado en salud y madurez. De igual forma, una ciudadanía que evite falaces reduccionismos como “democracia es votar”, y eluda tergiversaciones ante “diálogo”, “mediación”, “presos políticos” o “represión”, por ejemplo, será una ciudadanía más libre de oportunistas sin escrúpulos, y demagogos con fronteras.

A la vista de las simplificaciones y falsedades que protagonizan buena parte del actual discurso político, se deduce lo muy carentes que estamos de cierta cultura democrática. Ausencia manifiesta en buena parte de la clase política, y ausencia no menos perceptible en buena parte de la sociedad civil.

Ante ese escenario, resulta curioso rememorar las diatribas que se lanzaron contra la asignatura de Educación para la Ciudadanía. No me adentro ahora en todos los pormenores del generalizado despotrique. Me limito a subrayar la conveniencia y necesidad (a la vista está) de que se trabaje en esa dirección: educación cívica, educación constitucional, valores democráticos… Llámese como se desee, pero tengamos claro que esa formación no es innata (no es algo que llegue por ciencia infusa); y apartémonos de ridículas discrepancias, como cuando se decía que esta materia serviría para adoctrinar.

Por supuesto que puede existir un profesorado hooligan y sectario dispuesto a instrumentalizar la materia para fines adoctrinadores. Pero toda materia podría prestarse a ese desbarre adoctrinador; y lógico será establecer los cauces para evitar los desbarres (cuando ocurran) y no impedir de partida el conocimiento. Oponerse a la educación cívica barajando esos argumentos equivale a rechazar el Dibujo técnico, ante la posibilidad de que el compás y el cartabón sean empleados como armas arrojadizas.

 

La docencia del Derecho Constitucional en Cataluña (I)

 “Está fuera de discusión que o bien la Constitución controla cualquier Ley contraria a ella, o bien el Legislativo puede alterar la Constitución a través de una Ley ordinaria (…) Entre tales alternativas no hay término medio posible: O la Constitución es una Ley superior y suprema, inalterable por medios ordinarios, o se encuentra al mismo nivel que las leyes y, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efectos siempre que el Legislativo le plazca (…) Si es cierta la primera alternativa, entonces una Ley contraria a la Constitución no es Ley; si en cambio es verdadera la segunda, entonces las Constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitado por naturaleza” (Sentencia “Marbury versus Madison” del Tribunal Supremo de Estados Unidos 1803)

 “Nunca prestamos suficiente atención a los primeros síntomas de una tiranía porque una vez que ha crecido hasta cierto punto, ya no se la puede detener” (Madame de Staël, Consideraciones sobre la Revolución francesa, Arpa, Barcelona, 2017, p. 498)

Abundan en estos últimos tiempos convulsos diferentes testimonios sobre la situación en Cataluña y los efectos personales que ese particular contexto genera. Una de las declaraciones que más me han conmovido es la del Magistrado Luís Rodríguez, con el que compartí docencia en la Escuela Judicial de Barcelona hace muchos años, quien, ante el tenor lúgubre de la deriva del proceso independentista y el desamparo, incluso las coacciones que comienza a sufrir el poder judicial, afirmó valientemente al diario El País que no nos dejarán otra opción: “Traición o exilio”.

En esta escueta frase está condensada la (aparente) debilidad del Poder Judicial (de la que hablara Hamilton en El Federalista) que no disponía (según ese autor) ni de la “bolsa” (presupuesto o capacidad de fijar las reglas de juego “de acuerdo a la Constitución”) ni de la “fuerza”. Y que, por tanto, carente de esta última, sus resoluciones se transforman fácilmente en platónicas y la Constitución en una barrera de pergamino. Cuando el Estado es impotente para aplicar sus propias decisiones, la fuerza coactiva legítima del Derecho se desinfla. Y en esas circunstancias el abismo revolucionario (sí, sí, revolucionario) se asoma, por muy postmoderna y de la era de la postverdad que sea la insurrección institucional contra el ordenamiento constitucional que ha tomado cuerpo en ese territorio antes citado.

En esta entrada quiero aportar mi propio testimonio personal, pero limitado solo a mi actividad (residual en estos momentos) de profesor universitario que acude semanalmente a Barcelona desde el País Vasco a impartir una asignatura enunciada como Organización Constitucional del Estado en el Grado de Filosofía, Política y Economía, organizado conjuntamente por las Universidades Pompeu Fabra, Carlos III y Autónoma de Madrid. Para entender bien lo que sigue deben ser ustedes conscientes que el alumnado al que imparto docencia (algo más de 60 estudiantes) procede por mitades de Cataluña y del resto de España. Eso impone prudencia, lo que no debe impedir firmeza argumental. Tampoco equidistancia. Ya no existe, menos en estos temas.

Son estos alumnos personas con muy buenos expedientes académicos en sus estudios de bachillerato y con excelente nota de corte en las pruebas de selectividad, de los que desconozco aún su forma de pensar (solo he tenido con ellos una sesión de dos horas), pero que intuyo (como viejo profesor con algo de olfato y larga experiencia) que proceden de todos los rincones ideológicos del mapa político. Solo con verlos ya me hago una idea. Habrá, sin duda, un buen número que comulgarán o tendrán simpatías con el independentismo catalán, habrá algunos otros catalanes con sentido de pertenencia múltiple (algo que cotiza a la baja en una sociedad dramáticamente dividida), también existirá entre ellos un número importante de estudiantes españoles de ideología liberal, socialdemócrata o izquierdista, así como, por qué no, algunos con posiciones ideológicas más extremas tanto por un lado como por otro. Probablemente ahora (con la que está cayendo y la que se espera) estén más polarizados, pero eso (con mayor o menor intensidad) ha sido el tono común en estos cinco últimos cursos académicos que vengo impartiendo esta asignatura. Y los debates siempre han sido serenos y razonados. Son personas (o, al menos se les presume) educadas y con ganas de aprender. Aunque siempre habrá alguien que rompa el tono.

Como les dije a estos alumnos el primer día de clase (un difícil día 2-O a las 9 de la mañana, tras la compleja jornada del 1-O), explicar Organización Constitucional del Estado en ese contexto y en ese país se había convertido en algo esotérico o, peor aún, surrealista. No hice más referencias directas al problema de fondo. En un grado universitario que pretende formar a profesionales de élite –añadí únicamente- no se puede trabajar con conceptos de bisutería político-constitucional barata (que tanto abundan hoy en día), sino que cabe llevar a cabo esfuerzos (y muchas lecturas) que ayuden a comprender por qué las democracias avanzadas que disponen de sistemas constitucionales asentados y estables han tenido y tienen pleno respeto a sus instituciones, que miman constantemente.

A ninguna de esas sociedades avanzadas –algunas de ellas reconstituidas tras desgarradoras experiencias históricas anteriores que les condujeron, como decía Kershaw, al descenso a los infiernos- se les ocurre quebrantar unilateralmente las reglas de juego que se dieron con mayor o menor consenso en un determinado momento histórico. En esta idea trasluce una de las cuestiones más apasionantes del proceso constitucional en cualquier país y en cualquier tiempo histórico. Y que no es otra sobre cómo adaptar los textos constitucionales a las exigencias de cada momento histórico y a las diferentes (y razonables) expectativas de las generaciones venideras. Para eso la lectura del libro de Zagrebelsky Historia y Constitución es obligada. Y en todo ello, en lo que afecta a nuestra impotencia como país para adaptar las Constituciones a la realidad del momento, el suspenso que recibimos es clamoroso.

En fin, se trata de discernir si las Constituciones son de los “muertos” o de los “vivos”, simplificando las cosas. O preguntarse en cambio si realmente tienen propietario o no son realmente una preciada herencia que, con las adaptaciones pertinentes y de mayor o menor profundidad, debería preservarse. Las soluciones se dividen en esta encrucijada. Los ricos y profundos debates del primer liberalismo constitucional que se produjeron entre Jefferson y Hamilton o entre Burke y Paine, son (así se lo recomendaré) de necesaria lectura en estos momentos para comprender porqué las Constituciones (como instrumentos vivos, que deben ser) han de adaptarse adecuadamente a cada realidad histórica. Adaptación que debe producirse por sus mecanismos ordinarios de revisión o a través de relecturas contextuales de sus contenidos, a riesgo si no de que la Constitución termine convirtiéndose –como recordó Tocqueville- en una suerte de camisa de fuerza que haga saltar por los aires la sociedad y el sistema institucional constituido. Donde no hay adaptación de los textos constitucionales, surge con fuerza también el adanismo constitucional, siempre presente en las democracias inmaduras que parecen hallar la solución mágica a sus problemas estructurales tejiendo y destejiendo constituciones (de partido o partidos, siempre sectarias o excluyentes) que duran lo que el entusiasmo (emoción precaria donde las haya, como decía Emerson) dure. También es este un país donde las soluciones taumatúrgicas de los adanes constitucionales (que abundan por doquier) se venden en el mercado político de todo a un euro. Y nada es gratis, menos estas cosas.

Sí que les advertí que tendríamos un curso muy complicado, probablemente con muchas interrupciones (por convocatorias de huelga) y no poca tensión en la calle que se trasladaría con facilidad a las aulas universitarias. Cuando las emociones derivan en pasiones irrefrenables, hay que recordar las prevenciones que frente a estas últimas mostraba tanto Spinoza como, más recientemente, Compte-Spontville, seguidor de aquel y del preclaro filósofo Alain, que asimismo conviene leer en estos momentos de zozobra. Decía este autor, por ejemplo, algo muy sensato: “Hay que repetir que todos los abusos son secretos y viven del secreto”. En la (mentirosa) sociedad de la transparencia, los arcana emergen con fuerza política inusitada. Paradojas.

Con el tiempo (si es que lo tenemos o nos dejan las circunstancias) convendrá recordar que los quebrantamientos constitucionales pueden acabar fácilmente en medidas de excepción (están ya en el ambiente), y eso hace saltar por los aires los escasos espacios de entendimiento que en cualquier sociedad puedan existir. La normalidad constitucional es la regla, las medidas de excepción se definen por su propio enunciado. Pero, en no pocos momentos, la excepción se transforma en regla, como advirtió inteligentemente el filósofo Agamben: la excepción debe ser temporal, por definición (“estar fuera y, no obstante, pertenecer; esta es la estructura topológica del estado de excepción”, según ese autor). La defensa de la Constitución no tiene ideados otros medios cuando se ve en riesgo evidente de ser arrumbada, ya sea por atentados terroristas (piénsese en los casos recientes de Estados Unidos o Francia, así como las medidas del Reino Unido tiempo ha en el Ulster) o cuando pueda verse afectada la quiebra del ordenamiento jurídico o la unidad territorial.

Bien es cierto, que en esta era de postmodernidad y de revolución digitalizada hay autores como Buyng-Chul Han que consideran en total desuso esas soluciones excepcionales pretendidamente taumatúrgicas, pues la sutilidad de los medios de coacción (o de alienación) van por otros derroteros (y algo de eso estamos viendo últimamente). En la opinión de este autor, las situaciones de excepción ya no son recetas aplicables. La idea siempre recordada de Carl Schmitt (“soberano es quien decide el estado de excepción”), parece ponerse en entredicho en la sociedad digitalizada, sobre todo en aquellos casos en que el Estado carece de fuerza coactiva (o la ley pierde fuerza; esto es, eficacia y capacidad de obligar) o simplemente no puede ejercerla ante una revolución social o masa ingente que desactiva su uso o que, mal gestionado ese poder de coacción física legítima (Weber), salta a las retinas de miles de millones de ciudadanos a través del poder de las imágenes en la sociedad globalizada de Internet y de las redes sociales. El uso de la fuerza legítima del Estado Constitucional está, hoy en día, sometido a unos test de escrutinio desconocidos (incluso a unas manipulaciones) que no encuentran parangón en otros momentos históricos. No es la transparencia, es más bien la instantaneidad. El poder no puede prescindir de ello, salvo que sea estúpido. Que también lo hay.

Comenté igualmente aquel día que, ante el recelo que una asignatura así denominada levanta entre un alumnado inquieto por la filosofía o por la política o, incluso, por la economía (pues para ninguno de ellos el Derecho resulta inicialmente algo atractivo), era importante que vieran cómo lo que está pasando en estos momentos en nuestro país (o “en el suyo”, depende quien sea el destinatario del mensaje) tiene explicaciones cabales (cuando no reiteraciones) en otros acontecimientos históricos político-constitucionales que se han sido sucediendo a lo largo de los tres últimos siglos. Lo dijo magistralmente Tocqueville, “la historia es una galería de cuadros donde hay pocos originales y muchas copias”.

En esa primera clase, un día tan difícil y en un momento tan complejo, ya dibujé algunos temas que irán saliendo en las sesiones venideras, siempre que la Facultad no se cierre a cal y canto y se interrumpa bruscamente (como exigencia del “contexto”) la transmisión de la arquitectura básica conceptual con la que esos ciudadanos en formación (que son quienes deberán arreglar lo que nuestras generaciones están mostrándose impotentes e incapaces para hacerlo) puedan así reflexionar inteligentemente sobre los temas del presente a la luz de las experiencias del pasado. Sin un marco conceptual sólido previo –subrayé- no hay lenguaje común. Y sin él, no se debate, se vocifera o se atropella. Con eslóganes fáciles se crean alineamientos estériles fuertemente cerrados que nada permean; propios de redes sociales que incrementan los muros e incomunican a la sociedad civil en bandas rivales.

La democracia, en esencia, es pleno respeto a los procedimientos (reglas) y a la deliberación pública. Las formas y la publicidad fueron dos grandes avances de las revoluciones liberales. La dignidad democrática de la Ley no es solo su modo de votación, sino que el Parlamento, de donde nace, es sobre todo un órgano de deliberación pública y transparente. La ley se cualifica por su procedimiento deliberativo y contradictorio, sin esos cauces no pueden nunca democráticamente aprobarse leyes transcendentales para la vida en común, menos aún si son tramitadas como lettres de cachet y sin ningún proceso deliberativo real y efectivo, así como quebrando (escudados en una legitimidad schmittiana) las reglas de la legalidad constitucional/estatutaria. La democracia, como recordó Kelsen (ahora enterrado en cal viva por algunos), también es protección de las minorías. Jefferson lo expuso mucho antes de modo diáfano –también les recordé: “ciento setenta y tres déspotas (los miembros de una asamblea parlamentaria o una mayoría circunstancial) serían tan opresores como uno solo”.

La ventaja que tengo es, sin duda, que esta asignatura se imparte en un grado universitario no jurídico. Y, por tanto, me permite un enfoque heterodoxo que arranca de la construcción del constitucionalismo liberal contemporáneo en lo que son los tres modelos que han terminado por servir de patrón a cualquier otra experiencia constitucional más reciente en el mundo civilizado, así como abordo en grandes rasgos su evolución posterior hasta nuestros días (enfoque que lo apoyo en el libro que publiqué en 2016 Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons/IVAP). Ese enfoque es perfectamente aplicable a la Constitución española de 1978 (que, dada su tardía aprobación, apenas nada añade a lo que ya había) y, en su caso, a cualquier otra que pueda emerger en el futuro. Les indiqué con claridad que prácticamente todo estaba inventado (una mentira piadosa), sobre todo si se quieren construir o edificar sistemas constitucionales homologables con los existentes en las democracias avanzadas.

Y también cabrá recordarles en un futuro, aunque alguna idea avancé, que todo sistema constitucional democrático se asienta sobre una serie de premisas. Por salir del Derecho, para luego entrar en él más fácilmente, recurrí a un politólogo afamado como es Fukuyama. En su reciente y monumental obra en dos tomos (Los orígenes del orden político y Orden y decadencia de la política, Deusto, 2016), el autor sitúa el foco de atención en la importancia que tienen las instituciones para edificar un Estado democrático, así como en la necesidad de que ese modelo atienda a tres tipos de premisa: a) Estado o Administración impersonal; Principio de legalidad (Rule of Law o Estado de Derecho); y Gobierno responsable (control del poder).

Estas son, en efecto, los tres pilares en los que descansa el Estado Constitucional democrático, pero lo importante es que no se pueden diseccionar o elegir solo uno de ellos. El Estado Constitucional no es un supermercado, donde se eligen los productos que en cada coyuntura interesan. No cabe hacer juegos de manos. La prestidigitación constitucional solo es una manifestación de hacer trampas en el solitario. La arquitectura constitucional democrática es una estructura que no admite elegir solo una de esas premisas en función de conveniencias políticas circunstanciales (democracia o soberanía parlamentaria, por ejemplo), con exclusión de las demás. O el Estado y los poderes públicos suman todas ellas o no supera los estándares de democracia constitucional. Y lo demás es mentira. Se vista como se vista: como soberanía del Parlamento o como democracia de top manta.

La Administración impersonal es una invocación expresa al principio de mérito y una (voluntad firme de) erradicación del clientelismo y la corrupción. Arrumbar el Estado patrimonial no es fácil. Se ha tardado siglos en no pocos países. Tampoco erradicar o controlar la corrupción es tarea fácil, menos aún cuando se está ayuno de valores. Algunas democracias avanzadas tardaron mucho en poner coto a una corrupción galopante (por ejemplo, Estados Unidos). Sin Administración impersonal no hay Estado democrático que se precie. Este estándar es importante, quien no lo acredite muere, no tiene futuro. El principio de mérito, en sus dimensiones meramente formales, no es válido. Sigue siendo trampa. Lo importante es la dimensión material, la efectividad. Si se hace aguas en esto, como así es en España (especialmente en algunas administraciones autonómicas y en buena parte de los gobiernos locales), nada se avanza. Pero más lo es (en términos comparativos), siento decirlo, en el territorio catalán; donde el clientelismo político (y lo conozco de buena fuente) ha sido y es una forma habitual de hacer en el sector público autonómico y local (con excepciones muy singulares). Analicen, si no, cómo se han reclutado la legión de interinos que pueblan algunas “estructuras de Estado” en los años recientes. Y no hablemos de corrupción, puesto que en este caso –salvo algunos territorios del valle del Ebro y del Cantábrico menos afectados por esa lacra, que son la excepción- es un mal endémico de España y también (no lo duden) de Cataluña. Hay una geografía de la corrupción con varios epicentros. Barcelona y Madrid no se escapan como lugares centrales del terremoto.

HD Joven/Universidad, sí: Educar a educarse

Este martes, los responsables de Hay Derecho Joven comenzamos una colaboración con “Universidad, sí”. Esta colaboración tendrá un carácter mensual o bimensual y consistirá en la publicación en la página web de “Universidad, Sí” de artículos de carácter científico sobre asuntos relacionados con la educación, que después serán reproducidos en la página web de la Fundación Hay Derecho. El primer artículo de la colaboración fue escrito por Ignacio Gomá Garcés (vean link aquí) y es el siguiente:

Hace más de 2.400 años, en el famoso Templo de Apolo de la ciudad de Delfos fue inscrito un aforismo que venía a recoger, en sólo cuatro palabras, uno de los principios fundamentales de la inconmensurable filosofía griega: “Conócete a ti mismo”. A menudo atribuida a Sócrates, esta breve ley, tan estudiada y analizada a lo largo de los tiempos, todavía no se ha puesto en práctica, a pesar de que hoy todos la aceptan como indiscutible y a pesar de que a todos nos la enseñan en el colegio.

Este hecho es revelador porque muestra una deficiencia intrínseca de nuestro sistema educativo. Vaya por delante que no soy ningún experto en educación, sino un atento e incansable observador de la misma, en parte porque parece erigirse como el centro y origen de todas las cosas. Y es que, cuandoquiera que participe en un debate sobre un tema de actualidad y a medida que profundizo en el mismo con mi interlocutor, pronto ambos llegamos a la conclusión -y, esta vez sí, a un acuerdo- de que el problema es de la educación. Ya sea sobre las elecciones, sobre la formación del abogado (la menciono porque es mi profesión) o sobre el auge de los llamados “desmemoriados” (término que utilizan los historiadores Jean-Claude Barreau y Guillaume Bigot para referirse a aquéllos, tan comunes hoy en día, que han quedado sin pasado simplemente por haberlo olvidado -refiriéndose al bajo nivel de Historia que tienen los millennials franceses), siempre se presenta el mismo dilema. El dilema es tan recurrente porque todo español se encuentra repetidamente ante la misma encrucijada: inevitablemente obligado a arrastrar sus carencias a lo largo de su vida y desprovisto de las habilidades requeridas para desprenderse de ese lastre.

Como en un círculo vicioso (téngase en cuenta que estoy generalizando y que soy consciente -incluso a través de mi propia experiencia- de que no siempre es así), los profesores, herederos de un sistema insuficiente en muchos aspectos, transmiten esas mismas insuficiencias a sus alumnos. De ahí que afirme que la forma en que estudiamos a Sócrates en la escuela demuestra tanto un ejemplo de las fallas del sistema como una pura contradicción: es prueba tanto del indudable valor que al pensamiento socrático le atribuimos como de una profunda insensibilidad respecto al mismo, pues no cabe duda de que no practicamos sus enseñanzas, sino que tan sólo las memorizamos. Y todo ello, en definitiva, evidencia que algunas de las carencias de nuestro actual sistema educativo son consustanciales a éste y, por tanto, de más difícil solución.

En efecto, las insuficiencias del sistema educativo se manifiestan en diversos aspectos, pero más que nunca en el plano personal, lo cual es a mi juicio más grave. Durante nuestra etapa escolar y universitaria, nuestros educadores insisten constantemente en el aprendizaje memorístico y de datos, pero no en el aprendizaje sobre uno mismo (“conócete a ti mismo”) y sobre las herramientas (emocionales, sociales, intelectuales) de que todos disponemos, pero a las que sólo unos pocos saben sacar partido.

En lo que a mí respecta, nadie en el colegio me enseñó a ser persona y nadie en la Universidad me enseñó a ser un buen abogado o jurista. Quizás por ello se dice que la carrera de Derecho consiste simplemente en memorizar; en parte es cierto, pero no debería ser así. La ciencia del Derecho es un buen ejemplo de todo esto porque el estudio de la norma, por un lado, y su aplicación, por otro, con frecuencia distan de parecerse, por lo que tan importante como estudiar y aprehender su significado es saber cómo aplicarla; no bastando, en ningún caso, sólo lo primero.

Como sabiamente dice un proverbio chino, muy manido últimamente en política, “regala un pescado a un hombre y le darás alimento para un día, enséñale a pescar y lo alimentarás para el resto de su vida”. Está bien obligar a los alumnos a leer a Calderón de la Barca, pero lo ideal sería transmitirles la pasión por la lectura. Está bien que un alumno acumule un conocimiento notable de Filosofía, pero de poco le servirá si no está acostumbrado a razonar. Está bien que un estudiante de Derecho sepa recitar una ley con los ojos cerrados, pero de poca utilidad le resultará si no es capaz de convencer del espíritu de la misma a un juez o de comunicársela de forma comprensible a un cliente; en el día de mañana, nadie acudirá a ti para que le recites artículos del Código Civil de memoria, sino única y exclusivamente para que les resuelvas un problema. Y, para ello, es necesario pensar, mostrar empatía, tener capacidad de comunicación, ser persuasivo y hacer uso de otras muchas habilidades que permiten unir una buena idea con su puesta en práctica, que es, en definitiva, para lo que estudiamos: para ejercer una profesión útil para la sociedad.

Habilidades como hablar en público, aprender a razonar o trabajar en equipo se dejan a un lado cuando han demostrado ser relevantes para el éxito en la vida; personal, familiar y profesional. Son particularmente interesantes, a este respecto, los estudios de Daniel Goleman respecto de la inteligencia emocional y social, en los que demuestra que las habilidades emocionales y sociales devienen cruciales, no sólo para el desarrollo profesional, sino también para la felicidad y éxito del individuo.

La vida y el futuro, por definición, nos deparan circunstancias imprevistas y nuevas, contra las que nunca nos habremos enfrentado antes y, por ello, más que una acumulación ingente (si es que lo es) de datos, que es igualmente precisa, nos urge aprender a usar los instrumentos de que disponemos para desenvolvernos exitosamente en la vida. Sin embargo, al menos por mi experiencia, durante la etapa escolar y universitaria se ignora que una parte importante del aprendizaje debe producirse a través de la experimentación y, a través de ésta, de la crítica. Cuando un adolescente desarrolla la pasión por la lectura, o cuando aprende a ser crítico y constructivo con su entorno o empático y comprensivo con los demás, o cuando asimila la cultura del esfuerzo o la importancia de situarse en el lugar y en el tiempo en la Historia, el resto viene solo.

Lo que hace más de dos milenios dijera Sócrates, hoy continúa siendo una realidad. Y si un filósofo de su talla supo resumir en cuatro palabras gran parte de un pensamiento a primera vista inabarcable, creo que hoy puedo extrapolar esas mismas palabras a la cuestión educativa y afirmar que lo más importante que debería haber aprendido en mi etapa escolar es a conocerme a mí mismo para que, hoy, hubiera podido sacar lo mejor de mí, por mi propio bien y, al fin y al cabo, por el de todos. Y es que si me hubieran enseñado a educarme en el colegio, no habría necesitado volver más.

El marco jurídico del pacto educativo

Esta entrada se publicará simultáneamente en el blog Análisis.

El Pacto por la educación es objeto de numerosos artículos y comentarios, que con frecuencia omiten y por ello no tienen en cuentan la verdadera dimensión jurídica de la educación como derecho humano fundamental, que debería constituir la base del acuerdo.

La educación es un derecho humano fundamental, definido y regulado en la Declaración universal de derechos humanos, en su art 26,1:

“toda persona tiene derecho a la educación…(que)…tendrá por objeto el pleno desarrollo de la personalidad humana”. Y en su apartado 3 añade: Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que habrá de darse a sus hijos.”

El Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales, el Pacto Internacional de los Derechos Civiles y Políticos presentan la educación como derecho humano fundamental y su doble configuración como derecho libertad y derecho prestación, y el papel de los poderes públicos como garantes del ejercicio del derecho a la educación.

El marco normativo internacional, suscrito por nuestro país y por lo tanto parte integrante de nuestro ordenamiento y fuente de interpretación de las normas relativas a los derechos fundamentales y a las libertades que la Constitución reconoce, tal y como señala su artículo 10, establece como titular del derecho a la educación al sujeto que se educa y, hasta que adquiere la mayoría de edad, a los padres o tutores:

“Los Estados Partes en el presente Pacto se comprometen a respetar la libertad de los padres y, en su caso, de los tutores legales, de escoger para sus hijos o pupilos escuelas distintas de las creadas por las autoridades públicas, siempre que aquéllas satisfagan las normas mínimas que el Estado prescriba o apruebe en materia de enseñanza, y de hacer que sus hijos o pupilos reciban la educación religiosa o moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones” (art.13.3, Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales de las Naciones Unidas).

La educación se contempla en nuestra Constitución como un derecho humano fundamental, acorde, como acabamos de ver, con la legislación internacional. El artículo 27 declara que todos tienen derecho a la educación, al mismo tiempo que reconoce la libertad de enseñanza. El artículo se haya enmarcado en el Título I (De los derechos y deberes fundamentales), objeto de una protección especial, al estar sujeto a reserva de ley (art.53.) y al procedimiento de modificación por mayorías cualificadas (art. 168).

Cabría cuestionar qué haz de derechos y deberes se desprenden de este núcleo normativo.

Por un lado, un derecho de prestación formulado en el inicio del apartado 1, “todos tienen derecho a la educación”, que se concreta en la educación básica, que será gratuita. Por otro un derecho de libertad cuando en el mismo apartado se dice “se reconoce la libertad de enseñanza”; y al recoger expresamente en el apartado 6o el derecho a la creación de centros o, en el apartado 3o, “el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones”.

También se incluyen normas que suponen obligaciones para el Estado, como son el garantizar el acceso (apartado 4o) o la planificación que debe hacer para garantizar la satisfacción de ese derecho. Además, tiene la obligación de financiar la educación en los términos que establezca la Ley (apartado 9o), y realizar la inspección y homologación del sistema educativo (apartado 8o).

No cabe duda que para el Estado, ser garante, responsable de que se pueda disfrutar de ese derecho por parte de los ciudadanos, lleva consigo a su vez una posición reguladora que garantice el acceso en condiciones de igualdad y calidad. Pero esos deberes normativos no deben confundirse con una posición de primacía o esencial en la configuración del derecho a la educación. Están al servicio del ejercicio del derecho conforme a su naturaleza: un derecho a su vez de prestación y libertad. Un derecho a la educación en libertad.

El que los padres sean actores cualificados de ese derecho, y el Estado garante del mismo, no lleva consigo que aquellos puedan en la práctica exigir del Estado una determinada educación para sus hijos. Los poderes públicos, en cuanto garantes tiene que armonizar el derecho que asiste a los padres a que sus hijos reciban una educación “que esté de acuerdo con sus propias convicciones” con las limitaciones y disponibilidad de recursos que lleva consigo la organización del servicio educativo en cuanto actividad formal. Pero han de respetar su contenido básico de derecho de libertad, siempre “en el respeto a los principios democráticos de convivencia y a los derechos y libertades fundamentales” (art 27.2).

De ahí que el llamado Pacto por la educación haya de tener como base nuestro marco Constitucional y particularmente la naturaleza del derecho a la educación como derecho humano fundamental. La presencia de los padres y de la sociedad que, como tal y por medio de sus diversas organizaciones, participa del derecho a la creación de centros, debe tener una posición acorde con ese papel. Los poderes públicos al plasmar el pacto deben recoger la visión y posición de sus principales actores y sujetos del derecho a la educación.

¿Huelga de deberes?

Me han pedido que escriba unas líneas sobre el asunto de los deberes escolares que atrae tanta atención estos últimos días. Antes de comenzar, me gustaría saber lo que se me pregunta. Si la cuestión es “¿Deberes sí o no?”, responderé “depende”.

Si lo que se desea saber es lo que opino sobre la llamada “huelga de deberes” entonces diría que es un horror y un error.

¿Deberes sí o no?

En mi humilde opinión enfocar así el debate no aporta gran cosa a la solución de los conflictos con los que se encuentran algunos alumnos y padres.

Factores como la acumulación, los medios, las prioridades y sobre todo el tipo de deberes y la edad del niño o niña que los realiza, hacen que el asunto sea complejo.

Parece existir cierto consenso en que los menores de 9 años no deberían realizar tareas escolares específicas tras salir del aula más allá de leer, y de que les lean, cuentos. A partir de ahí las opiniones van siendo más variadas pero parece que hasta los más partidarios de los deberes se inclinan porque estos no superen la hora y media diaria de dedicación.

Hay opiniones mezcladas y cambiantes en función de las prioridades educativas de los padres, del tipo de centro al que acuden, del nivel socioeconómico, de la importancia que se le dé la conciliación familiar e incluso de la ideología.

En definitiva, son muchos y muy variados los factores que influyen en la opinión que unos padres tengan acerca de la idoneidad de realizar tareas escolares en casa.

Personalmente considero que hay malos deberes, deberes excesivos, deberes aburridos e inútiles, deberes desmotivadores, incluso, y esto es más preocupante, los hay que fomentan la desigualdad al requerir ayuda/medios externos para poder realizarse. Estos últimos me parecen los peores y me he topado alguna vez con ellos.

Pero también hay tareas estimulantes, proporcionadas, que ayudan a crear buenos hábitos o que permiten a los padres, si así lo desean, acompañar el proceso del aprendizaje de sus hijos. Hay deberes que ayudan a consolidar conceptos aprendidos y otros que invitan a ir más allá. Son los que dejan al niño con ganas de seguir haciendo lo que fuera que estuviera haciendo. Estos últimos me parecen los mejores y, sí, también me he encontrado con ellos.

Mis hijas no tienen muchos deberes. Yo se los pongo. ¿Hago mal? No lo creo.

Hacemos mates a través de plataformas on line gratuitas y trasteamos con programación, en inglés y español. Nos ponemos unos tiempos de referencia semanales flexibles y les dejo que se organicen. Cuanto más pequeña, más supervisión, cuanto más madura, más libertad para gestionar sus actividades.

Cuando dejo en el colegio cada mañana a mi hija de 8 años, lo hago porque tengo plena confianza en la cualificación de las personas que estarán con ella. Cuando pongo en sus manos una parte tan importante de mi vida lo hago porque confío ciegamente en su profesionalidad. Cuando veo deberes que no me parecen interesantes, doy un voto de confianza a esos mismos profesionales. Si tengo dudas acudo a ellos; pregunto y me responden. Siempre he sentido que lo mejor para mis hijas era interés compartido entre ellos y yo.

¿Deberes? Pues depende y si hay problemas la comunicación padres-docentes es la manera más rápida y eficaz de detectarlos y para solucionarlos.

¿Huelga de deberes?

No puedo encontrar una sola razón por la que esta iniciativa pueda considerarse una buena idea.

Veamos:

  • Visibilizar un problema.

La iniciativas colectivas muchas veces no pretenden encontrar solución a un problema concreto, sino que buscan “ponerlo en la agenda”. En ese sentido aceptamos hacer cosas un tanto singulares porque los beneficios de la discusión pública que provocan superan los costes de hacerlas.

Si es eso lo que se busca, la huelga me parece un fracaso total.

La visibilización ha centrado el debate en deberes sí/no y ha llegado a conocimiento de los niños. Aquellos que, por las circunstancias que sea, se mantenían al margen, ahora observan a sus compañeros y profesores. Ha puesto bajo sospecha a gran parte del profesorado, sí también a aquellos que hacen muy bien su trabajo, y aumenta la presión sobre profesores que proponen deberes estupendos y que ahora puede que dejen de hacerlo por motivos que nada tienen que ver con cuestiones pedagógicas.

  • Cambiar la actitud de los docentes.

No. Una acción de este tipo, lejos de cambiar la perspectiva de los docentes que ponen deberes irracionales, esos “malos docentes” a los que no se accede por la vía del diálogo y la racionalidad, esos docentes que no escuchan en una tutoría, esos docentes (¿cuántos son?), no creo que se dejen convencer por una acción de este tipo. Muy al contrario, verán reafirmado su convencimiento de que los padres están completamente equivocados en sus apreciaciones. En los que sí puede calar esta actitud es en los alumnos que, lejos de ver una conexión entre sus figuras de referencia, puedan percibir un conflicto importante y que afecte a su seguridad, autoestima y a su percepción de la autoridad. Esa posibilidad es la que me da verdadero vértigo.

  • Mostrar unidad e implicación de las familias en la escuela.

Sin datos sobre efectividad de la medida apostaría 10 contra 1 que no será seguida. Lo que sí creo que se pondrá de manifiesto será una grieta entre dos partes que deberían ser una: padres que apoyan a asociaciones y padres que apoyan a profesores.

No sé si nos damos cuenta del fracaso que supone que dicha división se produzca.

Mal, mal, rematadamente mal. Como muestra un botón del modelo de carta que pueden entregar los padres a los docentes que desoigan su petición de no poner deberes a sus hijos los fines de semana:

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No puedo compartir ni apoyar una iniciativa que dice a mis hijas #NoalosDeberes ¡Quiero tener una educación integral! ¡No quiero que malgasten mi vida!

No, aunque solo fuera porque anticipo que será un aprendizaje que utilizarán cuando les pida que recojan su ropa del suelo o hagan su cama.

DISCLAIMER

Y ¿quién soy yo para opinar?, se preguntarán. Pues para empezar soy madre de dos en edad escolar, he tratado con profesores, sindicatos de profesores, padres y asociaciones de padres. También he indagado en las distintas leyes educativas, he participado en mi antiguo centro escolar (privado) apoyando la iniciativa de mi hija para lograr igualdad en el uso del uniforme, he leído y leo estudios sobre mejoras educativas con asiduidad y hace poco he trasladado a mis hijas a un centro escolar organizado como cooperativa porque su educación y la de sus pares es algo fascinante para mi y la cooperativa me permite un alto grado de participación.

Lo primero que pregunté cuando me interesé por esta forma de organización fue: ¿quién decide el proyecto pedagógico?

La respuesta fue: vosotros sois imprescindibles en la toma de decisiones y la implantación, vuestras ideas y sugerencias son estudiadas muy seriamente, pero el desarrollo pedagógico lo determina el cuerpo docente.

Y luego ya dejé que me explicaran el resto. Dejo así claro que el profesorado siempre tendrá a priori mi respeto y confianza. Ellos son los expertos.