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¿Y si aplicáramos a la sanidad pública las recetas del Ministerio de Justicia para el “servicio público” justicia?

En los últimos tiempos se nos trata de imponer la errónea idea de que la Administración de Justicia no es un Poder del Estado, el tradicional Poder Judicial, sino un “servicio público” más, al estilo de la Sanidad o de la Educación. Los responsables del Ministerio de Justicia aún van más lejos y, en vez de contentarse con la consideración del Poder Judicial como un mero servicio público, ya hablan, en sus panfletos ministeriales, de transformar el “Ecosistema Justicia”, para hacerlo más accesible, eficiente y contribuir al esfuerzo común de cohesión y sostenibilidad, en un horizonte 2030.

Y para conseguir esta mejora sustancial del “Ecosistema” de togas y puñetas, se propugnan, como “bálsamo de Fierabrás”, tres tipos de medidas, que redundarán, según ellos, en una indudable mejora del servicio público justicia, mucho más cercano a la realidad social sobre la que se proyecta. En concreto, se proyectan tres programas de mejora en la eficiencia del servicio: 1) eficiencia organizativa; 2) eficiencia procedimental; y 3) eficiencia digital.

El primer programa para mejorar el servicio-ecosistema justicia, según esas fuentes ministeriales, el organizativo, consistiría, básicamente, en la transformación y agrupación de los juzgados unipersonales (por ejemplo los juzgados de primera instancia, civiles, o los juzgados de instrucción, penales) en un gran órgano jurisdiccional colegiado, denominado Tribunal de Instancia -uno por cada partido judicial- en el que se agruparán todos los Jueces, Letrados de la Administración de Justicia (antiguos secretarios judiciales) y demás personal auxiliar (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Organizativa del Servicio Público de Justicia).

El segundo programa es el de eficiencia procedimental, orientado a una mayor agilización de los pleitos, y se fundamentaría en exigir, con carácter previo al proceso jurisdiccional, el intento de un acuerdo “amistoso” a través de los denominados MASC (Medios Adecuados para la Solución de Conflictos, como la mediación, la conciliación, la transacción, etc., o cualquier otro medio que propicie el acuerdo. Sí, avezado lector, se habla de medios “adecuados”, como si la sentencia de un juez no fuera una forma “adecuada” de Administración de Justicia). Y para el justiciable que no se muestre lo suficientemente “colaborador” en la consecución de un acuerdo previo (aunque la otra parte le haya perjudicado gravemente, a causa de innegables ilícitos civiles) corre el riesgo cierto de ser condenado en costas, por “abusar” del servicio público, cuando podría haberse evitado el pleito con una actitud más conciliadora (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Procesal del Servicio Público de Justicia).

En tercer lugar, hay otro programa dirigido a la transformación digital de la Administración de Justicia, sustituyendo la mayoría de los juicios y vistas judiciales en unas actuaciones telemáticas, mediante la generalización del uso de la videoconferencia, si los jueces lo consideran oportuno (Proyecto, en tramitación, de Ley de Eficiencia Digital del Servicio Público de Justicia).

Y algunos, pocos, de los que seguimos con interés esta evolución prelegislativa en materia de Justicia, reflexionamos y nos preguntamos, si estos van a ser los remedios infalibles para mejorar un servicio público colapsado: ¿por qué no aplicar las mismas “recetas” a otro servicio público también sobrecargado de trabajo, como es la sanidad, que tantas protestas y controversias está produciendo en los días que corren?

En este contexto, si se nos permite la ironía, y el “animus iocandi” (pidiendo disculpas de antemano, por la gravedad del asunto), ¿qué nos parecería si, por ejemplo, en Madrid, los responsables de la sanidad, o en Andalucía, copiaran el modelo de eficiencia del servicio público justicia diseñado por el Ministerio de Justicia, puesto que, al fin y al cabo, se trata igualmente de otro servicio público, y promovieran reformas legislativas de semejante proyección? La verdad es que no podemos ni imaginar la virulenta reacción que se produciría en gran parte de la ciudadanía, y con toda la razón, si se propusiera algo parecido a lo siguiente: en primer lugar, desde un punto de vista organizativo, imaginemos que en cada provincia desapareciera la distinción entre hospitales generales, hospitales intermedios, centros de salud de zona y los ambulatorios, y todos los centros sanitarios se unificaran, nominal y orgánicamente, en uno sólo (aunque cada uno mantuviera su sede física actual), denominado Hospital de Instancia Provincial, bajo la dependencia de un Director general nombrado políticamente, el cual pudiera redistribuir a su antojo todos los efectivos médicos, de enfermería y demás personal sanitario subalterno; por otra parte, en cuanto a la forma de acceso a los centros de salud, qué pensaríamos si se les impusiera a los usuarios del servicio público sanitario (por ejemplo, a los enfermos de la covid, a los heridos y contusionados menos graves, a los conductores que han sufrido un politraumatismo grave, o a aquel ciudadano que recibido un navajazo en la arteria femoral…) que antes de ser examinados por un médico de atención primaria, o por un médico especialista en traumatología, o antes de ser intervenidos de urgencia en un quirófano, debieran acreditar, documentalmente, que han intentado curarse previamente por sus propios medios o, al menos, que han acudido, sin haber obtenido la deseada sanación, a los MASC (Medios Adecuados de Sanación Cercana), tales como ir a una oficina de farmacia, o solicitar la intervención de un experto paramédico, acupuntor, curandero, etc. (todos los anteriores, por supuesto, habrán tenido que ser homologados previamente mediante la realización de cursos, o habrán obtenido unos certificados de calidad expedidos e impartidos por las autoridades sanitarias). Además, en caso de que los enfermos no hayan acreditado un verdadero empeño en evitar la visita al centro de salud o al hospital, o en caso de sobrevivir a la hospitalización y/o a la intervención quirúrgica, tendrían que pagar todos esos gastos sanitarios, por haber “abusado” del servicio público sanitario.

Finalmente, como tercera medida, se pretendería conseguir la descongestión hospitalaria mediante la utilización sistemática, salvo en los casos de intervenciones quirúrgicas y similares, de la videoconsulta médica. Esto es, la regla general será la atención al paciente por vía telemática, previa cita telefónica o a través de la página web habilitada al efecto. Sólo se accederá a la consulta médica presencial en los casos más graves, previamente autorizados por el Jefe Médico del Servicio de que se trate.

En definitiva, con la implementación de estas tres medidas, por supuesto, a coste económico cero, como viene siendo costumbre en la reforma de los servicios públicos, se acabaría con el problema de la congestión hospitalaria en poco tiempo, pero ¿cuál coste social? Pues bien, lo que nos parece una broma aplicado al servicio público sanitario, está pasando desapercibido porque el servicio público zarandeado es la Administración de Justicia, la “Cenicienta” de los servicios públicos, en la actualidad.

Nadie repara en la gravedad del asunto. No nos damos cuenta de que el maltrato sistemático a la Administración de Justicia, que es el Poder Judicial, repercute irremediablemente en una drástica disminución de la calidad del resto de los servicios públicos, dejando a los ciudadanos, sobre todo a los más necesitados, inermes ante las tropelías del poder político. ¿Dónde están los manifestantes?

 

No importa cuánto Estado, sino su calidad: el sector público que queremos tras la pandemia

“Durante el siglo XIX, el gran debate político fue el del tamaño y la función de lo público en la economía: ¿Cuánto Estado? Sin embargo, lo que, al parecer, ha importado más en esta crisis ha sido otra cosa: concretamente, la calidad de la acción de gobierno de ese Estado”

Fareed Zakaria, Diez Lecciones para el mundo de la postpandemia (p. 47).  

 

En este post no pretendo llevar a cabo una reseña del interesante libro de Fareed Zakaria, Diez lecciones para el mundo de la postpandemia, (Paidós 2021), algo que ya ha sido hecho de forma muy precisa (ver aquí: elcultural.com). Tampoco persigo hablar de nuevo del manido tema de la pandemia o de otro libro más que sobre este tema aparece. La pandemia produce agotamiento y algo de hartazgo, aunque deba ser todavía objeto de nuestra preocupación evidente por un elemental sentido de responsabilidad y de supervivencia. Interesa más, sin embargo, incidir en qué ocurrirá después, cuando esta pesadilla se evapore o, al menos, se limite en sus dramáticos efectos.

Y, en relación con el mundo que viene, no es inoportuno preguntarse si esta revitalización del Estado y de lo público en este último año tendrá continuidad y, sobre todo, cómo.  Conviene interrogarse si realmente es necesario seguir engordando más las estructuras de lo público y dotarnos de administraciones públicas paquidérmicas, con escasa capacidad de adaptación (resiliencia) y llamadas más temprano que tarde a mostrar más aún las enormes disfuncionalidades que hoy en día ya presentan, especialmente por lo que respecta a la prestación efectiva de sus servicios y de la sostenibilidad financiera de todo ese entramado.

El debate sobre el perímetro de lo público siempre tiene una carga ideológica inevitable, pues quienes defienden su reducción han estado siempre alineados en corrientes neoliberales, mientras que quienes mantienen su crecimiento son situados en el campo de las opciones de políticas de izquierda. Pero, como suele ser habitual, las cosas no son tan simples. Lo importante de un Estado y de su Administración Pública, así como de sus propios servicios públicos, no es tanto la cantidad como la calidad o la capacidad estatal que tales estructuras tienen de adoptar políticas efectivas y eficientes. Puede haber Administraciones Públicas densas y extensas cargadas de ineficiencia, como también las puede haber con resultados de gestión notables. Y lo mismo se puede decir de estructuras administrativas reducidas en su tamaño. El autor aporta varios ejemplos de ambos casos. La calidad del sector público puede ofrecer muchas caras. Y, la ineficiencia, también. Lo trascendente no es tanto el tamaño, sino las capacidades efectivas, así como las soluciones, que el Estado ofrezca.

Entre otras muchas, que ahora no interesan, esta es una de las más importantes lecciones que nos presenta el prestigioso escritor de ensayo y periodista F. Zakaria en un sugerente capítulo de su obra que lleva por título “No importa cuánto Estado, sino su calidad”. Allí recoge una serie de reflexiones que conviene recordar en esta país llamado España porque deberán ser aplicadas cuando la recuperación (algún día será) comience, puesto que engordar artificialmente más lo público, por mucho que pueda ser una medida anticíclica y necesaria en un contexto de crisis, no es sostenible en el tiempo. Antes de optar por extender más aún el sector público cabe medir bien por qué y para qué se crece o interviene, así como evaluar sus impactos (sociales, pero también financieros o de sostenibilidad), pues lo contrario puede terminar proporcionando pan para hoy y hambre para mañana.

Extraigo algunas reflexiones de este autor que, si bien muestra claramente sus cartas (tal como él nos dice: “no soy muy partidario de los sectores estatales sobredimensionados”), reflejan muy bien el fondo del problema, aunque ponga el foco en la democracia estadounidense:

Aumentar el tamaño de la administración pública sin más contribuye muy poco a resolver los problemas de la sociedad. La esencia del buen gobierno es un poder limitado, pero con unas líneas de actuación claras. Es dotar a los decisores públicos de autonomía, discrecionalidad y capacidad para actuar según su propio criterio. Solo puede haber buen gobierno si el Estado recluta a un personal inteligente y dedicado que se sienta inspirado por la oportunidad de servir a su país y se gane el respeto de todos por ello. No es algo que podamos crear de un día para otro”.

Lo trascendente es, por tanto, situar correctamente el problema. No es cuestión de tamaño; sí de capacidades, pero también de control y límites. Cuando fallan las capacidades y también los límites, algo grave sucede. Llegar allí, si no se está o se está lejos, lleva un tiempo. Y pone dos ejemplos de buen gobierno cuando se refiere a Corea del Sur y Taiwán que, partiendo de dictaduras, caminaron hacia modelos de gobierno eficientes y aprendieron de la historia. Solo los países estúpidos no saben extraer lecciones del pasado y tampoco aprenden a enderezar el presente. El autor cita luego a “los grandes daneses” (también, en otros pasajes, pone como ejemplo a Nueva Zelanda, los países nórdicos, Alemania o Canadá, entre otros), y sin que ello implique contradecir sus argumentos. El entorno público danés proporciona un Estado de calidad (pero con una presión fiscal indudable) o, si se prefiere, con fuertes capacidades estatales para afrontar los problemas. La desigualdad que viene y el desempleo que asoma, requerirán medidas muy incisivas de protección, pero especialmente de educación y formación en competencias que haga factible la triple inclusión social/digital/ocupacional, también de reactivación económica y de flexiseguridad (algo en lo que Dinamarca ha sido pionera).

Fareed Zakaria trata muy bien el desafío digital y el de la desigualdad. La digitalización, por mucho que conlleve aparición de nuevos perfiles de empleo, destruirá inevitablemente puestos de trabajo, en ámbitos además en los que la recolocación es muy compleja. La desigualdad crecerá poniendo en jaque algunos de los objetivos de desarrollo sostenible de la Agenda 2030. En los años que vienen, habrá que llevar a cabo más políticas cualitativas y menos cuantitativas: medir muy bien qué se quiere y cuáles serán sus impactos presentes y futuros. El inaplazable reequilibrio fiscal obligará a ello. Y cabe prepararse para ese duro reto. Cerrar los ojos a la evidencia, es la peor estrategia posible. Pero muy propia de unos políticos que –como dice este autor- están “instalados en el cargo y temerosos de complicarse la vida por miedo a sus competidores” . Difícilmente, se puede describir mejor a aquellos que han hecho de la política un mero instrumento para perpetuarse en el poder pretendiendo ganar elecciones y no para gobernar o resolver los problemas de una castigada ciudadanía. Si la política no sirve para mejorar la calidad de vida y hacer más felices a los ciudadanos, pierde todo su sentido y se transforma en poder desnudo, antesala del final de la democracia.

Nadie, por tanto, pone en duda que en España se necesita un sector público sólido o robusto (como gusta decir ahora), que actúe como palanca de la recuperación; pero eso no quiere decir que deba ser más denso y extenso, sino más especializado, mejor cualificado y, por tanto, más tecnificado (la digitalización y la revolución tecnológica tendrán, inevitablemente, impactos sobre la estructura y dimensiones del empleo público y sus cualificaciones); es decir, requerimos con urgencia afrontar lo que no hacemos: comenzar la larga reedificación de unos sistemas de Administraciones Públicas adaptados a las necesidades, eficientes y con valores públicos. El caótico y descoordinado “archipiélago” institucional y de administraciones públicas en el que también (no sólo EEUU) se ha convertido España, no ayuda ciertamente; salvo que se pacten tales premisas de transformación y cambio, lo cual en estos momentos es lisa y llanamente inalcanzable.

Dicho de otro modo, urge que quien actúe o sirva en tales instituciones y estructuras organizativas públicas acredite realmente (y no sólo en las formas o discursos vacuos) un compromiso constante con la ciudadanía. Necesitamos instituciones y Administraciones Públicas con buenas cabezas, músculos tonificados y mucho menos tejido adiposo. Y bien armadas de valores. Si no somos capaces a corto plazo de reclutar y atraer talento político, directivo y funcionarial a nuestras Administraciones Públicas, así como sumergir a esos actores en un sistema de infraestructura ética, y hasta ahora no lo estamos siendo, el futuro no pinta nada bien. Aunque pueda parecer un sueño, como expone Zakaria, “los países pueden cambiar”. Ese es el reto. Pero no se transforma el sector público con coreografía, eslóganes de impacto ni performances, sino con estrategia auténtica y acción decidida. Y eso se llama liderazgo político contextual (Nye), transformador y compartido. Algo de lo que, de momento, estamos bastante ayunos.

 

Una versión previa de este texto puede leerse aquí.