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Veinte poemas de amor y una canción desesperada (a cuenta del nuevo estatuto del directivo público)

En 1924, un joven de diecinueve años, Pablo Neruda, publicó una obra que le lanzó a la fama y acabaría siendo una de sus creaciones más emblemáticas: “Veinte poemas de amor y una canción desesperada”.
Tomo su título de pretexto para comentar la desesperación que, como profesional de la administración pública del Estado, me entra al ver en el BOE el pretendido “Estatuto del Directivo Público” (EDP) aprobado con nocturnidad vía real decreto ley por el gobierno y convalidado luego por el pleno del Congreso de los diputados.
Hemos estado esperando más de quince años (el artículo 13 del Estatuto Básico del Empleado Público -EBEP- que preveía su regulación es de 2007) y durante esta espera, da igual el color político, ningún gobierno quiso meter mano a esa patata caliente. Y ahora, el actual gobierno, aprisa y corriendo, nos ha impuesto una regulación pobre, insuficiente y, lo peor, inútil. Una reforma gatopardiana, otra más, de la administración pública: que todo cambie para que todo siga igual.
Sin debate público alguno, o peor, con el más absoluto desinterés, sepultado por el ruido de la amnistía, la bronca Diaz-Iglesias, el morbo de la derrota del gobierno, la pura casquería política, el pleno del miércoles 10 de enero aprobó convalidar el Real decreto ley 6/2023, de 19 de diciembre, por el que se adoptan medidas urgentes para la ejecución del Plan de Recuperación, Transformación y Resiliencia en materia de servicio público de justicia, función pública, régimen local y mecenazgo (BOE del 20), que reforma varios aspectos de la llamada “función pública” (selección, carrera administrativa, valoración del desempeño…) y regula también, y a ello dedico estos comentarios, las líneas maestras del famoso Estatuto del Directivo Público.
Y había que hacerlo por decreto ley por extraordinaria y urgente necesidad… No porque España corriese peligro de despeñarse si no se regulaba, que en lo de la urgencia el listón va por el subsuelo tras trescientos decretos ley en las últimas legislaturas (cada vez que no hay mayorías claras en el Congreso), sino porque el propio Gobierno se había comprometido ante Bruselas a tenerlo en diciembre para que entregasen 10.000m€ de los fondos prometidos Y eso que mientras se estaba armando la investidura, desde Moncloa se estaba negociando una adenda, una prórroga, para tener más tiempo de ejecutar algunos proyectos, algunos hasta diciembre de 2026.
¿Este entre ellos? Pues no. Desde julio de 2023 ya se le decía a Bruselas que se haría por decreto ley y, de paso, se aprovechó para descafeinar el compromiso de regular un estatuto del directivo público, quitando el compromiso de que incluyese a los directores generales. El resultado es que por decreto ley se ha aprobado lo que podríamos llamar mejor el Estatuto del Subdirector General. Una vez más, la montaña parió un ratón. Para este viaje…
Desde que en 1984 se liquida la Función Pública franquista (UCD apenas la tocó), estaba pendiente la relación entre el gobierno surgidos de las elecciones y la Administración pública que dirige hasta su relevo por el siguiente gobierno. Y me preocupa que, con lo que se acaba de aprobar, se dé por cumplido el compromiso de regularlo.
En el lejano año de 2007 tuve la oportunidad de trabajar un año y medio en la Direccion General de Modernización Administrativa del Ministerio para las Administraciones Públicas para el ministro Jordi Sevilla. Uno de mis trabajos fue preparar un proyecto de Estatuto del Directivo Público. Entregué dicho texto poco antes de que el ministro fuese cesado por perder el pulso contra el de Economía, Pedro Solbes. Ese borrador duerme el sueño de los justos en algún cajón del ministerio.
Diez años después, en 2017, en un interesante trabajo coordinado por la recién nombrada Secretaria de Estado de Función Pública (para entendernos, la máxima responsable del estatuto funcionarial debajo del ministro), Clara Mapelli y editada por el Instituto Nacional de Administración Pública, se dice sin ambages (pág. 194):
“El gobernante que afronte esta tarea debe ser consciente de que un cambio de paradigma siempre implica vencer resistencias del propio estamento político, acostumbrado a una Administración sumamente politizada y dócil, de los es¬tratos funcionariales que han accedido a puestos de responsabilidad por esta vía y de los grupos de presión que obtienen ventajas de esta situación de debi¬lidad institucional”

Y más adelante (pág. 198):
“Pero no cabe desconocer que la situación actual ha generado amplias zonas de fricción entre la política y la Administración8 que se han saldado con un doble fenómeno disfuncional de politización de la alta función pública y funcionariza¬ción de la política9. De una parte, la imparcialidad que la Constitución exige como garantía del régimen de función pública se ve seriamente comprometida por la existencia de cuadros profesionales a los que se supone, de forma inicial o sobrevenida, una adscripción política determinada y que cesan con cada cambio de gobierno. En el estrato superior de la función pública, que es precisamente aquel que, en atención a la especial responsabilidad de las funciones asignadas, debería disponer de garantías de imparcialidad y profesionalidad reforzadas, se produce un fenómeno de colonización política mediante el funcionamiento de este spoil system de circuito cerrado. La contrapartida se presenta bajo la posi¬bilidad de que los funcionarios que han accedido a estos puestos directivos pue¬dan continuar su carrera directamente bajo las estructuras del partido hasta alcanzar los puestos políticos de mayor responsabilidad, quebrando de ese modo de forma definitiva la apariencia de neutralidad de la Administración”

Y así seguimos, exactamente así o peor, cinco años después.

Y, ¿Por qué creo que esto trasciende los intereses corporativos, que interesa a la sociedad y no sólo a los funcionarios?
Desde hace ya décadas (no descubro américa), donde se sitúa el conflicto, la crisis de la venerable separación de poderes, no es en el mutuo control de ejecutivo, legislativo y judicial. No. Es en la imparable ocupación de todas las instituciones públicas por la lógica de las elecciones como única fuente de legitimidad y los partidos políticos como los sumos sacerdotes de esta nueva liturgia.
Cada vez que se intentan generar nuevos contrapesos (casi siempre desde Bruselas o por recomendación de organismos como la OCDE , no por reacciones del cuerpo político nacional) como los reguladores y supervisores independientes, los “tribunales de la contratación”, las autoridades administrativas independientes y todos los independientes que se nos pongan por delante, los gobiernos, las cúpulas de los partidos que los dirigen, da igual el color políticos, todos, intentan intensamente controlarlos, controlar los nombramientos de sus máximos responsables para colocar a los suyos.
Cuando se decía por Clara Mapelli et al. que “los grupos de presión obtienen ventajas de esta situación de debi¬lidad institucional” evidentemente se está refiriendo a que los directivos públicos no necesitan financiación para sus campañas, ni tienen más obligaciones corporativas que el correcto desempeño de su puesto…
Y es precisamente su inamovilidad como funcionarios de carrera (art. 14.a EBEP) la que garantiza su independencia frente a los posibles abusos de los políticos y grupos de presión.
Esta inamovilidad en el empleo no es un privilegio personal sino una garantía que el sistema de función pública profesional tiene para que los funcionarios ejerzan sus tareas con imparcialidad y objetividad, es decir, en una posición de neutralidad respecto de quien ejerza la dirección política de la Administración Pública, como consecuencia de los procesos electorales. No es ninguna minucia que nuestra denominación sea “funcionarios del Estado” en vez de “funcionarios del Gobierno”.
Esta función pública profesional e inamovible supuso en el siglo XX un paso de gigante al superar el viejo sistema del “spoil system” o sistema de despojos que se basaba en el hecho de que el partido político que ganaba las elecciones despedía a los funcionarios que hasta ese momento trabajaban en la Administración y los sustituía por otros afines a sus planteamientos políticos para llevar a cabo su programa político y, obviamente, para pagar antiguos servicios prestados y comprar anticipados servicios futuros.
¿Alguien se imagina a un empleado público, que se sabe temporal, negándose a orientar en el sentido que le sugiera su superior, un informe del que dependen un contrato o una subvención a una empresa, cuando su continuidad en el puesto pueda depender de ello?
¿El parche aprobado por Real Decreto Ley y convalidado sin ni un solo comentario o debate público, arregla, corrige o va a mejorar esta situación? En mi opinión claramente NO.
En la documentada publicación que mencionamos (Nuevos tiempos…), se analizan las experiencias inglesa, francesa, italiana y, sobre todo, portuguesa. Se habla de su éxito basado en la creación de una entidad independiente : “fruto del “Memorán¬dum de Entendimiento impuesto por los ministros del Eurogrupo y del Ecofin, fue un replanteamiento de la forma de selección y nombramiento de los direc¬tivos públicos portugueses, dado que se percibía en ellos un insoportable nivel endogámico y clientelar”.

Esta institución, sigue: “es una entidad independiente cuya misión es la de reclutar y seleccionar los candidatos de la dirección superior de la Administración estatal portuguesa y de los puestos directivos de las empre¬sas públicas, con arreglo a los criterios de mérito, equidad y transparencia. Posee total autonomía frente al Ejecutivo, del que no puede recibir orientacio¬nes y rinde cuentas únicamente al Parlamento”.

¡Qué envidia, esta imposición bruselense a Portugal!

Desde hace décadas, la doctrina ha identificado perfectamente los requisitos mínimos de un Estatuto del Directivo Público que merezca este nombre , conocemos el tema perfectamente todos los funcionarios de este país. Por modelos y conocimiento no será.
Es más, en 2017 también, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico (OCDE) elaboró un Informe titulado “Liderazgo para un servicio público de alto rendimiento”, fruto del que se adoptó una Recomenda¬ción de su Consejo sobre “Liderazgo y Capacidad en la Función Pública”, que constituye el instru¬mento jurídico más avanzado en la materia .
En esta Recomendación, adoptada posteriormente (enero de 2019) se destaca que una función pública profesional, competente y eficaz es un factor fundamental para fomentar la confianza de los ciudada¬nos en las instituciones públicas y enuncia catorce principios para lograr esa «Administración con un alto nivel de profesionalidad que se base en la objetividad, la imparcialidad y el Estado de Derecho como condiciones fundamentales para garantizar la confianza de los ciudadanos en las instituciones públicas y la gobernanza».
Entre esos principios se detallan:

– El establecimiento de estándares o indicadores com¬petenciales basados en los méritos y la formación directiva específica, que aseguren la imparciali¬dad, la integridad y la capacidad de liderazgo de los directivos públicos profesionales.
– Un sistema de selección transparente y abierto, en el que se fijen estándares de evaluación del desempeño a partir del cumplimiento de objetivos prefijados para cada puesto mediante la fijación de valores de servicio público que guíen la relación y la toma de decisiones y permitan la rendición de cuentas por el desempeño.
– Cumplimiento de los objetivos del mandato emparejado con niveles adecuados de autonomía y responsabilidad para alcanzarlos sin temor a represalias políticas, como resultado de un asesoramiento imparcial basado en el conocimiento experto y la libertad de decir la verdad (speech the truth). Ello pudiera hacer aconsejable incluso –en algunos casos al menos–, establecer un mandato temporal desligado de la esfera política, así como el establecimiento de un sistema de cese por causas objetivas.
– Se recomienda, asimismo, regular los conflictos de interés.
– Establecer un sistema de supervisión eficaz y mecanismos ágiles y efectivos de presentación y tramitación de las reclamaciones que puedan formularse.
– Finalmente, definir la autoridad institu¬cional responsable del sistema de selección en cada Administración pública y dotarla de un estatus de independencia a tal efecto.

En 2018 FEDECA (la Federación española de Asociaciones de los Cuerpos Superiores de la Administración Civil del Estado, que representa a cuarenta y tres asociaciones profesionales y sindicatos de funcionarios públicos de carrera), presentó a todos los grupos políticos y a la opinión pública su propuesta de EDP incorporando muchos de estos principios. Desde el gobierno, oídos sordos.
En los últimos tiempos como señala Hay derecho, se asiste a una politización de los puestos directivos. El TS señala que se trata de una excepción a una regla general establecida por la ley; y, como excepción que es, no debe ser interpretada de manera laxa y extensiva. Desde FEDECA se lleva tiempo impugnando la creciente deriva de eximir la cobertura por funcionarios de los puestos de Director General, que ha llegado a su máximo histórico en esta legislatura. Si a esto sumamos la práctica de crear divisiones con “rango de” pero “sin los requisitos de”, se puede afirmar que estamos ante una vuelta del spoil system o lo que es lo mismo una invasión de los partidos políticos de los puestos de la alta dirección pública con los riesgos que eso conlleva.
En la regulación recién aprobada, ni institución independiente, ni ternas de candidatos, ni afecta al estamento más relevante de los directivos públicos (los Directores Generales), ni garantías reales frente a ceses arbitrarios.
Junto a misterios como la urgencia de aprobar que ahora se pueda nombrar a Directores Generales o Subsecretarios a personas en situación de jubilación, en el Estatuto del Subdirector General, que ahora comenzará a tramitarse como proyecto de ley, se consigue algo que parecía difícil: empeorar su actual estatus.
Alguna cosa se avanza, sí, para ser justos:
• Se prevé que el nombramiento de los directivos se haga por un período de tiempo limitado (máximo por cinco años, prorrogables con determinadas exigencias) y, sobre todo, que su cese se aplicará solo por causas tasadas, entre ellas el no alcanzar los objetivos marcados.
Sin embargo, el sistema se empaña con la cláusula final que prevé expresamente el cese discrecional, aunque lo revista con la expresión “de forma excepcional”. Sabemos perfectamente cómo lo excepcional se transforma en ordinario en este país, más aún cuando hay razones de poder por en medio. Así las cosas, lo que iba a ser una mejora cualitativa del actual sistema de nombramiento y cese de las Subdirecciones Generales, se oscurece por completo, hasta arruinar el intento.
• Se intenta definir qué sea eso del directivo público (en el borrador anterior se hablaba de “ejercer con autonomía sus funciones” y ahora “con margen de autonomía…”, de acuerdo con criterios e instrucciones directas de sus superiores… (todo el mundo sabe que la disputa para que te den instrucciones directas, claras, sin margen de ambigüedad cuando te juegas el cese si nos las ejecutas, es una pura pesadilla: o hay confianza, o no funciona)
• También se intenta con aclarar qué sea la “función directiva”, pero con variado acierto: la que desempeña alguna de las siguientes actuaciones de relevancia…a) Establecer objetivos e impulsar decisiones adoptadas por los órganos superiores y directivos ¿? (hay que recordar que las Subdirecciones Generales son órganos directivos… En fin
• Para aclararse, se tira la toalla un poco más adelante: son directivos los subdirectores generales y asimilados… y los que figurarán en un “repertorio” que aprobará el ministerio que lleve función pública. Punto.
• Al parecer se crean dos “repertorios” (según la RAE bien un conjunto de obras teatrales o musicales –esta no debe ser- bien un registro metódico de informaciones sobre una o diversas materias –quizás sea esto- o bien un libro abreviado, índice o registro en el que sucintamente se hace mención a cosas notables y otras informaciones –no sé si esto…): uno obligatorio para relacionar los puestos de personal directivo, que describirá competencias, cualificaciones, formación requerida… que gestionará y acabará de definir Función Pública y otro, de inscripción voluntaria (y que también gestionará Función Pública) para identificar las necesidades de formación…
El EBEP, en 2007, dejaba en manos del Gobierno desarrollar el EDP. La reciente nueva ley de función pública (que no modifica el EBEP sino se le superpone) vuelve a delegar, ahora en el ministerio que lleve los temas de función pública, dictar las normas necesarias para el nombramiento de personal directivo ¿Hay quien dé más? Quizás haya que releer aquella sentencia del Tribunal Constitucional que anuló la deslegalización de fijar determinados requisitos de funcionarios y laborales mediante las Relaciones de Puesto de Trabajo que se aprobaban por orden ministerial…
No se trata de una tecnocracia descontrolada. No se trata de políticos que llegan al gobierno y no pueden hacer nada por el boicot de funcionarios intocables. Se trata de equilibrar lo que ahora y cada vez más, está funcionando mal y va a peor.
En fin, un despropósito de difícil arreglo vía enmiendas, que va a dejar todo como estaba o peor. ¡Menudo legado se encuentra la nueva Secretaria de Estado de Función Pública que conoce y escribió, no hace tanto, lo que había que hacer… y no tiene nada que ver con lo aprobado!
¿Será capaz de arreglar este desaguisado? Su crédito profesional, ahora mismo muy alto, lo merece y está en juego. ¿La dejarán? Toda nuestra colaboración, si la pide. Toda nuestra crítica si mira para otro lado. ¿El resto de partidos políticos trabajarán enmiendas en este sentido?
Las respuestas a estas preguntas, las veremos pronto.

Enchufismo en la Administración Local y reacción legal

Puede leerse en estos días en un diario de alcance nacional el siguiente titular: «Arcos de la Frontera, el Ayuntamiento de los enchufes: cuñados, tíos, hijos y colegas de partido contratados a dedo» (El País, 7/10/2022). Y en el interior de la noticia se informa que, según el escrito de calificación realizado por la Fiscalía de Jerez de la Frontera y remitido al Juzgado de Instrucción Número 2 de Arcos el pasado 20 de junio de 2022, el entonces Alcalde de Arcos (Cádiz) y 11 ediles realizaron entre 2011 y 2014 hasta 150 “supuestos” contratos laborales ilegales a 24 personas cercanas, «concediendo un empleo público a quienes ellos estimaban conveniente, en algunos casos, por exclusivos vínculos familiares o por pertenencia a su mismo partido». El Fiscal califica los hechos de delito de prevaricación continuada, solicitando para el ya exalcalde (y retirado de la política) una pena de 12 años de inhabilitación.

De confirmarse esta apreciación del Ministerio Fiscal, estaríamos ante el enésimo caso, no ya de irregularidades en procedimientos selectivos (que en mayor o menor grado y hasta cierto punto entran dentro de las lógicas patologías de casi todas las Administraciones), sino de enchufismo grosero y masivo acaecido específicamente en el empleo público local.

Por citar algunos otros casos recientes.

La Sección Octava de la Audiencia Provincial de Cádiz, con sede en Jerez de la Frontera, mediante sentencia de 2 de diciembre de 2020, condenó a ocho años y medio de inhabilitación a la exalcaldesa de Alcalá del Valle (Cádiz) y a un exconcejal por un delito de prevaricación tras realizar “numerosos” contratos temporales “ilegales” entre los meses de marzo y septiembre del año 2015.

La misma Sección Octava Audiencia Provincial de Cádiz condenó, mediante sentencia número 30/2022, de 31 de enero, al exalcalde de Puerto Serrano (Cádiz) a siete años de inhabilitación por un delito de prevaricación en relación a las irregularidades cometidas en “numerosos” contratos laborales celebrados con un trabajador (los hechos son anteriores a 2013). Se declara probado en la sentencia que el entonces Alcalde de Puerto Serrano “ha venido celebrando numerosos contratos laborales eventuales” con dicho trabajador “con conocimiento de la ausencia absoluta de procedimiento de selección y sin respetar los principios de igualdad, mérito, capacidad y publicidad, como así se le puso de manifiesto en numerosísimas ocasiones en los correspondientes informes de reparo por los distintos secretarios interventores del Ayuntamiento”. La sentencia parte de un acuerdo de conformidad, en la medida en que el condenado hacía años que estaba retirado de la política. Pero se da la circunstancia que el trabajador beneficiado por la contratación ilegal obtuvo la condición de indefinido al estar trabajando de manera continuada por un periodo superior al máximo permitido a los contratos temporales.

La Audiencia Provincial de Málaga condenó el pasado mes de agosto de 2022 a la exalcaldesa de Manilva (Málaga) por realizar durante el periodo que estuvo en la alcaldía (2007-2013) hasta 749 contrataciones a dedo y sin procedimiento legal alguno para cubrir puestos del Ayuntamiento (el caso fue incluso tratado en el programa TV Salvados). La Audiencia Provincial considera que la exregidora es culpable de un delito continuado de prevaricación por el que se le impone una pena de nueve años de inhabilitación. Debe recordarse que la condenada se encuentra alejada de la política desde 2013.

Pero tal vez el caso más emblemático fue el de la Diputación de Ourense: en 2014 al que fuera Presidente de la Diputación de Orense fue condenado a nueve años de inhabilitación por el enchufe nada menos que de 104 empleados. En la sentencia núm. 273/2014, de 16 de julio, del juzgado de lo penal núm. 1 de Ourense se declara probado que se omitió, entre otros requisitos, la convocatoria pública, procediéndose mediante 8 decretos a la contratación directa de 104 personas. La sentencia llega a declarar que «a la vista de la documentación que consta en las actuaciones, a las declaraciones realizadas por los testigos en el acto del juicio oral, parece que la diputación era una empresa privada, que se contrataba a quien parecía oportuno al acusado» (FJ 4). Lo cierto es que para entonces el expresidente condenado había abandonado la política activa, de tal modo que la sentencia no tuvo efecto práctico alguno.

Los ejemplos podrían seguir ad nauseam (quizá nunca mejor dicho). Pero creo que son suficientes para trazar una pauta clara: el cargo público local contrata laboralmente a personas sin seguir procedimiento alguno ni cumplir del modo más elemental o precario los principios constitucionales de igualdad, capacidad y mérito. Y, al cabo de los años, cuando se encuentra ya alejado de la política y, por tanto, sin posibilidad real de volver al cargo público del que se sirvió para cometer los hechos delictivos, es condenado por un delito de prevaricación administrativa a una pena de inhabilitación, la cual no le afecta lo más mínimo (salvo, en su caso, a su honra personal), y por ello en ocasiones se llega a un acuerdo de conformidad. Al mismo tiempo, de los contratos ilegales nada se acuerda ni se ejecuta. Más aún, como nos consta, los beneficiarios de la contratación ilegal pueden obtener la consolidación de su empleo en virtud de los criterios del Derecho Laboral.

De hecho, cabe preguntarse ¿De qué sirve que la Ley 27/2013 impusiera en la Ley Básica de Régimen Local límites cuantitativos al nombramiento de personal eventual (ratificados parcialmente por la STC 54/2017), si los alcaldes y demás electos locales pueden utilizar sin límite alguno la ordinaria contratación laboral, que, además, y a diferencia de los nombramientos de personal eventual, permite el “aplantillamiento” del personal?

Si se quiere afrontar de una vez estas groseras prácticas que tanto dañan a la imagen del empleo público local (y, por ende, a la propia democracia local), entiendo que es necesario y urgente una seria revisión del tratamiento penal de estas conductas. Un replanteamiento que tipifique de modo específico la conducta consistente en el nombramiento o contratación con manifiesto o grosero incumplimiento de los principios constitucionales de igualdad, capacidad y mérito. Y que, además, atienda dos aspectos.

De un lado, en la medida en que el potencial riesgo de (tardía) condena de inhabilitación por prevaricación está ya asumido y descontado, no parece que cumpla función alguna de prevención general. Por ello, es preciso que a la inhabilitación se añada una pena de otro tipo, incluida la privativa de libertad. El reclutamiento arbitrario de empleados públicos no es una cuestión menor, pues afecta a la confianza misma de la sociedad en las instituciones públicas.

De otro lado, no basta con depurar las responsabilidades personales, sino que debe restablecerse el orden legal groseramente conculcado, para lo cual el juez penal debe anular en la propia sentencia los nombramientos o contrataciones declarados ilegales, lo que, como es obvio, exige que se dé a las personas afectadas la correspondiente audiencia en el proceso penal y ello aun cuando la anulación únicamente tenga, en su caso, efectos ex nunc, en respeto a una presunción de confianza legítima.

Todas las conductas de corrupción son reprochables. Pero, mientras que, por ejemplo, una práctica corrupta en los procedimientos de adjudicación de contratos a empresas no deja de situarse en la esfera externa, la corrupción en el reclutamiento del personal penetra en el corazón mismo de la institución. O, más exactamente (puesto que las instituciones carecen de corazón): en sus ojos, cerebro y manos.

Fracaso del empleo público como institución

Cuando han transcurrido más de quince años desde la aparición normativa de esa institución bastarda denominada Empleo Público (Ley 7/2007, de 12 de abril, del Estatuto Básico del Empleado Público; hoy en día, TREBEP), bien se puede concluir que su inserción se ha saldado, en términos analíticos, como un rotundo fracaso.

Desdibujada la institución secular de la Función Pública y sumergida en los evanescentes contornos de lo que es esa entidad emergente del Empleo Público, que ya se ha extendido –rompiendo las costuras normativas del propio TREBEP- al sector público empresarial y fundacional (algo que ya hicieron las leyes de PGE de la anterior crisis, y han reforzado la Ley 20/2021, el Real Decreto-Ley 32/2021 y el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI), el foco de la nueva institución se puso en la dimensión subjetiva (el empleado público), que  se convierte así en el punto determinante del problema, y, por tanto, la finalidad de la institución se reduce a la mejora de las condiciones laborales (muy superiores, por lo común, a las del sector privado), más retribuciones, y más derechos de los empleados públicos. Las responsabilidades, la ética del servicio público o el viejo concepto de los deberes, son cosas del pasado. Ya no interesan. El empleo público ha laboralizado hasta los tuétanos la función pública, difuminando su rol institucional. El paralelismo empresarial trasladado al sector público resulta grotesco.

La tradicional institución de la Función Pública, como su propio enunciado indica, tiene su fundamento histórico en ser una institución del Estado cuya legitimidad democrática implica servir a la ciudadanía como razón última de su existencia. En efecto, en un Estado democrático y social de Derecho en el ADN de la institución de Función Pública está la idea de servicio público efectivo, pues la ciudadanía es su razón existencial. El Empleo Público (creado por el Estatuto Básico del empleado público), sin olvidar retóricamente esos fines, pone por delante la necesidad existencial de atender primero a las exigencias y reivindicaciones de quienes deben prestar tales servicios (empleados); legítimas, pero no existencialmente determinantes. El ciudadano pasa a ser, así, un mero receptor anónimo y pasivo de tales servicios, abandonando su posición central de fuente última de legitimidad del poder burocrático en un Estado democrático, así como de patrono efectivo de quienes prestan tales servicios públicos, pues al fin y a la postre sus emolumentos proceden en última instancia de las contribuciones fiscales de la ciudadanía. En Empleo Público los patronos son los políticos, con los cuales se trata de trenzar una comunión espuria de intereses (partidos-sindicatos) al margen de la ciudadanía. La Administración se traviste de “empresa”, con la gran ventaja de que vive enchufada a los presupuestos públicos y de cuyos resultados nadie al parecer rinde cuentas.

Los subsistemas de empleo público en la AGE y en las administraciones territoriales. 

Bien es cierto que la institución de la Función Pública derivó en diferentes momentos de nuestra historia administrativa en corporativismo, hoy en día aún existente, por ejemplo, en diferentes cuerpos de élite de la Administración General del Estado. La alta función pública de la AGE tiene, en efecto, algunos problemas endémicos de notable gravedad (sistemas de acceso basados en algunos parámetros obsoletos, lejanía y falta de expresión de la diversidad territorial, social y lingüística de España, acantonamiento corporativo en estructuras cerradas e incomunicadas, etc.), que no son precisamente menores, aún así representa en estos momentos el último vestigio de lo que fue una institución tradicional de Función Pública en fase de extinción, lo que es un incentivo más para plantear también su necesaria reforma.

Las Administraciones territoriales (Comunidades Autónomas y entidades locales, entre otras), aparentemente guiadas por un isomorfismo institucional, en la práctica han construido subsistemas de empleo público vicarios en buena medida del poder político de turno, dotados de una evidente falta de capacidades ejecutivas y asimismo de una más que notable imposibilidad fáctica de atraer talento a su sector público, conformando –con mayor o menor intensidad, según los casos- burocracias administrativas generosas en su número y condiciones (mejores que las de la AGE), volcadas al trámite o gestión departamental o sectorial,  a las que se accede  en algunos casos (lo cual es un fuerte déficit) sin especiales exigencias técnicas (tampoco idiomáticas, salvo sus lenguas propias donde las haya), no fomentando, salvo excepciones puntuales y como tampoco lo hace la AGE, la creatividad, la innovación, incluso de la capacidad de iniciativa, por no citar en algunos casos la perversa tendencia a una baja implicación, solo limitada por el esfuerzo siempre generoso de algunos funcionarios clave. El resultado son subsistema de empleo público planos alejados de los desafíos actuales y de la inevitable transformación de lo público. Dicho en palabras más llanas: inservibles, amén de caros, para lo que España y sus territorios necesitan y necesitarán en los próximos años.

Además, el empleo público como institución se retroalimenta a sí mismo. Crea burocracia y cargas administrativa para justificar su propia esterilidad existencial. Lo importante a sus efectos es que haya empleados públicos, cuantos más mejor, lo que hagan y cómo lo hagan pasa a ser una cuestión adjetiva, puesto que atender los servicios públicos, en ese enfoque hoy día dominante, es cuestión de número, no de calidad de las prestaciones ni menos aún de gestión de la diferencia. Sorprende así que en el reciente Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, suscrito el pasado 19 de octubre de 2022, cuando ya hemos entrado de lleno en la tercera década de este siglo, se hable de “retener y potenciar el talento”, pero no se haga ninguna mención a cómo atraerlo y menos aún a cómo captarlo, como si tal atributo fuera un don de la humanidad en general y de la juventud en particular. El relevo generacional se viste de “juventud”, condición necesaria, pero en ningún momento se habla de atraer a los mejores. Hablar de talento público se ha convertido hoy en día en un mito o eslogan vacío, más aún cuando el sesgo dominante de los actuales procesos de incorporación de efectivos al sector público (unos por exceso formal y la mayor parte por defecto material) van precisamente por el camino contrario. La atracción de la función pública de élite en la AGE convence sobre todo a hijos de altos funcionarios (por razones de estatus), a aquellos que pretenden utilizar el acceso a un cuerpo como trampolín al enriquecimiento en el sector privado o a quienes quieren vivir de la nómina pública el resto de sus días. También los hay que son llamados por la idea de servicio público, pero no tantos como debiera. En el empleo público territorial, la opción dominante es por la comodidad existencial (proximidad) y por la seguridad que proporciona trabajar en lo público, con bajas o inexistentes exigencias de acceso. Tengan claro que nunca habrá talento en el sector público si el acceso está reñido con la gestión de la diferencia y la promoción del mérito. Nada se retiene y menos aún se promueve, cuando no existe. El llamado talento público es expresión hoy en día fortuita de una individualidad, algunas veces incluso extravagante e incómoda en estructuras planas e inservibles, no es una política de recursos humanos de la función pública. No nos engañemos.

Un modelo fracasado. Tres ejemplos: Digitalización, gestión de fondos europeos y (falta de) continuidad de los servicios públicos.

Hay muchos ámbitos donde el fracaso de la institución del Empleo Público se palpa de modo diáfano. Uno de ellos es la digitalización mal entendida, proyectada esencialmente en clave endógena (más recursos tecnológicos para la Administración “electrónica” y más competencias digitales para su personal), con el efecto placebo de mejorar (aparentemente) la eficacia de los servicios internos, pero que, sin darse cuenta, está configurando en muchos casos  una Administración distante  y antipática como fortín inaccesible a la ciudadanía que, tras la fría pantalla y la despersonalización del trato maquinal, está empezando a ofrecer rasgos de fuerte deslegitimación y, por añadidura, también hacia quienes a ella dicen servir. Una Administración Pública que funciona de modo intermitente a pleno rendimiento escasamente siete meses al año, mientras que en el resto del período anual (por cierto, casi toda a la vez) buena parte de su plantilla vaca, disfruta de permisos y licencias, o se construye “puentes o acueductos”, difícilmente puede garantizar el también tópico de la continuidad de los servicios públicos. Guste más o guste menos, con excepciones que sin duda las hay, y por muchas más razones que no se pueden sintetizar aquí, los servicios públicos a la ciudadanía funcionan cada día peor, por mucho de que, tras más de treinta años, se siga insistiendo en la persistencia inútil de modernizarlos (expresión, por cierto, gastada ad nauseam).

Los ejemplos se podrían multiplicar. Pero el más lacerante en estos momentos se halla en el fracaso de conducción y gestión que están suponiendo los fondos europeos vinculados al Plan de Recuperación. Tras casi año y medio desde la aprobación del PRTR por la Comisión, parece obvio resaltar que los fallos de gestión  son clamorosos. Como ya indiqué en su momento, las posibilidades de que tal gestión se atragantara era un riesgo evidente, que parece confirmarse. La Administración General del Estado se echó bajo sus espaldas un pesado fardo de gestión (con evidentes intenciones políticas de rentabilizarlo políticamente en el próximo año electoral), articulando un modelo de Gobernanza cuarteado en Departamentos y con un liderazgo ejecutivo orientado a la fiscalización de los recursos, pero sin apenas liderazgo coordinador efectivo. Además, la AGE pretendía modificar su estructura de funcionamiento a través de la multiplicación de las unidades provisionales de gestión departamental de fondos que tenían como misión captar talento interno en una materia en la que los recursos personales de gestión no abundaban y que más bien había que crearlos ex novo con programas formativos, que han sido impulsados con notable tibieza. Pero lo más serio es que se olvidaba que la AGE  podía tal vez ser una organización con fuertes atributos de concepción y coordinación, pero sin apenas músculo ejecutivo (salvo en departamentos puntuales). Gestionar fondos europeos sin capacidades ejecutivas detectadas, tal como advirtió Mariana Mazzucato, se  convertía así en una misión imposible. Que es lo que está pasando. Unos (AGE) echan la culpa a otros (CCAA) y estos a aquellos. Y la casa sin barrer.

El enorme retraso en el proceso de gestión de fondos europeos se ha pretendido resolver en algunos casos puntuales con el recurso fácil de la externalización. En otros casos se ha acudido a la búsqueda inútil  de “talento externo” (contrataciones) o la captación de directivos temporales provenientes del sector privado (lo mismo que meter un pulpo en un garaje). Llama así la atención que, tanto en la Administración General del Estado como en numerosas Comunidades Autónomas (en algunos casos de forma muy reciente), se haya llegado a la lapidaria conclusión de que no existen recursos personales internos (esto es, que no hay el tan manoseado talento interno del RDL 36/2020) para llevar a cabo tal gestión de fondos europeos. Si una institución de función pública o de empleo público es incapaz de proveer del talento y de la capacidad de gestión necesaria para afrontar un desafío contingente en el que el país se juega parte de su futuro existencial, sencillamente cabe concluir que no sirve para los fines que fue creada.

Los desafíos pendientes y la oportunidad perdida: ¿Reconstruir la Función Pública?

El reiterado Acuerdo Marco para una Administración del siglo XXI, aboga por reformas en el marco legislativo actualmente existente para insertar las mejoras  en el estatuto  de los propios empleados públicos. La visión estratégica de este Acuerdo es muy limitada y timorata. Da la impresión de que se ha perdido una oportunidad histórica para llevar a cabo un verdadero diálogo social estratégico, que pusiera frente al espejo los verdaderos problemas por los que atraviesa esa institución que se rebautizó con el enunciado de Empleo Público. Tal vez ha llegado el momento de repensarla por completo y abrir un proceso de reflexión estratégica que redefina su inevitable transformación para que las Administraciones Públicas se enfrenten a los enormes desafíos que se plantean en esta tercera década del siglo XXI, ya que con este destartalado empleo público actual nunca se podrán abordar de forma cabal.

Algo habrá que hacer para afrontar, entre otras muchas cosas, la recuperación económica y la necesaria resiliencia de nuestro sector público, amén de su inaplazable transformación; la revolución tecnológica y sus inmediatos impactos en su afectación tanto al número como al perfil de los empleos (funciones y tareas) que requerirá la Administración Pública antes de 2030; el imparable relevo generacional que implica un desafío de magnitudes estratosféricas frente al cual las Administraciones Públicas, conducidas por una política miope, no tienen aún ni siquiera una hoja de ruta clara sobre cómo enfrentarse a ese problema; y en fin, por no seguir, cómo encarará el sector público los monumentales desafíos, que ya no son amenaza sino realidad palpable, de los devastadores efectos del cambio climático o de la propia gestión de los ODS de la Agenda 2030, cuya transversalidad exige una organización distinta, mucho más flexible y adaptable, que trabaje por misiones (véase, por ejemplo, el interesante caso del Ayuntamiento de Valencia: Misión Climática 2030), module el rol de los silos o departamentos, y, por lo que ahora nos convoca, que disponga de servidores públicos con una mirada, un marco conceptual, así como unas herramientas de gestión absolutamente distintas y distantes de las que actualmente manifiesta un empleo público que, como institución, se muestra obsoleto, caro e incapaz, por lo menos hasta ahora, para dar una respuesta  mínimamente convincente a todos y cada uno de los problemas expuestos.  En suma, se constata fehacientemente el fracaso de un modelo.