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Transición energética y buena regulación

En el ámbito del sector energético llevamos semanas oyendo hablar de la posible caducidad de multitud de permisos de acceso y conexión otorgados a proyectos de instalaciones de generación renovable de energía eléctrica. Ya no se trata de especulaciones; el día 25 de enero se ha cumplido el hito administrativo que podría implicar la caducidad de muchos de estos permisos con la aparente frustración de los proyectos renovables que ello conlleva.
Esta coyuntura tiene su origen en la aprobación del Real Decreto-ley 23/2020, de 23 de junio, por el que se aprueban medidas en materia de energía y en otros ámbitos para la reactivación económica. Con el fin de combatir comportamientos de carácter especulativo en la compraventa de los permisos y evitar que proyectos poco maduros absorbieran la capacidad de evacuación de la red —perjudicando así a los proyectos solventes—, el RD-ley 23/2020 introdujo una serie de “hitos” administrativos, que han de llevarse a efecto en un plazo determinado, cuyo incumplimiento supone la consiguiente caducidad de los permisos, liberando dicha capacidad. Estos hitos son (i) la presentación y admisión de la autorización administrativa previa (AAP); (ii) la obtención de la declaración de impacto ambiental favorable (DIA); (iii) la obtención de la AAP; (iv) la obtención de la autorización administrativa de construcción (AAC) y, por último, (v) la obtención de la autorización administrativa de explotación definitiva (AAE).
Ahora bien, pese a los buenos propósitos de esta medida regulatoria, su puesta en funcionamiento ha derivado en una patente situación de inseguridad jurídica.
Ya a finales del año 2021, se comprobó que los plazos fijados en un principio resultaban manifiestamente insuficientes para que las Administraciones tramitaran a tiempo la enorme cantidad de solicitudes formuladas por los promotores de los proyectos. Finalmente, el legislador, consciente del “cuello de botella” provocado con el establecimiento de un calendario de hitos para el que los recursos de las Administraciones Públicas resultaban claramente insuficientes, procedió a ampliar dichos plazos mediante el Real Decreto-ley 29/2021, de 21 de diciembre, por el que se adoptan medidas urgentes en el ámbito energético para el fomento de la movilidad eléctrica, el autoconsumo y el despliegue de energías renovables (extendiendo por un plazo adicional de nueve meses las fechas previstas en el RD-ley 23/2020 para los hitos intermedios).
La exposición de motivos del RD-ley 29/2021 es bien expresiva de esta problemática al indicar que “debido al elevado volumen de proyectos que en la actualidad se encuentran en tramitación, podría suceder que proyectos potencialmente viables y que han demostrado su voluntad de construir las plantas de generación proyectadas no puedan llevar a cabo sus inversiones” (Apartado V).
Sin embargo, a pesar de esta ampliación para los hitos intermedios operada con el RD-ley 29/2021 y del sprint final llevado a cabo por la mayoría de Administraciones implicadas, no son pocos los proyectos que, llegada la fecha del 25 de enero de 2023, no están en disposición de una DIA favorable por causa imputable a la Administración, al no haberse resuelto las solicitudes dentro de los plazos establecidos (el 25 de enero de 2023 constituye “el día D” para la caducidad de aquellos permisos de AyC otorgados entre el 1 de enero de 2018 y el 24 de junio de 2020 que no hayan cumplido con la obtención de la DIA).
La situación de incertidumbre (y, por tanto, inseguridad jurídica) en la que se ha situado durante meses a los promotores de los proyectos afectados alcanza cotas difícilmente imaginables teniendo en cuenta la cantidad de megavatios implicados (se estima que unos 60.000 MW), la envergadura económica de las inversiones proyectadas y la acuciante necesidad de incrementar la potencia renovable instalada en un contexto de crisis energética como el que vivimos hoy en día (con la imprescindible necesidad de minorar la dependencia de combustibles fósiles)(1).
La suerte seguida por los proyectos en su tramitación ha dependido de factores como la competencia para resolver en función de la potencia proyectada o la Comunidad Autónoma en que se ubican las instalaciones. Así, desde el Ministerio de Transición Ecológica se aseguró que los proyectos dependientes de la Administración General del Estado (aquellos con potencia eléctrica instalada superior a 50 MW eléctricos) obtendrían en todo caso una declaración (favorable o desfavorable) en plazo . Por su parte, aquellas instalaciones proyectadas cuya autorización dependía de las Comunidades Autónomas han corrido distinta fortuna en función de la Comunidad competente. Según parece, al tiempo que las solicitudes para proyectos localizados en suelo extremeño o andaluz han sido resueltas en plazo, otras solicitudes referidas a instalaciones proyectadas en Galicia, Cataluña o Comunidad Valenciana no han llegado a tiempo.
Es decir, frente a lo que debería ser la expectativa razonable de los promotores con respecto a resolución de sus solicitudes (rigor en el cumplimiento de las instalaciones proyectadas con los requisitos legalmente exigibles), la realidad es que la resolución en plazo ha dependido, en última instancia, de una auténtica “carrera” por dictar resolución con antelación al día 25 de enero.
Esta situación, a su vez, ha dado lugar a la generación de dos problemáticas derivadas.
La primera, los interrogantes jurídicos suscitados en el caso de las solicitudes que no han contado con resolución en el plazo indicado. A este respecto, la ley establece con claridad que la no acreditación del cumplimiento de los hitos administrativos en tiempo y forma supondrá la caducidad automática de los permisos de AyC concedidos.
De ahí que una de las opciones de los promotores afectados pase por la eventual articulación de acciones de responsabilidad patrimonial de la Administración. No obstante, de nuevo, son numerosas las dudas que se suscitan en este punto. De entre ellas sobresale la cuestión de la cuantificación del daño; ¿daño emergente, lucro cesante?, ¿puede tomarse en cuenta para realizar el cálculo toda la vida útil de la instalación renovable no construida?, ¿sería posible reclamar gastos e intereses por las garantías prestadas?
Asimismo, cabe preguntarse qué sucedería en el caso de que la Administración, en cumplimiento del artículo 21.1 LPACAP, emitiera una DIA extemporánea. ¿Qué consecuencias tendría que su sentido fuese desfavorable?, ¿debería continuarse por la vía de la RPA (de haberse iniciado) o recurrir la resolución en cuestión? En caso de ser favorable, ¿cabría solicitar la anulación de la declaración de caducidad de los permisos de AyC a fin de ser sustituida por la emisión de la DIA favorable dictada con carácter retroactivo (ex art. 39.3 LPACP ) (2)?
La segunda problemática, consiste en la sospecha de que esa “carrera” de las Administraciones implicadas por llegar a tiempo en el dictado de las resoluciones ha derivado en una relajación de las evaluaciones de impacto ambiental. En este sentido, cabe cuestionarse cómo Administraciones que hasta la fecha habían resuelto escasos expedientes durante meses debido a la falta de medios hayan sido capaces de aprobar resoluciones en un elevado número de expedientes contando con los mismos recursos y cumpliendo con las garantías necesarias.
En las próximas semanas podremos comprobar cuáles son las consecuencias derivadas de tales problemáticas.
En definitiva, si bien el escenario energético actual se caracteriza por la necesidad de adaptación permanente, lo cual deriva en una constante actividad legislativa (vgr. REpowerEU)(3), consideramos que las múltiples problemáticas descritas en el presente artículo podrían haberse evitado ―en buena medida― acudiendo a los principios de buena regulación. Es decir, mediante una aplicación efectiva de los mismos (especialmente, en el diseño de la iniciativa legislativa de que se trate) que vaya más allá de su invocación meramente ornamental en los preámbulos o exposiciones de motivos de las normas.
El sector renovable ya vivió hace una década una situación de inseguridad jurídica y riesgo regulatorio cuyos ecos todavía perduran. Por ello, en un momento tan crucial como el actual, resulta más necesario que nunca generar un marco normativo “estable, predecible, integrado, claro y de certidumbre, que facilite su conocimiento y comprensión y, en consecuencia, la actuación y toma de decisiones de las personas y empresas” como se preconiza en el artículo 129.4 de nuestra ley procedimental.

 

(1) Las noticias de prensa a este respecto son innumerables. A simple modo de ejemplo: https://cincodias.elpais.com/cincodias/2023/01/24/companias/1674585558_744384.html

(2) Hay que advertir que, pese a que de la norma resulta el 25 de enero de 2023 como fecha límite para el cumplimiento del segundo hito administrativo, la caducidad de los permisos que dependan del mismo no se hará efectiva hasta el 25 de febrero de 2023. Ello se debe a que, aunque el texto del RD-ley 23/2020 prevé la caducidad automática de los permisos, el promotor dispone de un mes desde la finalización del plazo del hito en cuestión para acreditar ante el gestor de la red su cumplimiento. Consecuentemente, sería posible que aquellos proyectos que se hallen en un estado de suficiente madurez obtuvieran la DIA en plazo si la Administración competente decidiera —discrecionalmente (otra muestra más de inseguridad jurídica)— emitir la autorización durante ese plazo extra. Ello con efectos retroactivos, en virtud del artículo 39.3 LPACAP.

(3) En el contexto de la crisis energética iniciada a mediados de 2021 e incentivada por el conflicto bélico entre Rusia y Ucrania, la Unión Europea ha procedido a la aprobación de múltiples actos legislativos relativos a la reducción de demanda de gas (REGLAMENTO (UE) 2022/1369) o la aceleración del despliegue de las renovables (REGLAMENTO (UE) 2022/2577).

Sobre la salida de España del Tratado de la Carta de la Energía

28 años después de su firma y a las puertas de la Conferencia anual cuyo objetivo es ratificar su modernización, España ha anunciado su intención de abandonar el Tratado de la Carta de la Energía (TCE). Así lo confirmó recientemente la ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera.

A favor de esta salida se posicionan las principales organizaciones ecologistas españolas, que aducen, entre otros motivos, la incompatibilidad de este Tratado con el Acuerdo de París, o el obstáculo que aquel supone para lograr la transición energética. En contra, aquellos que aseguran que una decisión de esta índole no hace sino desincentivar –o, en el mejor de los casos, ralentizar– la inversión extranjera, además de generar inseguridad jurídica, sobre todo en relación con los llamados arbitrajes de inversión de los que España es o puede ser parte. La Comisión Europea, por su parte, alerta del peligro de abandonar el Tratado y defiende la necesidad de modernizarlo.

Pero para poder calibrar el impacto de esta decisión, ha de analizarse primero el contexto histórico en el que fue firmada la Carta de la Energía y, unos años después, el Tratado.

La idea original de la Carta era establecer una comunidad energética entre ambos lados de la antigua cortina de hierro, que culminó con la firma del Tratado en 1994, uniendo así a los países de la antigua Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, los países de la Europa Central y del Este, Japón, Australia, y las entonces Comunidades Europeas.

Actualmente, el Tratado se encuentra firmado por más 50 de países (incluida la propia Unión Europea) y su finalidad se extiende mucho más allá: estimular la inversión extranjera directa y el comercio transfronterizo a nivel global.

Para ello, el TCE incluye disposiciones vinculantes en relación con la solución de controversias internacionales, lo que ha llevado a España a verse sumida en decenas de arbitrajes de inversión a raíz, en su inmensa mayoría, de la revisión retroactiva de las ventajosas subvenciones que en la década de los 2000 comenzó a otorgar España a los inversores en energías renovables (y que 2011 y 2013 empezaron a recortarse con efectos retroactivos, es decir, no solo en relación con las nuevas inversiones sino también a los proyectos aprobados con anterioridad).

En concreto, según el artículo 26 del TCA, si el inversor de otra Parte Contratante considera que un Gobierno no ha cumplido sus obligaciones prescritas por las disposiciones relativas a la Protección de las Inversiones, dicho inversor puede, con el consentimiento incondicional de la Parte Contratante, elegir someter la solución de la controversia a un tribunal nacional o a cualquier procedimiento de solución de controversias previamente convenido con el Gobierno, o bien someterla a un arbitraje internacional. Y este Tribunal habrá de dirimir la controversia con arreglo al Tratado “y a las normas del Derecho Internacional aplicables”.

Además, esta misma disposición obliga a las Partes Contratantes a “ejecutar sin demora los laudos, y adoptar las medidas necesarias para que se imponga el efectivo cumplimiento de éstos en su territorio”.

En este contexto, la interpretación de algunos de los términos contenidos en el referido artículo 26 ha generado importantes debates y conflictos jurídicos: ¿cómo ha de interpretarse el concepto “Parte Contratante”? ¿Y el de “consentimiento incondicional”? ¿Debe ser considerado el Derecho de la UE como “norma de Derecho internacional aplicable”? Y en la cúspide de todos estos interrogantes, el siguiente: ¿se encuentran las disputas intracomunitarias sometidas a ese mecanismo arbitral previsto en el TCA?

En efecto, según un sector de la doctrina (sobre todo, los Estados), estas disputas no son susceptibles de arbitraje de inversión. En primer lugar, porque aseguran que se trata de disputas intracomunitarias, no de una inversión efectuada por una Parte Contratante en otra Parte Contratante como tal. En segundo lugar, los Estados defienden que solo se accedió a firmar el TCA en el entendido de que el artículo 26.1 y ese “consentimiento incondicional” no incluyen las disputas intracomunitarias. Y, por último, también hay quienes sostienen que el Derecho de la UE no entra en el concepto de “Derecho internacional aplicable” y, por tanto, no debe ser aplicado por el Tribunal que conozca el conflicto.

Esta controversia encuentra su origen en el Caso Achmea, primero, y el Caso Komstroy, después. Por una parte, en Achmea, el Tribunal de Justicia de la Unión Europea determinó que la cláusula de sumisión a arbitraje contenida en el Tratado Bilateral de Inversión suscrito entre Países Bajos y Eslovaquia era contraria al derecho de la Unión, si bien no mencionó si esta incompatibilidad se extendía o no a otros supuestos. Sin embargo, tuvo ya una importante consecuencia: la firma del Acuerdo para la terminación de los tratados bilaterales de inversión entre Estados miembros de la Unión Europea, de 5 de mayo de 2020.

Posteriormente, en Moldavia vs. Komstroy, el TJUE estableció que la resolución de Achmea es extensible a los tratados multilaterales como el Tratado de la Carta de la Energía, suscrito por la propia Unión Europea; y, por tanto, que los tribunales arbitrales constituidos a partir del artículo 26.6 del TCE están obligados a interpretar y aplicar el derecho de la UE.

Todo ello ha acelerado, sin duda, la urgencia de reformar y modernizar el TCE que ahora España pretende abandonar. Pero, sobre todo, lo expuesto nos conduce a una situación de incongruencia internacional en la que el inversor, según el lugar en el que haya planteado la controversia, podrá obtener una indemnización millonaria (por ejemplo, si se plantea el procedimiento de reconocimiento y ejecución del laudo en países más favorables, como EE.UU., Australia o Suiza, e incluso ahora también el Reino Unido), o no percibir indemnización alguna.

A la vista de las cuestiones expuestas, cuál sea la verdadera motivación de España para abandonar el TCE y si esta es evitar reclamaciones millonarias de inversores o no resulta, por el momento, una incógnita (al menos desde el prisma público de esta decisión). Pero existe al respecto un punto adicional determinante sobre el que el Ejecutivo no se ha pronunciado por ahora, y es la posición que va a mantener España frente a la cláusula de extinción contenida en el TCE, según la cual las disposiciones del Tratado continuarán siendo de aplicación por un periodo de 20 años a partir de la fecha en que surta efecto la salida.

En cualquier caso, todo apunta a que la decisión de España de continuar la senda ya abierta por Italia, que no forma parte del Tratado desde 2016, y Polonia, que se encuentra en el proceso de salida, puede servir de catalizador para otros países de la Unión, pues tan solo seis días después de su anuncio Países Bajos ha confirmado también su intención de abandonar el Tratado, al igual que Francia el pasado día 21.

¿Cabe alegar fuerza mayor por el incremento de la energía en los contratos públicos?

El incremento del precio en la energía eléctrica es un hecho contrastado, al menos desde el mes de marzo de 2022, como también lo es el hecho de que tal incremento tiene como causa la guerra de Ucrania. Esto último se reconoce, claramente, en el Preámbulo del RDL 6/2022 por el que se modifica el RDL 3/2022 en donde se establece el régimen de la revisión excepcional de precios en los contratos de obra. Por si podía caber duda al respecto, así lo ha declarado la propia Cámara de Comercio de Ucrania indicando que se trata de un supuesto en el que concurren circunstancias extraordinarias, objetivas e inevitables. Con ello quiero apuntar la posibilidad de reclamar “compensación” en los contratos públicos (especialmente, de servicios y concesionales) en donde es muy importante el peso de la energía eléctrica.

Obvio es -como ya he tenido ocasión de exponer en otros artículos- que la justificación fundamental para reclamar una compensación se encontrará en la teoría de la imprevisión (en concreto, en el riesgo imprevisible),pero tampoco estaría de más poner de manifiesto que podríamos encontrarnos ante un posible supuesto de fuerza mayor. Unos supuestos actualmente recogidos en el artículo 239 de la vigente LCSP, que viene a reproducir el texto literal de las anteriores, desde la Ley de Contratos del Estado de 1965 y su Reglamento de 1967. Ahí se habla, literalmente, de los “destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra, robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público”. Una expresión, que viene ya del Pliego General de 1886[1] y que, desde entonces, viene repitiéndose en las sucesivas regulaciones hasta la Ley actual haciendo que resulte un tanto forzada su aplicación a los incrementos de precios.

Son tres, por tanto, los supuestos contemplados explícitamente en este apartado: i) los” destrozos ocasionados violentamente en tiempo de guerra”, ii) los “robos tumultuosos”, y iii) “las alteraciones graves del orden público”. Y la pregunta es ¿cabe entender incluida en alguno de estos supuestos el incremento de precio de la energía eléctrica como consecuencia directa de la guerra de Ucrania? Para comenzar, y en una primera aproximación a la cuestión, cabe destacar que nos encontramos ante la consecuencia de una guerra, lo cual obligara a reconducir el problema hacia el primer punto del apartado.

Ahora bien, el mero hecho de que el incremento del precio de la energía eléctrica sea consecuencia de una guerra resulta insuficiente ya que nos encontramos, por tanto, ante una norma que utiliza una expresión (“destrozos”) que nos remite a los siguientes significados (“destrozar” según el DRAE):

  1. tr. Despedazar, destruir o hacer trozos algo. U. t. c. prnl.
  2. tr. Estropear, maltratar, deteriorar.
  3. tr. Aniquilar, causar gran quebranto moral.
  4. tr. Fatigar o producir gran malestar físico. U. t. c. prnl. Se destroza trabajando.
  5. tr. Derrotar o aplastar al enemigo o contrincante.

Se trata por tanto de significados que aluden a daños físicos (en las personas o en las cosas) que traen su causa de la guerra, por lo que la cuestión radica en la posibilidad de admitir si también puede ser aplicado a consecuencias dañinas de la guerra que no tengan carácter físico (como sucede con el alza de precios de la energía eléctrica). Sin embargo, antes de abordar semejante cuestión, conviene tener en cuenta algunas consideraciones históricas sobre la regulación de la fuerza mayor porque arrojarán luz sobre la forma en que deben ser entendidos los supuestos actualmente considerados como tales.

A tal efecto, retomo el Pliego de 1868 en el que, para evitar el número creciente de reclamaciones que se traducían finalmente en un elevado número de actos de reconocimiento del derecho del contratista a ser indemnizado, se hizo depender la declaración de fuerza mayor, no de la magnitud o entidad del suceso, sino de su propia naturaleza, reduciéndose así el número de expedientes y evitando la necesidad de la declaración de los testigos, por tratarse de casos de pública notoriedad. A esta finalidad (y no a otra) obedeció, por tanto, la enumeración de los supuestos calificables como fuerza mayor, enumeración que fue recogiéndose, como ya he dicho, en las sucesivas regulaciones de la contratación pública.

Y dando un buen salto en el tiempo, la Ley 198/1963, de 28 de diciembre, de Bases de Contratos del Estado consagra expresamente el tradicional principio del riesgo y ventura del contratista, al constituir, según la exposición de motivos, “la nota más típica del compromiso del empresario”. Aseveración esta que parece querer acoger el principio como aparece reflejado en la norma Civil. Ahora bien, la Ley de bases, a pesar de que parece adoptar “a priori” un mayor rigor a la hora de distribuir el riesgo entre los contratantes, lo cierto es que admite una mayor flexibilidad en las excepciones a la regla general y vuelve a adoptar el sistema del pliego de 1868 permitiendo la inclusión en los supuestos de fuerza mayor de todas aquellas incidencias perturbadoras del equilibrio técnico financiero del negocio. Así se establece en el apartado tercero de la Base V Tres: “El contrato se ejecutará a riesgo y ventura del contratista. Se establecerán los supuestos de fuerza mayor que constituyan una excepción a dicho principio, incluyendo la oportuna previsión para que, por razón de analogía, el Gobierno pueda reconocer a sucesos distintos de los que expresamente se enumeren el mismo carácter”.

El Decreto 923/1965, de 8 de abril, por el que se aprueba el texto articulado de la Ley de Contratos del Estado, en su artículo 46 desarrolla el punto referente al principio de riesgo y ventura y establece seis excepciones a este principio incluyendo las inundaciones catastróficas y cualquier supuesto que el Consejo de Ministros considerase análogo a los expresamente designados. De ahí pasamos a la regulación más moderna de contratación (LCAP, TRLCAP, LCSP, TRLCSP) y actual LCSP de 2017 en donde solo se contemplan supuestos semejantes para los “fenómenos naturales de efectos catastróficos”.

La cuestión, entonces, consiste en determinar hasta qué punto puede “estirarse” el tenor literal de los supuestos expresamente previstos mediante una interpretación extensiva de su tenor literal (que no mediante analogía, lo cual supondría la creación de otro supuesto). Pero antes de entrar en semejante análisis convendría tener en cuenta que el art. 239.2 coloca al principio de cada supuesto los efectos y solo más adelante la causa o causas que dan lugar a los mismos. Así, el supuesto que ahora nos ocupa alude a los “destrozos” en primer lugar, y solo más adelante a la posible causa de los mismos (la guerra). Por tanto, cabe preguntar si se admiten otros efectos que no sean calificables como “destrozos” (en sentido estricto) y en dónde reside la fuerza mayor … ¿en los efectos o en las causas?

A este respecto (y sin perjuicio de otros pronunciamientos jurisprudenciales) resulta interesante lo que se dice en la Sentencia del Tribunal Supremo, Sala 3ª, de 8 de junio de 2016 (LA LEY 61248/2016)) admitiendo los incidentes, disturbios y altercados sufridos por el contratista como un caso de fuerza mayor que obliga a la Administración a indemnizar al concesionario mediante una indemnización en metálico (y no mediante la técnica de prórroga o revisión de tarifas) ya que se produjeron retrasos y sobrecostes de seguridad. Aquí se realiza una interpretación extensiva de las causas previstas en el apartado c) del art. 239.2 de la LCSP (o su equivalente en el TRLCSP de 2007) como son los “robos tumultuosos o alteraciones graves del orden público” pero también de los efectos (“destrozos ocasionados violentamente”). No hubo -en el caso aquí enjuiciado- “destrozos” sino, simplemente “retrasos y sobrecostes de seguridad”, lo cual podría dar pie y cabida a otro tipo de lesiones económicas (como puedan ser las derivadas del incremento en el precio de la energía eléctrica, entroncado con la guerra de Ucrania.

De todas formas, me temo que la sentencia anterior no pasa de ser un caso aislado (o, al menos, poco frecuente), motivo por el cual me decanto simplemente por dejar apuntada la posible existencia de fuerza mayor como mero vehículo de refuerzo y “acompañamiento” en las reclamaciones por incremento en el precio de la energía eléctrica y su repercusión en los contratos públicos, puesto que el peso argumental mayor seguiría recayendo sobre el “riesgo imprevisible”. Argumento central de cualquier reclamación de esta índole, tal y como ya puse de manifiesto en otro artículo al que ahora me remito “in toto”. Traer a colación, también la posible concurrencia de una causa de fuerza mayor podría reforzar la convicción del Juez acerca de la necesidad de compensar al contratista por un incremento desmesurado, imprevisible e inevitable en el precio de la energía eléctrica, que son las características propias de la doctrina de la imprevisión en cualquiera de sus manifestaciones.

Eso es todo por el momento, siendo consciente de haber dejado en el “tintero” muchas cuestiones interesantes en relación con la fuerza mayor … pero el tiempo y el espacio obligan a cerrar este post.

 

 

[1] El art. 40 del citado Pliego decía lo siguiente:

“El contratista no tendrá derecho a indemnización por causa de pérdidas, averías o perjuicios ocasionados en las obras, sino en los casos de fuerza mayor. Para los efectos de este artículo, se considerarán como tales casos únicamente los que siguen:

1.º Los incendios causados por la electricidad atmosférica.

2.º Los daños producidos por los terremotos.

3.º Los que provengan de los movimientos del terreno en que estén construidas las obras; y

4.º Los destrozos ocasionados violentamente a mano armada, en tiempo de guerra, sediciones populares o robos tumultuosos.

Para reclamar y obtener en su caso el abono de los perjuicios, deberá sujetarse el contratista á lo prevenido en los artículos 2.º al 5.º del Reglamento de 17 de Julio de 1868.”

 

 

 

 

El control judicial de la actividad pública: algunos casos recientes

Se suceden las noticias referidas a asuntos de enorme importancia jurídica, económica y técnica, en los que las pretensiones de los ciudadanos y las empresas han recibido el espaldarazo de instancias judiciales internas o europeas frente a regulaciones nacionales que, de una u otra manera, afectaban a sus derechos con diferentes grados de intensidad.

Así, se ha escrito mucho sobre el reguero de resoluciones judiciales que han sido dictadas en relación con la plusvalía municipal -el “plusvalío”, como lo denomina el gran abogado Esaú Alarcón-, a la espera aún de la nueva regulación de orden legal que corresponde adoptar al Estado para tratar de poner coto a las diversas tachas de contravención jurídica con las que han sido corregidas la normativa anterior y su aplicación.

También se ha producido un notable y más que justificado revuelo con el llamado modelo 720, cuyas costuras jurídicas, como advirtiera tempranamente otro gran letrado Alejandro del Campo, excedían con mucho las garantías propias de un sistema tributario justo, poniendo fin, por ahora, a la situación generada la Sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea, de 27 de enero de 2022, recaída en el asunto C-788/19. En esta resolución se declara que España ha incumplido las obligaciones que le incumben en virtud del principio de libre circulación de capitales, ya que la obligación de presentación del modelo 720 y las sanciones derivadas del incumplimiento o del cumplimiento imperfecto o extemporáneo de dicha obligación, que no tienen equivalente en lo que respecta a los bienes o derechos situados en España, establecían, a juicio del Tribunal, una diferencia de trato entre los residentes en España en función del lugar de localización de sus activos. Las consecuencias de esta sentencia, sobre las que ya se han avanzado análisis en este mismo blog, aún están por determinar, pues ha de producirse el correspondiente retoque normativo.

Menor impacto mediático, pero no por ello tiene menor relevancia, han tenido las Sentencias de la Sala Tercera del Tribunal Supremo, de 20 de diciembre de 2021 (Rec. 960/2014), 21 de diciembre de 2021 (Recursos 961/2014 y 16/2015), 23 de diciembre de 2021 (Rec. 11/2015) y 31 de enero de 2022 (Rec. 673/2017), por las que se declara inaplicable el régimen de financiación del bono social establecido en el artículo 45.4 de la Ley 24/2013, de 26 de diciembre, por resultar incompatible con la Directiva 2009/72/CE, del Parlamento Europeo y del Consejo, de 13 de julio de 2009, y se declara también inaplicables y nulos los artículos 2 y 3 del Real Decreto 968/2014, de 21 de noviembre, que desarrollan lo dispuesto en el citado artículo 45.4 de la Ley 24/2013, de 26 de diciembre.

Estas sentencias concluyen declarando el derecho de las comercializadoras demandantes a ser indemnizadas por las cantidades abonadas en concepto de financiación del bono social y de cofinanciación con las Administraciones Públicas de aquellos suministros a consumidores que tengan la condición de vulnerables de manera que se les reintegren todas las cantidades satisfechas por esos conceptos, descontando las cantidades que en su caso hubiesen repercutido a los clientes por tal concepto, más los intereses legales correspondientes computados desde fecha en que se hizo el pago hasta la fecha de su reintegro.

De estas Sentencias son destacables muchos de sus pasajes; a los efectos de este artículo cabe destacar que se indica en ellas (así, en la Sentencia de 21 de enero de 2022) de forma expresa que “es la tercera ocasión que este Tribunal examina si el mecanismo de financiación establecido por el legislador nacional es o no conforme con el derecho de la Unión Europea”, habiéndose entendido en el pasado (Sentencia de 24 de octubre de 2016) que existía dicha disconformidad del régimen nacional del bono social con el Derecho europeo.

En su análisis de la tercera regulación del bono social, la indicada Sentencia (FD 4º) declara que la obligación de financiación impuesta sola a las compañías comercializadoras, pero no a las empresas dedicadas a la generación, transporte y distribución, conduce a un resultado que debe considerarse discriminatorio, a la luz del Derecho europeo. Y recuerda que ya la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea de 14 de octubre de 2021 (Asunto C-683/19) argumentaba que “si, como indica el Gobierno español, el régimen de financiación del bono social tiene como resultado hacer recaer más del 99 % del coste de dicho bono en los cinco operadores más importantes del mercado español de la electricidad, lo cierto es que el criterio elegido por el legislador nacional para distinguir entre las sociedades que deben asumir, en mayor o menor grado, ese coste y aquellas que quedan totalmente eximidas de hacerlo conduce a una diferencia de trato entre las distintas sociedades que operan en ese mercado que no está justificada de manera objetiva”.

La Sala Tercera repara en que el Real Decreto Ley 7/2016 implantó un sistema de financiación del bono social muy similar, aunque con un criterio de financiación diferente, al analizado en la citada sentencia del TJUE y en las anteriores sentencias del propio Tribunal Supremo sobre esta materia, concluyendo que las previsiones del artículo 45.4 de la Ley del Sector Eléctrico al respecto eran contrarias a las contenidas en el artículo 3. 2 de la Directiva 2009/72/CE por carecer de una justificación objetiva y ser discriminatorias.

Como es obvio, las indemnizaciones que las comercializadoras lleguen a cobrar en virtud del fallo de esta Sentencia deberán ser afrontadas, tras la tramitación de los pertinentes procedimientos administrativos, por la Administración del Estado. Esas indemnizaciones no tendrían que entenderse limitadas, en todo caso, a las operadoras eléctricas que accionaron ante los tribunales, ya que la contravención del Derecho europea ha generado una diferencia de trato entre agentes del mercado eléctrico que no está justificada de forma objetiva. Además, cualquier objeción a este respecto podría considerarse contraria al principio de efectividad del Derecho europeo. Por ello, las comercializadoras podrían accionar ante la Administración estatal para obtener el reconocimiento de las cantidades indebidamente abonadas en concepto de financiación del bono social.

En definitiva, con estos tres casos que han sido brevemente esbozados se aprecia la relevancia que tiene, de una parte, el control judicial de la actividad administrativa y, de otra parte, la integración del Derecho de la Unión Europea en los ordenamientos de los Estados miembros, con especial protagonismo de las clásicas libertades de circulación y, de un tiempo a esta parte, de la Carta de Derechos Fundamentales de la propia Unión.

Una y otra vertiente, a menudo complementarias, están al alcance de los ciudadanos para hacer frente a excesos normativos y administrativos como los comentados.

No hay revolución sin transición: energía y digitalización

Cuando Marx publicó El Capital en 1867, probablemente la hipótesis de que la mejora de la productividad que había generado la revolución industrial no beneficiaría a los trabajadores incrementado sus salarios ya era falsa. El Capital es el texto teórico fundamental en la filosofía, economía y política de Karl Marx, y sin duda uno de los libros más influyentes de la historia y, sin embargo, gran parte de sus afirmaciones se mostraron erróneas. El capitalismo asociado a la revolución industrial trajo el mayor período de crecimiento económico y prosperidad de la historia de la humanidad, y esta riqueza alcanzó a todas las capas de la sociedad. El análisis de los errores y aciertos de Marx están recogidos en numerosos textos de análisis político y económico, pero hoy vuelve a resultar relevante analizar el paralelismo entre el mundo en que vivió Marx, que le llevó a escribir El Capital, y el mundo al que nos estamos asomando.

La revolución industrial generó un extraordinario impacto que la historia ha valorado como muy positivo. Pero ese fue el final de un largo proceso. La transición de la sociedad agrícola a la sociedad industrial fue un proceso pésimamente gestionado: a pesar del final feliz recogido en los libros de historia, durante más de 50 años, varias generaciones vieron arruinadas sus vidas en medio de un cambio que los forzaba a trabajar en condiciones precarias y en jornadas laborales esclavas. Un proceso que generaba la desaparición de profesiones y la pérdida de medios de vida para los que aquellas generaciones no estaban preparadas.

Los ingenieros de caminos saben bien que diseñar un puente no termina cuando calculan la estructura del puente final. Para que la construcción sea un éxito, tendrán que calcular las estructuras de todas las etapas intermedias para garantizar que el puente no se caerá en ninguna de ellas. La transición de la nada al puente construido es tan importante como el puente final. Sin embargo, entender la transición como una parte esencial de una revolución no suele ser común.

La globalización es otro de esos ejemplos paradigmáticos de extraordinarios resultados y pésima gestión de la transición. Desde que se inició el proceso a finales de los años 70 con la apertura de las fronteras y la explosión de los intercambios comerciales, el crecimiento económico ha sido espectacular. Y, sin embargo, los perdedores de este proceso se han sentido abandonados, lo que ha alimentado movimientos populistas en la mayor parte de los países desarrollados.

Hoy Europa afronta lo que se ha denominado la “transición dual”: verde y digital. Las dos cuentan con un amplísimo consenso sobre la necesidad de abordarlas, y Europa las ha situado como prioridades estratégicas. Y, sin embargo, de nuevo parece que el foco se centra en el objetivo final, mientras la gestión de la transición recibe poca atención.

La transición verde, o transición energética, diseñada en medio de las urgencias derivadas del cambio climático, se ha mostrado en las últimas semanas como un diseño precario. Esta transición busca abandonar las energías basadas en combustibles fósiles y apoyarse en nuevas energías renovables y limpias, como el sol o el viento. Estas tecnologías no pueden asegurar un suministro estable, por lo que el diseño se basa en contar siempre con una energía de respaldo que asegure el suministro. Desechada la energía nuclear por cuestiones ideológicas y sociológicas, Europa se ha puesto en manos del gas, en una decisión que ha dejado a Europa geopolíticamente dependiente de países como Rusia y Argelia. En toda transición, los tiempos y las etapas intermedias son importantes. El actual proceso corre el riesgo de fracasar si la población asocia el elevado precio de la factura de la luz a la transición verde, y empieza a generar rechazo sobre un proceso, que hasta ahora había generado un amplísimo consenso.

Pero si la gestión de la transición verde empieza a mostrar debilidad, aún más relevante es la gestión de la transición digital. Los medios se han llenado de análisis y discursos sobre las bondades de la digitalización y el extraordinario impacto positivo que puede tener en nuestra economía y en nuestras vidas. Y de nuevo existe un amplio consenso sobre estos efectos, que ha llevado a todos los países a una carrera para acelerar el proceso de digitalización de todos sus sectores económicos. Y en medio de esta carrera, la gestión de los pasos intermedios parece de nuevo ignorada.

No cabe duda de que la revolución digital provocará, como la revolución industrial, un extraordinario cambio en el mundo laboral y en el entorno económico. No sólo cambiarán los trabajos, sino que, por ejemplo, el sistema de impuestos que ha sido la base del actual estado del bienestar queda en entredicho, por mencionar dos de los efectos más evidentes. Por supuesto que existe una amplia conciencia de la necesidad de formar y educar a amplios sectores de la población para reengancharlos al mundo digital, pero es probable que esto no sea suficiente. Hablamos de una revolución que cuestiona el trabajo como el principal mecanismo de redistribución de la riqueza, y cuestiona los impuestos de las personas físicas, y de las sociedades, como los principales elementos de financiación del estado del bienestar.

Parecería necesario prestar más atención a estos impactos. Hace falta mucho más esfuerzo para diseñar e impulsar nuevos mecanismos de redistribución de la riqueza y revisar los sistemas fiscales. La reciente decisión de la OCDE para fijar un mínimo en el impuesto de sociedades en todos los países es un pequeño parche que difícilmente permitirá afrontar el impacto de la digitalización. Todos los impuestos actuales están ligados a la localización de empresas, personas, bienes o servicios, con un modelo diseñado en el siglo XX, para la economía del siglo XX. Pensar que fijar un mínimo en el impuesto de sociedades es lo único necesario para adaptar este sistema a la economía digital es pecar de una extraordinaria ingenuidad. Igualmente, la formación en habilidades digitales debe verse complementada por nuevos mecanismos de redistribución de la riqueza, y probablemente por una completa revisión del modelo de trabajo. Los economistas, filósofos y sociólogos de los siglos XIX y XX reinventaron los modelos económicos y sociales. Hasta ahora pocos esfuerzos hemos visto en el siglo XXI a la altura de lo realizado en los siglos anteriores. Con el bagaje actual, las herramientas con las que afrontamos la doble transición no permiten ser optimistas sobre la suavidad con la que va a desarrollarse el período de transición. Y los baches siempre vienen acompañados de inestabilidad social.

Son muchas las enseñanzas sobre la transición a la sociedad industrial a las que deberíamos prestar atención. Todas las revoluciones, y todas las transiciones generan ganadores y perdedores, y esta situación se da mucho antes de que la revolución culmine alcanzando los objetivos de prosperidad y riqueza prometidos. Sin atender a las necesidades e inquietudes de los perdedores que puede generar el proceso, será difícil que las revoluciones puedan realmente tener éxito. Ninguna revolución puede realizarse dando la espalda a amplias capas de la sociedad.

Sobre las medidas del gobierno para rebajar el precio de la electricidad

He de reconocer que escribir un artículo sobre los precios de la electricidad, esta temporada, parece poco original, por lo que intentaré hacer un esfuerzo en eludir los territorios comunes donde todo el mundo se encuentra y poco aportan al debate.

Comentaré las medidas más polémicas que incorpora el Real Decreto-ley 17/2021, de medidas urgentes para mitigar el impacto de la escalada de precios del gas natural en los mercados minoristas de gas y electricidad desde un acercamiento jurídico pero entendible del problema. Para ello, es necesario hacer previamente una pequeña relación preambular de hechos probados que servirán para encauzar un poco mejor el resto de la explicación:

  • La electricidad es un bien de primera necesidad.
  • Cada fuente de generación tiene un coste diferente, por tanto, no todos los kWh cuestan lo mismo, siendo las más baratas las renovables.
  • Formamos parte de la Unión Europea, con una política energética y ambiental más o menos común que nos exige determinadas reglas de mercado.
  • Un porcentaje superior al 80% del sector eléctrico de este país está en manos de muy pocas compañías, a las que comúnmente denominamos por estos palos como “el oligopolio”.

Como hemos indicado más arriba, la electricidad es un bien de primera necesidad, pero ya no solo porque en una sociedad moderna debe de considerarse como un derecho universal de las personas, con capacidad económica o sin ella, sino por la afectación extraordinaria que tiene en todos los elementos de la economía. Sobre esa base parece pretender actuar el RDL 17/2021, reconociendo igualmente, que hay una serie de parámetros que hay que respetar en las fijaciones de los mercados de los precios de la electricidad, para fomentar al máximo la competencia. Pero claro, es difícil que entendamos que existe competencia cuando la cuota de mercado de las cuatro principales empresas verticalmente integradas en el sistema eléctrico español supera el 80%, tanto en la comercialización, como en la distribución y en la generación de potencia firme. Esta disfunción provoca complicaciones que inexcusablemente, el legislador tiene que intentar atemperar. En el ámbito de estas atemperaciones es donde encontraremos territorios más espinosos, que espero poder explicar a continuación.

No me detendré en las modificaciones normativas que trae el RDL referidas a la imposición fiscal que afectan a la generación y al consumo de la electricidad, pues no parece que exista contra ellas controversias importantes y tienen efectos directos en la bajada de la factura.

A partir de aquí, entraremos en el debate de las medidas de mayor controversia normativa.

El legislador fija hasta el 31 de marzo de 2022, un mecanismo de minoración del exceso de retribución causado por el elevado precio del gas en los mercados internacionales en la fijación de los precios marginales en el mercado y otro mecanismo en la misma dirección, de minoración del exceso de retribución de aquellas instalaciones no emisoras de CO2. Esto de facto, supone una limitación muy importante en los ingresos generados por las centrales nucleares, las hidráulicas y renovables superiores a 10 MW sin régimen retributivo específico, casi todas ellas, titularidad de las empresas dominadoras del sector.

Para explicarlo adecuadamente, habremos de recordar los hechos probados que definíamos al principio. La legislación europea marca algunas pautas a los Estados miembros de cómo fijar los precios mayoristas[1] de la electricidad en el mercado. De forma singular, el artículo 3 del Reglamento 2019/943 exige a los Estados miembros que garanticen que los mercados operarán en función de la oferta y la demanda. Pues bien, generalmente esa búsqueda de la eficiencia en la fijación del precio, se realiza de forma semejante en todos los países de la Unión, verbigracia del Reglamento (UE) 2015/1222, que en su artículo 36 expresa que los operadores designados para el mercado eléctrico desarrollarán, mantendrán y utilizarán los algoritmos siguientes un algoritmo de acoplamiento de precios” y que en su artículo 38.1 b) exige que el algoritmo de acoplamiento de precios utilice el principio de precios marginales según el cual todas las ofertas aceptadas tendrán el mismo precio por zona de oferta y por unidad de tiempo del mercado y facilite una formación de precios eficiente. En cualquier caso, también es relevante a estos efectos identificar, que no existe imposición europea a que este sea el único medio de mercadear los kWh. Existen otras posibilidades voluntarias de contratación que se pueden basar en la contratación bilateral entre generador y consumidor, generador y comercializador, comercializador y comercializador,…

Por tanto, la primera clave es identificar que la legislación europea exige para la fijación de los precios del mercado mayorista, un algoritmo que suponga la aplicación del precio de todas las unidades que se casen en el mercado al precio de la última central y que además, facilite la eficiencia en la fijación de los precios.

Espero no haber sido demasiado tedioso hasta el momento.

La cuestión importante es que, como hemos visto, el mercado mayorista en el que todos los generadores llevan su cesta de kWh a la plaza de abastos eléctrica, supone que todos lo que se venda en ese mercado (kWh de diferentes tecnologías), lo hará al precio de la última unidad que entre, con independencia del coste real de las unidades anteriores (recordamos que no todos valen lo mismo). En condiciones de competencia real, parece evidente que los compradores de kWh de ese mercado comprarán primero las unidades más baratas, después las menos baratas y finalmente las que queden más caras.

En este escenario de fijación de precios, dos factores exógenos a la capacidad del estado han entrado en vereda: los altísimos precios del gas natural y de los derechos de emisión de CO2 en los mercados internacionales[2]. Y estos son elementos muy relevantes por que por un lado, los ciclos combinados de gas, acostumbran a ser las últimas unidades en casar la oferta del mercado y terminan trasladando su precio al resto de unidades producidas que van a mercado, aunque el coste de generarlas sea muy inferior. Si a esto el añadimos, lo tentador que tiene que resultar para las empresas dominantes del sector de la generación organizar sus ventas de forma que el resultado final de la ecuación no vaya a favor de la competencia, sino de su cuenta de resultados, el problema está servido.

Desde luego, esto último no creo que sea algo que nos deba de sorprender, pues al fin y al cabo, mejorar el ebitda de la compañía, es una obligación de sus organismos de administración, pero desde luego no parece que exista mucha duda que esa ineficiencia debe de ser atemperada por el legislador, puesto que recordemos que, la propia normativa europea exigía que el algoritmo de acoplamiento de precios utilice precios marginales y facilite una formación de precios eficiente, circunstancia que a todas luces, está tendiendo a no suceder.

Por ello, el legislador nacional, ha decidido asomar la patita hacia su particular Rubicón con las compañías eléctricas y limitar temporal, subjetiva y cualitativamente el importe que habrán de percibir aquellas por la alta fijación marginal del precio a causa del precio del gas y de los derechos de emisión.

Las múltiples referencias a la temporalidad de la medida, a la imparable subida de los precios del gas, incluso a la dificultad de la recuperación económica a partir de la pandemia global, ya nos dan alguna pista jurídica de por dónde pueden ir los tiros: La excepcionalidad. El artículo 5 de la DIRECTIVA (UE) 2019/944 de Mercado Interior de la Electricidad, advierte que a los efectos de un período transitorio que permita establecer una competencia efectiva entre los suministradores de contratos de suministro de electricidad y lograr precios de la electricidad minoristas plenamente efectivos basados en el mercado,  los  Estados  miembros  podrán  aplicar  en determinados casos intervenciones públicas en la fijación del precio para el suministro de electricidad que irán acompañadas de un conjunto de medidas para lograr una competencia efectiva. Es cierto que ese mecanismo parece estar fijado para los procesos iniciales de transformación del mecanismo de fijación de precios, pero no parece especialmente forzado el interpretar que el principio general de no intervención en la marginalidad de los precios, pueda ser excepcionado si las circunstancias son realmente excepcionales, y se aplican con un indubitado interés general de forma transparente y proporcionada, sin alterar in aeternum los mecanismos generales de fijación de precios.

Embridada con las anteriores medidas transitorias, que vienen cual aviso a navegantes, el RDL 17/2021 nos muestra que el gobierno convocará subastas de contratos de compra de energía, la primera de ellas antes de que acabe el presente año, donde los grandes grupos empresariales se verán obligados a ofertar energía eléctrica de forma proporcional a su cuota, y podrán adquirirla las comercializadoras independientes y reguladas, así como los grandes consumidores industriales. Esto es, pone en acción un mecanismo por el cual, tal y como está sucediendo con las nuevas centrales de generación renovable, el precio a aplicar no será en del mercado, sino el de la oferta competitiva de una subasta en la que todos los operadores no tendrán por que ser dominadores del mercado. ¿Cuál es la singularidad de esta medida que a todas luces parece oportuna? Que no es de obligado cumplimiento para los operadores, que tienen derecho a acceder al mercado para la venta de sus kWh producidos y solo de forma voluntaria los operadores que así lo decidan, venderán su electricidad en contratos bilaterales o bien, en procesos de licitación como el que incorpora este RDL. Y claro, no es fácil tomar una decisión así cuando el mercado está pagando el precio de esos mismos kWh 3 o 4 veces más caros que lo que previsiblemente obtendrán en la subasta.

Este es el verdadero motivo del órdago del gobierno, que ha trasladado una modificación normativa con carácter excepcional, para evitar una escalada de precios provocada por una ineficiencia clara en el mercado mayorista que se está produciendo en toda Europa, para que las empresas realmente detentadoras del cotarro entiendan: Hasta aquí hemos llegado.

Muy gráfico es en este sentido que, en tiempo real, una nota de prensa[3] emitida por el Foro de la Industria Nuclear Española ya ha dejado manifestado que “En el caso de que este proyecto de Ley se aprobase y entrase en vigor, el precio de venta real de la generación eléctrica nuclear, una vez minorado el precio del CO2, no debería ser inferior a 57-60 €/MWh con el nivel impositivo actual. De no ser así, sería imposible la continuidad de las centrales nucleares españolas”. Vamos, que cualquier diría que “comienza la puja”.

No soy capaz de aventurar el impacto real cuantitativamente de las medidas, pero sí el impacto real en la tensión negociadora con los principales operadores protagonistas de las disfunciones del mercado.

Se escuchan también voces críticas desde diferentes ámbitos, asegurando que esto es un ataque irreparable a la seguridad jurídica de los derechos adquiridos de las compañías titulares de las centrales inframarginales (fundamentalmente nucleares y grandes hidráulicas). En realidad, en nuestro país tenemos una excelsa experiencia en las modificaciones normativas con grados de afectación regulatoria en los operadores de energía, de hecho, seguramente sea uno de los hechos jurídicos con más resoluciones judiciales en el ámbito de la energía patria y el resultado de sus conclusiones, no se corresponde exactamente con el entendimiento coloquial del concepto. Muy sintéticamente recordaré que nuestros Tribunales han definido con claridad que, si las medidas son excepcionales, se aplican a periodos transitorios, con acuerdos con los implicados y solo se proyectan hacia adelante y no sobre retribuciones pasadas, no tiene por qué entenderse afectada ni la seguridad jurídica ni la confianza legítima de los operadores. Es más, sería perfectamente trasladable la teoría del empresario diligente, muy consolidada en nuestra Jurisprudencia, que nos llevaría a entender que ningún operador en su sano juicio pudiese haber llegado a imaginar que ante precios del mercado marginalista cuatro o cinco veces superiores a los esperados en cualquier plan de negocio estándar de su operación, no iba a sufrir alguna revisión normativa.

Otra de las medidas en las que entiendo necesario hacer algún comentario es la modificación de la Ley de Aguas para considerar el agua embalsada como un bien de primer orden social y ambiental.

En realidad, tiene que ver con el mismo problema que hemos venido describiendo con anterioridad. Los caudales hidrográficos, lejos de constituirse como dominio público a disposición de los ciudadanos, han venido pareciendo activos circulantes de las compañías que las explotan[4]. Si a esto le añadimos, que la utilización de ese recurso, cuyo coste de producción es probablemente el más bajo del mercado, podría usarse como sistema de back up para marcar precios de mercado bajos en períodos en los que no hay sol ni viento, en vez de usarse para maximizar el ingreso de cada unidad de agua que se turbina a precios diez veces más caros de su coste de producción, pues la intervención legislativa estaba servida. De hecho, lo único extraño es que no se haya hecho nada hasta ahora.

Como valoración final de las medidas, creo que leyendo el texto ya se puede anticipar mi opinión al respecto. Resolver el problema de los altos precios de la luz, no es posible conseguirlo de una forma rápida, sencilla y con la simple actuación del legislador nacional. Sin embargo, sí se pueden ir tomando medidas que vayan allanando el camino. Además, el sector energético, pese a la supuesta liberalización del mercado, sigue estando muy mediatizado por un pequeñísimo grupo de empresas que, como hemos explicado, pueden (entre otras cosas) manejar con bastante facilidad el puzle del mercado mayorista. Este es un hecho irrefutable, igual de irrefutable que es que cualquier tránsito a una nueva situación, debe de tenerlos en cuenta. Y en esa partida que se habrá de jugar, el gobierno ha decidido apretar un poco para colocarse en una situación algo más ventajosa. Que esa situación puede provocar controversia jurídica en algunos casos, indudablemente, como ha venido sucediendo en los últimos veinte años. Pero más allá de ajustes evidentes que tendrá que revisar la norma para revisar algún error de bulto, lo que tengo claro es que este tipo de medidas eran necesarias, pues la inacción en el ámbito de la fijación de precios no podía continuar, como estoy seguro que no continuará en otros muchos países europeos que sufren situaciones semejantes en la escalada de precios.

[1] Aquellos que perciben los generadores por la venta al mercado.

[2] El precio del gas natural tiene un efecto es multiplicador en el precio de la electricidad (aproximadamente, un incremento de 1 €/MWh del gas supone un incremento de 2 €/MWh de electricidad), frente al precio del CO2, cuya señal se  traslada  al  precio  de  la  electricidad  de  una  forma  más  atenuada  (un incremento  de  1  €/tCO2  supone  un  incremento  de  0,37  €/WMh  el  precio  de  la electricidad, dado el factor de emisión específico del ciclo combinado) Preámbulo RDL 17/2021.

[3] https://www.foronuclear.org/sala-de-prensa/notas-de-prensa/cese-de-actividad-del-parque-nuclear-si-el-proyecto-de-ley-del-co2-sale-adelante-en-los-terminos-planteados/

[4] Fundación Renovables ¿Qué hacemos con la tarifa eléctrica? https://fundacionrenovables.org/wp-content/uploads/2021/02/Que-hacemos-con-la-tarifa-electrica-Fundacion-Renovables.pdf

El precio de la electricidad en España y la mala regulación

El pasado 6 de junio, Nacho Prendes publicaba en este mismo blog un artículo pertinente, bien documentado y fundamentado sobre un caso que a nadie debería sorprender a poco que se observase mínimamente la realidad industrial española.

En efecto, estamos hablando de un problema que viene de lejos y que está indisolublemente ligado al precio de la energía, singularmente la eléctrica, en España. Como se explica correctamente en el artículo: “el problema de la energía eléctrica en España puede resumirse en pocas palabras como el extraordinario encarecimiento de la electricidad en los últimos años, debido fundamentalmente (aunque no exclusivamente) a errores regulatorios”.

Y es en este punto donde hay que detenerse y realizar una labor de cirugía para determinar de manera adecuada donde recaen las responsabilidades, siendo sin duda un trabajo más arduo e ingrato que imputar el coste de la energía a un hipotético problema de competencia que no existe (el mercado de generación español y el conjunto del sistema eléctrico se rige por las directivas europeas y es similar en la grandísima mayoría de países de la UE).

La regulación del mercado del mercado eléctrico proviene esencialmente de las sucesivas directivas cuya transposición en 1997 consolida un mercado liberalizado en aquellos ámbitos donde la tecnología lo habilita: la generación y la comercialización de electricidad. De hecho, el número de empresas que participan en estos mercados no ha dejado de crecer hasta alcanzar un volumen notable.

Por otro lado, aquellos sectores (transporte y distribución) que por razones de ‘monopolio natural’ debido a las limitaciones técnicas no pueden ampliar su oferta, se encuentran bajo una estricta regulación y con una retribución igualmente regulada que, desde el Real Decreto-Ley 1/2019, es responsabilidad de la CNMC en base a una metodología ampliamente aceptada y contrastada.

Lo cierto es que el encarecimiento de la energía eléctrica en España está indisolublemente ligado al aumento del déficit sistema eléctrico, invención creada a finales de los años 90 con el fin de no repercutir la subida que correspondía de las tarifas a los consumidores y con ello, evitar incrementar la inflación de la economía española, lo que dificultaría o impediría la entrada en el Euro tal y como estaba prevista para 1999.

De aquel déficit reconocido por parte del sistema a las empresas del sector en un momento puntual, se pasó a un mecanismo habitual para sufragar el denominado régimen especial con el fin de promover las energías renovables y la cogeneración. Así, desde la publicación del Real Decreto 436/2004, de 12 de marzo, por el que se establece la metodología para la actualización y sistematización del régimen jurídico y económico de la actividad de producción de energía eléctrica en régimen especial se establece el sistema de apoyo para la instalación de energías renovables y cogeneración; basado en una sobrerretribución o ‘prima’ por la energía producida que será soportada por el sistema eléctrico a través de los cargos (modelo conocido como ‘feed-in-tariff’).

Dado que esta política supone la asunción de un mayor número de costes fijos por parte del sistema eléctrico, es imprescindible incrementar las tarifas que asumen los consumidores (domésticos e industriales) y si no es posible, se deberá aumentar la deuda; lo que en términos electoralistas tiene un evidente interés (¿quién prefiere subir la luz a los ciudadanos y empresas si puede ‘esconder’ ese gasto en forma de déficit ante una perspectiva de aumento constante de la demanda eléctrica?).

Posteriormente, el Real Decreto 661/2007 de 25 de mayo, da un nuevo impulso a la instalación de energías renovables en España con especial acento a la solar fotovoltaica. Se da la circunstancia de que esta tecnología, así como la solar termoeléctrica que experimentará un ‘boom’ posterior, se encontraban en un estado de madurez competitiva muy incipiente en aquel momento, por lo que su retribución a través del precio de mercado era notoriamente insuficiente y la necesidad de sobrerretribución era enorme. A través de este RD se establece un generoso esquema de apoyo para esta tecnología (450 €/MWh) al que responden los inversores, hasta el punto de que el objetivo de 400 MW de potencia fotovoltaica instalada en el año 2010 (según el Plan de Energía Renovables 2005-2010) queda superado por los 3.500 MW que ya se instalan en el año 2008. Circunstancia parecida tendrá lugar con la solar termoeléctrica, que cumple su objetivo de 2010 con 500 MW de potencia pero en el año 2012 llegará a los 2.500 MW.

Estas regulaciones, que desde luego carecen del rigor y la cautela necesarias, unidas a la contracción de la demanda eléctrica fruto de la crisis económica de 2008 elevarán la deuda a cerca delos 30.000 millones. Y es esta losa la que que ha dado lugar a sucesivos incrementos del precio de la electricidad en España.

La llegada de la crisis supuso un durísimo golpe de realidad, no sólo para los sectores inmobiliario sino también el energético. Dado el fuerte protagonismo que tenía el sector bancario en el sector inmobiliario y el que a su vez tenía este en el crecimiento económico y el empleo nacional, la crisis económica se manifiesta de una manera encarnizada. La tasa de desempleo llegará a experimentar un aumento de 20 puntos porcentuales y la tasa de crecimiento del PIB no superará el 0,9% como máximo hasta el año 2014, sufriendo fuertes retrocesos en varios años.

La crisis económica trae como consecuencia una importante caída de la demanda, tanto eléctrica como gasista. En el caso del sistema eléctrico, esta caída muestra unas proporciones bastante similares al PIB nacional, que lógicamente implican un descenso en los ingresos por peajes para el sistema eléctrico.

A esta caída de ingresos hay que sumar los efectos del mencionado RD 661/2007 que había impulsado enormemente la energía solar fotovoltaica y posteriormente la solar termoeléctrica a través de un esquema de sobrerretribución. Como consecuencia de todo ello, el déficit del año 2008 supera los 6.000 millones de euros, su máximo histórico.

Esta fuerte contracción de la demanda hace que la deuda se siga incrementando a causa de los sucesivos déficits. En el sistema eléctrico se alcanzará una deuda cercana a los 30.000 millones de euros.

La situación de extrema urgencia obliga tanto al Gobierno socialista como popular a tomar durísimas medidas de corrección del déficit tanto del lado de los ingresos como de los gastos. En relación a este último aspecto cabe destacar los dos recortes en la retribución primada mencionada, lo que a su vez deriva en una quiebra de la seguridad jurídica española que sitúa al país a la altura de Venezuela y Argentina ante el Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones (CIADI) del Banco Mundial.

Sin embargo no todo es oscuro en este panorama y cabe apuntar que estos últimos años, fruto de las ambiciosas reformas puestas en marcha con una enorme producción regulatoria con pocos precedentes, se ha llevado al sistema eléctrico (y al gasista) del déficit anual al superávit y a una reducción de la deuda acumulada de 15.000 millones de euros. Un saldo positivo que, por cierto, ha desaparecido en el año 2019 y que todavía no está muy claro cómo se gestionará.

A manera de conclusión caben apuntar dos consideraciones importantes: primero, que no sería justo imputar de manera generalizada a nuestros dirigentes esta pésima regulación; hay responsables claros del desastre y de su corrección en varias proporciones. Segundo, que no hemos de caer ni en la complacencia amnésica ni en la tentación demagógica o electoralista de volver a abrir la puerta a una regulación sin límites en materia medioambiental; so pena de que ciudadanos y empresas (como la industria electrointensiva entre muchas otras) volvamos a pagar la fiesta de algunos en detrimento de nuestra competitividad, empleo y en última instancia, cohesión social.

El enésimo uso del Real Decreto-Ley: esta vez sobre Energía

Legislar a través de la figura del Real Decreto-ley no es un elemento novedoso en la actual situación política española. Esta figura controvertida ha estado presente desde los inicios del vigente sistema constitucional y los distintos Gobiernos han hecho uso de la misma con relativa discrecionalidad y frecuencia.

Sin embargo, lo que sí resulta incuestionable es que el Gobierno surgido tras la moción de censura de 2018 y que mantiene su continuidad (ahora en un formato de coalición) tras la investidura de enero de este mismo año, se caracteriza por ser el Ejecutivo que más ha empleado esta figura.

El último ejemplo de esta práctica es el Real Decreto-ley 23/2020, de 23 de junio, por el que se aprueban medidas en materia de energía y en otros ámbitos para la reactivación económica. En él encontramos esencialmente una serie de cambios legales sobre distintas Leyes que habilitan al Gobierno de España para realizar diversas actuaciones en el marco de la transición energética que está teniendo lugar. Paradójicamente, el texto fundamenta su razón de ser en ‘dotar de un marco atractivo y cierto para las inversiones’ que requiere esta transición.

De este modo, el RDL establece algunas modificaciones sobre la Ley del Sector Eléctrico del año 2013, una de las piezas fundamentales, sino la que más, de la actual regulación energética de España y uno de los textos más amplios y profundos del ámbito legislativo español.

Las primeras de estas modificaciones buscan regular la problemática existente con los puntos de acceso y conexión a la red eléctrica, que ha dado lugar a una burbuja especulativa con estos elementos en el sector eléctrico, lo que a su vez ha conducido a un entorno de inseguridad y falta de progresos en el ámbito de la instalación de nuevas instalaciones renovables. El Gobierno crea a partir de este RDL cuatro tratamientos distintos para los sujetos titulares de estos activos, lo cual da cuenta del importante cambio regulatorio que tiene lugar.

Las siguientes modificaciones afectan al método de introducción de energías renovables a través del apoyo del régimen especial, a través de los métodos de concurrencia competitiva, es decir: las subastas de renovables. Esencialmente, el texto habilita al Gobierno a establecer nuevas subastas para la introducción de estas energías en el mix eléctrico permitiendo que operen más variables que las establecidas por la Ley de 2013 en relación a la tecnología, la variable a subastar o el apoyo económico.

El RDL también introduce nuevas figuras sobre el texto de 2013, para incluir nuevos elementos surgidos fruto de la mejora tecnológica en el sector eléctrico. En este sentido hay que destacar figuras como el almacenamiento, la agregación de la demanda eléctrica o la hibridación de tecnologías para optimizar el uso de la red. También, con el objeto de fomentar la movilidad eléctrica, se establece que aquellas estaciones de recarga con potencia superior a 250 kW les serán otorgada la declaración de utilidad pública.

Otro de los elementos destacables es la reforma del Fondo Nacional de Eficiencia Energética, que también fue constituido en virtud de una norma con rango de Ley: La Ley 18/2014, de 15 de octubre, de aprobación de medidas urgentes para el crecimiento, la competitividad y la eficiencia. Esta reforma permite ampliar su límite temporal (que ya estaba finalizando) y adaptar el procedimiento de cálculo de los sujetos obligados.

Tampoco hay que obviar elementos como el de la Disposición Adicional Primera que se refieren esencialmente a la planificación del sistema, dado que operan sobre las capacidades de los nudos de conexión de aquellas centrales que dejan de operar. Conviene recordar asimismo que la Planificación del sistema eléctrico (incluida la red de Transporte) debe ser sometida ante el Congreso de los Diputados conforme a la legislación vigente.

Finalmente, cabe destacar la transformación y adaptación del Instituto para la Reestructuración de la Minería del Carbón y del Desarrollo Alternativo de las Comarcas Mineras, creado por la Ley 66/1997, de 30 de diciembre, de Medidas Fiscales, administrativas y del orden social; que se produce a través de la Disposición final Segunda.

Como se puede observar, los principales elementos regulatorios mencionados (sin menoscabo de otras cuestiones presentes en el RDL, lo que da cuenta de su extensión y afección regulatoria) responden a varias cuestiones pendientes en el marco de la transición energética o ecológica. Sin embargo, el hecho de que la finalidad pueda ser más o menos loable (lo cual precisamente puede y debe ser objeto de debate en las Cortes) no es óbice para denunciar un uso excesivo de la figura del Real Decreto-Ley para legislar sobre una amplia cantidad de elementos que el legislador había consagrado, precisamente, a través de la figura ordinaria del Proyecto de Ley.

El uso reiterado del RDL guarda, probablemente, una fuerte relación con la fragmentación (esta sí) sin precedentes que muestra el Parlamento nacional y en concreto, el Congreso de los Diputados. Es habitual que los Proyectos de Ley se dilaten en el tiempo y varios grupos tengan la tentación de incluir enmiendas no relacionadas con la materia de la iniciativa.

Sin embargo, esta realidad no debe ser excusa para admitir un uso desmesurado e injustificado del Real Decreto-Ley, que por sus características limita de facto las capacidades legislativas del Congreso y sin duda, tiende a fomentar una mayor inseguridad jurídica en dos sentidos. Por un lado, porque nunca se sabe cuándo y cómo desde el BOE se establecerán nuevos cambios legislativos en un rango (la ley) que por su propia naturaleza se prevé como un elemento estable y duradero.

Por otra parte, en este contexto de atomización parlamentaria, es habitual la convalidación de los RDL por razones de seguridad jurídica o connivencia parcial con su contenido, pero también la apertura de una tramitación como Proyecto de Ley Urgente, lo que en teoría puede desembocar en una transformación importante del contenido que ya es ley desde el día de su publicación.

Como se puede ver, ni siquiera la propia figura está libre de escapar de los avatares propios de un parlamento fragmentado; pero en todo caso este obstáculo (que no olvidemos, es fruto de la voluntad popular) tiene un fácil remedio: el diálogo, la transacción y el acuerdo.

Efectivamente, si el Gobierno prevé, como es probable, que los hipotéticos Proyectos de Ley puedan demorarse o transformarse radicalmente en el Parlamento, su obligación es convocar a las fuerzas políticas, llegar a acuerdos y establecer un curso de acción para evitar una demora excesiva.

En síntesis, en estos tiempos de incertidumbre económica, social y hasta sanitaria, creemos que los actores políticos deben contribuir a la consagración de un entorno favorable a la estabilidad y la inversión derivada de aquella. No es de recibo que una vez más se utilicen causas loables para sortear los legítimos debates, controles y propuestas que todo Parlamento debe ejercer.

ALCOA, la deslocalización por omisión

El 11 de diciembre de 2014 las calles de Avilés fueron el escenario de una multitudinaria manifestación: 20.000 almas contra el cierre de la planta de aluminio que la multinacional ALCOA explotaba a orillas de la ría. Unos días antes, la empresa había comunicado el cierre de sus plantas de Avilés y Coruña dedicadas a la producción de aluminio primario y que empleaban unos 800 trabajadores de forma directa y otros 300 de forma indirecta. La principal razón que alegaba la multinacional era su incapacidad de asegurar precios competitivos para la energía eléctrica consumida por éstas plantas, lo que suponía el 40% de la materia prima utilizada en sus procesos productivos.

El pasado 28 de mayo ALCOA anunciaba el cierre de su última planta en España, la fábrica de San Ciprián en Lugo, y la intención de despedir a sus 534 trabajadores aludiendo a factores estructurales inherentes y a dificultades de “carácter permanente”, es decir, al precio de la energía eléctrica. Con ese anuncio se anticipaba el fin en España de un sector: el de la fabricación de aluminio primario, con una demanda creciente a nivel mundial.

¿Qué ha pasado entre estas dos fechas, diciembre de 2014 y mayo de 2020? ¿Cómo es posible que el principal factor de deslocalización alegado por la empresa, el alto costo de la energía eléctrica, no haya encontrado solución en todo este tiempo? La reclamación, entonces y ahora, repetida de forma recurrente por empresa, sindicatos, fuerzas políticas y sociales era la de disponer de una tarifa eléctrica, predecible, estable y competitiva. Reclamación extensiva a todas las empresas electrointensivas para las que el precio de la energía es un factor determinante de producción. Un artículo publicado el 17 de junio de 2019 en el diario económico Cinco Días Fernando Soto, gerente de AEGE (Asociación de Empresas con Gran Consumo de Energía) daba cuenta de la magnitud del problema, y resumía así sus peticiones: “Las empresas electrointensivas integradas en nuestra organización, que suman más de 20.000 millones de euros de facturación anual y más de 186.000 empleos estables y de calidad, estamos seriamente preocupadas por el futuro de nuestra actividad, por lo que reclamamos con urgencia un Estatuto de consumidores electrointensivos que aporte certidumbre, que esté dotado económicamente y que facilite compensaciones similares a las que disfrutan nuestros principales competidores europeos. Pedimos las mismas condiciones que ellos tienen desde hace mucho tiempo”.

Es forzoso recordar que la Ley 24/2013 del Sector Eléctrico, en sintonía con lo que ya recogía la Ley 54/1997 de 27 de noviembre, reconoce que “el suministro de energía eléctrica constituye un servicio de interés económico general (SIEG), pues la actividad económica y humana no puede entenderse hoy en día sin su existencia”. Consideración que convierte al mercado eléctrico en un mercado fuertemente intervenido, probablemente el que más, con amplias facultades a favor de la Administración para definir sus aspectos esenciales.

Por eso el caso ALCOA no es un caso de deslocalización más, resulta paradigmático de muchas cosas: de cómo se ha abordado la política industrial en España en los últimos 20 años, de los procesos de privatización seguidos al calor de la apertura de nuestra economía; de la discutida capacidad que tienen los viejos Estados nacionales para enfrentarse a las decisiones de las grandes corporaciones que operan en mercados globales con criterios de rentabilidad definidos a escala mundial, cuando muchas veces, y éste es un caso claro, las condiciones de competitividad están decisivamente influidas por factores locales.

Pero sobre todo, desde el ámbito regulatorio, ALCOA es un paradigma de cómo las ineficacias legislativas influyen de forma decisiva en la marcha de la economía. Muchos pensarán que el peculiar contexto político en el que estamos instalados determina esa ineficacia, pero visto el tiempo transcurrido y los sucesivos gobiernos implicados, es para dudarlo. Y es que el problema de la energía eléctrica en España puede resumirse en pocas palabras como el extraordinario encarecimiento de la electricidad en los últimos años, debido fundamentalmente (aunque no exclusivamente) a errores regulatorios. Este problema, como demuestra el caso ALCOA, acarrea otros, no menos graves: la pérdida de competitividad de la industria, la pérdida de atractivo de España como destino de inversión y una percepción de inseguridad jurídica con efectos muy negativos.

Para desbrozar el caso ALCOA es necesario hacer un poco de historia: ALCOA se hizo en 1998 con el grupo Inespal, empresa estatal perteneciente al INI, aprovechando el proceso de privatización puesto en marcha por el primer gobierno de José María Aznar. La multinacional con sede en Pittsburg se hacía con un grupo que daba empleo a 5.000 empleados y que contaba con trece plantas en España. Oficialmente ALCOA pagó al Estado español, a la SEPI, una cantidad próxima a los 410 millones de dólares, pero de esa cifra hubo que descontar 200 millones para afrontar la deuda anterior del grupo, debido sobre todo a inversiones, y otros 100 millones más por sendas reclamaciones del nuevo propietario. Un negocio ruinoso, reconocido por los responsables de la SEPI, que hablaron poco después de «una operación deficitaria para el Estado español». De aquel grupo industrial hoy sólo queda la planta de San Ciprián (Cervo-Lugo), sobre cuyos 534 trabajadores pesa la amenaza de cierre y despido.

El contrato de venta recogía una garantía sobre el precio de la tarifa eléctrica (el obstáculo que había impedido a ALCOA hacerse con Inespal años antes) que iría de 1998 a 2007, más otros cinco años suplementarios, hasta 2012, con cargo a las arcas del Estado, al establecerse una cláusula según la cual la SEPI pagaría el coste extra energético a partir de unas variables establecidas. Es decir, se fijaba un precio para el kilovatio durante todo ese tiempo y todo lo que pasara de esas cifras lo abonaría el Estado.

Es en 2013 cuando ALCOA tiene que empezar a pagar la energía que consume (recordemos el 40 por ciento de sus costes aproximadamente) sin el colchón de aquella “letra pequeña” que le garantizaba un ahorro multimillonario. Antes, en 2009 ya habían comenzado los problemas para el gigante del aluminio estadounidense. La Unión Europea prohibió la tarifa especial que España le ofrecía a la multinacional, denominada G4, porque daba una ventaja competitiva a las industrias beneficiarias. El gobierno diseñó un sistema para compensar a las industrias electrointensivas por  ofrecer un  servicio de  “interrumpibilidad”.

¿Qué es esto? Básicamente un sistema por el que en periodos en que la demanda de electricidad es muy alto, estas fábricas reducen drásticamente su consumo, se desconectan del sistema para permitir que la luz llegue a todos los hogares. A cambio reciben pagos millonarios. Pero en 2013, la UE manifestó su recelo a estas ayudas y con el ministro José Manuel Soria al frente de Industria se sustituyó el sistema de asignación directa por un modelo de subastas a la baja para que el reparto de estas compensaciones atendiese a las reglas de la competencia, y evidentemente para ahorrar dinero en un contexto de caída de la demanda y un exceso de capacidad instalada que, ante el menor riesgo de saturación de consumo en el sistema eléctrico, hacen menos necesario el servicio de interrumpibilidad.

El fracaso de ALCOA en la primera de las subastas, en noviembre de 2014, provocó la amenaza de cierre de sus dos plantas de Avilés y Coruña. A finales de 2014 se produjeron otras dos subastas extraordinarias y entonces si consiguió los paquetes de interrumpibilidad que necesitaba para operar con precios asumibles. Con ello dio carpetazo momentáneo a sus planes de clausura y los centros de La Coruña y Avilés siguieron funcionando. Aunque con la advertencia de que resultaba urgente abordar el asunto de la tarifa eléctrica dadas las insuficiencias evidentes del sistema de subastas de interrumpibilidad.

Sin embargo, en octubre de 2018 la amenaza sobre estos dos centros de producción se concretó definitivamente: la multinacional anuncia su cierre alegando una “improductividad” ocasionada por problemas estructurales, su “menor capacidad de producción, una tecnología menos eficiente y elevados costes fijos”, todo unido al sempiterno problema del coste de la energía.

El episodio que se abre a continuación, penúltimo camino de ésta novela por entregas, es más propio de la vieja picaresca española del Siglo de Oro; una buena muestra de ese capitalismo no ya de amiguetes, sino de pura y dura rapiña que aflora en los momentos de crisis de la mano de avispados empresarios de fortuna, dispuestos a repartirse los despojos de un patrimonio industrial que el Estado no ha querido o sabido defender. ALCOA abrió un verdadero “casting” para seleccionar posibles compradores para sus plantas de Coruña y Avilés y, finalmente, con todas las bendiciones del Ministerio de Industria, supervisor y garante del proceso, el 31 de julio de 2019 se las adjudicó a Parter Capital Group, un fondo de inversión suizo sin conocimiento alguno en el sector fabril del aluminio. “Un día para la satisfacción y la esperanza” en palabras de la Ministra Reyes Maroto. Pronto se agotó la esperanza: recientemente hemos sabido que Parter ya ha cedido el control de las plantas a un denominado Grupo Industrial Riesgo (el sarcasmo del nombre se las trae), nuevo propietario de Alu Ibérica (nombre con el que ahora operan las plantas de Avilés y Coruña de la antigua ALCOA) denominación comercial de PMMR 1866 SL, sociedad constituida el 9 de mayo de 2019 con 3.000 euros de capital social, sede en Benalmádena (Málaga) y carácter de sociedad limitada unipersonal. Detrás se encuentra el empresario Víctor Rubén Domenech y un oscuro entramado de sociedades. Panorama muy negro para la reactivación de estas dos plantas, que permanecen hibernadas apenas un año después de su venta con todo el aparato comunicativo oficial detrás.

Para lo que aquí interesa cabe preguntarse: y, en todo éste tiempo, ¿qué se ha  hecho para ofrecer esa tarifa eléctrica predecible, estable y competitiva, al menos en términos europeos, recurrente reclamación de las empresas que como ALCOA necesitan un alto consumo de energía en sus procesos productivos?

Con Pedro Sánchez ya instalado en La Moncloa y en plena crisis por el cierre de las plantas de aluminio primario, el gobierno aprueba el Real Decreto-ley 20/2018, de 7 de diciembre, de medidas urgentes para el impulso de la competitividad económica en el sector de la industria y el comercio en España. En él se reconoce la necesidad de dotar de especial protección a la industria electrointensiva en línea con lo que sucede en el resto de la Unión Europea. Por  ello se reconoce que es necesario y urgente arbitrar mecanismos que permitan optimizar el coste que la energía eléctrica tiene para estos consumidores y, de esta forma, mejorar su competitividad internacional. En su art. 4 se crea la figura del consumidor electrointensivo y se da un mandato al gobierno para que, “en el plazo de seis meses, elabore y apruebe un Estatuto de consumidores electrointensivos, que los caracterice y recoja sus derechos y obligaciones en relación con su participación en el sistema y los mercados de electricidad”.

El RD-Ley fue sometido a convalidación del Congreso de los Diputados el 20 de diciembre de 2018, sesión a la que asistieron los comités de empresa de ALCOA en Avilés y Coruña. Tras una intervención de la ministra Reyes Maroto que no formará parte de su mejores tardes, el RD salió adelante gracias a una mayoría de votos escépticos (111, Si; 4, No; 228, Abstenciones).

La portavoz más beligerante de aquélla sesión fue la diputada por La Coruña Dña. Yolanda Díaz Pérez, del Grupo Parlamentario Unidos Podemos-En Común Podem-En Marea, que en un pasaje especialmente vibrante le espetaba a la ministra: “señora ministra, dos de las medidas que trae usted aquí de energía y para los sectores de las industrias electrointensivas en nuestro país nos las deriva usted a seis meses. ¿Es urgente o no lo es, señora ministra? ¿Usted cree que es serio un precepto como el cuatro? Nos llevan anunciando —sin que nunca lo hagan— que España por fin va a hacer un estatuto que regule la electrointensividad y los grandes consumidores, como en Francia, en Alemania y en los países serios, y nos dice que  trae este real decreto para hacer otro real decreto dentro de seis meses. No es serio, señora ministra. Se lo digo con todo el cariño: no es serio.”

 El 25 de abril del 2019 la CNMC hace público el informe preceptivo sobre el Proyecto de RD que regula el Estatuto de consumidores electrointensivos, remitido por el gobierno el 18 de Marzo. De ese informe interesa destacar un párrafo suficientemente ilustrativo: “En este sentido, la CNMC pide analizar en mayor detalle todos los mecanismos desde la óptica de la normativa de ayudas de Estado y recomienda que se tengan en consideración las ayudas a la industria electrointensiva que otros Estados miembros han adoptado y que ya han sido autorizadas por la CE”. Hablando claramente, el organismo regulador viene a decir: oiga, copien ustedes de otros países como Francia, Italia o Alemania que forman parte de la UE como nosotros y hace tiempo que adoptaron mecanismos que les ha permitido ofrecer una tarifa eléctrica competitiva a su industria. Entre los años 2017 y 2018, el precio eléctrico final pagado por la industria española fue de 20 a 25 euros/MWh más caro que el de sus competidores franceses y alemanes, respectivamente, lo que significa un 50% mayor.

El pasado 11 de febrero de 2020, 14 meses después de que se autoconcediese un plazo de seis meses para ponerlo en marcha, el gobierno hizo público el texto del último Proyecto de Estatuto para la industria electrointensiva. Ha recibido alegaciones de todo tipo de entidades y colectivos y ha conseguido algo extraordinario en estos tiempos de polarización: unir en torno a un mismo escrito de alegaciones pidiendo cambios significativos a la Xunta de Galicia (PP), el Principado de Asturias (PSOE) y el Gobierno de Cantabria (PRC).

Puede que finalmente el ansiado Estatuto vea la luz, aunque si no hay cambios significativos su utilidad parece muy dudosa. Máxime tras asistir al último paso de éste largo vía crucis: la comparecencia el pasado martes ante la Comisión para la Reconstrucción Social y Económica del Congreso de D. Andrés Barceló, secretario de la Alianza por la Competitividad de la Industria Española y Director General de la Unión de Empresas Siderúrgicas (Unesid), quien calificó la última propuesta del gobierno para la industria electrointensiva como un “insulto”: ”si sale como el último borrador que nos presentaron, que lo dejen. Ya que si para el principal sector industrial, que es el siderúrgico, la rebaja contemplada en el último marco regulatorio propuesto era de 56 céntimos por Megavatio/hora… Eso es un insulto. No tiene otro nombre”. Sin pelos en la lengua. Los trabajadores de ALCOA que estos días pelean por mantener las instalaciones de San Ciprián en Lugo y sus 534 puestos de trabajo, último reducto del sector del aluminio primario en España (recuerden, esto empezó con 5000 empleos), agradecerán esta sinceridad.

Desde diciembre de 2014, fecha del primer anuncio de deslocalización de ALCOA, se han celebrado siete procesos electorales de alcance nacional. En todos ellos la promesa de una tarifa eléctrica singular para la industria electrointensiva (predecible, estable, competitiva…) ha formado parte del corazón de las propuestas electorales de todos los partidos, muy especialmente de los que lideraban el gobierno en aquella fecha o lo hacen ahora.

Procesos traumáticos como los de ALCOA o de la planta de Nissan en la Zona Franca de Barcelona obedecen seguramente a múltiples factores, algunos de ellos derivados de complejas estrategias globales. Pero, en el caso ALCOA, su lento y paulatino proceso de deslocalización ha estado marcado por una reivindicación de sobra conocida; no hay sorpresa ni amenaza nueva. Lo que sí ha habido es una omisión flagrante por parte del Estado; la omisión de la diligencia debida en lo que es su principal obligación en el ámbito económico: generar un entorno competitivo para que la actividad empresarial, en este caso industrial, pueda desarrollarse plenamente. Aquí ha fallado el entorno regulatorio, pues todo lo demás España lo tenía: instalaciones, procesos, tecnología, personal cualificado… Sólo faltaba la regulación y, ahí, con haber copiado a nuestros vecinos europeos, hubiese sido suficiente. Pero ha faltado voluntad política, ese arcano que opera intramuros del Consejo de Ministros y que ha estado presto para apoyar a otros sectores. Desde luego, no a la gran industria, la que curiosamente ofrece el empleo más cualificado, más estable y de mayor calidad.

Sólo me queda una curiosidad, ¿qué pensará de todo esto aquélla enérgica diputada gallega que en el pleno del Congreso le espetó a la ministra de Industria aquello de: “esto no es serio, ministra”? ¿Seguirá pensando lo mismo, ahora que comparten asiento en el Consejo de Ministros y ella es titular, nada menos, que de la cartera de Trabajo?

Los obstáculos prácticos para la carga de vehículos eléctricos

Si bien es cierto que esta situación coyuntural que estamos viviendo por causa del ya tan nombrado coronavirus nos está a una situación límite económicamente, también está dando visibilidad al impacto que tenemos los ciudadanos en la calidad ambiental de nuestras ciudades. Es evidente que el descenso de concentraciones de dióxido de nitrógeno en más de un 50% en los grandes núcleos urbanos de nuestro país, fruto del confinamiento, no es sostenible en un escenario de vuelta a la normalidad dentro una urbe concebida en torno al “cochecentrismo”. A pesar de que venimos presenciando una tendencia general a desviar el tránsito de vehículos de las zonas más céntricas por parte de las instituciones, y recientes hechos como que la peatonalización de grandes avenidas parece tener un rol clave en la desescalada, es indudable pensar que, aunque estos eventos suponen un cierto empuje, queda un largo camino por recorrer en la transición a una movilidad sostenible.

Esto se refleja en el lento acompañamiento que se le está dando al vehículo eléctrico, cada vez más normalizado en el parque automovilístico nacional. Ha habido poco seguimiento institucional posterior a la entrada en vigor del Real Decreto Ley 15/2018, de 5 de octubre, de medidas urgentes para la transición energética y la protección de los consumidores, cuya finalidad fue abrir puertas a nuevos prestadores de servicios de recarga de coches eléctricos. Este Real Decreto-Ley derogó el entonces vigente RD 647/2011, de 9 de mayo, por el que se regulaba la actividad de gestor de cargas del sistema para la realización de servicios de recarga energética. Así, se puso fin a la figura del Gestor de Carga abriendo la posibilidad a que los propios consumidores (empresas o particulares) puedan ofrecer servicios de recarga. No obstante esa eliminación de barreras resulta en vano si existe una inseguridad jurídica resultante de un reglamento que sigue aún pendiente de desarrollo. La falta de una disposición normativa en que aparezca detallada dicha prestación del servicio en cuanto a requisitos e información necesarios a cumplir por los prestadores, se une al poco aliciente que a corto plazo tiene invertir en la implementación de esta tecnología. Los horizontes de recuperación de la inversión en servicios de movilidad son largos puesto que necesitan una capilaridad por todo el territorio, es decir que es necesaria la presencia de cargadores por toda la geografía nacional. La transición es cuestión de prioridades y puede no estar en la agenda de los operadores que se dedican al abastecimiento de combustibles tradicionales, para los cuales el cambio supone una oportunidad pero también canibalizar el grueso de sus ingresos actuales.

Recientemente, desde el Ministerio de Transportes se ha dado un paso para tratar de mejorar la experiencia de los conductores de coches eléctricos mediante la modificación parcial de la Orden Ministerial de accesos a la Red de Carreteras del Estado. El pasado mes de febrero se publicó la Orden TMA/178/2020, de 19 de febrero, por la que se modifica la Orden de 16 de diciembre de 1997 que regula los accesos a las carreteras del Estado, las vías de servicio y la construcción de instalaciones de servicio. Sin embargo, su contenido se limita a introducir los puntos de recarga eléctrica en la normativa vigente para decir en su artículo único que “cuando se trate de instalar puntos de recarga eléctrica en instalaciones de servicios ya existentes y en explotación debidamente autorizadas, no será necesario ajustar los accesos existentes a lo previsto en la legislación y normativa técnica aprobadas con posterioridad a dicha autorización, siempre que el nuevo uso de recarga eléctrica vaya asociado al uso principal autorizado y quede acreditado que no se produce una afección negativa significativa a la seguridad viaria y a la adecuada explotación de la carretera”.

 

Aunque el precepto tiene el claro objetivo de facilitar la construcción de nueva infraestructura de carga, para el usuario final la recarga va a seguir suponiendo una operativa compleja. Esta complejidad deriva de que actualmente se obliga al consumidor a descargar una aplicación móvil del gestor de carga u operador en cuestión lo que implica dar sus datos personales y aceptar los términos y condiciones de uso. El proceso se complica más cuando se exige adquirir la tarjeta o sistema RFID obligatorios para poder hacer uso de los puntos de carga. Así ocurre en la ciudad de Madrid donde las empresas gestoras de infraestructura de carga en la vía pública condicionan el uso a dicho proceso. Todo ello para poder realizar un servicio que se pretende lo más análogo posible al repostaje de gasolina, lo que va en contra del fin último que persigue el Real Decreto 639/2016, de 9 de diciembre, por el que se establece un marco de medidas para la implantación de una infraestructura para los combustibles alternativos. Contradice el espíritu de la normativa y la letra del artículo 4.5 que prevé que “todos los puntos de recarga accesibles al público proporcionarán la posibilidad de recarga puntual a los usuarios de vehículos eléctricos, sin necesidad de que medie contrato con el comercializador de electricidad o con el gestor de que se trate”.

Existen otros pasos que el legislador puede dar para la promoción de la movilidad eléctrica. El citado RD 639/2016 es una trasposición parcial de la Directiva 2014/94/UE relativa a la implantación de una infraestructura para los combustibles alternativos. Dicha trasposición parcial no recoge el valioso precepto sobre información a los usuarios (artículo 7.7): “Los Estados miembros garantizarán que, cuando se disponga de datos que indiquen la ubicación geográfica de puntos de repostaje o recarga accesibles al público para los combustibles alternativos contemplados en la presente Directiva, estos sean accesibles a todos los usuarios con carácter abierto y no discriminatorio. Para los puntos de recarga, cuando se disponga de dichos datos, podrán incluir información sobre la accesibilidad en tiempo real, así como información histórica y en tiempo real sobre la recarga”. La falta de esa información ha dado lugar a la entrada de lo que comúnmente se conoce como la figura del agregador en el argot tecnológico: empresas que han hecho de esa información su modelo de negocio, y monetizan el acceso y visualización de dichos puntos de carga mediante la venta de llaveros que permiten hacer uso de los mismos salvando el proceso operativo anteriormente explicado.

No hay que olvidar que, más allá de los intentos institucionales de promover este tipo de movilidad en nuestro país, es el consumidor quién tiene la última palabra en su difusión a través de su decisión de comprar un vehículo u otro, por lo que la facilidad de uso de los coches eléctricos y en particular de su recarga va a tener un papel fundamental. Por ello, la mejor manera de aumentar el parque de estos vehículos es ampliar y simplificar el sistema de recarga, para lo que parece muy acertada la labor de nuestros vecinos portugueses que recogen en un listado todos los puntos de carga de acceso público existentes en el territorio. Esa obligación de carácter informativo también podría complementar a otras que demanda el cliente final como puede ser la certificación de origen de la energía, es decir, si es energía 100% renovable. No en vano, esa ansiada disposición reglamentaria que aún esperan los usuarios, debería primar la evidente necesidad de hacer uso del servicio sin aplicaciones móviles y/o cualquier mecanismo que suponga obstaculizar el proceso, es decir como en un repostaje tradicional.