Entradas

La libertad de llevar mascarilla

“El triunfo del despotismo es forzar a los esclavos a que se declaren libres”.

(I. Berlin, “Dos conceptos de libertad”, Sobre la libertad, Alianza, 2004, p. 248)

Tal vez, después de tanto tiempo en que algunas de nuestras libertades  se han visto afectadas por prolongados estados de alarma discontinuos, con división de opiniones sobre su procedencia para limitar derechos fundamentales con la intensidad que lo han sido (no entraré en este debate, a punto de resolverse por el Tribunal Constitucional, con una fractura, al parecer, más que evidente en su seno), llegó por fin el día ansiado por tantas personas para prescindir de la mascarilla en espacios públicos, siempre que se den las condiciones exigidas por la norma, complejas, en algunos casos, de determinar de modo claro y contundente. Dentro y fuera son representaciones espaciales sencillas de percibir; pero, a veces, no fáciles de delimitar. Y de lo de “medir” la distancia, mejor no hablemos.

Ciertamente, tiempo habrá de constatar qué impactos reales  se han producido durante estos casi dieciséis meses de anormalidad institucional y constitucional en lo que a la erosión y afectación a nuestro patrimonio de libertades reconocido constitucionalmente respecta. La situación era absolutamente excepcional, y las medidas adoptadas también lo han sido. Seguidas con mayor o menor entusiasmo, y con mayor o menor celo, por la inmensa mayoría de la ciudadanía, con las consabidas y siempre presentes excepciones. No sólo con la convicción o la disuasión, sino también con la coacción se combatió a la pandemia. Hay ciudadanía responsable, pero también la hay “sorda” a tales mensajes.

Este fin de semana pasearse por nuestras ciudades ofrecía una estampa dispar. Había quienes, por fin, mostraban su rostro (dejemos de lado la estupidez de la sonrisa), y también estaban aquellas otras personas que, prudentemente, seguían optando por continuar usando la mascarilla en los espacios públicos, donde muchas veces es imposible materialmente mantener las consabidas distancias o saber a ciencia cierta si estas existen. Tales actitudes, representan dos modos de ejercicio de la libertad, con todos los matices que se quieran: quienes se sentían liberados, y quienes aún pensaban que era temprano para desprenderse de tan incómoda prenda. Probablemente, con el transcurso de los días (y siempre con el permiso de la variante delta y su versión plus) quienes abandonen las máscaras serán cada vez más, y menos quienes se inclinen por seguir con su uso. Un tema de elección personal, donde pueden entrar en juego muchas circunstancias a ponderar; aunque en la mayor parte de la población esa reflexión ni se suscita: ya no es obligatoria; por lo tanto, fuera. Libres de esa obligación.

En efecto, la prohibición generalizada ya no existe en el espacio público, aunque siga perviviendo un espacio borroso para poder determinar con precisión en qué circunstancias debe utilizarse tal protección (propia y para terceros) y en qué otros casos no. Acostumbrados, como estamos, a que en estos últimos tiempos la libertad nos la module con cuentagotas el poder político, y, asimismo, a que la responsabilidad ciudadana sea objeto de innumerables decretos y órdenes de procedencia dispar, sin apenas darnos cuenta se ha impuesto entre nosotros una concepción de la libertad individual positiva, parafraseando a Isaiah Berlin, que en esencia comporta (más aún en situaciones excepcionales) una delimitación por parte del poder público de qué podemos y qué no podemos hacer, así como el momento de hacerlo y las circunstancias de llevarlo a cabo. Dejando ahora de lado las restricciones fuertes al derecho de libertad (desplazamiento, toque de queda, etc.), es el poder quien nos dice cuándo debemos o no debemos llevar mascarilla o, como se ha producido recientemente, nos invita con fuerte carga mediática y alarde benefactor a desprendernos de tan molesto accesorio.

Obviamente, en un contexto de pandemia y una vez que los riesgos ya son aparentemente mínimos (algo que, todo hay que decirlo, una buena parte de los epidemiólogos no lo comparte), se objetará con razón, es tarea del poder público remover los obstáculos que impiden ejercer la tan demandada libertad de no llevar mascarilla. Hay también razones económicas (turismo). Un poder público responsable debe ponderar, y, si realmente se producen las circunstancias adecuadas, levantar esa medida claramente preventiva. Y, en efecto, así es; siempre que se haga de forma cabal y no se juegue a la ruleta rusa con la vida y salud de la ciudadanía, nada cabe oponer. Pero en esta pandemia, como hemos podido comprobar, las verdades absolutas no existen. Ayer se dice una cosa, y hoy otra. O, al menos, los matices, son innumerables. Y el desconcierto, en ocasiones, se apodera de la ciudadanía.

En cualquier caso, no es propio de un poder público responsable ejercer sus atribuciones dando prioridad a la oportunidad frente a la prudencia o precaución, que son las premisas que deben conducir el ejercicio de sus competencias cuando hay en juego aspectos de tanta importancia. Doy por seguro que han realizado una ponderación. Aunque tampoco se han exteriorizado las razones, más allá de que la vacunación “va como un tiro”. Pero, en el peculiar contexto en el que se ha adoptado esa medida de levantamiento, existe la percepción de que, en este caso, tal vez han existido algunas dosis de oportunismo político y otras (menos aireadas) de paternalismo, vendiendo lo bien que todos nos íbamos a encontrar tras la magnánima decisión gubernamental, mostrando ya nuestra cara de felicidad. Ya lo dijo Kant, como recoge el propio Berlin, “el paternalismo es el mayor despotismo imaginable, y no porque sea más opresivo que la tiranía desnuda, brutal y zafia”, sino “porque es una afrenta a mi propia concepción como ser humano, determinado a conducir mi vida de acuerdo con mis propios fines”. Una cosa es levantar una obligación preventiva por cambio de contexto, y otra muy distinta –cuando hay aún muchas posiciones críticas en la comunidad científica- invitar al ejercicio de esa pretendida libertad graciosamente otorgada por el poder a la ciudadanía.

Probablemente, la decisión tomada habrá sido mayoritariamente aplaudida, porque elimina o suprime una restricción a la libertad, y en ese sentido  cabe constatar que el hartazgo de la ciudadanía a la tortura veraniega de portar esa tela, habrá recibido un asentimiento generalizado. Pero, esa liberación subjetiva también nos plantea una duda: ¿puedo ejercer plenamente, por razón de mis convicciones personales o de simple prudencia, mi libertad negativa a no seguir las pautas establecidas que me liberan de tal carga? Evidentemente que sí, contestará cualquiera. Y, en efecto, así es. No obstante, que nadie se extrañe de que, en determinados ámbitos y por ciertas personas, se le tache a quien siga usándola de extravagante (¿lo son, como los hay, los mayores de 60 años, o incluso de menor edad, que aún no han recibido la segunda toma?, ¿o quien no ha recibido ninguna?).

Lo que quizás se conoce menos es que, tal como defendiera magistralmente el propio Berlin, el pluralismo que implica la libertad negativa de no seguir (siempre que ello sea posible normativamente) las directrices generales, de acuerdo con la conciencia de cada cual y su visión de las cosas, aparte de su prevención para no ser contagiado o, en su caso, de la prudencia y del compromiso social de no contagiar a los demás, es –según concluye este autor- “un ideal más verdadero y más humano de los fines de aquellos que buscan en las grandes estructuras disciplinarias y autoritarias el ideal de autocontrol ‘positivo’”. Más aún en tiempos tan vidriosos como una pandemia. Como recordara Schumpeter, en cita también del propio Berlin, “darse cuenta de la validez relativa de las convicciones propias y, no obstante, defenderlas resueltamente, es lo que distingue a un hombre civilizado de un bárbaro”.

La libertad de elección debiera haber sido el mensaje. No lo ha sido. Era la única forma de trasladar a la ciudadanía el ejercicio de su libertad, una vez informada de los hipotéticos riesgos. Esa concepción propia de nuestros días de que la libertad también es una suerte de prestación graciable del poder público, aunque preñada por el contexto pandémico, representa una idea perturbadora de lo que es el Estado Constitucional. Y no diré nada más, por ser prudente. Pero si leen o releen el conocido opúsculo de Berlin, lo descubrirán.

Pandemia, seguridad jurídica y Estado de Derecho

La política, entendida como actividad encaminada a alcanzar y ejercer el poder, está tan íntimamente ligada al Derecho -entendido este como el conjunto de normas que regulan la convivencia en sociedad- que es difícil, por no decir imposible, desentrañar dónde empieza una y acaba otro.

Esta interrelación tan estrecha tiene una serie de manifestaciones que, no por sabidas, deben ser pasadas por alto. Así, no está de más recordar que el poder (el desempeño de cargos públicos) en nuestra democracia es legítimo porque se alcanza de manera pacífica y ordenada a través de elecciones libres y limpias reguladas, como lo podía ser de otro modo, por el Derecho a través de la ley que nos damos a nosotros mismos entre todos.

Sin embargo, la cuestión de la legitimidad del poder no se agota en la victoria electoral, sino que obliga a un examen continuo y continuado en el día a día mediante el pleno respeto a las normas jurídicas a las que también el poder está sujeto. Dicho de otro modo, las elecciones no son una patente de corso que permite actuar a su antojo a los políticos durante cuatro años hasta las siguientes elecciones.

Un somero examen de la composición de los distintos gobiernos de alguna Comunidad Autónoma lo demuestra: los Gobiernos de Andalucía, Madrid o Navarra, por poner solo algunos ejemplos, están sustentados por grupos parlamentarios que no ganaron las correspondientes elecciones en el cómputo total de votos; y, sin embargo, nadie, salvo aquel que quisiera retorcer el funcionamiento de nuestra democracia, podría pensar que ostentan el cargo de manera ilegítima. Y son legítimos (además de por su respaldo parlamentario) porque gobiernan conforme a Derecho, por normas previamente establecidas y de acuerdo a procedimientos también legales.

No en vano el artículo 9.3, junto con una serie de principios que no sólo actúan como informadores del ordenamiento, sino que poseen plena aplicación práctica, dispone que “La Constitución garantiza (…) el principio de legalidad (…) y la responsabilidad y la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos.”.

El Estado de Derecho por tanto no es solo democracia o, en todo caso, ésta no es solo ejercer el derecho a voto, sino que incluye el respeto a una serie de principios y garantías que limitan el poder y protegen al individuo.

Precisamente uno de esos principios es la seguridad jurídica, principio que puede considerarse como el fundamento mismo del Derecho. El Derecho no puede ser justo sin la garantía de estabilidad, de seguridad, que se le presupone. Al mismo están sujetos especialmente los poderes públicos pues es a ellos a los que corresponde aprobar las normas que rigen sobre todos.

Nadie diría que un ordenamiento en el que no se cumplen la más elemental seguridad jurídica es justo. Piénsese en un conjunto de normas de las que ni siquiera pueda saberse, por ejemplo, cuánto porcentaje de su sueldo paga de IRPF, si su inquilino puede o no hacer obras o, más preocupante aun, los años de cárcel a los que puede enfrentarse si es acusado de algún delito. Más aún, imagine un sistema en el que la respuesta a esas dudas dependiera enteramente de la decisión arbitraria de una persona.

Piense ahora en la incertidumbre de no saber si puede salir de su casa o no, si puede salir a determinada hora o no, si puede ver a su familia o no, en la calle o en casa o en un bar. Aun así, todas ellas cuestiones que, mal que bien, podemos saber con claridad; pero otras como el número de personas que pueden viajar en el mismo coche y en qué condiciones o el aforo en el interior de los bares han variado tanto que no es fácil estar al día. Y es que el marasmo de disposiciones extraordinarias ha convertido el conocimiento cierto de las normas en una tarea casi imposible hasta para los expertos.

Así, desde la aprobación del RD 463/2020 de 14 de marzo por el que se proclamó el primer estado de alarma, hemos visto saltar por los aires una de las más importantes cualidades del ordenamiento jurídico en un Estado de Derecho: la certeza; aquella que le hace, en gran parte, ser lo que es.

Pero si bien la pandemia del coronavirus puede servir de explicación al deterioro del ordenamiento jurídico en ningún caso puede servir de excusa pues, como decíamos, es a los poderes públicos (sujetos a la Constitución por imperativo de su artículo 9.1) a los que corresponde hacer efectivos los mandatos constitucionales y respetar sus principios.

Y el respeto de estos por la certeza y la seguridad jurídica puede calificarse cuanto menos de deficiente. Dejemos a un lado la dudosa utilización del estado de alarma para la supresión de derechos fundamentales (función que, para muchos, entre los que me incluyo, excede el ámbito que la constitución le otorga – léase el artículo 55.1 CE – y que próximamente será objeto de pronunciamiento por parte del Tribunal Constitucional); y que, bajo el paraguas de la “cogobernanza” se haya sustraído de las decisiones sobre las restricciones a los parlamentos autonómicos (enojando a legislar a golpe de decreto). Centrémonos únicamente en el volumen de decretos superpuestos, derogatorios y “reaprobatorios” que se han sucedido desde marzo de 2020. Solo en Murcia, desde donde escribo, se han aprobado unas cien órdenes de la Consejería de Salud y, de enero a marzo de 2021, hasta 33 decretos del presidente (justo es decir que alguno de ellos – en número mínimo – no tenía que ver con la gestión sanitaria).

No es de extrañar que los destinatarios de dichas normas sufran hastío y no sepan ya muy bien a qué atenerse o que pueden o no hacer en su día a día.

Es, precisamente esto sobre lo que hay que poner el foco y lo que debería preocuparnos hoy en día: esta pérdida de legitimidad democrática que corre el riesgo de desembocar en una crisis de obediencia al derecho. Porque lo que está en juego es casi tan importante como la vida de cada uno de nosotros para cuya protección se han adoptado tal cantidad de normas.  Además de que, dicho sea de paso, no es incompatible en absoluto la adopción de medidas eficaces para la protección de la salud con el respeto por el principio de legalidad y los más elementales procedimientos propios de un Estado de Derecho.

Cuando la certeza desaparece de la ley, cuando se percibe como injusta o innecesaria, entonces se convierte en una carcasa vacía; en algo que viene impuesto por el mero uso de la fuerza (véase sanción o amenaza de sanción). Lo cual hace resentirse la obediencia a las normas. Ni siquiera aquéllas que se toman para proteger la salud de todos se verán ya como legítimas y necesarias; y sólo se cumplirán mientras esa fuerza amenazante esté presente. Es decir, mientras la policía pueda pillarme. En cuanto ésta desaparezca, germinará como mala hierba el incumplimiento de la norma. Hoy en día, eso se traduce en riesgo sanitario.

Sin duda la pandemia de coronavirus exige un esfuerzo por parte de todos, incluso soluciones audaces para superarla, pero desmontar poco a poco el Estado de Derecho no es la solución. Porque cuando la pandemia desparezca y la siguiente crisis nos afecte puede que el ordenamiento jurídico esté tan denostado que ya no valga para la tan elemental función de limitar el poder y defendernos a todos frente a la arbitrariedad de los poderes públicos.

9-M: ¿hacia el abismo jurídico?

El Gobierno parece convencido de no querer ampliar la prórroga del estado de alarma y está dispuesto a endosar aún más la responsabilidad de la gestión a las CCAA, en el mejor de los casos coordinadas a través del Consejo Interterritorial. Todo ello, para colmo, sin haber mediado reformas legales en los últimos meses que hubieran podido aclarar el marco jurídico. Y es que, por el momento, el Parlamento ni está ni se le espera; ni para legislar ni para ejercer su función de control al Gobierno de forma mínimamente rigurosa. De hecho, las únicas novedades normativas relevantes han sido la Ley 2/2021, que traía causa del Real Decreto-ley 21/2020, pero que se ha limitado a prever algunas medidas de prevención e higiene (como la obligatoriedad de las mascarillas -todo sea dicho, con el caos interpretativo posterior en relación con su uso en playas o en el campo-) y a otras cuestiones sobre coordinación de la información o los transportes. Y, anteriormente, se aprobó la reforma procesal para la ratificación o autorización judicial de las medidas sanitarias con destinatarios no identificados, que sólo aportó confusión.

Por ello, casi 11 meses después de que finalizara el primer estado de alarma, nos encontramos de nuevo ante el abismo jurídico, como ocurrió en verano en aquello que fue bautizado como el periodo de nueva normalidad. Ya entonces comentamos aquel sindiós con resoluciones judiciales contradictorias y descoordinación entre CCAA, que abocó al actual estado de alarma (aquí o aquí). La duda vuelve a ser: ¿es necesario mantener el estado de alarma o a estas alturas podemos gestionar la pandemia con los poderes ordinarios de las autoridades sanitarias?

La respuesta jurídica debe ceder el paso a la que nos den los epidemiólogos y otros expertos, ya que el vehículo jurídico dependerá de las medidas que sea necesario adoptar para contener la pandemia. No es lo mismo que haya que mantener toques de queda y confinamientos perimetrales, que si basta con la limitación de aforos y el uso obligatorio de mascarillas. En este último supuesto, si sólo fueran necesarias medidas de prevención e higiene cuya afectación a derechos fundamentales es colateral, en mi opinión sería suficiente con la cobertura jurídica dada por la legislación ordinaria.

Sin embargo, trataré de justificar por qué creo que debería decretarse el estado de alarma en el caso de que siguieran siendo necesarias restricciones más intensas, como las actuales. De hecho, el Gobierno tiene difícil justificar lo contrario, porque si ahora sostuviera que las autoridades sanitarias pueden decretar toques de queda o confinamientos perimetrales sin estado de alarma, estaría implícitamente admitiendo que el que declaró hace 6 meses fue ilegítimo por innecesario. No podemos olvidar que la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio (LOEAS) exige que sólo se recurra al mismo “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1.1).

No obstante, dista de ser pacífica la cuestión sobre si es necesario acudir al estado de alarma o si bastaría con los poderes ordinarios -mejorando, en su caso, la actual legislación sanitaria-, en especial cuando hay que restringir derechos fundamentales de forma generalizada. En donde parece que hay más acuerdo es en lo improcedente de haber atribuido a los jueces la ratificación de estas restricciones generales, desconociendo que no es igual la posición del juez cuando autoriza o ratifica un acto administrativo singular que afecta a una persona o a un grupo determinado de individuos que cuando se trata de medidas con naturaleza más cercana a la reglamentaria.

En cuanto al problema principal, dónde situar la frontera entre los poderes ordinarios y los extraordinarios regulados en el estado de alarma, a mi entender la debemos encontrar en la magnitud de la crisis. Como señala la LOEAS, el estado de alarma permite responder a “catástrofes, calamidades o desgracias públicas… de gran magnitud” o “crisis sanitarias… graves” (art. 4).  De lo cual se derivará la necesidad de concentrar el poder más allá de la mera coordinación, y la mayor intensidad y proyección de las restricciones.

Así entendido, la autoridad sanitaria, ante una crisis que no sea de especial magnitud, puede adoptar en ejercicio de sus poderes ordinarios medidas restrictivas de derechos fundamentales, que habrán de proyectarse sobre personas individuales o colectivos delimitados. Con ejemplos se comprende mejor: no es lo mismo gestionar un brote de legionella, como el que se produjo en Murcia en 2001, que una pandemia; y no es igual confinar un hotel porque ha habido un contagio que toda una ciudad o que cerrar una comunidad. Por otro lado, tampoco es fácil valorar si resultaría suficiente con la mera coordinación cuya competencia puede ejercer el Gobierno -como estudié aquí– o si habría que llegar a un mando único, aún flexible.

De esta guisa, habida cuenta de la gravedad de la actual crisis y de la intensidad de las restricciones, creo que el Gobierno hizo bien en declarar el estado de alarma hace seis meses -aunque su diseño y posterior prórroga presentan a mi parecer graves carencias constitucionales como ya expuse aquí– y, según lo ya dicho, seguirá siendo necesario salvo que la evolución de la pandemia y la extensión de las vacunaciones llevaran a que no haya que restringir de manera tan intensa la libertad de los ciudadanos. Ahora bien, sea como fuere, lo más importante es que se respeten las garantías propias de un Estado democrático de Derecho.

Y, aunque hasta el momento los anteriores estados de alarma no hayan sido “ejemplares”, sigo pensando que bien diseñado el estado de alarma ofrece un marco más adecuado para responder a una crisis de la magnitud de esta pandemia. En primer lugar, el mando único debería ayudar a tener un centro al que imputar la responsabilidad de las decisiones, aunque se pueda flexibilizar para dar participación a las Comunidades en la gestión. Lo que no es de recibo es la desrresponsabilización actual del Gobierno estando decretado el estado de alarma. En segundo lugar, es al decreto del estado de alarma al que, como norma con rango de ley, corresponde recoger las restricciones que se impongan. Por lo que tampoco podemos dar por bueno un decreto como el que se acordó hace seis meses ayuno de contenido normativo, mera norma habilitante a favor de los Presidentes autonómicos. Y, muy especialmente, debe garantizarse el control parlamentario. Es a través de ese control, con un debate público, donde debería dejarse constancia de la razón última que justifica la adopción de las concretas medidas. Algo que no se produce en órganos intergubernamentales que se reúnen a puerta cerrada ni con decisiones administrativas. Reitero: la luz y los taquígrafos de la sede parlamentaria son una garantía esencial de nuestra libertad. De igual forma, el Tribunal Constitucional debería actuar con celeridad para garantizar el control jurisdiccional de las restricciones.

Asimismo, y con independencia de que las medidas restrictivas de derechos fundamentales se adopten en el marco del estado de alarma o de acuerdo con la legislación ordinaria, las mismas deberán tener una adecuada previsión legal y deberán respetar el principio de proporcionalidad. En cuanto a la previsión legal, la legislación ordinaria en materia de salud pública es francamente deficitaria a la hora de contemplar las restricciones. En particular, la LO 3/1986 es insuficiente en su dicción y, como recientemente ha indicado el Consejo de Estado, la inacción del legislador nacional no justifica que las CCAA se lancen a aprobar sus leyes como ha intentado Galicia. Tampoco la LOEAS es mucho más detallada pero las medidas restrictivas de la movilidad encuentran una mejor cobertura y el rango de ley del decreto que las acuerda le da más solidez.

Y, por lo que hace a la proporcionalidad de las mismas, aunque el fin perseguido sea indudablemente legítimo, la lucha contra la pandemia no puede eludir un análisis más detallado. Hasta el momento, las medidas que se han adoptado adolecen de una deficitaria motivación, en especial en relación con lo que sería el juicio de proporcionalidad en sentido estricto. Una situación que es aún más preocupante ante la falta de transparencia en relación con los informes técnicos que acreditarían su necesidad. No podemos conformarnos con lo que se dice en la Exposición de Motivos o lo que se filtra a la prensa. Todos los informes técnicos y las actas de sus reuniones deberían ser públicas.

Llegados a este punto, lamento tener que concluir advirtiendo que hemos vuelto a dejar pasar un tiempo precioso para haber ofrecido algo de certidumbre jurídica, por lo que auguro que seguiremos en este goteo de decisiones políticas donde el Derecho se ha convertido en algo maleable y nuestras garantías en puro atrezzo.

De Corcuera a Marlaska

Hace casi tres décadas, en noviembre de 1993, José Luis Corcuera dimitía como Ministro del Interior del Gobierno de Felipe González como consecuencia de que el Tribunal Constitucional (Sentencia 341/1993, de 18 de noviembre) estimara parcialmente el recurso de inconstitucionalidad presentado por el Partido Popular contra la Ley de Seguridad Ciudadana aprobada durante su mandato, conocida popularmente como la “Ley Corcuera”.

Esta Ley, a juicio del Tribunal Constitucional, suavizaba de tal forma el concepto de “delito flagrante” (una de las tres situaciones excepcionales que, junto con el consentimiento y la orden judicial, contempla el art. 18.2 de la Constitución Española para permitir la entrada de los Cuerpos y Fuerzas de Seguridad del Estado en un domicilio) que posibilitaba “entradas y registros domiciliarios basados en conjeturas o en sospechas que nunca, por sí mismas, bastarían para configurar una situación de flagrancia”. El Tribunal Constitucional, con su pronunciamiento, blindaba así la inviolabilidad del domicilio como derecho fundamental y daba un aviso a navegantes (en especial, a los legisladores y sus tentativas de injerir en derechos tan elementales para los ciudadanos). El Ministro, que ya había anticipado públicamente que, si la justicia “modificaba una coma” de su ley, dimitiría, cumplió con su palabra y se marchó.

Recientemente, hace apenas tres semanas, este mismo derecho fundamental ha vuelto a ser objeto de debate y discusión. Debate que, a mi entender, no tiene excesivo recorrido desde un punto de vista jurídico, aunque lamentablemente en los tiempos que corren esto carezca de la más mínima importancia. Como recordarán, a finales de marzo de este año se difundieron a través de las redes sociales unas imágenes en las que se podían ver a determinados agentes de policía que, ante la sospecha de que se estaban organizando fiestas o reuniones que infringían las normas sanitarias en vigor, se presentaban en domicilios particulares intentando identificar a las personas que se encontraban en su interior. Ante la negativa de estas personas a permitir la entrada de los agentes en su domicilio, éstos hacían uso de la fuerza para acceder a los domicilios y así lograr la identificación pretendida. Las imágenes rápidamente se convirtieron en “virales” y se planteó en la calle la duda de si, independientemente de que la actitud de los jóvenes de infringir las normas sanitarias pudiera ser reprochable desde un punto de vista moral, realmente los agentes habían actuado de forma ajustada a derecho.

Como he señalado antes, la Constitución Española en su artículo 18.2 contempla únicamente tres excepciones a la inviolabilidad del domicilio: el consentimiento, la orden judicial y el delito flagrante. Simplemente con echarle un vistazo a las imágenes se descarta automáticamente la existencia de alguno de los dos primeros supuestos (es evidente que los agentes accedían sin contar con el consentimiento de los titulares de la vivienda y sin orden judicial). Siendo esto así, el único pretexto que pudiese permitir a los agentes acceder a dichas viviendas sería el hecho que se estuviese cometiendo un flagrante delito en su interior. Sin embargo, también cabe descartar con rotundidad la existencia de delito flagrante: celebrar una fiesta o reunión que incumpla las normas sanitarias en vigor se trataría, en su caso, de una infracción administrativa, pero en absoluto estaríamos ante un acto tipificado como delito en la legislación penal. Por todo lo anterior, surge una conclusión: las imágenes mostraban innegables vulneraciones de la inviolabilidad del domicilio.

Sin querer restar un ápice de importancia a la desproporcionada actuación que llevaron a cabo los agentes de policía, a mi juicio, lo que más daño provocó a nuestro sistema democrático y más resquebrajó la esencia de sus instituciones, tuvo lugar en las horas posteriores a la difusión de las imágenes.

Por un lado, tremendamente preocupantes fueron las declaraciones que realizó el Ministro del Interior, Fernando Grande-Marlaska, cuando le preguntaron sobre el vídeo difundido. Analizando en frío la situación, Marlaska no tenía más que 3 opciones ante las preguntas de los periodistas: (i) mostrar su preocupación por las imágenes reconociendo un error por parte de los agentes, (ii) negarse a pronunciarse sobre las mismas (pudiendo incluso usar el pretexto de que las imágenes estaban siendo objeto de juicio), o (iii) justificar y defender el desempeño de los agentes de la policía. Como es de sobra conocido, Marlaska optó por la más incomprensible de todas las opciones: la justificación y defensa de las actuaciones policiales. Si bien en un primer momento pudiera sorprender que Marlaska optase por esta opción, lo cierto es que, conociendo su historial, lo ciertamente asombroso hubiese sido que entonase el mea culpa y reconociese el error. Por lo tanto, el panorama es el siguiente: un Ministro del Interior, juez de profesión y con una gran trayectoria en la Audiencia Nacional, justificando actuaciones policiales que suponen la vulneración de derechos fundamentales.

Por desgracia, el despropósito no terminó con las declaraciones del Ministro. Transcurridas unas horas, también en prensa, se reveló que las actuaciones de los agentes estaban fundamentadas y amparadas en una orden emitida por el propio Ministerio del Interior. Orden que, dirigida a la Dirección General de la Policía, solicitaba expresamente que se llevaran a cabo actuaciones para limitar las reuniones de grupos de personas en lugares tanto públicos como privados. Es decir, no sólo el Ministro del Interior había salido a justificar estas actuaciones a posteriori, sino que el mismo Ministro había emitido de forma premeditada desde su ministerio una orden que amparaba este tipo de comportamientos.

La existencia de esta orden es de una gravedad extrema ya que pone de manifiesto que, en la España del siglo XXI, derechos consagrados como fundamentales en nuestra Constitución son susceptibles de sufrir vulneraciones como consecuencia de decisiones arbitrarias del Ministro del Interior de turno. Marlaska, en su propósito de acabar con la ya más que pisoteada teoría de Montesquieu, se arrogó la potestad de decidir cuándo y por qué los agentes de policía pueden acceder a los domicilios particulares de los ciudadanos.

Cierto es que el virus no contribuye a crear una atmosfera particularmente propicia para el normal desarrollo del estado de derecho, pero precisamente ante situaciones adversas que ponen en peligro el correcto funcionamiento de las instituciones del Estado, es cuando todos debemos poner más de nuestra parte para que éstas se respeten.

Me temo que estamos ante una muestra más de la degradación a la que algunos políticos han ido sometiendo al sistema democrático, degradación que como hemos podido comprobar no es nueva pero que sin duda se ha acrecentado con motivo de la pandemia. Ante esta situación, los ciudadanos debemos ser intransigentes y tenemos el deber de defender que, salvo por escasísimas y concretas excepciones, el contenido y alcance de nuestros derechos fundamentales deben mantenerse intactos con independencia de que estemos conviviendo con una pandemia.

Si hay ciudadanos que sienten más miedo que respeto a las fuerzas de seguridad, algo se está haciendo rematadamente mal.

 

Medidas extraordinarias que ya duran más de un año: prórrogas y novedades del Real Decreto-ley 2/2021

El año 2020 ha quedado atrás, pero no así los Reales Decretos-leyes, una figura concebida originalmente para responder a situaciones de urgente y extraordinaria necesidad que, sin embargo, a fuerza de usarla, va camino de formar parte de esta nueva normalidad que por el momento nos toca vivir. Sea por relajamiento de una escrupulosidad formal, que, valga decirlo, siempre ha sido más aspiracional que real, sea porque en verdad vivimos en una excepcionalidad permanente que justifica esta forma de legislar, lo cierto es que este 2021 parecer que será un nuevo año repleto de convalidaciones parlamentarias.

Uno de los primeros ejemplos de esta continuidad lo constituye la aprobación del Real Decreto-ley 2/2021, de 26 de enero, de refuerzo y consolidación de medidas sociales en defensa del empleo. Una norma muy esperada para encauzar este nuevo año ya que contempla la prórroga de las medidas extraordinarias de protección del empleo y del trabajo autónomo, en este último caso con algunas novedades.

1. Nueva prórroga de los ERTEs y de medidas extraordinarias en materia de cotización a la Seguridad Social hasta el 31 de mayo

La nueva norma, que incorpora el contenido del IV Acuerdo Social para la Defensa del Empleo suscrito por el Gobierno con los agentes sociales, en esencia supone una prórroga de las medidas aprobadas por el acuerdo social anterior, las cuales tuve ocasión de analizar con detalle en este mismo blog y que, entre otras medidas, fijó la vigencia de los ERTEs hasta el 31 de enero de este año.

En ese sentido, la norma aprueba una nueva extensión de los ERTEs por causa de fuerza mayor iniciados en los meses de marzo a julio durante el primer estado de alarma al amparo del art. 22 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo (art. 1.1, RDL 2/2021). En el caso de que la empresa afectada pertenezca a un sector CNAE con una elevada prevalencia de ERTEs y una reducida tasa de recuperación de actividad, los cuales se especifican en el Anexo de la norma, se podrá aplicar una bonificación sobre la cotización empresarial a la Seguridad Social del 85% si tiene menos de 50 trabajadores o del 75% si tiene una plantilla superior (DA1ª.1, 2.a) y 3, ibíd.).

Las mismas bonificaciones serán aplicables a las empresas que conviertan un ERTE por causa de fuerza mayor en uno por causas económicas, técnicas, organizativas y de producción (ETOP) entre el 1 de febrero y el 31 de mayo de 2021, y a las empresas con ERTEs ETOP en sectores CNAE especialmente afectados (DA1ª.2.b) y c), ibíd.). También serán aplicables en empresas cuyo negocio dependa, indirectamente y en su mayoría, de cualquiera de las empresas anteriores, o que formen parte de la cadena de valor de estas (DA1ª, 2.d), ibíd.).

También se prorrogan los ERTEs por fuerza mayor por “impedimento de actividad” –los llamados entonces “ERTEs de rebrote” que empezaron a declararse a principios de la segunda ola iniciados a partir del 1 de julio de 2020 de acuerdo con la disposición adicional primera del Real Decreto-ley 24/2020, de 26 de junio. Estos expedientes también se podrán beneficiar de las exoneraciones de cuotas a las que se refieren los párrafos anteriores (art. 1.2, ibíd.).

Quedan igualmente prorrogados los ERTEs “de impedimento” y “de limitación” regulados en el Real Decreto-ley 30/2020, de 29 de septiembre, que hayan sido declarados entre el 1 de octubre de 2020 y el 31 de enero de 2021. El régimen de exoneraciones en las cuotas de la Seguridad Social en el primer caso será el mismo que el previsto en la citada norma, esto es, un 100% en empresas de menos de 50 trabajadores y un 90% si la plantilla es mayor (art. 1.3, ibíd.). En el caso de la segunda modalidad, las exoneraciones se ajustarán a la siguiente escala (art. 1.4, ibíd.):

  • Empresas de menos de 50 trabajadores:
    • Febrero (100%), Marzo (90%), Abril (85%), Mayo (80%)
  • Empresas de más de 50 trabajadores:
    • Febrero (90%), Marzo (80%), Abril (75%), Mayo (70%)

Los porcentajes de exoneración previstos para cada modalidad serán igualmente aplicables en los ERTEs de impedimento o de limitación que sean declarados a partir del 1 de febrero de 2021 y hasta el 31 de mayo de 2021 (art. 2.1, ibíd.).

Una novedad importante de este Real Decreto-ley tiene que ver con la simplificación de los procedimientos asociados a la tramitación de los ERTEs. En particular, se establece que el tránsito entre un ERTE de fuerza mayor de “impedimento” a otro de “limitación”, así como la aplicación del régimen de exoneraciones correspondiente,  únicamente requerirán para su eficacia de una declaración responsable por la empresa que constate la modificación de las circunstancias que habilita para acceder a la nueva modalidad (art. 2.2, ibíd.).

2. A vueltas con la cláusula de mantenimiento del nivel de empleo

Uno de los aspectos que sigue suscitando mayor polémica y que concentró las discrepancias entre el Gobierno y los agentes sociales durante la negociación de esta última prórroga se refiere a la conocida “salvaguarda del empleo” que se exige a empresas que se beneficien de las ayudas a la cotización de la Seguridad Social de los trabajadores afectados por ERTEs, en los términos de la disposición adicional sexta del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo, y sus modificaciones posteriores (art. 3.4, ibíd.).

La salvaguarda dispone que las empresas beneficiarias de estas ayudas estarán obligadas a mantener el nivel de empleo existente en el momento de la solicitud durante el plazo de seis meses desde la fecha en la que se produzca la reincorporación al trabajo efectivo de al menos uno de los trabajadores afectados por el expediente. Si el ERTE fuese resultado de una prórroga, el nuevo compromiso de mantenimiento del empleo que se derive de este último sólo empezará a computar tras la finalización del anterior (DA6ª.1, RDL 8/2020).

Por tanto, durante ese plazo la empresa no podrá extinguir contratos de trabajo, con algunas excepciones, como la extinción causada por dimisión del trabajador, despido disciplinario o, en contratos temporales, por expiración del tiempo convenido o la realización de la obra o servicio que constituye su objeto (DA6ª.2, ibíd.). No obstante, se señala que esta obligación se valorará teniendo en cuenta sector de actividad y, en particular, las especificidades de las empresas con alta variabilidad o estacionalidad del empleo, si bien en ningún lugar se especifica en qué consiste esta modulación (DA6ª.3, ibíd.). Asimismo, se prevé que la aplicación de esta salvaguarda se excepcionará en el caso de empresas que estén en riesgo de concurso en los términos previstos en la legislación vigente en materia concursal (DA6ª.4, ibíd.).

En caso de incumplimiento de este precepto, la empresa tendrá la obligación de devolver todas las ayudas de las que se hubiera beneficiado por todos los trabajadores afectados por el ERTE durante todo el tiempo de su vigencia (DA6ª.5, ibíd.).

La desproporcionalidad de este último aspecto es el que acapara las críticas contra esta cláusula, dado que su aplicación rigurosa puede conllevar el riesgo de provocar los mismos efectos negativos sobre el empleo que pretende combatir. La aplicación de una medida tajante como esta con el objetivo de contener posibles ajustes del empleo en las primeras fases de esta crisis, donde la incertidumbre podía haber provocado efectos de cascada similares a los de un pánico bancario –como, por cierto, sucedió en la crisis financiera de 2008, que, aun sin ser comparable, seguramente hubiera tenido un impacto inicial menos pronunciado sobre el empleo si se hubiese adoptado una salvaguarda similar– puede tener plena justificación económica. Pero, transcurrido ese momento inicial, una vez amortiguado este riesgo, el mantenimiento de esta limitación sobre cualquier posible ajuste en plantilla, absoluta en la práctica, es contraproducente.

De hecho, puede llegar a comprometer la recuperación de empresas que, una vez adaptadas a la realidad de la pandemia, podrían ser viables sin beneficios públicos con un ajuste mínimo en sus plantillas. Esta condicionalidad, sin embargo, fuerza a las empresas a todo o nada: si no son capaces de mantener intacta su plantilla, en algunos casos, en los niveles anteriores al estallido de la crisis sanitaria, entonces no tendrán otra opción que cerrar: si no por las pérdidas, por la obligación de devolver todas las ayudas públicas recibidas. Una consecuencia cuando menos paradójica para una cláusula que se dice establecida para “proteger” el empleo en empresas afectadas por esta crisis sanitaria.

Una alternativa más razonable y equitativa a esta condicionalidad era la propuesta que planteaba junto con Jesús Lahera en este mismo medio y que pasaría por limitar la obligación de devolución en caso de incumplimiento sólo al importe de las exoneraciones en la cotización a la Seguridad Social de los trabajadores cuyos contratos se hubieran extinguido en los supuestos no permitidos por esta cláusula, no de todos los trabajadores. De este modo la responsabilidad del incumplimiento quedaría acotada a la magnitud del mismo, pero sin comprometer la posibilidad de ajustes puntuales que permitiesen a las empresas ser viables por sus propios medios en el nuevo entorno de convivencia forzosa con las sucesivas olas de la pandemia mientras avanza el proceso de vacunación.

Por otro lado, además de esta salvaguarda del empleo, también se prorrogan otras condicionalidades referidas a la limitación de reparto de dividendos, la transparencia fiscal o la prohibición de realizar horas extraordinarias o subcontratas (art. 3.2 y 3, ibíd.). Asimismo se extiende hasta 31 de mayo la prohibición de justificar despidos en causas ETOP recogida en el art. 2 del Real Decreto-ley 9/2020, de 27 de marzo, sobre la que ya expuse un análisis detallado sobre su contenido y consecuencias en este medio.

3. Prórroga de otras medidas excepcionales y ausencias notables

La nueva norma también prorroga otras medidas extraordinarias puestas en marcha durante esta crisis sanitaria. Por un lado, se extiende la vigencia hasta el 31 de mayo de 2021 de las medidas extraordinarias de protección por desempleo, en los términos previstos en el Real Decreto-ley 30/2020, de 29 de septiembre (art. 4, ibíd.). Como analicé en un artículo anterior en este medio, éstas incluyen el derecho al reconocimiento de la prestación contributiva por desempleo aunque el trabajador no reúna el periodo mínimo de carencia o el mantenimiento de la cuantía en el 70% de la base reguladora, sin reducciones, durante todo el tiempo de percepción.

También se prorroga una vez más el derecho de adaptación o reducción de la jornada de para los trabajadores que acrediten deberes de cuidado por causas relacionadas con la covid-19, más conocido como “Plan MECUIDA”, regulado en el art. 6 del Real Decreto-ley 8/2020, de 17 de marzo (DA3ª, ibíd.).

De manera llamativa, la norma no parece considerar justificado el contexto epidemiológico actual para recuperar el carácter preferente del trabajo a distancia en las empresas siempre que sea técnica y razonablemente posible, en los términos establecidos en el art. 5 del citado Real Decreto-ley 8/2020. No deja de sorprender que, frente a las medidas más o menos creativas que vienen siendo ensayadas por las instituciones durante estos meses, se desdeñe una medida ya aplicada durante las fases iniciales de la pandemia y de la que cabría esperar una mayor eficacia para reducir la movilidad y por tanto para disminuir la transmisión comunitaria del virus.

4. Extensión de las medidas de protección para los autónomos

El nuevo Real Decreto-ley también recoge el contenido del acuerdo celebrado entre el Gobierno y las asociaciones profesionales de trabajadores autónomos más representativas de ámbito estatal para extender a su vez hasta el 31 de mayo la vigencia de las medidas extraordinarias de protección del trabajo autónomo.

En primer lugar, como novedad destacada, se crea una prestación extraordinaria por cese de actividad para los autónomos que tengan que suspender todas sus actividades por resolución de la autoridad competente (art. 5.1, ibíd.). Sería el caso del ocio nocturno, pero también del comercio y la hostelería en determinados territorios. La cuantía de esta prestación será del 50% de la base mínima de cotización, del 70% si el autónomo forma parte de una familia numerosa y las actividades suspendidas constituyen su única fuente de ingresos, o del 40% si más de una persona en la misma unidad familiar tiene derecho a percibir esta prestación (art. 5.2, ibíd.). La prestación se percibirá desde el día siguiente al que se decrete la suspensión de la actividad y hasta su finalización, con una duración máxima de cuatro meses (art. 5.3 y 8, ibíd.). Durante el tiempo de su percepción, el autónomo estará exento de pagar cuotas a la Seguridad Social (art. 4, ibíd.). Tampoco será compatible con otras rentas e ingresos, salvo ingresos de un trabajo por cuenta ajena si no superan 1,25 veces el importe del salario mínimo interprofesional vigente (art. 5.5, ibíd.).

Seguidamente, se prorroga la prestación por cese de actividad compatible con el trabajo por cuenta propia regulada en el Real Decreto-ley 30/2020, de 29 de septiembre, para todos los autónomos que reúnan los requisitos establecidos en el art. 330 del texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social y que, alternativamente a estar en situación legal de cese de actividad, acrediten una reducción de ingresos de la actividad por cuenta propia respecto al segundo semestre de 2019 de al menos el 50% −en lugar del 70% como se exigía en el citado Real Decreto-ley 30/2020− y unos ingresos durante 2021 inferiores a 7.980 euros (art. 7.1 y 2, ibíd.). La prestación, con estas condiciones, podrá percibirse como máximo hasta el 31 de mayo.

Igualmente, se prorroga la prestación extraordinaria por cese de actividad para los autónomos que en el primer semestre de 2021 tengan unos ingresos inferiores a los del mismo periodo y, en todo caso, inferiores a 6.650 euros, pero que no reúnan los requisitos para acceder a la prestación extraordinaria por suspensión de actividad ni tampoco a la prestación contributiva por cese de actividad, ni a la específica compatible con el trabajo por cuenta propia anterior, ni a la general regulada en el Título V del texto refundido de la Ley General de la Seguridad Social (art. 6.1 y 2, ibíd.). La cuantía, duración e incompatibilidades de esta prestación serán las mismas que las establecidas para la prestación extraordinaria por suspensión de la actividad (art. 6.2, 3 y 4, ibíd.), aunque la misma se extinguirá si concurren los requisitos para acceder a alguna de las otras prestaciones antes señaladas (art. 6.7, ibíd.). Durante su percepción, el autónomo estará asimismo exento de la obligación de cotizar a la Seguridad Social (art. 6.5, ibíd.).

Por último, se extiende la vigencia de la prestación extraordinaria por cese de actividad para trabajadores de temporada, prevista también en el Real Decreto-ley 30/2020, con la novedad de que podrán acceder a la misma todos los autónomos que a lo largo de 2018 y 2019 hubieran desarrollado un único trabajo por cuenta propia durante un mínimo de cuatro meses y un máximo de seis en cada uno de los años y siempre que en cada uno de los mismos no hubiesen realizado ningún trabajo por cuenta ajena por más de 120 días (art. 8.1, ibíd.). El autónomo no podrá haber generado en el primer semestre de 2021 unos ingresos superiores a 6.650 euros, ni haber trabajado por cuenta ajena durante más de 60 días (art. 8.2.b) y c), ibíd.). La cuantía de la prestación será del 70% de la base mínima de cotización que corresponda y su duración será como máximo de cuatro meses y en todo caso hasta el 31 de mayo (art. 8.3 y 4, ibíd.). Durante su percepción, el autónomo tampoco tendrá que pagar cuotas a la Seguridad Social (art. 8.6, ibíd.).

El intenso interés público de las elecciones en Cataluña

¿Qué pasó en España entre el 12 de julio y el 22 de diciembre de 2020? Seguramente muchas cosas y un buen número de ellas de amargo recuerdo. Los efectos de la primera ola del coronavirus empezaron a notarse con crudeza en las vidas de muchos y en las economías de casi todos. El pico y la curva pasaron a formar parte de las rutinarias conversaciones de ascensor, oímos y leímos a toda plana aquello de: hemos derrotado al virus y salimos más fuertes. Pero, la segunda ola se volvió tristemente carnal y la prematura victoria se tornó en amarga derrota, un nuevo estado de alarma se abatió sobre nuestras cabezas, este ya de tamaño “king size” y sin el molesto control parlamentario. Aparecieron los fondos europeos y a mediados del mes de noviembre las vacunas salvadoras, el anuncio de un gran Plan Nacional con 13.000 puntos de vacunación encendió otra luz en el túnel de la propaganda oficial, esta vez tocaba salvar la Navidad. Sin bajarnos de la segunda ola cabalgamos ya la tercera, la que llegó del frio, como los espías rusos con pasmosa precisión científica.

Pero si conviene retener estas fechas es porque el 12 de julio se celebraron las elecciones autonómicas vascas y gallegas, primera experiencia electoral en plena pandemia, tras haber sido suspendidas el 5 de abril mediante imaginativas soluciones jurídicas que permitieron integrar el vacío legal detectado en las normas electorales.

El 22 de diciembre, se publicaba en el Diario Oficial de la Generalitat el Decreto 147/2020, de 21 de diciembre, de disolución automática del Parlamento de Cataluña y de convocatoria de elecciones para el día 14 de febrero de 2021. Una convocatoria de elecciones obligada, por la incapacidad de los grupos parlamentarios catalanes de proponer un candidato a Presidente o Presidenta de la Generalitat desde el mes de Octubre.

Entre el 12 de julio y el 22 de diciembre, la nada legislativa. El vacío legal detectado en la Ley Orgánica de Régimen Electoral General (LOREG) con ocasión de las elecciones vascas y gallegas, encontró justificación entonces en la imprevisibilidad con la que había sobrevenido la pandemia y el subsiguiente estado de alarma, confinamiento incluido. Pero esa excusa se había esfumado el 22 de diciembre cuando se disuelve “ope legis” el parlamento catalán.

En este tiempo, en nuestro entorno continental, han sido varios los países que han adaptado sus normas electorales para adecuarlas a las necesidades derivadas de la pandemia. Incluso se ha editado un extenso documento con recomendaciones al respecto por parte de la Comisión de Venecia del Consejo de Europa (Informe sobre las medidas adoptadas en los estados miembros e la UE como resultado de la crisis del covid-19 y su impacto en la democracia aprobado en su 124ª sesión plenaria).

En cuanto a antecedentes nacionales más remotos, podemos referirnos a la modificación exprés de la LOREG llevada a cabo por la Ley Orgánica 2/2016, de 31 de octubre, tramitada en apenas en un mes ante Congreso y Senado, y activada mediante una Proposición de Ley de un grupo parlamentario (PP). Ningún grupo consideró de interés en este caso promover iniciativa alguna.

En esta situación de alegalidad es en la que se dicta el Decreto 1/2021 de 15 de enero, de la Generalitat por el que se deja sin efecto la celebración de las elecciones del 14 de febrero de 2021, sin cobertura en la Ley Orgánica del Régimen Electoral General, norma básica electoral de Cataluña que carece de norma electoral propia.

En su art. 2 el Decreto difiere las elecciones al 30 de mayo, condicionado a la evaluación que de la situación sanitaria haga, en su momento, el Govern: “Las elecciones al Parlamento de Cataluña se convocarán para que tengan lugar el día 30 de mayo de 2021, previo análisis de las circunstancias epidemiológicas y de salud pública y de la evolución de la pandemia en el territorio de Cataluña, y con la deliberación previa del Gobierno, mediante decreto del vicepresidente del Gobierno en sustitución de la presidencia de la Generalitat.”

 Este dislate, no solo jurídico sino principalmente democrático, fue aceptado por todos los partidos del arco parlamentario catalán. Salvedad hecha del PSC, que a pesar de mostrarse contrario, sin embargo, tampoco hizo nada para corregirlo.

Nuevamente es el Poder Judicial quien tiene que acotar los desmanes institucionales para reponer la legalidad estatutaria y constitucional en Cataluña. En este caso, mediante un Auto de Medidas Cautelares de 22 de enero de la Sala de lo Contencioso-administrativo del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que, resolviendo los recursos de un particular y un partido extraparlamentario, acuerda la suspensión del Decreto 1/2021 y mantiene las elecciones en la fecha fijada inicialmente del 14 de febrero. Permitiendo además que se conserve todo el proceso electoral, al menos hasta el 8 de febrero, fecha en la que se anuncia la resolución definitiva.

Este auto, aunque no supone una decisión sobre el fondo, sí aprecia como corresponde a una medida cautelar de esa naturaleza lo que se denomina: “fumus boni iuris” o apariencia de buen derecho. Una valoración jurídica que permite construir un juicio indiciario favorable a la pretensión principal del recurso.

En la obligada ponderación de los intereses concurrentes que lleva a cabo la Sala (FD 4º) prima (a mi modo de ver de forma acertada) favorecer el normal funcionamiento de las instituciones (“intenso interés público”), frente a la situación de excepcionalidad, indeterminación temporal, ausencia de control y falta de toda legitimidad democrática que plantea el decreto de aplazamiento electoral. El siguiente párrafo condensa la base de esta argumentación: “El interés público en el aplazamiento de las elecciones, que se concreta en razones de protección de la salud, según se razona en el Decreto 1/2021, se contrapone al intenso interés público en la ejecución del Decreto de convocatoria de elecciones de 22 de diciembre de 2020, como acto debido de cumplimiento del Estatut, que es la celebración de elecciones ante una disolución automática del Parlamento y en una situación de vacancia de la Presidencia, cuya prolongación afecta a principios democráticos relativos al funcionamiento normal de las instituciones, pues en este periodo los miembros del gobierno son inamovibles, porque nadie les puede cesar, el control político resulta limitado y la actividad legislativa se materializa sustancialmente por la limitada vía del Decreto-Ley o legislación de urgencia. En definitiva, apreciamos que la celebración de elecciones en los plazos marcados en el Estatut y en la legislación electoral es un interés público de extraordinaria intensidad pues afecta a principios básicos de funcionamiento de las instituciones, y en tanto que esta situación se prolonga por el Decret 1/2021 durante más de tres meses y de forma indeterminada, afectando al normal funcionamiento de las instituciones democráticas, y abriendo la posibilidad de mantenerse si estas mismas razones de salud así lo justifican”.

Tiene en cuenta el Tribunal la situación excepcional en la que se encuentra el descabezado gobierno de la Generalitat y la naturaleza de las decisiones que debe adoptar en plena pandemia: “Se trata de una situación de bloqueo y de precariedad institucional que afecta asimismo a la legitimación del gobierno, lo cual es relevante en un entorno en la que la crisis sanitaria le obliga a adoptar cotidianamente decisiones de enorme transcendencia, singularmente la restricción de derechos fundamentales. Precisamente por ello el ordenamiento afronta esta coyuntura imponiendo una pauta urgente de renovación electoral, designando una fecha precisa e inamovible para la celebración de las elecciones”.

Resulta extraño que a los partidos políticos, singularmente a los de la oposición, que validaron con su acuerdo el decreto de suspensión electoral no les moviese a reflexión ésta falta de legitimación del Gobierno de la Generalitat.

Por otra parte, el Tribunal marca distancias respecto a la suspensión de las elecciones vascas y gallegas. Como señala (FD 4º) las mismas fueron convocadas en una situación de normalidad, es decir, antes de que fuera detectado el inicio de la pandemia (convocatoria de 10 de febrero de 2020), la cual se modificó sustancialmente con la declaración de estado de alarma por el RD 463/2020, de 14 de marzo. Como es sabido, este estado de alarma supuso un confinamiento domiciliario para las actividades no esenciales, de manera que el cambio del marco normativo justificó la suspensión de las elecciones por razones de fuerza mayor, la cual revistió un carácter imprevisible.

Frente a este marco normativo, en el actualmente vigente recogido en el RD 926/2020 de 25 de octubre y su prórroga del RD 956/20 de 3 de noviembre, las limitaciones sustanciales de movilidad se limitan a una franja horaria determinada (el denominado toque de queda), fuera de la cual hay una libertad de desplazamiento para actividades no esenciales, con ciertas restricciones, pero que el TSJ no considera impeditivas del ejercicio del derecho del sufragio. Incluso en la disposición adicional única del RD 926/2020, de 25 de octubre ya se prevé que “la vigencia del estado de alarma no impedirá el desenvolvimiento ni la realización de las actuaciones electorales precisas para la celebración de elecciones convocadas a parlamentos de comunidades autónomas”. Como ejemplo de que es posible compatibilizar una jornada electoral con las medidas de seguridad y controles sanitarios correspondientes, cabe acudir al ejemplo de Portugal que el domingo 24 de enero celebró, nada más y nada menos, que la primera vuelta de sus elecciones presidenciales, con datos de expansión de la pandemia sensiblemente peores que los que acumula Cataluña.

Por tanto, aunque nada de eso dice la Sala, parece deducirse que la posibilidad de suspensión de las elecciones estaría vinculada a que se acordase un nuevo confinamiento domiciliario, que al afectar de forma grave y generalizada a la libertad deambulatoria de todos los ciudadanos, si implicaría una limitación sustancial del derecho fundamental a la participación en asuntos públicos recogido en el art. 23 CE.

¿Qué pensarán ahora los partidos que apoyaron la prórroga del actual estado de alarma hasta las 00.00 horas del 9 de mayo de 2021? Con supresión del preceptivo control parlamentario, entregando en exclusiva la llave de su modificación al Gobierno.

Desgraciadamente, la vida institucional transcurre en Cataluña desde hace tiempo en los bordes de la legalidad. Un gobierno que no gobierna, que por no tener, no tiene ni presidente, un parlamento disuelto; y ahora, unas elecciones en el limbo a una semana de que se inicie la campaña electoral. Es posible que el caos jurídico se haya encauzado con el auto de medidas cautelares del pasado día 22, pero lo que no parece reparable a corto plazo es el caos político e institucional.

Resulta descorazonador ver el posicionamiento de todos los partidos en un asunto de esta transcendencia, únicamente condicionado por sus intereses electorales, al margen de si la norma de suspensión de las elecciones dispone de cobertura legal o no. Debe recordarse que el desacuerdo del PSC residía más bien en lo prolongado e inconcreto de la suspensión que en la desconvocatoria electoral en si misma. Otra vez el Estado de Derecho por una parte y la “voluntad política”, como un absoluto, por otra.

¿Cómo es posible que ningún partido hubiese apreciado el “intenso interés público” que reside en el cumplimiento de las normas? El “intenso interés público” que reside en celebrar elecciones y dotar de legitimidad democrática a un Govern y un President que nadie ha elegido y que puede tomar decisiones que impliquen graves restricciones de derechos.

Y qué decir de los titulares de prensa, jaleando o denigrando el auto de medidas cautelares solo en función de que se considerase torpedeada o no la “Operación Illa”. El Ministro de doble uso confundiendo intereses de Estado con sus intereses electorales, y en mitad de una pandemia descontrolada recurriendo con toda celeridad la decisión de una Comunidad Autónoma de ampliar dos horas el toque de queda, mientras desoye todas las peticiones similares del resto de las Comunidades Autónomas, ante el riesgo de que se le venga abajo el andamiaje de un inservible estado de alarma.

Un error mayúsculo también el de los partidos que enarbolan la etiqueta constitucionalista y en este asunto han mirado más por su bolsa electoral que por la defensa del Estado de Derecho, algo que en Cataluña debiera ser condición previa a cualquier batalla política. Al menos alguno debiera haber promovido con antelación la correspondiente reforma de la LOREG, como se hizo en el 2016, para dar cobertura legal a una situación que se podía haber previsto de antemano. Ante esta inactividad serán ahora los que habitan extramuros del Parlament, acudiendo a la vía judicial, los que pretenderán sacar pecho de esta defensa.

Amén de que su debilidad deja más desprotegido a un poder clave en la defensa de la legalidad constitucional en Cataluña, el último parapeto del Estado de Derecho: el Poder Judicial.

Por añadidura, la débil, cuando no inexistente, oposición al desafuero que supone el Decreto 1/2021 suministra al secesionismo catalán una triple baza: la gasolina movilizadora del victimismo ante lo que calificarán de una nueva maniobra de “represión” por parte de los poderes del Estado; el ataque a la Justicia, bicha del nacionalismo, a la que nuevamente se vuelve a denigrar y señalar, esta vez por insensible ante la expansión de la pandemia; y un arma para el futuro: la posible deslegitimación, o no, del resultado electoral en función de sus intereses.

Y es que acampar fuera de los límites del Estado de Derecho nunca trae nada bueno, en el reino de la arbitrariedad siempre llevan las de ganar los que tienen por costumbre confundir su palabra con la Ley.

Estado… ¿de alarma?: del Derecho líquido a la liquidación del Derecho

El pasado 25 de octubre, el Gobierno decretaba para todo el territorio nacional el tercer estado de alarma en lo que llevamos de crisis sanitaria (RD 926/2020 de 25 de octubre). Recordemos que lo hacía para afrontar la segunda ola después del sindiós jurídico provocado por la dispersión de restricciones impuestas por las Comunidades Autónomas con distintas coberturas jurídicas y con dispar respuesta por los tribunales de justicia a la hora de ratificarlas. Sin embargo, si bienvenido fue el propósito clarificador y en cierto modo armonizador de ese nuevo estado de alarma, pronto pudimos observar que el mismo, lejos de ser una norma flexible que facilitaba la tan manida cogobernanza entre Estado y CCAA, se trataba de un decreto líquido. Además, en su pretensión de prorrogarse por seis meses sin prácticamente control parlamentario -algo que terminó siendo aceptado por el propio Congreso de los Diputados- suponía un harakiri del parlamentarismo, como sostuve en su día (aquí).

Pues bien, de aquellos polvos vienen los actuales lodos. Cuatro meses después, nos encontramos en la tercera ola y, de nuevo, el marco jurídico se ha visto desbordado. Y se ha desbordado no ya por la extensión del virus, sino por la incapacidad de nuestros políticos para generar una mínima concertación y para actuar con un mínimo sentido institucional que les lleve más allá de las cortas luces de los expertos en comunicación y demoscopia electoral. El espectáculo es berlanguiano: vemos como distintas Comunidades Autónomas exigen al Gobierno de la Nación que habilite la posibilidad de que puedan decretar el confinamiento y la respuesta informal de éste es que se las apañen con lo que hay y, en su caso, dispongan lo que crean oportuno de acuerdo con la legislación ordinaria. Para colmo, un destacado ministro avanza que, de modificarse las restricciones previstas en el decreto del estado de alarma, lo podría hacer el Gobierno sin pasar por el Parlamento. A mayores, en Castilla y León se ha llegado a llamar a la “rebelión”, imponiendo sus propios horarios al toque de queda y mandado a la policía a que haga pedagogía ante la duda de la licitud de la orden autonómica. Antes, en Madrid, se había coqueteado con interpretaciones “creativas” del decreto del estado de alarma. Mientras, el Ministro de Sanidad se mantiene en el cargo pero con un pie puesto en la campaña electoral de unas elecciones que ni siquiera se sabe cuándo se celebrarán, cuya suspensión ha sido suspendida judicialmente ante la falta de cobertura legal de la decisión, ya que tanto el legislador nacional como el autonómico han hecho mutis por el foro (lean el comentario de la profesora Susana de la Sierra –aquí-). Por no hablar de la estrategia de vacunación, adoptada sin forma jurídica conocida -como han advertido Verónica del Carpio y Gerardo Pérez (aquí)- y en la que, como escribía Arniches en su Autorretrato, cada cual trata de buscarse un amigo acomodador para que lo sitúe en una butaca mejor de la que le corresponde.

Se comprende así la frustración de cualquier jurista ante este bochorno. Aún así, inasequibles al desaliento, trataremos de esbozar algunas respuestas a las tres principales cuestiones que hoy están encima de la mesa: ¿puede una Comunidad Autónoma confinar de acuerdo con la legislación sanitaria o es una medida que debe adoptarse en el estado de alarma? ¿Puede una Comunidad Autónoma endurecer el horario del toque de queda previsto en el actual decreto del estado de alarma? Y, por último, ¿podría el Gobierno de la Nación acordar nuevas restricciones sin pasar por el Congreso de los Diputados?

En cuanto a la primera de las preguntas, debemos responder que no es posible que una Comunidad confine a los ciudadanos. Tanto es así que, si se entendiera lo contrario y las Comunidades pudieran haber decretado este tipo de medidas gravemente restrictivas de derechos fundamentales de forma generalizada, entonces carecería de todo sentido el haber decretado el estado de alarma, ya que el mismo sólo procede “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes” (art. 1 LO 4/1981). A mayores, como hemos tenido la oportunidad de discutir ya, el confinamiento de la población donde tiene mejor encaje es en las medidas previstas para el estado de excepción, por comportar, a mi entender, una suspensión de la libertad de circulación –aquí-.

En segundo lugar, el decreto del estado de alarma prevé un toque de queda entre las 23.00 y las 6.00, aunque permitía que los presidentes autonómicos, como autoridad delegada, modularan su comienzo entre las 22.00 y las 00.00 y su finalización entre las 5.00 y las 7.00. Por lo que, en principio, una Comunidad Autónoma no podía ampliar el horario más allá de esa franja. Sin embargo, la prórroga parlamentaria añadió la posibilidad de que las Comunidades pudieran “modular, flexibilizar y suspender” la aplicación de esta medida, entre otras ya previstas anteriormente, atendiendo a los indicadores sanitarios, epidemiológicos, etc. Ello parece abrir la puerta a que un presidente autonómico pudiera reescribir según su mejor criterio las principales restricciones previstas en el decreto. Lo cual comportaría el absurdo de dejar el decreto del estado de alarma como una norma prácticamente ayuna de contenido normativo, dispositiva por las autoridades delegadas, no sólo en cuanto a su eficacia, sino también en su contenido, que podría ser endurecido o flexibilizado. Una mera norma habilitante. Y, para colmo, ante el conflicto entre lo dictado por la autoridad delegada y el criterio del Gobierno, éste ha optado por recurrir ante los tribunales en lugar de revertir la propia delegación o avocar la decisión para sí derogando lo dispuesto por el presidente autonómico díscolo.

Por último, cuando se afirma que el Gobierno podría modificar las restricciones del decreto sin pasar por el Congreso se apunta una respuesta disparatada, desde el punto de vista democrático y de las garantías constitucionales, pero que el decreto del estado de alarma parece permitir. Lo que a mi juicio evidencia su ilegitimidad constitucional. Y es que su disposición final primera, admitida por el Congreso en su prórroga, habilita al Gobierno para que pueda “dictar sucesivos decretos que modifiquen lo establecido en este, de los cuales habrá de dar cuenta al Congreso de los Diputados, de acuerdo con lo previsto en el artículo octavo.dos de la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio”. Sin embargo, a mi entender se invoca de forma distorsionada el art. 8.2 LO 4/1981, que exige al Gobierno dar cuenta de los decretos que dicte durante la vigencia del estado de alarma en relación con el mismo, pero en ningún caso ampara que, prorrogado el estado de alarma, el Gobierno pueda modificar su régimen. La lógica constitucional exige que, pasados los primeros quince días, el alcance del régimen establecido por el estado de alarma venga dado por el Parlamento, algo de lo que no puede disponer el propio Congreso dando por buena esta habilitación en blanco al Gobierno. Más aún en una prórroga de seis meses donde el control político ha quedado reducido a una mera “rendición de cuentas” con comparecencias mensuales del Ministro de Sanidad -originalmente se habían previsto quincenales- y cada dos meses por el Presidente del Gobierno (art. 14 Decreto 936/2020), sin que ni siquiera se haya contemplado un mecanismo para que el Congreso pudiera exigir la modificación de las restricciones o su levantamiento. Lo dicho, un harakiri del propio Parlamento.

En fin, a la vista de todo ello se comprende que me pregunte si estamos en un estado de alarma, previsto constitucionalmente en el marco del Derecho de excepción, con toda una serie de garantías, o dónde estamos. Se empieza jugando con un Derecho líquido y se termina liquidando el Derecho. Y, en buena medida, es lo que ha ocurrido en este período. Se ha perdido el respeto político por la forma jurídica y, con ello, lo que quizá no nos demos cuenta es que se ha hecho saltar por los aires el sistema de fuentes, con los pesos y contrapesos propio de todo Estado de Derecho, pero también el mismo principio democrático.

Coloquio. Estado de Derecho y COVID: necesidad o menoscabo de garantías y derechos fundamentales individuales

Continuamos con nuestros coloquios preguntando a los mejores expertos sobre cuestiones clave para el Estado de derecho, en la línea del trabajo que realizamos en nuestro blog y en nuestro videoblog.

La situación sanitaria, económica y social creada por la pandemia ha generado, como todos sabemos, una nueva legislación de urgencia, excepcional, en ocasiones contradictoria, que ha limitado derechos y libertades fundamentales. La limitación temporal de las normas excepcionales y las garantías legales que deben preservarse exigen de una valoración jurídica y un análisis técnico por parte de expertos. Desde Hay Derecho propiciamos un debate profundo, crítico y práctico sobre la legislación COVID y los derechos fundamentales afectados.

Para tratar estas cuestiones, el jueves, 10 de diciembre a las 19:00 tendrá lugar el coloquio “Estado de Derecho y COVID: necesidad o menoscabo de garantías y derechos fundamentales individuales, que podrá seguirse online a través de Zoom si se inscriben, y también de nuestro canal de Youtube.

Participarán en el coloquio Mariano Yzquierdo, Catedrático Derecho Civil UCM y Of Counsel Cuatrecasas; Carmen Muñoz, Profesora Titular Derecho Civil UCM; María del Sagrario Navarro, Profesora Derecho Titular (acred.) Derecho Mercantil UCLM; y Alfredo Muñoz, Profesor Derecho Mercantil UCM. Abogado. Modera nuestro patrono José Ramón Couso, socio de CECA MAGÁN Abogados.

Si tiene interés en asistir, se ruega acceder a Eventbrite pinchando en ESTE ENLACE , desde donde les remitirán el enlace a Zoom. Además, les animamos a incluir en su inscripción una pregunta que quieran que los ponentes traten durante el coloquio, teniendo en cuenta que éstas deben ser breves, concisas y sobre cuestiones generales. Los participantes en Zoom también podrán realizar preguntas en directo (no así desde Youtube).

¡Os animamos a compartir esta información con aquellas personas que puedan estar interesadas!

 

 

 

Real Decreto-Ley 32/2020. ¿El principio del fin de la discriminación de los profesionales taurinos?

Introducción

El BOE del 4 de noviembre de 2020 ha alumbrado un nuevo Real Decreto-ley (RDL 32/2020, de 3 de noviembre, por el que se aprueban medidas complementarias para la protección por desempleo y de apoyo al sector cultural) que, aunque sólo sea parcialmente, viene a corregir la injustificable discriminación en materia de desempleo sufrida por los profesionales taurinos desde el inicio de la pandemia. Desde la entrada en vigor del Real Decreto-ley 8/2020, allá por el mes de marzo, han sido numerosas las normas promulgadas por el Ejecutivo tendentes a paliar el negativo impacto que el COVID-19 ha tenido sobre el empleo porque – en palabras del Gobierno – «había que ampliar el escudo social para no dejar a nadie atrás» (sic).

Por motivos exclusivamente ideológicos, los profesionales taurinos han sido preteridos de forma sistemática en los sucesivos Reales Decretos, negándoles la protección que se ha dispensado al resto de trabajadores. Tanto los trabajadores por cuenta ajena, autónomos y trabajadores del mar (RDL 8/2020), como  los empleados del hogar ( RDL 11/2020), los trabajadores agrarios (RDL 13/2020), o los artistas en espectáculos públicos –  ámbito del que artificiosamente se ha excluido a los profesionales taurinos – (RDL 17/2020), entre otros colectivos, han visto reconocido y ampliado su derecho a la protección por desempleo desde la inicial declaración del estado de alarma, mientras que a los profesionales taurinos se les ha condenado al absoluto desamparo prestacional. ¿Existe algún motivo para esta desigualdad de trato distinto de la discriminación por motivos culturales o ideológicos?

Antecedentes

La especificidad de la actividad taurina exige una sucinta contextualización del régimen jurídico de la prestación por desempleo de los profesionales taurinos. Con ánimo de ser más ilustrativo que exhaustivo, se hace necesario significar que las especiales características de la relación laboral de estos profesionales, así como la estacionalidad de la actividad taurina, motivan que la prestación por desempleo tenga importantes diferencias prácticas respecto a los trabajadores que tienen una relación laboral común.

Si bien la duración de la prestación por desempleo de los profesionales taurinos – al igual que para el resto de trabajadores –  está en función de los días cotizados inmediatamente anteriores a encontrarse en situación de desempleo, la nula actividad taurina en invierno hace que durante el mismo se consuma la totalidad de la prestación por desempleo. Como es notorio, la temporada taurina abarca aproximadamente el periodo comprendido entre febrero/marzo hasta el mes de octubre. Durante ese lapso de tiempo, los profesionales taurinos actúan en los distintos espectáculos, perciben sus retribuciones y cotizan por ellas a la Seguridad Social. Es a partir de la conclusión de la temporada española (según se dijo, en torno al mes de octubre) cuando pasan a situación legal de desempleo al cesar su actividad, percibiendo desde ese momento la prestación por desempleo que, en el mejor de los casos, se extenderá hasta el inicio de la nueva temporada.

Por tanto, en torno al mes de marzo de 2020, los profesionales taurinos agotaron su prestación por desempleo, momento en el que hubieran reiniciado su actividad de no haber mediado las prohibiciones y limitaciones vigentes desde entonces con motivo de la declaración del estado de alarma. Es decir, desde la primavera y hasta la fecha, los profesionales taurinos se encontraban en una absoluta situación de desamparo asistencial, pues, de un lado, no percibían retribución alguna por una actividad profesional que no podía desarrollarse por causa de fuerza mayor; y de otro, no tenían derecho a la prestación por desempleo por haberla agotado durante el invierno. A mayor abundamiento, la situación hubiera sido más dramática – si cabe – de haberse perpetuado la orfandad asistencial, pues la antedicha imposibilidad de organizar espectáculos taurinos implica que durante el año 2020 los profesionales taurinos no coticen a la Seguridad Social, extendiéndose las consecuencias de dicha “laguna” en la cotización hasta el año 2021, en la perspectiva más optimista.

Idéntica problemática se suscitaba respecto a la prestación por desempleo de los artistas en espectáculos públicos (que diferenciaré de los profesionales taurinos únicamente a efectos dialécticos), y que fue corregida mediante la aprobación del Real Decreto-Ley 17/2020, de 5 de mayo,  por el que se aprobaron medidas de apoyo al sector cultural, entre las que se encontraban unas específicas disposiciones que ampliaban la protección por desempleo por causa del COVID-19 al colectivo de artistas. Con una ambigüedad calculada, el referido RDL 17/2020 omitía cualquier referencia expresa a los profesionales taurinos, si bien dicho silencio – lejos de poder ser interpretado como una involuntaria omisión – se reputó inmediatamente como una denegación de las ayudas a los profesionales taurinos.

El Servicio Público de Empleo Estatal fue rechazando la totalidad de las prestaciones solicitadas por los profesionales taurinos aduciendo, de forma tan escueta como injustificada, la inaplicabilidad del tan citado RDL17/2020 a dichos trabajadores. Esta decisión administrativa (tan rayana en lo arbitrario que ha motivado la investigación del director provincial del SEPE en Sevilla por un presunto delito de prevaricación) provocó la inmediata reacción de la Fundación del Toro de Lidia y la Unión Nacional de Picadores y Banderilleros Españoles, abanderados de las justas reivindicaciones de los profesionales taurinos en esta materia, y que ha tenido como fruto el reconocimiento a los profesionales taurinos de una prestación extraordinaria por desempleo por motivo del COVID-19.

El artículo 4 del RDL 32/2020. ¿Borrón y cuenta nueva?

Como se ha enunciado, el RDL 32/2020 establece (art. 4) una prestación por desempleo para los profesionales taurinos que, si bien supone una mejora respecto a la situación precedente, dista mucho de disipar las fundadas sospechas de discriminación por razones ideológicas y culturales que se infieren de la actuación del Gobierno en esta materia. Más allá de determinados tics de estilo que traslucen esa animadversión por lo taurino (p.ej. la proliferación en el referido art. 4 de innecesarios adjetivos como “extraordinario”,” excepcional” o “transitorio” referidos a la eventual vigencia de la prestación), se reconoce a los profesionales taurinos – hasta el 31 de enero de 2021 – un prestación por desempleo por un importe de 735 euros mensuales, en lo que no deja de ser, en lo sustancial, un trasunto de la preexistente prestación por desempleo a favor de los artistas en espectáculos públicos.

Entonces, ¿por qué ese celo gubernamental en distinguir entre ambos colectivos? Dos son, a mi juicio, las razones que inspiran la diferenciación. De un lado, una postura altamente ideologizada de la que se colige una voluntad en perpetuar un peor “trato jurídico” a los profesionales taurinos; y de otro, obstaculizar la estimación de los cientos de demandas que penden en los juzgados de lo social con motivo de las denegaciones llevadas a cabo hasta la fecha por el Servicio Público de Empleo. Pese a que la propia Exposición de Motivos del RDL 32/2020 reconoce que “ los profesionales taurinos se vieron afectados inicialmente por la suspensión de las actividades (…) y les ha dificultado, por ende, trabajar y cotizar lo necesario para generar derecho a las prestaciones por desempleo”, se ha evitado retrotraer los efectos de la prestación ahora reconocida al momento en el que sí se concedió a los restantes artistas, lo que no deja de ser una absoluta contradicción que, una vez más, deja al descubierto el verdadero trasfondo de estas incoherencias.

Pese a todo, entiendo que existe suficiente aval jurídico para que puedan ser estimadas las demandas de los profesionales taurinos y les sea reconocido su derecho a percibir, desde el mes de marzo, la prestación por desempleo en idénticas condiciones que los demás artistas. Se arguye por el Servicio Público de Empleo Estatal que el colectivo de profesionales taurinos no estaba incluido en el ámbito de aplicación del RDL 17/2020, decisión que, sin perjuicio del superior criterio de los respectivos Juzgados de lo Social, bien pudiera calificarse como no ajustada a derecho.

En primer lugar, una interpretación teleológica de la norma ampararía su aplicabilidad a los profesionales taurinos, pues la exposición de motivos del RD 17/2020 reconoce que “entre los sectores económicos especialmente afectados por la crisis y sus consecuencias se encuentra el de la cultura. El conjunto de los espacios culturales y escénicos se ha visto absolutamente paralizado, lo que ha abocado a sus profesionales a una drástica pérdida de ingresos y a una situación crítica, dada su fragilidad estructural (…) Por todo ello, es necesario garantizar la supervivencia de las estructuras culturales, y de los trabajadores y empresas que se dedican al sector, para así hacer efectivo el derecho de acceso a la cultura”. En este sentido, indubitado resulta la naturaleza cultural de la actividad taurina al amparo, entre otras disposiciones, de la Ley 18/2013, de 12 de noviembre, para la regulación de la Tauromaquia como patrimonio cultural; o la Sentencia del Tribunal Constitucional 177/2016, de 20 de octubre, que dispone la preservación de la Tauromaquia como patrimonio cultural e impone a los poderes públicos el deber de garantizar la conservación y promover su enriquecimiento.

 En segundo lugar, acudiendo a un criterio de interpretación sistemático, la integración de los profesionales taurinos dentro del colectivo de artistas en espectáculos públicos es una cuestión jurídicamente reconocida de manera pacífica. Así, los profesionales taurinos están incluidos en la relación laboral especial de los artistas en espectáculos públicos que prevé el art. 2.1.e) del Estatuto de los Trabajadores, así como el RD 1435/1985 que regula la especial relación laboral de los artistas. Concretamente, el RD 1435/1985 contempla una regulación no exhaustiva referida sólo a aspectos susceptibles de tratamiento unitario, dejando a la negociación colectiva su desarrollo y concreción (art. 12), como ocurre con los profesionales taurinos y el Convenio colectivo nacional taurino (BOE 15/1/15).

En tercer lugar, idéntica conclusión debe alcanzarse si acudimos a un criterio interpretativo literal, ya que el art. 1.3 del tan citado RD 1435/1985 menciona en su ámbito de aplicación las actividades artísticas en plazas de toros. Asimismo, el art. 12 alude a la aplicación de la Reglamentación para el Espectáculo Taurino, remisión que ahora debe entenderse realizada al Convenio colectivo nacional taurino.

En cuarto lugar, si atendemos a los antecedentes históricos y legislativos (criterio interpretativo histórico) encontramos un nuevo argumento que refuerza lo expuesto con causa en el propio RDL 17/2020. Según su art. 2, para acceder de manera extraordinaria a la prestación por desempleo se establecen como requisitos los del art. 266 de la Ley General de la Seguridad Social (LGSS), exceptuando la exigencia “de estar incluido en el Régimen General de la Seguridad Social en los términos previstos en el artículo 249 ter de la LGSS ni al tiempo de solicitar la prestación ni durante su percepción “.

El citado art. 249 ter de la LGSS, que regula la inactividad de artistas en espectáculos públicos incluidos en el Régimen General de la Seguridad Social, fue introducido por el art. 4 del RDLey 26/2018 de diciembre, por el que se aprueban medidas de urgencia sobre la creación artística y la cinematografía, a fin de poder permanecer dentro de la acción protectora de Seguridad Social en los períodos de inactividad. Concretamente su exposición de motivos indica que la  “… finalidad última es intentar adecuar el régimen regulatorio aplicable a las especialidades del trabajo artístico, que se caracteriza por una intermitencia, heterogeneidad e inestabilidad mucho más acusada que en otros sectores (…) se pretende mejorar las condiciones de todos los trabajadores de la cultura, adecuando la normativa que le es de aplicación a las especialidades del sector cultural, y en especial, a su carácter intermitente”.

Los profesionales taurinos están plenamente identificados en esta exposición de motivos, no solo por el hecho de estar incluidos en el régimen especial de artistas en espectáculos públicos, sino porque, al igual que el resto de colectivos de este régimen especial (y por eso es especial), están sometidos en su trabajo a esa “intermitencia” e inestabilidad” inherente a una actividad profesional que desarrollan mediante contrataciones esporádicas, aisladas y previamente indefinidas, muy  lejos de caracterizarse por la habitualidad de la jornada de trabajo propia de una relación laboral ordinaria.

A idéntica conclusión aboca la coexistencia en nuestro ordenamiento jurídico laboral de otras normas que dotan de idéntico tratamiento a ambos colectivos (taurinos y artistas en espectáculos públicos), hasta el punto de que la evolución normativa ha tendido precisamente a la unificación. Así, en el ámbito de la Seguridad Social, la inicial regulación diferenciada entre los artistas (Decreto 2133/1975 por el que se regula el Régimen Especial de la Seguridad Social de los Artistas) y  los profesionales taurinos (RD 1024/1981, por el que se regula el Régimen Especial de la Seguridad Social de los Toreros) fue superada con la promulgación del RD 2621/1986, que integró los Regímenes Especiales de la Seguridad Social de Trabajadores Ferroviarios, Jugadores de Fútbol, Representantes de Comercio, Toreros y Artistas en el Régimen General. En la misma línea, el art. 3 del RD 2622/1986 por el que se regula la protección por desempleo de los jugadores profesionales de fútbol, representantes de comercio, artistas y toreros, integrados en el Régimen General de la Seguridad Social, establece la misma regulación indiferenciada para ambos colectivos (artistas y toreros).

Esta voluntad del legislador de identificar sendos colectivos se ve incluso más nítida en la regulación de la prestación por desempleo de los heterogéneos colectivos destinatarios del RD 2622/1986, que únicamente se aparta de la normativa común de desempleo por dos especialidades (la duración de la prestación y el cálculo de la base reguladora.) que extiende en común tanto a artistas como a toreros. Por último, y según se dijo, hasta la propia prestación ahora reconocida a los profesionales taurinos al amparo del RDL 32/2020 es similar a la dispuesta para los artistas en virtud del RDL 17/2020.

En quinto lugar, la doctrina jurisprudencial también ha corroborado la identidad de ambos colectivos, pudiendo destacarse, entre otras, la Sentencia del Tribunal Supremo de 4 de junio de 1999 (Rec. 3755/1998) que literalmente reconoce que “el sector profesional o de actividad de que se trata [ la taurina], viene determinado por el establecimiento y desarrollo de relaciones laborales especiales, reguladas en el Real Decreto de 1 de Agosto de 1985, núm. 1435/85”; o la Sentencia del Tribunal Superior de Justicia de Andalucía (sede Sevilla), de 13 de febrero de 2003 ( Rec. 3948/2002).

En sexto lugar – y en menor medida por no gozar de la condición de fuente del derecho como la ley, ni ser complemento del ordenamiento jurídico como la jurisprudencia – el Defensor del Pueblo ha concluido en el mismo sentido, al elevar  una recomendación al Ministerio criticando la “interpretación restrictiva y poco ortodoxa” esgrimida para negar la prestación por desempleo a los profesionales taurinos, instando el  reconocimiento de su derecho.

Y, finalmente, por un criterio tan lógico como contundente. Una interpretación distinta a la expuesta supondría, de facto, que los profesionales taurinos estuvieran en un “limbo jurídico”, al carecer de regulación legal. Es evidente que – más allá de otras connotaciones históricas – una actividad como la taurina siempre ha tenido una específica regulación laboral, sin que resulte admisible que ahora, por arte de birlibirloque, quede extramuros del ordenamiento jurídico laboral.

A modo de (triste) conclusión

El derecho a la igualdad ante la ley reconocido en el artículo 14 de la Constitución Española no implica en todos los casos un tratamiento legal igual, de manera que no toda desigualdad de trato normativo respecto a la regulación de una determinada materia supone una infracción del mandato contenido en el precitado art. 14. Ahora bien, constatada una diferencia de trato entre situaciones que puedan considerarse iguales, habrá que ponderar si existe una justificación objetiva y razonable para ello, pues, como regla general, el principio de igualdad exige que a iguales supuestos de hecho se apliquen iguales consecuencias jurídicas.

Para que sea constitucionalmente lícita la diferencia de trato, también es exigible  que las consecuencias jurídicas que se deriven de tal distinción sean proporcionadas a la finalidad perseguida, de suerte que se eviten resultados excesivamente gravosos. En resumen, por boca del Tribunal Constitucional (por todas, las sentencias 104/2004, de 28 de junio, y 112/2017, de 16 de octubre) “el principio de igualdad, no sólo exige que la diferencia de trato resulte objetivamente justificada, sino también que supere un juicio de proporcionalidad en sede constitucional sobre la relación existente entre la medida adoptada, el resultado producido y la finalidad pretendida”.

Enfrentando la antedicha doctrina constitucional a los argumentos expuestos en el presente análisis que doy por reproducidos, podemos afirmar que la denegación de la prestación por desempleo acordada por el Gobierno («seguimos órdenes», han manifestado la portavoz del Servicio Público de Empleo y su director provincial en Sevilla ) consuma una discriminación a los trabajadores integrados en el colectivo de profesionales taurinos, único sector excluido hasta el 5 de noviembre de 2020 (fecha de entrada en vigor del RDL32/2020) de la protección por desempleo por causa del COVID-19. Las desafortunadas declaraciones de varios ministros en contra de todo lo que suene a tauromaquia relevan de complejas disquisiciones acerca del porqué de esta desigualdad de trato. En cualquier caso, el silogismo al que aboca el Gobierno tiene una irrebatible  conclusión: si todos los trabajadores excepto los taurinos han gozado de protección por desempleo, la condición taurina es el motivo de la discriminación.

Anomalía democrática

Se mire por donde se mire, un estado de alarma como el decretado el pasado día 25 de octubre por el Gobierno -por Real Decreto 926/2020- para contener la propagación de la pandemia-y ahora prorrogado por el Congreso con una vocación de cuasipermanencia (al menos por seis meses, duración que solo sabemos que recomienda “la Ciencia”) es una grave anomalía democrática. El hecho de que el Congreso haya aprobado por amplia mayoría la prórroga solicitada, dado que el Gobierno no puede decretar el estado de alarma por un tiempo superior a 15 días sin pedirla, tal y como establece la LO 4/1981 de 1 de junio que regula los estados excepcionales de alarma, excepción y sitio, lo hace todavía más preocupante. Porque quiere decir que nuestros representantes electos no se toman a sí mismos demasiado en serio. A la vista de los debates de esta extraña legislatura puede que tengan razón, pero el problema es que no tenemos otros.

Para remate del despropósito, se queda solo votando en contra de la prórroga un partido de ultraderecha que acaba de protagonizar una esperpéntica moción de censura. De manera que ningún partido de los muchos que tenemos en nuestro Congreso ha salido a defender lo que me parece obvio con argumentos jurídicos, democráticos y hasta de sentido común: no es razonable una prórroga de un estado de excepción de carácter cuasipermanente sin ningún control parlamentario.  

Efectivamente, hay que tener en cuenta que en primer lugar esta prórroga es muy problemática desde un punto de vista constitucional al eliminar la necesidad del control parlamentario durante un periodo de tiempo enormemente extenso. Se trata, en ese sentido, de un extraño “harakiri” parlamentario temporal. Recordemos que este control sí se ejerció, de mejor o peor manera, durante el primer estado de alarma a través precisamente de las sucesivas prórrogas que se fueron aprobando cada 15 días en consonancia con el tenor literal del art.116.2 de la Constitución (“El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”) pero, sobre todo. con su el espíritu y finalidad.

Téngase en cuenta que en los otros supuestos excepcionales la intervención del Congreso es decisiva, bien autorizando el estado de excepción o bien declarando el estado de sitio, por lo que tiene lógica que cuando es el Gobierno y no el Congreso el que decreta el estado de alarma el control temporal sea muy riguroso. En ese sentido, el art 1.2 de la LO 4/1981 exige la proporcionalidad no solo de las medidas a adoptar en estas situaciones, sino también de su duración temporal.

Bien es cierto que la postura de los partidos con respecto a las prórrogas del anterior estado de alarma fue, en la mayoría de los casos, de un tacticismo y de una cortedad de miras notable, por no hablar de las incoherencias del discurso de los partidos de la oposición o nacionalistas (votan en contra o se abstienen por su carácter “centralizador” para, posteriormente, reclamar una mayor implicación del Gobierno). Es comprensible la aprensión del Gobierno a pasar otra vez por la misma situación, pero no es justificable; así funcionan las democracias y en esto consiste el control parlamentario.

Con todas sus indudables limitaciones había, al menos, debate en la sede de la soberanía nacional sobre la conveniencia de la continuidad de un instrumento tan delicado desde el punto de vista democrático como es un estado de excepción. Pretender ahora sustituir un control donde el Gobierno se jugaba las prórrogas por unas comparecencias del Ministro de Sanidad donde el Gobierno no se juega nada es, sencillamente, un insulto a la inteligencia de los ciudadanos.

No solo eso; allá por el mes de abril el mismo Presidente del Gobierno que no se ha dignado ahora salir a defender el nuevo estado de alarma destacaba la importancia de sentar un precedente de control democrático -más allá de las discusiones técnico-jurídicas sobre la duración de las prórrogas- acudiendo cada 15 días al Parlamento a solicitarlas. Y esa es la cuestión; más allá de las medidas sanitarias que ampara este nuevo estado de alarma, no podemos prescindir de los contrapesos (los famosos “checks and balances”) en una democracia liberal, porque corremos el riesgo de que cuando acabe la pandemia no sean tan fáciles de recuperar.

En ese sentido, esta catástrofe no deja de ser un auténtico test de estrés para nuestras democracias, no solo para la nuestra. Pues bien, el primero de los contrapesos es el que le corresponde al propio Congreso, donde se sientan los diputados que hemos votado. Recordemos que nuestro sistema no es presidencialista, sino parlamentario; al presidente del Gobierno lo eligen los diputados, no directamente los ciudadanos.

Pero quizás lo más demoledor, desde mi punto de vista, es la indiferencia general con que la ciudadanía ha recibido esta malísima noticia para nuestra democracia y nuestro Estado de Derecho. Tampoco es gran consuelo que nos informen que otros países han hecho lo mismo; de entrada, desconocemos las peculiaridades de sus ordenamientos jurídicos y sistemas constitucionales; pero, al menos en algunos de ellos (tanto en Francia como en Alemania), se han aprobado normas específicas para los estados de alarma sanitarios allá por marzo, lo que me imagino habrá exigido un debate parlamentario serio sobre su necesidad, límites y garantías. Aquí nunca lo hemos tenido.

En definitiva, hemos pasado casi sin solución de continuidad de un estado de alarma con mando único del Gobierno y control parlamentario cada quince días a un estado de alarma cuasi-indefinido sin control parlamentario (ni judicial) donde el Gobierno se limita a decretar la alarma y delega en las CCAA las competencias para adoptar las medidas que estimen convenientes. Más allá del encaje constitucional de estas delegaciones, me temo se trata de una malísima noticia, que me temo pagaremos caro, tanto en términos de salud como en términos de democracia. Ojalá que me equivoque.

 

Una versión previa de este artículo se publicó en Crónica Global y puede leerse aquí.