Entradas

Marco jurídico en la desescalada y posibilidades legales para afrontar rebrotes

El pasado 21 de junio se ponía fin en todo el territorio nacional al estado de alarma, después de más de tres meses en esta situación de excepcionalidad constitucional. No es fácil afrontar una situación de grave crisis, las cuales suelen poner a prueba la solidez de los mimbres con los que están hechos los Estados democráticos de Derecho. Y creo que debemos felicitarnos porque España ha superado notablemente esa prueba, al menos desde la perspectiva institucional.

Podemos cuestionar algunas de las decisiones que se han adoptado –si pudo haber sido mejor decretar el estado de excepción para dar cobertura a las medidas más intensas del confinamiento; si se podría haber dado un mayor control parlamentario de la acción del Gobierno; si la coordinación entre administraciones debe reforzarse; si en algunos casos se ha podido dar un exceso de celo en la aplicación de las restricciones y de las correspondientes sanciones…-, pero, a nivel institucional, el Estado constitucional ha respondido de forma adecuada. Ha demostrado la solidez de sus garantías incluso en un momento en el que se daba una fuerte concentración del poder y los ciudadanos tenían que asumir severas restricciones de sus libertades fundamentales. De igual forma, la reacción de la ciudadanía también creo que ha sido ejemplar. Sin embargo, más dudas tengo sobre si los responsables políticos han estado a la altura, aunque no perdamos la confianza ahora que se abre un nuevo periodo para la reconstrucción económica y social del país.

Además, en lo que ahora interesa, el estado de alarma se ha levantado, pero el virus sigue circulando, por lo que debemos preguntarnos sobre cuáles son los instrumentos legales de los que disponemos en esta desescalada, sobre todo si hay que afrontar nuevos rebrotes. A este respecto, como ya expuse en un artículo anterior –aquí-, son varias las leyes que establecen el marco jurídico de las medidas que pueden adoptarse para responder a una epidemia sin tener que recurrir a poderes extraordinarios. En concreto, la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública; la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud Pública, en especial su art. 54; la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad (art. 26); y la legislación autonómica correspondiente. Asimismo, en ocasiones se ha invocado también la posibilidad de acudir a la Ley 17/2015, de 9 de julio, del sistema nacional de protección civil y a otras normativas autonómicas dentro de este ámbito aunque, a mi juicio, existiendo legislación especial para el tema sanitario, es mejor ampararse en ella.

De forma más específica, el Gobierno ha aprobado el Real Decreto-ley 21/2020, de 9 de junio, de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación para hacer frente a la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, que ha sido recientemente convalidado por el Congreso. Esta norma, que tiene la ventaja de tener rango de ley, lo que hace es concretar las medidas que permite la legislación sanitaria para adecuarlas a la crisis del covid. Es, por tanto, una norma en cierto modo de “aplicación”. Ahora bien, haber recurrido al decreto-ley plantea también algunas dudas, ya que de acuerdo con la Constitución los mismos no pueden afectar a derechos y libertades constitucionales, aunque la interpretación del Tribunal Constitucional ha venido siendo muy generosa. En todo caso, en cuanto a su contenido, el mismo enfatiza los poderes de coordinación del Gobierno de la Nación para afrontar epidemias (art. 3 y 5); impone medidas de prevención e higiene como el uso obligatorio de mascarillas (art. 6) o regula la distancia social y otras condiciones de higiene en distintos centros y espacios públicos, y en transportes (arts. 7-18); interviene en cuestiones referidas a medicamentos y otros productos sanitarios y de protección de la salud (arts. 19-21); prevé obligaciones de información para el seguimiento y vigilancia epidemiológica y para la comunicación de datos (arts. 22-27); contempla previsiones sobre las capacidades del sistema sanitario (arts. 28-30); y, entre otras cosas, aclara el régimen de infracciones y sanciones remitiéndose a las normas legales correspondientes (art. 31).

De manera que, con este abanico normativo, en principio quedarían cubiertos algunos de los frentes necesarios para dar cobertura jurídica a la desescalada. Hasta los deberes de información y el tratamiento de datos personales que puede afectar al derecho a la protección de datos encuentran justo acomodo con esta normativa.

Tampoco creo que plantee excesivos problemas si, llegado el caso, hubiera que decretar la vacunación obligatoria para prevenir el contagio ante una epidemia. En este caso, de acuerdo con el art. 2 LO 3/1986, de 14 de abril, se podría imponer la misma a aquellos ciudadanos que la rechazaran, con la correspondiente autorización o ratificación judicial (art. 8.6 Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa).

Más dudas presenta, sin embargo, la posibilidad de decretar el confinamiento de personas o poblaciones. Nuevamente la LO 3/1986, de 14 de abril daría cobertura jurídica para imponer el confinamiento, con autorización o ratificación judicial, pero proyectado sobre “enfermos” y sobre “las personas que estén o hayan estado en contacto con los mismos y del medio ambiente inmediato” (art. 3). De hecho, a estos efectos sería especialmente útil que se pueda desarrollar una aplicación que facilite el rastreo de los contactos de las personas contagiadas. Fue el caso, por ejemplo, del confinamiento decretado en febrero por el Gobierno canario de las personas que estaban en un hotel de Adeje donde se detectó un positivo. Por el contrario, más dudoso es que este precepto dé amparo a las decisiones de confinamiento de varias poblaciones como las decretadas por el Gobierno catalán en Igualada o por el Gobierno de Murcia para los municipios costeros.

Para salvar estas dudas se ha planteado reformar la ley orgánica con el objeto de prever de forma expresa la posibilidad de ordenar confinamientos generalizados. Por mi parte, tengo dudas de su constitucionalidad. El confinamiento supone una severa restricción cuando no directamente la privación de un derecho fundamental. Si ésta se hace de forma individualizada o para un grupo definido de personas, encuentra en la intervención judicial una garantía suficiente. Sin embargo, si se decreta de forma generalizada entonces la supervisión judicial pierde parte de su sentido. En estos casos es cuando debe recurrirse al Derecho constitucional de excepción previsto en el art. 116 de la Constitución, con sus garantías institucionales y también judiciales, de tal manera que correspondería al Tribunal Constitucional enjuiciar la necesidad y proporcionalidad de esa medida general de restricción de la libertad.

Incluso, como ya sostuve –aquí-, si se tratara de un confinamiento de la severidad del que hemos vivido, donde más que una restricción estuvimos ante la privación absoluta y generalizada de la libertad de circulación, entonces habría que actuar de acuerdo con el art. 55.1 CE suspendiendo el derecho. Y para ello quizá lo más adecuado sería reformar la LO 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, para contemplar un nuevo supuesto de estado de excepción vinculado a epidemias, con medidas adecuadas para responder a una situación de este tipo. En mi opinión, la suspensión de derechos fundamentales del art. 55.1 CE no tiene por qué comportar su deconstitucionalización temporal y la privación de todas sus garantías, sino que lo que permite es que el legislador orgánico, al prever las medidas del estado de excepción o de sitio, pueda contemplar restricciones que penetren en el contenido esencial del derecho o que priven de garantías constitucionales, algo que en condiciones de normalidad constitucional el legislador no podría adoptar.

De esta manera podríamos “desdramatizar” la aplicación del Derecho constitucional de excepción, rodeándolo de las garantías necesarias, y sin forzar los poderes ordinarios otorgándole a las autoridades administrativas facultades exorbitantes en la restricción generalizada de derechos fundamentales.

¿Ha vuelto la Transparencia? Últimas noticias

Mediante Resolución de 17 de junio, el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno, bajo el expediente de la inadmisión (sic) de una solicitud de información presentada ante él mismo, reconoce que no hizo gestión alguna ante el Gobierno para que, ante la declaración del estado de alarma para la gestión de la situación de crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, mediante el Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, no fuera de aplicación a los procedimientos establecidos en la Ley 19/2013 de Transparencia, la Disposición adicional tercera sobre suspensión de plazos administrativos de referido Real Decreto, o para que se excepcionara en dichos procedimientos la aplicación de dicha DA 3ª. Es decir, para que no se suspendiera la Transparencia en España. Recuerda el Consejo que la Transparencia ha estado suspendida desde el 14 de marzo hasta al 1 de junio de 2020. Y la Administración de Justicia, también, hasta el 4 de junio.

El asunto ha llegado a Europa. Un ciudadano español se ha dirigido a la Comisión de Peticiones del Parlamento Europeo ( ver aquí https://www.europarl.europa.eu/meetdocs/2014_2019/plmrep/COMMITTEES/PETI/DV/2020/06-16/8_sir441-2020-EN.pdf) , denunciando “una regresión en el ejercicio de los derechos fundamentales de los ciudadanos españoles durante el estado de alarma decretado por el Gobierno a causa de Covid-19. Critica las limitaciones al derecho a la libre circulación, con el estricto encierro de ciudadanos en sus hogares y una serie de decisiones injustificadas que afectan la transparencia y normas de buena gobernanza vigentes en la Unión y sus Estados miembros. El ejecutivo español ha decretado el cierre del Portal de Transparencia, lo que hace que sea difícil controlar y comprender las acciones que está llevando a cabo e informarse sobre la evolución de la crisis de salud. Además, la actividad del control parlamentario democrático del gobierno ha sido severamente limitada, con sólo una sesión de control del ejecutivo; la prensa ha sido limitada: en las conferencias de prensa del Primer Ministro las preguntas fueron censuradas, limitándolas y condicionándolas al proceso de evaluación previa por parte del Secretario de Estado de Información. Esta limitación inesperada es contraria al estado de libertades vigentes en España, incompatibles con el artículo 11 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea y el artículo 3 del Tratado de la Unión Europea”, según este ciudadano.

Puede verse, asimismo, la siguiente noticia de ABC del 17 de junio: “El Parlamento Europeo decide investigar el cerrojazo informativo del Gobierno durante el estado de alarma. Solo el grupo socialista y el de la Izquierda Unitaria, al que pertenece Podemos, se oponen a la tramitación de esta solicitud” (https://www.abc.es/espana/abci-parlamento-europeo-decide-investigar-cerrojazo-informativo-gobierno-durante-estado-alarma-202006161441_noticia.html?ref=https:%2F%2Fwww.google.com%2F ).

Asimismo, la Comisión Europea emitió, el 10 de junio, un Comunicado de Prensa (IP/20/1006) en el que puede leerse lo siguiente:

“Coronavirus: la UE refuerza su acción para combatir la desinformación

…/…

Garantizar la libertad de expresión y el debate democrático plural es crucial para nuestra respuesta a la desinformación. La Comisión continuará controlando el impacto de las medidas de emergencia adoptadas por los Estados miembros en el contexto del coronavirus, en la legislación y los valores de la UE. La crisis demostró el papel de los medios de comunicación libres e independientes como un servicio esencial, que aporta a los ciudadanos información fiable y verificada, y contribuye a salvar vidas. La UE reforzará su apoyo a los medios de comunicación y periodistas independientes en la UE y en todo el mundo. La Comisión hace un llamamiento a los Estados miembros para que intensifiquen sus esfuerzos por garantizar que los periodistas puedan trabajar de forma segura y para que saquen el mayor partido de la respuesta económica de la UE y el paquete de recuperación para apoyar a los medios de comunicación muy afectados por la crisis, respetando el mismo tiempo su independencia.

Empoderar y sensibilizar a los ciudadanos e incrementar la resiliencia de la sociedad implica permitir a los ciudadanos participar en el debate democrático preservando el acceso a la información y la libertad de expresión, promoviendo medios de comunicación y la cultura de la información de los ciudadanos, incluido el pensamiento crítico y las cibercompetencias. Esto se puede conseguir mediante proyectos de alfabetización mediática y el apoyo a organizaciones de la sociedad civil”.

Parece evidente que la suspensión –a todas luces injustificada- de la Transparencia en España choca frontalmente con la legislación y los valores de la Unión Europea, a que se refiere el Comunicado de la Comisión, y hurta a los ciudadanos –durante el estado de alarma- del debate democrático y el acceso a la información. La Comisión deberá tomar buena nota en el referido control del impacto de las medidas de emergencia adoptadas por España, a fin de que esta situación no vuelva a repetirse.

Acabamos de conocer la reciente Sentencia del Tribunal Supremo de 11 de junio de 2020 (https://consejodetransparencia.es/ct_Home/comunicacion/actualidadynoticias/hemeroteca/2020/Primersemestre/20200615.html#.XuoosUUzaUk  ), por la que se confirma las resoluciones del Consejo de Transparencia sobre las productividades de la AEAT solicitadas por las Juntas de Personal. Esta sentencia vuelve a mostrar la actitud renuente del Gobierno ante la Transparencia, que hace que los demandantes de información tengan que sufrir un verdadero calvario de impugnaciones hasta –pasados los años- ver satisfecho su derecho. En este caso, reclamación ante el Consejo de Transparencia, recurso contencioso-administrativo ante la Audiencia Nacional y casación ante el Tribunal Supremo.

Según el Consejo de Transparencia, “la importancia de esta sentencia radica, por un lado, en que el Alto Tribunal considera, tal y como estableció el Consejo de Transparencia, que el acceso a la información para Delegados de Personal y Juntas de Personal se rige por la ley de transparencia y no solamente por la regulación específica recogida en el Estatuto Básico del Empleado Público. Y, por otro, en que no aplican, en este caso concreto, los límites de la de la ley de transparencia alegados por el demandante, a saber, los límites del art. 14.1 e) “la prevención, investigación y sanción de los ilícitos penales, administrativos o disciplinarios” y 14.1.g) “las funciones administrativas de vigilancia, inspección y control”. El proceso se inició en febrero de 2016. La estrategia del Gobierno en materia de Transparencia es clara: marear la perdiz.

El fin del estado de alarma. ¿Y ahora qué pasa desde un punto de vista jurídico?

Ayer,21 de junio de 2020, terminó el estado de alarma decretado por primera vez por el Decreto 463/2020 de 14 de marzo, y prorrogado hasta en seis ocasiones por decisión del Pleno del Congreso de los Diputados, en las sesiones celebradas el 25 de marzo, 9 de abril, 22 de abril, 6 de mayo, 20 de mayo y 3 de junio de 2020.

Como saben los lectores, en este blog hemos debatido en varios posts sobre si jurídicamente el estado de alarma era el más adecuado para establecer las limitaciones que contenía el Decreto 463/2020 de 14 de marzo  en los términos previstos en el artículo 116 de la Constitución Española y la Ley Orgánica 4/1981, de 1 de junio, de los estados de alarma, excepción y sitio, o si por el contrario se requería acudir al estado de excepción. También hemos comentado la posibilidad de que el proceso de desescalada se acogiese no a prórrogas del estado de alarma sino que se utilizasen las herramientas disponibles en la legislación ordinaria, sin necesidad por tanto de prolongar esta situación excepcional. En este punto, hay que hacer referencia a los arts. 2 y 3 de la Ley Orgánica 3/1986, de 14 de abril, de Medidas Especiales en Materia de Salud Pública o al art. 54 de la Ley 33/2011, de 4 de octubre, General de Salud o al art. 26 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, General de Sanidad y en la legislación autonómica correspondiente.

En todo caso, ha sido el Real Decreto 463/2020 de 14 de marzo y los sucesivos decretos de prórroga los que han constituido nuestro marco regulador básico durante esta etapa. Además hay que tener en cuenta que la STC 83/2016, de 28 de abril de 2016, el Tribunal constitucional ha aclarado que la norma en que se decreta el estado de alarma (o las que acuerdan las sucesivas prórrogas) «debe entenderse que queda configurada en nuestro ordenamiento como una decisión o disposición con rango o valor de ley. Y, en consecuencia, queda revestida de un valor normativo equiparable, por su contenido y efectos, al de las leyes y normas asimilables cuya aplicación puede excepcionar, suspender o modificar durante el estado de alarma»”.

Además hay que tener en cuenta que se han ido aprobado una serie de normas adicionales al amparo de las habilitaciones contenidas en el Decreto 463/2020 a favor de los Ministros designados como autoridades competentes delegadas para dictar las órdenes, resoluciones, disposiciones e instrucciones interpretativas, en particular por parte del Ministro de Sanidad.

Por último hay que mencionar los numerosos Reales Decretos-leyes que se han ido aprobado para hacer frente a las consecuencias de la pandemia particularmente desde un punto de vista económico y laboral, aunque también hay que destacar que estas medidas no necesariamente se encuentran vinculadas a la duración del estado de alarma y desde luego no es necesario que lo estén conceptualmente, como se ha demostrado en el caso de los ERTES. Es más, lo lógico es que su duración supere al menos en unos meses la terminación del estado de alarma, dado que están más ligadas a la crisis económica y social que ha provocado la pandemia y que previsiblemente tardará meses si no años en superarse.

Pues bien, una vez que decae el estado de alarma ¿con qué marco regulador nos encontramos? Porque ciertamente “la nueva normalidad” es anormal no solo desde el punto de vista social y económico, sino también jurídico. En primer lugar hay que mencionar la  Comunicación «Hoja de ruta común europea para el levantamiento de las medidas de contención de la COVID-19», presentada el pasado 15 de abril de 2020 por la Presidenta de la Comisión Europea y el Presidente del Consejo Europeo, con la finalidad de que los distintos Estados miembros de la Unión Europea comenzaran a planificar las distintas fases de la desescalada intentando minimizar la repercusión en el ámbito sanitario. A nivel nacional, el Consejo de Ministros aprobó por acuerdo de Consejo de Ministros de 28 de abril de 2020, el denominado el Plan para la Transición hacia una Nueva Normalidad.

Dicho Plan muy someramente pretende el levantamiento de las medidas de contención y limitación establecidas en el Decreto del estado de alarma de forma gradual, asimétrica, coordinada con las CCAA y sobre todo flexible, con la finalidad de poder adaptarse a la evolución de los datos epidemiológicos. El objetivo es recuperar la normalidad sin poner en riesgo la salud de los ciudadanos y la capacidad del Sistema Nacional de Salud. Como es sabido, el Plan tiene 4 fases de desescalada, la 0, I, II y III en cada una de las cuales se van levantando y flexibilizando las limitaciones y condiciones impuestas el 14 de marzo de 2020.

La aprobación del Real Decreto 514/2020, de 8 de mayo, por el que se prorroga el estado de alarma declarado por el Real Decreto 463/2020, habilita al Ministro de Sanidad, para poder acordar, en el ámbito de su competencia y a propuesta, en su caso, de las comunidades autónomas y de las ciudades de Ceuta y Melilla la progresión de las medidas aplicables en un determinado ámbito territorial, a la vista de la evolución de los indicadores sanitarios, epidemiológicos, sociales, económicos y de movilidad establecidos en el Plan.

Es importante recordar que según su art. 4  «en el proceso de desescalada de las medidas adoptadas como consecuencia de la emergencia sanitaria causada por el COVID-19, el Gobierno podrá acordar conjuntamente con  cada Comunidad Autónoma la modificación, ampliación o restricción de las unidades de actuación y las limitaciones respecto a la libertad de circulación de las personas, de las medidas de contención y de las de aseguramiento de bienes, servicios, transportes y abastecimientos, con el fin de adaptarlas mejor a la evolución de la emergencia sanitaria en cada comunidad autónoma». Así ha ocurrido estas últimas semanas, no con poco ruido y muchos enfrentamientos entre algunas CCAA (las más rezagadas) y Ministerio de Sanidad. La falta de transparencia de los informes técnicos en los que se basaba el Ministro de Sanidad para permitir o no el cambio de fase ciertamente no ha ayudado

Por su parte, el Real Decreto 537/2020, de 22 de mayo, por el que se prorroga el estado de alarma, establecía, en su artículo 5, que «la superación de todas las fases previstas en el Plan para la desescalada de las medidas extraordinarias adoptadas para hacer frente a la pandemia de COVID-19, aprobado por el Consejo de Ministros en su reunión de 28 de abril de 2020, determinará que queden sin efecto las medidas derivadas de la declaración del estado de alarma en las correspondientes provincias, islas o unidades territoriales». Por tanto, es importante destacar que incluso antes del 21 de junio de 2020 el estado de alarma ya había quedado superado para aquellas unidades territoriales que hubieran superado todas las fases.

Por su parte, el Real Decreto 555/2020, de 5 de junio, por el que se prorroga el estado de alarma añade que la autoridad competente delegada para la adopción, supresión, modulación y ejecución de medidas correspondientes a la fase III del Plan de desescalada será, en ejercicio de sus competencias, exclusivamente quien ostente la Presidencia de la comunidad autónoma, salvo para las medidas vinculadas a la libertad de circulación que excedan el ámbito de la unidad territorial determinada para cada comunidad autónoma.

Además, se prevé que serán las comunidades autónomas las que puedan decidir, con arreglo a criterios sanitarios y epidemiológicos, la superación de la última fase de la desescalada (la fase III) en las diferentes provincias, islas o unidades territoriales de su comunidad y que, en consecuencia, queden sin efecto las medidas derivadas de la declaración del estado de alarma en sus respectivos territorios.

Así las cosas, llegamos al final de la última prórroga, con un proceso de desescalada asimétrico pero que ha llevado a que a día de hoy todas las CCAA hayan superado las fases previstas. Lo cual no quiere decir que se haya superado la pandemia de forma que se considera imprescindible adoptar una serie de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación, que permitan seguir haciendo frente y controlando el virus, una vez  terminado el estado del alarma. Para ello se aprueba precisamente el Real Decreto-ley 21/2020 de 9 de junio que, según su Exposición de Motivos, pretende afianzar “comportamientos de prevención en el conjunto de la población, y con la adopción de una serie de medidas urgentes de prevención, contención y coordinación, dirigidas a garantizar el derecho a la vida y a la protección de salud mientras perdure la crisis sanitaria ocasionada por el COVID-19, una vez expirada la vigencia del estado de alarma y de las medidas extraordinarias de contención, incluidas las limitativas de la libertad de circulación, establecidas al amparo de aquel.”

Por tanto, es en esta norma en la que se asienta “la nueva normalidad” en relación con asuntos tales como la obligatoriedad del uso de mascarillas, el mantenimiento de la distancia de seguridad, los aforos de los distintos establecimientos, los controles en el ámbito de los transportes colectivos, la coordinación con las AAPP en el ámbito sanitario, etc, etc. Y en todos los decretos-leyes que todavía están en vigor y que han abordado y siguen abordando las cuestiones jurídicas más relevantes derivadas de los efectos de la pandemia en nuestras vidas. Que van a seguir con nosotros una temporada.

Eso sí, si hay rebrotes y hace falta volver al confinamiento ninguna de estas normas será suficiente, por lo que si no hacemos las cosas bien nos podemos encontrar con una vuelta al estado de alarma.

 

 

Fiscalía general del estado de alarma

Es bien sabido que una consecuencia de los estados excepcionales contemplados en el art. 116 de la Constitución es la alteración de la normalidad jurídica. Como las Autoridades competentes son incapaces de mantener la normalidad con los poderes ordinarios, el Gobierno es investido por el Congreso de potestades extraordinarias. Entre ellas la de dictar las normas necesarias e imprescindibles para restablecerla, aunque eso implique contravenir el ordenamiento jurídico, que quedará a estos efectos como en suspenso. Por eso la legislación de excepción que se dicte al efecto tiene fecha de caducidad: el cese de la crisis que la provoca.

Pero de esos poderes extraordinarios solo es investido el Gobierno, no el Poder Judicial ni la Fiscalía General del Estado, que mantienen los poderes y facultades ordinarios.

Pues en la mañana del jueves 4 nos desayunamos con un Decreto emitido desde la calle Fortuny de Madrid, que lleva fecha de 03.05.2020, en el que se establecen las pautas para el restablecimiento de la actividad de la Fiscalía tras la entrada en vigor del Real Decreto Ley 16/2020. Está dictado por la Fiscal General al amparo de lo dispuesto en el art. 22.2 del Estatuto Orgánico del Ministerio Fiscal (Ley 50/1981), porque según este, a la máxima magistratura de la carrera le “corresponde impartir las órdenes e instrucciones convenientes al servicio y al orden interno de la institución y, en general, la dirección e inspección del Ministerio Fiscal”.

Entiéndase por “relativo al servicio” todo aquello encaminado a dotar a las distintas Fiscalías de protocolos de actuación para afrontar situaciones concretas. De ahí que el susodicho Decreto se dicte “con la finalidad de proteger la salud de las/los componentes de la carrera fiscal, de los profesionales que se relacionan con la Administración de Justicia y de la ciudadanía, así como de asegurar el efectivo cumplimiento del servicio público y de las funciones constitucionales encomendadas al Ministerio Público” (sic). Más que nunca era necesaria una orden general como esta, como así se ha venido haciendo desde el 14 de marzo.

Sin embargo, de rondón se ha colado una disposición relativa al plazo de la instrucción previsto en el art. 324 LECrim: lo declara plazo procesal y proclama su reinicio desde el día 04.06.2020, aunque por cautela insta a los fiscales a promover su reanudación. En definitiva, que mantiene el criterio del informe del 29 de abril pero no lo aplica, habida cuenta de la opinión mayoritaria en contra. Con este mete-saca propio de las estocadas defectuosas que tratan de hurtarse al tendido (lo cual no quiere decir que el aficionado no las advierta), se mantiene un criterio en el que no se cree. La suerte es que los más han sido conscientes del bajonazo.

Sin duda que diversos pronunciamientos de Fiscalías provinciales, como la de Barcelona, contrarios al reinicio del plazo, pusieron sobre aviso a los ocupantes del palacete del Marqués de Fontalba y Cuba, que inmediatamente se entregaron a la tarea de sujetar a los fiscales al criterio sostenido y no enmendado, que hasta entonces había sido orientativo y carecía de carácter vinculante. Incluso ordenan que se rectifiquen los acuerdos y criterios adoptados, como si una orden general no primara sobre los mandatos particulares impartidos hasta entonces por los subordinados y no los hiciera decaer.

Pero lo excepcional del caso es la forma elegida: un Decreto. Hasta ahora, ese tipo de órdenes generales se restringían a los nombramientos de fiscales o a la concreción de funciones y ámbito de actuación de determinadas fiscalías territoriales. Porque cuando se ha pretendido imponer un criterio aplicativo de la norma, algo lógico si de asegurar la unidad de actuación se trata, se ha echado mano de la Instrucción. Es la instrucción el instrumento pensado para marcar directrices de actuación para toda la Fiscalía (art. 22.2 EOMF), a fin de salir al paso de determinada jurisprudencia que ha cambiado la interpretación de un precepto o para solventar los problemas surgidos en la aplicación de la ley.

Son órdenes dictadas por el Fiscal General de contenido no tanto técnico y doctrinal como organizativo y de funcionamiento. Normalmente exigen el acuerdo o asesoramiento del Consejo Fiscal –a él le corresponde elaborar los criterios generales en orden a asegurar la unidad de actuación del Ministerio Fiscal en lo referente a la estructuración y funcionamiento de sus órganos (art. 14. Cuatro a) EOMF)- y persiguen que la actuación del Ministerio Fiscal sea unitaria, en cuanto que sus miembros desempeñan funciones estatutarias y reglamentadas.

Frente a ellas, el EOMF establece otra herramienta de capital importancia: la circular. Se trata de un documento de estudio y análisis jurídico de preceptos materiales y procesales a los que han de ajustarse los fiscales. Están motivadas generalmente por la publicación de una reforma legislativa trascendente, nace siempre por iniciativa del Fiscal General del Estado, se proyecta y prepara por la Secretaría Técnica y es debatida en la Junta de Fiscales de Sala. A lo largo de su historia, la Fiscalía ha decantado una valiosísima doctrina a través de esta herramienta.

La Junta de Fiscales de Sala es el auténtico sanedrín de la carrera, un reducido grupo de fiscales con experiencia y prestigio profesional, que “asiste al Fiscal General del Estado en materia doctrinal y técnica, en orden a la formación de los criterios unitarios de interpretación y actuación legal, la resolución de consultas, elaboración de las memorias y circulares, preparación de proyectos e informes que deban ser elevados al Gobierno y cualesquiera otras, de naturaleza análoga, que el Fiscal General del Estado estime procedente someter a su conocimiento y estudio” (art. 15 EOMF).

Y esta es la anormalidad: con el Decreto se ha eludido el oír a la Junta de Fiscales de Sala, un trámite que si bien no es preceptivo (aunque esto también es cuestionable), sí ha sido la forma tradicional de discutir coralmente las cuestiones jurídicas espinosas. Y también se ha escamoteado la participación del Consejo Fiscal, en el que están representadas todas las sensibilidades de la carrera. Ambas renuncias implican una claudicación, porque se teme que lo que parece tan claro al que ha de tomar la decisión, no lo sea tanto.

Cagancho fue un torero genial que alcanzó la gloria con el capote, aunque esa cualidad de artista ha quedado eclipsada por sus famosas espantadas. Parece que la Fiscalía General haya escogido este derrotero para despachar los problemas… y a la vista de todos. “Azí no pué zé”, que diría el trianero, inquieto ante tamaño espectáculo.

Plazo material o plazo procesal; esa es la cuestión. Sobre el informe de la Fiscalía General.

Menudo revuelo se ha formado con el informe de la Fiscalía General del Estado que aboga por el reinicio del plazo de instrucción establecido en el art. 324 LECrim cuando se levante la suspensión de plazos y términos procesales impuesta por el Real Decreto 463/2020. Tan grande como sucinto es el documento.

En la confianza de que el malhadado precepto va a ser derogado próximamente, pretende anticiparse a la ansiada reforma con la puesta a cero del contador de la instrucción en todas las causas criminales, de manera que el legislador sorprenda a todos los jueces trabajando, sin prisas, porque al campo se le quitarán más pronto que tarde las puertas que le puso al proceso penal la Ley 41/2015.

Según el Real Decreto Ley 16/2020, los términos y plazos previstos en las leyes procesales que hubieran quedado suspendidos por el Real Decreto 463/2020 volverán a computarse desde su inicio (art. 2.1), y esto para todas las actuaciones procesales, cualquiera que sea la fecha de inicio del proceso (DT 1ª); “entre ellas y especialmente los plazos que para la fase de instrucción prevé el art. 324 LECrim”, añaden desde la C/ Fortuny de Madrid.

El error de cálculo es mayúsculo, porque olvidan que a lo que se refiere ese art. 2 es al “cómputo de los plazos procesales”, literalmente; y no a los plazos materiales. Mientras los primeros son los comprendidos en la DA 2ª del Real Decreto 463/2020, de los segundos se ocupó la DA 4ª. ¿O es que se aplicará ese criterio también a los plazos de la prisión provisional, a las intervenciones telefónicas o a la prescripción de delitos y penas? Porque, sin duda, estos también son “plazos previstos en las leyes procesales”. La respuesta es no, desde luego, porque estos plazos son materiales, como lo es también el plazo máximo de instrucción.

Plazos procesales son aquellos que nacen en el seno de un proceso, comienzan con una notificación, citación, emplazamiento o requerimiento y crean expectativas a las partes (STS núm. 804/2001, 25 de septiembre). Frente a ellos se encuentran los plazos materiales o civiles, de prescripción o caducidad, que son los relativos a acciones sustantivas y están preordenados a su ejercicio. En estos plazos se atiende al hecho objetivo de la falta de ejercicio de la acción a la que se vincula con ese lapso temporal.

Como la finalidad de la suspensión ordenada por el Real Decreto 463/2020 es que hibernen las actuaciones procesales pendientes y esperar a que todo se normalice para continuar con ellas, para evitar indefensión a las partes, impedidas por el confinamiento de ejercitar su labor postulante, es razonable que solo los plazos procesales se reinicien o restituyan “en aras de la seguridad jurídica” (Preámbulo del RDLey 16/2020). Incluso que se amplíen para facilitar que se interponga recurso contra las resoluciones que han ido dictándose durante el estado de alarma –los plazos están suspendidos pero no los procedimientos-.

Y es que el hecho de estar ordenado el proceso en unidades de tiempo cifradas en plazos, supone que cada actuación procesal haya de realizarse dentro del tiempo oportuno, so pena de no poder hacerlo con posterioridad. Como los plazos procesales abren expectativas y oportunidades cuyo transcurso es determinante, pues por principio no cabe restitución del término (preclusión), el confinamiento de la población trae de la mano a la suspensión de plazos y términos.

No ocurre lo mismo con los plazos materiales. Si su suspensión es razonable, dada cuenta de que el ejercicio de las acciones también está condicionado por el confinamiento obligatorio, el reinicio de ese plazo implicaría conferir una ventaja al titular de la acción frente a su oponente en la relación jurídica que subyace. Y esto no es ni lógico ni justo. Para ellos prevé el RD 463/2020 su reanudación.

El plazo máximo de la instrucción establecido en el art. 324 LECrim es un plazo preclusivo que se comporta de modo análogo a los plazos de prescripción y caducidad: está dirigido al ejercicio del ius puniendi del Estado; la validez de los actos de investigación se condiciona a que se practiquen o acuerde su práctica dentro del mismo; no se sujeta al régimen que para los plazos prevén los arts. 183 y 185 LOPJ o el art. 133 LEC, sino al contenido en el art. 5 CC–los seis meses se computan de fecha a fecha, sin exclusión de los días inhábiles- y el letrado de la Administración de Justicia no tiene potestad alguna para suspenderlo, como ocurre con los plazos procesales según dispone el art. 134.2 LEC. Es por tanto un plazo material.

La finalidad de este plazo no es solo evitar dilaciones innecesarias sino, sobre todo, paliar la desigualdad de las partes en el proceso penal, exigencias ambas del derecho fundamental a un proceso con todas las garantías.

Desde la óptica constitucional, la transposición al proceso del derecho a la igualdad consagrado en el art. 14 CE se traduce en la garantía de igualdad de las partes. Desde un punto de vista dogmático, los medios de defensa y ataque deben ser equivalentes en cargas y expectativas. Aunque no está recogida en el art. 24.2 CE, la igualdad de partes ha sido puesta de relieve por el Tribunal Constitucional. La tutela judicial efectiva supone que la igualdad entre partes, propia de todo proceso en que estas existan, sea asegurada de forma que no se produzca desigualdad entre las mismas y consiguientemente indefensión. Y este resultado solo puede originarse cuando se sitúa a las partes en una posición de contradicción mediante el adecuado desarrollo de la dialéctica procesal.

Sin embargo en el proceso penal, como ponía de manifiesto la Exposición de Motivos de la LECrim, existe un desequilibrio entre partes derivado de la naturaleza del objeto del proceso –la averiguación del delito y castigo del culpable-, que no puede verse agravado con un proceso dilatado en el tiempo más allá de lo estrictamente necesario. Y es que la prolongación sine die de un procedimiento supone para el imputado, investigado o como quiera llamarse al sujeto pasivo del proceso penal, un excesivo sacrificio de sus derechos individuales en favor de un interés mal entendido del Estado en perseguir los delitos (Exposición de Motivos LECrim). Ya lo dijo Alonso Martínez: un dilatado proceso, acompañado muchas veces de la prisión preventiva, deja al afectado “por todo el resto de su vida en situación incómoda y deshonrosa”.

Como vemos, ya en 1882 era considerada esta práctica abusiva y vulneradora de los derechos del individuo. Así lo recuerda el Pleno del Tribunal Constitucional en el auto 108/2017, de 18 de julio: la existencia de un plazo de investigación, es una “opción normativa que entronca en una tradición legislativa secular de nuestro ordenamiento, pues ya la Ley de enjuiciamiento criminal de 1882, partiendo de la idea de que el procedimiento investigador (al que dio la significativa denominación de “sumario”) debía ser meramente instrumental -y, por ello, de duración breve- estableció un límite ordinario de un mes para la realización de las “labores instructoras”. De ahí que el Anteproyecto de Ley de Enjuiciamiento Criminal de 2011, al introducir plazos perentorios a la instrucción, afirmara recuperar “el espíritu originario del legislador de 1882, que concebía el sumario como una fase breve y puramente preparatoria. Sólo así puede asegurarse que las diligencias investigadoras no acaben gozando de un indebido valor probatorio”.

Lo justo es la reanudación de este plazo. El reinicio choca con su naturaleza y vulnera derechos fundamentales. Esperemos que agitación sirva de freno al documento de la Fiscalía General del Estado y no sea eco de un escándalo como el que provocó el torero Cagancho en Almagro aquella aciaga tarde de verano. Si el diestro trianero hizo lo que pudo, según dijo, que al menos los que ahora ocupan el palacete del Marqués de Fontalba y Cuba lidien este morlaco de forma más correcta que entonces.

¿Desliz o trampa? Sobre ERTEs y concursos de acreedores

El Real Decreto 18/2020 de 12 de mayo de medidas sociales para la protección del empleo ha venido, entre otras cuestiones, a prorrogar hasta el 30 de junio los efectos de los denominados expedientes de regulación temporal de empleo (ERTEs) presentados bajo el supuesto de fuerza mayor según se regulaba en el Real Decreto Ley 8/2020.

Ahora bien, la norma recientemente publicada ha introducido una modificación que afecta a la esfera concursal, al menos y en apariencia de forma tangencial. Más que a la esfera concursal, que también, me atrevería a manifestar que afecta a la esfera de los administradores societarios, no sólo en sede de una futura calificación culpable en un posterior procedimiento concursal, sino también ante una derivación de responsabilidad a instancias de la Administración Pública frente al órgano de administración de la sociedad.

Así, la disposición final primera del Real Decreto 18/2020 modifica, entre otras, la disposición adicional sexta del Real Decreto ley 8/2020 en lo atinente a las medidas de protección del empleo, estableciendo una excepción al deber de mantenimiento de los puestos de trabajo durante los próximos seis meses posteriores: que concurra en las empresas el riesgo de concurso de acreedores en los términos del artículo 5.2 de la ley concursal.

Aquí es donde puede aparecer la trampa porque, a priori, la referencia al artículo podría parecer inocua, pero en realidad no lo sería. Dicho precepto determina dos cuestiones esenciales. En primer lugar, parte del hecho indubitado de que el deudor (reza el artículo) ha conocido su situación de insolvencia cuando concurre alguno de los supuestos que pueden servir de base a la solicitud de un concurso necesario conforme al artículo 2.4 de dicha norma. Y en segundo lugar, que según éste, concurre cuando se haya producido el incumplimiento generalizado en el pago de las obligaciones tributarias exigibles durante los tres meses anteriores a la declaración de concurso, las de pago de cuotas seguridad social y demás conceptos de recaudación, o el impago de salarios e indemnizaciones así como de indemnizaciones de los tres últimos meses.

Por tanto, el acogimiento a la excepción al deber del mantenimiento del empleo que regula la disposición adicional sexta del Real Decreto Ley 8/2020 y que modifica el 18/2020, parte de la premisa de que la sociedad está reconociendo su situación de insolvencia, pero no de cualquier insolvencia, sino de la que sirve de título habilitante para instar un concurso necesario. Dicho reconocimiento no es baladí, porque puede afectar al escenario de la culpabilidad en el concurso o puede suponer que la falta de solicitud de concurso en plazo habilite a las Administraciones Públicas para instar un procedimiento de derivación de responsabilidad contra el órgano de administración.

La pregunta de desliz o trampa tiene su sentido porque es cierto que las diversas modificaciones que se han introducido vía Real Decreto Ley en materia concursal podrían salvar esos escollos anteriores. El Real Decreto Ley 16/2020 de 28 de abril regula en su artículo 11 que hasta el 31 de diciembre de 2020 el deudor que se encuentre en situación de insolvencia no tendrá el deber de solicitar la declaración de concurso, haya o no comunicado una solicitud de 5 bis, un acuerdo extrajudicial de pagos o adhesiones a una propuesta anticipada de convenio. Adicionalmente, el apartado 2 de dicho precepto señala que no se admitirán las solicitudes de concurso necesario presentadas antes del 31 de diciembre de 2020.

Por tanto, entramos en el juego de las conjeturas, pues por un lado la sociedad que quiera verse dispensada del deber de mantener el empleo, y por tanto presentar un expediente de regulación de empleo, deberá reconocer expresamente que es insolvente, lo que nos lleva a preguntarnos si debe presentar en todo caso una solicitud de 5 bis, o si debe solicitar el concurso al manifestar que en esa fecha concreta ya se encuentra en situación de insolvencia.

En caso de que no se adopte ninguna de las medidas anteriores, se puede considerar que la redacción del artículo 11 del Real Decreto 16/2020 actúa como paraguas protector para considerar que, esa mera declaración de insolvencia, no va a afectar a la calificación futura del concurso, al entender que se ha agravado la situación de insolvencia.

Permite entender la redacción del artículo que esa obligación de no presentación del concurso o esa situación de insolvencia se refiere a una situación nacida con posterioridad a la paralización económica generada por las medias adoptadas en el Real Decreto de Estado de Alarma, o afectan también a sociedades en las que ya concurriera su situación de insolvencia con anterioridad a esta circunstancia.

Las dudas son tantas que no se sabe si la redacción dada a la modificación de la disposición adicional sexta es fruto de la imprevisión, o si por el contrario tiene una carga adicional de pólvora de cara a deslegitimar en el futuro los efectos del artículo 11 del Real Decreto Ley 16/2020.

El debate está servido.

La “desescalada” de los ERTEs por fuerza mayor derivada de la COVID-19

Coincidiendo con una nueva prórroga del estado de alarma, las empresas españolas se enfrentan a su nueva normalidad [sic] con el inicio de la “desescalada” de los ERTES por fuerza mayor derivada del COVID-19. Para ello el Gobierno ha alumbrado un nuevo Real Decreto-Ley ( en este caso RDL 18/2020 de 12 de mayo, de medidas en defensa del empleo ) que, al igual que sus predecesores en materia laboral, adolece de la necesaria claridad, permitiendo diferentes interpretaciones que no favorecen una seguridad jurídica que, en estos momentos, se antoja imprescindible. Voces autorizadas – y otras no tanto – mantienen antagónicas posiciones en cuanto al margen que la norma permite al empresario para afrontar el reinicio su actividad.

En el ámbito laboral la fuerza mayor es un concepto jurídico indeterminado que comporta un acontecimiento externo al círculo de la empresa e independiente de la voluntad del empresario y que conlleva la imposibilidad de cumplimiento de una obligación por causa imprevisible o inevitable. A fin de adaptar la indeterminación del concepto de fuerza mayor a las negativas consecuencias para el empleo del COVID-19, el artículo 22 del RDL 8/2020  acuñó – de forma algo alambicada – una definición ad hoc, según la cual concurre fuerza mayor en los supuestos de pérdidas de actividad como consecuencia del COVID-19, incluida la declaración del estado de alarma, que impliquen suspensión o cancelación de actividades, cierre temporal de locales de afluencia pública, restricciones en el transporte público y, en general, de la movilidad de las personas y/o las mercancías, falta de suministros que impidan gravemente continuar con el desarrollo ordinario de la actividad, o bien en situaciones urgentes y extraordinarias debidas al contagio de la plantilla o la adopción de medidas de aislamiento preventivo decretados por la autoridad sanitaria. El específico procedimiento para la aprobación de ERTES por fuerza mayor derivada del coronavirus ha mantenido la preceptiva autorización administrativa, que se concreta en la necesaria apreciación de la concurrencia de la fuerza mayor por parte de la autoridad laboral. El hecho de que la competencia para resolver esta modalidad de ERTES esté atribuida a las comunidades autónomas ha provocado disparidad de criterios en cuanto a la apreciación de la causa, si bien todos acertadamente supeditan la existencia de la fuerza mayor a que traiga su causa en las prohibiciones o limitaciones de desarrollo de actividad dispuestas por las normas de toda índole dictadas con motivo del COVID-19.

De lo expuesto hasta el momento se colige que, una vez constatada inicialmente la fuerza mayor que avala la aprobación el ERTE, la vigencia del mismo requiere que subsista la prohibición o limitación que motivó su apreciación. Traigo a colación esta conclusión para rebatir la creencia  ( a mi juicio errónea) de parte de los agentes sociales  por la que, en unos casos, sostienen que la fecha fin de los ERTES será el 30 de junio; y en otros, que mientras subsista el estado de alarma los ERTES se mantienen en vigor, siendo la voluntad del empresario la que eventualmente determine la finalización de los mismos con anterioridad a cualquiera de las dos fechas. El  principio de causalidad pudiera resultar por sí mismo suficiente para rechazar dicha interpretación, censura que, asimismo, viene a ser reforzada por la propia literalidad del art. 28 del RDL 8/2020  ( “Las medidas […]  estarán vigentes mientras se mantenga la situación extraordinaria derivada del COVID-19 “). Asimismo, el art. 1.1 del RDL 18/2020  dispone que  continuarán en situación de fuerza mayor total  las empresas que ya estuvieran en ERTE en tanto que estuvieran afectadas por las causas que motivaron el expedienteque impidan el reinicio de su actividad, mientras duren las mismas y en ningún caso más allá del 30 de junio de 2020”. Es evidente que la alusión al último día del mes de junio lo es a los únicos efectos de fijar la fecha límite de vigencia del ERTE ( y siempre que siga existiendo la causa de fuerza mayor), y no como una duración fijada ab initio cuyo agotamiento es potestativo para el empleador.

Mayores problemas interpretativos puede plantear la figura del ERTE por fuerza mayor parcial creada por el art. 1.2 del RDL 18/2020 que, si bien reproduce en lo sustancial la definición de ERTE por fuerza mayor total, varía la mención relativa al 30 de junio de 2020, al cambiar la expresión «en ningún caso más allá del 30 de junio» por «hasta el 30 de junio». La exacta delimitación temporal que el citado precepto realiza de la fuerza mayor parcial es “desde el momento en el que las causas […] permitan la recuperación parcial de su actividad hasta el 30 de junio de 2020”. La diferente redacción no resulta baladí pues pudiera abrir la puerta para entender que, en este caso, sí existe una fecha fin del ERTE parcial determinada, y, por tanto, debe encontrar amparo la decisión empresarial de reincorporar a los trabajadores progresivamente sin someterse a otra limitación distinta que la fecha tope. Sin embargo, la definición de  ERTE parcial enturbia esta posibilidad, al mantener que deben seguir existiendo las causas que configuran la fuerza mayor, aunque atenuadas por posibilitar parcialmente el reinicio de la actividad,. El “levantamiento” de la totalidad de las prohibiciones que pesaban sobre la actividad  conllevaría la inexistencia de limitación alguna ( ni tan siquiera parcial), por lo que  -en sentido estricto- ya no cabría apreciar la fuerza mayor. A mayor abundamiento de la confusión,  el art. 2 párrafo 2 del RDL 18/2020 dispone que “ las empresas deberán proceder a reincorporar a las personas afectadas […] en la medida necesaria para el desarrollo de su actividad “, configurando una obligación al utilizar el imperativo «deberán», cuyo cumplimiento no puede quedar a la mera voluntad del empleador. No resulta aventurado concluir que la figura del ERTE por fuerza mayor parcial está pensada para relacionar los avances en las distintas fases de la “desescalada” con la desaparición progresiva  de las limitaciones de actividad empresarial, pero parece evidente que su deficiente redacción no coadyuva a la consecución del fin de esta novedosa figura.

Otro problema interpretativo que se avecina es la adscripción a una concreta modalidad de ERTE  ( total o parcial)  en aquellas empresas en las que la medida derivada del mismo no fue la suspensión de los contratos, sino la reducción de la  jornada. Según se dijo, el RDL 18/2020 identifica sin matización alguna la fuerza mayor total con una imposibilidad de reinicio de actividad, de ahí que una rigurosa interpretación podría suponer que las empresas que continúen desarrollando su actividad parcial sin cambio alguno respecto a su situación primitiva ( mismo porcentaje de reducción de jornada), no se consideren incluidas en concepto de el ERTE total. Las  importantes consecuencias en materia de bonificaciones en la cotización hubieran aconsejado una mejor redacción.

Por último, la regulación  de la “desescalada” de los ERTES ha desarrollado la inquietante obligación de mantenimiento del empleo impuesta por la disposición adicional sexta del RDL 8/2020. Mediante  la modificación contenida en la primera disposición final del RDL 18/2020, todas los beneficios en la cotización a la Seguridad Social obtenidos por las empresas como consecuencia de los ERTES por fuerza mayor quedan condicionados a que la empresa, durante seis meses siguientes a la reincorporación total o parcial de los trabajadores,  no extinga los contratos de ninguno de los trabajadores afectados por el ERTE. Esta onerosa carga tiene escasas excepciones,  y supone  un serio obstáculo ( o incluso un impedimento) para coadyuvar a la salvación de las empresas y el empleo. Históricamente, los intentos por mantener de forma artificiosa el empleo han fracasado, como el tristemente recordado ” plan E” del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Nada apunta a que la situación vaya a cambiar.

El incumplimiento del precitado compromiso de mantenimiento de empleo únicamente se permite para unas causas de extinción (por ejemplo, despido disciplinario procedente, dimisión, muerte o jubilación del trabajador), olvidando el legislador gubernamental, de un lado, las numerosas modalidades de extinción ajenas a la voluntad del empresario contenidas en el art. 49 del Estatuto de los Trabajadores ( entre otras, mutuo acuerdo; muerte, jubilación o incapacidad del empresario; o fuerza mayor); y de otro, la posible necesidad empresarial de extinguir algún contrato de forma procedente por alguna de las causas previstas en los arts. 51 y 52 ET. El alcance de esta  medida alcanza cotas desproporcionadas si se interpretara  que la obligación de reintegro del importe de las cotizaciones ( más recargos e intereses)  no se circunscribe a las correspondientes al trabajador que ha visto extinguido su contrato, sino a las de las bonificaciones íntegras de todos los trabajadores incluidos en el ERTE.

Asimismo, existen dos inconcretas excepciones más a la obligación del mantenimiento del empleo. En el apartado 3 de la disposición adicional directamente se consagra la discrecionalidad ( o quizá arbitrariedad) de la Administración a la hora de exonerar de la tan citada obligación de mantenimiento del empleo a “sectores afines”. Así, y mediante la inclusión de un vago supuesto de hecho, se dispone literalmente que  el compromiso del mantenimiento del empleo se valorará en atención a las características específicas de los distintos sectores y la normativa laboral aplicable, teniendo en cuenta, en particular, las especificidades de aquellas empresas que presentan una alta variabilidad o estacionalidad del empleo. Y en la misma línea de utilizar conceptos indeterminados ( e incluso inexistentes), en el apartado 4 se exceptúa del cumplimiento de la obligación a “aquellas empresas en las que concurra un riesgo de concurso de acreedores” [sic], figura inexistente en nuestro ordenamiento jurídico, y que stricto sensu sería aplicable a la totalidad de las empresas, pues  -en potencia-  incluso las más boyantes  corren el riesgo de verse abocadas a una situación concursal.

Hay quien que ve en la deficiente – y recurrente – técnica legislativa de las recientes normas laborales un reflejo de las carencias de sus redactores. Por  contra, otros consideran que obedece a una ambigüedad calculada para poder interpretar las leyes a su conveniencia, poniendo las importantes medidas coercitivas de la Administración al servicio de un interés injusto. Algo falla cuando los laboralistas tenemos que acudir en exceso a los criterios interpretativos del art. 3.1 del Código Civil. Afortunadamente la última palabra, por ahora, la tienen los jueces.

Tercera edad y coronavirus. Apuntes jurídicos a vuelapluma

Tercera edad es una denominación, una expresión que hace referencia a las últimas décadas de la vida de una persona, edad avanzada, en la que tiene menos posibilidades de obtener ingresos, pudiendo presentar un declive físico, cognitivo, emocional y/o social. En tiempos pasados, dicha edad era la última de las posibles -siendo las anteriores la juventud y la madurez-. En la actualidad las cosas no están tan claras, pues el vigor físico  e intelectual de las personas se mantiene largo tiempo, siendo posible, así, distinguir entre la niñez, la adolescencia, la juventud, la madurez, la cesación en la vida laboral, la tercera edad y la ancianidad propiamente dicha. Téngase en cuenta que, en la España de hoy, la jubilación puede producirse, según los oficios o las profesiones, a partir de los 60 años, en tanto que la expectativa de vida media es de unos 85 años, no siendo demasiado infrecuente llegar a la centena.

Al respecto y también, se habla de ancianidad -término que viene de antiguo-, predicado respecto de las personas de edad avanzada o -mejor aun- de edad muy avanzada, hablándose, asimismo, de senectud -período de la vida humana que empezaría a partir de los 70 años- y de vejez -cuyo inicio la Organización Mundial de la Salud -que tiene presente la duración de la vida de las personas en todos los continentes- fijó en los 60 años, aunque la misma Organización, por cuanto me resulta, señala que algunos mayores de 80 tienen capacidades similares a jóvenes de 20.

En esta última línea, hay que decir que las más altas magistraturas, los más altos cargos, los miembros de nuestras más renombradas instituciones -Tribunal Constitucional, Consejo de Estado, Reales Academias- son, en no pocos casos, mayores de 70 años e, incluso, mayores de 80.

Todo ello sabido, la idea de la tercera edad hay que ponerla en conexión con una edad en la que la persona puede estar más necesitada de protección, al ver reducidos sus ingresos, por mor de la jubilación, y aumentadas sus fatigas.

El Código civil -Constitución de la vida cotidiana, como decía De Castro- tiene en cuenta tales circunstancias y, sin hacer de la tercera edad un estado civil propiamente dicho, al no incidir rotundamente en la capacidad de obrar, la considera para liberar, a los que en ella están, de cargas, más o menos pesadas, como la representación del ausente o el ejercicio de los cargos tutelares.

De tercera edad habla también, expresamente, la Constitución, en su artículo 50 -sito en el Capítulo III, De los principios rectores de la política social y económica, de la Sección 2ª, De los derechos y deberes de los ciudadanos, del Capítulo II, Derechos y libertades, del Título I, De los derechos y deberes fundamentales-.

Reza así el citado artículo 50: Los poderes públicos garantizarán, mediante pensiones adecuadas y periódicamente actualizadas, la suficiencia económica a los ciudadanos durante la tercera edad. Asimismo, y con independencia de las obligaciones familiares, promoverán su bienestar mediante un sistema de servicios sociales que atenderán sus problemas específicos de salud, vivienda, cultura y ocio.

Además de esta protección específica, los pertenecientes a la tercera edad, como ciudadanos que son, cuentan con la protección que les dispensan los siguientes artículos de la Constitución dicha:

Artículo 14: Los españoles son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna por razón de nacimiento, raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social-como la edad-.

  Artículo 15: Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral…

  Artículo 19.I: Los españoles tienen derecho a elegir libremente su residencia y a circular por el territorio nacional.

No se olvide, por otra parte, que, de conformidad con el artículo 10.1., la dignidad de la persona, los derechos inviolables que le son inherentes, el libre desarrollo de la personalidad… son fundamento del orden político y de la paz social.

  Ello sabido, saber también que las libertades y derechos fundamentales tienen una serie de garantías previstas en el artículo 53 del Capítulo IV de su Título I -reserva de ley, procedimientos especiales, recurso de amparo incluso y en su caso-, de tal manera que la suspensión de los mismos es excepcional y ha de tener causas tasadas, previa la declaración, cuando y como corresponda, de los estados de excepción y de sitio, a los que se refiere el artículo 55.1, estados a lo que hay que añadir el de alarma, al que se refiere el artículo 116, diciendo:

  1. Una ley orgánica regulará los estados de alarma, de excepción y de sitio…
  2. El estado de alarma será declarado por el Gobierno mediante decreto acordado en Consejo de Ministros por un plazo máximo de quince días, dando cuenta al Congreso de los Diputados, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo…

La Ley Orgánica de los estados de alarma, excepción y sitio es la 4/1981, de 1 de junio. Dicha Ley Orgánica, en lo que interesa, consta de un Capítulo Primero –Disposiciones comunes a los tres estados– y de un Capitulo II –El estado de alarma-.

En ellos fijaré, seguidamente, la atención, en lo que al estado de alarma específicamente respecta.

Declaración del estado de alarma. De acuerdo con el artículo 1º  procederá “cuando circunstancias extraordinarias hiciesen imposible el mantenimiento de la normalidad mediante los poderes ordinarios de las Autoridades competentes”.

   El objetivo perseguido es el restablecimiento de la normalidad, adoptando solo las medidas estrictamente indispensables para lograr tal.  La declaración de tal estado no interrumpe el normal funcionamiento de los poderes constitucionales del Estado.

De conformidad con el artículo 4º, el estado de alarma podrá decretarse en los supuestos de crisis sanitarias, tales como las epidemias. De conformidad con el artículo 6º, la declaración del estado de alarma se llevará a cabo mediante Decreto acordado en Consejo de Ministros, en el que se determinará el ámbito territorial, los efectos y la duración del mismo, que no podrá exceder de quince días, cabiendo ulteriores prórrogas, si se cuenta, para ello, con la  autorización del Congreso de los Diputados. Ello sabido y estando al artículo 11, se podrá limitar la circulación o permanencia de personas en horas y lugares determinados, pudiéndose establecer, de conformidad con lo dispuesto en el artículo 12, medidas para la lucha contra las enfermedades infecciosas.

Actos y disposiciones de la Administración Pública adoptados durante la vigencia del estado de alarma. De conformidad con el artículo 3º, serán impugnables en vía jurisdiccional y quienes sufran daños por ellos, tendrán derecho a ser indemnizados.

Todo ello sabido, cabe colegir lo siguiente, en mi opinión:

-Las medidas adoptadas, como excepcionales que son, no han de ser interpretadas ampliamente, pues odiosa sunt restringenda. Mucho más ello será así cuando afecten o limiten derechos fundamentales o libertades públicas.

– Asociaciones o Colegios Profesionales no podrán dictar normas que restrinjan o prohíban la utilización de determinados espacios, sobre todo si los mismos pertenecen en copropiedad a quienes pudieran utilizarlos y con dicha utilización no se cause daño a nadie ni peligro para la salud pública, dado que la propiedad es un derecho protegido en el artículo 33.1 de la Constitución, ello al margen de la vigencia de la regla quod tibi non nocet et alii prodest, non prohibetur.

– Por la misma razón apuntada antes y sabido el artículo 19.1 de la Constitución, es más que discutible el prohibir a una persona que tiene una vivienda en una determinada localidad, por alejada que esté de aquella en la que vive actualmente, el desplazamiento y residencia en la misma, sobre todo en el caso de que pueda acreditar que no padece la enfermedad determinante del estado de alarma o que está curado de ella.

– Las trabas puestas al ingreso de personas de la tercera edad en servicios de urgencia o habitaciones de hospital, en el caso de que hubiera plazas, son absolutamente intolerables y contrarias a derecho, con los artículos 14 y 15  de la Constitución en la mano. No lo sería, en cambio, un tratamiento favorable a dichas personas, puesto que las mismas, como sabemos,  son específicamente contempladas como particularmente dignas de protección en el artículo 50 de la Constitución. En último caso, prior in tempore, potior in iure.

 

Un jueguito alemán

La Historia es conocida: la República de Weimar, ayuna del calor de los republicanos, se desplomó con ayuda de los propios mecanismos constitucionales, en especial, del artículo 48 que contenía los poderes excepcionales del Presidente y de la llegada a la cancillería de Adolf Hitler el 30 de enero de 1933 con lo que se consumó la entrega del poder al “enemigo de la Constitución” que se limitaba a tomarlo de las manos ya temblorosas de un anciano irresponsable (el presidente Hindenburg). Porque era claro que no se trataba de un simple cambio de gobierno sino de una ruptura ostensible e irreversible del sistema constitucional.

Al 30 de enero siguieron las fechas del 27 de febrero en la que ardió el edificio del Parlamento y a esta la del 5 de marzo, que es la de las elecciones donde el partido nazi (NSDAP) obtiene 288 escaños de un total de 647. Hitler es reelegido canciller y vuelve a jurar fidelidad a la Constitución. Le bastaron dos cañonazos, la Ordenanza presidencial (de nuevo el art. 48) de 28 de febrero y la “ley de autorización” de 24 de marzo, para acabar con ella. Esta experiencia llevó al constituyente de 1949 a ser extremadamente cauto y riguroso a la hora de taponar los agujeros por los que la legalidad constitucional pudiera convertirse en humo (en humo pestilente además).

Con detalle me he ocupado de todas estas vivencias políticas y jurídicas en los dos tomos de mis “Maestros alemanes de Derecho Público” (segunda edición en un solo tomo, 2005) y en “Juristas y enseñanzas alemanas I 1945-1975” (siempre en Marcial Pons). En más de medio siglo no ha existido preocupación seria en Alemania motivada por la posibilidad de un vuelco constitucional, acaso la única se produjo cuando se aprobaron las leyes de excepción a finales de la década de los sesenta, momento de grandes disturbios políticos ligados a la efervescencia del mayo del 68 francés. Pero ahora se ha incorporado al paisaje político alemán un partido, la “Alternativa para Alemania” de clara inspiración autoritaria de derechas, presente ya con voz audible y aun determinante en los Estados federados y también en el Parlamento federal.

Al hilo de esta novedad, Maximilian Steinbeis, jurista, periodista y editor de un blog de gran repercusión, se ha dado a idear un juego consistente en señalar las piezas de la Constitución que podrían ser cambiadas con relativa facilidad para vaciarla y mutarla en sus intimidades. El juego es sobrecogedor sobre todo si se tiene en cuenta que la Constitución alemana contiene, precisamente por los temores que el pasado suscita, la llamada “cláusula de eternidad” del artículo 79. 3, a cuyo tenor nunca podrán ser abolidos el Estado social de Derecho, el federalismo, la forma republicana del Estado y el derecho fundamental a la dignidad humana.

Pues bien, Steinbeis demuestra que todo eso puede convertirse en “verdura de las eras”. ¿Cómo? No cita a la “Alternativa …” pero razona que si un partido político ganara unas elecciones de manera abultada podría el nuevo canciller aprobar una reforma del Tribunal Constitucional que creara una tercera Sala (hoy cuenta con dos) a la que se atribuyera la competencia sobre la organización del Estado. La mitad de los jueces de esa Sala serían designados por el partido al que perteneciera el canciller, con mayoría en el Bundestag y que habría abolido paralelamente la actual exigencia de la mayoría de dos tercios para designar a los jueces constitucionales.

Podría – es cierto- llegar a ese Tribunal el examen de las leyes de la mano del Bundesrat  que no habría sufrido en su interior ese terremoto electoral (sus miembros son designados por los Gobiernos de los Estados federados). Pero, una vez en manos del Gobierno federal la pieza clave del Tribunal Constitucional, cualquier reforma no sería muy complicada pues el grueso de las reglas que rigen su funcionamiento no están en la Constitución sino en la ley del Tribunal (la mayoría para elegir a los magistrados, la duración de sus mandatos, la edad de su jubilación, el número de Salas …).

Si el Presidente de la República se negara, haciendo uso de su derecho de veto, a dar su visto bueno a las leyes así aprobadas, podría el canciller hablar ya un lenguaje de palabras mayores: promover la reforma del derecho electoral, del sistema de financiación de partidos y organizar como colofón un referéndum para aprobar una nueva Constitución.

Hay que decir que en el Tribunal Constitucional actual ya se vivió un gran susto cuando el año pasado la “Alternativa …” presentó un proyecto en el Bundestag según el cual los jueces de Karlsruhe se verían obligados a motivar fundadamente el rechazo de cualquier recurso de amparo, lo que hubiera llevado directamente a su paralización.

Algún responsable político relevante (de los Verdes) no se ha tomado a broma el juego ideado por Steinbeis y, competente como es en materia de Justicia en Hamburgo, ha pedido, en una sesión de ministros de Justicia de los Estados federados, que se elabore un estudio destinado a identificar los “puntos débiles” de la Constitución, aquellos que permitirían vivir un escenario inquietante: “sería un error considerar que somos inmunes a los peligros que acechan a algunas democracias en la Europa oriental” ha señalado. Tanto en Hungría como en Polonia han sido precisamente sus tribunales constitucionales las primeras piezas que se han cobrado sus Gobiernos, hoy puestos bajo la lupa de la Unión Europea.

¿Por qué traigo este juego a las páginas de este Blog? Lo habrá adivinado cualquiera de sus inteligentes lectores. Si este escenario de horror se le ocurre a un alemán donde la estabilidad es notable y donde, hasta ahora, todos los protagonistas políticos han rezado juntos el credo constitucional y comulgado con el pan vivificador de sus principios básicos ¿qué diremos del panorama español donde un partido que está en el Gobierno quiere acabar con la monarquía y abomina del esfuerzo de entendimiento que han protagonizado las generaciones precedentes? ¿y qué de los socios gubernamentales que lisa y llanamente quieren acabar con España?

Téngase en cuenta que los prejuicios necios son los triunfos de la sinrazón. Y que la desgracia nos puede llegar de una atolondrada aleación de esos prejuicios y de despropósitos.

Apuntes sobre una prórroga que nunca verá la luz

En una de sus comparecencias públicas de las últimas semanas, el presidente del gobierno hizo una afirmación que no pasó desapercibida, y que dio lugar a regueros de tinta y a una animada (aunque también algo avinagrada, todo hay que decirlo) discusión con tintes jurídicos en medios de comunicación y redes sociales.

Lo que el presidente del gobierno afirmó fue que el acudir al Congreso de los Diputados cada quince días para renovar el estado de alarma respondía a un afán de transparencia y por verse controlado por el poder legislativo, y no tanto a una obligación legal. Y, si bien es cierto que el artículo 116 de la constitución (relativo a los estados de alarma, excepción y sitio) no pone coto alguno a las prórrogas, sí parece dar a entender que las prorrogas lo serán en cualquier caso por otros quince días: “dando cuenta al Congreso, reunido inmediatamente al efecto y sin cuya autorización no podrá ser prorrogado dicho plazo”.

Es, sin embargo, la Ley Orgánica 4/1981, de los estados de alarma, excepción y sitio, la que matiza esta expresión: según el artículo 6, el estado de alarma “sólo se podrá prorrogar con autorización expresa del Congreso de los Diputados, que en este caso podrá establecer el alcance y las condiciones vigentes durante la prórroga”. Resulta sorprendente hasta qué punto el texto de la norma puede resultar ambiguo, lo que sugiere (a mi juicio) dos posibilidades:

  • Por un lado, que el legislador no reparase en que las prórrogas del estado de alarma, al ser este declarado por el gobierno sin concurso del Congreso (cosa que no sucede en los estados de excepción y sitio, en los que el Congreso juega un rol desde el principio), se hallaban condicionadas por el plazo de quince días que se otorgaba al gobierno antes de acudir al Congreso. Es decir: tal vez el legislador no previó que el plazo de quince días que se daba al gobierno para acudir al Congreso iba a condicionar la aproximación de legisladores y opinión pública a las prórrogas posteriores. El legislador no buscaba que las prórrogas fuesen necesariamente de quince días, pero la redacción constitucional lo dio a entender (aunque no lo impusiese).
  • La otra posibilidad es que los autores de la Ley 4/1981 buscasen relajar las limitaciones del artículo 116 de la Constitución. Recordemos que el artículo 6 de la Ley incide en que “sin cuya autorización (del Congreso, se entiende) no podrá ser prorrogado dicho plazo”. Los autores de la norma habrían buscado, de esta manera, ampliar la discrecionalidad del poder legislativo a través de un enunciado ambiguo, que permitiese interpretar que se permitía que el legislativo aprobase prórrogas que fuesen más allá de los quince días.

Fuesen cuales fuesen los motivos del quienes participaron en la redacción de ambas normas, de la redacción de la Ley 4/1981 no cabe colegir en ningún caso que las prórrogas deban tener una duración de quince días. De hecho, desde una perspectiva teleológica tiene sentido que el plazo de quince días solo opere para el primer tramo del estado de alarma El plazo de quince días del artículo 116 es un límite temporal a la acción del gobierno sin aprobación del legislativo. Es el poder legislativo quien puede postergar indefinidamente el estado de alarma (y modificar radicalmente su alcance y condiciones, según la Ley), y por ello no tendría sentido que se viese constreñido por el plazo de quince días.

Así mismo, existe un precedente en el que se aplicó (y prorrogó el estado de alarma). En diciembre del año 2010, y como consecuencia de la huelga ilegal de los controladores aéreos, el gobierno de José Luis Rodríguez Zapatero declaró el estado de alarma, y solicitó su prórroga por un periodo superior a los quince días. La prórroga fue aprobada por el Congreso. En aquel momento no se puso en duda la legalidad de una prórroga superior a los quince días, y ningún partido de la oposición (si bien el Partido Popular era el único con capacidad para hacerlo) buscó que el Tribunal dictaminase si dicha prórroga era constitucional.

Sin embargo, no debe sorprendernos que las normas relativas a los estados de emergencia tengan problemas de interpretación y zonas grises. La mayor parte de las leyes que nos gobiernan se han ido depurando (o interpretando por los tribunales) como consecuencia de su aplicación continuada, y de las posibles controversias que han ido surgiendo y se han resuelto (ya sea de forma jurisdiccional o por una reforma posterior). Las leyes, así, se van puliendo, como una piedra a la que hace rodar el agua de un río. Pero las normas de emergencia, por su carácter excepcional, solo se aplican en situaciones muy poco frecuentes, y por lo tanto para que se vayan depurando tiene que transcurrir periodos muy largos de tiempo. Y nuestro orden constitucional es muy joven.

Ahí reside una paradoja: aquellas normas que requieren de una mayor claridad por afectar a derechos fundamentales son precisamente las que menos claras resultan por haber sido aplicadas en contadas ocasiones.

En esta ocasión, el uso de la legislación de emergencia ha descubierto la existencia de una ‘zona gris’ situada entre la alarma y la excepción (tal y como sostiene el profesor Xavier Arbos), y que no cabe adjudicar a uno u otro estado. Así las cosas, sería muy positivo que el Tribunal Constitucional se pronunciase sobre las medidas adoptadas por el gobierno dentro del estado de alarma, y que contribuyese a dibujar nítidamente los perímetros y contornos de cada figura prevista por la legislación de emergencia. Ya lo hizo tras la huelga de los controladores aéreos en el año 2010 (STC 83/2016), pero aun quedan numerosos aspectos por esclarecer.

Pero volvamos, pues, a la cuestión de las prórrogas. Si optar por una prórroga de quince días o por una superior es legal, lo que cabría preguntarse es por qué el presidente del gobierno cambió de criterio de forma súbita hace unos días (después de presentar su aparente decisión de acudir a renovar las prórrogas cada quince días como un ejercicio de ‘accountability’). Ahora, además, sabemos que la prórroga de treinta días ya no será tal, merced al acuerdo con Ciudadanos. Otro cambio de parecer.

Fue el presidente del gobierno quien se impuso a sí mismo el dogal de acudir al Congreso cada quince días (pues bien hubiera podido no hacerlo, Sánchez dixit), y es por ello a él a quien compete dar las explicaciones oportunas para justificar semejante cambio de criterio. ¿Cuáles fueron las razones del presidente del gobierno para esbozar un prórroga de treinta días? Los incentivos para pasar de una prórroga de dos semanas a una de un mes eran fuertes, y a mi juicio existían dos posibles causas para ello:

  • Por un lado, que el hecho de que las prórrogas sean aprobadas por una mayoría menguante convenciese al gobierno de la necesidad de obtener una última prórroga para el periodo que reste, de forma que se conjuraría la posibilidad de un final abrupto del estado de alarma (lo que tendría graves implicaciones prácticas).
  • Y, por el otro, un deseo del gobierno de reducir la presión social y el aumento de la conflictividad social fijando en el horizonte un punto final definitivo (con permiso del otoño) para el estado de alarma. Se sacrificaría, así, el control parlamentario a cambio de una obligación autoimpuesta de no buscar una nueva prórroga.

Que el gobierno haya tanteado la opción de una última prórroga superior a los quince días supone, pues, una primera aceptación por su parte de que el apoyo parlamentario a sus medidas se tambalea, al tiempo que el malestar popular por la falta de claridad respecto a la desescalada y la catástrofe económica que se avecina comienza a tomar vuelo. Es un primer indicio de que, como muchos anticiparon, una crisis como la actual iba a ser prolongada en el tiempo, y que la docilidad de muchos ciudadanos a la hora de ser confinados se agrietaría a medida que la ansiedad económica y la situación política comenzasen a emerger.

El debate en torno a las prórrogas es también un primer indicio de cómo el empeoramiento de la situación política, de la economía y el aumento del descontento social comienzan a tener un peso en las decisiones de nuestros responsables políticos. En esta ocasión, Ciudadanos ha logrado pactar finalmente una prórroga de quince días, en lo que supone una derrota a la pretensión del ejecutivo de dirigir los tiempos de la respuesta al virus como hasta ahora. De forma algo paradójica, la pretensión de extender el estado de alarma por treinta días era un indicio de debilidad, y el acuerdo de hoy para limitarla a quince días es su confirmación.

Y, sin embargo, lo más dramático de la decisión adoptada por el gobierno esta tarde es el hecho de que va a ser el preludio de otra peor: cómo proceder si, después de un verano terrible, llega el otoño y se ve abocado a ordenar que los ciudadanos vuelvan a recluirse en sus casas.

Detrás de la aparente indefinición jurídica subyacía, como tantas otras veces, un dilema político.

Items de portfolio