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Sobre si una ley de amnistía vulnera el Estado de Derecho

Para saber si una posible ley de amnistía en beneficio de los investigados y condenados en la denominada causa del procés vulnera o no nuestro Estado de Derecho, lo primero sería definir propiamente qué es un Estado de Derecho, cuáles son sus características configuradoras y qué relación tienen con una democracia digna de ese nombre. Tal cosa nos ayudará también a clarificar un tema ulterior, que es la posible inconstitucionalidad de la iniciativa, desde el momento en que nuestra Constitución afirma en su artículo 1.1 que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.

Concretar qué rasgos configuran un genuino Estado de Derecho no es, desde luego, una cuestión pacífica. Desde un cierto punto de vista (positivista) todo Estado es por definición un Estado de Derecho. Y ello porque, como afirmaba Ihering, “tan Derecho es el que ordena la educación universal, como el que prohíbe a los negros leer y escribir”[1] . Pero lo cierto es que, de un tiempo a esta parte, se ha convenido denominar Estado de Derecho únicamente a aquél Estado cuya producción normativa reúne una serie de características que proscriben el ejercicio arbitrario del poder y garantizan la libertad, la seguridad y la igualdad de los ciudadanos.

Sobre cuáles sean esas características existen muchas teorías, que podríamos agrupar en dos grandes bloques: el grueso y el delgado (thickthin). Las teorías thick incluyen conceptos como la justicia y el respeto a los derechos humanos, así como la participación plural y democrática en la elaboración de las normas. Es verdad que resulta difícil prescindir de tales valores para definir un genuino Estado de Derecho. Sin embargo, aquí vamos a seguir a los partidarios de la concepción thin, que intentan limitarse a un análisis más formal o procedimental, prescindiendo de valores sustantivos. Y no porque no los consideren importantes, sino porque entienden que con los formales es suficiente. Entre otros motivos, porque resulta muy difícil o imposible citar en la práctica un ejemplo de Estado que cumpla los procedimentales y nos los materiales. En cualquier caso, los requisitos thin constituirían ese mínimo común denominador sin los cuales no cabe hablar propiamente de Estado de Derecho.

Los dos autores que constituyen la referencia fundamental de la corriente thin son Leon Fuller[2] y Cass Sunstein[3]. Si tuviéramos que sintetizar sus listados de principios o requisitos en uno solo podríamos formular el siguiente:

1.- El Derecho debe estar formulado en reglas generales.

2.- Las normas deben ser prospectivas y no retroactivas.

3.- Debe existir una congruencia entre el Derecho promulgado y el aplicado.

4.- Deben ser claras, no contradictorias y no exigir lo imposible.

5.- Deben ser estables.

6.- Debe existir una separación entre la elaboración normativa y la aplicación de la ley, con derecho de audiencia y apelación ante órganos independientes.

Son requisitos inexcusable si pretendemos tratar a los destinatarios de las normas como verdaderos ciudadanos, es decir, como seres autónomos y responsables capaces de entender y seguir reglas, tal como cabe esperar en una democracia digna de ese nombre, y no como meros súbditos desprovistos de dignidad (Fuller). Pues bien, una ley de amnistía como la planteada suscita dudas al menos en relación a cuatro (1,2,3 y 6) de los seis requisitos enunciados. Veámoslo con más detalle.

Con la formulación del requisito de la generalidad de la norma se pide que se trate simplemente de eso: de una regla y no de una casuística decisión de una controversia que piensa solo en un asunto determinado (Fuller). Una regla se asocia con la idea de impersonalidad, imparcialidad e interdicción de la arbitrariedad (Sunstein). Considera solo situaciones abstractas y no personas concretas. Esta idea conecta con un principio fundamental de nuestra tradición jurídica, formulado ya claramente por los romanos en la Ley de las XII Tablas (451 a.c.), que es la prohibición del privilegio (privus legis significa exceptuado de ley). Comentando la norma, Cicerón se preguntaba “qué podía haber más injusto que eso, ya que la ley, por su propia esencia debe ser una resolución y un mandato para todos”.

No cabe duda de que una amnistía vulnera claramente este principio fundamental, al consistir en una ley cuya finalidad es exceptuar a determinadas personas de la aplicación de otras. Pero la vulneración sería especialmente grave en el caso en que se concediese sin más contraprestación que el apoyo a una investidura, sin arrepentimiento ni compromiso incondicionado alguno de sujeción futura a las normas vulneradas, porque en ese caso la excepción sería todavía más radical.

El requisito de la irretroactividad es más complejo, pero está pensando en normas que pretendan atender exclusivamente a situaciones pasadas, y no en las normas que las afecten indirectamente como consecuencia de su pretensión de regular situaciones futuras. Es decir, una cosa es bajar la pena por un delito de cara al futuro, pero que conlleva como efecto reflejo necesario reducir también la de los cometidos con anterioridad, y otra muy distinta es una norma que pretenda afectar solo las penas pasadas pero dejando inalteradas las futuras. Fuller pone como ejemplo de este tipo de normas la ley promulgada por el parlamento alemán tras la purga de Röhm (“la noche de los cuchillos largos”) que convirtió esos asesinatos en ejecuciones legales.

No cabe duda de que la amnistía que comentamos está más cerca de este segundo tipo de normas que de las primeras, pues de alguna manera viene a legalizar, al dejar sin sanción de ningún tipo, los actos inconstitucionales y delictivos realizados durante el procés.

Bajo el requisito de congruencia entre el Derecho promulgado y el aplicado se invoca la idea de que el Derecho en los libros debe coincidir con el Derecho en la calle. Si el Derecho promulgado dice una cosa, pero no se aplica a nadie, o se exonera a algunos sin más razón de que estos pueden comprar ese privilegio a un precio que otros no pueden pagar, en función de las circunstancias concurrentes en cada caso, entonces se compromete el Estado de Derecho en sus principios de generalidad y predictibilidad (Sunstein).

Por último, con la exigencia de separación entre la elaboración normativa y la aplicación de la ley se trata de evitar, tanto que los que implementan la norma la modifiquen (Sunstein), como que los que la promulgan decidan luego su modificación o no aplicación en función del caso concreto. Esta idea remite a otra más principal que es la de la separación de poderes, que, en el fondo -y pese a la general incomprensión al respecto- lo que pretende es preservar el principio de supremacía de la ley democrática.

Parece evidente que con la amnistía proyectada lo que se pretende es precisamente sustraer al poder judicial la ejecución de la ley penal con el fin de exceptuar su aplicación en ese caso, pero dejándola inalterada para todos los demás.

Lógica consecuencia de todo lo expuesto (aunque quizás no sea lo más importante) es que una ley de amnistía formulada en esos términos no parece muy compatible con una Constitución cuyo primer artículo define al Estado como de Derecho, y que, a mayor abundamiento, no la admite expresamente en su articulado.


Notas:

[1] R. Ihering, Law as a Means to an End, I, 1877.

[2] The Morality of Law, 1969.

[3] Legal Reasoning and Political Conflict, 1996.

Amnistía y Unión Europea

Resulta fascinante constatar que cuando un determinado asunto jurídico tiene relevancia política las interpretaciones que aporta la “Academia” son sospechosamente coincidentes con la tendencia política del académico correspondiente. Salvo honrosas excepciones. Por ejemplo, con motivo de la supuesta amnistía de los políticos envueltos en el procés, algunos –como mi apreciado Manuel Aragón- destacan que se opone a los principios constitucionales, que ataca el principio de igualdad y la división de poderes, que está prohibido lo menor (los indultos generales) o que sólo procede frente al derecho injusto, y no es el caso. Silva Sánchez, destaca que indulto y amnistía son diferentes (procede uno del poder ejecutivo y otro del legislativo, y ha habido algunas como las fiscales) pero exigen un presupuesto de pasado (que traiga la paz tras una situación de derecho injusto) y otro de futuro (que, por ejemplo, promoviera la lealtad constitucional catalana en el futuro), ninguno de los cuales se da. Otros lo ven constitucional pero erróneo políticamente. Y los sospechosos habituales no ven problema alguno y destacan la capacidad de las Cortes para aprobar cualquier cosa no prohibida expresamente.

Desde mi punto de vista, la clave de todo esto no es una sutil discrepancia sobre la letra de la Constitución. A veces el Derecho impide la Justicia. Lo esencial es que la amnistía no se pretende por una razón de interés general de paz o justicia, pues todo el mundo –el ciudadano común- sabe que el interés es tan particular como obtener siete escaños para lograr la investidura. El conflicto de intereses es un clásico del Derecho: el apoderado no puede comprar lo que tiene encargado vender, el notario que autoriza el testamento no puede heredar al testador; es contrario al principio de igualdad un acuerdo social que favorece a unos accionistas en contra de otros para seguir en el cargo…Son actuaciones proscritas en Derecho privado y, por supuesto, en Derecho público: todos sabemos que el concejal de urbanismo que recalifica su propia parcela o que cobra por recalificar está haciendo algo muy feo, porque el interés general es la base de actuación de todos los poderes públicos y nadie puede tomar una decisión en un acto que la beneficia.

En cualquier Estado de Derecho una amnistía de este tipo tendría mal recorrido jurídico, en mi opinión. El problema es que el nuestro se encuentra en pronóstico reservado por la invasión partidista de todos los contrapesos al poder y por el virus populista que hace considerar al infectado que lo que decida “la gente” o incluso el parlamento está por encima de todo. No hace falta recordar la penosa colonización del Tribunal Constitucional. “Todos somos iguales ante la ley, pero no ante los encargados de aplicarla”, decía Stanislav Jerzy Lec.

Por eso me gustaría destacar un aspecto esperanzador, que me sugieren algunos expertos: la aplicación del Derecho Europeo. Como en la famosa película, siempre nos quedará París (léase Bruselas). Nos gobernamos en buena medida desde la Unión Europea (UE), cuyas instituciones tienen algo que decir al respecto, en especial la Comisión, como guardiana de los Tratados. Desde la adhesión de los países de Europa Central y del Este, la UE ha desarrollado una política de defensa del Estado de Derecho, uno de los elementos esenciales que definen el proyecto europeo (artículo 2 TUE). Los casos de Hungría y Polonia, donde sus gobiernos han debilitado la separación de poderes y han atentado contra algunos derechos fundamentales (libertad académica, libertad de expresión…) han sido los más visibles.

En la comunicación de la Comisión respecto al Informe del Estado de Derecho de 2020 se hacía constar como elementos indispensables de éste los principios de legalidad, que implica un proceso de promulgación de leyes transparente, democrático, pluralista y sujeto a rendición de cuentas; seguridad jurídica, que prohíbe el ejercicio arbitrario del poder ejecutivo; tutela judicial efectiva por parte de órganos jurisdiccionales independientes e imparciales y control judicial efectivo, lo que incluye la protección de los derechos fundamentales; separación de poderes; e igualdad ante la ley. Pueden ustedes valorar si la cuestión que planteamos afecta a estos puntos.

De hecho, en 2019 tuvo lugar un caso en Rumania que ilustra muy bien cómo se puede llegar a evaluar desde la UE la amnistía proyectada en España. Este país del Este iniciaba la presidencia rotatoria del Consejo de la UE. Al mismo tiempo, el gobierno socialdemócrata tramitaba un decreto de emergencia para facilitar una amnistía que descriminalizaba algunas formas de corrupción (por ejemplo, falsificar el resultado de unas elecciones) y beneficiaba a algunos políticos condenados por este tipo de delitos, incluido el promotor de la ley, el líder socialdemócrata Liviu Dragnea.

El entonces presidente de la Comisión, Jean-Claude Juncker, ya había expresado sus dudas en una entrevista con un periódico alemán de que el gobierno de Bucarest estuviese preparado para la presidencia europea y de que entendiese lo que significa esta tarea.

La Comisión afirmó que el proyecto de ley en Rumania cruzaba una línea roja. En enero de 2019, Juncker visitó Bucarest y pidió al gobierno que frenase una medida contraria a elementos esenciales de la UE, como es el respeto al Estado de Derecho. Juncker subrayó en una rueda de prensa conjunta con el presidente de Rumania, Klaus Iohannis, que “sería un paso hacia el pasado” (…) “aunque la UE se construye sobre pactos, no puede haber negociaciones sobre principios jurídicos”. Terminó sus palabras diciendo: “no creo que la primera ministra quiera ensombrecer la presidencia rumana del Consejo de la UE al exportar las dificultades internas a Europa”. El portavoz de la Comisión, hoy miembro del Colegio de Comisarios, Margaritis Schinas, declaró desde Bruselas que “el presidente Juncker había sido totalmente claro en el asunto de una posible amnistía. Rumanía debería volver a concentrarse en la lucha contra la corrupción, garantizar un poder judicial independiente y evitar cualquier paso atrás”.

Es triste que todo esto coincida con la Presidencia española. Y aunque no deberíamos confiar en otras instancias para la resolución de nuestros problemas, debemos saber que formamos parte de algo más grande. “La justicia estriba en la imparcialidad y sólo son imparciales los extraños”, decía Bernard Shaw. Y, aunque no es extraña, la Unión Europea sí es imparcial y dispone de mecanismos para exigir a sus miembros el respeto al Estado de Derecho: desde la aplicación del artículo 7 hasta la condicionalidad de los fondos Europeos.

La civilización es la victoria de la persistencia sobre la fuerza, dice Platón. Confiemos en que nosotros, con la ayuda necesaria, sepamos persistir.

Este artículo se publicó en VozPopuli el 13 de septiembre de 2023.

 

¿El desmantelamiento del Estado democrático de Derecho en España?

Aunque algunos me llamarán catastrofista, creo que no exagero si digo, tras oír las exigencias de Carles Puigdemont para permitir la investidura de Pedro Sánchez como Presidente del Gobierno, que lo que está pidiendo es el desmantelamiento del Estado democrático de Derecho en España tal y como lo consagró la Constitución de 1978. O, si se prefiere, el reconocimiento de que no tenemos un Estado de Derecho digno de tal nombre, que es la tesis de los independentistas catalanes desde el fracaso del Procés.

En ese sentido, no deja de ser paradójico que para frenar un Gobierno del PP con la ultraderecha de Vox que podía poner en riesgo los avances conseguidos después de terminar la dictadura, hace ya la friolera de 45 años, haya que recurrir a otro partido de ultraderecha xenófoba, cuyos vínculos con Putin se están investigando, que comparte grupo político con Vox en el Parlamento europeo, que está liderado por una persona que, con además de mostrar rasgos evidentes de mesianismo, es un prófugo de la Justicia española que se considera a sí mismo como “un exiliado” perseguido por un Estado antidemocrático y autoritario. Y justo en el momento en el que el independentismo es más débil en Cataluña. Un caso digno de estudio donde los haya.

Conviene recordar que la posibilidad de que se considere un acuerdo con un partido de estas características, desgraciadamente, no es infrecuente: tenemos muchos ejemplos en Europa, cada vez más. Pero merece la pena detenerse en las particularidades del caso español, que considero único por distintas razones que se pueden resumir muy brevemente en una: que se impulse desde un partido socialdemocráta que aspira a liderar una alianza progresista después de haber fracasado rotundamente un intento de secesión unilateral protagonizado por ese mismo partido.

A mi juicio, es anómalo que este posible acuerdo se presente como una oportunidad para revalidar un gobierno “progresista” en la que no sólo se integrarían partidos tan profundamente conservadores como el PNV sino un partido como Junts, de cuyo ideario xenófobo no podemos dudar, dado que sus líderes hacen pública ostentación del mismo. Que esta xenofobia se manifieste contra los españoles -particularmente contra los catalanes descendientes de la inmigración de las regiones más pobres de España- no la hace menos odiosa, particularmente si se tiene en cuenta el perfil de los votantes de este partido, mayoritariamente de clase alta o clase media alta.

Tampoco cabe dudar que se trata de un partido supremacista, en el sentido de que sus dirigentes proclaman a quien lo quiera oír que los catalanes “de pura cepa” (el equivalente al “francés de souche” de Le Pen, para entendernos) son superiores al resto de los españoles, que serían más incultos, más atrasados, más vagos, más corruptos y, por tanto, más proclives a formas autoritarias de gobierno, casi de manera genética. De manera que la independencia liberaría a Cataluña de el engorro de estos conciudadanos “inferiores” con los que hay que redistribuir parte de la riqueza de los buenos catalanes (el famoso “España ens roba”). En cuanto al historial de corrupción, baste recordar que son los herederos de la extinta Convergencia i Unió y los hijos políticos de Pujol. Pero aunque no nos remontemos tanto, ahí tenemos el reciente caso de Laura Borrás, inhabilitada como Presidenta del Parlament catalán por un caso de corrupción puro y duro.

Pero, y esto es quizás lo que más me preocupa en este momento, que es un partido profundamente iliberal, y por tanto, contrario al Estado democrático de Derecho y sus reglas, es decir, contrario a la idea esencial en una democracia liberal representativa de que el poder democrático está sujeto a límites, empezando en nuestro caso  por los recogidos en nuestra Constitución. Para situarnos, Junts está más cerca de la Lega Norte, de le Pen, de Fidesz o de Fe y Justicia y desde luego de Vox que de partidos como el PSOE y el PP con todos sus innumerables defectos.

El que en España esta realidad no se vea así es para mí un misterio. Que no lo vea un partido como Sumar, o los partidos que lo integran, es comprensible hasta cierto punto. Para la izquierda “a la izquierda del PSOE” -me encanta el eufemismo- el nacionalismo periférico siempre ha tenido un aura romántica, por su legendaria (nunca mejor dicho) oposición al franquismo y también porque en algún caso se puede ver como la herramienta más útil para erosionar la Constitución de 1978.  Para otros es, simplemente, la mejor opción para que no gobierne “la derecha” aunque esto exija, paradójicamente, gobernar con la derecha. Que no lo vea un partido socialdemocráta como el PSOE creo que sólo se justifica por puro oportunismo, al menos por parte de los que mandan en el partido, o para ser más exactos, del único que manda en el partido. ¿Estaría escribiendo esta tribuna si los votos de Junts no fueran necesarios para la investidura de Pedro Sánchez? Creo que no.

Por el contrario, el que tampoco se vea así fuera de España no es un misterio, sino algo perfectamente comprensible. En primer lugar, por una falta de conocimiento profunda del funcionamiento institucional real del país y de su democracia que pocos periodistas e incluso expertos pueden tener de un país que no es el suyo. En segundo lugar, por la pervivencia de los mitos políticos y culturales a los que todos los seres humanos somos tan adictos, especialmente por lo cómodos que resultan. Esto es particularmente cierto en el caso de los medios anglosajones, cuya condescendencia hacia las democracias del sur de Europa carece de justificación alguna, visto lo visto tanto en el Reino Unido y como en USA. Pero también por la diligencia (y el dinero público) usado por los independentistas para promocionar su causa: en el momento de escribir estas líneas hay una exposición en el Parlamento europeo denominada “Contribución de Cataluña al progreso social y político de Europa” que incluye una explicación del 1-0 en términos nacionalistas. Frente a esta propaganda insistente (bien explicada por Juan Pablo Cardenal en su libro “La telaraña: la trama exterior del procés”) ha habido una total dejación de funciones por parte del Estado español para defender nuestro Estado democrático de Derecho, primero por incompetencia o por comodidad, con el Gobierno de Mariano Rajoy, y después por oportunismo, con los de Pedro Sánchez -salvo el breve lapso en que Borrell estuvo al frente del Ministerio de Asuntos Exteriores, para ser honestos-.

Tampoco (aunque sea para merecer la etiqueta de “equidistante”) quiero dejar de hacer referencia al lamentable papel del PP en todo este sainete, desde su predisposición a reunirse con Junts -reconvertido para la ocasión en un partido de centro derecha perfectamente homologable, en palabras de Gonzalez Pons- hasta sus pactos con Vox, nombramientos surrealistas con banderas franquistas incluidos. Difícil que con este bagaje se pueda liderar una oposición responsable en defensa del Estado de Derecho de forma coherente, es inevitable que te saquen el “Y tú qué”. Por otra parte, su contribución al deterioro institucional en España ha sido notable, lo que lastra notablemente su posición, ya se trate del bloqueo del CGPJ o de su afición a participar en el reparto de cromos institucional presentando candidatos muy discutibles por su falta de independencia siempre que tiene la ocasión.

Llegados a este punto, creo que es imprescindible hacer una reflexión como país. ¿De verdad el precio de una investidura, sea de quien sea, tiene que ser reconocer explícitamente que España no es un Estado democrático de Derecho homologable a los más avanzados del mundo, como dicen los rankings internacionales? ¿De verdad tenemos que privarnos de los instrumentos jurídicos y políticos que permiten su defensa frente a los que lo pongan en riesgo? ¿Retorcer el Derecho en la mejor tradición de Carl Schmidtt, jurista fascista -de los de verdad- para que sirva siempre al Poder? ¿Tenemos que equiparar al sr. Puigdemont con los exiliados republicanos de de la Guerra Civil? ¿A los prisioneros del procés con los prisioneros políticos del franquismo?

Soy la primera que desde hace muchos años vengo señalando los muchos fallos que nuestra democracia y nuestro Estado de Derecho tienen. Sencillamente porque, como todos, siempre  quedan lejos del ideal constitucional al que hay que aspirar: el ser frente al deber ser, la política de los seres humanos se construye sobre esa dicotomía y es inevitable. Pero de eso a que nuestro Gobierno o nuestros partidos reconozcan -a cambio de unos votos- que lo que tenemos es lo que cree el señor Puigdemont -un Estado no democrático- hay un trecho que no podemos transitar. Yo, en particular, me niego y confío en que otros muchos españoles también. No podemos pasar de una democracia liberal a una iliberal por un puñado de votos. Si lo hacemos, habremos consentido la demolición de nuestro Estado democrático de derecho tal y como fue configurado en 1978.  No nos engañemos.

Publicado originalmente en El Mundo

Contra la amnistía del procés

En otoño de 2017 se produjo en Cataluña una grave insurgencia contra el orden constitucional. En abierta desobediencia al Tribunal Constitucional, en el Parlamento catalán se aprobaron, vulnerando los procedimientos y los derechos de las minorías parlamentarias, las leyes de ruptura que declararon la constitución de la República catalana y la desconexión con el resto de España; y el Gobierno catalán presidido por Carles Puigdemont organizó un referéndum ilegal, para lo cual utilizó datos personales de manera ilegal y se malversó dinero público. También hay que recordar que se instigaron alzamientos tumultuarios para impedir la acción de la Justicia y la intervención policial. El presidente de la Generalitat llegó a declarar la independencia de forma unilateral. En definitiva, como constató el Tribunal Constitucional, las autoridades catalanas se situaron “por completo al margen del derecho…, entrando en una inaceptable vía de hecho”, dejaron “declaradamente de actuar en el ejercicio de sus funciones constitucionales y estatutarias propias” y pusieron “en riesgo máximo, para todos los ciudadanos de Cataluña, la vigencia y efectividad de cuantas garantías y derechos preservan para ellos tanto la Constitución como el mismo Estatuto. Los deja[ron] así a merced de un poder que dice no reconocer límite alguno”. Concluyendo que un “atentado tan grave al Estado de derecho conculca por lo demás, y con pareja intensidad, el principio democrático” (STC 114/2017, de 17 de octubre, FJ. 5).

Frente a tan grave ataque a nuestra democracia, las instituciones defendieron el orden constitucional como corresponde en un Estado de Derecho: el Tribunal Constitucional anuló las leyes de ruptura; se aplicó el art. 155 como mecanismo previsto constitucionalmente para la coerción federal para reaccionar ante incumplimientos legales y graves atentados contra el interés general por parte de las CCAA; y se abrieron procesos penales frente a los líderes de los movimientos tumultuarios que fueron sentenciados y condenados por graves delitos tras el correspondiente proceso judicial celebrado con todas las garantías.

Recordamos esto ahora porque, seis años después de aquellos acontecimientos, sus principales responsables, especialmente el Sr. Puigdemont, prófugo de la Justicia española desde entonces, reclaman una amnistía como condición para apoyar la investidura del presidente Pedro Sánchez.

Una pretensión que desde Hay Derecho consideramos que no debe de asumirse en ningún caso. Por un lado, parecen existir sólidos argumentos técnicos para  defender la inconstitucionalidad de una amnistía de estas características de acuerdo con nuestro actual marco constitucional. Pero, aunque esto fuera discutible en el plano jurídico, en el presente contexto la amnistía al procés supondría un gravísimo ataque a nuestro Estado democrático de Derecho, tal y como se recogió en la Constitución de 1978, poniendo así en riesgo las reglas básicas de convivencia y las garantías de los derechos de los ciudadanos.

En primer lugar, porque, si cualquier amnistía supone una medida de gracia extraordinaria que rompe la igualdad ante la ley, el problema se hará más visible cuando determinadas personas se vean libres de toda responsabilidad penal mientras otras cumplan sus penas por los mismos delitos. Además, conceder una amnistía como parte de una negociación para la investidura de un Gobierno es comprar impunidad a cambio de votos. La degradación más evidente de un Estado de Derecho. Ninguna de las amnistías que se han concedido en los últimos años en las democracias de la Unión Europea ha sido a cambio de una votación de investidura.

En segundo lugar, porque quienes se beneficiarían de la misma ni han reconocido la ilicitud de sus actos ni muestran signos de un compromiso para favorecer la convivencia democrática en nuestro país. Todo lo contrario: reivindican la legitimidad del 1-O y mantienen un “Ho tornarem a fer!”. En este contexto, la concesión de la amnistía no es una forma de reconciliación o perdón propia de situaciones de transición de la dictadura a la democracia, de periodos posteriores a una guerra civil o como vía para la pacificación de un conflicto armado, sino la deslegitimación del Estado de Derecho, asumiendo el marco de que el Estado español es un Estado autoritario y no una democracia europea homologable con las de la UE e incluso superior a varias de ellas de acuerdo con rankings tan prestigiosos como los de The Economist, V-Dem o Freedom House.

Y, en tercer lugar, porque el hecho de que quienes lideraron aquella insurgencia lo hicieron invocando una causa política en defensa de un inexistente derecho de autodeterminación no resta un ápice del reproche que en términos democráticos y jurídico-penales pueda hacerse de sus actos. No cabe realizar un juicio favorable sobre las motivaciones de quienes entonces actuaron rompiendo las bases de la convivencia democrática y, reiteramos, la respuesta del Estado en defensa de la Constitución se adecuó a los estándares propios de un Estado democrático de Derecho, por lo que no estaría justificada una amnistía que a la postre vendría a legitimar la ruptura y a cuestionar la legítima respuesta del Estado, es decir, a darle la razón a los independentistas y su discurso sobre la falta de democracia real en España.

Insistimos en que este problema no se reduce a una mera cuestión técnico-jurídica; nos jugamos el Estado democrático de Derecho que instauró tras una larguísima dictadura la Constitución de 1978, que es el marco de nuestra convivencia democrática. Las intenciones de quienes pretenden estas cesiones son claras: puesto que carecen de las mayorías necesarias para reformar la Constitución por las vías en ella establecidas lo intentan primero por la vía de hecho y ahora por la vía de unas concesiones que vaciarían de contenido la propia Constitución, dejándola como una mera carcasa donde todo cabe; siempre habrá juristas dispuestos a venderse, y desgraciadamente las instituciones de contrapeso, como el Tribunal Constitucional, acusan una evidente falta de auctoritas, debido a su colonización y captura por parte de los principales partidos.

Por todas estas razones, desde Hay Derecho creemos necesario expresar enérgicamente nuestra oposición a que pueda concederse cualquier forma de amnistía para las infracciones y delitos cometidos en el procés a cambio de unos votos para la investidura. Más allá de la constitucionalidad de la ley, no se dan las condiciones necesarias para que se produzca; de hecho, hace pocos meses se rechazaba frontalmente por muchos representantes del Gobierno que ahora la defienden. No se trata de una cuestión técnica que afecta sólo a los juristas, sino de un gravísimo riesgo: sin Estado de Derecho digno de tal nombre los ciudadanos quedamos indefensos pues desaparecen la igualdad entre los ciudadanos, los límites al poder y la seguridad jurídica. Así empiezan a morir las democracias.

Los deberes que acumula España en materia de Estado de derecho en vísperas del 23J

Los deberes que acumula España en materia de Estado de derecho en vísperas del 23J

La Comisión Europea publicó el pasado 5 de julio su Informe sobre el Estado de derecho en 2023. En él se señalan una serie de recomendaciones en línea con las peticiones que plantea la Fundación Hay Derecho y otras organizaciones de la sociedad civil. Las próximas elecciones constituyen una oportunidad para que el gobiernos resultante cumpla con sus deberes. Una tarea que, dada la gravedad de algunos de estos retos, también deberá contar con el apoyo de una oposición a la altura de las circunstancias.

En primer lugar, la Comisión Europea señala como principal problema la situación del Consejo General del Poder Judicial (CGPJ). En línea con el Manifiesto por la reforma institucional elaborado por la Fundación Hay Derecho, la Comisión Europea considera prioritario que se renueve el CGPJ, cuyo bloqueo afecta al correcto funcionamiento del sistema judicial. En particular, es especialmente preocupante la forma en que afecta a la labor del Tribunal Supremo, donde el 30% de las plazas de magistrado están vacantes, lo que se traduce en 1230 resoluciones menos al año, además de producir retrasos en la preparación de informes obligatorios sobre los proyectos de ley. Desde la Fundación Hay Derecho, nuestra propuesta es que esta renovación se realice a través del mecanismo de sorteo, que puede aplicarse para designar a una serie de candidatos cuya experiencia profesional haya sido previamente revisada por una Comisión Técnica.

Además del desbloqueo en la renovación, la Comisión considera igualmente prioritario proceder a la reforma del sistema de elección del CGPJ con el fin de adaptarla a los estándares europeos, que exigen que los vocales del CGPJ que sean jueces y magistrados sean elegidos por sus pares. El sistema actual contraviene la STC 108/1986, privilegiando el reparto partidista de los vocales y dañando la calidad técnica y la independencia del órgano. No puede perderse de vista que la percepción de independencia judicial tiene en nuestro país niveles bajos tanto entre ciudadanos (34%) como entre empresas (34%), según datos de la propia Unión Europea. Estas propuestas de reforma, que están en plena coherencia con lo que defiende Hay Derecho, deben contemplar sin embargo precauciones para evitar que las asociaciones judiciales mayoritarias acaben imponiendo una mayoría de candidatos afines, tal y como ya hemos señalado anteriormente

En relación con el Ministerio Fiscal, la Comisión Europea considera prioritario reforzar la independencia de la Fiscalía, disociando el tiempo de mandatos del Gobierno respecto de los del Fiscal General, tal y como propone nuestro Manifiesto por la reforma institucional. Además, también destaca la recomendación del GRECO en su cuarta ronda de evaluación, vinculada con aumentar la autonomía presupuestaria, normativa y formativa para el Ministerio Fiscal. Desde la Fundación Hay Derecho venimos señalando que reforzar el Estatuto del Ministerio Fiscal es especialmente importante debido a su modelo de gobernanza, que concentra enormes poderes en el Fiscal General desde el punto de vista de la organización interna y la gestión de la carrera fiscal. Al fin y al cabo, el Fiscal General del Estado propone a los cargos máximos de la Fiscalía con total discrecionalidad. Por lo demás, el refuerzo de la independencia no solo requiere disociar los mandatos de Gobierno y Fiscal General, sino también un sistema objetivo de promoción en la carrera fiscal que respete los principios constitucionales de mérito y capacidad, tal y como ha señalado Hay Derecho en sus alegaciones al informe de la Comisión Europea.

El informe de la Comisión también reseña como problemáticos una serie de problemas derivados del funcionamiento del procedimiento legislativo. Como señala nuestro Informe sobre el Estado de derecho en España, el principal problema que afecta al proceso legislativo en España hoy en día tiene que ver con el uso excesivo e injustificado del decreto-ley. Además de privar a nuestra sociedad de la deliberación exigible para elaborar leyes en condiciones democráticas, es habitual que el uso abusivo del decreto-ley sirva para regular materias totalmente diferentes y heterogéneas en absoluto relacionadas entre sí, tal como ilustran recientes artículos en nuestro blog publicados bajo la serie El parlamento en el Foco. Esto favorece formas de legislación apresuradas que, proponiendo diferentes medidas como un todo homogéneo, impiden que las formaciones políticas examinen estas cuestiones por separado con el detalle que merecen. Por estas razones, resulta sorprendente la ausencia de recomendaciones por parte de la Comisión Europea en este sentido. El Parlamento es el corazón de los sistemas democráticos, y como tal, debería ser objeto de un mayor cuidado. Es por eso que nuestro Manifiesto por la Reforma Institucional propone una reforma de su reglamento con objeto de aumentar las garantías de los procedimientos legislativos.

Junto con las cuestiones que afectan a nuestras principales instituciones, la corrupción sigue siendo un problema importante para nuestro país que requiere todavía grandes esfuerzos. En relación a la investigación y enjuiciamiento de los delitos asociados a la corrupción, la Comisión Europea recomienda solucionar el problema vinculado con la duración de los mismos, especialmente en relación a la corrupción de alto nivel. Para ello, se recomienda en particular finalizar la reforma de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. La Fundación Hay Derecho ya indicó en sus alegaciones que el principal problema tiene que ver con que no se ha derogado el plazo máximo de instrucción penal introducido por la reforma de la LECr de 2015. Dado que los casos de corrupción son complejos de investigar, estos plazos máximos tan exiguos pueden conducir al archivo de causas, dejando impunes las conductas delictivas. El retraso en los procedimientos se vincula también con la falta de equipos especializados, como reconocen asociaciones de jueces y magistrados y la Fiscalía Anticorrupción en sus alegaciones.

La Comisión apremia también a España a realizar mayores avances en la regulación sobre conflictos de intereses. Específicamente, debe reforzar  la independencia y la autonomía de la Oficina de Conflictos de Intereses y finalizar la tramitación de la ley sobre los grupos de interés, que debe crear un registro público obligatorio de dichos grupos. Tras la convocatoria de elecciones, no parece que ninguna de estas dos cuestiones vayan a tener solución hasta la próxima legislatura, como reconoce el propio Gobierno en sus alegaciones a la Comisión. Un retraso preocupante que se suma al que afecta a los derivados de la trasposición tardía de la directiva sobre denunciantes de corrupción, hecho por el que España fue demandada ante el TJUE. Es previsible que este retraso afecte tanto al desarrollo de una Estrategia nacional contra la corrupción como a la creación de la Autoridad Independiente de Protección del Informante.  Además de estos retrasos, que afectarán a todas aquellas personas perseguidas por denunciar la corrupción, desde la Fundación Hay Derecho también destacamos dos motivos más para la preocupación. En primer lugar, la ley nace con insuficiencias derivadas de excluir la protección de aquellos casos vinculados con expedientes de contratación que contengan información clasificada o hayan sido declarados secretos o reservados. En segundo lugar, existen motivos razonables para dudar de la independencia de una Autoridad Independiente vinculada al Ministerio de Justicia. A pesar de la gravedad de estos problemas, que la Fundación señala en el Manifiesto por la Reforma Institucional, la Comisión Europea no ha emitido recomendaciones específicas al respecto.

Hubiera sido deseable, finalmente, mayor contundencia por parte de la Comisión en relación a los problemas que derivan de la modificación del delito de malversación, sustanciada a través de la Ley Orgánica 14/2022. Como señaló Alejandro Coteño en un artículo de nuestro blog, el problema de esta reforma tiene que ver con el hecho de que castiga con menor dureza aquellas conductas delictivas vinculadas con la malversación en las que no se exista ánimo de lucro de naturaleza privada. Una decisión que privilegiaría injustificadamente este tipo de casos, donde el daño al patrimonio público puede ser igual o incluso mayor, especialmente cuando lo que se busca es privilegiar a determinados partidos políticos.

Todas estas cuestiones merecen ser el centro de los programas de reforma que propongan los diferentes partidos que concurren a las próximas elecciones del 23 de julio. La próxima legislatura supone una oportunidad histórica para reforzar nuestro sistema político en un contexto internacional marcado por las amenazas a la democracia. La sociedad civil debe ser consciente de este reto, exigiendo a sus representantes que doten al país de instituciones capaces de encauzar de forma democrática los importantes conflictos sociales que hoy sufrimos.

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Sobre si la enfermedad parlamentaria es crónica o terminal

Si este blog ha decidido publicar una serie de entradas bajo el título “El Parlamento en el foco” dedicadas a analizar el mal funcionamiento de la institución (abuso del Decreto-Ley, de las mociones de censura, del procedimiento legislativo, banalización del control al Gobierno, desnaturalización de las comisiones de investigación, mala técnica normativa, etc.) es porque cabe presumir que nos encontramos ante síntomas persistentes reveladores de una enfermedad de fondo. Enfermedad que no puede ser pasajera o transitoria, porque la padecemos desde hace demasiado tiempo (y no somos los únicos). La cuestión, entonces, es ver si se trata de una dolencia crónica –por lo que con ciertas adaptaciones y mejores hábitos de vida podríamos seguir tirando, mal que bien- o hemos llegado ya a un punto irreversible cuyo desenlace solo puede ser la muerte del paciente, a medio o corto plazo.

Los Parlamentos han disfrutado de una mala salud de hierro desde hace aproximadamente un siglo. El primero que detectó la enfermedad, entonces incipiente, fue Carl Schmitt. Pero para comprender de manera adecuada su gestación es necesario remontarse a los principios básicos sobre los que está construida la democracia representativa. La idea fundamental es que los diputados no representan intereses individuales (como ocurría con el sistema estamental del mandato imperativo) sino el interés supremo de la nación, que es algo más, pues aúna la voluntad de las generaciones pasadas y el interés de las generaciones venideras, de los muertos, de los vivos y de los no nacidos: una voluntad y un interés permanentes. La forma ante la que se articula ese interés superior es, al menos teóricamente, a través de la deliberación y del debate, de ahí que se hable de democracia deliberativa. Solo por la trascendencia de la discusión puede justificarse la existencia de un órgano colegiado en el que los representantes son independientes de los representados, pues en otro caso tal cosa perdería gran parte de su sentido. Es esa independencia la que permite persuadir y ser persuadido, a través de un cruce de argumentos y de opiniones que faciliten determinar con mayor acierto dónde reside el interés general de la nación.

En cuanto en qué consiste concretamente ese interés existía una diferencia entre una minoría de liberales “doctrinarios” que consideraban que a través del debate era posible alcanzar una verdad compartida, y una mayoría de liberales individualistas que lo entendían más como una negociación para transar intereses individuales opuestos, sujeta a la decisión final de la mayoría de turno. Pero, en cualquier caso, no existía una diferencia práctica sustancial entre unos y otros porque el sistema estaba montado sobre una pequeña trampa: el sistema censitario limitado. Solo votaban los propietarios, es decir, la clase burguesa, que se consideraba la única competente para interpretar adecuadamente el interés de la nación, lo que, dada esa comunidad de intereses, facilitaba el debate y/o la negociación en sede parlamentaria.

Pero cuando, como consecuencia de la evolución social y económica de la sociedad capitalista, se  amplía la base democrática y se llega al sufragio universal y a la democracia de masas, surge entonces un conjunto de partidos políticos que se alinean perfectamente con los intereses de clase. El político profesional comprende ahora que más que a los intereses generales de la nación, ante quién debe responder de manera inmediata es a los intereses de su clase de electores, y si no lo comprende bien (quizás porque todavía pueda pensar que existe algo así como el bien común), ahí está el partido político para recordárselo por si fuera necesario. El mandato sigue siendo representativo, pero por vías informales los partidos se las apañan con bastante éxito para fortalecer la vinculación con sus electores particulares característica del mandato imperativo imponiendo disciplina interna a sus diputados (listas electorales cerradas bajo control del partido, multas en caso de desobediencia, pactos antitransfuguistas, etc.).

El debate, entendido como medio idóneo para determinar la verdad o el interés general de la nación, es definitivamente abandonada por unos y por otros. Tanto desde la perspectiva liberal como socialista, lo que existen son intereses, en plural, y la responsabilidad de unos y de otros es sacar adelante los propios por la vía más expeditiva posible, normalmente por la de la mayoría, si es aritméticamente factible, desplazando sin contemplaciones a las opciones competidoras. Solo si no hay más remedio procederá transigir sobre ellos, como ocurre en cualquier negociación. Pero esa transacción se hará por los jefes de partido de manera reservada y al margen del Parlamento, que queda limitado a una mera función de ratificación de lo acordado. Los diputados no pueden cambiar de opinión como consecuencia del debate parlamentario, que queda relegado a un mero expediente formal, de tipo casi publicitario para difundir la línea del partido entre los propios, sin ninguna pretensión de persuadir a los representantes de otros partidos. La decisión de la mayoría no se entiende como un mero recurso práctico para poner término a la discusión cuando se ha contemplado el asunto desde todas las perspectivas y se ha dicho todo, sino, conforme al principio del consentimiento, como la legítima voluntad del Estado (auctoritas, non veritas facit legem).

Este es precisamente el meollo de la crítica que realiza Carl Schmitt al parlamentarismo de su época[1]: carece de sentido un parlamentarismo basado en el mandato representativo, pero donde no hay debate dada la incompatibilidad de intereses particulares, lo que aboca a la dictadura de la mayoría de turno, que solo se va a preocupar de sacar adelante los propios. Para eso es mejor un líder fuerte que sepa captar y representar el interés general de la nación. El que la alternativa que proponía terminase resultando mucho peor no desmerece la agudeza de la crítica.

El problema es que, con el advenimiento de la última fase de la representación política, en la que ahora nos encontramos, la cosa se agrava todavía más. Por el propio desarrollo del sistema capitalista y su posterior globalización, ese alineamiento de intereses entre electores y representantes, aunque fuese mediado a través del partido, empieza a resquebrajarse. El binomio trabajadores/burgueses, que tan cómodo había resultado a los partidos en un momento histórico, se transforma en una creciente constelación que incorpora incesantemente nuevas categorías: trabajadores urbanos/rurales, indefinidos/temporales/parados, nacionales/inmigrantes, hombres/mujeres, funcionarios/autónomos, activos/jubilados, jóvenes/mayores, propietarios/alquilados, etc. La consecuencia es una grave desorientación en el seno de los partidos. Amenazados en sus cuotas de poder y en la propia subsistencia de su actividad profesional, los políticos necesitan urgentemente algo que recupere un poco del orden perdido, que permita identificar con mayor claridad a los representados, pero ahora en beneficio exclusivo de los representantes, que se juegan en eso el ser o no ser, su propia existencia de “representantes” profesionales. El paradigma de la representación de intereses se mantiene, pero donde no los hay claros y definidos es necesario incentivarlos o incluso crearlos, aunque sea artificialmente. Y eso lo proporciona la política de la identidad y el populismo.

La demanda en política casi nunca ha sido exógena, sino que depende en gran medida de las acciones de los políticos, pero en esta última fase del capitalismo dicha circunstancia es todavía más acusada. Ya no estamos en el antiguo paradigma de ciudadanos en busca de representantes, sino de representantes en busca de representados. De ahí que los políticos necesitan elegir una serie de cuestiones o posicionamientos que singularicen la política de cada partido y lo diferencien así de los demás en el mercado electoral, ya sea en relación al nacionalismo en cualquiera de sus variedades (autorregulación, secesionismo, centralismo, aislacionismo, etc.), o a las llamadas guerras culturales (política de género, aborto, revisionismo histórico, libertad religiosa, etc.) o a cualquier tema social especialmente sensible (inmigración, vivienda).

La selección y agrandamiento de fracturas en el electorado deviene la tarea prioritaria. Una vez seleccionado el correspondiente menú, se insiste machaconamente en él para manifestar su relevancia y preminencia frente a cualquier otra cuestión respecto a la cual la política del partido sea menos nítida o necesariamente más compleja, radicalizando además las posturas para que no sean posibles componendas de ningún tipo que enturbien la necesaria delimitación entre “nosotros” y “ellos”. De esta manera, se fideliza al votante, evitando desafecciones y minimizando la rendición de cuentas por las gestiones ineficientes, pero se complica todavía más la posibilidad de desarrollar cualquier proceso de discusión que permita persuadir o ser persuadido. Más bien se huye de ello, porque un cambio de política en este tipo de cuestiones no haría otra cosa que desorientar al electorado, por mucho que pudiera estar justificado desde el punto de vista de los intereses generales. De lo que se trata es de construir una mayoría para sacar adelante los “mensajes” oportunos, más que las normas (aunque se disfracen bajo su forma) cuyo impacto real en la sociedad pasa a ser secundario. Es lo que hemos denominado en este blog “legislar para la foto”. No es extraño que ni su corrección técnica ni el procedimiento necesario para sacarlas adelante tengan especial interés. Tampoco, lógicamente, si han resultado útiles para lograr la finalidad formalmente pretendida (porque, en el fondo, esa no era la real).

La cuestión principal, como anunciábamos al principio de este post, es si esta enfermedad es mínimamente reconducible, o hemos llegado ya a un punto en que el advenimiento del líder fuerte -aunque en esta ocasión no sea bajo la forma del fascismo, sino sobre la más light de la llamada democracia iliberal- constituye la evolución inevitable del sistema (como consecuencia de inevitable proceso de desconfianza, desafección, hartazgo, y frustración acumulada, detectable desde hace tiempo en muchos países). Es una cuestión que merece mucho más espacio del que ahora tengo a mi disposición, pero sí me gustaría adelantar algunas ideas.

La principal es que debemos ser tener en todo momento presente las razones por las que el parlamento funciona mal. No se debe a que los diputados sean menos competentes o peores personas que el ciudadano medio. Tampoco a su diseño. No es un simple problema de que el Reglamento del Congreso esté desfasado. Es un problema derivado de los incentivos profesionales de los políticos en un determinado marco social y económico. Pero sentado esto, lo que verdaderamente importa es ser conscientes de que nosotros somos sus incentivos profesionales. Es verdad que la demanda en política no es exógena, pero quizás no deberíamos ser presas tan fáciles. Los estudios nos dicen que la sociedad está mucho menos polarizada que la política (aquí), aunque esa polarización ha ido creciendo con el tiempo, lo que casa perfectamente con la explicación que venimos ofreciendo. Por eso, lo que debemos hacer es ofrecer un poquito más de resistencia. Es verdad que casi todos los partidos incurren en vicios parecidos, pero hay diferencias (de hecho, los hay que querían presentar directamente en sus listas a condenados por asesinato). Pero me interesan más ahora las diferencias entre los políticos de los mismos partidos. Lo que resulta peligrosísimo es que prefiramos votar masivamente a los más vocingleros, divisivos y cañeros (o cañeras) frente a los más serenos y aburridos. Nos pone, sin duda, pero por esa vía la enfermedad es terminal.

Además, y esta es otra idea a tener muy en cuenta, aunque es verdad que los incentivos de los políticos tienden a fomentar la polarización, no ocurre lo mismo con los de los ciudadanos. Nuestra lealtad incondicional al partido de turno está mucho menos justificada que en la época clásica de la democracia de masas, cuando los intereses sociales estaban bastante más marcados, “y no había nadie más tonto que un trabajador que votase a la derecha”. No niego que en la actualidad existan graves conflictos de intereses, por supuesto, pero en muchas ocasiones esos conflictos los vivimos en persona y son mucho menos proclives a la dialéctica amigo-enemigo. Los jubilados quieren mantener el poder adquisitivo de sus pensiones, sin duda, y los propietarios una fiscalidad baja, pero también son los abuelos de los jóvenes en paro o sin posibilidad de acceder a una vivienda perjudicados por esas políticas. Esta circunstancia permitiría, al menos en teoría, generar auténticos debates de políticas públicas -y no solo meras negociaciones- en busca de las soluciones que más se aproximen al interés general.

Por último, no basta solo con resistirse a la hora de votar. Debemos seguir denunciando las ineficiencias del sistema. Especialmente, debemos seguir defendiendo los principios básicos sobre los que está construido el parlamentarismo: la representación de los intereses generales, el debate como medio para alcanzarlos, el escrupulosos respeto al procedimiento y a los derechos de la minoría para que ese debate sea posible, la fiscalización del impacto de las normas para comprobar quién tenía razón, etc. Sobre todo eso llevamos mucho tiempo trabajando en nuestra Fundación. Hay que seguir insistiendo y machacando sobre los principios, porque cuando no haya nadie que lo haga, quizás porque reconozcamos que ya no tienen importancia para nadie, entonces es cuando habremos transitado definitivamente a otra vida, seguramente peor.

 

[1] C. Schmitt, Los fundamentos histórico-espirituales del parlamentarismo en su situación actual, 1926. Hay edición española, Tecnos, 2008, pp. 151 y ss.

De gira con la IA

Con motivo de la publicación del libro “Que los árboles no te impidan ver el bosque. Caminos de la inteligencia artificial” (Editorial Círculo Rojo, septiembre 2022), hemos emprendido una gira con el fin de promover el debate público sobre los beneficios y los riesgos que entraña la llegada de la inteligencia artificial (IA) a nuestras vidas. Con esta vuelta a España estamos cubriendo etapas de diferente naturaleza o formato: debates, entrevistas, coloquios, conferencias o artículos, así analógicos como digitales.

En cuanto al libro en cuestión que dio origen a todo esto, nos complace sugerir a los lectores de estas líneas la amplia y detallada reseña del jurista y profesor universitario Rafael Jiménez Asensio, creador del blog La Mirada institucional.

El Estado de Derecho y la inteligencia artificial, ¿qué pueden hacer el uno por el otro en beneficio de ambos y, por ende, de la sociedad? Este blog ¿Hay Derecho? —que va camino de las 4500 entradas— se viene planteando esta pregunta desde muy diferentes puntos de vista. De momento, son cerca de medio centenar los posts en los que la IA es objeto de atención, en mayor o menor grado.

La arquitectura institucional que protege la dignidad del individuo, la igualdad ante la ley de todas las personas, la universalidad de sus derechos y la garantía de sus libertades, con la consiguiente responsabilidad individual, no está atravesando por sus mejores momentos en nuestro país. El 1er informe sobre la situación del Estado de Derecho en España, 2018-2021 que —inspirado en el estudio que realiza periódicamente la UE— acaba de presentar la Fundación Hay Derecho da cuenta del preocupante momento que vivimos. Y según el Índice de Estado de Derecho, que anualmente elabora World Justice Project, España ocupa el puesto 21 entre los 25 países mejor evaluados.

Así que, tenemos ante nosotros muchos, importantes y urgentes aspectos del Estado de Derecho cuyo funcionamiento requiere ser mejorado para, así, revitalizar la credibilidad de las instituciones que lo encarnan y, consecuentemente, fortalecer la confianza de los ciudadanos en ellas.  Unos aspectos son de naturaleza política; otros, eminentemente técnicos.

Entre los primeros, los autores del citado informe destacan el abuso que supone la deslegitimación de un poder del Estado por parte de los integrantes de otro, la ocupación partidista de las instituciones de contrapeso o el menoscabo de la función legislativa del Parlamento. Pero para ninguno de ellos tiene respuesta la IA. El tipo de problemas para los que la IA puede —debería— ofrecer soluciones son, obviamente, de carácter técnico, a saber:

  • En el área del Poder Judicial, subrayamos los problemas con la ejecución de las sentencias firmes. En España, el tiempo medio del procedimiento de ejecución es notoriamente superior al de países como Francia, Bélgica o Luxemburgo, Hungría, Estonia o Lituania. “Es imprescindible —citamos textualmente— utilizar adecuadamente los recursos para fortalecer la ejecución de las resoluciones judiciales, apostando por la digitalización del sistema”. Pero una cosa es invertir en tecnología (IA, en este caso) y otra, muy diferente, es la inversión previa en la inteligencia y capacidades necesarias para modernizar la cultura organizativa de las instituciones en las que se pretende operar un cambio tecnológico, un paso previo imprescindible sin el cual la pura digitalización está condenada al fracaso.
  • En el área del Poder Legislativo el problema que destacamos es el derivado de la “ingente producción normativa que provoca que las leyes en España cambien continuamente” lo que, consecuentemente, produce molestia para los juristas, inseguridad jurídica para los ciudadanos y una mayor dificultad para establecer líneas jurisprudenciales. En “Las cuatrocientas mil normas de la democracia española”, se señalan como fuentes de la complejidad de la normativa estas tres: 1) El número excesivo de normas, 2) Los problemas lingüísticos y 3) La complejidad relacional, una tríada de asuntos para la que un uso juicioso de la IA resulta apropiado, importante y urgente, previo análisis de las necesidades del conjunto del ordenamiento jurídico español.
  • Y en las áreas transversales que, en modo alguno, resultan ajenas al Poder Ejecutivo, nos hacemos aquí eco de 1) la transparencia, 2) la rendición de cuentas y 3) la lucha contra la corrupción. Se trata de un nuevo trío para el que solicitamos no solo un uso intensivo de IA sino también —y previo a todo ello— una urgente actualización de los presupuestos conceptuales sobre los que descansa la praxis de sus elementos: transparencia, responsabilidad y corrupción. Unas prácticas que hoy se han quedado, por insuficientes, notoriamente anticuadas. Porque dirigirse hacia el futuro mirando únicamente por el retrovisor (pasado) no es una buena idea.

La otra cara de nuestra propuesta —cómo el Estado de Derecho puede favorecer el desarrollo humanista de la IA— se condensa en una sola palabra: Regulación. ¿Debe regularse el desarrollo de la IA? Sí, sin duda de ningún género. Pero ¿dónde y cómo? Estas son dos de las cuestiones que más atención están mereciendo en nuestra gira por España.

  • Por dónde queremos decir ¿en qué eslabón de la cadena de valor de la industria IA debemos incorporar medidas regulatorias? Los defensores del imperativo tecnológico (la tecnología es neutra y avanza según sus propias leyes, más allá de la voluntad del ser humano) insisten en la necesidad de regular al final de la cadena, esto es, en el uso de los dispositivos IA ya creados. Los defensores del constructivismo social (la tecnología no es neutra pues su desarrollo está determinado por los valores e intereses de cada época) defendemos —no en lugar de, sino además de lo anterior— la necesidad de la regulación ab initio, esto es, en los laboratorios, allá donde tiene sentido preguntarse ¿para qué? Porque, como sostiene Margaret Boden, “debemos tener mucho cuidado con lo que inventamos”.
  • Y por cómo nos preguntamos por los criterios regulatorios que se deben aplicar. Según el estudio de la Fundación BBVA sobre Cultura Científica en Europa, a la pregunta “¿Cree usted que la ética debe poner límites a los avances científicos?”, 42 de cada 100 españoles responden que no, mientras que en el Reino Unido este porcentaje es del 33, entre los franceses es el 25 y solo 15 de cada 100 alemanes responden que no. A ese 42 % de españoles que opinan que la ética no debe poner límites a los avances científicos, queremos recordarles que todo poder ilimitado es tiránico, así en la política como en la ciencia. En nuestra opinión no hay ninguna justificación posible a un desarrollo científico ilimitado, como no sea en defensa de los intereses económicos que lo promueven. Ninguna. Toda innovación científica y tecnológica es impulsada por una determinada combinación de estas cinco fuerzas: La curiosidad del científico, la búsqueda de soluciones a problemas de salud, la mejora de la eficiencia de la actividad humana, la automatización de tareas repetitivas o peligrosas y la economía de inversores y operadores. Este es el lugar para recordar que, siendo todas y cada una de estas motivaciones ancestrales y legítimas, resulta obsceno esgrimir las cuatro primeras mientras que se omite la última, conducta que puede apreciarse en no pocos anuncios de novedades sin cuento.

Si algo cabe esperar del Estado de Derecho, es decir, de las instituciones que lo encarnan, es que garantice que el desarrollo de la IA sea coherente y respetuoso con la dignidad, la libertad, los derechos y las obligaciones de las personas. Lo cual pasa ineludiblemente, según nuestra opinión, por una regulación integral, es decir, ab initio y no solo de hechos consumados, en la que la ética y un enfoque centrado en el ser humano sean los protagonistas.

Ojalá estas líneas sirvan para fomentar el debate sobre estas y otras cuestiones de igual enjundia: ¿Es la IA fuente de nuevas formas de desigualdad social? ¿Cómo repercute la IA en el libre albedrío? ¿Es la perfección que anhela la tecnología compatible con la imperfección inherente a la condición humana? La revolución 4.0, además de cambiar nuestra forma de hacer, ¿está cambiando la esencia del ser humano? ¿Superará el alumno al maestro, la inteligencia artificial a su creadora, la inteligencia humana?

Esto es lo que perseguimos en nuestra gira por España: que la sociedad civil, empezando por el lector de estas líneas, se atreva a reflexionar y participe en el gobierno de este proceso, tan prometedor como inquietante, en lugar de dejarlo en manos de los poderes públicos y privados.

18 Enero- Presentación informe sobre la situación del Estado de Derecho

El Informe: “Midiendo el Estado de derecho: antes y después de la pandemia” (2018-2021) realizado por el equipo de investigación de Fundación Hay Derecho, en colaboración con la Cátedra de buen gobierno e integridad pública de la Universidad de Murcia, pone de manifiesto importantes y preocupantes agujeros negros de la reglas del juego democráticas en nuestro país. 

Si no pudiste acudir a la reciente presentación en la oficina del Parlamento Europeo en Madrid, aquí tienes una nueva oportunidad para adquirir conocimientos importantes con los que comprender y navegar por la preocupante actualidad.

¿Cuándo y dónde?

Miércoles 18 de enero a las 19.00 hs en el Salón de Actos del Ilustre Colegio de la Abogacía de Madrid. Calle Serrano 9

Programa

Bienvenida

 

Introducción y moderación

Conversatorio entre: 

 

Para confirmar asistencia puedes enviar un email a: 

inscripciones@hayderecho.com

La mejor manera de impulsar la educación para la ciudadanía en políticos y periodistas

La propuesta de introducir en el currículum educativo de la enseñanza secundaria una asignatura específica dedicada a fomentar los valores comunes de los ciudadanos (“Educación para la ciudadanía”) ha sido formulada de manera reiterada en los últimos años, aunque con escaso éxito. Fernando Savater, quizás su principal valedor, la considera “fundamental” para fomentar la aceptación de que “hay opiniones diferentes y diversas” pero que, debajo de ello, hay un “fondo común que hay que respetar”(aquí).

Sin duda alguna, el Estado democrático de Derecho es un claro ejemplo de ese “fondo común” a respetar. Jean Françoise Rével se quejaba de lo difícil que resultaba hacer comprender a la gente que la democracia es el régimen en el que no hay una causa justa (puesto que cada uno considera así la suya) sino solo métodos justos. Esos métodos constituyen el fondo común.

Tener ese fondo en alta estima sería muy importante. Nos facilitaría escapar de la tentación de sacrificarlo en aras a nuestro propio interés a corto plazo, a modo del dilema del prisionero. Es decir, desde un punto de vista egoísta, nos interesa que los demás respeten siempre los métodos comunes, pero también eludirlos nosotros cuando puntualmente podemos obtener una ventaja con ello. Por eso, si hemos sido educados para valorarlos, no solo podremos identificarlos mejor, sino que, además, comprenderemos también mejor que esas actitudes oportunistas, cuando inevitablemente terminan por generalizarse, ponen en peligro la convivencia en perjuicio de todos.

A la vista de la actualidad política y mediática en España, que pienso que no hace falta describir, cabría preguntarse si las cosa habrían mejorado algo en el caso de que nuestros líderes políticos y directores de periódicos hubieran cursado dicha asignatura, pues últimamente se escribe mucho sobre la conveniencia de moderar el lenguaje y ser riguroso en los conceptos. La verdad es que cabe dudarlo, porque es difícil pensar que personas que se dedican profesionalmente a la cosa pública puedan ser unos completos ignorantes funcionales en esa materia. De hecho, personas muy formadas, cuando no ilustres profesores de Derecho Constitucional, son capaces de tergiversaciones y de contorsiones intelectuales absolutamente asombrosas con el fin de hacer avanzar unos milímetros la propia causa. Resulta difícil pensar que es debido a que hicieron pellas en educación para la ciudadanía.

Pero, quizás, podríamos pensar que no es tan importante que la hubieran cursado políticos y periodistas, al fin y al cabo contaminados por el poder, como el resto de los ciudadanos, capacitándoles así para no votar a los partidos ni comprar los periódicos que desprecien el fondo común. Pero de nuevo cabe dudarlo, a veces por los mismos motivos, pero especialmente porque todas las opciones políticas y periodísticas disponibles hoy en España incurren en parecidos vicios, y las que pretendieron escapar alguna vez de ellos (el famoso regeneracionismo de los nuevos partidos) incurrieron en algunos todavía peores.

Es difícil que una humilde asignatura pueda revalorizar de manera efectiva el aprecio por el fondo común, cuanto absolutamente todas las tendencias socioculturales presionan en un sentido contrario. La educación, tanto la buena como la mala, es casi siempre indirecta, al menos cuando se refiere a las cosas humanas. Y esa asignatura va a contracorriente de ciertos postulados omnipresentes que hemos heredado de la Modernidad y que pueden resumirse en la idea capital del pesimismo antropológico (visión del ser humano caracterizada por su egoísmo elemental). Pesimismo que, para unos, se resuelve en permitir a los ciudadanos seguir su propio interés sin trabas, con la esperanza de que de allí saldrá algo bueno y, para otros, en sujetarles a normas sin trabas para reconducirle en un sentido positivo, o muchas veces en una mezcla de las dos cosas. En cualquier caso, la conclusión es que el ciudadano siempre es un menor de edad, un animal irracional incapaz de motivarse por otra cosa que no sea el palo y/o la zanahoria.

Esa idea capital es la que explica el comportamiento de nuestros políticos y periodistas, algunas veces incluso bienintencionado. No es que los políticos y periodistas sean unos ignorantes funcionales (también de eso hay, claro) sino que quieren gobernarnos y dirigirnos en nuestro propio interés porque ellos sí nos consideran unos ignorantes funcionales. No por desprecio, claro, sino porque estamos ocupados en nuestros asuntos, sacando adelante el país con nuestro trabajo especializado, y no tenemos tiempo ni interés para otra cosa. Alguien nos debe gobernar, reconducir, apelando a nuestros sentimientos más bajos y elementales, que es la forma adecuada de movilizar a los grandes números. De esta manera el insulto, la exageración, la hipérbole, están plenamente justificados, y por mucho que protestemos van a seguir entre nosotros.

Esto explica también que la verdad tenga siempre en política una importancia muy relativa, al menos totalmente subordinada al progreso de la causa particular. No se busca hablar al ciudadano como un adulto e informarle con rigor, sino reconducirlo en un sentido adecuado, aunque sea forzando la realidad de los hechos, no se vaya a desviar y votar al partido equivocado. Por eso el político está totalmente legitimado para actuar en contra del espíritu e incluso de la letra de la ley, y el periodista cliente para justificarlo, porque lo hacen en beneficio de la causa justa. Pero, claro, cuando lo hace el contrario es un fascista, un golpista, un bolivariano o un filoterrorista.

En cualquier caso, conviene no confundir el lado emocional con el intelectual del asunto. No se trata de una pura representación teatral, porque la mayoría de los políticos y periodistas están verdaderamente indignados y escandalizados con los abusos del contrario, de tal manera que ven los propios como reacciones plenamente justificadas, cuya importancia es necesario minimizar en comparación. De esta manera, la indignación conduce a la mentira. Pero tampoco nos debemos llamar ingenuamente al engaño. Esto ha ocurrido siempre en política. Desde los orígenes de la democracia en Atenas, pero especialmente en la democracia moderna en casi cualquier lugar del mundo. Por supuesto ha pasado antes en nuestro país, casi con la misma virulencia.

¿Qué cabe hacer entonces al respecto, con el fin de contrarrestar este tipo de situaciones que amenazan llevarse a lo común por delante? Por supuesto que estoy totalmente a favor de implantar esa asignatura de educación para la ciudadanía, y hasta convertirla en master necesario para acceder a un cargo político o a la dirección de un periódico, pero mientras tanto se me ocurre un remedio mejor a corto plazo: reducir institucionalmente los motivos y las oportunidades de fricción que afectan a ese fondo común. Tapar los huecos institucionales que fomentan las luchas oportunistas entre facciones para controlar lo que debería ser de todos. No podemos olvidar que esta enorme crisis ha venido motivada por las luchas partitocráticas para dominar nuestras instituciones de control, especialmente el Poder Judicial. Si hubiésemos seguido hace tiempo los insistentes requerimientos de las autoridades europeas para reformar el Poder Judicial con el fin de apartarlo de las luchas partidistas, siguiendo las adoptadas unánimemente por nuestros vecinos (con la excepción de Polonia) nos hubiéramos ahorrado esta crisis. Nos hubiéramos ahorrado también las acusaciones de golpismo y de fascismo y este ambiente absolutamente irrespirable en el que vivimos. Hasta el caso catalán se hubiera gestionado mucho mejor y con menos acritud. Y lo mismo cabe decir del Tribunal Constitucional. Si unos y otros hubieran nombrado a personas de reconocida solvencia sin vinculaciones expresas con los partidos políticos, incluso de su propia línea ideológica, pero independientes de los aparatos, y no a esbirros al servicio del señorito de turno, esta crisis se hubiera desactivado casi sola. En definitiva, si carecemos del civismo necesario para respetar lo común, al menos limitemos al mínimo nuestras luchas tribales dejando al margen a las instituciones de control.

Por supuesto, las reformas institucionales no van a eliminar la hipérbole ni la mentira de la política. Para eso se necesita acabar con muchos de los prejuicios que nos ha legado la Modernidad, especialmente con el citado del pesimismo antropológico, y eso no se hace fácilmente, ni con asignaturas ni sin ellas. Pero, si hacemos las reformas oportunas, al menos seríamos capaces de bajar un poco la temperatura ambiente, tan importante en estos tiempos de ahorro energético, quizás lo suficiente para que lo común no salte por los aires.

Así que a los indignados y ofendidos de uno y otro bando les propongo dejar de denunciar emocionalmente los abusos ajenos y justificar intelectualmente las propias reacciones, y a cambio clamar por solucionar los problemas institucionales que nos han conducido hasta aquí. Seguro que las cosas mejorarían bastante.

Despedida del presidente (en la tormenta perfecta)

El despotismo, peligroso en todos los tiempos,
resulta mucho más temible en los democráticos.
No hay país donde las asociaciones sean más necesarias
para impedir el despotismo de los partidos o la arbitrariedad del príncipe,
que aquel cuyo estado social es democrático”

Alexis de Tocqueville (La democracia en América)

 

El 14 de noviembre de 2015, hace 7 años, tomaba posesión como presidente de la Fundación Hay Derecho. Había sido nombrado por “cooptación” entre los patronos, a la vista de que, tras unos infructuosos intentos, no nos había resultado fácil encontrar una personalidad mediática y relevante que además pudiera ejercer una presidencia activa y comprometida. Al final se decidió que fuera uno de los patronos fundadores y yo estaba en ese momento de vicepresidente.

Ayer, 20 de diciembre de 2022, cesé en tal función por voluntad propia, nacida de una reflexión surgida de la conveniencia de no dilatar la presencia de las personas en los cargos, por el apego y acomodo que estos suelen producir y, a su vez, por el riesgo de caer en un conservadurismo de gestión excesivo. Los patronos fundadores no tenemos plazo de duración por lo que la salida debía salir de mi mismo, si no quería que la iniciativa saliera de los demás.

No es un cambio decisivo en la Fundación porque en ella el presidente es un primum inter pares cuya función, aparte de las formales, es básicamente representar a la Fundación, aunar voluntades, mediar en las discrepancias y expresar, lo más bellamente que pueda, los elevados ideales de la fundación.

Durante estos años (no yo, sino la Fundación) hemos trabajado denodadamente por una idea esencial: es fundamental para el progreso de las naciones un Estado de derecho y unas instituciones fuertes que den seguridad política y económica y que permitan el progreso, facilitando que lo mejor sustituya a lo bueno y que lo antiguo e ineficiente desaparezca para dar paso a lo más eficiente, al tiempo que se respetan los derechos individuales en un sentido amplio. En lo que se refiere específicamente a España, hemos centrado nuestros esfuerzos en insistir en la necesidad de que los órganos de control, las agencias y, por supuesto, los poderes del Estado gocen de la independencia necesaria para llevar a cabo su trabajo bajo una premisa fundamental: no hay verdadera democracia sin Estado de derecho. Y eso significa que el poder debe estar dividido -porque todo poder tiende a abusar- y debe estar sometido a la ley que se impone a sí mismo y a los demás. Montesquieu argumentaba que «todo hombre que tiene poder se inclina a abusar del mismo; él sigue hasta que encuentra límites. Para que no pueda abusar del poder hace falta que, por la disposición de las cosas, el poder detenga al poder». Creer, como se repite incansablemente, que la voluntad popular debe reflejarse en todos los órganos del Estado es tan erróneo como entender que la Justicia se hace por votación o que el controlador debe depender del controlado. Por eso insistía Montesquieu: “Todo estaría perdido, si el mismo hombre, o el mismo cuerpo de los principales, o de los nobles, o del pueblo, ejerciese estos tres poderes: el de hacer las leyes, el de ejecutar las resoluciones públicas y el de juzgar los crímenes o las diferencias entre los particulares.”

A esto se ha dedicado la Fundación todos estos años por medio de miles de posts (uno al día durante años), seminarios, estudios e informes (Tribunal de cuentas, transparencia y tantos otros), para culminar recientemente en la colaboración en el Informe del Estado de Derecho de la UE y la elaboración de nuestro propio Informe este mismo año, sin olvidar los ya consagrados Premios Hay Derecho.

Ahora estamos en un proceso de cambio que ha comenzado con el ingreso de nuevos patronos, amigos y staff para impulsar a la Fundación y que culmina con el cambio de la presidencia de Hay Derecho. Y se hace en el momento oportuno, porque este es un momento decisivo para el Estado de derecho, en el que el sistema ha hecho crisis.

Por supuesto, el problema no es algo reciente ni privativo del partido en el gobierno: viene de antiguo. La politización de los órganos se observa ya en ciertas sentencias del Tribunal Constitucional en los años 80 (sentencia de Rumasa) y en la modificación de la LOPJ para que el parlamento nombrara a todos los miembros del CGPJ. Desde entonces, la situación no ha hecho sino empeorar y el reparto partitocrático por cuotas de todos los órganos esenciales ha sido la norma porque a los dos partidos mayoritarios así les ha convenido, por sí solos o en compañía de los aliados que coyunturalmente han necesitado. Ha sido un modo de vida cómodo para la élite política y aunque constituía un abuso de las instituciones estaba disimulado por la anuencia de todos los implicados.

Sin embargo, el sistema comenzó a romperse con la crisis financiera y la subsiguiente aparición de nuevos partidos que obligaron a los mayoritarios a maniobrar. Podría ello haber incentivado un escenario positivo que permitiera la formación de gobiernos de coalición moderados que acometieran las reformas necesarias; pero lo que hemos tenido son alianzas extremistas que han tensionado el sistema y han hecho decisivo el control total de las instituciones, rompiendo con la tradicional rotación. El otro día decía en un tuit: “Un CGPJ y un TC politizados de derechas quieren evitar que se politice de izquierdas y el Ejecutivo de izquierdas quiere conseguirlo, para lo cual usan medios formalmente correctos y materialmente ilegales cuya valoración dependerá de los primeros (en parte) ¿Cuál es la clave?”. La clave es la politización de los órganos, claro. Unos “bloquean” el nombramiento para que no cambien las mayorías y otros quieren cambiar las mayorías para “desbloquear”. La realidad es que todos quieren controlar los órganos de control, y se tergiversa el significado de las palabras. Realmente, el PP no bloquea, porque no tiene derecho de veto y el que nombra es el Parlamento, no el PP: si se consiguen 210 diputados (los tres quintos, de los partidos que sean) se podrán conseguir los nombramientos deseados. El problema es que el PP no quiere entrar ahora en el reparto partidista porque no le conviene con un gobierno como el que tenemos. Y por ello rompe la abyecta tradición de reparto político de los órganos, aunque, a su vez, por motivos políticos. Y el PSOE, urgido por ciertos compromisos contrarios al interés nacional, desea ejecutar cuanto antes el cambio de poder en los órganos a su favor, que le posibilitará cumplirlos sin engorrosas anulaciones posteriores, como ocurrió con los estados de alarma. Ambos partidos son, obviamente, culpables de haber creado un caldo de cultivo de control partitocrático de las instituciones que, cuando ha llegado una coalición como la que sustenta hoy el gobierno, gravada con importantes hipotecas y con una inquietante deriva iliberal, ha propiciado un choque institucional permanente que pone en peligro todo el sistema, lo que inquieta a la propia UE (Hay Derecho ha remitido, en este sentido, una carta al comisario Reynders).

La situación se ha detenido, de momento, a causa de la resolución del Tribunal Constitucional que paraliza parte del proceso, pero eso no impide necesariamente el resultado final. Además, dicha resolución confirma el problema de fondo, pues resulta extraordinariamente sospechoso que sea la “mayoría conservadora” la que toma la decisión contra la “mayoría progresista”, dando pie a la fácil deslegitimación de un órgano que está destinado a juzgar de acuerdo con la ley y no en función de los intereses de quienes los nombraron.

La reacción de los representantes políticos a esta resolución y las de los días previos ha sido indigna y exagerada, y se han permitido usar sin ambages la retórica deslegitimadora a la que tristemente nos acostumbraron el procés y los partidos antisistema. Pero ya conocen los principios de la propaganda: repetir machaconamente una idea, agrupar a los enemigos bajo un solo símbolo, acumular los acontecimientos para no dar tiempo a reaccionar… Y ya se sabe que “los hombres civilizados son más descorteses que los salvajes porque saben que pueden ser más descorteses sin correr el riesgo que les partan la cabeza”, como decía el escritor de novelas de fantasía Robert E. Howard. La falta de violencia en la ruptura de las instituciones se ve compensada con la verbal, porque se sabe que no habrá violencia física (esperamos).

Pero, tristemente, no estamos hablando sólo de indignidad política. Lo grave es que se pueden producir reformas legales que reducirán, dando un pasito más hacia el precipicio, la calidad de nuestro sistema de controles. Viviremos más arriesgadamente, sin cinturón de seguridad jurídico, sin ABS institucional, y sin pasar ITV del Estado de derecho, porque tales controles serán puramente nominales, unas simples etiquetas de una inexistente alarma puestas en la puerta del piso para avisar los ladrones. Si se “desbloquea” el nombramiento de los miembros de los órganos de control, sin duda se producirán los nombramientos, pero estaremos peor que antes del bloqueo porque si todos los que se nombren responden a la mayoría del Parlamento, ni siquiera tendremos la apariencia de equilibro ni la contradicción de opiniones que el reparto por bloques permitía; simplemente se habrán fusionado los tres poderes en uno.

Y, lamentablemente, no podemos confiar en que la reversibilidad de estas reformas, de ahí la gravedad de la situación. Quizá la despenalización de la sedición o de la malversación tengan vuelta atrás, aunque no es de excluir que, entre tanto, ocurran lamentables accidentes como los de la ley del SI es SI. O incluso que sean buscados de intento, como una posible consulta o llamémosle X que ponga en cuestión la unidad del Estado. Pero, desde luego, la reforma del modo de nombramiento de los vocales del CGPJ es muy difícil de ser revertida, porque el poder que concede al partido en el gobierno es tal que el que venga después difícilmente tendrá incentivos para cambiarlo, como se demuestra con lo ocurrido en los últimos 40 años, pues nadie lo ha hecho a pesar de haberlo prometido.

Me despido de la presidencia en la tormenta institucional perfecta. Estoy seguro que el presidente entrante, Segismundo Álvarez, dejará el estandarte de Hay Derecho bien alto, como corresponde a su capacidad ética e intelectual. La Fundación, bajo su presidencia, seguirá contribuyendo a la mejora institucional en la medida de sus posibilidades aportando sentido común, sensatez, rigor y calma, en la confianza de que la palabra crisis implica decisión, y que una buena decisión puede hacer que tras la tempestad llegue la calma.

Decía Martin Luther King: “Nuestras vidas empiezan a terminar cuando guardamos silencio sobre aquellas cosas que importan”. Yo me callo, pero la Fundación seguirá hablando, porque hoy su voz es imprescindible.