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Puigdemont como paradigma de riesgo de fuga (si se le detuviera)

El anuncio del posible regreso de Carles Puigdemont a España desató un torbellino de especulaciones y preocupaciones tanto en el ámbito político como en el judicial. Tras casi siete años de permanecer huido de la justicia, el expresidente de Cataluña ha declarado su intención de asistir a la sesión de investidura del candidato socialista Salvador Illa. Esta situación ha motivado a Junts y otros colectivos independentistas a organizar concentraciones para recibir al dirigente secesionista. No obstante, sobre Puigdemont pesa una orden de arresto nacional emitida por la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, lo que abre la posibilidad de que se decrete su ingreso en prisión provisional, provocando así un terremoto político y jurídico en el país.

Debe tenerse presente que el contexto en el que se desarrollan estos acontecimientos está marcado por la vigencia de una orden judicial nacional de detención, concretamente una requisitoria de búsqueda, detención y presentación, que obliga a cualquier cuerpo de seguridad de España, ya sea la Policía Nacional, la Guardia Civil o los Mossos d’Esquadra, a detener a Puigdemont si se confirma su presencia en territorio nacional. Ello genera incertidumbre sobre el lugar y el momento exacto de su posible detención, pero debe producirse en cuanto el investigado es localizado. Según informaciones de fuentes policiales y de la defensa del expresident, los Mossos le ofrecieron una detención pactada y discreta, opción que Puigdemont rechazó. Los Mossos d’Esquadra implementaron un dispositivo mediante la «operación jaula», pero volvió a escapar.

El caso de Puigdemont es un ejemplo paradigmático de los presupuestos necesarios para acordar la prisión provisional, especialmente en lo que concierne al riesgo de fuga, si se le llegara a detener, no pudiendo alegarse la amnistía por lo acordado en el Auto del Tribunal Supremo (Sala II) de 1 de julio de 2024. La Constitución es parca en alusiones específicas a la prisión provisional. Sin embargo, el artículo 17 recoge claramente el derecho a la libertad y a la seguridad, indicando que nadie puede ser privado de su libertad salvo en los casos y en la forma previstos en la ley. En su apartado cuarto, el artículo 17 menciona que la ley determinará el plazo máximo de duración de la prisión provisional. Este marco constitucional, complementado por los tratados y acuerdos internacionales ratificados por España, subraya que la prisión provisional no es un derecho de pura configuración legal, sino que debe respetar principios fundamentales como la libertad, la justicia y la presunción de inocencia.

Hay que reseñar que el Tribunal Constitucional ha reiterado en múltiples ocasiones que la institución de la prisión provisional está situada entre el deber estatal de perseguir eficazmente el delito y el deber de asegurar la libertad del ciudadano. Esta dualidad se refleja en el artículo 1.1 de la Constitución, que consagra el Estado social y democrático de Derecho y propugna como valores superiores la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político. Asimismo, el artículo 24.2 dispone que todos tienen derecho a un proceso público sin dilaciones indebidas y a la presunción de inocencia, como se infiere de Sentencia del Tribunal Constitucional 41/1982. La prisión provisional, por tanto, debe ser una medida excepcional y subsidiaria, adoptada únicamente cuando existan indicios racionales de la comisión de un delito y con el objetivo de alcanzar fines legítimos.

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha subrayado que la prisión provisional debe estar supeditada a una estricta necesidad y subsidiariedad, así como a la proporcionalidad en su aplicación. Las sentencias del Tribunal Europeo de Derechos Humanos en casos como Stögmüller, B. contra Austria y Letellier insisten en que la existencia de sospechas razonables de responsabilidad criminal es una condición sine qua non para la adopción y mantenimiento de esta medida cautelar. Además, la prisión provisional debe responder a la necesidad de conjurar ciertos riesgos relevantes para el proceso penal, como la sustracción del investigado de la acción de la justicia, la obstrucción de la instrucción penal y la posible reiteración delictiva, a tenor de la Sentencia del Tribunal Constitucional 40/1987.

La normativa procesal penal y los criterios del Tribunal Constitucional también insisten en que la prisión provisional no debe tener fines punitivos ni ser utilizada para impulsar la instrucción sumarial o para obtener pruebas. La Sentencia del Tribunal Constitucional 109/1986 determina que la presunción de inocencia actúa como una regla de juicio y de tratamiento, garantizando que la prisión provisional solo se adopte en supuestos donde la acusación tiene un fundamento razonable. Ello significa que la prisión provisional no puede ser utilizada como castigo anticipado ni como medio para obtener declaraciones o pruebas del investigado. 

La excepcionalidad de la prisión provisional ha sido reiteradamente subrayada por el Tribunal Constitucional en numerosas sentencias, como las Sentencias del Tribunal Constitucional 41/1982 y 32/1987, enfatizando que esta medida debe ser concebida como estrictamente necesaria, subsidiaria y provisional. Su legitimidad constitucional exige la existencia de indicios racionales de criminalidad, la consecución de fines legítimos y la proporcionalidad en su aplicación. Igualmente, cabe resaltar las palabras de la Sentencia del Tribunal Constitucional 5/2020:

«A fin de dar respuesta a las denuncias antes indicadas, hemos de destacar que, en relación con la institución de la prisión provisional, nuestra doctrina ha contemplado el valor ambivalente del tiempo transcurrido durante la sustanciación del proceso. Concretamente, en la STC 35/2007, de 12 de febrero, FJ 4, se afirma que: «[C]omo se ha expuesto, ante la ambivalencia del transcurso del tiempo y de la proximidad de la celebración del juicio oral al fundamentar el riesgo de fuga, la jurisprudencia constitucional exige una ponderación expresa de las circunstancias procesales concretas del caso para de este modo individualizar el sentido que en cada supuesto la proximidad del juicio oral pueda tener (STC 66/1997). En el caso examinado, al acordarse la prisión provisional del recurrente en auto de 19 de noviembre de 2004 —cuatro días después de producirse la confirmación del procesamiento del recurrente en auto de 15 de noviembre de 2004—, no se puede negar que los órganos judiciales han valorado un elemento —la confirmación del auto de procesamiento— que, en tanto que dato del que deriva la consolidación de la imputación concreta, en la forma requerida por nuestra jurisprudencia, el modo en que la proximidad del juicio oral puede fundamentar el riesgo de fuga […]. Por consiguiente, constatado que las resoluciones judiciales se fundamentan en un fin constitucionalmente legítimo —evitar el riesgo de fuga— y que dicho juicio se formula sobre la base de un conjunto de circunstancias, concurrentes en el caso, a las cuales se refieren los órganos judiciales y cuya ponderación conjunta es legítima desde la perspectiva constitucional —proximidad del juicio oral, confirmación o firmeza del procesamiento, naturaleza del delito y gravedad de la pena—, este Tribunal no puede profundizar más en el control de la fundamentación de la decisión de acordar la prisión provisional sin traspasar los límites de la jurisdicción de amparo, esto es, sin traspasar los límites del control externo, pues no le compete realizar una valoración —en positivo y de forma directa— de la suficiencia de las circunstancias fácticas concurrentes en el caso para fundamentar el riesgo de fuga o cualquier otro de los riesgos, cuya evitación constituye la finalidad legítima de la institución».

Así pues, la ponderación efectuada respecto de la consolidación de indicios tenida en cuenta para asentar el riesgo de fuga no es contraria a nuestra doctrina, incluso aunque el afectado no haya llevado a cabo intentos precedentes de sustraerse a la acción de los tribunales. Ese aspecto fue también sopesado en la ya citada STC 50/2019 y, al respecto, ofrecimos la siguiente respuesta: «[U]na medida cautelar de prisión ha de fundarse en un juicio de pronóstico de mayor rango temporal (pues se trata de asegurar la íntegra tramitación del proceso) y ha de tener en cuenta, por ello, otros factores concurrentes que indiquen cuál puede ser la pauta plausible de comportamiento futuro. En el caso que nos ocupa es cierto que, tanto el instructor como la Sala, reconocen en sus resoluciones que la recurrente de amparo se ha conducido hasta ese momento de modo respetuoso con las cautelas impuestas y con los llamamientos efectuados por la autoridad judicial. No obstante, la apreciación de ambos órganos judiciales es, justamente, que esa pauta de conducta puede cambiar próximamente con el salto cualitativo que supone el auto de procesamiento. Frente al peso favorable que el comportamiento procesal previo despliega, el instructor y la Sala ponderan las razones por las que consideran que dicho comportamiento variará previsiblemente en el futuro próximo, siendo el objetivo de la medida cautelar, precisamente, anticiparse al momento en que la huida se lleve a efecto y ya no pueda ser prevenida. La comparecencia voluntaria de la actora no es, en definitiva, en un supuesto como el presente, un elemento en sí mismo determinante del resultado del juicio de pronóstico que ha de regir la decisión cautelar de prisión, no pudiendo deducirse, sin más, de ese dato fáctico una automática vulneración del art. 17 CE» [FJ 5 a)].»

En el caso de Puigdemont, la consideración del riesgo de fuga es particularmente relevante para el caso en el que pueda llegar a ser detenido, sin que sea aplicable la suspensión de la orden de detención, a tenor del Auto del Tribunal Supremo (Sala II) de 1 de julio de 2024, que deja la malversación de caudales públicos fuera del ámbito de la Ley Orgánica 1/2024. La huida previa del expresidente catalán y su permanencia en el extranjero durante casi siete años refuerzan la percepción de que existe un alto riesgo de que intente eludir nuevamente la acción de la justicia. Este riesgo justifica plenamente la adopción de medidas cautelares estrictas, incluida la prisión provisional, para asegurar su presencia en el proceso penal.

El marco legal y constitucional que rige la prisión provisional en España, junto con las directrices del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, subraya la necesidad de que esta medida sea aplicada de manera excepcional y proporcionada, garantizando en todo momento los derechos fundamentales del investigado. En este sentido, la situación de Carles Puigdemont ofrece un ejemplo claro de los desafíos y consideraciones que rodean la aplicación de la prisión provisional en el sistema judicial.

Ciertamente, el posible regreso de Puigdemont y su eventual detención ponen de relieve la complejidad y la delicadeza de la aplicación de la prisión provisional. Este caso ejemplifica la necesidad de equilibrar la eficacia en la persecución del delito con la garantía de los derechos fundamentales del investigado, respetando siempre los principios de legalidad, necesidad, subsidiariedad y proporcionalidad que rigen esta medida cautelar. 

La situación de Puigdemont, marcada por su prolongada huida de España —con un destierro elegido basado probablemente en buena cerveza y mejor chocolate, con el escaso sacrificio que ello supone— y su posible regreso a España, se presenta como un caso de estudio que ilustra de manera clara los retos y dilemas inherentes al uso de la prisión provisional en el contexto del proceso penal. Igualmente, incita a cuestionar la eficacia de los poderes públicos cuando la acción penal se dirige frente a sujetos de los que puede depender, lamentablemente, la (in)estabilidad política.

Es el Estado de derecho … ¡estúpido!

En una entrevista a la revista Playboy en el año 1989, preguntaron a Donald Trump sobre lo sucedido en la plaza de Tiananmen esa primavera. Trump respondió: «…después se ensañaron, fueron horribles (el gobierno chino), pero los suprimieron con fuerza. Eso demuestra el poder de la fuerza. En este momento nuestro país es percibido como débil». Más recientemente, elogió a Sadam Husein por su habilidad matando terroristas, o a Rodrigo Duterte por su brutal y criminal campaña contra la droga. 

¿Cómo es posible que la probable victoria de Donald J. Trump en las próximas elecciones de Estados Unidos me preocupe menos que hace unos meses, cuando pensaba que era solo una posibilidad remota? Quizás antes no comprendiera cómo alguien en su sano juicio podría plantearse votar a quien elogia a los criminales, a quien no aceptó el resultado de un proceso electoral, y a quien intentó hacer lo imposible para impedir la investidura de su sucesor. Por otro lado, sus rivales en la carrera hacia la Casa Blanca y el Partido Demócrata han tenido un comportamiento poco democrático y transparente. Quizás esté aplicando el dicho de que «en el país de los ciegos el tuerto es el rey».

La aceptación y normalización del candidato Trump es muy alarmante. Si me pasara solamente a mí, sería irrelevante, pero estoy convencido de que está siendo una sensación generalizada. Lo noto cuando leo la prensa, o sigo los contenidos políticos de las redes sociales. Y es muy peligroso porque nos olvidamos de que Trump es una amenaza real para el Estado de derecho en la nación más importante del planeta

Muchos os preguntaréis: «¿Y qué importa, si es bueno para la economía de EEUU?». Sin embargo, según Acemoglou y Robinson, a lo largo de la historia se ha demostrado que el buen funcionamiento del Estado de derecho es esencial para el desarrollo económico ya que promueve las instituciones inclusivas, protege los derechos de propiedad, incentiva la innovación y asegura la libre y justa competencia. La lucha contra la concentración de poder y riqueza en unos pocos que persigue la defensa del Estado de derecho , permite que más gente pueda beneficiarse del bienestar, consiguiendo así un crecimiento sostenible e inclusivo.

Está demostrado estadísticamente que el color del partido político del presidente de Estados Unidos ha sido irrelevante para el devenir de la economía del país. Por otro lado, dudo que una política económica centrada en el proteccionismo y la desregulación extrema sea buena para los ciudadanos. Reducir la competencia no sale gratis a la mayor parte de la gente. Suele traducirse en menores opciones, peor calidad de servicios y productos y mayores precios. Se critica a Biden por su gestión económica, por fomentar la inmigración que ha bajado los salarios reales y por subir los impuestos a las empresas. Pero la bajada de los salarios reales no parece que se haya traducido en una reducción del consumo y sin embargo ha generado un impacto muy positivo en los márgenes empresariales.

Con un Estado de derecho débil, el gobernante podría aplicar las leyes de forma que le ayude a conseguir más votos sin proteger el interés público, beneficiando a unas regiones frente a otras, o incluso a personas concretas. Por ejemplo otorgando contratos a dedo o subvenciones sin control presupuestario. El Estado de derecho es la base de una sociedad estable y funcional. Garantiza que las leyes se apliquen de manera coherente y justa, protegiendo los derechos individuales y manteniendo el orden. Sin él, la sociedad puede descender en el caos y la arbitrariedad, socavando el tejido mismo de la gobernanza y la seguridad. Cuando la gente percibe el sistema legal como justo, es más probable que lo apoye y cumpla.

El Estado de derecho salvaguarda los derechos y libertades fundamentales. Previene abusos de poder al asegurar que todos, incluidos los funcionarios gubernamentales, estén sujetos a la ley. Esta protección es crucial para mantener las libertades personales y la justicia. Por eso muchas compañías multinacionales se niegan a operar en aquellos países donde no se protegen estas libertades, porque sus empleados quedarían desprotegidos.

Las políticas económicas y las condiciones pueden fluctuar, y las economías pueden recuperarse de recesiones. Sin embargo, socavar el Estado de derecho puede tener efectos perjudiciales duraderos. Una vez erosionada, reconstruir la confianza en las instituciones legales es un desafío que puede llevar generaciones. Priorizar el estado de derecho asegura estabilidad y prosperidad a largo plazo, proporcionando una base sobre la cual las políticas. James Coleman y posteriormente Francis Fukuyama, en su libro Trust, estudiaron el concepto de capital social y la importancia de la confianza en el sistema y entre sus agentes económicos. 

Un sólido Estado de derecho crea un entorno predecible y seguro para las actividades económicas. Las empresas e inversores necesitan la certeza de que los contratos serán respetados y los derechos de propiedad protegidos. Sin esto, las actividades económicas pueden verse obstaculizadas por la incertidumbre y el riesgo, en última instancia socavando el crecimiento y la estabilidad económica. ¿Quién se atrevería a invertir ahora en Rusia?

El Estado de derecho es esencial para combatir la corrupción y prevenir el abuso de poder. La corrupción erosiona la confianza en las instituciones públicas, desvía recursos públicos y perjudica el desarrollo económico. Al proteger el Estado de derecho, las sociedades pueden gestionar mejor los recursos y garantizar oportunidades justas para todos.

El Estado de derecho es esencial para la gobernanza democrática. Asegura que los funcionarios electos sean responsables y que las acciones del gobierno sean transparentes y sujetas a escrutinio legal. Esta responsabilidad es crucial para prevenir el autoritarismo y mantener una democracia saludable donde se respeten los derechos de los ciudadanos.

En resumen, aunque la política económica que decide un gobierno es indudablemente importante, el buen funcionamiento del Estado de derecho proporciona el marco esencial dentro del cual una sociedad será estable, justa y próspera. En caso contrario, la prosperidad económica suele ser efímera y distribuida de manera desigual. Y algunos políticos dirán: «Y a mí qué me importa, ¡para entonces gobernará otro!». Dijo Bill Clinton a George H. W. Bush (padre): «¡Es la economía, estúpido!». Pero la verdad es que, como ya hemos explicado, el Estado de derecho viene antes… ¡estúpido!

13 de septiembre | Presentación del Informe del Estado de derecho 2024

En una nueva edición de nuestro Club de Debate, estaremos conversando con Rafael Jiménez Asensio sobre su libro El legado de Galdós, una obra que indaga en la idea que Benito Pérez Galdós tiene de España, de su política y sus actores principales.

Carvajal y la hipocresía (buena)

La semana pasada vi celebrar, además de la Eurocopa, los gestos fríos y algo maleducados de la selección de fútbol hacia el presidente de Gobierno durante su recibimiento en la Moncloa. Personalmente, lo desapruebo. 

El filósofo Jon Elster acuñó la expresión «fuerza civilizadora de la hipocresía» para referirse al proceso mediante el cual, durante la deliberación democrática, se sustituye el autointerés por una argumentación más imparcial, que es fingida (porque en el fondo cada uno va a lo suyo), pero a partir de la cual se logran el entendimiento político y resultados más equitativos en el reparto social. 

En un sentido más prosaico e intuitivo, todos practicamos dicha hipocresía cada día: cuando saludamos con una sonrisa al vecino que nos cae mal, cuando fingimos prestar atención a los problemas con los que nos aturulla un desconocido, cuando tratamos de congeniar con la pareja de un amigo a quien no tenemos en gran estima o cuando evaluamos el clima al entrar en un taxi para iniciar una conversación. Somos muy conscientes de que mostrar sinceridad todas las veces no sólo es una brutalidad incompasiva, sino también una vulgaridad muy prescindible.

Es natural que Sánchez despierte animadversión, pero ¿nos hace falta saber si un miembro de la selección de fútbol simpatiza o no con él? Es cierto que se cumplió el protocolo, pero también se quiso mostrar desagrado con cierta ostentación. Al margen del caso concreto, lo cierto es que exhibir los afectos políticos a los cuatro vientos es una grosería peligrosa a la que nos estamos acostumbrando, además de una provocación y una forma poco edificante de mendigar atención.

Esto sería insustancial si no fuese porque algunos han celebrado este desplante casi como si de un tercer gol se tratase. Me gustaría preguntarles si en su día denunciaron –en este caso con razón– el desplante de Montero y Belarra a la princesa en el acto de jura de la Constitución el pasado octubre. Pues me veo obligado a anunciarles que aplaudir o alentar esta otra descortesía institucional también es condenable. Claro, a otro nivel; pero es el nivel que el ciudadano de a pie puede ofrecer: cumplir la ley, pagar impuestos y respetar a los demás.

Me viene a la memoria el estudio del catedrático de Psicología y Economía Conductual Dan Ariely. En The (honest) truth about dishonesty, criticaba a aquellos ciudadanos que vivían una protesta continua hacia la corrupción de sus representantes, pero que, si tenían oportunidad de engañar para obtener un beneficio económico (no pagando el IVA o quedándose con más cambio del que le correspondiese, por ejemplo), lo hacían. Ariely demuestra en diversos experimentos que todos engañamos un poco, y que nuestro sentido de la moralidad está conectado con la cantidad de engaño con la que nos sentimos cómodos.

Si usted ya incumple principios elementales de la ética política desde su posición de ciudadano, ¿cómo puede entonces defender que actuaría con más respeto en caso de ostentar un cargo público? Si comenzamos a comportarnos como hinchas de fútbol en la discusión política, luego no valdrá ponerse estupendos, hablar de repúblicas bananeras y exigir democracias avanzadas. Es ésta la hipocresía que no nos interesa: la de quien pide a los demás civilización y se comporta como un bárbaro.

Nos hemos acostumbrado a exigir adhesión política a todo ciudadano y a valorar el conjunto de una persona a la vista de sus preferencias políticas. Es tribal y empobrecedor. No hay necesidad de exhibir dichas preferencias constantemente, otorgándoles una importancia desmedida en nuestra personalidad. Una persona es mucho más de lo que pueda votar en un momento concreto de su vida. No darse cuenta de ello es una mala señal. Además, entraña su peligro: si todos empezamos a mostrar abruptamente nuestro descontento hacia los demás, pronto volveremos al estado de naturaleza. Uno no se cansa de repetir –bueno, un poco sí– que el Estado de Derecho y la democracia liberal son una ficción, y que en gran parte se sustentan gracias a nuestra fe en ellos. Lo mismo sucede con los mercados financieros fiduciarios: que no llegue el día en que todos necesitemos, a la vez, retirar nuestros ahorros.

Por ello, si bien esa hipocresía bárbara no nos interesa, la otra hipocresía, la civilizadora de Elster, sí: la de quienes tratan de disimular las diferencias en el trato con sus iguales. Ejemplo reciente de ello es el ex primer ministro conservador británico, Rishi Sunak. Solamente unos días antes del pasamanos de Sánchez con la selección española, pronunció un discurso en el acto de despedida de su mandato e inauguración del siguiente a cargo del nuevo primer ministro laborista Keir Starmer. En apenas cinco minutos, Sunak derrochó palabras de amabilidad, elegancia y cortesía hacia la oposición, los parlamentarios que no renuevan mandato, los que renuevan, los nuevos y hacia el mandato representativo en general. Empezaba así: 

«En nuestra política, podemos discutir enérgicamente, como hemos hecho el primer ministro y yo en las últimas seis semanas, pero seguir respetándonos mutuamente. Cualesquiera que sean las disputas que podamos tener en este Parlamento, sé que nadie en esta Cámara perderá de vista el hecho de que todos estamos motivados por nuestro deseo de servir a nuestros electores, a nuestro país y hacer avanzar los principios en los que honorablemente creemos».

Se trata de una costumbre, muy civilizadora, que simbolizaba una de las maravillas del mundo moderno: el traspaso pacífico del poder político. Ignoro si lo de Sunak fue cosa de su fiel compromiso a una tradición centenaria que explica que el parlamentarismo naciera en el Reino Unido… o pura hipocresía. Si es lo segundo, me parece igualmente loable. Como dijo La Rochefoucauld en sus Máximas, «la hipocresía es un homenaje que el vicio tributa a la virtud».

El beneficio personal como elemento esencial de aplicabilidad de la Ley de Amnistía en los delitos de malversación

La Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, de Amnistía excluye expresamente el delito de malversación dentro de su ámbito de aplicación cuando concurra un beneficio patrimonial personal o el desvío de fondos atente contra los intereses financieros de la Unión Europea.

Como es conocido, el Tribunal Supremo ha dictado auto de 01 de julio de 2024 en la que acuerda la inaplicabilidad de la citada Ley respecto al delito de malversación. Una primera aproximación al mismo nos hace deparar en su extensión: 61 folios, de los que 52 corresponden a la opción mayoritaria (recordemos la diversa procedencia y sensibilidad de los miembros del Tribunal Supremo, que estuvieron en su momento unánimes en la condena), y el resto al voto particular de FERRER GARCÍA. No se puede decir desde luego que no se ha motivado hasta la saciedad.

Para situar en sus justos términos el debate, que debiera ser exclusivamente jurídico, debemos de recordar que:

1) la jurisprudencia de esta Sala (ATS 20107/2023, de 13 de febrero en la CE 20907/2017) es rigurosa frente a alegaciones defensivas que han pretendido la exoneración o la atenuación de las conductas imputadas por el hecho de que el destino de los fondos no era ajeno a un fin público.

2) el Tribunal Supremo viene haciendo una interpretación extensiva del concepto de «ánimo de lucro» señalando que:

«Para determinar el contenido de este elemento se han propuesto distintas interpretaciones, una más estricta limitándolo al provecho patrimonial, y otra más amplia, en la que se incluye toda clase de ventaja, patrimonial o espiritual (animus lucri faciendi gratia), criterio este último que hemos acogido de forma reiterada, señalando que en la malversación no se exige el lucro personal del sustractor, sino su actuación con ánimo de cualquier beneficio, incluso no patrimonial ( SSTS 507/2020, de 14 de octubre) y que el ánimo de lucro concurre aunque la intención de lucrar se refiera al beneficio de un tercero ( STS 277/2015, de 3 de junio).

3) que la STS 459/2019, de 14 de octubre (sentencia del  procès), fundamentó su condena en base a la nueva modalidad de «administración desleal» introducida en el año 2015: «El delito de malversación de caudales públicos sanciona no solo conducta de apoderamiento o sustracción, sino la administración desleal de fondos públicos …el nuevo tipo de malversación reprueba la conducta que causa un perjuicio al patrimonio administrado. Esta modalidad típica es mucho más amplia que la que definía al delito de malversación con anterioridad a la reforma y en ella caben actuaciones distintas de la mera sustracción tales como la asunción indebida de obligaciones».

4) Que el concepto empleado en la Ley de Amnistía es el de «beneficio patrimonial personal». No contempla nuestro Código Penal tal noción, y lo más parecido que encontramos es la referencia a «en su beneficio» exigido para que una sociedad pueda ser responsable penal, y que fue tratado en la Circular FGE 1/2016, y que da lugar a que haya que analizar en cada supuesto concreto, la existencia de una relación entre el delito cometido y la obtención de la ventaja, provecho o beneficio, directo o indirecto, que es algo distinto al provecho que puede dar una acción.

Ni que decir tiene que las críticas que se hacen a la postura mayoritaria del Tribunal Supremo no contemplan el hecho obvio de que el mismo no pudo pronunciarse en su sentencia respecto a la redacción dada recientemente mediante la LO 14/2022, 22 de diciembre, si bien con posterioridad dictó auto de 13 de febrero de 2023 en revisión de la sentencia del procés dada la reforma operada en el delito de malversación, en el que sostiene en definitiva que el ánimo de lucro no puede asimilarse a enriquecimiento, lo cual es evidente siquiera porque ya la ausencia de empobrecimiento supone un enriquecimiento, y porque el delito de malversación tiene una ubicación sistemática dentro del Título XIX (delitos contra la Administración Pública), y no dentro de los delitos contra el Patrimonio que justifica un diferente tratamiento.

En estas circunstancias mantener ahora la aplicabilidad de la Ley de Amnistía al delito de malversación seria contravenir por parte del TS su propia doctrina, habiendo dictado este mismo año sentencias en las que ha analizado supuestos semejantes. Así:

  • STS 644/2024, de 24 de junio: la exigencia del ánimo de lucro no exige necesariamente enriquecimiento, sino que es suficiente con que el autor haya querido tener los objetos ajenos bajo su personal dominio. Bien entendido que el tipo no exige como elemento del mismo el lucro personal del sustractor, sino su actuación con ánimo de cualquier beneficio, incluso no patrimonial, que existe aunque la intención de lucrar se refiera al beneficio de un tercero.
  • STS 600/2024, de  13 de junio: «mediando ánimo de lucro, en un sentido amplio que comprende cualquier beneficio, o enriquecimiento, no necesariamente patrimonial, que suponga una utilidad o provecho para el autor, los partícipes o para un tercero no responsable de la malversación».

Para ello no se empobrecieron en modo alguno los condenados financiando el proceso como sí que hicieron otros ciudadanos a los que peticionaron donativos, sino que directamente y para la consecución de sus fines desviaron dinero público para una finalidad ilegal por mucho que entendieran que legítima, como es el diseñar y tratar de ejecutar un plan secesionista que culminó en un referéndum ilegal y en unas inaplicadas leyes autodenominadas de desconexión. El beneficio personal que obtuvieron pues, es el no empobrecimiento que les supuso el no tener que financiarlo contra su patrimonio personal.

Posible incorrección de los argumentos favorables a la aplicabilidad de la Ley de Amnistía

La impugnación del argumento viene en el propio voto particular: Se podrá refutar que la dicción legal resulta redundante, porque si se pretende un desvío sobre el desvío, o un apoderamiento definitivo una vez los fondos han sido apartados de su finalidad legal, ya se puede decir que los fondos iban destinados al proyecto secesionista. 

Entiende la discrepante que el sentir mayoritario «implica una deducción tan artificiosa que no solo encaja mal con el texto de la norma y frontalmente con el que es su espíritu, sino que resquebraja los diques de la lógica. Y desde luego es contraria a cualquier posible orientación pro reo, que, pese a la excepcionalidad de la amnistía, siempre debe conjugarse cuando de leyes con efectos penales se trata», continuando con que «la única interpretación razonable de la Ley que ahora aplicamos nos lleva a entender que ese beneficio orientado a procurar el proyecto independentista catalán, es precisamente el que la Ley quiere amnistiar, ese es el sentido que surge de la letra de la norma, excluyendo solo los casos en los que en el curso del mismo hubieran podido producirse desviaciones hacia supuestos de corrupción personal». Llega a aventurar en su disenso que «la interpretación que la mayoría plasma en su resolución corre el riesgo de quebrar los principios de legalidad y previsibilidad, y que lo que no podemos los jueces es hacer interpretaciones que impidan la vigencia de la norma, prescindiendo de la voluntas legislatoris y de la voluntas legis en su interpretación», afeando que «como ocurre de una manera tan significativa en el caso, la decisión no es interpretativa sino derogatoria».

Pues bien, ello entendemos que no puede ser así. La solidez de la argumentación no puede devenir de una crítica general a quien no la comparta. La interpretación que realiza el Tribunal Supremo no impide la vigencia de la norma ni lo coloca en una suerte de insumisión, sino que acorde con el principio de legalidad penal realiza una hermenéutica que ofrece un resultado distinto a la intención del legislador, pero que es la que se deduce de la redacción literal de la norma.

Efectivamente, y ahí basta la refutación, la dicción legal resulta redundante pues el desvío apartado de la finalidad legal hace que el fondo vaya destinado al proyecto secesionista, sin que tenga que realizarse cualquier interpretación siempre favorable pro reo, siquiera porque en otros supuestos el propio Tribunal acoge con naturalidad las tesis de la Fiscalía, mas restrictivas que las propugnadas por las Defensas, y porque en definitiva el principio pro reo actúa como criterio de valoración de la prueba más que como criterio interpretativo de la norma.

En el mismo sentido NÚÑEZ CASTAÑO, profesora titular de Derecho Penal de la Universidad de Sevilla en este mismo medio, mantiene que «si no hay apropiación con enriquecimiento patrimonial, el hecho es amnistiable, en tanto que se produce (como señaló la STS 459/2019) una desviación o uso respecto del que pueden apreciarse provecho político o social para los condenados, pero no un beneficio patrimonial», y que «si el fin es público y los sujetos no se apropian de los bienes, no puede afirmarse la existencia de un beneficio o enriquecimiento patrimonial».

Frente a tal argumento insistimos en que donde la ley no distingue no debe de distinguirse, y que el beneficio patrimonial lo constituye el no empobrecimiento. El beneficio personal como elemento esencial en la exclusión de la amnistía para delitos de malversación se fundamenta en una interpretación amplia del ánimo de lucro, abarcando tanto beneficios patrimoniales como intangibles. La exclusión de la amnistía en estos casos refleja una política criminal orientada a la protección del patrimonio público y a la prevención del uso indebido de fondos con fines personales.

Las argumentaciones dadas a favor de la aplicabilidad de la Ley de Amnistía al asunto del procés pasan por la aplicación de un canon interpretativo en la que prevalece la voluntad del legislador respecto a todas las otras interpretaciones posibles de la norma, lo cual choca con la independencia del intérprete, máxime cuando se trata de redacciones  que posibilitan la excepción a la aplicación de la propia norma.

El citado artículo acaba reconociendo que la nueva norma plantea «problemas de interpretación sistemática», y que la interpretación de enriquecimiento aportada por la LO 1/2024 planteará numerosos problemas de interpretación sistemática respecto de otros preceptos, por lo que indirectamente admite que puede ser razonable hacer una interpretación lógica y sistemática como la que hace el TS.

Desde esta perspectiva desde la reforma realizada por la LO 14/2022, la desviación para un fin distinto al público se asimila al lucro o beneficio personal, y dado que no se puede considerar un referéndum vinculante ilegal como un fin público, sí que existe lucro, en un sentido puramente patrimonial como argumenta el TS. 

La aparente contradicción entre las resoluciones del TS se produce por el hecho de que ha cambiado la legislación, debiéndose ajustar los conceptos doctrinales de acuerdo con la voluntad aparente del legislador en otra norma, la LO 14/2022 que parece ser equiparar el destinar fondos públicos a fines privados con el lucro. La otra interpretación sería que el legislador quiso destipificar la conducta de destinar el dinero a un fin distinto al público pero tipificar la de destinar el dinero a un fin público distinto del previsto, lo cual nos avocaría aparentemente a un absurdo.

Si el legislador,  tan contrario a la consulta de expertos, cuando no desatento a los informes que recibe, o a los que no recibe por no solicitarlos (aunque luego no los siga por no serle vinculantes) sigue acudiendo a piruetas jurídicas y no es deliberadamente consciente de que la vía elegida, la de urgencia, omitiendo informes y con improvisaciones de tal calado que han dado lugar a diferencias evidentes entre la redacción inicial y la aprobada, propicia interpretaciones como las que nos ha dado el Tribunal Supremo, así como por prestigiosos autores como la de GIMBERNAT, catedrático emérito de la Universidad Complutense y que ya anticipaba la postura finalmente mantenida por el Tribunal Supremo, debe de acabar reconociendo que las regulaciones con defectuosa técnica legislativa que impone desatendiendo las indicaciones de la dogmática penal,  corren el riesgo de que acorde con el principio de legalidad penal la interpretación de la norma sea distinta a la regulación que pretende, pues las graves deficiencias técnico-jurídicas de las disposiciones penales determinan que el intérprete del Derecho se enfrente habitualmente a serios obstáculos que dificultan innecesariamente su labor.

En esta tesitura lo que no puedo dejar de acordarme es de Don Julio Anguita, con quien compartí algunas conversaciones profundas, y de quien recuerdo su consejo: las reformas del Código Penal, como los potajes, requieren de su cochura… la precipitación es mala consejera en la materia.

Estado de derecho y amnistía: esto solo acaba de empezar

Después de varios meses ocupando espacios en debates académicos, medios de comunicación y las charlas informales con amigos, por fin el pasado martes 11 de junio de 2024 fue publicada en el Boletín Oficial del Estado la Ley Orgánica 1/2024, de 10 de junio, de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña. Durante todo el tiempo que concurre desde el verano pasado hasta la publicación de la ley hemos sido espectadores y partícipes de un intenso debate en torno a la ley, discusiones que han girado siempre entre lo jurídico y lo político y que nunca han desembocado en acuerdos unánimes

Si nos intentamos apartar de la contaminación que se ha venido apreciando en el foro político y que impregna las distintas esferas sociales, uno debe de acudir a la sede académica en búsqueda de una argumentación razonada a través de sujetos que se presuponen expertos en la materia o voces autorizadas para emitir reflexiones u opiniones. Claro está que, desde el momento que se puso sobre la mesa la posible aprobación de una ley de amnistía han sido incontables los juristas que han venido manifestando su valoración de esta en el marco jurídico del ordenamiento español. Y, al leer a unos y a otros, se puede observar que, por un lado, hay claramente una gran división doctrinal en torno al juicio de juridicidad de la norma y, por otro lado, que en la gran mayoría de casos se analiza la legitimidad para la aprobación de una ley de amnistía. 

Uno de esos encuentros académicos destinados a aportar una perspectiva enriquecedora tuvo lugar los días 6 y 7 de junio en la Facultad de Derecho de la Universidad de Sevilla. Allí, se celebraron unas jornadas tituladas «Estado de derecho y Amnistía» organizadas en el marco del proyecto de investigación La configuración europea del Estado de derecho: implicaciones en el ámbito nacional (PID2022-137789NB-I00) financiado por la Agencia Estatal de Investigación, cuyos corresponsables y organizadores de las jornadas son la profesora Ana Carmona y el profesor Fernando Álvarez-Ossorio. En este acto científico se ocuparon los ponentes del estudio del Derecho comparado, de aportar una mirada retrospectiva, de la jurisprudencia del espacio supranacional europeo y, por supuesto, del análisis constitucional y penal de la ley amnistía que estaba a punto de ser publicada. Al hilo del valioso y variado enfoque multidisciplinar sobre la amnistía que allí tuvo lugar comparto aquí algunas de las reflexiones obtenidas.

Cuando nos enfrentamos a los interrogantes que plantea la posibilidad de conceder una amnistía, debemos fijarnos en el cumplimiento de unas cláusulas o garantías para las que la visión comparada resulta significativamente ilustrativa. Más allá del posible acoplamiento en nuestro texto constitucional, la aprobación de una norma concreta de amnistía debe de atender a una serie de requisitos entre los que se encuentra el fin legítimo del interés general, la adecuación y la proporcionalidad de la medida y el procedimiento a seguir. Asimismo, debe intentar escapar de que la idea de autoamnistía sobrevuele el proceso de aprobación de la norma. Sirvan como ejemplo los casos de autoamnistías tras la comisión de graves delitos en regímenes autoritarios del pasado siglo en países latinoamericanos como Chile o Argentina y la rica jurisprudencia sobre la materia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos, acogida en buena medida posteriormente por su homólogo el Tribunal Europeo de Derechos Humanos. Cuando en un Estado se plantea la posible aprobación de una prerrogativa de gracia se coloca en entredicho la igualdad de trato ante la ley, pero también al mismo tiempo aparece la idea de que algo ha debido fallar en el Estado de derecho para que se presente el momento de debatir la concesión de una amnistía. Es de esta manera, la del fallo en la convivencia democrática y de Derecho y no la del abuso, por contraste con la experiencia al otro lado del Atlántico, como puede concluirse que se ha entendido en nuestro continente a la luz de lo que nos arrojan, en términos generales, las experiencias europeas del siglo pasado, donde la amnistía ha servido como instrumento de clemencia y de superación de experiencias autoritarias o situaciones de Derecho injusto.

En lo referente al contexto español, los puntos centrales del debate se han venido centrando en el posible encaje de la amnistía en la Constitución y la constitucionalidad del contenido de la ley de amnistía en cuestión. El constituyente español del 78 nada incluyó de manera explícita sobre la posibilidad de amnistiar delitos. Por su parte, sí que se pronuncia sobre la prohibición expresa de conceder indultos generales, pero esta hace un llamamiento a una facultad del poder ejecutivo, lo cual no es extrapolable a la posibilidad de una amnistía, que sería en todo caso labor de las Cortes Generales. Ahora bien, tampoco nuestra Constitución contiene una habilitación explícita para la amnistía, como sí lo hacen otros textos constitucionales. Entendemos, de este modo, que el silencio constitucional no tiene por qué ser suficiente para la exclusión de una ley de amnistía pero que, en aras de su legitimidad, deben analizarse una ristra de pautas a seguir que refuercen su posición. 

De esta manera, nos encontramos ante una actividad del parlamento particularísima, siendo una ley de amnistía un desarrollo atípico de la función legislativa de las Cortes que, como tal, requiere de una serie de fortalezas para dotarse de legitimidad. Es innegable la contestación social que ha tenido esta ley y es que sus debilidades son principalmente deficiencias de calidad democrática, anunciadas algunas de ellas en el informe de la Comisión de Venecia, con un impacto negativo en el Estado de derecho: riesgo de la seguridad jurídica, aprobación por el procedimiento de urgencia, recurso a la fórmula de proposición de ley en lugar de proyecto de ley, opacidad en las negociaciones políticas para la determinación del contenido y, sobre todo, una falta de consenso, pues una aprobación con una mayoría mucho más reforzada, incluso de rango constitucional, legitimaría la ley y sumaría a la teórica concordia deseada, manteniéndose fiel a la intención de superar unos hechos del pasado que justifique el poder excepcional de limitar al Derecho y se aleje de la figura de la autoamnistía.

Todo esto quiere decir que, en definitiva, más allá de las dudas que pueda plantear su constitucionalidad y de la idoneidad de la habilitación expresa a las Cortes Generales de esta facultad en la Constitución, lo que sí se observa es un impacto negativo en el Estado de derecho en cuestiones relativas a su forma de aprobación, el contenido, el amplio ámbito temporal, la mayoría con la que se aprueba y la finalidad. Asimismo, sienta un mal precedente en tiempos donde las fuerzas populistas iliberales despreocupadas por el cumplimiento de los cánones del Estado de erecho están en auge, tal y como pudimos ver en los resultados de las recientes elecciones europeas.

Precisamente, el curso natural del funcionamiento que exige el rigor y el acatamiento del Estado de derecho es el que tenemos ahora por descubrir (tal y como se apuntó previamente en este editorial de Hay Derecho), porque con la aprobación de la ley comienza la oportunidad del control judicial, tanto en el contexto interno como en el europeo, y es que la aprobación de la ley no es punto de llegada en el debate doctrinal sino punto de partida, por lo que esto solo acaba de empezar.

Un paso más a partir del Dedómetro: luchemos activamente contra la degradación de la democracia

El magnífico trabajo realizado por nuestra Fundación Hay Derecho con el Dedómetro es absolutamente encomiable y necesario para los fines que perseguimos de la defensa del Estado de derecho y, una vez realizado, presentado y publicado, algunos nos planteamos cuáles debieran ser los siguientes pasos para continuar avanzando en nuestros objetivos.

Buscando la mejora de nuestras instituciones, el Dedómetro señala que su objetivo es analizar la adecuada selección de los máximos responsables del sector público institucional y empresarial, en cumplimiento, por otra parte, de los principios constitucionales de mérito y capacidad en el acceso al empleo público. Claramente, el informe, y así se señala, no tiene por objeto el posterior desempeño de las personas, empresas e instituciones cuya selección ha sido evaluada y que, en su caso, será objeto de otro análisis y evaluación.

Dando ese paso más en lo que han sido algunos procesos de selección y su posterior desempeño y partiendo del principio básico de que ocupar un puesto de responsabilidad, tanto en el sector privado como en el sector público, debe ser para servir a los objetivos del puesto y no para servirse en beneficio propio o de los afines del mismo, nos encontramos con algunos casos absolutamente flagrantes y ante los que no es posible mantenerse pasivos, como si lo que está ocurriendo fuera correcto o asumible, cuando se trata de una auténtica antidemocrática y supuesta ilegal vergüenza.

Para los puestos de responsabilidad política se pueden proponer a personas de confianza, siempre ha sido así, pero han de estar capacitadas para la función a realizar (este punto es el que se analiza ampliamente en el Dedómetro) y que la gestión se desarrolle con arreglo a la ley y no de manera descaradamente partidista y arbitraria incurriendo en desviación de poder e incluso prevaricación en algunos casos como a continuación veremos.

El Dedómetro pone de manifiesto que «nos encontramos ante un incremento de las relaciones políticas previas de los máximos directivos. Esto es, aunque los responsables directivos pueden estar mejor preparados, también están más vinculados a los partidos políticos que los nombran, por lo que la imagen de su imparcialidad se puede ver seriamente comprometida». Y esto, claramente, obedece a una clara intencionalidad y tiene consecuencias.

La piedra angular de la cuestión planteada es el art. 103 de nuestra Constitución, que nos recuerda que la Administración Pública debe servir con objetividad los intereses generales, y que las leyes deben regular el acceso a la función pública de acuerdo con «los principios de mérito y capacidad, las peculiaridades del ejercicio de su derecho a sindicación, el sistema de incompatibilidades y las garantías para la imparcialidad en el ejercicio de sus funciones». A su vez, el artículo 23.2 de la CE señala que los ciudadanos «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes». Y, una vez más y lamentablemente, tales artículos se incumplen por parte de nuestros partidos políticos.

Las razones para los nombramientos en el sector público institucional y empresarial pueden ser variadas y se concretan, más o menos, en las siguientes: mérito y capacidad (sería lo deseable), confianza, agencia de colocación, agradecimiento de favores recibidos o por recibir (do ut des, o doy para que me des) y, lo que ya resulta inaceptable e intolerable, es que el nombramiento se haga para que el nombrado, de absoluta confianza del proponente, actúe en defensa de intereses de partido o personales. Este último supuesto es el que debe ser especialmente supervisado por las instituciones de control o contrapeso y, en su defecto, por la sociedad civil.

Probablemente, uno de los casos más flagrantes y que a estas alturas consta acreditado, es el del nombramiento y desempeño del presidente del Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), José Félix Tezanos, que en nada responde a la finalidad que tiene dicho organismo público, que es el estudio científico de la sociedad española, y por supuesto tales estudios deben ser técnicos, objetivo e imparciales y hacerse siempre velando por el interés general y no el particular de nadie ni de partido político o ideología. 

¿Quién puede dudar a estas alturas que, como señala el periodista Kiko Llaneras en El País del pasado 12 de junio, analizando las encuestas de la elecciones europeas, el CIS es imparcial cuando dice que «el CIS lo hizo peor y sobrestimó a la izquierda, como en 41 de 42 elecciones desde 2018»? ¿Cómo pueden calificarse esas encuestas, muchas de ellas previas a un proceso electoral, como simples errores de evaluación técnica por incompetencia, o estamos ante una desviación de poder e incluso alguna conducta de ilícito penal? Merece la pena molestarse en leer la Nota de Prensa del CIS del 3 de junio de 2024 para opinar sobre su imparcialidad. Claramente, lo que está sucediendo no es democráticamente aceptable.

El Dedómetro, en su informe tantas veces citado, tiene un apartado dedicado al curioso caso Tezanos al que, con eufemismo, denomina «Cuando hacer encuestas se convierte en una cuestión política. El caso de Tezanos y el CIS». Título exacto y políticamente correcto, teniendo en cuenta los tiempos que corren.

Según se indica en el Código Ético y de Buenas Prácticas del CIS en su Introducción: «El CIS es un organismo público, y como administración instrumental ha de dar cumplimiento a los principios constitucionales de objetividad, eficacia, y servicio al interés general, y estar sujeto tanto a la Constitución como al resto del ordenamiento jurídico. De esta forma, dado su carácter público, debe inspirarse en una política de integridad institucional y gobierno ético materializado en la codificación de buenas prácticas, lo que no sólo no genera coste económico alguno, sino que ofrece beneficios obvios en términos de legitimación científica e institucional».

En cuanto al principio general de actuación de la Imparcialidad, en dicho Código se indica: «Los empleados públicos deben abstenerse de toda actuación arbitraria que pudiera afectar adversamente al ciudadano, así como de cualquier trato preferente. Además, no influirán en la agilización o resolución de trámites o procedimientos administrativos sin justa causa y, en ningún caso, cuando ello comporte un privilegio en beneficio de los titulares de los cargos públicos o su entorno familiar y social inmediato, o cuando suponga un menoscabo de los intereses de terceros».

A la vista de la gestión realizada por José Félix Tezanos, puede afirmarse que ha cumplido sobradamente con las razones e intereses de quien lo nombró, aunque ello tenga poco que ver, o nada, con el interés general al que se debe todo cargo público legítimamente ejercitado y, a la vista de lo que está sucediendo, parece que no se puede hacer nada y esto no puede ser así.

Y ello es así, como se señalaba en el artículo publicado por José María Pérez Gómez el 4 de mayo de 2013, con el título La desviación de poder: ese tabú jurídico

«En el ámbito del Derecho administrativo, se llama desviación de poder a un vicio del acto administrativo que consiste en el ejercicio por un órgano de la Administración Pública de sus competencias o potestades públicas para fines u objetivos distintos de los que sirvieron de supuesto para otorgarle esas competencias o potestades, pero amparándose en la legalidad formal del acto. 

Pero  la reticencia de los órganos judiciales para aceptar su existencia hace que en la práctica conseguir una resolución anulando un acto administrativo por esta causa sea cuestión ardua y difícil».

Ante dicha dificultad y aunque concurren elementos para ello, se está propiciando el empleo de la vía penal ante tan evidentes casos de presunta prevaricación o malversación y claramente, y a falta de organismos públicos que lo hagan, deberá ser la sociedad civil, una vez más, la que lo haga, ante una conducta tan bochornosa y antidemocrática como la que está desarrollando, con pleno conocimiento y alevosía, por José Félix Tezanos en el CIS, que con su conducta ha puesto en duda su profesionalidad e imparcialidad.

Amnistía, responsabilidades civil y contable e intereses financieros no estatales

Una de las peculiaridades de la ley de amnistía que acaba de ser aprobada en nuestro país es la extensión de su ámbito objetivo a los actos determinantes de cualquier género de responsabilidad penal, administrativa o contable, e incluso civil, salvo que el perjudicado sea un particular. En otras palabras: para las infracciones realizadas en el marco del procés catalán se renuncia no sólo al castigo, sino también a la reparación, a la restitución o la indemnización por los daños y perjuicios causados a un ente público, incluido el menoscabo de los caudales públicos por alcance o malversación de fondos públicos. 

Por ejemplo, si en el curso de unos desórdenes públicos se destrozó un coche de policía, el amnistiado no sólo no será sancionado, sino que la administración titular de ese coche tampoco podrá exigir que se le indemnice por los daños sufridos. De igual forma, si un funcionario distrajo fondos públicos para destinarlos a una finalidad ilícita, como la organización de un referéndum ilegal, no sólo no recibirá pena alguna, sino que tampoco se le podrá demandar para que restituya el dinero malversado. 

A este respecto, debemos recordar que la responsabilidad civil extracontractual es aquella que impone que «el que por acción u omisión causa daño a otro, interviniendo culpa o negligencia, está obligado a reparar el daño» (art. 1902 Cc.), con independencia de que el perjudicado sea particular o un ente público. La responsabilidad contable, por su parte, es una subespecie de la responsabilidad civil, que «tiene como finalidad básica conseguir reparar los daños causados a los bienes, caudales y efectos públicos» (STCu 15/20074, de 24 de julio). En este mismo sentido ha insistido el Tribunal Constitucional: «la responsabilidad contable es una especie de responsabilidad civil, no de la penal. Así se desprende inequívocamente de la legislación en vigor y en este sentido la entiende el Tribunal de Cuentas» (ATC 371/1993, de 16 de diciembre).

Pues bien, vaya por delante lo inédito de una amnistía con unos efectos tan amplios, que van mucho más allá de su espacio natural circunscrito al ámbito penal o, como mucho, sancionador administrativo. Como ha constatado la Comisión de Venecia: «La amnistía supone una excepción a la aplicación de la ley penal en vigor justificada en criterios substantivos abstractos. Exime (total o parcialmente) la responsabilidad penal de los autores. Ciertos actos pasan a ser considerados -retrospectivamente- no castigables. Lo sucedido no tiene consecuencias criminales». En efecto, si uno analiza los antecedentes históricos de las amnistías concedidas en nuestro país, no encuentra que las mismas extendieran sus efectos a la responsabilidad civil. Como mucho, a infracciones de índole laboral o sindical, como preveía la de 1977. Tampoco en el ámbito del Derecho comparado. Tomando como referencia las más recientes, la Ley 38-A/2023 de 2 de agosto portuguesa contempla expresamente que no se extingue la responsabilidad civil derivada de los actos amnistiados, o la Ley francesa n. 2002-1062, de agosto establece que la amnistía no podrá afectar a derechos de terceros.

Por tanto, hay que ser muy cauteloso a la hora de extender los efectos de la amnistía más allá de la exención de las responsabilidades de tipo sancionador, por mucho que nuestro Tribunal Constitucional haya ofrecido una definición amplia de este instrumento, como un «fenómeno» que no es lineal y que, como «operación excepcional», permite «eliminar, en el presente, las consecuencias de la aplicación de una determinada normativa -en sentido amplio- que se rechaza hoy por contraria a los principios inspiradores de un nuevo orden político». Y es que, en los supuestos de la responsabilidad civil o contable, no se trata de eliminar las consecuencias de una norma que reprochaba o castigaba una conducta, sino que, lo que está en juego, es la reparación o indemnización por los daños patrimoniales ocasionados.

De hecho, como también tuvo ocasión de declarar el Tribunal Constitucional: «La amnistía extingue la punibilidad y los efectos penales que el delito o infracción produce como hecho penal o sancionable, pero no los efectos que el delito o infracción produce como hecho simple» (STC 122/1984, de 14 de diciembre, FJ. 3). Por lo que son escindibles el reproche jurídico-sancionador del deber de reparación o de indemnización que nace del «hecho simple» que ha causado un daño.

En este sentido, puede sostenerse con solvencia que los deberes de reparación y de indemnización, especialmente cuando los perjudicados sean particulares, se erigen como un límite infranqueable a la posibilidad de extender los efectos de una amnistía. Así se puede deducir analógicamente del art. 15.1º de la Ley de 18 de junio de 1870, que establece que «[s]erán condiciones tácitas de todo indulto: 1º Que no cause perjuicio a tercera persona o no lastime sus derechos». En consecuencia, aunque se extinga por completo la responsabilidad criminal del penado, subsiste la responsabilidad civil para los indultos. Además, la Comisión de Venecia, siguiendo a la Corte Iberoamericana de Derechos Humanos, ha reconocido que sería contrario a los derechos de las víctimas que una amnistía obstaculizara la exigencia de responsabilidad civil por los daños causados. Trasladado esto a nuestra lógica constitucional, podríamos decir que, si una ley de amnistía impidiera a particulares exigir la compensación por los daños sufridos, estaríamos ante una medida de naturaleza expropiatoria que, entre otros, violaría los arts. 33 y también el 24 CE que amparan las pretensiones indemnizatorias de los particulares. Por ello, debe entenderse como una cláusula obligada constitucionalmente la exclusión del ámbito de aplicación de la ley de amnistía de la responsabilidad civil cuando los afectados sean particulares, como hace el art. 8.2 de la Ley de amnistía.

Pero, ¿qué ocurre con la responsabilidad civil cuando el perjudicado sea un ente público o con la responsabilidad contable? Podría alegarse que, entre las exigencias de justicia restaurativa y entre las medidas adicionales para la asunción de las responsabilidades que ha recomendado la propia Comisión de Venecia, se debería incluir el deber de reparación de los daños al Erario Público. 

Ahora bien, es cierto que, a contrario, siempre podría invocarse que quien puede lo más (extinguir responsabilidades de tipo sancionador), puede lo menos (renunciar a los derechos de cobro extinguiendo las correspondientes responsabilidades civiles o contables). Pero también aquí encontramos un límite: lo que el legislador no puede hacer es disponer de los créditos ni de los derechos de otros entes públicos. Es decir: por mucho que se conceda que la amnistía sea en abstracto un instrumento constitucional, y concediendo que el legislador orgánico puede regular que la amnistía sea una causa de exención de la responsabilidad civil y contable (ambas premisas son muy discutibles), lo que no puede admitirse es que una ley estatal de amnistía perjudique los intereses financieros y, en particular, los derechos de resarcimiento de otros entes públicos no estatales. Porque, al final, la extinción de la responsabilidad civil por perjuicios causados a entes públicos, y de la responsabilidad contable como un subtipo de la misma, declarada en una Ley de amnistía supone la extinción legal de los derechos de naturaleza pública de la correspondiente Hacienda Pública y, si la responsabilidad hubiera sido ya establecida, estaríamos ante una suerte de «condonación» legal, que implica un acto de disposición del crédito de la Hacienda Pública por los perjuicios irrogados por la comisión de una infracción patrimonial, entendida como «hecho simple» diferenciado de la correspondiente infracción penal o administrativa-sancionadora, según lo dicho. 

Llegamos así al núcleo de la cuestión, como ha advertido la magistrada García de Yzaguirre (aquí): «¿Puede el Estado, a través de una Ley Orgánica, disponer la extinción de créditos de titularidad de las comunidades autónomas o de los municipios y provincias frente a terceros, sin el consentimiento de dichos sujetos públicos? ¿No estaría invadiendo el Estado las competencias que la Constitución y los Estatutos de Autonomía atribuyen a las Comunidades Autónomas sobre su patrimonio?. Porque, «El coste de reparación de tales daños se tendrá que afrontar, consecuentemente, de forma íntegra por cada entidad pública perjudicada, a través de la asignación de partidas con este fin dentro de los respectivos presupuestos, al no responder de los mismos los sujetos que los hayan causado. Y, en definitiva, se repercutirá en la sociedad en general, al nutrirse el activo presupuestario principalmente de los ingresos derivados de los tributos, es decir, de la contribución de los ciudadanos al sostenimiento de las cargas públicas».

De esta guisa, siguiendo con la reflexión de esta magistrada, podemos responder concluyendo que resulta inconstitucional que el poder legislativo del Estado amnistíe responsabilidades civiles y contables «en relaciones jurídicas de las que no forma parte como acreedor a través de un acto de imperio», ni puede disponer de los derechos de crédito de titularidad de las comunidades autónomas o de las entidades locales. Ya que  «el ámbito de los sujetos públicos perjudicados por las conductas que son titulares de los derechos de crédito que quedan vacíos de contenido al extinguirse por la norma la responsabilidad de los deudores; y la posible invasión de las competencias, cuando menos, de las Comunidades Autónomas (más específicamente de la Comunidad Autónoma de Cataluña) al imponer la norma una extinción del contenido de sus derechos de crédito por responsabilidad civil (y contable), sin su audiencia ni anuencia».

En consecuencia, la única interpretación constitucionalmente admisible de la redacción dada al art. 39.3 LOTCu exige entender que la ley que aprobara la correspondiente amnistía sólo podrá proyectar sus efectos a los daños y perjuicios causados a los entes públicos dentro de su ámbito, pero no a los de otros entes públicos fuera del mismo, menos aún cuando estos tienen garantizada constitucionalmente su autonomía financiera. En concreto, una ley de amnistía estatal no podrá extender sus efectos a los derechos de reparación e indemnización de las Comunidades Autónomas, ni de los entes locales, ni tampoco de la Unión Europea, según lo ya dicho. Por su parte, la remisión del art. 136 CE a que el legislador orgánico desarrollará las funciones del Tribunal de Cuentas no podrá entenderse nunca como una habilitación que permita la desnaturalización y el vaciamiento de contenido de la jurisdicción contable que este órgano debe desarrollar en todo el territorio nacional, que es lo que ocurriría si se le priva a los distintos entes públicos de cauces para poder resarcirse por los daños sufridos que afecten a sus caudales públicos.

Además, en relación con los intereses financieros de la Unión Europea, debe señalarse que la ley de amnistía sólo excluye de su ámbito «Los actos tipificados como delitos que afectaran a los intereses financieros de la Unión Europea» (art. 2.e). Por su parte, la jurisprudencia del TJUE ha hecho una interpretación amplia del concepto de «protección de los intereses financieros de la UE» comprendiendo así cualesquiera delitos, actividades ilegales o actuaciones financiadas con patrimonio público. Por tanto, de acuerdo con la literalidad de la ley, quedarán amnistiadas las infracciones contables no tipificadas penalmente, aunque afecten a los intereses financieros de la Unión, algo que debe reputarse contrario al Derecho comunitario. Todo ello sin perjuicio de que la amnistía podría suponer, a su vez, una vulneración de los principios de igualdad y de no discriminación, reconocidos como principios generales del Derecho de la UE. 

Así las cosas, a la luz de los argumentos presentados, y más allá de muchas otras razones sustantivas que cuestionan la constitucionalidad de esta ley, encontramos aquí razones para atacar la validez de la misma, tanto a nivel constitucional como por contravención del Derecho europeo, en la medida que sus efectos pretenden extenderse a responsabilidades civiles y contables afectando a intereses financieros no estatales.

Jueces imparciales

Creo no equivocarme al afirmar que la recusación judicial no es un asunto que suscite el interés del público. De tanto en tanto los medios de comunicación dan cuenta de la recusación de jueces en algún asunto de interés para la prensa. Lo hemos visto últimamente en dos ocasiones. Una, en el conocido como «caso Barbate», en el que se investiga el asesinato de dos Guardias Civiles al ser embestidos por una embarcación destinada al transporte de droga, cuando un investigado recusó a la jueza instructora por portar durante un interrogatorio una pulsera de la Guardia Civil. Otra, al recusar el Fiscal General del Estado a los magistrados del Tribunal Supremo que deben resolver el recurso interpuesto por una asociación de fiscales (APIF) contra su nombramiento para el cargo, basada en que los recusados estaban «contaminados» por haber dictado sentencia en un asunto anterior en la que, al anular un nombramiento efectuado por el Fiscal General,  atribuían a este haber incurrido en desviación de poder. En ambos casos se cuestionó la imparcialidad de los magistrados, pero ninguna de las noticias ha abierto un verdadero debate acerca de la importancia que la imparcialidad judicial tiene para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho. 

Igualmente, es frecuente que desde el ámbito judicial se alcen voces que, al alertar sobre los riesgos que afronta actualmente el Estado de derecho, insistan en la defensa de la independencia judicial, pero rara vez mencionan la imparcialidad. Sin embargo, es ella el verdadero elemento vertebrador del sistema de justicia en cuanto instrumento de resolución pacífica de conflictos.

Es cierto que el artículo 117 de nuestra Constitución, a diferencia de los convenios internacionales más relevantes en la materia, no incluye la imparcialidad entre los atributos de los jueces y magistrados a quienes encomienda en exclusiva el ejercicio de la potestad jurisdiccional – y sí lo hace con la independencia -. Sin embargo, el  Tribunal Constitucional (TC) ha entendido que la exigencia de que el juez sea imparcial está implícita en el derecho a un proceso con todas las garantías consagrado en su artículo 24.2 (STC 113/1987, de 3 de julio; STC 145/1988, de 12 de julio).

La independencia judicial consiste, en esencia, en que el juez, en el ejercicio de su función, no está sometido a ningún tipo de orden, mandato o injerencia, de hecho o de derecho, en particular procedente de cualquier poder del Estado, incluido el judicial. Ahora bien, no basta con ser independiente, porque se puede gozar de independencia y, sin embargo, incurrir en parcialidad al resolver un determinado asunto (por ejemplo, porque se tenga un fuerte interés particular en el mismo). La independencia es requisito o condición de la imparcialidad, porque difícilmente podrá el juez mantenerse neutral y generar en el ciudadano la confianza en que lo es mientras esté sujeto a órdenes o injerencias de terceros. Pero no es suficiente.

El juez independiente tiene que ser, además, imparcial. Y es la imparcialidad la que permite que los ciudadanos puedan confiar razonablemente en que la solución dada a su caso será «justa» (esto es, basada exclusivamente en la ley y no en otras razones ajenas a ella), puesto que tal confianza reposa en la certeza de que el sistema garantiza suficientemente que el juez que decide es, en efecto, juez y no parte – es decir, que no actúa para favorecer a alguna de las partes enfrentadas en el pleito -. Si la ley es igual para todos, el juez que la aplica tiene que permanecer neutral en el litigio.

En esto consiste, en efecto, la imparcialidad: en la ausencia por parte del juez de cualquier prejuicio, sesgo o interés de cualquier clase capaz de influir en su decisión, inclinándole a tomar a priori una posición determinada en relación con las partes o con el asunto. El juez es imparcial cuando permanece ajeno a las partes y a la propia cuestión debatida, a la que se enfrenta sometido en exclusiva a la ley y con una absoluta libertad de criterio, la cual debe ser incluso preservada frente a sus propias simpatías, antipatías, convicciones o prejuicios (STC 8/2024, de 16 de enero).

No se trata, como es obvio, de que el juez no tenga criterio propio sobre un asunto (personal, político, ideológico, religioso, etc), sino de que ello no interfiera en el proceso de escucha activa de los argumentos de las partes, valoración racional de la prueba y aplicación técnica y razonada conforme al estándar constitucional del Derecho que configuran la esencia de su función.

El sistema legal procura preservar la imparcialidad del juez mediante la abstención y la recusación. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) enumera en su artículo 219 hasta 16 causas que obligan al juez a abstenerse y permiten a las partes recusarle si no lo hace. Además, ignorar conscientemente una causa de abstención da lugar a responsabilidad disciplinaria (artículo 417.8 LOPJ).

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), al que ha seguido nuestro TC, distingue en su jurisprudencia (por todas, sentencia de 15 de octubre de 2009, Micallef c. Malta) dos planos de análisis que no están completamente separados: uno subjetivo, basado en la existencia de convicciones y comportamientos personales del juez que le inclinan a tomar partido previamente; y otro objetivo, que se centra en establecer si el tribunal (por su composición, por factores de naturaleza gubernativa u orgánica o por las relaciones de cierto tipo existentes entre los jueces y otros actores en los procedimientos) ofrece suficientes garantías para excluir cualquier duda legítima sobre su imparcialidad. Mientras que la imparcialidad subjetiva del juez se presume – por lo que quien la cuestiona tiene que aportar una prueba en contrario -, la objetiva proporciona una garantía adicional al ciudadano, ya que le permite acreditar que se dan circunstancias objetivas y verificables, que, al margen de lo que sucede en el fuero interno del juez, justifican desde el punto de vista de un observador externo sus dudas sobre la parcialidad del tribunal.

Al regular las causas de abstención y recusación, la LOPJ identifica aquellas circunstancias verificables que, de forma tasada, caracterizan supuestos en los que no es esperable que el juez mantenga la neutralidad debida o, cuando menos, son susceptibles de generar una duda legítima en el ciudadano acerca de su parcialidad (parentesco con alguna de las partes, enemistad manifiesta, amistad íntima, interés en el asunto, haber tomado decisiones relevantes sobre dicho asunto anteriormente, etc). La existencia de este marco legal es un dato relevante, aunque no definitivo, en la jurisprudencia del TEDH. Pero el contexto actual obliga a los jueces, en mi opinión, a ir más allá del mismo, por más que el plano de la legalidad sea obviamente el más importante.

Debe quedar claro, ante todo, que la recusación de un juez no pone en entredicho su profesionalidad. Constituye, por el contrario, una garantía en beneficio de la legitimidad del sistema. Como dice el TEDH (sentencia citada, 98) «la justicia no solo debe realizarse, también debe verse que se realiza», ya que lo «que está en juego es la confianza que debe inspirar en el público un tribunal en una sociedad democrática».

Si lo que está en juego es la credibilidad de nuestra justicia y ello atañe a una esfera que pertenece a nuestro quehacer profesional, los jueces deberíamos plantearnos hasta qué punto el contexto actual afecta al modo en el que debemos afrontar el cumplimiento del deber de imparcialidad.

Más allá de respetar, como es obvio, el régimen legal de la abstención y la recusación, si desde un punto de vista subjetivo la parcialidad tiene que ver con  prejuicios y preferencias que interfieren en la decisión neutral del juez, será inevitable que este mantenga un esfuerzo activo y continuo para preservar su propia libertad de criterio. Este es el campo propio de actuación de la ética profesional, que debe identificar y reforzar las reglas éticas esenciales para evitar el riesgo de parcialidad.

Desde un punto de vista objetivo, el juez debe actuar dentro y fuera del proceso de modo que evite que recaigan sobre él dudas o sospechas de parcialidad. Como hemos dicho, tales dudas no determinarán su deber de abstención a menos que vengan respaldadas por algún dato objetivo que las convierta en razonables para un observador externo. Pero cuando surjan de un contexto general de desconfianza hacia los tribunales, como sucede en muchos casos hoy en día, su mera formulación contribuirá a su vez a reforzar aquella percepción general sobre el sistema judicial. Para cerrar el círculo, la percepción que la sociedad tenga del sistema influirá en la valoración que, a propósito del examen de la imparcialidad objetiva, se haga en cada caso acerca de la legitimidad de la duda expresada.

Vivimos tiempos caracterizados por un indisimulado ataque al poder judicial. En este contexto, los jueces debemos reforzar nuestro compromiso con la preservación de nuestra imparcialidad. Más allá del deber de abstención y de la posibilidad de que seamos recusados, es imprescindible que reafirmemos nuestro compromiso ético para mantenernos imparciales. Desde el rigor y la reflexión, hemos de ser críticos con los comportamientos incompatibles con ese compromiso. Y, especialmente, debemos ser exquisitos en nuestro comportamiento dentro y fuera del proceso, porque, como señala el TEDH, en esta materia incluso las apariencias importan. Solo así lograremos salvaguardar la confianza de los ciudadanos en nuestro trabajo.

Amnistía: segunda parte

Hoy se ha publicado en el BOE la Ley de amnistía, tras su sanción y promulgación ayer por el Rey. Vaya por delante que la intervención regia para sancionar una ley se configura como un “acto debido”, por lo que no tiene margen de oposición alguna. A diferencia de las repúblicas, tanto presidencialistas como parlamentarias, donde el jefe del Estado puede disponer de una facultad de veto, normalmente con efectos meramente suspensivos y susceptible de ser levantado en última instancia por el Parlamento, en una monarquía parlamentaria esta facultad se entiende incompatible con el principio democrático. Por tanto, frente a ciertos cantos de sirena que han podido escucharse, el Rey ha hecho lo que debía constitucionalmente. Asimismo, en esta fase final que ha llevado hasta la entrada en vigor hoy mismo de la ley, también ha llamado la atención cómo, al menos aparentemente, el Gobierno habría podido jugar con los “tiempos”, no poniéndola a firma del rey hasta ayer, con el objeto de no interferir en las elecciones de este domingo y en la constitución del Parlamento catalán.

Desde Hay Derecho hemos venido insistiendo de forma reiterada en las razones que cuestionan la constitucionalidad de esta ley y la baja calidad democrática de la misma por su forma de tramitación y de aprobación (entre otros muchos, puede recordarse ahora este editorial en el que sintetizamos cinco razones por las que nos oponemos a la amnistía –aquí-). Unos argumentos que se han venido confirmando con cada paso que se iba dando para avanzar hasta su definitiva aprobación por el Congreso de los Diputados (señalamos el Congreso, que no las Cortes Generales, porque, por mucho que al final sea una Ley “de Cortes”, lo cierto es que el Congreso la ha aprobado salvando el veto del Senado que se opuso a la misma con una abrumadora mayoría). De forma que estamos ante una ley profundamente divisiva, que no ha respetado la exigencia de que sea adoptada por amplias mayorías cualificadas y con una tramitación abierta y participativa, tal y como había recomendado la Comisión de Venecia; que no cuenta con base constitucional expresa; pero, sobre todo, que resulta arbitraria, afectando severamente al principio de igual sujeción de todos ante la ley, sobre la que se ciñe de forma insalvable la sombra de la autoamnistía, en definitiva, la compra de impunidad a cambio de haber mantenido al PSOE en el Gobierno.

Una ley que, lejos de integrar y conciliar, ha sido recibida por los grupos parlamentarios independentistas como una primera “derrota” del régimen del 78. Si la amnistía del 77 supuso un paso ineludible para ese abrazo entre los españoles que superaba la Guerra Civil y los años de dictadura, la amnistía de 2024 se ha presentado como la victoria de quienes quieren sembrar la discordia y minar nuestra democracia.

Ahora bien, una vez en vigor, empieza una segunda parte que se vaticina larga y turbulenta: la fase de la contestación de la validez de esta ley ante los órganos jurisdiccionales correspondientes y la de la aplicación judicial de la misma. En relación con la primera de las cuestiones, llega el momento de que, más allá de artículos académicos y de manifiestos, se cuestione esta ley ante el Tribunal Constitucional y ante el Tribunal de Justicia de la UE. Los parlamentarios de varios grupos presentarán el correspondiente recurso de inconstitucionalidad, y también algunas Comunidades Autónomas lo han anunciado, aunque su legitimidad para recurrir esta ley es dudosa. Los ciudadanos y las entidades civiles deberíamos instar al Defensor del Pueblo para que planteara también un recurso. Y los jueces que tengan que conocer de la aplicación de esta ley tendrán en sus manos, cuando esté en juego el Derecho de la Unión Europea, plantear las correspondientes cuestiones prejudiciales ante el TJUE y luego, llegado el caso, la cuestión de inconstitucionalidad ante el Constitucional, o podrán ir directamente ante el Tribunal Constitucional si no hay afectación al Derecho europeo. Eso sí, la constitucionalidad de la ley se presume en tanto que el Tribunal Constitucional no la invalide, o el Tribunal de Justicia de la UE declare que la misma fuera contraria al Derecho de la UE. Y los distintos recursos que puedan plantearse, en principio, no suspenden la eficacia general de la ley, aunque pueda buscarse algún vericueto para intentar solicitar como medida cautelar su suspensión general.

Lo que sí que ocurrirá es que, si un juez que esté conociendo de la aplicación de la ley cuestiona su validez ante alguno de los tribunales señalados, entonces se suspenderá ese proceso en concreto, por lo que el afectado no podrá beneficiarse de la amnistía hasta en tanto que no se resuelvan las dudas planteadas. A este respecto, va a resultar problemática la aplicación de las previsiones de la ley de amnistía que exigen el levantamiento inmediato de cualquier medida cautelar o de órdenes de detención que pesen sobre personas potencialmente beneficiarias de la amnistía. Por tanto, podemos encontrarnos con que Puigdemont cruce en cualquier momento la frontera como beneficiario “notorio” de la amnistía, pero, por mucho que la ley quiera garantizarle inmunidad desde ya, no hay que descartar que los tribunales decidan mantener la orden de detención y le apliquen medidas cautelares, ya sea porque consideran que parte de los delitos por los que se le investiga no están amnistiados (por ejemplo, si puede haber afectación a los intereses financieros de la Unión Europea) o porque de inmediato se plantee una de las cuestiones prejudiciales o de inconstitucionalidad atacando no sólo la validez de la amnistía en general, sino específicamente de las previsiones sobre las medidas cautelares.

En cuanto al enjuiciamiento de la constitucionalidad que termine realizando el Tribunal Constitucional, debe destacarse la importancia de que este órgano haga un esfuerzo por cumplir su función primordial como garante de la Constitución con un sentido integrador. Hay momentos en los que no basta con contar con la autoridad legal para resolver un asunto, sino que hay que lograr hacerlo con auctoritas. Para ello, lo primero que debería resolverse es que el Tribunal tendría que estar con una composición plena (ahora mismo falta renovar un magistrado cuya elección le correspondería al Senado, de mayoría conservadora) y habrá que ser cuidadoso con las abstenciones y recusaciones que puedan plantearse. El ex Ministro de Justicia que ahora ocupa un sillón como magistrado constitucional ha anunciado su abstención, como no podría ser de otro modo después de haber afirmado en la concesión de los indultos que la amnistía era inconstitucional. Pero es que la apariencia de imparcialidad de la magistrada Díez Bueso también está seriamente comprometida ya que fue directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática entre 2020-2022, y directora del Gabinete del Secretario de Estado de Relaciones con las Cortes entre 2020 y 2022. Pero, sobre todo, lo que dañaría severamente a nuestro Tribunal es si éste dicta una sentencia dividido por bloques ideológicos. Juzgar un asunto como este, donde tendrá que adentrarse a enjuiciar la arbitrariedad de la ley y su falta de legitimidad, con relevancia constitucional, no es una tarea fácil para ningún tribunal constitucional, como ha señalado el profesor Cruz Villalón, por lo que debemos esperar el prudente hacer del órgano que corona nuestro Estado constitucional de Derecho, según enseñó en nuestro país su primer presidente, García Pelayo.

Por lo demás, en relación con la aplicación judicial de la ley, podemos destacar que la interpretación de las cláusulas que recogen tanto el ámbito objetivo y sus exclusiones distará de ser pacífica por su indeterminación y generalidad, como también advirtió la Comisión de Venecia. Y es que la ley se pretende extender en un amplísimo lapso temporal, desde el 1 de noviembre de 2011 hasta el 13 de noviembre de 2023, a todo tipo de responsabilidades penales, administrativas o contables, por actos realizados no sólo en el marco de las consultas ilegales de 2014 y de 2017, sino a cualesquiera “acciones ejecutadas en el contexto del denominado proceso independentista catalán, aunque no se encuentren relacionadas con las referidas a las consultas o hayan sido realizadas con posterioridad a su respectiva celebración” (art. 1). Lo cual se acompaña de una redacción llena de “trampas” y de interpretaciones forzadas de los delitos que se pretenden amnistiar, o que se dejan fuera. En particular, llama especialmente la atención que la ley ofrezca una interpretación del ánimo de enriquecimiento para el delito de malversación limitada a aquellos casos en los que se ha obtenido un “beneficio personal de carácter patrimonial”, en contra de la lectura que de manera inveterada venían haciendo nuestros tribunales y la doctrina para estos delitos y, en general, para la administración desleal. Y, como se señalaba, la incongruencia de amnistiar sólo la malversación de fondos públicos nacionales, pero no cuando se vean afectados los intereses financieros de la Unión Europea, llevará a que los jueces tengan que poder desarrollar sus investigaciones para determinar si, en última instancia, se utilizaron unos fondos u otros.

De forma que la voluntad de garantizar una inmunidad plena e inmediata a quienes participaron en el procés va a encontrarse con importantes escollos en esta segunda parte. No en vano, vivimos en un Estado democrático de Derecho en el que debemos confiar y respectar las decisiones que se vayan sucediendo. Más allá, el tiempo presente de nuestras democracias es, desgraciadamente, el del populismo iliberal, por lo que adicionalmente tenemos que preocuparnos por el peligrosísimo precedente que sienta esta amnistía. Por ello, cuando superemos esta segunda fase, tendremos que plantearnos una reforma de la Constitución para regular, con garantías, este instrumento o, directamente, para prohibirlo, conjurando los efectos corrosivos que puede tener para el imperio de la ley. Hoy han sido los insurgentes catalanes, pero, ¿qué podría venir mañana si damos por bueno que un Gobierno garantice la impunidad de sus socios a cambio de sus votos?

 

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