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Jueces imparciales

Creo no equivocarme al afirmar que la recusación judicial no es un asunto que suscite el interés del público. De tanto en tanto los medios de comunicación dan cuenta de la recusación de jueces en algún asunto de interés para la prensa. Lo hemos visto últimamente en dos ocasiones. Una, en el conocido como «caso Barbate», en el que se investiga el asesinato de dos Guardias Civiles al ser embestidos por una embarcación destinada al transporte de droga, cuando un investigado recusó a la jueza instructora por portar durante un interrogatorio una pulsera de la Guardia Civil. Otra, al recusar el Fiscal General del Estado a los magistrados del Tribunal Supremo que deben resolver el recurso interpuesto por una asociación de fiscales (APIF) contra su nombramiento para el cargo, basada en que los recusados estaban «contaminados» por haber dictado sentencia en un asunto anterior en la que, al anular un nombramiento efectuado por el Fiscal General,  atribuían a este haber incurrido en desviación de poder. En ambos casos se cuestionó la imparcialidad de los magistrados, pero ninguna de las noticias ha abierto un verdadero debate acerca de la importancia que la imparcialidad judicial tiene para el correcto funcionamiento del Estado de Derecho. 

Igualmente, es frecuente que desde el ámbito judicial se alcen voces que, al alertar sobre los riesgos que afronta actualmente el Estado de derecho, insistan en la defensa de la independencia judicial, pero rara vez mencionan la imparcialidad. Sin embargo, es ella el verdadero elemento vertebrador del sistema de justicia en cuanto instrumento de resolución pacífica de conflictos.

Es cierto que el artículo 117 de nuestra Constitución, a diferencia de los convenios internacionales más relevantes en la materia, no incluye la imparcialidad entre los atributos de los jueces y magistrados a quienes encomienda en exclusiva el ejercicio de la potestad jurisdiccional – y sí lo hace con la independencia -. Sin embargo, el  Tribunal Constitucional (TC) ha entendido que la exigencia de que el juez sea imparcial está implícita en el derecho a un proceso con todas las garantías consagrado en su artículo 24.2 (STC 113/1987, de 3 de julio; STC 145/1988, de 12 de julio).

La independencia judicial consiste, en esencia, en que el juez, en el ejercicio de su función, no está sometido a ningún tipo de orden, mandato o injerencia, de hecho o de derecho, en particular procedente de cualquier poder del Estado, incluido el judicial. Ahora bien, no basta con ser independiente, porque se puede gozar de independencia y, sin embargo, incurrir en parcialidad al resolver un determinado asunto (por ejemplo, porque se tenga un fuerte interés particular en el mismo). La independencia es requisito o condición de la imparcialidad, porque difícilmente podrá el juez mantenerse neutral y generar en el ciudadano la confianza en que lo es mientras esté sujeto a órdenes o injerencias de terceros. Pero no es suficiente.

El juez independiente tiene que ser, además, imparcial. Y es la imparcialidad la que permite que los ciudadanos puedan confiar razonablemente en que la solución dada a su caso será «justa» (esto es, basada exclusivamente en la ley y no en otras razones ajenas a ella), puesto que tal confianza reposa en la certeza de que el sistema garantiza suficientemente que el juez que decide es, en efecto, juez y no parte – es decir, que no actúa para favorecer a alguna de las partes enfrentadas en el pleito -. Si la ley es igual para todos, el juez que la aplica tiene que permanecer neutral en el litigio.

En esto consiste, en efecto, la imparcialidad: en la ausencia por parte del juez de cualquier prejuicio, sesgo o interés de cualquier clase capaz de influir en su decisión, inclinándole a tomar a priori una posición determinada en relación con las partes o con el asunto. El juez es imparcial cuando permanece ajeno a las partes y a la propia cuestión debatida, a la que se enfrenta sometido en exclusiva a la ley y con una absoluta libertad de criterio, la cual debe ser incluso preservada frente a sus propias simpatías, antipatías, convicciones o prejuicios (STC 8/2024, de 16 de enero).

No se trata, como es obvio, de que el juez no tenga criterio propio sobre un asunto (personal, político, ideológico, religioso, etc), sino de que ello no interfiera en el proceso de escucha activa de los argumentos de las partes, valoración racional de la prueba y aplicación técnica y razonada conforme al estándar constitucional del Derecho que configuran la esencia de su función.

El sistema legal procura preservar la imparcialidad del juez mediante la abstención y la recusación. La Ley Orgánica del Poder Judicial (LOPJ) enumera en su artículo 219 hasta 16 causas que obligan al juez a abstenerse y permiten a las partes recusarle si no lo hace. Además, ignorar conscientemente una causa de abstención da lugar a responsabilidad disciplinaria (artículo 417.8 LOPJ).

El Tribunal Europeo de Derechos Humanos (TEDH), al que ha seguido nuestro TC, distingue en su jurisprudencia (por todas, sentencia de 15 de octubre de 2009, Micallef c. Malta) dos planos de análisis que no están completamente separados: uno subjetivo, basado en la existencia de convicciones y comportamientos personales del juez que le inclinan a tomar partido previamente; y otro objetivo, que se centra en establecer si el tribunal (por su composición, por factores de naturaleza gubernativa u orgánica o por las relaciones de cierto tipo existentes entre los jueces y otros actores en los procedimientos) ofrece suficientes garantías para excluir cualquier duda legítima sobre su imparcialidad. Mientras que la imparcialidad subjetiva del juez se presume – por lo que quien la cuestiona tiene que aportar una prueba en contrario -, la objetiva proporciona una garantía adicional al ciudadano, ya que le permite acreditar que se dan circunstancias objetivas y verificables, que, al margen de lo que sucede en el fuero interno del juez, justifican desde el punto de vista de un observador externo sus dudas sobre la parcialidad del tribunal.

Al regular las causas de abstención y recusación, la LOPJ identifica aquellas circunstancias verificables que, de forma tasada, caracterizan supuestos en los que no es esperable que el juez mantenga la neutralidad debida o, cuando menos, son susceptibles de generar una duda legítima en el ciudadano acerca de su parcialidad (parentesco con alguna de las partes, enemistad manifiesta, amistad íntima, interés en el asunto, haber tomado decisiones relevantes sobre dicho asunto anteriormente, etc). La existencia de este marco legal es un dato relevante, aunque no definitivo, en la jurisprudencia del TEDH. Pero el contexto actual obliga a los jueces, en mi opinión, a ir más allá del mismo, por más que el plano de la legalidad sea obviamente el más importante.

Debe quedar claro, ante todo, que la recusación de un juez no pone en entredicho su profesionalidad. Constituye, por el contrario, una garantía en beneficio de la legitimidad del sistema. Como dice el TEDH (sentencia citada, 98) «la justicia no solo debe realizarse, también debe verse que se realiza», ya que lo «que está en juego es la confianza que debe inspirar en el público un tribunal en una sociedad democrática».

Si lo que está en juego es la credibilidad de nuestra justicia y ello atañe a una esfera que pertenece a nuestro quehacer profesional, los jueces deberíamos plantearnos hasta qué punto el contexto actual afecta al modo en el que debemos afrontar el cumplimiento del deber de imparcialidad.

Más allá de respetar, como es obvio, el régimen legal de la abstención y la recusación, si desde un punto de vista subjetivo la parcialidad tiene que ver con  prejuicios y preferencias que interfieren en la decisión neutral del juez, será inevitable que este mantenga un esfuerzo activo y continuo para preservar su propia libertad de criterio. Este es el campo propio de actuación de la ética profesional, que debe identificar y reforzar las reglas éticas esenciales para evitar el riesgo de parcialidad.

Desde un punto de vista objetivo, el juez debe actuar dentro y fuera del proceso de modo que evite que recaigan sobre él dudas o sospechas de parcialidad. Como hemos dicho, tales dudas no determinarán su deber de abstención a menos que vengan respaldadas por algún dato objetivo que las convierta en razonables para un observador externo. Pero cuando surjan de un contexto general de desconfianza hacia los tribunales, como sucede en muchos casos hoy en día, su mera formulación contribuirá a su vez a reforzar aquella percepción general sobre el sistema judicial. Para cerrar el círculo, la percepción que la sociedad tenga del sistema influirá en la valoración que, a propósito del examen de la imparcialidad objetiva, se haga en cada caso acerca de la legitimidad de la duda expresada.

Vivimos tiempos caracterizados por un indisimulado ataque al poder judicial. En este contexto, los jueces debemos reforzar nuestro compromiso con la preservación de nuestra imparcialidad. Más allá del deber de abstención y de la posibilidad de que seamos recusados, es imprescindible que reafirmemos nuestro compromiso ético para mantenernos imparciales. Desde el rigor y la reflexión, hemos de ser críticos con los comportamientos incompatibles con ese compromiso. Y, especialmente, debemos ser exquisitos en nuestro comportamiento dentro y fuera del proceso, porque, como señala el TEDH, en esta materia incluso las apariencias importan. Solo así lograremos salvaguardar la confianza de los ciudadanos en nuestro trabajo.

Amnistía: segunda parte

Hoy se ha publicado en el BOE la Ley de amnistía, tras su sanción y promulgación ayer por el Rey. Vaya por delante que la intervención regia para sancionar una ley se configura como un “acto debido”, por lo que no tiene margen de oposición alguna. A diferencia de las repúblicas, tanto presidencialistas como parlamentarias, donde el jefe del Estado puede disponer de una facultad de veto, normalmente con efectos meramente suspensivos y susceptible de ser levantado en última instancia por el Parlamento, en una monarquía parlamentaria esta facultad se entiende incompatible con el principio democrático. Por tanto, frente a ciertos cantos de sirena que han podido escucharse, el Rey ha hecho lo que debía constitucionalmente. Asimismo, en esta fase final que ha llevado hasta la entrada en vigor hoy mismo de la ley, también ha llamado la atención cómo, al menos aparentemente, el Gobierno habría podido jugar con los “tiempos”, no poniéndola a firma del rey hasta ayer, con el objeto de no interferir en las elecciones de este domingo y en la constitución del Parlamento catalán.

Desde Hay Derecho hemos venido insistiendo de forma reiterada en las razones que cuestionan la constitucionalidad de esta ley y la baja calidad democrática de la misma por su forma de tramitación y de aprobación (entre otros muchos, puede recordarse ahora este editorial en el que sintetizamos cinco razones por las que nos oponemos a la amnistía –aquí-). Unos argumentos que se han venido confirmando con cada paso que se iba dando para avanzar hasta su definitiva aprobación por el Congreso de los Diputados (señalamos el Congreso, que no las Cortes Generales, porque, por mucho que al final sea una Ley “de Cortes”, lo cierto es que el Congreso la ha aprobado salvando el veto del Senado que se opuso a la misma con una abrumadora mayoría). De forma que estamos ante una ley profundamente divisiva, que no ha respetado la exigencia de que sea adoptada por amplias mayorías cualificadas y con una tramitación abierta y participativa, tal y como había recomendado la Comisión de Venecia; que no cuenta con base constitucional expresa; pero, sobre todo, que resulta arbitraria, afectando severamente al principio de igual sujeción de todos ante la ley, sobre la que se ciñe de forma insalvable la sombra de la autoamnistía, en definitiva, la compra de impunidad a cambio de haber mantenido al PSOE en el Gobierno.

Una ley que, lejos de integrar y conciliar, ha sido recibida por los grupos parlamentarios independentistas como una primera “derrota” del régimen del 78. Si la amnistía del 77 supuso un paso ineludible para ese abrazo entre los españoles que superaba la Guerra Civil y los años de dictadura, la amnistía de 2024 se ha presentado como la victoria de quienes quieren sembrar la discordia y minar nuestra democracia.

Ahora bien, una vez en vigor, empieza una segunda parte que se vaticina larga y turbulenta: la fase de la contestación de la validez de esta ley ante los órganos jurisdiccionales correspondientes y la de la aplicación judicial de la misma. En relación con la primera de las cuestiones, llega el momento de que, más allá de artículos académicos y de manifiestos, se cuestione esta ley ante el Tribunal Constitucional y ante el Tribunal de Justicia de la UE. Los parlamentarios de varios grupos presentarán el correspondiente recurso de inconstitucionalidad, y también algunas Comunidades Autónomas lo han anunciado, aunque su legitimidad para recurrir esta ley es dudosa. Los ciudadanos y las entidades civiles deberíamos instar al Defensor del Pueblo para que planteara también un recurso. Y los jueces que tengan que conocer de la aplicación de esta ley tendrán en sus manos, cuando esté en juego el Derecho de la Unión Europea, plantear las correspondientes cuestiones prejudiciales ante el TJUE y luego, llegado el caso, la cuestión de inconstitucionalidad ante el Constitucional, o podrán ir directamente ante el Tribunal Constitucional si no hay afectación al Derecho europeo. Eso sí, la constitucionalidad de la ley se presume en tanto que el Tribunal Constitucional no la invalide, o el Tribunal de Justicia de la UE declare que la misma fuera contraria al Derecho de la UE. Y los distintos recursos que puedan plantearse, en principio, no suspenden la eficacia general de la ley, aunque pueda buscarse algún vericueto para intentar solicitar como medida cautelar su suspensión general.

Lo que sí que ocurrirá es que, si un juez que esté conociendo de la aplicación de la ley cuestiona su validez ante alguno de los tribunales señalados, entonces se suspenderá ese proceso en concreto, por lo que el afectado no podrá beneficiarse de la amnistía hasta en tanto que no se resuelvan las dudas planteadas. A este respecto, va a resultar problemática la aplicación de las previsiones de la ley de amnistía que exigen el levantamiento inmediato de cualquier medida cautelar o de órdenes de detención que pesen sobre personas potencialmente beneficiarias de la amnistía. Por tanto, podemos encontrarnos con que Puigdemont cruce en cualquier momento la frontera como beneficiario “notorio” de la amnistía, pero, por mucho que la ley quiera garantizarle inmunidad desde ya, no hay que descartar que los tribunales decidan mantener la orden de detención y le apliquen medidas cautelares, ya sea porque consideran que parte de los delitos por los que se le investiga no están amnistiados (por ejemplo, si puede haber afectación a los intereses financieros de la Unión Europea) o porque de inmediato se plantee una de las cuestiones prejudiciales o de inconstitucionalidad atacando no sólo la validez de la amnistía en general, sino específicamente de las previsiones sobre las medidas cautelares.

En cuanto al enjuiciamiento de la constitucionalidad que termine realizando el Tribunal Constitucional, debe destacarse la importancia de que este órgano haga un esfuerzo por cumplir su función primordial como garante de la Constitución con un sentido integrador. Hay momentos en los que no basta con contar con la autoridad legal para resolver un asunto, sino que hay que lograr hacerlo con auctoritas. Para ello, lo primero que debería resolverse es que el Tribunal tendría que estar con una composición plena (ahora mismo falta renovar un magistrado cuya elección le correspondería al Senado, de mayoría conservadora) y habrá que ser cuidadoso con las abstenciones y recusaciones que puedan plantearse. El ex Ministro de Justicia que ahora ocupa un sillón como magistrado constitucional ha anunciado su abstención, como no podría ser de otro modo después de haber afirmado en la concesión de los indultos que la amnistía era inconstitucional. Pero es que la apariencia de imparcialidad de la magistrada Díez Bueso también está seriamente comprometida ya que fue directora general de Asuntos Constitucionales y Coordinación Jurídica del Ministerio de la Presidencia, Relaciones con las Cortes y Memoria Democrática entre 2020-2022, y directora del Gabinete del Secretario de Estado de Relaciones con las Cortes entre 2020 y 2022. Pero, sobre todo, lo que dañaría severamente a nuestro Tribunal es si éste dicta una sentencia dividido por bloques ideológicos. Juzgar un asunto como este, donde tendrá que adentrarse a enjuiciar la arbitrariedad de la ley y su falta de legitimidad, con relevancia constitucional, no es una tarea fácil para ningún tribunal constitucional, como ha señalado el profesor Cruz Villalón, por lo que debemos esperar el prudente hacer del órgano que corona nuestro Estado constitucional de Derecho, según enseñó en nuestro país su primer presidente, García Pelayo.

Por lo demás, en relación con la aplicación judicial de la ley, podemos destacar que la interpretación de las cláusulas que recogen tanto el ámbito objetivo y sus exclusiones distará de ser pacífica por su indeterminación y generalidad, como también advirtió la Comisión de Venecia. Y es que la ley se pretende extender en un amplísimo lapso temporal, desde el 1 de noviembre de 2011 hasta el 13 de noviembre de 2023, a todo tipo de responsabilidades penales, administrativas o contables, por actos realizados no sólo en el marco de las consultas ilegales de 2014 y de 2017, sino a cualesquiera “acciones ejecutadas en el contexto del denominado proceso independentista catalán, aunque no se encuentren relacionadas con las referidas a las consultas o hayan sido realizadas con posterioridad a su respectiva celebración” (art. 1). Lo cual se acompaña de una redacción llena de “trampas” y de interpretaciones forzadas de los delitos que se pretenden amnistiar, o que se dejan fuera. En particular, llama especialmente la atención que la ley ofrezca una interpretación del ánimo de enriquecimiento para el delito de malversación limitada a aquellos casos en los que se ha obtenido un “beneficio personal de carácter patrimonial”, en contra de la lectura que de manera inveterada venían haciendo nuestros tribunales y la doctrina para estos delitos y, en general, para la administración desleal. Y, como se señalaba, la incongruencia de amnistiar sólo la malversación de fondos públicos nacionales, pero no cuando se vean afectados los intereses financieros de la Unión Europea, llevará a que los jueces tengan que poder desarrollar sus investigaciones para determinar si, en última instancia, se utilizaron unos fondos u otros.

De forma que la voluntad de garantizar una inmunidad plena e inmediata a quienes participaron en el procés va a encontrarse con importantes escollos en esta segunda parte. No en vano, vivimos en un Estado democrático de Derecho en el que debemos confiar y respectar las decisiones que se vayan sucediendo. Más allá, el tiempo presente de nuestras democracias es, desgraciadamente, el del populismo iliberal, por lo que adicionalmente tenemos que preocuparnos por el peligrosísimo precedente que sienta esta amnistía. Por ello, cuando superemos esta segunda fase, tendremos que plantearnos una reforma de la Constitución para regular, con garantías, este instrumento o, directamente, para prohibirlo, conjurando los efectos corrosivos que puede tener para el imperio de la ley. Hoy han sido los insurgentes catalanes, pero, ¿qué podría venir mañana si damos por bueno que un Gobierno garantice la impunidad de sus socios a cambio de sus votos?

 

La difícil convivencia de política y empresa

Todos los acontecimientos, recientes y lejanos en el tiempo, de interrelación de la política con el mundo empresarial, se muestra compleja y con evidentes aristas. Sea la toma de control por parte del Gobierno de participaciones en empresas estratégicas, sea la participación de expolíticos en órganos de administración de empresas privadas -las famosas puerta giratorias-, sea la intervención de políticos -o personas cercanas al gobierno- en negocios o labores de intercesión con empresarios, o sean casos flagrantes de corrupción, esta interrelación siempre genera polémica y cuestiona el papel que la política debería, o no tener, en la vida empresarial. 

Curiosamente, todo esto ocurre en un contexto donde una de las críticas más extendidas es la de que la clase política está desconectada de la realidad empresarial y por tanto, es insensible a los problemas del día a día de las empresas. Es cierto que una buena parte de la clase política jamás ha trabajado en la empresa privada y menos aún en puestos de responsabilidad y que muchos de nuestros políticos, o son políticos «de carrera» o en el mejor de los casos, provienen de la academia o el funcionariado.  Pero también es cierto que tampoco existe, en general, interés de pasar a la política por parte de los que trabajan en la empresa privada, ni los partidos se caracterizan por acoger e integrar con facilidad ese tipo de perfiles. De alguna forma, trabajadores de empresa privada y políticos parecen constituir dos colectivos estancos donde la movilidad entre ambos grupos, es mínima.

Pero el que empresario y políticos operen en órbitas separadas, no es impedimento para que ambos tengan incentivo de colaborar y acercarse al otro lado, en muchas ocasiones con efectos indeseables. En esta cuestión, es evidente el interés que la clase política tiene en participar o interferir en la vida empresarial: el control de las empresas es una extensión crítica del poder, los políticos aspiran a tener una vida profesional una vez han acabado su carrera política y en el peor de los casos, es la vía más evidente para el enriquecimiento ilícito y la corrupción. 

En primer lugar, está la participación directa del Estado en empresas consideradas «estratégicas» o el caso de las empresas públicas. Esta es una forma de control y ejercicio del poder que, en algunos casos, colisiona con el interés del resto de accionistas pero se justifica por otros motivos, algunos de los cuales pueden llegar a ser válidos en una lógica de país (por ejemplo, garantizar que las inversiones se realizan en el propio territorio o se mantenga mejor el empleo por el «efecto sede»). El problema es que, acompañando a consideraciones de este tipo, la intervención directa del Estado puede producir perjuicios a la empresa y expande el poder del Estado en ámbitos aún mayores de los que, de por sí, intenta colonizar, como es el poder judicial o los medios de comunicación. Si partimos de la premisa que la calidad democrática de un país se sustenta en los contrapesos del poder, la colonización de la clase política de la gran empresa no parece una buena noticia.  

La otra consecuencia directa de la participación del Estado en empresas es la colocación de expolíticos en los órganos de administración. En principio, no debería ser un problema que un político continuara su carrera profesional en la empresa si se garantizara la cualificación y la inexistencia de conflictos de interés. Sin embargo, en la práctica esto no es tan sencillo: en la actualidad, más de la mitad de los puestos de consejo en el que están expolíticos o altos cargos (treinta, en este momento), lo son en empresas públicas, donde la «colonización» de los órganos de administración por parte de políticos es notoria. Por otro lado, la toma de participaciones «estratégicas» del Estado en empresas privadas, también va acompañada de puestos en el consejo. Es evidente que si el criterio de acceder a estos puestos es afiliación política, ello colisiona con el principio de la cualificación y la meritocracia. Luego está la cuestión de los conflictos de interés: no es casualidad que el 80% de los expolíticos consejeros en las empresas del IBEX estén en sectores regulados o donde el Estado es su cliente principal. Hay que recordar que en el IBEX35, por ejemplo, las empresas de los sectores regulados (utilities), supervisados (sector financiero) o donde el Estado es el principal cliente (constructoras, por ejemplo), representan más del 60% en número y más del 80% en capitalización. Todo ello induce a pensar en la necesidad de extremar el escrutinio de la designación de los consejeros y aplicar código éticos claros y efectivos.

No obstante, de todos los problemas señalados, el más grave –evidentemente– es el que tiene que ver con la corrupción en materia económica y empresarial. Esta cuestión, que viene lastrando la política nacional desde hace años, es un problema de primer orden con serias implicaciones en el funcionamiento del país, sus instituciones e incluso de la convivencia política. No es una cuestión exclusivamente de índole judicial o penal, como se está constatando recientemente: el simple acercamiento de políticos, o personas allegadas, a empresarios en situaciones en las que existen intereses económicos personales de por medio, arrojan serias sombras de duda que sería deseable evitar, de nuevo, con códigos éticos claros. También es importante señalar que, en cualquier circunstancia y desde luego, en los casos de corrupción demostrada y flagrante, la responsabilidad es compartida por la clase política y la empresarial, ya que detrás de un político corrupto suele haber un empresario que colabora y se beneficia. 

En resumen, sea por beneficio directo, trato de favor, expansión de la base de poder o intereses particulares, la relación entre política y empresa y poder económico es una cuestión muy sensible que afecta al funcionamiento del país, su política y sus instituciones. Existen, incluso, segundas derivadas enormemente dañinas, como son el cuestionamiento de la legitimidad de la Justicia, el uso del lawfare o el control de los medios de comunicación, que pueden tener serias implicaciones en el largo plazo. Más que nunca, sería necesario establecer y aplicar códigos éticos claros que definieran los límites de interferencia del poder político, más allá de los límites de índole legal y penal actualmente existentes.

Dedómetro 2024: ¿en manos de quién está el sector público?

En Hay Derecho nos hemos preguntado en manos de quién están las empresas y otras entidades del sector público con responsabilidad en la regulación y/o en el control de áreas clave para el buen funcionamiento institucional (organismos reguladores y autoridades independientes). Partimos de una premisa fundamental: si son entidades a las que se le ha conferido una naturaleza pública por su clara vocación de servir a los intereses generales, ¿no debería, entonces, asegurarse que estén al frente las personas mejor cualificadas? Por eso nos pusimos a investigar, y el resultado acaba de ser presentado: el Dedómetro 2024.

Nos referimos a empresas tales como Correos, Paradores, ADIF o Loterías del Estado; o a organismos reguladores como el Banco de España o la CNMC, por citar algunos de los cuarenta analizados.

Es oportuno recordar que el art. 103 de nuestra Constitución señala que la Administración Pública debe servir con objetividad los intereses generales, y que las leyes deben regular el acceso a la función pública de acuerdo con «los principios de mérito y capacidad». A su vez, el artículo 23.2 de la Carta Magna señala que los ciudadanos «tienen derecho a acceder en condiciones de igualdad a las funciones y cargos públicos, con los requisitos que señalen las leyes». Aspectos que refuerza y desarrolla el Estatuto Básico del Empleado Público, aprobado a través del Real Decreto Legislativo 5/2015, de 30 de octubre, que alude, junto a los principios de mérito y capacidad, al criterio de idoneidad y a la selección mediante procedimientos que garanticen la publicidad y concurrencia. Recoge que el personal directivo estará sujeto a evaluación con arreglo a los criterios de eficacia y eficiencia, responsabilidad por su gestión y control de resultados en relación con los objetivos que les hayan sido fijados.

Cuando hablamos de empresas públicas, resulta sorprendente que exista una práctica extendida de colocación en la dirección con criterios de afinidad política y al margen de exigirse una acreditada preparación para asumir una responsabilidad de tal envergadura que atañe funciones públicas. No obstante, hay excepciones.

Para indagar exactamente el alcance de este tipo de prácticas la Fundación Hay Derecho elabora el Dedómetro, estudio que mide y evalúa el mérito y la capacidad de los máximos directivos del sector público estatal en nuestro país, tomando una muestra de 40 entidades, en una serie temporal de 20 años (2004 – 2024), abarcando 8 legislaturas e incluido a 215 directivos. Lo hemos llevado a cabo mediante un análisis basado en datos y tras el diseño de una metodología específica de evaluación que tiene en cuenta la formación, la experiencia profesional general, la de gestión y la específica en la materia, a lo que se añade un factor de politización. El resultado es demoledor: solamente 39 superan el examen con una nota de 8 (notable). 

Mediante el Dedómetro, una investigación exhaustiva, rigurosamente cuantitativa —y poniendo a prueba el sistema de transparencia y acceso a la información pública— la Fundación Hay Derecho es la primera (y única) organización que ha venido trabajando en una trazabilidad sistemática de los currículums de quienes están en la primera división de la dirección del sector público.

En términos generales, se trata de un nuevo estudio que pone de manifiesto un elemento central para la calidad democrática: es necesario mantener una actitud alerta y vigilante sobre quienes conducen la gestión del sector público pues administran importantes fondos de recursos. Estamos hablando de directivos cuyo salario medio asciende a 158.915 euros/año, al cargo de presupuestos nada desdeñables (media analizada de 717 millones de euros) y al mando de equipos de entre decenas y miles de personas (3.228 empleados de promedio).

A pesar de estas cifras, sorprende, para empezar, que únicamente 11 de todas las entidades públicas exigen en su regulación requisitos específicos para acceder a su máxima dirección, ya sea en relación con el perfil o con el procedimiento de selección. Las pocas que incluyen requisitos son algunas de las autoridades independientes u organismos reguladores. Es decir, las empresas públicas están al albur del mangoneo de turno como si fueran un espacio de colocación de afines. Así lo corroboran los datos que, si bien muestran una leve mejoría en el indicador de experiencia, acentúan en cambio la politización de los nombrados.

Una cuestión es hacer depender la estrategia global de la entidad pública de la dirección política que imprima el Consejo de Ministros y otra bien distinta es hacer inviable un modelo de gestión profesionalizada con cierta estabilidad temporal. 

Y esto nos lleva a abordar otro de los elementos que hemos considerado en el estudio: la permanencia en el puesto. Uno de los datos más preocupantes es la alta rotación, no solamente en función de cambios de gobierno, sino de otros equilibrios políticos. La mitad de los directivos permanece en el cargo menos de tres años, habiendo ejemplos extremos de hasta nueve responsables al frente de una empresa pública en un periodo de 20 años (caso SEPES: Entidad Pública Empresarial de Suelo). Esta situación es, a ojos de cualquier persona, incompatible con la posibilidad de liderar y gestionar planes estratégicos a medio plazo. 

En complemento destacamos el incumplimiento flagrante de la normativa de transparencia de cara a ofrecer proactivamente información sobre el perfil profesional de sus propios directivos, así como otra veintena de indicadores. Hasta un 85% de las entidades reporta un deficiente cumplimiento de las exigencias contenidas en la ley estatal de transparencia.

Aunque la fotografía que hemos capturado con nuestro Dedómetro parece apuntar hacia aspectos fundamentalmente negativos y hacia callejones sin salida, hemos detectado casos de buenas prácticas que el informe pone de relieve. Evidencian que es posible hacerlo de otro modo que, sin duda, repercute positivamente en el interés general. 

Finalizamos aludiendo a dos de las recomendaciones que realizamos para mejorar la elección de los responsables de las entidades públicas: 

  • Establecer requisitos objetivos para acceder al máximo puesto directivo de la entidad.
  • Procesos de selección transparentes, abiertos y por concurrencia competitiva. Este proceso debería incluir, como mínimo, una convocatoria pública, la exigencia de que los candidatos presenten planes estratégicos para la entidad que aspiran a dirigir, la selección de una terna y el establecimiento de un contrato de desempeño.

Cabe preguntarse: si para acceder a la dirección de una empresa privada o de cualquier organización (esta Fundación mismo), se articula un proceso de selección con base en unos requisitos objetivos previamente definidos y se concurre a sabiendas de poder resultar elegida o no, al igual que es posible superar o no una oposición, ¿cómo es posible que asumamos que las empresas públicas estén al margen de procesos selectivos? 

No se trata solo de elegir bien, sino de asegurar además la atracción de talento, preservar la igualdad en el acceso a la función pública y que quienes resulten designados puedan llevar a cabo su responsabilidad poniendo el foco en su buen desempeño y no en el favor político.

El Dedómetro es una investigación necesaria y valiente, y además es de acceso libre: está a disposición de quien desee consultarla en este enlace. También será presentada en un acto público en Madrid el próximo 12 de junio a las 19h, del que se encuentran aquí los detalles.

EDITORIAL: Ley de amnistía, siguientes pasos

El jueves pasado se aprobó la Ley de Amnistía del procés. A principios de Septiembre de 2023 publicamos el editorial Contra la amnistía del procés, tras discutir si debíamos posicionarnos antes de conocer el texto de la norma: en realidad, no era necesario conocer su letra para saber que la idea de una amnistía a cambio de votos iba a plantear problemas graves de inconstitucionalidad y a propiciar todo tipo de incoherencias lógicas, históricas, políticas y técnicas. Lamentamos que la norma nos haya dado la razón en nuestros argumentos y nos haya dado otros adicionales para oponernos a su versión final.

Una vez aprobada la ley, queremos primero insistir en que la cuestión no es solo que se exima a unas cuantas personas de su responsabilidad penal a cambio de sus votos (lo que se suele calificar de «autoamnistía»). El problema es que se ataca el Estado de derecho y, por tanto, se pone en peligro la propia democracia liberal representativa. La esencia del Estado democrático de derecho es que el poder político tiene que estar sometido a las normas, lo mismo que el resto de los ciudadanos. Los pactos de investidura demuestran que la amnistía es un acuerdo por el que unos políticos eximen a otros de la aplicación de la ley a cambio de sus votos. Este pecado de origen infringe también los principios constitucionales de igualdad y el de interdicción de la arbitrariedad. Los españoles ya no somos iguales ante la Ley, pues se valida que los políticos puedan eximirse de su aplicación si la conveniencia política lo exige. Todas las páginas de la exposición de motivos dedicadas a la justificación de la amnistía como medio de conseguir el objetivo de la convivencia se revelan como mera literatura cuando sus beneficiarios, en el Parlamento, han reiterado una y otra vez que la amnistía no es un paso hacia la convivencia sino una victoria de los que infringieron la Ley sobre nuestro sistema constitucional. La Exposición de Motivos además contiene todo tipo de trampas y de medias verdades para justificar su articulado. La propia Comisión de Venecia reconocía en su informe el enfrentamiento que este proyecto estaba provocando. Resulta dramático comparar la amnistía de 1977, aprobada con solo dos votos en contra, con la de 2024, aprobada por dos votos sobre la mayoría y 172 en contra.

Quizás lo más revelador son las afirmaciones de Junts y ERC según las cuales la amnistía supone la verdadera aplicación de la justicia que no hicieron los tribunales. Es decir, que se considera que es el Parlamento el que asume la función de aplicar la ley e impartir justicia cuando a los políticos no les conviene la interpretación hecha por los tribunales. Esto esa propio de una democracia iliberal, la misma que los independentistas intentaron imponer en Cataluña en otoño de 2017.

Lo peor de la ley de amnistía no es, por tanto, que quienes desde su posición de poder cometieron delitos queden impunes. Lo verdaderamente grave es que para justificarla se han de pervertir las bases de nuestro Estado democrático de derecho. Por eso en el pacto con ERC y Junts se contrapone la legitimidad democrática a la constitucional, como si fueran cosas distintas, o como si el Parlamento (o más bien el Congreso) fuera una institución que está por encima de la Ley. Por eso, en el pacto con Junts se habla de lawfare y de comisiones parlamentarias que controlen a los jueces. 

Por supuesto, no podemos renunciar ni al imperio de la ley ni a la separación de poderes, y por eso la aprobación de la ley no supone el final de la oposición a la misma. Simplemente se abre otra etapa, porque el Estado de derecho sigue funcionando y lo importante es que cada uno cumpla con su obligación institucional, poderes públicos, instituciones y sociedad civil.

Por una parte es posible recurrir esta Ley ante el Tribunal Constitucional, y varios partidos ya han anunciado que lo harán. Al margen de la posibilidad en abstracto de que una ley de amnistía pudiera caber en la Constitución, la inmensa mayoría de los juristas españoles y muy destacadamente los constitucionalistas creen que la presente ley en concreto no reúne los requisitos de este encaje. 

Por otra parte, los jueces llamados a aplicar esta ley pueden plantear una cuestión de inconstitucionalidad ante el Tribunal Constitucional, pero también una cuestión prejudicial ante el Tribunal de Justicia de la Unión Europea si consideran que se infringe el derecho europeo. Recordemos que los jueces españoles son también jueces europeos a efectos de la aplicación del Derecho de la UE. En este caso, no solo se puede plantear una contradicción con los principios del Estado de derecho y de separación de poderes consagrados en el artículo 2 del TFUE ya citado. Además puede infringir las normas de la UE en relación con la malversación de caudales públicos y la lucha contra el terrorismo. 

Finalmente la Comisión Europea tiene también instrumentos para actuar si un Estado Miembro atenta contra el Estado de derecho. Esto ha sucedido en Polonia en relación precisamente con las reformas realizadas por su Parlamento (democráticamente elegido también) que atentaban contra la separación de poderes, y que llevó a la imposición de sanciones y a la congelación de fondos europeos. Desde este punto de vista, la limitación a las facultades de los jueces que introduce la ley, en particular en relación con las medidas cautelares, podría considerarse un ataque a la separación de poderes. 

La sociedad civil tiene también su función. Como ciudadanos debemos expresar nuestro rechazo a esta ley en todas las formas que un Estado democrático de derecho permite. Los juristas debemos explicar, las veces que haga falta y de manera accesible, que en una democracia liberal representativa como la nuestra también el Parlamento está sujeto a la Constitución y al Derecho de la Unión Europea, y que la legitimidad de los jueces no viene de que sean elegidos democráticamente –no lo son en ninguna democracia del mundo digna de tal nombre– sino de su aplicación del ordenamiento jurídico de manera profesional e imparcial; y que si alguno no lo hace existen mecanismos en el propio ordenamiento para corregirlo. El Poder Judicial, dentro de su papel constitucional, cumplirá su función –aplicar la ley– y podrá valerse de los instrumentos legales vistos si las circunstancias del caso lo exigen. Por nuestra parte, desde Hay Derecho seguiremos cumpliendo con la nuestra.

La ilusión de la «buena administración»

¿Puede existir la buena administración con los privilegios legales que tienen las Administraciones públicas? ¿Es una ilusión? De momento, sí. Vamos a verlo.

La existencia de la llamada “buena administración” es relativa. Depende de la perspectiva en la que nos coloquemos. Desde el plano legal y jurisprudencial, la “buena administración” sí que existe. Es considerada, en unas ocasiones, como un derecho, y en otras, como un principio. 

Sin embargo, para el conjunto de la ciudadanía, la “buena administración” no existe, es todavía una ilusión, en los dos significados definidos por la Real Academia Española de la Lengua: “concepto sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos” y “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.

En el Estudio nº 3430, sobre la “Calidad de los Servicios Públicos”, realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en noviembre-diciembre de 2023 (pinchar aquí), se formula la siguiente pregunta a la ciudadanía encuestada:

Conviene destacar las siguientes cifras negativas, referidas al empeoramiento de las Administraciones públicas: el 55.6% de las personas encuestadas considera que ha habido un retroceso en la sencillez de los procedimientos administrativos; el 63%, en el tiempo en resolver gestiones; el 45,4, en la información que dan a los ciudadanos y el 44% en el trato recibido. 

Para muchas de las personas encuestadas, la buena administración es una ilusión, un deseo, una meta a alcanzar, pero todavía no existe. La pregunta clave es la siguiente: ¿es posible hacer real y efectiva una buena administración y, al mismo tiempo, mantener las ventajas y privilegios legales que tiene? En mi opinión, no es posible. Vamos a verlo. 

Sin entrar en el debate de si la “buena administración” es un derecho fundamental, un derecho subjetivo, un principio rector de la política social y económica o un principio general del Derecho, ya que no existe un consenso jurisprudencial, lo cierto es que el Tribunal Supremo, en numerosas resoluciones (entre ellas, STS 4357, 23/10/2023 (Recurso 556/2022, pinchar aquí), considera que la buena administración está implícita en la Constitución (artículos 9.3 y 103), y reconocida en el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, y en los artículos 41 y 42 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como en algunos Estatutos de Autonomía.

Hay que tener en cuenta que en la Unión Europea no existe una Ley de Procedimiento Administrativo Común como en España, por lo que se optó por reconocer expresamente el derecho a una buena administración en las relaciones con las instituciones, organismos y agencias comunitarias. 

En España, el conjunto de derechos incluidos dentro del “derecho a una buena administración” (artículos 41 y 42 de la referida Carta) ya se encontraban también recogidos en la antigua Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (actualmente, en la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones públicas, y en la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno). No estamos ante un derecho nuevo.

Dicho esto, el derecho o principio de buena administración impone a las Administraciones públicas la obligación de desplegar una conducta lo suficientemente diligente como para evitar posibles disfunciones derivadas de su actuación o resultados arbitrarios. No es suficiente el mero respeto de los procedimientos y trámites, ya que el objetivo es conseguir la plena efectividad de las garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente a los ciudadanos.

Y aquí nos encontramos ya con algunas dificultades bastantes serias:

  1. a) Concepto jurídico indeterminado: el Tribunal Supremo tiene claro que el principio de buena administración es, por definición, casuístico. No hay ninguna solución válida para todos los casos. Hay que estar al caso concreto. ¿Cómo se mide la “diligencia debida” de la Administración? ¿Existe algún estándar objetivo? No, no existe. No es posible saberlo “a priori”. 

Los compromisos asumidos voluntariamente por cada entidad pública en su carta de servicios podrían servir de guía para concretar la referida diligencia debida. Sin embargo, dichos compromisos son voluntarios y son muchas las entidades públicas que carecen de cartas de servicios realmente vinculantes. 

  1. b) Excesivo casuismo e inseguridad jurídica: el Alto Tribunal no se cansa de repetir que hay que valorar las concretas circunstancias concurrentes en cada caso. Esta indeterminación provoca, por un lado, bastante inseguridad jurídica, tanto para la Administración como para la ciudadanía, porque no existen unas reglas previas, claras y generales a las que atenerse. Por ejemplo, ¿a partir de cuántos meses el retraso no es razonable? Depende. No se sabe. Ya se verá en cada caso.

El derecho o principio de buena administración no puede depender tanto del arbitrio judicial, ya que ello deriva en una aplicación aleatoria e impredecible.

  1. c) Situación injusta: Solo aquellas personas que tienen tiempo y dinero suficiente para acudir a los Tribunales de Justicia, es decir, un porcentaje muy pequeño de la ciudadanía, son las que pueden beneficiarse, si así lo estima el Tribunal en cada caso, de una aplicación real y efectiva del principio de buena administración que anule la actuación administrativa impugnada. Estamos ante importantes límites: imprevisibilidad y falta de aplicación a la generalidad de la ciudadanía.

En este sentido, hay que destacar y poner en valor el trabajo que realizan los Defensores del Pueblo (el Estatal y los autonómicos), que están aplicando el derecho o principio de buena administración en la resolución de las quejas que reciben por parte de personas que no pueden permitirse, por razones de tiempo y dinero, acudir a los Tribunales de Justicia. El inconveniente es que las resoluciones de los Defensores del Pueblo no son obligatorias para las Administraciones públicas y no siempre se cumplen. 

Con todo y con eso, en mi opinión, los mayores obstáculos para conseguir que el derecho o principio de buena administración sea una realidad de verdad para el conjunto de la ciudadanía derivan del mantenimiento de los privilegios y ventajas que las leyes reconocen a las Administraciones públicas.

Si bien es cierto que la ciudadanía tiene derechos y garantías cuya protección y efectividad real trata de conseguir el derecho o principio de buena administración, no es menos cierto que las Administraciones públicas gozan de multitud de privilegios y ventajas reconocidos legalmente que, en mi opinión, van en contra de esa “buena administración”, impidiendo su existencia efectiva. Vamos a ver varios ejemplos para tratar de demostrarlo:

1) Resolver en un plazo razonable: salvo en casos concretos en los que los plazos son más reducidos (un mes para contestar solicitudes de acceso a la información pública, resolver solicitudes de licencias de obras menores, etc.), el plazo general, cuando no hay uno específico, es de 3 meses. En otros casos, los plazos pueden ser más amplios (6, 12 o 18 meses).

Como es sabido, el incumplimiento injustificado de estos plazos no tiene ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa ni tampoco disciplinaria para las autoridades o funcionarios públicos responsables de los retrasos injustificados, más allá de la caducidad de los procedimientos incoados de oficio o del silencio administrativo -en la mayoría de casos negativo-, en los casos de solicitudes presentadas por los ciudadanos. 

En la práctica, las Administraciones públicas, con la socorrida excusa de falta de medios (en algunos casos aislados de pequeñas entidades locales puede estar justificada), agotan y superan con creces estos plazos con absoluta impunidad, invitando a los ciudadanos insatisfechos a que recurran ante los Tribunales si no están conformes, abusando del silencio administrativo e incumpliendo la obligación de resolver los procedimientos.

 

Y no resuelven, ni las solicitudes, ni los recursos administrativos, sencillamente, porque no les pasa nada malo. O el ciudadano se conforma y espera hasta la eternidad, la gran mayoría, o unos pocos, se atreven a ir a ciegas a los Tribunales. En estos casos, la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, no solo no penaliza el silencio de la Administración, sino que lo premia al permitirles a las Administraciones públicas que puedan contestar la demanda, alegando hechos y oponiendo motivos jurídicos, aunque no lo haya hecho en la previa vía administrativa, incluso, pudiendo hacerlo. 

Este privilegio provoca que la Administración no tenga mucho interés en contestar al ciudadano en vía administrativa si puede contestarle sin problema en la posterior vía jurisdiccional, si es que la persona afectada acude a la misma. 

Es más, la propia jurisprudencia “penaliza” a las Administraciones cumplidoras frente a las incumplidoras. Estas últimas pueden oponer todos los motivos jurídicos que estimen oportuno, mientras que las que se han preocupado de contestar al ciudadano en tiempo y forma, las “castiga” no pudiendo oponer motivos tales como la extemporaneidad, falta de legitimación, etc., si en la resolución administrativa expresa no lo han hecho. 

Por ello, sale más rentable para la Administración no “pillarse los dedos” contestando expresamente las solicitudes o recursos administrativos. 

Por otra parte, respecto al ámbito sancionador o disciplinario, la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común, directamente autoriza a las Administraciones públicas a no contestar a los denunciantes, salvo que invoquen un perjuicio en el patrimonio de las Administraciones Públicas, ya que no se les reconoce la condición de interesado (artículo 62, apartados 3 y 5). En estos ámbitos sancionador o disciplinario, en los que la legislación no permite intervenir a la ciudadanía, no rige el derecho o principio de buena administración. Oscuridad absoluta. 

 

2) Derecho de acceso a la información pública: ni la citada Ley 39/2015, ni la Ley 19/2013, de transparencia, contemplan ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa por la imposibilidad de acceder a la información pública (por ejemplo, nulidad de pleno derecho de la norma reglamentaria o anulación de los actos administrativos).

Se impide el acceso a la información a sabiendas de que son muy pocas las personas que pueden acudir a los Tribunales para, en el mejor de los casos, acceder años más tarde a una información que ya habrá perdido buena parte de su utilidad, asumiendo el riesgo a tener que pagar las costas judiciales si pierden el pleito -el tiempo medio en obtener una sentencia judicial firme es de año y medio a dos años, más el tiempo que tarde la Administración en cumplirla de forma efectiva-. 

 

Algunas resoluciones dictadas por el Consejo de Transparencia estatal y los consejos o comisiones autonómicas, aunque son obligatorias, tampoco se cumplen de forma voluntaria por las Administraciones, sin que las autoridades administrativas puedan imponer multas coercitivas o sanciones.

Como sabemos, el plazo de respuesta para acceder a la información pública es distinto según la condición del solicitante: un mes (un ciudadano cualquiera), 5 días naturales (concejales y diputados locales) y acceso inmediato (interesados en un procedimiento administrativo). 

Respecto a los interesados, aunque el artículo 53.1.a) de la citada Ley 39/2015 no contempla ningún plazo, el acceso debe entenderse que es inmediato para no generar indefensión, y más, desde el 1 de enero de 2024, con la entrada en vigor del Convenio del Consejo de Europa sobre acceso a los documentos públicos de 2009 (artículo 5.4). 

El problema es que, incluso si se impide el acceso a la información obrante en un expediente a los interesados en el mismo, la jurisprudencia tampoco reconoce efectos invalidantes a este incumplimiento si no se ha producido una indefensión material, la cual en muy pocos casos se produce porque la persona afectada suele tener acceso a la información cuando accede al expediente administrativo remitido al Tribunal, si es que ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo. 

De ahí deriva la tranquilidad con la que se impide el acceso a la información obrante en un expediente administrativo, incluso, al propio interesado en el mismo. 

3) Motivar las decisiones administrativas: la Administración tiene el privilegio de poder motivar sus decisiones en cualquier momento, bien en vía administrativa, bien en vía jurisdiccional. Si lo puede hacer más tarde, porque así lo permite la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, y lo tiene que hacer únicamente ante los pocos ciudadanos que recurren a los Tribunales, ¿por qué se van a molestar y hacerlo antes en vía administrativa? 

Las Administraciones públicas se ahorran tiempo, trabajo y dinero, ya que no necesitan invertir en personal técnico que sepa redactar las motivaciones.

Otro privilegio más, por si no fueran suficientes: las decisiones administrativas, incluso las manifiestamente injustificadas o arbitrarias, si no se recurren en tiempo y forma, devienen firmes e inatacables, y solo pueden ser revisadas de oficio, previo informe favorable del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma, por la Administración, o a través del limitado y excepcional recurso extraordinario de revisión. 

Se dicta un acto arbitrario como un piano, sin justificación alguna, y no pasa nada. Como el ciudadano no presente el recurso administrativo en el plazo de un mes o acuda a los Tribunales en el plazo máximo de dos meses, está perdido. 

La presunción legal de validez de los actos administrativos despliega todos sus efectos de manera inexorable para consagrar definitivamente los actos arbitrarios, los carentes de la más mínima motivación, incluso aquellos que se emiten utilizando un modelo de escrito tipo o estereotipado para cualquier caso. El artículo 47 de la Ley 39/2015 debe ampliar la nulidad de pleno derecho a los actos carentes de motivación. De esta manera, al menos, las personas afectadas podrían solicitar a la Administración la revisión de oficio al amparo del artículo 106.1 de la referida Ley 39/2015. 

4) Dar audiencia al ciudadano antes de tomar una decisión que le afecte: el incumplimiento de esta obligación tampoco tiene consecuencias invalidantes de la actividad administrativa. La jurisprudencia considera que, si se no se ha producido una indefensión material, se trata de “meras irregularidades formales no invalidantes”, convalidando “a posteriori” estas ilegalidades. 

5) Tratar los asuntos de forma imparcial: este objetivo se ve comprometido en muchos asuntos porque las autoridades políticas tienen libertad absoluta para controlar todos los puestos directivos y de jefaturas de servicios de las Administraciones públicas, a través del abuso de la “libre designación” (nombramiento a dedo y cese justificado en la pérdida de confianza), en detrimento del incómodo concurso de méritos, y mediante la colocación de personal eventual (asesores) en puestos de dirección.

Conviene recordar que las Administraciones públicas deben servir los intereses generales (artículo 103.1 de la Constitución Española), no los intereses partidistas de las autoridades políticas que las dirigen en cada momento. La colonización de los puestos de dirección de las Administraciones públicas por personas afines a los partidos políticos restan credibilidad y confianza en la objetividad que debe presidir en todo momento las decisiones y actuaciones administrativas. 

6) Reparar los daños causados: los ciudadanos tienen el derecho a ser indemnizados de las lesiones antijurídicas que no tengan la obligación de soportar. Esta es la teoría. En la práctica, el procedimiento administrativo y judicial para obtener una indemnización es largo y muy complicado. La jurisprudencia aplica unos criterios interpretativos muy restrictivos respecto a la realidad del daño, la relación de causalidad y la diligencia exigible a la Administración para la imputación de los daños con la finalidad de no convertir al Estado en un asegurador universal. 

Las Leyes 39 y 40 del 2015 configuran un procedimiento de reclamación de la responsabilidad patrimonial con un régimen jurídico muy favorable para las Administraciones públicas. Si en 6 meses no hay respuesta expresa a la reclamación, el silencio es negativo. Esto explica el reiterado incumplimiento de la obligación de resolver en este ámbito. Si el silencio fuera positivo, otro gallo cantaría. Al menos, se tramitarían los procedimientos y contestarían a las reclamaciones. 

Otro beneficio más: las autoridades políticas y los funcionarios no responden directamente con su patrimonio de los daños causados por sus acciones u omisiones. Deciden libremente a sabiendas que la responsabilidad de sus decisiones será asumida por los presupuestos públicos, es decir, por el conjunto de los ciudadanos. Aunque la Administración condenada al pago puede repetir luego contra los responsables, se trata de una posibilidad anecdótica de la que apenas se ha hecho uso. 

7) Protección de la intimidad (datos personales): las Administraciones públicas no pueden ser sancionadas por incumplir la normativa sobre protección de los datos personales. La Agencia Estatal de Protección de Datos (AEPD) solo puede emitir apercibimientos, sin consecuencia económica alguna ni para la Administración, ni para la autoridad política o funcionario responsable de la vulneración. 

Esto explica el escaso interés que muestran algunas Administraciones públicas en la protección de los datos personales, salvo para denegar el acceso a la información pública por este motivo, ya que es una de las excusas preferidas para impedir que los ciudadanos puedan defenderse y ejercer sus derechos o controlar y participar en la gestión de los asuntos públicos. 

8) Respetar las lenguas oficiales: el incumplimiento del derecho a dirigirse a las Administraciones públicas en cualquiera de las lenguas oficiales y a recibir una contestación en esa misma lengua, tampoco constituye una causa de nulidad de los actos administrativos. El atropello de este derecho sale gratis para las autoridades o funcionarios responsables. No se contempla en la legislación administrativa ninguna consecuencia. 

9) Lenguaje fácil: según la encuesta del CIS que se ha mencionado, el 35,7 % de las personas encuestadas consideran que, en los últimos 5 años, las Administraciones públicas han empeorado respecto a la utilización de un lenguaje más accesible. 

Los escritos son excesivamente técnicos para que los ciudadanos los entiendan. Esta situación genera mucha frustración y desconfianza porque la persona destinataria del escrito se siente indefensa y no sabe lo que tiene que hacer. Hay que recordar que los ciudadanos no están obligados a relacionarse con la Administración a través de un abogado. La gran mayoría de las personas no pueden pagar sus honorarios. 

El problema principal sigue siendo que los Tribunales de Justicia no anulan los actos administrativos que utilizan un lenguaje incomprensible porque las personas que tienen el tiempo y dinero para recurrirlos necesitan hacerlo a través de un abogado, quien está familiarizado con ese lenguaje y no tiene problemas para entenderlo. 

La situación grave se produce en los casos que no se recurren ante los Tribunales, que son la gran mayoría, en los que las personas destinatarias de las comunicaciones administrativas no entienden nada. Y, encima, la actuación de la administración se presume válida y surte plenos efectos.

En mi opinión, las personas afectadas podrían solicitar la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos incomprensibles, al amparo de lo dispuesto en el artículo 47.1.c) de la Ley 39/2015, porque tienen un “contenido imposible”. 

Dicho todo lo anterior, además de todas estas ventajas o privilegios legales que tiene la Administración, la aplicación del derecho o principio de buena administración también se complica con la presunción de legalidad y validez de los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo (artículo 39.1 de la Ley 39/2015) y con la autotutela administrativa materializada en la ejecutividad y ejecutoriedad de dichos actos administrativos (artículos 97 y 98 de la referida Ley 39/2015); potestades y privilegios que tratan de hacer efectivo y real el principio constitucional de eficacia de las Administraciones públicas (artículo 103.1 Constitución española).

Con un ejemplo se verá más claro. Una persona recurre una liquidación tributaria. La Administración no contesta al recurso, incumple su obligación de resolver de forma motivada, y emite el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio. El Tribunal Supremo anula dicha la providencia porque la falta de respuesta al recurso supone un incumplimiento del principio de buena administración. 

Sin embargo, tanto la Ley General Tributaria, como la Ley de Procedimiento Administrativo Común, dicen claramente que la presentación de los recursos administrativos no tienen efectos suspensivos, por lo que la Administración tributaria podía y debía dictar el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio, aunque no hubiera contestado al recurso administrativo. ¿Se puede aplicar el principio de buena administración en contra de las potestades legales de las Administraciones públicas? Está claro que no. 

Ningún derecho es absoluto ni su ejercicio puede ir en contra de la Ley. El derecho-principio de buena administración no puede convertirse en un cajón desastre en el que quepa cualquier cosa.

En mi opinión, la existencia real y efectiva de la “buena administración” necesita importantes cambios legales para que deje de ser una mera “ilusión”.

  1. a) Por un lado, aclarar, en las Leyes 39/2015 y 40/2015, el concepto de buena administración, indicando si es un derecho o un principio, delimitando el contenido mínimo de lo que debe entenderse por “estándar de diligencia debida”, y fijando unos criterios interpretativos. 
  2. b) Por otro lado, también es necesario eliminar, limitar o delimitar, en cada caso, los distintos privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, reconocidas expresamente o permitidas en distintas leyes administrativas (por ejemplo, Ley 39/2015, Ley 40/2015, Ley 29/1998, EBEP, etc.), que impiden o desincentivan el respeto al derecho-principio de buena administración.

Se trata de lograr una Administración ágil que cumpla con el principio constitucional de eficacia (art. 103) en igualdad de armas que los ciudadanos, eliminando los injustificados privilegios que la legislación sigue reconociéndole, los cuales son más propios de una Administración del siglo pasado, donde las personas eran “administrados” y no “ciudadanos”. 

Un derecho vale lo que valen sus garantías. Si el derecho a “una buena administración” sigue obstaculizado por la multitud de privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, no dejará de seguir siendo una mera “ilusión”.

Los directivos públicos «profesionales» en la Administración del Estado: debilidades del (nuevo) marco regulador

Preliminar

La mala institucionalización que de la figura de los directivos públicos «profesionales» se viene haciendo en las leyes de función pública autonómicas, es obvia. Los mimbres del artículo 13 TREBEP eran muy deficientes. Mas no los han mejorado. Por su parte, la Administración del Estado nada había hecho en los últimos 16 años. Por compromisos con Bruselas, se impulsó a finales de 2023 una legislación excepcional de «medidas urgentes» de función pública aplicables solo a la AGE

El Real Decreto-ley 6/2023, en su Libro II, y la Orden TFD/379/2024 trasladan parte de la regulación que sobre los DPP hacía el proyecto de Ley de función pública de 2023, que decayó al final de la anterior Legislatura, pero con la omisión de algunos de sus aspectos. Entre ellos ha desaparecido el principio de igualdad, que en el proyecto de ley se recogía. También se omiten los principios de mérito y capacidad, estos últimos sí recogidos en el artículo 13.2 TREBEP, modelo del cual se aleja la AGE. Ni que decir tiene que el Real Decreto-ley y la Orden han optado por la vía más sencilla y expeditiva: no atar las manos de quien ha de nombrar y no hacer referencia al principio de igualdad, como se constata en la Orden citada. Así se sigue lo establecido en el artículo 80 TREBEP y la rancia jurisprudencia constitucional recaída desde 1991 sobre la libre designación. Continuidad institucional. El temor a una judicialización de estos procesos, se atempera con compromisos laxos. La discrecionalidad política (pues bastante de ello hay en estos casos) de la libre designación tiene, así, menos trabas. La política española no pierde, así, su tradicional control sobre la alta función pública.  

1ª debilidad: un perímetro directivo achatado y modelo dual de gestión

No se olvide que esos puestos directivos «profesionales» se proveen por libre designación y son exclusivamente los reservados a las Subdirecciones Generales y órganos que se puedan asimilar en la Administración periférica del Estado y en el sector público estatal (donde cabe, y solo ahí, la relación laboral especial de alta dirección; otra interpretación colisiona con el RDL).

El perímetro del nivel directivo «profesional» en la AGE es, por tanto, muy chato, alejado de otras reformas en la UE, como fue el caso de la portuguesa, donde los niveles directivos profesionales alcanzan también a las Direcciones Generales, junto a las Subdirecciones, e incluso –con más limitaciones en cuanto a la intervención de la Comisión de Reclutamiento y Selección de la Administración Portuguesa (CRESAP)- a los niveles directivos máximos de las empresas públicas. Es cierto que una normativa de función pública no puede, en principio, ampliar ese perímetro a otros «órganos directivos» sin cambiar la normativa de organización. El modelo directivo «profesional», en cuanto a perímetro, queda muy descafeinado. 

En efecto, el sistema de provisión de puestos directivos es el de libre designación, con algunas peculiaridades procedimentales. Se aleja, como se ha dicho, del patrón del artículo 13 TREBEP y abraza interesadamente el artículo 80 TREBEP. No sé si para este viaje tan corto eran necesarias tantas alforjas. ¿Por qué no se ha regulado un sistema diferenciado de provisión? Intuyo que por comodidad, cálculo interesado e inercia. El encuadramiento del puesto directivo en el Repositorio comporta la definición por el órgano competente de función pública de la información general de esos puestos, «referenciando los requerimientos de competencias y cualificaciones profesionales, entre ellas, la de dirección de personas, la experiencia profesional aplicable y la formación requerida» (artículo 125.3 del RDL 6/2023). La gestión del Repositorio es de Función Pública y la gestión de las convocatorias compete a cada departamento ministerial. Este modelo dual, generará tensiones. Los departamentos retroalimentan el repositorio: ¿pueden realizar cambios en cualquier momento en el perfil de los puestos o en las convocatorias? Si así fuera, los riesgos de que se pudieran «perfilar» puestos directivos a conveniencia, serían altísimos. La CRESAP portuguesa, por ejemplo, terminó concentrando en ella la determinación de los perfiles de puestos directivos, ante los constantes abusos departamentales.

2ª debilidad: no hay Comisión independiente que gestione estos procesos

El gran déficit institucional del modelo, en verdad, radica en que no se crea ninguna organización especializada con autonomía real y efectiva, alejada de la influencia directa de la política, que lleve a cabo la preselección o criba de los candidatos «idóneos». No hay en la AGE una CRESAP ni se la espera. La reciente Orden TFD/379/2024, deja en manos del órgano convocante (departamento ministerial) demasiadas cosas, mientras que al departamento competente de función pública le asigna otras (gestión repositorio y directorio, fijar las reglas de las especialidades del procedimiento de libre designación de directivos). Pero ese papel estelar de los órganos «de selección» del personal directivo es muy poco preciso, pues si bien se prevé que el órgano competente «actuará asesorado, al menos por dos personas expertas en las materias específicas del puesto o en procesos de selección de directivos públicos que deberán estar presentes en las entrevistas y emitir informe de valoración» (artículo 4.3 Orden), no es menos cierto que es una opción alternativa. Dicho llanamente, como no se exige que sean «externos» al departamento, la fuerza de la tradición –para no perder las riendas de los procesos- se inclinará  habitualmente por incluir como expertos a funcionarios departamentales y que tiendan, por tanto, a barrer para casa. Estos «expertos» valoran los resultados de las entrevistas y ayudan a evaluar las competencias profesionales requeridas de los candidatos. Y, si no, se buscará una salida más fácil: extender el halo de la idoneidad a la inmensa mayoría de los candidatos y la libre designación («el dedo» ministerial) hace el resto. 

3ª debilidad: Evanescente noción de idoneidad y articulación de dos sistemas de medición de competencias (uno rebajado y otro exigente)

Nada se dice, aunque se intuye, que este procedimiento lo único que busca es determinar qué candidatos son idóneos, con lo cuál cabe deducir que también deberá concretar quiénes no lo son. No hubiese estado de más regularlo. El problema radica en los criterios de idoneidad, que pueden ser referidos a requisitos (de muy fácil comprobación) o de competencias profesionales (de valoración mucho más compleja). Sin duda, para objetivar estos sistemas de comprobación de la idoneidad (se orillan también el mérito y la capacidad, sustituidos por las evanescentes nociones de «competencia profesional y experiencia», importadas del sistema de nombramiento de altos cargos) serían muy útiles los instrumentos complementarios, que son potestativos (aplicables en una hipotética «segunda fase»). Los plazos de ejecución de estos procedimientos de idoneidad son tan sumarios, que conducirán casi siempre a la opción más expeditiva o que plantee menos problemas de gestión e impugnación ulterior. Al tiempo. 

Los requisitos para poder tomar parte en tales procesos que son públicos y, en principio, abiertos a funcionarios de carrera del subgrupo A1 de cualquier Administración pública (un signo de apertura formal de la AGE, sin reciprocidad, que puede tener muchas lecturas y veremos en qué se queda), son muy limitados: presentar un CV formalizado, acreditar un tiempo de antigüedad, incorporar un candoroso sistema de (auto)justificación por escrito en la que el candidato dice disponer de las competencias profesionales requeridas, cumplimentar un autocuestionario de evaluación de competencias (idea trasladada del modelo portugués) y realizar una entrevista (sin adjetivos), como exigencia preceptiva. Luego se pueden añadir, en una segunda fase (que no es preceptiva), un arsenal de posibles pruebas, tales como la presentación de un proyecto directivo u otras de medición de los conocimientos y competencias profesionales, que estas sí que medirían el potencial de capacidades que el candidato puede desplegar. Pero esto se deja al albur de lo que determine cada convocatoria. El mínimo exigido para acreditar la idoneidad es muy reducido. Y mucho cabe temer que con solo con esos mimbres la valoración de la idoneidad de los candidatos pueda ser hecha en términos «de aprobado general»; lo que deja el terreno expedito a la designación libre. Además, ni en el RDL 6/2023 ni en la Orden TDF/379/2024, de 26 de abril, nada se dice explícitamente de que la libre designación sobre la que debe recaer el nombramiento se condicione a haber acreditado un listón mínimo de competencias directivas y, menos aún, que deba proyectarse sobre una terna de los mejores perfiles profesionales una vez se hayan evaluado por la comisión correspondiente. Establecer este tipo de exigencias hubiese limitado la discrecionalidad de los nombramientos, y daría al sistema una cierta pátina de profesionalidad. No preverlo así permite que se siga haciendo lo de siempre, pero revestido con un bonito traje formal. El modelo será profesional o no dependiendo sobre todo de cómo se diseñen las convocatorias y cómo se gestionen.

Sorprende, en efecto, que ni el RDL 6/2023 ni la Orden citada hagan referencia alguna a unas reglas elementales de valoración y criterios de acotamiento de la discrecionalidad que, de no limitarse de algún modo, puede seguir siendo (casi) absoluta. Me objetarán, sin duda, que ello dependerá del perfilado definitivo del puesto directivo y de las bases de convocatoria de cada procedimiento de libre designación, pues bien es cierto que, si se tienen voluntad y ganas, así como criterio firme, se podrían articular procedimientos de provisión de directivos «profesionales» de cierto rigor.  Pero el modelo diseñado puede derivar fácilmente en una descarada continuidad en el modo y manera de proveer los puestos por libre designación de tales órganos directivos de la función pública. Cabe, en efecto, que los departamentos ministeriales se lo tomen en serio  o no. Mas la batalla con los departamentos (que no querrán ceder su poder de control sobre estos nombramientos) será cruenta, pues conforme más exigencias generales se recojan en el Repositorio, también relativas a las competencias directivas (en esto el Anexo a la Orden es un buen anclaje), la discrecionalidad en las designaciones debería ser más reducida. De momento, la Orden no se moja. Y aplaza el problema. El peso de la confianza, no se olviden, es determinante, por mucho que los tribunales cándidamente la vistan de «personal» y «profesional»; en este caso, dado el valor estratégico nuclear de tales puestos directivos, es esencialmente política (no solo de alineamiento con el partido que gobierne, sino, como se dice con desparpajo de obediencia debida): la Orden lo deja claro, pues en su preámbulo orilla su «autonomía funcional» para resaltar que ese personal directivo está a las órdenes de quién manda («actúa de acuerdo con los criterios e instrucciones directas de la capa política»). En vez de ir por la senda del alineamiento política-gestión, se ha ido por el atajo de la jerarquía. Pero la clave está –no se pierdan en los detalles- en las pruebas de comprobación de las competencias profesionales. Y aquí hay dos modelos en la Orden: el blando, o preceptivo; y el riguroso, o potestativo. No hace falta ser ningún genio para saber por cuál de ellos se inclinarán la mayoría de ministerios. 

4ª debilidad: donde hay libre designación (y libre cese), no hay dirección pública profesional. Sin institucionalización sólida no habrá nunca directivos profesionales. 

Lo vengo repitiendo hasta la saciedad: donde hay libre designación y libre cese (por pérdida de confianza, aunque se prevea como «excepcional»), no hay ni habrá nunca dirección pública profesional. Ya sabemos cómo se interpretan en este país las cláusulas de excepción. De ser así, el modelo resultante sería una impostura o una operación cosmética. Además, hay que tener en cuenta que el personal directivo es nombrado por un mínimo de 5 años, y puede ser cesado por una evaluación negativa (¿quién evalúa a tales directivos?, ¿las Direcciones generales?: nada se dice). Imagínense que se hace un uso torticero de estos nombramientos por libre designación. Y con voluntad política manifiesta se dejan «colocados» a centenares o miles de directivos estratégicos para el siguiente mandato. ¿El nuevo Gobierno entrante hará uso generalizado de «la excepción» de la pérdida de confianza política, y pondrá en marcha la máquina podadora de cortar cabezas para meter a los suyos? Que lo intentará, seguro. Así funciona secularmente la Administración en España. Y si no hay normas que institucionalicen de forma clara otro sistema, así seguirá funcionando. No pequemos de ingenuos. Lo sabe cualquier persona que conozca la Administración. Los riesgos están claros: politización y judicialización. Todos malos. 

Es cierto, no obstante, que el modelo pergeñado puede evolucionar hacia un sistema más profesional, pero también puede caminar hacia el lado contrario. No basta con multiplicar instrumentos, conceptos y herramientas de innovación, que tanto fascinan hoy en día, sin garantizar previamente una institucionalización efectiva con un marco regulador garantista, pues si no hay institucionalización fuerte tampoco habrá nunca dirección pública profesional

El marco normativo tiene elementos potencialmente positivos, pero estos son potestativos o alternativos, con lo cual no se cierra el círculo de una institucionalización sólida de la Dirección Pública Profesional en la AGE. Tal profesionalización efectiva se deja en el aire, al albur de que el político de turno decida. Mal remedio. En España, las reglas dispositivas abiertas como ventana de transformación nunca han funcionado y seguirán sin funcionar. No le den más vueltas. El modelo tiene todos los ingredientes para que su uso siga marcado por una continuidad impostada con algunos adornos estéticos y procedimentales. Una pena. Mucho ruido para pocas nueces. ¡Qué difícil es en España profesionalizar de verdad la alta Administración! Tarea hercúlea. Tengo la firme convicción de que algunos, que ya frisamos la vejez, nunca lo veremos.

La degradación de la democracia: una reflexión

Son muchos los artículos y libros que en los países occidentales, más o menos democráticos, están poniendo de manifiesto el proceso de degradación de la democracia y del Estado de derecho en los últimos años. Las causas o razones pueden ser muy variadas y en cada país concurren diversas circunstancias, pero ello nunca puede servir de justificación y, desde luego, es un proceso muy negativo que, si no lo impedimos, será muy peligroso para los ciudadanos e implicará, como ya ha ocurrido en otros tiempos, un serio retroceso para nuestra civilización occidental.

Claramente, la democracia no es un sistema de gobierno perfecto, aunque su evolución tenga más de 2.000 años, pero Winston Churchill tenía razón: la democracia es el peor sistema de gobierno, a excepción de todos los demás que se han inventado, pero hoy, es lo cierto, que el rechazo a los políticos y sus modos de gobernar recorre todo el mundo occidental.

El tema se agrava, como ocurre en España y en otros muchos países, si tenemos en cuenta que realmente lo que se tiene es una cuestionable democracia, dominada por determinados partidos políticos oligárquicos y con escasa representación ciudadana en sus filas, que la convierten en una lamentable e intolerable partidocracia.

Y más aún, en España la situación se ha visto especialmente agravada a partir del momento en el que, por los partidos más representativos y con capacidad de gobernar, se opta por un proceso de máxima polarización, de incumplimiento de las leyes, de atentar contra la necesaria y preceptiva separación de poderes y por un permanente atentado contra las instituciones, que es en lo que se sustenta la cuestionada democracia existente. Todo un lamentable espectáculo dominado por la mentira, la demagogia y el populismo. Proceso que claramente se ha visto favorecido por la excepcional pandemia padecida, aunque se inició con anterioridad a raíz de la crisis económica de 2008.

España, a lo largo de su muy dilatada historia, ha pasado por muchas situaciones complicadas y numerosas guerras civiles, generalmente provocadas por una serie de incompetentes gobernantes y unos ciudadanos que no quisieron o no pudieron pararles los pies, y esto último es lo que a todos nos incumbe, a través de la sociedad civil, del Estado de derecho, de iniciativas legislativas populares y participando, bastante más de lo que estamos habituados, consigamos revertir el proceso y profundizar en la democracia y en el Estado de derecho. Quejarse de nuestras élites o de la manifiestamente mejorable clase política no es suficiente, ya que la responsabilidad última la tenemos los ciudadanos que les elegimos o permitimos resignados que campen a sus anchas. Por ello, son importantes las iniciativas de la sociedad civil y la participación ciudadana en entidades como la Fundación Hay Derecho, y otras para oponerse de manera activa a que el proceso de degradación de la democracia termine acabando con la misma.

Lo que se precisa y hay que conseguir son líderes que verdaderamente crean en la democracia, el Estado de derecho y la separación de poderes, y lo defiendan por encima de todo, y no políticos que estén por y para el poder a cualquier precio, y para cuyo mantenimiento están dispuestos a provocar un enfrentamiento lamentable y peligroso que terminará generando violencia, al haberse cargado los necesarios contrapesos. 

Para defender la democracia frente a los procesos populistas y autoritarios que estamos padeciendo es muy necesario iniciar un proceso de democratización de los partidos políticos, predicar con el ejemplo en el cumplimiento de la Constitución, que no la cumplen, y que respeten la separación de poderes, que el poder legislativo cumpla su función y no sea un apéndice del ejecutivo y que este a su vez no actúe como como una sola persona apoyada por una oligarquía.

De las innumerables tropelías contra la democracia  que hemos visto en los últimos años hay que destacar una por encima de las demás y  es la de la falta de renovación  del Consejo General del Poder Judicial, pendiente desde diciembre de 2018, lo que conculca frontalmente el artículo 122 de la Constitución y atenta contra la necesaria separación de poderes y cuestiona el pilar fundamental de la Justicia, cuya existencia es necesaria en cualquier democracia. De esta irresponsable actuación, son claramente responsables los dos partidos mayoritarios y  los presidentes del Congreso y del Senado, que simplemente están incumpliendo la ley y dando un lamentable ejemplo a la ciudadanía del que deberían responder sin ninguna duda.

Para los puestos de responsabilidad política se pueden proponer a personas de confianza, siempre ha sido así, pero han de estar capacitadas para la función a realizar y que la gestión se desarrolle con arreglo a la ley y no de manera descaradamente partidista y arbitraria incurriendo en desviación de poder e incluso prevaricación en algunos casos.

Por último, hay que estar siempre alerta y preparados para  luchar contra las dos grandes desgracias de todos los tiempos y sociedades: el populismo y el nacionalismo excluyente, a lo que tantos políticos recurren para mantenerse y perpetuarse en el poder, degradando la democracia y las instituciones en las que se sustenta y ello incumbe a todos los ciudadanos, que debemos ser conscientes de la importancia que tiene lo que está ocurriendo y valorarlo a la hora de votar. 

EDITORIAL: «Punto y aparte», ¿hacia dónde?

En su comparecencia de ayer, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, dijo que la misma constituía un «punto y aparte», pues ahora se entrará en una fase de «limpieza, regeneración y juego limpio». Pero no concretó el camino para conseguirlo. Desde Hay Derecho creemos que la actuación del presidente en estos últimos días puede ser, en efecto, un punto de inflexión, pero hacia más populismo y menos Estado de derecho.

Veamos primero cuáles son las cuestiones que han llevado al presidente a su insólita carta y al discurso citado.

La cuestión central de su carta es el gran coste personal de la dedicación a la política. El principal problema sería el acoso a través de las críticas constantes, los ataques personales,  los bulos y la utilización de eslóganes ofensivos, todo ello promovido por los medios, pero con la «colaboración necesaria» de los partidos políticos de la derecha y la extrema derecha. Estos ataques se complementarían con la utilización de las comisiones parlamentarias y la oficina de Conflicto de Intereses. Finalmente, la gota que colma el vaso sería la apertura de unas diligencias previas por un juzgado para investigar a su esposa por sus actividades profesionales, a instancia de una organización de turbio pasado. En su alocución señala además que no se puede privar de cualquier actividad a su esposa por serlo. Es difícil no estar de acuerdo con algunos de estos problemas.

Hemos denunciado a menudo que el enfrentamiento y los ataques personales impiden un diálogo político constructivo. Las redes sociales y una prensa cada vez menos profesional han degradado el nivel del debate y cada vez más se escribe para los partidarios y se exageran o manipulan las informaciones. Las tendencias populistas se han extendido, como dice el presidente, dentro y fuera de nuestras fronteras (aunque no son solo derechas, como pretende). La dialéctica amigo/enemigo y la imposibilidad de llegar a pactos amplios impide resolver los problemas importantes, tanto a corto plazo (renovación CGPJ) como a largo (pensiones, educación, etc.).

Es cierto, también, que como consecuencia de la jurisprudencia del Tribunal Supremo, el juez debe abrir diligencias previas salvo denuncias absolutamente infundadas. Como las inadmisiones a menudo son revocadas por un tribunal superior, los jueces tienden a abrir diligencias y a pedir declaración, con un daño moral muy alto para el acusado, más en el caso de políticos. También lo es que existe una absoluta falta de respeto por la presunción de inocencia por parte de los medios.

Lo que sucede es que la carta y la alocución no ponen remedio a estos problemas. Por el contrario, es un ejemplo de dialéctica amigo-enemigo, y tiene claros elementos populistas, tanto en el fondo como en la forma.

En cuanto al fondo, considera enemigo a todo el que no forme parte de su coalición de Gobierno. No acusa al sindicato Manos Limpias por la discutible denuncia sino que atribuye los ataques a «la coalición de intereses derechistas y ultraderechistas» –lo repite hasta ocho veces– englobando, por tanto, a todos los que no apoyan a su gobierno. Descalifica a la oposición en su conjunto, a la que acusa de «total ausencia de proyecto político más allá del insulto y la desinformación». Hay incluso elementos conspiranoicos, cercanos a los bulos que denuncia, cuando habla de «constelación de cabeceras ultraconservadoras», «galaxia digital ultraderechista», «baterías mediáticas y demoscópicas conservadoras» o «máquina de fango». Desgraciadamente, no es algo nuevo. En su discurso de investidura habló nada menos que 21 veces de la «derecha y la ultraderecha», y de levantar un «muro» frente a ellas. En su alocución considera que la «mayoría social» es la que le ha apoyado en estos días.

Por otra parte, hay un notable personalismo típicamente populista: los ataques a él en realidad lo son a la »opción política progresista». La llamada del PSOE a concentraciones de apoyo, las lacrimógenas adhesiones y el papel de la «empatía» de sus fieles en su decisión de quedarse producen –además de cierta vergüenza ajena– preocupación por la deriva personalista y emotivista. Esto viene agravado por el sistema de comunicación. Un presidente que no es elegido por los ciudadanos sino por el Parlamento se dirige a aquellos en una carta abierta y en una alocución sin prensa ni preguntas. Esta comunicación sin intermediarios refuerza el personalismo y desprecia al Parlamento y a los medios.

En cuanto al abuso del proceso penal, es evidente que la solución no puede ser incluir tácitamente a los jueces en la «constelación de la derecha y la ultraderecha». La consecuencia han sido ataques personales al juez y su familia, y Podemos propone ya la supresión de las mayorías reforzadas para la elección del CGPJ. Es decir, la captura del poder judicial por el político –algo que ya se planteó antes y a lo que la UE se opuso expresamente–. No parece una actuación políticamente responsable, no ya no rendir cuentas, sino no dar ninguna explicación sobre la cuestión de fondo y apelar a los sentimientos como si por ser presidente los suyos estuvieran por encima de los demás ciudadanos que se vean –y se ven habitualmente, quizá durante años– en una situación similar; algunos totalmente desconocidos y otros tan renombrados como la infanta Cristina, que tuvo pasar por una iniciativa judicial de la misma organización, Manos Limpias, por las actividades de su marido, Iñaki Urdangarin y que resultó finalmente absuelta. Sin olvidar que atacar a los familiares del adversario político no ha sido algo de lo que haya renegado el presidente y su partido, como nos es bien conocido a todos.

Por último, el papel del o la consorte del presidente no es un problema de machismo (parece que Sánchez no contempla que la presidenta sea una mujer), sino de control de los conflictos de interés.

La carta, en resumen, señala problemas reales (que por supuesto no afectan solo a Begoña Gómez), pero ahonda en la polarización y en el descrédito de las instituciones, sin cuyo correcto funcionamiento no hay Estado de derecho. Las verdaderas soluciones a estos problemas van en una dirección muy distinta a la que apunta el presidente. Para cambiar la forma de hacer política y rebajar el tono del debate, lo primero que debe hacer el presidente es convocar al principal partido de la oposición, no demonizarlo. Y el PP debe, también, abandonar discursos que refuerzan el enfrentamiento y las simplificaciones absurdas –como la de «derogar el sanchismo»–.

La solución es más compleja para los medios, porque una de sus funciones es el control del poder, por lo que hay que descartar la censura gubernativa. Desde luego hay que exigirles respeto a los derechos y a la presunción de inocencia, y se podría promover un código de conducta en materia, sobre todo, de procedimientos judiciales.

El abuso de las causas penales también se debe combatir, pero sin que ello impida la persecución de los delitos reales ni exima a los políticos de ser investigados. Se debería facilitar la persecución por denuncia falsa, o facultar a los jueces para imponer costas disuasorias en casos de denuncias o querellas cuando se revelen totalmente infundadas.

En cuanto a la actividad del consorte del presidente, también puede haber soluciones: una Oficina de Ética que pudiera controlar las actividades, además de promover un código ético para los políticos y sus familias, como ha señalado Miriam González Durántez en este artículo.

Es con la colaboración de todos, políticos, medios, jueces y ciudadanos –y no con la llamada a los fieles frente al enemigo ni con los ataques a las instituciones– como podremos pasar a otro capítulo, en el que escribamos la historia de una democracia más plena.

¿Comisiones de investigación o investigaciones a comisión?

El otro día un buen amigo me preguntaba por WhatsApp si Begoña Gómez estaría obligada a comparecer ante una comisión de investigación, si era citada. Le contesté –después de asegurarme, que la memoria es traicionera– que conforme al artículo 76 de la Constitución, «el Congreso y el Senado, y, en su caso, ambas Cámaras conjuntamente, podrán nombrar Comisiones de investigación sobre cualquier asunto de interés público. Sus conclusiones no serán vinculantes para los Tribunales, ni afectarán a las resoluciones judiciales, sin perjuicio de que el resultado de la investigación sea comunicado al Ministerio Fiscal para el ejercicio, cuando proceda, de las acciones oportunas. Será obligatorio comparecer a requerimiento de las Cámaras. La ley regulará las sanciones que puedan imponerse por incumplimiento de esta obligación». O sea, que sí. Por su lado, la Ley Orgánica 5/1984 de 24 de mayo, de comparecencia ante las Comisiones de Investigación del Congreso y Senado o de ambas Cámaras establece en su artículo 1 esa misma obligación. Y la ley, en efecto, regula la no comparecencia como delito de desobediencia en el artículo 502 del Código Penal.

La cuestión que inmediatamente me vino a la cabeza es para qué sirven, en la teoría, estas comisiones parlamentarias y para qué sirven de verdad. Como resulta de la doctrina constitucional, las comisiones sirven para dirimir responsabilidades políticas, que no jurídicas. Como dice el profesor Presno Linera en su blog, las comisiones de investigación forman parte, junto a las interpelaciones y las preguntas parlamentarias, del llamado «control ordinario» del Gobierno, es decir, del conjunto de mecanismos a través de los que se pretende que el Ejecutivo rinda cuentas de su gestión ante las Cámaras sin que ello, en principio, ponga en cuestión la estabilidad gubernamental, algo que sí se pretende cuando se ponen en marcha instrumentos de “control extraordinario” como la moción de censura. Obviamente, para que puedan las comisiones servir de control es necesario que se atribuyan a la oposición facultades reales, permitiendo que las convoquen un número relativamente bajo de diputados o senadores, como ocurre en Alemania (un cuarto de la cámara) o en Portugal (un quinto). Pero en España, el reglamento de ambas Cámaras exige el acuerdo de la mayoría, por lo que si hay mayoría estable es difícil que se constituyan o que se haga en una y no en la otra, como puede ocurrir ahora y ocurrió en el pasado. Además, las comisiones deben reflejar la composición de las fuerzas de la cámara y las decisiones se adoptarán por medio del criterio de voto ponderado. Ya se pueden ustedes ir imaginando a dónde pueden conducir unas «investigaciones», que se supone buscan la verdad de unos hechos, cuando la calificación de si una cosa es verdad o no depende de un voto en el que está incluido (sin que se aprecie al parecer conflicto de intereses) tanto el partido al que afecta el hecho investigado como su adversario.

Por otro lado, ha habido alguna doctrina del Tribunal Constitucional que esclarece la cuestión de los límites de estas comisiones: ATC 664/1984, de 7 de noviembre de 1984, la sentencia 226/2004 de 29 de noviembre, la 226/2004 de 29 de noviembre, la 227/2004 de 29 de noviembre, la 39/2008 de 10 de marzo y la 133/2018 de 13 de diciembre de las cuales se desprende que la actividad parlamentaria es estrictamente política y no jurisdiccional; no es manifestación del ius puniendi del Estado; actúa con criterios de oportunidad y debe estar exenta de cualquier apreciación o imputación de conductas o acciones ilícitas a los sujetos investigados. Por tanto, la actividad de estas comisiones no es en absoluto jurisdiccional, pues esta labor corresponde a los jueces pues, como ha señalado el Tribunal Constitucional, las comisiones de investigación hacen juicios de oportunidad política «que, por muy sólidos y fundados que puedan ser, carecen jurídicamente de idoneidad para suplir la convicción de certeza que sólo el proceso judicial garantiza (STS 46/2002); pero tampoco tienen la potestad administrativa sancionadora del Estado, que exige ciertos procedimientos. Ni pueden llamar a jueces para investigar sobre si ha habido lawfare, según parece haber quedado claro recientemente, y según las noticias más recientes, hasta parece que a los fiscales se les aplica el mismo principio», por lo que tanto el ministro Bolaños como la Fiscalía General han entendido que no debe citárseles.

Sin embargo, las comisiones de investigación, debidamente utilizadas, podrían tener un papel importante en la determinación de ciertas responsabilidades muy importantes y que a veces olvidamos: las responsabilidades políticas. Hasta tal punto las olvidamos que el otro día Baldoví, entrevistado por Alsina tras el sobreseimiento del caso de Oltra, se daba golpes de pecho por el injusto acoso sufrido por aquélla a cargo de los demás partidos; pero cuando le pregunta el periodista si ha aprendido algo de todo ello, y si va a abstenerse de atacar en el caso, por ejemplo, de Ayuso, entonces Baldoví, sin apreciar contradicción ni disonancia cognitiva alguna en sus palabras, dice que eso no tenía nada que ver y que lo de Ayuso era muy grave y que debería dimitir. Lo curioso no es la evidente ley del embudo de Baldoví, sino que Alsina no negara la mayor a Baldoví y le hiciera ver que una cosa es la responsabilidad penal, dotada de estrictas garantías por las gravísimas consecuencias que puede acarrear, y otra muy distinta la política que, seguramente, estaba muy justificada ante el mal funcionamiento de la Consejería que dirigía en el momento del abuso a la menor, unida a la intervención de su exesposo. Decía mi buen amigo y compañero de luchas Rodrigo Tena en su interesante y reciente libro Huida de la responsabilidad que, desgraciadamente, en los últimos tiempos ha triunfado la perniciosa tendencia de confundir la responsabilidad a priori típica del político (la que se asume al aceptar un cargo), en la que solo debería importar el resultado producido, con la responsabilidad a posteriori civil y especialmente penal, que siempre depende de un acto voluntario. La primera debería implicar asumir las consecuencias aunque estas no dependan de un acto imputable directamente a la voluntad (bastando el mal funcionamiento del organismo que diriges). Al político le interesa confundirlas y convencernos de que si no hay delito no hay responsabilidad de ningún tipo, pero realmente son conceptos muy distintos. Pero estas sutiles distinciones cada vez brillan más por su ausencia en una política sectarizada en la que lo único que cuenta es demostrar que la viga en el ojo del otro es más grande que la que está en el nuestro y no intentar remover la viga de su delicado alojamiento: unas investigaciones «a comisión» en la que se intentará obtener un rédito para los nuestros.

Las comisiones de investigación podrían tener un papel importante en un sistema parlamentario para dilucidar esas responsabilidades políticas. Pero es muy difícil que lo tengan en uno como el nuestro, en el que la deliberación parlamentaria se reduce a los dedos que muestre el jefe del grupo parlamentario al votar y en el que, al parecer, a todos y cada uno de los diputados les parecía bien o mal la proposición de ley de amnistía en función del grupo al que pertenecen, sin disidencia alguna. No es ya sólo que no haya cultura política, es que las mismas normas están diseñadas para que ocurra lo que está ocurriendo: un lodazal en el que en la comisión se mezclarán verdaderas responsabilidades políticas con problemas morales o personales, confundirá las políticas con las penales y la verdad con el bulo, para servir sólo como un arma arrojadiza mediática que no acarreará ninguna verdadera responsabilidad si no se dispone de la mayoría adecuada.

Este artículo es una versión ampliada del publicado en Vozpópuli.

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