¿Puede existir la buena administración con los privilegios legales que tienen las Administraciones públicas? ¿Es una ilusión? De momento, sí. Vamos a verlo.
La existencia de la llamada “buena administración” es relativa. Depende de la perspectiva en la que nos coloquemos. Desde el plano legal y jurisprudencial, la “buena administración” sí que existe. Es considerada, en unas ocasiones, como un derecho, y en otras, como un principio.
Sin embargo, para el conjunto de la ciudadanía, la “buena administración” no existe, es todavía una ilusión, en los dos significados definidos por la Real Academia Española de la Lengua: “concepto sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos” y “esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo”.
En el Estudio nº 3430, sobre la “Calidad de los Servicios Públicos”, realizado por el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), en noviembre-diciembre de 2023 (pinchar aquí), se formula la siguiente pregunta a la ciudadanía encuestada:
Conviene destacar las siguientes cifras negativas, referidas al empeoramiento de las Administraciones públicas: el 55.6% de las personas encuestadas considera que ha habido un retroceso en la sencillez de los procedimientos administrativos; el 63%, en el tiempo en resolver gestiones; el 45,4, en la información que dan a los ciudadanos y el 44% en el trato recibido.
Para muchas de las personas encuestadas, la buena administración es una ilusión, un deseo, una meta a alcanzar, pero todavía no existe. La pregunta clave es la siguiente: ¿es posible hacer real y efectiva una buena administración y, al mismo tiempo, mantener las ventajas y privilegios legales que tiene? En mi opinión, no es posible. Vamos a verlo.
Sin entrar en el debate de si la “buena administración” es un derecho fundamental, un derecho subjetivo, un principio rector de la política social y económica o un principio general del Derecho, ya que no existe un consenso jurisprudencial, lo cierto es que el Tribunal Supremo, en numerosas resoluciones (entre ellas, STS 4357, 23/10/2023 (Recurso 556/2022, pinchar aquí), considera que la buena administración está implícita en la Constitución (artículos 9.3 y 103), y reconocida en el artículo 3.1.e) de la Ley 40/2015, de Régimen Jurídico del Sector Público, y en los artículos 41 y 42 de la Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como en algunos Estatutos de Autonomía.
Hay que tener en cuenta que en la Unión Europea no existe una Ley de Procedimiento Administrativo Común como en España, por lo que se optó por reconocer expresamente el derecho a una buena administración en las relaciones con las instituciones, organismos y agencias comunitarias.
En España, el conjunto de derechos incluidos dentro del “derecho a una buena administración” (artículos 41 y 42 de la referida Carta) ya se encontraban también recogidos en la antigua Ley 30/1992, de 26 de noviembre, de Régimen Jurídico de las Administraciones Públicas y del Procedimiento Administrativo Común (actualmente, en la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones públicas, y en la Ley 19/2013, de transparencia, acceso a la información pública y buen gobierno). No estamos ante un derecho nuevo.
Dicho esto, el derecho o principio de buena administración impone a las Administraciones públicas la obligación de desplegar una conducta lo suficientemente diligente como para evitar posibles disfunciones derivadas de su actuación o resultados arbitrarios. No es suficiente el mero respeto de los procedimientos y trámites, ya que el objetivo es conseguir la plena efectividad de las garantías y derechos reconocidos legal y constitucionalmente a los ciudadanos.
Y aquí nos encontramos ya con algunas dificultades bastantes serias:
- a) Concepto jurídico indeterminado: el Tribunal Supremo tiene claro que el principio de buena administración es, por definición, casuístico. No hay ninguna solución válida para todos los casos. Hay que estar al caso concreto. ¿Cómo se mide la “diligencia debida” de la Administración? ¿Existe algún estándar objetivo? No, no existe. No es posible saberlo “a priori”.
Los compromisos asumidos voluntariamente por cada entidad pública en su carta de servicios podrían servir de guía para concretar la referida diligencia debida. Sin embargo, dichos compromisos son voluntarios y son muchas las entidades públicas que carecen de cartas de servicios realmente vinculantes.
- b) Excesivo casuismo e inseguridad jurídica: el Alto Tribunal no se cansa de repetir que hay que valorar las concretas circunstancias concurrentes en cada caso. Esta indeterminación provoca, por un lado, bastante inseguridad jurídica, tanto para la Administración como para la ciudadanía, porque no existen unas reglas previas, claras y generales a las que atenerse. Por ejemplo, ¿a partir de cuántos meses el retraso no es razonable? Depende. No se sabe. Ya se verá en cada caso.
El derecho o principio de buena administración no puede depender tanto del arbitrio judicial, ya que ello deriva en una aplicación aleatoria e impredecible.
- c) Situación injusta: Solo aquellas personas que tienen tiempo y dinero suficiente para acudir a los Tribunales de Justicia, es decir, un porcentaje muy pequeño de la ciudadanía, son las que pueden beneficiarse, si así lo estima el Tribunal en cada caso, de una aplicación real y efectiva del principio de buena administración que anule la actuación administrativa impugnada. Estamos ante importantes límites: imprevisibilidad y falta de aplicación a la generalidad de la ciudadanía.
En este sentido, hay que destacar y poner en valor el trabajo que realizan los Defensores del Pueblo (el Estatal y los autonómicos), que están aplicando el derecho o principio de buena administración en la resolución de las quejas que reciben por parte de personas que no pueden permitirse, por razones de tiempo y dinero, acudir a los Tribunales de Justicia. El inconveniente es que las resoluciones de los Defensores del Pueblo no son obligatorias para las Administraciones públicas y no siempre se cumplen.
Con todo y con eso, en mi opinión, los mayores obstáculos para conseguir que el derecho o principio de buena administración sea una realidad de verdad para el conjunto de la ciudadanía derivan del mantenimiento de los privilegios y ventajas que las leyes reconocen a las Administraciones públicas.
Si bien es cierto que la ciudadanía tiene derechos y garantías cuya protección y efectividad real trata de conseguir el derecho o principio de buena administración, no es menos cierto que las Administraciones públicas gozan de multitud de privilegios y ventajas reconocidos legalmente que, en mi opinión, van en contra de esa “buena administración”, impidiendo su existencia efectiva. Vamos a ver varios ejemplos para tratar de demostrarlo:
1) Resolver en un plazo razonable: salvo en casos concretos en los que los plazos son más reducidos (un mes para contestar solicitudes de acceso a la información pública, resolver solicitudes de licencias de obras menores, etc.), el plazo general, cuando no hay uno específico, es de 3 meses. En otros casos, los plazos pueden ser más amplios (6, 12 o 18 meses).
Como es sabido, el incumplimiento injustificado de estos plazos no tiene ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa ni tampoco disciplinaria para las autoridades o funcionarios públicos responsables de los retrasos injustificados, más allá de la caducidad de los procedimientos incoados de oficio o del silencio administrativo -en la mayoría de casos negativo-, en los casos de solicitudes presentadas por los ciudadanos.
En la práctica, las Administraciones públicas, con la socorrida excusa de falta de medios (en algunos casos aislados de pequeñas entidades locales puede estar justificada), agotan y superan con creces estos plazos con absoluta impunidad, invitando a los ciudadanos insatisfechos a que recurran ante los Tribunales si no están conformes, abusando del silencio administrativo e incumpliendo la obligación de resolver los procedimientos.
Y no resuelven, ni las solicitudes, ni los recursos administrativos, sencillamente, porque no les pasa nada malo. O el ciudadano se conforma y espera hasta la eternidad, la gran mayoría, o unos pocos, se atreven a ir a ciegas a los Tribunales. En estos casos, la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, no solo no penaliza el silencio de la Administración, sino que lo premia al permitirles a las Administraciones públicas que puedan contestar la demanda, alegando hechos y oponiendo motivos jurídicos, aunque no lo haya hecho en la previa vía administrativa, incluso, pudiendo hacerlo.
Este privilegio provoca que la Administración no tenga mucho interés en contestar al ciudadano en vía administrativa si puede contestarle sin problema en la posterior vía jurisdiccional, si es que la persona afectada acude a la misma.
Es más, la propia jurisprudencia “penaliza” a las Administraciones cumplidoras frente a las incumplidoras. Estas últimas pueden oponer todos los motivos jurídicos que estimen oportuno, mientras que las que se han preocupado de contestar al ciudadano en tiempo y forma, las “castiga” no pudiendo oponer motivos tales como la extemporaneidad, falta de legitimación, etc., si en la resolución administrativa expresa no lo han hecho.
Por ello, sale más rentable para la Administración no “pillarse los dedos” contestando expresamente las solicitudes o recursos administrativos.
Por otra parte, respecto al ámbito sancionador o disciplinario, la Ley 39/2015, de Procedimiento Administrativo Común, directamente autoriza a las Administraciones públicas a no contestar a los denunciantes, salvo que invoquen un perjuicio en el patrimonio de las Administraciones Públicas, ya que no se les reconoce la condición de interesado (artículo 62, apartados 3 y 5). En estos ámbitos sancionador o disciplinario, en los que la legislación no permite intervenir a la ciudadanía, no rige el derecho o principio de buena administración. Oscuridad absoluta.
2) Derecho de acceso a la información pública: ni la citada Ley 39/2015, ni la Ley 19/2013, de transparencia, contemplan ninguna consecuencia invalidante de la actuación administrativa por la imposibilidad de acceder a la información pública (por ejemplo, nulidad de pleno derecho de la norma reglamentaria o anulación de los actos administrativos).
Se impide el acceso a la información a sabiendas de que son muy pocas las personas que pueden acudir a los Tribunales para, en el mejor de los casos, acceder años más tarde a una información que ya habrá perdido buena parte de su utilidad, asumiendo el riesgo a tener que pagar las costas judiciales si pierden el pleito -el tiempo medio en obtener una sentencia judicial firme es de año y medio a dos años, más el tiempo que tarde la Administración en cumplirla de forma efectiva-.
Algunas resoluciones dictadas por el Consejo de Transparencia estatal y los consejos o comisiones autonómicas, aunque son obligatorias, tampoco se cumplen de forma voluntaria por las Administraciones, sin que las autoridades administrativas puedan imponer multas coercitivas o sanciones.
Como sabemos, el plazo de respuesta para acceder a la información pública es distinto según la condición del solicitante: un mes (un ciudadano cualquiera), 5 días naturales (concejales y diputados locales) y acceso inmediato (interesados en un procedimiento administrativo).
Respecto a los interesados, aunque el artículo 53.1.a) de la citada Ley 39/2015 no contempla ningún plazo, el acceso debe entenderse que es inmediato para no generar indefensión, y más, desde el 1 de enero de 2024, con la entrada en vigor del Convenio del Consejo de Europa sobre acceso a los documentos públicos de 2009 (artículo 5.4).
El problema es que, incluso si se impide el acceso a la información obrante en un expediente a los interesados en el mismo, la jurisprudencia tampoco reconoce efectos invalidantes a este incumplimiento si no se ha producido una indefensión material, la cual en muy pocos casos se produce porque la persona afectada suele tener acceso a la información cuando accede al expediente administrativo remitido al Tribunal, si es que ha interpuesto un recurso contencioso-administrativo.
De ahí deriva la tranquilidad con la que se impide el acceso a la información obrante en un expediente administrativo, incluso, al propio interesado en el mismo.
3) Motivar las decisiones administrativas: la Administración tiene el privilegio de poder motivar sus decisiones en cualquier momento, bien en vía administrativa, bien en vía jurisdiccional. Si lo puede hacer más tarde, porque así lo permite la Ley 29/1998, Reguladora de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa, y lo tiene que hacer únicamente ante los pocos ciudadanos que recurren a los Tribunales, ¿por qué se van a molestar y hacerlo antes en vía administrativa?
Las Administraciones públicas se ahorran tiempo, trabajo y dinero, ya que no necesitan invertir en personal técnico que sepa redactar las motivaciones.
Otro privilegio más, por si no fueran suficientes: las decisiones administrativas, incluso las manifiestamente injustificadas o arbitrarias, si no se recurren en tiempo y forma, devienen firmes e inatacables, y solo pueden ser revisadas de oficio, previo informe favorable del Consejo de Estado u órgano consultivo equivalente de la Comunidad Autónoma, por la Administración, o a través del limitado y excepcional recurso extraordinario de revisión.
Se dicta un acto arbitrario como un piano, sin justificación alguna, y no pasa nada. Como el ciudadano no presente el recurso administrativo en el plazo de un mes o acuda a los Tribunales en el plazo máximo de dos meses, está perdido.
La presunción legal de validez de los actos administrativos despliega todos sus efectos de manera inexorable para consagrar definitivamente los actos arbitrarios, los carentes de la más mínima motivación, incluso aquellos que se emiten utilizando un modelo de escrito tipo o estereotipado para cualquier caso. El artículo 47 de la Ley 39/2015 debe ampliar la nulidad de pleno derecho a los actos carentes de motivación. De esta manera, al menos, las personas afectadas podrían solicitar a la Administración la revisión de oficio al amparo del artículo 106.1 de la referida Ley 39/2015.
4) Dar audiencia al ciudadano antes de tomar una decisión que le afecte: el incumplimiento de esta obligación tampoco tiene consecuencias invalidantes de la actividad administrativa. La jurisprudencia considera que, si se no se ha producido una indefensión material, se trata de “meras irregularidades formales no invalidantes”, convalidando “a posteriori” estas ilegalidades.
5) Tratar los asuntos de forma imparcial: este objetivo se ve comprometido en muchos asuntos porque las autoridades políticas tienen libertad absoluta para controlar todos los puestos directivos y de jefaturas de servicios de las Administraciones públicas, a través del abuso de la “libre designación” (nombramiento a dedo y cese justificado en la pérdida de confianza), en detrimento del incómodo concurso de méritos, y mediante la colocación de personal eventual (asesores) en puestos de dirección.
Conviene recordar que las Administraciones públicas deben servir los intereses generales (artículo 103.1 de la Constitución Española), no los intereses partidistas de las autoridades políticas que las dirigen en cada momento. La colonización de los puestos de dirección de las Administraciones públicas por personas afines a los partidos políticos restan credibilidad y confianza en la objetividad que debe presidir en todo momento las decisiones y actuaciones administrativas.
6) Reparar los daños causados: los ciudadanos tienen el derecho a ser indemnizados de las lesiones antijurídicas que no tengan la obligación de soportar. Esta es la teoría. En la práctica, el procedimiento administrativo y judicial para obtener una indemnización es largo y muy complicado. La jurisprudencia aplica unos criterios interpretativos muy restrictivos respecto a la realidad del daño, la relación de causalidad y la diligencia exigible a la Administración para la imputación de los daños con la finalidad de no convertir al Estado en un asegurador universal.
Las Leyes 39 y 40 del 2015 configuran un procedimiento de reclamación de la responsabilidad patrimonial con un régimen jurídico muy favorable para las Administraciones públicas. Si en 6 meses no hay respuesta expresa a la reclamación, el silencio es negativo. Esto explica el reiterado incumplimiento de la obligación de resolver en este ámbito. Si el silencio fuera positivo, otro gallo cantaría. Al menos, se tramitarían los procedimientos y contestarían a las reclamaciones.
Otro beneficio más: las autoridades políticas y los funcionarios no responden directamente con su patrimonio de los daños causados por sus acciones u omisiones. Deciden libremente a sabiendas que la responsabilidad de sus decisiones será asumida por los presupuestos públicos, es decir, por el conjunto de los ciudadanos. Aunque la Administración condenada al pago puede repetir luego contra los responsables, se trata de una posibilidad anecdótica de la que apenas se ha hecho uso.
7) Protección de la intimidad (datos personales): las Administraciones públicas no pueden ser sancionadas por incumplir la normativa sobre protección de los datos personales. La Agencia Estatal de Protección de Datos (AEPD) solo puede emitir apercibimientos, sin consecuencia económica alguna ni para la Administración, ni para la autoridad política o funcionario responsable de la vulneración.
Esto explica el escaso interés que muestran algunas Administraciones públicas en la protección de los datos personales, salvo para denegar el acceso a la información pública por este motivo, ya que es una de las excusas preferidas para impedir que los ciudadanos puedan defenderse y ejercer sus derechos o controlar y participar en la gestión de los asuntos públicos.
8) Respetar las lenguas oficiales: el incumplimiento del derecho a dirigirse a las Administraciones públicas en cualquiera de las lenguas oficiales y a recibir una contestación en esa misma lengua, tampoco constituye una causa de nulidad de los actos administrativos. El atropello de este derecho sale gratis para las autoridades o funcionarios responsables. No se contempla en la legislación administrativa ninguna consecuencia.
9) Lenguaje fácil: según la encuesta del CIS que se ha mencionado, el 35,7 % de las personas encuestadas consideran que, en los últimos 5 años, las Administraciones públicas han empeorado respecto a la utilización de un lenguaje más accesible.
Los escritos son excesivamente técnicos para que los ciudadanos los entiendan. Esta situación genera mucha frustración y desconfianza porque la persona destinataria del escrito se siente indefensa y no sabe lo que tiene que hacer. Hay que recordar que los ciudadanos no están obligados a relacionarse con la Administración a través de un abogado. La gran mayoría de las personas no pueden pagar sus honorarios.
El problema principal sigue siendo que los Tribunales de Justicia no anulan los actos administrativos que utilizan un lenguaje incomprensible porque las personas que tienen el tiempo y dinero para recurrirlos necesitan hacerlo a través de un abogado, quien está familiarizado con ese lenguaje y no tiene problemas para entenderlo.
La situación grave se produce en los casos que no se recurren ante los Tribunales, que son la gran mayoría, en los que las personas destinatarias de las comunicaciones administrativas no entienden nada. Y, encima, la actuación de la administración se presume válida y surte plenos efectos.
En mi opinión, las personas afectadas podrían solicitar la nulidad de pleno derecho de los actos administrativos incomprensibles, al amparo de lo dispuesto en el artículo 47.1.c) de la Ley 39/2015, porque tienen un “contenido imposible”.
Dicho todo lo anterior, además de todas estas ventajas o privilegios legales que tiene la Administración, la aplicación del derecho o principio de buena administración también se complica con la presunción de legalidad y validez de los actos de las Administraciones Públicas sujetos al Derecho Administrativo (artículo 39.1 de la Ley 39/2015) y con la autotutela administrativa materializada en la ejecutividad y ejecutoriedad de dichos actos administrativos (artículos 97 y 98 de la referida Ley 39/2015); potestades y privilegios que tratan de hacer efectivo y real el principio constitucional de eficacia de las Administraciones públicas (artículo 103.1 Constitución española).
Con un ejemplo se verá más claro. Una persona recurre una liquidación tributaria. La Administración no contesta al recurso, incumple su obligación de resolver de forma motivada, y emite el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio. El Tribunal Supremo anula dicha la providencia porque la falta de respuesta al recurso supone un incumplimiento del principio de buena administración.
Sin embargo, tanto la Ley General Tributaria, como la Ley de Procedimiento Administrativo Común, dicen claramente que la presentación de los recursos administrativos no tienen efectos suspensivos, por lo que la Administración tributaria podía y debía dictar el siguiente acto administrativo, la providencia de apremio, aunque no hubiera contestado al recurso administrativo. ¿Se puede aplicar el principio de buena administración en contra de las potestades legales de las Administraciones públicas? Está claro que no.
Ningún derecho es absoluto ni su ejercicio puede ir en contra de la Ley. El derecho-principio de buena administración no puede convertirse en un cajón desastre en el que quepa cualquier cosa.
En mi opinión, la existencia real y efectiva de la “buena administración” necesita importantes cambios legales para que deje de ser una mera “ilusión”.
- a) Por un lado, aclarar, en las Leyes 39/2015 y 40/2015, el concepto de buena administración, indicando si es un derecho o un principio, delimitando el contenido mínimo de lo que debe entenderse por “estándar de diligencia debida”, y fijando unos criterios interpretativos.
- b) Por otro lado, también es necesario eliminar, limitar o delimitar, en cada caso, los distintos privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, reconocidas expresamente o permitidas en distintas leyes administrativas (por ejemplo, Ley 39/2015, Ley 40/2015, Ley 29/1998, EBEP, etc.), que impiden o desincentivan el respeto al derecho-principio de buena administración.
Se trata de lograr una Administración ágil que cumpla con el principio constitucional de eficacia (art. 103) en igualdad de armas que los ciudadanos, eliminando los injustificados privilegios que la legislación sigue reconociéndole, los cuales son más propios de una Administración del siglo pasado, donde las personas eran “administrados” y no “ciudadanos”.
Un derecho vale lo que valen sus garantías. Si el derecho a “una buena administración” sigue obstaculizado por la multitud de privilegios y ventajas legales que tienen las Administraciones públicas, no dejará de seguir siendo una mera “ilusión”.
Funcionario de carrera, desde 1990, comenzó su trayectoria laboral como auxiliar administrativo en el Ayuntamiento de San Vicente del Raspeig (Alicante). Durante ese tiempo, compaginó su labor con sus estudios y obtuvo su título en Derecho en 1996. Posteriormente, aprobó la oposición de Letrado en la Diputación de Alicante en 1998, consolidando así su carrera en el ámbito jurídico.
Actualmente, se desempeña como Técnico Jurídico en el Defensor del Pueblo de la Comunidad Valenciana. Impulsado por su desencanto frente a la opacidad y el silencio administrativo, decidió emprender una investigación profunda que culminó en su tesis doctoral titulada “La transparencia informativa de las Administraciones Públicas. El derecho de las personas a saber y la obligación de difundir información pública de forma activa”, la cual recibió la máxima calificación: sobresaliente «cum laude».