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Hay Derecho promueve la reforma de la LOPJ en el Congreso en un momento decisivo

En estas fechas tan cruciales para la independencia judicial, Hay Derecho ha decidido remitir una carta a los diputados con el objeto de que adquieran consciencia de la importancia de la votación sobre las enmiendas a la LOPJ, cuya aprobación pende, según parece, de la decisión de 6 de ellos. Dicha carta dice lo siguiente:

 

 

 

Estimad@ diputad@:

La razón por la que nuestra Fundación, activo miembro de la sociedad civil en defensa del Estado de Derecho y de las instituciones, se decide a adoptar una medida tan directa como escribirle es que considera su obligación hacer ver a los representantes políticos el momento decisivo en el que nos encontramos: la votación de este jueves 20 en el Pleno del Congreso de las enmiendas del Senado a la Ley Orgánica del Poder Judicial (concretamente, las que modifican los artículos 567, 572, 574 y 575). La posición que se adopte en relación con una cuestión tan importante como la independencia del poder judicial va a influir a medio y largo plazo, pero también a corto.

La despolitización del órgano máximo del Poder Judicial es una necesidad imperiosa y ha sido reclamada durante décadas por la sociedad civil, por toda la carrera judicial y por diversos organismos internacionales. La Constitución previó que el Poder Judicial fuera dirigido por un Consejo de veinte miembros mixto y plural, formado tanto por jueces y magistrados (12 vocales) como por juristas de reconocido prestigio (8 vocales), e integrado por todas las categorías judiciales, todo ello para garantizar un equilibrio tanto entre los miembros del Consejo como entre los que los elegían (el Congreso, el Senado y los propios jueces).

Ese equilibrio se quebró con la aprobación de la Ley Orgánica del Poder Judicial del año 1985, cuando se decidió que los políticos elegirían a todos los miembros del CGPJ. Debe recordarse, en este sentido, que la carrera judicial no es la misma que entonces. Las razones que en su día motivaron la reforma no son válidas hoy: basta conocer a unos cuantos jueces para advertir su profesionalidad y la enorme diversidad que existe en su origen social. En este año 2018, es hora de avanzar en el fortalecimiento de la democracia liberal, y a ustedes se les ha presentado una oportunidad de oro para ello.

Un sistema político no puede funcionar adecuadamente si sus engranajes no son independientes y no se contrapesan. No hay forma de mantener un sistema democrático si no hay separación real de poderes, representación política y un sistema de libertades. Pues bien, la experiencia ha demostrado que el sistema actual, tal y como funciona en la práctica, es claramente pernicioso para la independencia judicial y especialmente para la imagen de esa independencia, como se ha manifestado públicamente durante el último intento de negociación entre los partidos políticos.

A medio y largo plazo, la supervivencia de nuestro sistema en un mundo alterado por profundos movimientos sociales de diverso signo está en mantener estos principios esenciales. Y ello sucede igualmente respecto del corto plazo: el éxito del juicio de los dirigentes catalanes inmersos en el proceso secesionista sea cual sea su desenlace final, y el de cualquier otro juicio con trascendencia política, dependerá en buena parte de que el Juzgador esté libre de sospecha, y mal lo estará si hay sombras de duda sobre el modo en que los jueces hayan podido ser elegidos. No creemos que ahora sea así, pero es cierto que no basta con ser honrado, sino que hay que parecerlo. Y, con el sistema actual, puede no parecerlo.

Pocas veces las circunstancias se alían para que una propuesta tan importante como ésta, que implica renuncias, pueda aprobarse. Es pues un momento decisivo que está en su mano inclinar del lado de la libertad y del Estado de derecho o de la politización de las instituciones, el clientelismo y, con el tiempo, de la decadencia e irrelevancia de nuestro país.

Ignacio Gomá Lanzón

Presidente de la Fundación Hay Derecho

La Fiscalía española es una institución débil

La Fundación Hay Derecho presenta un informe sobre la Fiscalía española en comparación con otros países europeos, elaborado en colaboración con el Grupo de la Alianza de los Liberales y Demócratas por Europa (ALDE).

La Fundación Hay Derecho presentó el pasado jueves 15 de noviembre en la sede del Parlamento y la Comisión Europea de Madrid un estudio comparado sobre las Fiscalías en España, Portugal, Italia, Francia y Alemania en un acto que contó con la participación de Javier Nart, eurodiputado de Ciudadanos e Ignacio Prendes,  Vicepresidente del Congreso portavoz de la formación naranja en la Comisión de Justicia en el Congreso.

El estudio, dirigido por Elisa de la Nuez, Secretaria General de Hay Derecho, y Carlota Tarín, responsable de investigación de la misma fundación, forma parte de la serie de estudios institucionales que viene realizando Hay Derecho con la finalidad de realizar propuestas de mejora institucional de organismos clave para el Estado de Derecho, partiendo de la perspectiva comparada. En este caso se analizaron las Fiscalías de Alemania, Italia, Francia, Portugal y España.

Falta de contrapesos, autonomía y precariedad de medios.

El informe presentado revela que la Fiscalía española es una institución débil que carece de los contrapesos necesarios para funcionar adecuadamente, que carece de sistemas de evaluación objetiva del rendimiento para permitir la promoción profesional en base a los principios de mérito y capacidad y que tiene muy poca autonomía y una relativa falta de recursos materiales y humanos en perspectiva comparada.

En ese sentido, Salvador Viada, fiscal del Tribunal Supremo y ponente durante la Jornada, señaló uno de los principales defectos del sistema judicial español: “la ausencia de contrapesos al Fiscal General del Estado”. A su modo de ver, esto hace que nos encontremos “ante una estructura politizada que siempre acaba prevaleciendo”.

Escarlata Gutiérrez, Fiscal Adjunta a las Secciones contra la criminalidad informática y de delitos económicos en la Fiscalía Provincial de Ciudad Real, apuntó a la necesidad de dotar de más medios a la carrera fiscal para que puedan ser “realmente eficaces” en su actividad profesional.

Como principales recomendaciones, Elisa de la Nuez y Carlota Tarín comentaron la importancia de contar con órganos internos que actúen como contrapesos al poder casi omnímodo del Fiscal General del Estado (como ocurre en otros países) de dotar a la Fiscalía de un sistema de evaluación del rendimiento de los fiscales para garantizar su promoción basado en méritos (España es el único país del estudio que no cuenta con evaluaciones periódicas de este tipo) o de mejorar la autonomía presupuestaria para gestionar sus propios recursos entre otras cuestiones relevantes. Dotar de la necesaria transparencia y publicidad a las instrucciones que se dictan (en especial a las particulares) y mejorar la rendición de cuentas son también asignaturas pendientes.

Finalmente, el estudio hace especial hincapié en la necesidad de supervisar las siempre complejas relaciones de la Fiscalía con el Poder Ejecutivo que tantas tensiones genera en un modelo institucional en el que siempre existe la tentación de considerar a la Fiscalía como el brazo ejecutor del Gobierno y no como una institución independiente que debe de velar por la defensa del principio de legalidad.

Acto día 29: “Diez años de crisis financiera desde la perspectiva del Estado de Derecho”

Diez años han transcurrido ya desde que la tremenda crisis financiera de 2008 azotara las economías de muchos países y, por supuesto, de manera severa la española. Las consecuencias no han sido sólo económicas, sino también políticas. La condena a la exclusión social de muchos ciudadanos ha provocado que emerjan partidos populistas (de extrema derecha e izquierda), que están haciendo tambalear hasta los cimientos de la Unión Europea. De hecho, nuestra historia nos brinda ejemplos de que en la antesala de graves acontecimientos políticos y sociales que preferimos no recordar,  ha existido una profunda crisis económica. El tiempo transcurrido permite evaluar las causas de esta crisis y, lo que es más importante, preguntarnos, ¿hemos aprendido algo o seguimos cometiendo los mismos errores?

La debilidad de las instituciones y los conflictos de interés en el sector financiero han debilitado el Estado de Derecho. Ello ha podido tener un papel relevante en el desarrollo de esta crisis financiera y conviene hacer un análisis desde esta perspectiva. ¿Es la opinión pública consciente de los problemas institucionales y regulatorios de fondo que puso de manifiesto la crisis financiera? ¿Han mejorado nuestras instituciones y nuestra regulación?

Todas estas cuestiones serán tratadas en una jornada donde analizaremos “La crisis financiera desde la perspectiva del Estado de Derecho y del fortalecimiento institucional”. El acto tendrá lugar el jueves 29 de noviembre de 2018, a las 19:00 horas, en la Sede del Consejo General de la Abogacía (Paseo de Recoletos, 13)

Intervienen:

  • Carlos Arenillas.Ex-vicepresidente de la CNMV – Comisión Nacional del Mercado de Valores (2004-2008). Economista.
  • Aristóbulo de Juan.Ex-Director del Banco de España; Consultor Internacional especializado en Banca.
  • Santos González.Presidente de la Asociación Hipotecaria Española.
  • Matilde Cuena.Catedrática de Derecho Civil por la Universidad Complutense; Vicepresidenta de la Fundación Hay Derecho; Coautora del libro colectivo de Sansón Carrasco “Contra el capitalismo clientelar”.

Modera:

  • Carlos Sebastián.Catedrático jubilado de Teoría Económica; Autor del libro “España estancada”.

Polarización: reproducción de la tribuna publicada en El Mundo

Si alguien nos hubiera dicho después de la irrupción de los nuevos partidos en el panorama nacional allá por el 2014 o 2015 que casi cuatro años después el escenario político sería tan complejo probablemente pocos lo hubiéramos creído. A priori, más partidos políticos en liza supone una buena noticia para una democracia representativa liberal: hay más oferta democrática, más pluralismo, más diversidad y una necesidad mayor de llegar a acuerdos con unos y con otros e incluso de intentar gobiernos de coalición. Si además los nuevos partidos vienen con ganas de renovar el sistema político y de adaptarlo a las nuevas generaciones para atender las necesidades de nuestra sociedad lo lógico era pensar que su irrupción solo podía ser para bien.

Y sin embargo lo que estamos viendo estos días no invita demasiado al optimismo, al menos en términos políticos. En línea con lo que está ocurriendo en otras democracias de nuestro entorno, la polarización política y social no deja de crecer y las posturas de los partidos están cada vez más alejadas. Los viejos y los nuevos partidos compiten de nuevo en el eje derecha-izquierda que algunos quizás prematuramente pensábamos que estaba relativamente amortizado. Es más, esa competición a cuatro radicaliza las posturas hacia la izquierda y la derecha respectivamente vaciando el centro político. Nada por otra parte que no veamos en otras democracias liberales. Pero en España el problema añadido del nacionalismo y en particular la amenaza del independentismo catalán endurece particularmente las posiciones y suscita un nuevo eje de competición electoral de corte identitario que se superpone al anterior y que contribuye todavía más a la confusión en la medida en que algunos partidos situados a la izquierda se manifiestan como identitarios esencialistas (pero de identidades no españolas) y algunos situados más a la derechas como identitarios no esencialistas (pero de la identidad española) pasando por toda la escala de grises intermedia. El caos político resultante no es desdeñable, con partidos de izquierdas demostrando una gran comprensión hacia procesos de nacionalismo excluyente de corte xenófobo que son muy similares a los movimientos de ultraderecha de Italia o Francia, acusando a los partidos a su derecha que defienden la unidad nacional de crispar la convivencia o directamente de fascistas o fachas, en la versión castiza. Un panorama poco alentador.

El problema es que la polarización política y no digamos ya la social puede llevar a la ingobernabilidad y sobre todo a la imposibilidad de realizar las reformas estructurales que el país pide a gritos y que es difícil, por no decir imposible, que se puedan abordar desde políticas de bloques, suponiendo, que es mucho suponer, que alguno de los bloques alcance la mayoría suficiente para imponerse al otro. La presente legislatura es una buena prueba de ello; cuando termine podremos hacer el balance no tanto de lo que se ha hecho –poco- si no de lo que se ha dejado de hacer por falta de acuerdos transversales, que es casi todo. Ya se trate de pensiones, educación, desigualdad, reforma fiscal, lucha contra la corrupción, mercado de trabajo, regeneración institucional o solución del problema político catalán en poco hemos avanzado más allá del diagnóstico, cada día más afinado por los expertos y la sociedad civil y cada día más impotente. Cada uno puede escoger su problema favorito con la seguridad de que cuando termine esta legislatura seguirá en el mismo punto que cuando empezó.  Pero el tiempo se agota y con él la paciencia de los ciudadanos.

La pregunta es cuánto tiempo puede soportar una sociedad crecientemente polarizada una sucesión de gobiernos y de parlamentos inoperantes y gesticulantes, con los consiguientes costes de oportunidad. Y más una sociedad que ha hecho un curso acelerado de maduración cívica, de manera que se muestra mucho más exigente con sus élites que hace cuatro años. Lo que antes se toleraba (a veces por pura ignorancia y desconocimiento) ahora sencillamente no se aguanta. La entrada en la cárcel –que casi ha pasado inadvertida por descontada- de personajes como Rodrigo Rato, antaño todopoderoso Vicepresidente del Gobierno y Ministro de Economía además de Presidente del FMI nos da una idea de los cambios que hemos experimentado como sociedad. Pero precisamente cuando los españoles nos hemos despertado y demandamos neutralidad institucional, separación de poderes, luchar contra el clientelismo, ética pública, políticas basadas en evidencias o rendición de cuentas (demandas todas ellas propias de democracias avanzadas sin las cuales es difícil resolver los problemas que tenemos) resulta que nuestros principales partidos responden con una oferta donde estas cuestiones desaparecen o son escamoteadas tras una lluvia de descalificaciones e insultos. El adversario o competidor político o incluso el aliado de ayer -no está tan lejano el pacto fallido del PSOE y Cs que incorporaba una serie de reformas estructurales muy ambiciosas- se ha convertido en un enemigo mortal al que no se le reconoce ninguna legitimidad moral. No olvidemos que convertir el reproche político en reproche moral es un rasgo típico de intolerancia.

Pues bien, si hay algo preocupante en una democracia liberal que pretende seguir siéndolo es la intolerancia frente al adversario, máxime cuando el voto está muy fragmentado y es imprescindible llegar a acuerdos para poder gobernar. Si además hay que reformar aspectos esenciales de un sistema político e institucional que se está quedando obsoleto a ojos vistas para enfrentarse con los retos de una sociedad muy distinta a aquella para la que fueron diseñados lo deseable es que estos acuerdos sean lo más amplios posibles. Algo parecido a lo que España pudo conseguir –no sin mucho esfuerzo y generosidad por parte de todos- en 1978 cuando desmontó una dictadura nacida de los movimientos fascistas de los años 30 del pasado siglo convirtiéndola en una democracia moderna que, con todos sus problemas, era y es perfectamente homologable con la de otros países avanzados.  Por eso la crisis que padece es también muy parecida a la que están sufriendo nuestros vecinos.

En todo caso no debemos olvidar que los datos objetivos nos demuestran que España es un buen sitio para vivir. Los estudios nos dicen que nuestra esperanza de vida será la más alta del planeta en 2040 cuando superaremos a Japón, o que nuestro sistema sanitario es el tercero más eficiente del mundo. También que somos el quinto país más seguro para vivir, y, lo que es muy interesante, que los españoles en conjunto no tenemos sentimientos de superioridad sobre los vecinos ni padecemos de la fiebre del supremacismo, al menos por ahora. Afortunadamente los brotes de supremacismo catalán no nos han contagiado al resto. Los estudios sociológicos muestran que nuestra tolerancia hacia la diversidad y la inmigración es también muy alta mientras que nuestra conciencia nacional relativamente débil, lo que es también una ventaja para organizar la convivencia en torno a un patriotismo cívico o a la coexistencia de varias identidades no esencialistas o excluyentes. En este sentido, nuestra historia reciente puede ser una ventaja frente a la de otros países con un proceso de construcción nacional que siempre se ha considerado más exitoso, como Francia.

También es cierto que,  pese a todo lo anterior, tenemos una autoestima más bien baja al menos en términos comparativos: nos creemos peores de lo que somos, quizás porque somos conscientes de que podríamos hacerlo mucho mejor. No parecen malos mimbres para conseguir encauzar las cosas y resolver nuestros problemas que, después de todo, parecen menos graves y amenazantes que los que teníamos cuando murió Franco y que compartimos con todas las democracias liberales por lo que también es posible aprender de sus errores y cooperar con ellas para buscar posibles soluciones, especialmente en el ámbito de la Unión Europea.

Pero conviene no ser tampoco demasiado complacientes con nuestras indudables fortalezas. No podemos permitirnos otra legislatura perdida con gobiernos monocolores inoperantes y débiles y una polarización extrema que impida llegar a acuerdos transversales porque nos jugamos mucho, quizás el propio futuro de nuestra democracia liberal. Porque incluso una sociedad tan tolerante, abierta y resistente como la española puede ser incapaz de soportar mucho tiempo más una situación política que está tensando hasta el límite todas las costuras del sistema y unos políticos que no son capaces de detener la degeneración creciente de nuestra vida pública. Ya hemos visto en otros países lo que puede ocurrir cuando una parte importante de la ciudadanía se desentiende de sus instituciones democráticas porque piensa que sus opiniones y sus votos no sirven para nada y llega a la conclusión de que es mejor romper el tablero poniéndose en manos de un hombre fuerte, es decir, de un caudillo por emplear un término que lamentablemente no es familiar. Y es que, para bien o para mal, no somos tan distintos de nuestros vecinos.

Por ese motivo convendría que desde la sociedad civil marquemos el paso y no caigamos en los cantos de sirena que nos lanzan nuestros partidos porque aunque quizás les puedan suponer importantes réditos electorales a corto plazo también pueden poner en riesgo a medio plazo lo que tanto nos ha costado conseguir: nuestra democracia representativa liberal que, con todos sus fallos y sus necesidades de reforma, sigue siendo el mejor sistema de gobierno conocido y también el más adecuado para enfrentarnos a los retos del futuro.

 

 

 

 

 

Por qué es indignante que ya sepamos quién será el próximo presidente del Supremo y CGPJ

Tal vez las siguientes dos frases ayuden a entender el motivo por el cual la Justicia pierde su credibilidad día a día en España:

«El Consejo General del Poder Judicial estará integrado por el Presidente del Tribunal Supremo, que lo presidirá, y por veinte miembros nombrados por el Rey por un período de cinco años. El Presidente del Tribunal Supremo será nombrado por el Rey, a propuesta del Consejo General del Poder Judicial».

«PSOE y PP acuerdan que el conservador Marchena presida un Poder Judicial de mayoría progresista».

La primera frase (dividida en dos enunciados) es un texto extraído de los artículos 122.3 y 123.2 de la Constitución Española; la segunda, un titular de prensa de ayer por la mañana, concretamente del diario El Mundo. La contradicción entre una y otra es palpable, pero iré por partes para tratar de exponer adecuadamente el dislate que significa:

1.- En primer lugar, lo más obvio: una auténtica democracia no funciona sin una verdadera separación de poderes y un Estado de Derecho fuerte. Hace casi 300 años, el Barón de Montesquieu publicó su famoso ensayo El espíritu de las leyes, en el cual proponía la separación de poderes y la monarquía constitucional como mejor alternativa frente al despotismo ilustrado. Esta idea ha sido acogida, de una manera u otra, por todas las democracias occidentales modernas.

2.- Cuando España devino una democracia y promulgó su Carta Magna en el año 1978, pretendió una verdadera separación entre los tres poderes del Estado, a saber el Legislativo, el Ejecutivo y el Judicial. Respecto del que ahora nos ocupa, el Poder Judicial, la Constitución previó (art. 117) lo siguiente: (i) que la justicia emana del Pueblo, (ii) que se administra por Jueces y Magistrados y (iii) que éstos serán independientes, entre otras cosas. Asimismo, al efecto de organizar el conjunto de los jueces, se creó el Consejo General del Poder Judicial como órgano de gobierno de aquéllos.

3.- Pues bien, cuando en el artículo 122.3 de la Constitución se plasmó que ese Consejo General del Poder Judicial estaría integrado por el presidente del Tribunal Supremo y por 20 vocales, y que, entre esos 20 vocales, habría 12 jueces y 8 juristas de reconocida competencia, se pretendía garantizar un equilibrio en el órgano de gobierno del Poder Judicial. Los 8 vocales no procedentes de la carrera judicial (los juristas de reconocida competencia) serían elegidos 4 por el Congreso y 4 por el Senado. De esa forma, existiría un equilibrio en el CGPJ entre jueces y no jueces, pero siempre garantizando la mayoría de los primeros y que, en todo caso, la carrera judicial participase activamente en la elección de aquéllos que han de organizar el Poder Judicial en su conjunto. Y es que, respecto de los otros 12 vocales, se entiende –o se entendía en un principio– que serían elegidos entre jueces y por jueces.

4.- El Gobierno de Felipe González, al que se le atribuye el famoso «Montesquieu ha muerto» (la separación de poderes ha muerto), lo entendió de una manera distinta: cuando el artículo 122.3 de la CE dice que, de los 20 vocales, 12 lo serán «entre Jueces y Magistrados de todas las categorías judiciales», lo que en realidad se quería decir es que serán elegidos entre jueces, pero no necesariamente por jueces. Y, así, en el año 85 aprobó la Ley Orgánica del Poder Judicial, actualmente vigente, que proponía que, de los 20 vocales del CGPJ, a 10 los elegiría el Congreso y a los otros 10 el Senado. Los jueces no elegirían a ninguno.

Esto, que perdura aún (en un momento político e histórico muy delicado), afecta gravemente a la separación de poderes, porque el Poder Legislativo (y a menudo el propio Ejecutivo) influye directamente en la elección de los miembros que más mandan en el Poder Judicial, y que son los encargados de nombrar a todos los altos cargos de la Judicatura, además de ostentar competencias importantes en materia de ascensos y otros asuntos de relevancia. La confusión entre los tres poderes del Estado es total.

Esta vez, debe recordarse, la renovación de los vocales no habrá sido posible sin la colaboración de 3 asociaciones judiciales (la única que se ha desmarcado es Foro Judicial Independiente), que se han plegado promoviendo a sus candidatos. Vean aquí la lista de candidatos admitidos.

5.- Pero cuando, además de lo anterior, PP y PSOE pactan y encima alardeando de ello quién va a ser el Presidente del CGPJ y, por tanto, del Supremo, la imagen de la independencia del Poder Judicial queda por los suelos. Recordemos que los artículos 122 y 123 de la Constitución establecen que el presidente del CGPJ será el presidente del Supremo y que a éste lo nombra el Rey, a propuesta de los 20 vocales. Nada se dice sobre el Congreso o el Senado. Todo lo cual contrasta terriblemente con la ominosa ostentación que los dos viejos partidos, con la connivencia de Podemos y los partidos nacionalistas, hacen de su reparto, no ya de los 20 vocales del CGPJ, sino directamente de su presidente, que según la Constitución debe ser elegido por los 20 vocales y no por los partidos.

6.- Presumir de que los partidos mayoritarios se reparten el órgano de gobierno del Poder Judicial nos parece tremendo. Pero ya presumir de que se ha pactado quién será su presidente es algo tan torpe, y tan diametralmente opuesto a lo establecido en la Constitución, que no se alcanza a comprender por qué el PP y el PSOE no lo esconden (será que ya les trae sin cuidado lo que pensemos) y al menos fingen un poco que serán los 20 vocales –y no ellos– quiénes elegirán (es decir, propondrán al Rey) a su presidente cuando llegue el momento oportuno, que todavía no ha llegado porque ni siquiera han sido elegidos.

Todo ello nos sugiere otra cuestión: ¿qué tipo de vocales del CGPJ son los que saben de estas noticias y no se sienten, lamentablemente, unos meros títeres de Casado y Sánchez? No entendemos cómo puede ilusionarles llegar a este puesto de un modo tan humillante. El desprestigio es total y prestarse a este regateo, por muchas prebendas presentes y futuras que acarree el cargo, dice bien poco de los nuevos vocales. Imagínese el día en que, poco después de haber sido nombrado vocal del CGPJ, le toca a usted reunirse con los otros 19 vocales para elegir a su presidente, cuando ya sabe desde hace meses quién ha de ocupar el cargo.

7.- Al margen de lo anterior, pienso que este artículo no debe olvidar el papel que en este escándalo ha desempeñado el llamado cuarto poder del Estado (según dicen algunos, el más poderoso de todos), los medios de comunicación. Los últimos titulares de algunos de los principales periódicos del país están tristemente desprovistos del sentido de Estado y de la crítica –preferiblemente informada– que están llamados a realizar:

«Gobierno y PP acuerdan que el conservador Marchena presida un Poder Judicial de mayoría progresista», El Mundo.

«Manuel Marchena presidirá un Poder Judicial con mayoría progresista», El País.

«El Ejecutivo despeja la presidencia del tribunal del 1-O al aceptar a Manuel Marchena al frente del Supremo», ABC.

Que en el primer titular se manifieste que el Legislativo y el Ejecutivo se reparten el Judicial a la carta; que en el primer y el segundo se hable de «progresista» y «conservador»; o que en el tercero se sugiera –ignoro si con razón o no– que la elección de Marchena tiene por objeto apartarle del juicio del 1-O, para así contentar a los partidos secesionistas, es muy revelador de la calidad de nuestras instituciones y de la falta de miras de nuestra clase política, porque revela a las claras que en ningún caso el propósito de los partidos es garantizar la buena marcha del Poder Judicial, sino colocar a los afines y en ocasiones con cargo a estrategias más elaboradas, siempre políticas. Pero igualmente desolador resulta que ninguno de esos periódicos centre la noticia en la crítica a este esperpéntico asunto, solamente propio de una democracia de otras latitudes: los políticos no deberían colocar a los suyos en el CGPJ, porque siembran la muy razonable sospecha de que con dichos nombramientos se pretende influir interesadamente en posteriores decisiones judiciales que de algún modo les afecten.

8.- En fin, la independencia del Poder Judicial y su percepción por la ciudadanía son bienes de la mayor importancia en una democracia de calidad y en un Estado de Derecho. Y no se nos ocurre peor momento para menoscabar la imagen de los jueces que ante la crisis global de la democracia liberal y el paralelo ascenso de los populismos por todo el mundo, pues precisamente el Poder Judicial es el primero al que señalan los demagogos para derrumbar los checks and balances de un país, pues saben bien que aquél es la última trinchera del Estado de Derecho.

No olvidemos que, teniendo a las puertas el juicio del procés, el daño a la imagen de nuestra Justicia puede ser irreparable. Nuestros políticos –con la importante excepción de Ciudadanos en este caso, que no se ha prestado a este insoportable reparto de cromos– no pueden clamar contra la politización de la Justicia y, a la vez, jugar a politizar su máximo órgano de gobierno.

Lo sucedido estos días nos lleva a pensar que tal vez deba ser la sociedad civil la que lidere la batalla por recuperar la independencia y el prestigio de la Justicia, que los políticos se empeñan en deteriorar. Cuenten con nosotros.

 

El papel de la Abogacía del Estado en el juicio del “procés”

En los últimos días ha habido una cierta polémica en algunos medios acerca del papel que va a desempeñar la Abogacía del Estado como acusación particular en el juicio a los dirigentes independentistas. La polémica ha surgido por el cambio de criterio de la Abogacía del Estado en relación con la acusación por el delito de rebelión en relación con algunos de los acusados, dado que finalmente el escrito de acusación ha sido presentado sólo por el delito de sedición y no por rebelión como se consideró inicialmente.  A la vista de la confusión existente sobre el papel de este funcionario, hemos pensado que es oportuno aclarar algunas cuestiones que pueden resultar de interés para los lectores.

El Abogado del Estado –como su nombre indica- es un abogado, no un fiscal o un Juez. Esto que parece una perogrullada no lo es, porque implica que el abogado lo es de parte, y por tanto su función no es, como la del Ministerio Fiscal, defender el principio de legalidad en un concreto procedimiento y mucho menos, como la del Juez, dictar una sentencia ajustada a Derecho. Cierto es que su cliente no es el partido político de turno, ni siquiera el Gobierno de turno, sino el Estado, o -para ser más precisos- la Administración General del Estado.

Pero, claro está, alguien tiene que decidir cuales son los intereses de la Administración General del Estado y cómo se defienden mejor en un procedimiento determinado, y en principio ese papel le corresponde al Gobierno, que es el encargado de dirigir la Administración General del Estado (ex artículo 97 de la Constitución). Y, por tanto, está dentro de lo perfectamente razonable que un cambio de Gobierno suponga un cambio de estrategia procesal  nos guste o no. El Abogado del Estado puede y debe asesorar en Derecho a su cliente con total neutralidad y profesionalidad, y así lo hace, pero no le corresponde la valoración de lo que podemos denominar criterios de oportunidad (política o de otro tipo) ni es el dueño de la acción procesal.  Lo que un cambio de Gobierno no puede suponer -dada su diferente función institucional- es un cambio en la posición de la Fiscalía  y mucho menos tener influencia alguna en la decisión que adopten finalmente los Jueces.

Ejemplos que no afectan al procés –y suscitan por tanto menos polémica– los encontramos todos los días. El anterior Gobierno, sin ir más lejos, tendía a recurrir las resoluciones que le eran desfavorables en materia de transparencia dictadas por el Consejo de Transparencia y Buen Gobierno. No sabemos todavía si el nuevo Gobierno va a optar por esa línea, pero podría decidir no recurrir estas resoluciones desfavorables por ser más congruente con sus propósitos iniciales de una mayor transparencia de la vida pública. En casos como estos el Abogado del Estado puede asesorar sobre cuestiones técnicas e incluso anticipar la posible decisión de los Tribunales de Justicia para justificar la interposición o no del correspondiente recurso contencioso-administrativo, aludiendo incluso a la posibilidad de una condena en costas pero al final será el Gobierno  (o el Ministerio correspondiente) el que decidirá si recurre o no. Lo mismo cabe decir  del ámbito tributario; los sucesivos Gobiernos pueden mantener posturas distintas sobre la conveniencia de ejercitar acciones penales contra los contribuyentes por delito fiscal al menos en los casos menos claros. Es más, la propia actuación procesal de la Abogacía del Estado en el caso de Iñaki Urdangarín y la Infanta Cristina evidenciaba una determinada postura del Gobierno (acusar a Urdangarín y no a la Infanta) que quizás no hubiera sido compartida por un Gobierno de otro signo. Otra cosa fue la intervención del Fiscal a lo largo del procedimiento penal (de la que ya hemos hablado en este blog), porque ciertamente su papel activo en relación con la exculpación de la Infanta era un tanto llamativo -por decirlo elegantemente- desde un punto de vista institucional. Pero, cuando la abogada del Estado dijo en el juicio oral aquello de “Hacienda no somos todos” (por muy mal que nos sonara a algunos) lo cierto es que ponía de manifiesto una determinada estrategia de su cliente, que prefería en ese caso concreto que la Infanta Cristina no fuera condenada por delito fiscal. No hay que perder de vista que era el Gobierno el que tomaba esa decisión  y no la Abogada del Estado encargada de su representación y defensa en juicio y así lo entendimos en su momento.

Cierto es que a nuestros Gobiernos y a nuestros políticos les cuesta mucho asumir responsabilidades por sus decisiones políticas o, si se prefiere, por los criterios de oportunidad que manejan en asuntos políticos que tienen un elevado componente jurídico  -que dada la judicialización de nuestra vida política son muchos- y, por eso, intentan siempre ampararse en dictámenes y criterios técnicos, de manera que sean otros (preferentemente los abogados del Estado o los fiscales) los que le saquen las castañas del fuego.  El juicio del procés es en este caso paradigmático por el elevadísimo componente político que tiene y por el hecho de que el actual Presidente del Gobierno lo es gracias al apoyo de los nacionalistas en la moción de censura frente a Mariano Rajoy  lo que no es óbice para que deba de ser tratado conforme a las reglas establecidas para cualquier procedimiento judicial, cosa que los independentistas no acaban de entender.  De ahí que a nuestros políticos de uno y otro signo siempre les interese tanto contar con un dictamen técnico, cuanto más prestigioso mejor, que ampare una determinada postura procesal o el criterio de oportunidad que quieren seguir en relación con lo que ellos consideran en cada momento como la mejor defensa de los intereses de la Administración que dirigen. De esta forma pueden presentar ante la ciudadanía sus decisiones como el resultado inexorable de la aplicación de las normas. El problema es que las normas suelen admitir varias interpretaciones, y unas les vienen mejor que otras.  Por esa razón son tan relevantes la transparencia y la responsabilidad: es preciso conocer cuál es en cada momento el criterio de los técnicos y cuál es la diferencia- si la hay- con la estrategia procesal concreta que ha elegido el responsable político en un determinado procedimiento. De  manera la ciudadanía puede exigir, en su caso, la rendición de cuentas correspondiente a sus políticos si entiende que los intereses generales (los del Estado) no se han defendido adecuadamente en un  momento dado o si se han antepuesto los intereses puramente partidistas o del Gobierno a los intereses generales. Por su parte, si los criterios técnicos son poco rigurosos o profesionales o parecen demasiado complacientes con los deseos de los jefes políticos puede echárselo en cara a los funcionarios competentes.

Estos conceptos básicos –que podrían matizarse mucho más porque no hay que olvidar que la Administración General del Estado está sometida al principio de legalidad y, por tanto, debe de actuar siempre conforme a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico, siendo su actuación plenamente susceptible de control jurisdiccional– son los que sirven de base a la regulación de la asistencia jurídica del Estado, que está recogida en la Ley 52/1997, de Asistencia Jurídica al Estado e instituciones públicas que regula las prerrogativas e instrumentos de los que goza el Estado para su defensa. Así el art. 7, bajo el epígrafe “Disposición de la acción procesal”, recuerda que: “Sin perjuicio de lo dispuesto en leyes especiales, para que el Abogado del Estado pueda válidamente desistir de acciones o recursos, apartarse de querellas, o allanarse a las pretensiones de la parte contraria, precisará autorización expresa de la Dirección del Servicio Jurídico del Estado que deberá, previamente, en todo caso, recabar informe del Departamento, Organismo o entidad pública correspondiente”.

No es, por tanto, el Abogado del Estado el que decide en último extremo si continuar o no con un procedimiento judicial o allanarse o no frente a las pretensiones de la parte contraria; de la misma forma, aunque él es el experto como jurista, no debe preparar un pleito y menos un escrito de acusación o de defensa de la trascendencia del que nos ocupa sin contar con la opinión de su cliente.

Sentado lo anterior, también es cierto que la postura procesal del Abogado del Estado como acusación particular no deja de ser un tanto anómala en un proceso tan anómalo -por infrecuente y extraordinario- como el que nos ocupa. La razón es que aquí no actúa solo o no actúa exclusivamente en defensa de los intereses de la Hacienda Pública como perjudicada por un posible delito de malversación, como es lo habitual en los procesos penales en los que interviene. No obstante, también puede alegarse que la malversación es aquí un medio para conseguir el fin último de la rebelión o la sedición o, dicho de otra manera, parece razonable sostener que existe un concurso medial entre esos delitos.

Por último, tampoco entendemos en términos técnicos la trascendencia de que el escrito de acusación del Abogado del Estado se separe del Ministerio Fiscal. Es perfectamente posible que esto ocurra por la sencilla razón de que su postura institucional y procesal es distinta, aunque también -por tratarse de dos juristas expertos- sus escritos de acusación puedan coincidir en muchas ocasiones.

En definitiva, hay que diferenciar entre la crítica política que se puede hacer legítimamente al Gobierno de Pedro Sánchez por su postura frente a los dirigentes independentistas de la que se hace a los funcionarios que se mueven en el ámbito de lo técnicamente razonable y sin excederse de su papel. Si nos quejamos en este blog continuamente de la politización de las instituciones en nuestro país es buen momento para intentar diferenciar entre funcionarios y políticos y exigir a cada uno la rendición de cuentas por las decisiones que a cada uno le corresponden.

En este sentido, hay que felicitarse de que el cambio de Gobierno no haya supuesto un cambio de criterio técnico de la Fiscalía, aunque ese criterio técnico sea también perfectamente discutible con argumentos legales. En cuanto a la Abogacía del Estado, se le podrá reprochar sin duda otras cuestiones, pero no el que atienda a las instrucciones de su cliente aunque incluyan criterios de oportunidad o de estrategia procesal aunque no los comparta e incluso haya dictaminado en contra y siempre que se respeten las reglas del juego. Eso sí, con total transparencia y publicidad para que la ciudadanía sepa a que atenerse y, en su caso, valorar la actuación de cada uno. Éstos son los famosos checks and balances de los que nuestra democracia está tan necesitada. Los juristas profesionales deben de responder por el mayor o menos acierto y la corrección de sus criterios técnicos y los políticos por el mayor o menor acierto de sus decisiones y criterios de oportunidad, aunque tengan que respetar como no puede ser de otra manera la Constitución y el resto del ordenamiento jurídico. Esto también es un triunfo del Estado de Derecho.

HD en Expansión: Instituciones independientes e independentistas

Publicado en el diario Expansión el 26 de octubre. Aquí versión en PDF del diario 26OCT – Ignacio Gomá Instituciones- pag 33

Acemoglu y Robinson en ¿Por qué fracasan las naciones? responden a la pregunta de su título con una afirmación bien clara: la diferencia entre las que triunfan y las que fracasan está en sus instituciones, es decir, en las reglas formales (leyes, agencias gubernamentales…) o informales (usos, ética personal…) que rigen la vida social y económica. Y son clave porque influyen en el comportamiento de las personas con incentivos en la vida real, y si son inclusivas darán la posibilidad de que triunfen los mejores y no los más poderosos.

Pero esas instituciones, claro, tienen que ser fuertes e independientes. El secreto de una democracia avanzada está, por supuesto, en la existencia de un principio representativo y en el reconocimiento de unos derechos fundamentales, pero también, no lo olvidemos, en la existencia de un Estado de derecho en que todos, ciudadanos y gobernantes, se someten a las mismas reglas, y en que esos últimos son controlados por otras instituciones independientes y rinden cuentas de su gestión.

El cierre del sumario y apertura de juicio oral contra los secesionistas catalanes anunciada ayer se produce en un cierto contexto de crisis institucional nacional. Cabría hablar de una crisis general de la democracia de partidos, agudizada en España por la invasión por estos de todas las instituciones. Pero al abrirse el juicio oral nos acecha una crisis inmediata, más perentoria y acuciante. A un parlamento sin mayorías claras para legislar se opone un Senado dominado por una mayoría absoluta de otro signo. El ejecutivo está sostenido por fuerzas parlamentarias pertenecientes a partidos que tienen algunos de sus miembros procesados por rebelión; y tales partidos instan a este débil gobierno para que realice concesiones, algunas de las cuáles podrían estar en su mano, como lo fue el traslado de los presos a Cataluña, pero otros superan completamente sus competencias, como la absolución de los imputados.

Si a ello se añade una cierta imagen de debilidad de la justicia por los ataques que se hacen al CGPJ por su politización, y la más reciente sensación de descoordinación a consecuencia de la sentencia sobre Actos Jurídicos Documentados y algún que otro episodio, podríamos pensar que, como están todo el día repitiendo los secesionistas, nuestra democracia es de baja calidad y va a perpetrar venganza más que justicia. Y así lo demostraría la larga prisión preventiva, reputada innecesaria, de los encausados, la imputación por rebelión por una supuesta violencia que una revolución posmoderna como la del pasado año nunca pudo cometer, y la refutación por tribunales inferiores extranjeros de órdenes de extradición de secesionistas fugados.

Sin embargo, la realidad no es esa. La diferencia entre los que son demócratas y los que no lo son es la misma que la que hay entre los listos y los tontos: como decía Ortega, el listo siempre está a cinco minutos de verse tonto a sí mismo; y el demócrata siempre está a cinco minutos de verse no demócrata, autoritario y abusón. Por eso, en una democracia verdadera existe crítica, duda, balances y contrabalances. La decisión no es siempre tajante y sin recurso alguno. Las diversas instituciones aquilatan la vida social haciéndola más justa y tienen en sí mismas el germen de su regeneración. Se imputa por rebelión, pero quizá salga otra cosa; están en prisión provisional, pero algunos lo critican; hay dudas y descoordinaciones, pero otra instancia decidirá. Eso es una democracia y no las unanimidades bajo la bandera, los desfiles con antorchas y los editoriales idénticos de todos los medios de comunicación.

Y la prueba de ello es que en los índices internacionales de democracia, como el de The Economist o Freedom House España aparece en los primeros puestos, incluso por delante de países como Bélgica, y a la altura Francia o Italia. Y es que conviene no olvidar que ayer mismo entró en prisión un exvicepresidente del gobierno como Rato y que este es el país donde se ha encarcelado al yerno del Rey, por no mencionar que, recientemente, una sentencia ha ayudado a derribar un gobierno.

Confiemos en nuestra Justicia, pues. Va a hacer lo que considere justo, como ha estado demostrando últimamente contra viento y marea. Y confiemos en nuestro país: nuestra leyenda es blanca. Pero ayudemos a nuestras instituciones. Como dice Timothy Snyder en Sobre la Tiranía, hay que defender las instituciones porque nos ayudan a conservar la decencia.

Ignacio Gomá Lanzón. Presidente de Hay Derecho. Notario.

Libertad de expresión, fake news y regulación

El pasado jueves 27 de septiembre, la vicepresidenta del Gobierno, Carmen Calvo, defendió la necesidad de regular los límites de la libertad de expresión, tanto a nivel nacional como en el ámbito de la Unión Europea.

La vicepresidenta pretende limitar así tanto el alcance como el contenido del artículo 20.1. d) de la CE, el cual dispone que se ha de reconocer y proteger el derecho “a comunicar o recibir libremente información veraz por cualquier medio de difusión”. Un derecho fundamental que, a nivel público, contribuye a la fiscalización de las autoridades y a hallar la verdad y, a nivel individual, resulta conditio sine qua non para ejercer la autonomía. Un derecho, no obstante, bajo el que en opinión de la vicepresidenta, no todo tiene cabida.

Es de destacar que la Unión Europea ya tomó cartas en el asunto, aún con la poca inmediatez con que nos tiene acostumbrados. Ya en abril señaló en una comunicación que no se produciría regulación alguna sino que el camino a seguir era el de la auto-regulación. Intención que ha quedado recogida en el Código de Prácticas sobre la Desinformación, del 26 de septiembre y que revisa y desarrolla la comunicación de abril.

El rumbo escogido por la Comisión Europea constituye un acierto a juicio de algunos o un fracaso estrepitoso, en opinión de otros. Pues bien, la vicepresidenta parece ser de este segundo grupo pues, si bien no habla de fracaso, sí señala que estas medidas. son del todo insuficientes. De acuerdo con ella, necesitamos mayor seguridad, la cual pasa por suprimir toda aquella información que no sea veraz, dado que el daño que causan las fake news puede resultar, en ocasiones, irreparable.

Sin embargo, conviene recordar que el papel de los medios de comunicación es el de sacar a relucir la verdad, por dolorosa que esta resulte. Esa es su raison d’être. Al mismo tiempo, por dañino que pueda resultar al honor o la imagen el ataque sin cuartel que en ocasiones protagonizan los medios de comunicación, las palabras de la vicepresidenta, de hacerse realidad, pueden traer consigo consecuencias mucho más devastadoras. Y esto es así por dos motivos fundamentales.

En primer motivo es de carácter positivo, pragmático, y consiste en lo tentador que resulta trazar los límites de la libertad de expresión en la frontera de todo aquello que puede ocasionar daño o poner en tela de juicio algo que el propio agente delimitador busca preservar. Un claro ejemplo es la utilización del término ‘fake news’ como escudo protector ante cualquier crítica o ataque. Lo vemos en Estados Unidos siendo utilizado por Trump como tabla de salvación ante cualquier desafío, y bien pudiera ser este también el caso de nuestra vicepresidenta al sentir el acoso de los medios y la caja de pandora que parecen haber abierto al arrojar luz sobre los aspectos más oscuros, en el ámbito de la legalidad y la moralidad, del Presidente y sus ministros.

El segundo motivo es más normativo, si bien tiene connotaciones positivistas dado que está íntimamente relacionado con el anterior. Éste consiste en la decisión de quién ha de ser el agente que encabece el proceso de delimitación de una libertad fundamental como la de expresión. ¿Quién, hemos de preguntarnos, está llamado a ser dicho agente? Según la vicepresidenta Calvo, su propuesta sale “del dilema regulación o autoregulación”, pero esta es a todas luces una afirmación falaz. El acotamiento de un derecho implica que alguien ha de hacerse cargo de dicha delimitación, y el Gobierno es el agente activo más peligroso a quien encomendar semejante tarea. Existen mecanismos alternativos, a todas luces más deseables pero que también plantean problemas. Una posibilidad es la vía del activismo judicial. Así, filósofos del derecho liberales como Dworkin plantean una lectura moral de la constitución por parte de los jueces [1. R. Dworkin (1996). “The Moral Reading and the Majoritarian Premise”, en Freedom’s Law, Harvard University Press, pp. 1-38.] Otra opción es la vía legislativa, que como único representante de la soberanía nacional en las democracias parlamentarias, parece la más legitimada para acometer la tarea de delimitación. Sin embargo, se trata de la encrucijada clásica de la división de poderes y la preponderancia de uno sobre el resto. A mi entender, este debate difícilmente puede llevarnos a buen puerto. Por el contrario, el problema ha de atajarse desde otra óptica. En concreto, en una etapa anterior.

Sin libertades fundamentales, especialmente la libertad de expresión, una democracia no es tal. Y precisamente por ello han de consagrarse y defenderse a toda costa. El problema resulta de la expansión de los derechos o, mejor dicho, de la sobreexpansión. Es decir, la inclusión bajo el ámbito de la libertad de expresión de elementos que a todas luces resultan ofensivos, limita las libertades de otros individuos o colectivos y, en definitiva, pone en peligro la propia democracia. Esta expansión indebida, señala el profesor Simón Yarza [2. F. Simón (2017). “Entre el Deseo y la Razón: Los derechos humanos en la encrucijada”, Centro de Estudios Políticos y Constitucionales, pp. 218-220.], implica a posteriori que, quien busca limitar de algún modo una conducta, discurso, noticia, etc., esté, de facto, enfrentándose a los derechos que resultan ser precisamente aquellos espacios herméticos en los que no cabe límite arbitrario. Y esto también daña gravemente la calidad de una democracia.

Además, las restricciones a la libertad de expresión que van encaminadas a poner fin a la alegada difamación de autoridades o instituciones públicas, acostumbran a lograr el efecto contrario al deseado, pues deslegitiman restricciones que son perfectamente legítimas, como puede ser la apología del terrorismo o de la violencia. En otras palabras, si parte de la delimitación es arbitraria, podría parecer que todo es arbitrario e igual de legítimo o ilegítimo, según el caso.

Calvo finalizó su intervención del día 27 con la pregunta de “qué ocurriría si sobre cualquier otro asunto capital de la convivencia, de la democracia, de las libertades de todos hubiéramos decidido que lo mejor es no intervenir”. La respuesta sincera es que no lo podemos saber. Lo que sí ha de ser meridiano es que el Gobierno no debe ser, bajo ningún pretexto, quien trace los límites de la libertad de expresión. Parece más sensata la propuesta de la Comisión Europea, que aboga por que sea el mercado, y no un mandato institucional, quien dé respuesta al problema de las fake news y a campañas de acoso y derribo por parte de algunos medios. En efecto, una mayor competencia; una mayor libertad, traerían consigo tanto noticias falsas como verdaderas. Sin embargo, tras la turbamulta embravecida inicial (etapa que parece atravesamos en la actualidad), el proceso de purga por parte de los consumidores resultaría suficiente como para deshacerse de aquella información que éstos contemplan como falsa o equívoca. Y todo ello sin que el Estado haya de meter su larga mano para decidir arbitrariamente qué pasa el filtro y qué no. O quién. Pues así se vislumbró ayer, 1 de octubre, en las palabras de la ministra de Educación y portavoz, Isabel Celaá, al mencionar que las preguntas condenatorias que estos días se dirigen al Ejecutivo y su entorno, no se pueden permitir. Algo que, por cierto, ha de llamarse por su nombre: censura.

Justicia: entre todos la mataron…

Durante los últimos días hemos asistido en el mundo jurídico a un verdadero tsunami, esta vez como consecuencia de las idas y venidas de la Sala Tercera del Tribunal Supremo sobre quién es el sujeto pasivo en el Impuesto de Actos Jurídicos Documentados (AJD) en los préstamos hipotecarios. Más allá del contenido y las numerosas dudas que desde un punto de vista técnico-jurídico suscita la Sentencia (STS núm. 1505/2018 de 16 de octubre) en la que la Sala Tercera rectifica su criterio anterior y declara la nulidad del artículo 68.2 del Reglamento (ver aquí), nos centraremos en lo ocurrido después de que se publicase la resolución.

Vayamos por partes. Desde un punto de vista puramente formal, no hay ninguna objeción que hacer sobre el hecho de que el Presidente de la Sala Tercera, ante el “giro radical en el criterio jurisprudencial” que ha supuesto la Sentencia de la Sección 2ª, utilice sus facultades para (i) dejar sin efecto todos los señalamientos sobre recursos de casación pendientes con un objeto similar y (ii) avocar al Pleno de la Sala el conocimiento de alguno de dichos recursos pendientes, a fin de decidir si dicho giro jurisprudencial debe ser o no confirmado (ver aquí). Sin embargo, la nota informativa del Presidente de la Sala Tercera es criticable, tanto en el fondo como en la forma.

En cuanto al fondo, no se entiende la referencia a la enorme repercusión económica y social” de la controvertida Sentencia de la Sección 2ª. En cualquier Estado de Derecho que se precie, y en particular en España,  los Jueces y Magistrados integrantes del poder judicial, además de ser independientes, se encuentra sometidos únicamente al imperio de la ley (art. 117.1 CE). Quiere ello decir que los jueces no pueden resolver un asunto en función de la repercusión que pueda tener la decisión en el orden económico o en cualesquiera intereses particulares. En este sentido, convendría tomar nota de la desagradable experiencia vivida con las cláusulas suelo y la creativa doctrina que la Sala Primera elaboró anteel riesgo de trastornos graves con trascendencia al orden público económico(ver aquí). Los jueces han de resolver, siempre y en todo caso, conforme a Derecho. Y como reza el conocido aforismo latino, fiat justitia, et pereat mundus.

En cuanto a la forma, no parece que haya sido muy acertado publicar la nota informativa justo dos días después de que la sentencia saliese a la luz, dos días de enormes pérdidas en bolsa para los bancos y con los empresarios de la litigación en masa frotándose las manos. Sin duda, estamos ante un uso inadecuado de los tiempos. Acto seguido, llegaron las reacciones en las redes sociales de algunas asociaciones de jueces y fiscales:  Jueces y Juezas Para la Democracia, tachado de “intolerable” una decisión guiada por los “intereses de la banca (ver aquí), o la Unión Progresista de Fiscales señalando que la decisión “solo se entiende desde los intereses de la banca, en perjuicio de la seguridad jurídica y los derechos de los consumidores (ver aquí). Se ha llegado a poner en tela de juicio al Presidente de la Sala Tercera, el “conservador” D. Luis Díez-Picazo (ver aquí), insinuando que este podría haber sido la correa de transmisión de los intereses privados de las entidades bancarias. Y como colofón, hemos podido ver aireadas en la prensa las batallas internas de la Sala Tercera, con informaciones que apuntan a la supuesta “deslealtad” de D. Nicolás Maurandi Guillén (Presidente de la Sección 2ª), por no haber informado al Presidente de la Sala del contenido del fallo, antes de su publicación.

Más allá de que exista algo de cierto tras las sospechas de falta de independencia de unos u otros magistrados respecto de los poderes fácticos (hecho que desconocemos por completo), no podemos sino lamentar las gravísimas consecuencias que de todo esto se derivan para el Poder Judicial y la confianza de los ciudadanos en sus instituciones. De nuevo, los jueces divididos entre rojos y azules. De nuevo la sombra de politización de la justicia. Y es que no debemos olvidar que el nombramiento de los magistrados del Tribunal Supremo se encuentra desde hace décadas contaminado por quienes los nombran (un CGPJ elegido por los partidos políticos), tal como ha señalado de manera reiterada GRECO, el Grupo de Estados contra la Corrupción, dependiente del Consejo de Europa (ver comentarios aquí, aquí o aquí).

Como tantas veces hemos denunciado en Hay Derecho, mientras no tengamos un CGPJ independiente, será imposible eliminar la continua sospecha que se cierne sobre el Poder Judicial. Por ahora, España se encuentra entre los países europeos con peor percepción de la independencia judicial, según los datos ofrecidos por la Comisión Europea en el cuadro de indicadores de la Justicia en la Unión Europea del año 2017 (ver aquí). En este sentido, los datos reflejan que el 58% de los españoles considera la independencia judicial como «mala» (39%) o «muy mala» (19%).

La Justicia, como a la mujer del César, que no solo debe ser honesta, sino parecerlo. De nada sirve que la mayoría de los jueces y magistrados de nuestro país sean independientes (que en efecto lo son), si los ciudadanos perciben justo lo contrario. No nos merecemos este espectáculo grotesco. Y no podemos permitirnos que el CGPJ, entre cuyas funciones está la de nombrar de manera discrecional a los más altos cargos de la judicatura, siga contaminado por intereses partidistas. Los ciudadanos, en un Estado de Derecho, no necesitamos jueces progresistas o conservadores, jueces pro consumidor o pro banca, sino jueces independientes, imparciales y sometidos única y exclusivamente al imperio de la Ley.

¿Podemos esperar cambios a corto plazo? El panorama es ciertamente desolador. Más allá del episodio bochornoso que estamos viviendo estos días en torno al asunto del sujeto pasivo del IAJD, tenemos como telón de fondo a (casi) todos los partidos políticos repartiéndose de nuevo las sillas del CGPJ, y a (casi) todas las asociaciones judiciales participando activamente del cambalache. Cómo no recordar aquel dicho popular que decía entre todos la mataron y ella sola se murió. Pese a todo, en Hay Derecho continuaremos denunciando la falta de independencia del CGPJ  y recomendaremos, tantas veces como sea necesario, la conveniencia de reformar el sistema de nombramiento previsto en la LOPJ, a fin de que los miembros del órgano de gobierno de los jueces puedan ser elegidos de manera directa por y entre todos jueces y magistrados en ejercicio. Y aunque naveguemos contra viento y marea, como decía recientemente el Magistrado Ruiz de Lara (ver aquí), “no nos rendiremos jamas”.

La posverdad, los medios y el fact-checking

En Derecho, no existe el rumor, los cantos de sirena, los hechos alternativos, ni tampoco las medias verdades. En Derecho, no existe la posverdad. Existe la verdad judicial, es decir, lo probado en sede judicial -aunque ésta última no siempre coincida con la verdad material-  (“Quod non est in actis non est in mundo “). En política, empero, esto no es así. En política, todo vale, o no.

El término posverdad, tan cacareado últimamente, copa el acervo léxico de los interlocutores políticos y, en ocasiones, cuando es detectada, se denuncia su uso para desvirtuar el discurso de quién, mediante argucias y apelaciones emotivas, pretende alterar el relato y deshonrar a la verdad. Así las cosas, huelga preguntarse si es éste un concepto nuevo con sustantividad propia, o si, de lo contrario, es un eufemismo con sustantividad prestada.  O lo que es lo mismo, cuando se habla de posverdad, ¿se habla de algo novedoso y con entidad propia, o es una versión descafeinada de la mentira convencional?

José Antonio Zarzalejos, dice que la posverdad “consiste en la relativización de la veracidad, en la banalización de la objetividad de los datos y en la supremacía del discurso emotivo”. Y de acuerdo. ¿Pero, es esto un fenómeno nuevo? No. Solo hace falta asomarse al balcón de la historia para darse cuenta de que los hechos falsarios, las verdades ilusorias, los sofismas, las trampas dialécticas, las paparruchas, los bulos y el populismo, siempre han estado ahí, y desgraciadamente ahora más que nunca, están.  Todos estos abstractos de la persuasión, que persiguen alienar la opinión pública y sacar rédito, y cuyo denominador común es invocar lo visceral frente a lo racional, deben preocupar más que nunca. Al Ministro de Propaganda nazi, Joseph Goebbels, le bastó con repetir mil veces una mentira para convertirla en verdad, y me pregunto, cuántas le harían falta ahora que vivimos en la efervescencia de la Era Digital, en donde los memes -que son catalizadores virales de la posverdad a tiempo parcial-, tienen el don de la ubicuidad.

Ya es costumbre, cuando se alude a la posverdad, referirse a los debates presidenciales estadounidenses entre Donald Trump y Hillary Clinton en EEUU, y el ascenso del primero a la Casa Blanca (hasta 132 falsedades vertidas por Trump en su primer mes de legislatura, según The Washington Post), y al Brexit, en Gran Bretaña (la campaña del Leave impuso su posverdad en forma de diagnóstico y pronóstico). Estos dos acontecimientos políticos de repercusiones planetarias llevaron a la posverdad –o post-truth-  al Paseo de la Fama y a ser nombrada palabra del año 2016 por Oxford Dictionary, como acertadamente se dice en este blog.

La posverdad se reviste de sentimentalismo y embauca el candor de los sentimentales. Ejemplo de ello fue la comparecencia de Aznar con ocasión de dilucidar las responsabilidades políticas del ex presidente, donde en repetidas ocasiones negó haber lugar a una contabilidad paralela en el Partido Popular, pese a formar parte de los hechos probados de la prolija sentencia de la Audiencia Nacional, además de afirmar con manifiesto y abyecto desprecio hacia la verdad judicial que cuando en el fallo se condena a su partido a título lucrativo quiere decir que “no tenía constancia del delito”, y no. Ese ideario exculpatorio disfrazado de posverdad tiene un doble objetivo. El primero, formar parte del canal de comunicación de los adeptos en el que la misma información circula de un lado a otro como una suerte de autocomplacencia; y el segundo, embelesar a foráneos del canal oficial, que no real, para que, mediante el cortejo del discurso visceral, cambien su estado de opinión y se adhieran al canal de la “verdad”.

Otro ejemplo se edifica alrededor de la interpretación torticera que se le ha dado a la libertad de expresión en relación con la colocación de lazos amarillos en las instituciones catalanas. Los interesados, a sabiendas de que el principio constitucional de neutralidad ideológica es predicable de las Administraciones Públicas, prefieren fanatizar el debate y apelar a un derecho que no existe, creando una posverdad a medida que a la postre, desfavorece el rule of law, y favorece el rule of post-truth.

Este paradigma, en el que la verdad no seduce y la posverdad es sexy, sumado a la opulencia informativa actual y la saturación de los circuitos de información convencionales, y los que no son –piénsese en que ya no solo los medios tradicionales producen y distribuyen la información-, el ciudadano medio se encuentra anestesiado y con dificultad para discernir lo veraz de lo inveraz. Por todo ello, el papel del aparato mediático es imprescindible para afrontar los problemas que el uso indebido de la tecnología y la proliferación de las noticias falsas o fake news pueden tener sobre el filtro crítico – muchas veces acrítico-, de la sociedad.

Ese papel irreemplazable cristaliza en plataformas de verificación que, en el ejercicio del denominado fact-checking, comprueban la veracidad de contenidos informativos que se emplean en los discursos, sobre todo políticos. Sirva de ejemplo la Unidad de Datos de Univisión Noticias, en Miami, que constató, como sostiene Zarzalejos, cuatro mentiras del candidato republicano por cada una de la candidata demócrata, a solo una semana de las pasadas elecciones presidenciales norteamericanas. Ante este escenario, los malversadores de la verdad parecen haberse encontrado con su Kryptonita, toda vez que el rumor, los cantos de sirena, los hechos alternativos y las medias verdades,  van a ver reducida su esperanza de vida.

Con todo, el rol de la mass media ya no va a ser tanto producir y distribuir la información, como verificar y contrastar, esto es, hacer el fact-checking riguroso para descontaminar del entorno la posverdad y demás estratagemas discursivas.  Esta tesis, sostenida por el mismo autor, ya se materializa en las decenas de plataformas que actualmente existen en los EEUU.

Sería conveniente, si se quiere garantizar la incolumidad del sistema democrático y el rigor de la información de que dispone la sociedad (que además de obligación, es derecho), que cada uno, en su esfera personal, haga juicios más críticos, y que los medios, en su esfera profesional, a su tradicional función de contrapesos al poder, ahora sumen la función profiláctica del fact-checking, para que el motor de la información no gripe, y la información veraz tenga más recorrido que la inveraz, porque, al final, aunque la posverdad se vista de seda, posverdad se queda.