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El Estado de Derecho en el limbo.

Llegó el gran día y Puigdemont parió un ratón. La declaración de independencia, consecuencia supuestamente inevitable del a su vez supuestamente democrático referéndum, se suspendió a los pocos segundos, propiciando, como la fecunda imaginación y sarcasmo de los españoles ha hecho ya notar, la república más breve de la historia. No es la primera vez: en octubre de 1934 Companys declaró “el Estado catalán dentro de la República federal española” que duró unas cuantas horas.

La maniobra de ayer responde, en definitiva, a una de las posibilidades que sugeríamos en editorial de hace pocos días: la típica de las sectas religiosas, siempre proféticas, que anuncian la irrupción súbita de una figura divina, con una intensa emoción y ansiosa expectativa. Al fallar la profecía, o desapare­ce la secta o se objetiva el mensaje, eliminando la urgencia y convirtiéndolo en rutina. Probablemente Puigdemont no tenía otra posibilidad, ante el choque de sus pretensiones con la realidad, ante la ruptura de la tensión de esa disonancia cognitiva que deriva de la confrontación de las mentiras y falsedades henchidas de emoción e inculcadas en el pueblo con la realidad dramática de la imagen de todas las empresas importantes de Cataluña huyendo de allí, incluidas las dirigidas por pretenciosos independentistas de salón. Y quizá esperaba que declarando la independencia, sí-pero-no, podría haber algún Estado o institución internacional que la reconociese, cosa que no ha ocurrido en absoluto.

El problema es que su actuación es tan surrealista que ni siquiera ha podido respetar su propia legalidad, reduciéndose su presuntamente simbólica declaración a una alocución del Presidente (que según su propia ley de transitoriedad carece de competencias para hacerlo) relativa a la independencia, mientras solicita a su vez al Parlament que suspenda algo que, en realidad, tampoco existe legalmente y que, por cierto, tampoco se vota en ese momento. Es lo que tiene mandar el Estado de Derecho al limbo: cualquier cosa es posible, como llevamos advirtiendo desde hace un mes.  Los atajos fuera de las normas y los procedimientos establecidos llevan a sitios francamente curiosos y en algún caso como el de ayer francamente ridículos.

Dicho eso, desde el punto de vista político -que es el único que interesa a los secesionistas dado que han arrojado el ordenamiento jurídico por la borda- Puigdemont pretende ganar tiempo para presentarse como un gobernante dialogante frente a la cerrazón de “Madrit” e intentar vincular a instancias internacionales a un proceso al estilo esloveno (esta es por ahora la última moda, en el “cherry picking” nacionalista de secesiones a la carta) exigiendo una mediación que, por su propia naturaleza, no puede darse, porque esta no puede existir cuando una de las partes no respeta la reglas del juego. Va a tener el problema de gestionar la frustración que puede producir de sus seguidores más radicales y muy particularmente de la CUP.

No parece que por ahora la comunidad internacional esté por la labor, más bien la falta de seriedad de toda esta pantomima no deja de sorprender a propios y ajenos. Pero haríamos mal en no tomarnos en serio algo que, aunque sea tan chusco, no deja de ser gravísimo.  Sin Estado de Derecho digno de tal nombre hay muchas personas físicas y jurídicas que hoy en Cataluña están sometidas a una inseguridad jurídica, profesional y hasta personal que no es propia de una democracia del siglo XXI y es intolerable en un país  razonablemente próspero de la Unión Europea.

Urge la restauración del Estado de Derecho para devolver la confianza a todos los catalanes -incluidos los independentistas- que cada mañana se despiertan con la zozobra de no saber qué va a ocurrir. Urge también la convocatoria de unas elecciones autonómicas para desbloquear la situación y urge el inicio de un proceso político para revisar el marco político de 1978, para lo que puede ser conveniente un Gobierno de concentración y unas elecciones generales a continuación. El Sr. Rajoy no ha demostrado capacidad ninguna para tomar la iniciativa en este asunto, seguramente porque piensa que forzar unas elecciones autonómicas por la vía del art. 155, más que perjudicar al bando constitucionalista, le perjudica a él personalmente. Veremos cómo se desarrollan los acontecimientos, pero está claro que los interlocutores que ahora tenemos no están en condiciones de liderar este proceso y que deben de dar un paso atrás por el bien de España, de Cataluña y de Europa.

La docencia del Derecho Constitucional en Cataluña (I)

 “Está fuera de discusión que o bien la Constitución controla cualquier Ley contraria a ella, o bien el Legislativo puede alterar la Constitución a través de una Ley ordinaria (…) Entre tales alternativas no hay término medio posible: O la Constitución es una Ley superior y suprema, inalterable por medios ordinarios, o se encuentra al mismo nivel que las leyes y, como cualquiera de ellas, puede reformarse o dejarse sin efectos siempre que el Legislativo le plazca (…) Si es cierta la primera alternativa, entonces una Ley contraria a la Constitución no es Ley; si en cambio es verdadera la segunda, entonces las Constituciones escritas son absurdos intentos del pueblo para limitar un poder ilimitado por naturaleza” (Sentencia “Marbury versus Madison” del Tribunal Supremo de Estados Unidos 1803)

 “Nunca prestamos suficiente atención a los primeros síntomas de una tiranía porque una vez que ha crecido hasta cierto punto, ya no se la puede detener” (Madame de Staël, Consideraciones sobre la Revolución francesa, Arpa, Barcelona, 2017, p. 498)

Abundan en estos últimos tiempos convulsos diferentes testimonios sobre la situación en Cataluña y los efectos personales que ese particular contexto genera. Una de las declaraciones que más me han conmovido es la del Magistrado Luís Rodríguez, con el que compartí docencia en la Escuela Judicial de Barcelona hace muchos años, quien, ante el tenor lúgubre de la deriva del proceso independentista y el desamparo, incluso las coacciones que comienza a sufrir el poder judicial, afirmó valientemente al diario El País que no nos dejarán otra opción: “Traición o exilio”.

En esta escueta frase está condensada la (aparente) debilidad del Poder Judicial (de la que hablara Hamilton en El Federalista) que no disponía (según ese autor) ni de la “bolsa” (presupuesto o capacidad de fijar las reglas de juego “de acuerdo a la Constitución”) ni de la “fuerza”. Y que, por tanto, carente de esta última, sus resoluciones se transforman fácilmente en platónicas y la Constitución en una barrera de pergamino. Cuando el Estado es impotente para aplicar sus propias decisiones, la fuerza coactiva legítima del Derecho se desinfla. Y en esas circunstancias el abismo revolucionario (sí, sí, revolucionario) se asoma, por muy postmoderna y de la era de la postverdad que sea la insurrección institucional contra el ordenamiento constitucional que ha tomado cuerpo en ese territorio antes citado.

En esta entrada quiero aportar mi propio testimonio personal, pero limitado solo a mi actividad (residual en estos momentos) de profesor universitario que acude semanalmente a Barcelona desde el País Vasco a impartir una asignatura enunciada como Organización Constitucional del Estado en el Grado de Filosofía, Política y Economía, organizado conjuntamente por las Universidades Pompeu Fabra, Carlos III y Autónoma de Madrid. Para entender bien lo que sigue deben ser ustedes conscientes que el alumnado al que imparto docencia (algo más de 60 estudiantes) procede por mitades de Cataluña y del resto de España. Eso impone prudencia, lo que no debe impedir firmeza argumental. Tampoco equidistancia. Ya no existe, menos en estos temas.

Son estos alumnos personas con muy buenos expedientes académicos en sus estudios de bachillerato y con excelente nota de corte en las pruebas de selectividad, de los que desconozco aún su forma de pensar (solo he tenido con ellos una sesión de dos horas), pero que intuyo (como viejo profesor con algo de olfato y larga experiencia) que proceden de todos los rincones ideológicos del mapa político. Solo con verlos ya me hago una idea. Habrá, sin duda, un buen número que comulgarán o tendrán simpatías con el independentismo catalán, habrá algunos otros catalanes con sentido de pertenencia múltiple (algo que cotiza a la baja en una sociedad dramáticamente dividida), también existirá entre ellos un número importante de estudiantes españoles de ideología liberal, socialdemócrata o izquierdista, así como, por qué no, algunos con posiciones ideológicas más extremas tanto por un lado como por otro. Probablemente ahora (con la que está cayendo y la que se espera) estén más polarizados, pero eso (con mayor o menor intensidad) ha sido el tono común en estos cinco últimos cursos académicos que vengo impartiendo esta asignatura. Y los debates siempre han sido serenos y razonados. Son personas (o, al menos se les presume) educadas y con ganas de aprender. Aunque siempre habrá alguien que rompa el tono.

Como les dije a estos alumnos el primer día de clase (un difícil día 2-O a las 9 de la mañana, tras la compleja jornada del 1-O), explicar Organización Constitucional del Estado en ese contexto y en ese país se había convertido en algo esotérico o, peor aún, surrealista. No hice más referencias directas al problema de fondo. En un grado universitario que pretende formar a profesionales de élite –añadí únicamente- no se puede trabajar con conceptos de bisutería político-constitucional barata (que tanto abundan hoy en día), sino que cabe llevar a cabo esfuerzos (y muchas lecturas) que ayuden a comprender por qué las democracias avanzadas que disponen de sistemas constitucionales asentados y estables han tenido y tienen pleno respeto a sus instituciones, que miman constantemente.

A ninguna de esas sociedades avanzadas –algunas de ellas reconstituidas tras desgarradoras experiencias históricas anteriores que les condujeron, como decía Kershaw, al descenso a los infiernos- se les ocurre quebrantar unilateralmente las reglas de juego que se dieron con mayor o menor consenso en un determinado momento histórico. En esta idea trasluce una de las cuestiones más apasionantes del proceso constitucional en cualquier país y en cualquier tiempo histórico. Y que no es otra sobre cómo adaptar los textos constitucionales a las exigencias de cada momento histórico y a las diferentes (y razonables) expectativas de las generaciones venideras. Para eso la lectura del libro de Zagrebelsky Historia y Constitución es obligada. Y en todo ello, en lo que afecta a nuestra impotencia como país para adaptar las Constituciones a la realidad del momento, el suspenso que recibimos es clamoroso.

En fin, se trata de discernir si las Constituciones son de los “muertos” o de los “vivos”, simplificando las cosas. O preguntarse en cambio si realmente tienen propietario o no son realmente una preciada herencia que, con las adaptaciones pertinentes y de mayor o menor profundidad, debería preservarse. Las soluciones se dividen en esta encrucijada. Los ricos y profundos debates del primer liberalismo constitucional que se produjeron entre Jefferson y Hamilton o entre Burke y Paine, son (así se lo recomendaré) de necesaria lectura en estos momentos para comprender porqué las Constituciones (como instrumentos vivos, que deben ser) han de adaptarse adecuadamente a cada realidad histórica. Adaptación que debe producirse por sus mecanismos ordinarios de revisión o a través de relecturas contextuales de sus contenidos, a riesgo si no de que la Constitución termine convirtiéndose –como recordó Tocqueville- en una suerte de camisa de fuerza que haga saltar por los aires la sociedad y el sistema institucional constituido. Donde no hay adaptación de los textos constitucionales, surge con fuerza también el adanismo constitucional, siempre presente en las democracias inmaduras que parecen hallar la solución mágica a sus problemas estructurales tejiendo y destejiendo constituciones (de partido o partidos, siempre sectarias o excluyentes) que duran lo que el entusiasmo (emoción precaria donde las haya, como decía Emerson) dure. También es este un país donde las soluciones taumatúrgicas de los adanes constitucionales (que abundan por doquier) se venden en el mercado político de todo a un euro. Y nada es gratis, menos estas cosas.

Sí que les advertí que tendríamos un curso muy complicado, probablemente con muchas interrupciones (por convocatorias de huelga) y no poca tensión en la calle que se trasladaría con facilidad a las aulas universitarias. Cuando las emociones derivan en pasiones irrefrenables, hay que recordar las prevenciones que frente a estas últimas mostraba tanto Spinoza como, más recientemente, Compte-Spontville, seguidor de aquel y del preclaro filósofo Alain, que asimismo conviene leer en estos momentos de zozobra. Decía este autor, por ejemplo, algo muy sensato: “Hay que repetir que todos los abusos son secretos y viven del secreto”. En la (mentirosa) sociedad de la transparencia, los arcana emergen con fuerza política inusitada. Paradojas.

Con el tiempo (si es que lo tenemos o nos dejan las circunstancias) convendrá recordar que los quebrantamientos constitucionales pueden acabar fácilmente en medidas de excepción (están ya en el ambiente), y eso hace saltar por los aires los escasos espacios de entendimiento que en cualquier sociedad puedan existir. La normalidad constitucional es la regla, las medidas de excepción se definen por su propio enunciado. Pero, en no pocos momentos, la excepción se transforma en regla, como advirtió inteligentemente el filósofo Agamben: la excepción debe ser temporal, por definición (“estar fuera y, no obstante, pertenecer; esta es la estructura topológica del estado de excepción”, según ese autor). La defensa de la Constitución no tiene ideados otros medios cuando se ve en riesgo evidente de ser arrumbada, ya sea por atentados terroristas (piénsese en los casos recientes de Estados Unidos o Francia, así como las medidas del Reino Unido tiempo ha en el Ulster) o cuando pueda verse afectada la quiebra del ordenamiento jurídico o la unidad territorial.

Bien es cierto, que en esta era de postmodernidad y de revolución digitalizada hay autores como Buyng-Chul Han que consideran en total desuso esas soluciones excepcionales pretendidamente taumatúrgicas, pues la sutilidad de los medios de coacción (o de alienación) van por otros derroteros (y algo de eso estamos viendo últimamente). En la opinión de este autor, las situaciones de excepción ya no son recetas aplicables. La idea siempre recordada de Carl Schmitt (“soberano es quien decide el estado de excepción”), parece ponerse en entredicho en la sociedad digitalizada, sobre todo en aquellos casos en que el Estado carece de fuerza coactiva (o la ley pierde fuerza; esto es, eficacia y capacidad de obligar) o simplemente no puede ejercerla ante una revolución social o masa ingente que desactiva su uso o que, mal gestionado ese poder de coacción física legítima (Weber), salta a las retinas de miles de millones de ciudadanos a través del poder de las imágenes en la sociedad globalizada de Internet y de las redes sociales. El uso de la fuerza legítima del Estado Constitucional está, hoy en día, sometido a unos test de escrutinio desconocidos (incluso a unas manipulaciones) que no encuentran parangón en otros momentos históricos. No es la transparencia, es más bien la instantaneidad. El poder no puede prescindir de ello, salvo que sea estúpido. Que también lo hay.

Comenté igualmente aquel día que, ante el recelo que una asignatura así denominada levanta entre un alumnado inquieto por la filosofía o por la política o, incluso, por la economía (pues para ninguno de ellos el Derecho resulta inicialmente algo atractivo), era importante que vieran cómo lo que está pasando en estos momentos en nuestro país (o “en el suyo”, depende quien sea el destinatario del mensaje) tiene explicaciones cabales (cuando no reiteraciones) en otros acontecimientos históricos político-constitucionales que se han sido sucediendo a lo largo de los tres últimos siglos. Lo dijo magistralmente Tocqueville, “la historia es una galería de cuadros donde hay pocos originales y muchas copias”.

En esa primera clase, un día tan difícil y en un momento tan complejo, ya dibujé algunos temas que irán saliendo en las sesiones venideras, siempre que la Facultad no se cierre a cal y canto y se interrumpa bruscamente (como exigencia del “contexto”) la transmisión de la arquitectura básica conceptual con la que esos ciudadanos en formación (que son quienes deberán arreglar lo que nuestras generaciones están mostrándose impotentes e incapaces para hacerlo) puedan así reflexionar inteligentemente sobre los temas del presente a la luz de las experiencias del pasado. Sin un marco conceptual sólido previo –subrayé- no hay lenguaje común. Y sin él, no se debate, se vocifera o se atropella. Con eslóganes fáciles se crean alineamientos estériles fuertemente cerrados que nada permean; propios de redes sociales que incrementan los muros e incomunican a la sociedad civil en bandas rivales.

La democracia, en esencia, es pleno respeto a los procedimientos (reglas) y a la deliberación pública. Las formas y la publicidad fueron dos grandes avances de las revoluciones liberales. La dignidad democrática de la Ley no es solo su modo de votación, sino que el Parlamento, de donde nace, es sobre todo un órgano de deliberación pública y transparente. La ley se cualifica por su procedimiento deliberativo y contradictorio, sin esos cauces no pueden nunca democráticamente aprobarse leyes transcendentales para la vida en común, menos aún si son tramitadas como lettres de cachet y sin ningún proceso deliberativo real y efectivo, así como quebrando (escudados en una legitimidad schmittiana) las reglas de la legalidad constitucional/estatutaria. La democracia, como recordó Kelsen (ahora enterrado en cal viva por algunos), también es protección de las minorías. Jefferson lo expuso mucho antes de modo diáfano –también les recordé: “ciento setenta y tres déspotas (los miembros de una asamblea parlamentaria o una mayoría circunstancial) serían tan opresores como uno solo”.

La ventaja que tengo es, sin duda, que esta asignatura se imparte en un grado universitario no jurídico. Y, por tanto, me permite un enfoque heterodoxo que arranca de la construcción del constitucionalismo liberal contemporáneo en lo que son los tres modelos que han terminado por servir de patrón a cualquier otra experiencia constitucional más reciente en el mundo civilizado, así como abordo en grandes rasgos su evolución posterior hasta nuestros días (enfoque que lo apoyo en el libro que publiqué en 2016 Los frenos del poder. Separación de poderes y control de las instituciones, Marcial Pons/IVAP). Ese enfoque es perfectamente aplicable a la Constitución española de 1978 (que, dada su tardía aprobación, apenas nada añade a lo que ya había) y, en su caso, a cualquier otra que pueda emerger en el futuro. Les indiqué con claridad que prácticamente todo estaba inventado (una mentira piadosa), sobre todo si se quieren construir o edificar sistemas constitucionales homologables con los existentes en las democracias avanzadas.

Y también cabrá recordarles en un futuro, aunque alguna idea avancé, que todo sistema constitucional democrático se asienta sobre una serie de premisas. Por salir del Derecho, para luego entrar en él más fácilmente, recurrí a un politólogo afamado como es Fukuyama. En su reciente y monumental obra en dos tomos (Los orígenes del orden político y Orden y decadencia de la política, Deusto, 2016), el autor sitúa el foco de atención en la importancia que tienen las instituciones para edificar un Estado democrático, así como en la necesidad de que ese modelo atienda a tres tipos de premisa: a) Estado o Administración impersonal; Principio de legalidad (Rule of Law o Estado de Derecho); y Gobierno responsable (control del poder).

Estas son, en efecto, los tres pilares en los que descansa el Estado Constitucional democrático, pero lo importante es que no se pueden diseccionar o elegir solo uno de ellos. El Estado Constitucional no es un supermercado, donde se eligen los productos que en cada coyuntura interesan. No cabe hacer juegos de manos. La prestidigitación constitucional solo es una manifestación de hacer trampas en el solitario. La arquitectura constitucional democrática es una estructura que no admite elegir solo una de esas premisas en función de conveniencias políticas circunstanciales (democracia o soberanía parlamentaria, por ejemplo), con exclusión de las demás. O el Estado y los poderes públicos suman todas ellas o no supera los estándares de democracia constitucional. Y lo demás es mentira. Se vista como se vista: como soberanía del Parlamento o como democracia de top manta.

La Administración impersonal es una invocación expresa al principio de mérito y una (voluntad firme de) erradicación del clientelismo y la corrupción. Arrumbar el Estado patrimonial no es fácil. Se ha tardado siglos en no pocos países. Tampoco erradicar o controlar la corrupción es tarea fácil, menos aún cuando se está ayuno de valores. Algunas democracias avanzadas tardaron mucho en poner coto a una corrupción galopante (por ejemplo, Estados Unidos). Sin Administración impersonal no hay Estado democrático que se precie. Este estándar es importante, quien no lo acredite muere, no tiene futuro. El principio de mérito, en sus dimensiones meramente formales, no es válido. Sigue siendo trampa. Lo importante es la dimensión material, la efectividad. Si se hace aguas en esto, como así es en España (especialmente en algunas administraciones autonómicas y en buena parte de los gobiernos locales), nada se avanza. Pero más lo es (en términos comparativos), siento decirlo, en el territorio catalán; donde el clientelismo político (y lo conozco de buena fuente) ha sido y es una forma habitual de hacer en el sector público autonómico y local (con excepciones muy singulares). Analicen, si no, cómo se han reclutado la legión de interinos que pueblan algunas “estructuras de Estado” en los años recientes. Y no hablemos de corrupción, puesto que en este caso –salvo algunos territorios del valle del Ebro y del Cantábrico menos afectados por esa lacra, que son la excepción- es un mal endémico de España y también (no lo duden) de Cataluña. Hay una geografía de la corrupción con varios epicentros. Barcelona y Madrid no se escapan como lugares centrales del terremoto.

Crónica de urgencia de la manifestación de Barcelona

Estación de Atocha 7:00 AM. Mucha gente, casi todos con banderas. La mayoría entre 40 y 60 años, algunos con sus hijos mayores. No hay ninguna bandera catalana, pero no es tan fácil comprarla en Madrid. Hablo con alguna persona que piensa hacerlo en Barcelona para llevar las dos.

Esto es un AVE,  y predomina gente de aspecto más que acomodado -pero también los lectores de El País. Yo he comprado la Vanguardia, y leo el editorial que suplica al President que no haga la DUI, porque se ha descubierto que la independencia low cost no es posible.

Los anuncios de megafonia de RENFE  son todos en castellano, catalán e inglés.

Llego al bar y el ambiente es festivo -demasiado para mi gusto-: la gente habla muy alto y hay momentos que empiezan con los cánticos. Hablan por supuesto  de lo único: sobre la información que da La Vanguardia respecto de las manifestaciones, la preocupación por la posible violencia, la entrevista de Rajoy…

Yo también me pregunto qué es lo que va a pasar hoy. A pesar de los anuncios sobre las contramanifestaciones, me preocupa más el éxito de la convocatoria que la seguridad. Ayer estuve hablando con catalanes (de nacimiento o adopción) y no parece que haya que ser muy optimista: algunos no irán por desidia y otros por miedo. El miedo no es físico sino de exclusión. De hecho, la propia manifestación ha sido ya ha sido un motivo más de tensión. Unos amigos llamaron a sus “hermanos” catalanes para ir juntos y la conversación terminó tan mal que no vendrán ni unos ni otros. Otros llamaron a sus primos de Barcelona, no independentistas, que también escurrieron el bulto diciendo que se iba a filmar y que no querían ser señalados. Otros que me encuentro en el tren me cuentan que cuando llamaron a sus amigos de Barcelona para decirles que venían, estos se sorprendieron, porque apenas les sonaba la convocatoria y no les parecía significativa. Aunque son de origen alicantino y no independentistas, estaban tan saturados y desanimados que costó convercerles (irán).

También yo me pregunto si tiene sentido venir desde Madrid a esta manifestación: lo hacemos para apoyar a los catalanes que se sienten españoles y son tachados de malos catalanes (o de no catalanes) y por mi admiración poe Sociedad Civil Catalana, los convocantes, pero aún así tengo mis dudas.

Caminamos hacia el teórico inicio de la manifestación pero es imposible acercarse. Está todo colapsado por la gente, pasamos más de dos horas sin movernos. Los gritos: “Viva España” y “Visca Cataluña” son quizás los que más se han repetido. Hay muchos otros: “Que vote España”, y saltan; “Mossos sí, Trapero no”; “Puigdemont a prisión”;  ahora este: “Oe, oé, oé, oé, oé, oé”. Me empiezo a cansar del gentío, esto de las manifestaciones no es lo mío (y es agotador  estar de pie sin moverse).

Lo bueno de estar quieto es que puedes hablar con los de alrededor. Un chico joven, muy fuerte y moreno, que vive en Sant Feliu de Guíxols, me dice que allí la gran mayoría no son nacionalistas, que lo que se dice de Gerona es falso, pero también que la gente no dice nada para no crearse problemas.

Una señora dice que su hija es Mosso d’Esquadra y que hace 4 días que no se habla con ella porque tuvieron una discusión sobre la intervención policial del 1-O. Dice que su hija no es independentista. Hay más historias parecidas: no se manifiestan contra el independentismo porque saben que su trabajo y sus relaciones sociales podrían sufrir. Muchos habrían salido si estuvieran en su propia ciudad. Algunos han nacido en Cataluña, otros vinieron de otras zonas de España pero llevan muchos años aquí. Unas señoras de Barcelona se sorprenden de que haya venido gente de fuera, y hasta se emocionan y nos dan las gracias, lo que nos produce vergüenza. Esto no es el AVE: predomina gente de clase media, y los hay de todas las edades. Eso  sí, niños ni uno, y a mi me parece que los jóvenes – que los hay- están infra representados.

Agotados tras el madrugón y la ultra lenta procesión decidimos abandonar. Pasamos por el excéntrico Palau de la Música: el edificio es genial, precioso y de una extravagancia  casi humorística.  Pero también es hoy un monumento a la corrupción, un recuerdo más del sistema clientelar que nos ha llevado a todo esto.

Salimos por una calle trasera. En esa calle estrecha, ya solos, me doy cuenta de lo que va a ser el día de mañana. No son muchas, pero todas las banderas que cuelgan de los balcones son  esteladas. No resulta difícil de imaginar lo duro que va a ser volver a la rutina habitual para los que hoy están aquí tan animados, sonriendo y cantando. Volver a las relaciones difíciles con mucha buena gente, y a temer el matonismo de algunos malvados. En la soledad de esta calle estrecha y oscura, sin el apoyo de la masa, todo cambia y es fácil sentir incomodidad o miedo. Yo esta tarde estaré en Madrid pero a los que se quedan, no sé si el recuerdo de hoy les producirá satisfacción o amargura.

Por esas calles sin gente llegamos, pero tarde, a los discursos, que leo en el móvil mientras comemos un wok: de Vargas Llosa me gusta que recuerde que la opción de Cataluña no es ser cabez de ratón o cola de león, sino lo mejor de un gran país. De Borrell me gusta todo mucho, y especialmente su intransigencia con la manipulación informativa de los poderes públicos y su poca afición a la demagogia: nada de halagar las bajas pasiones de los manifestantes, sino todo lo contrario.

Unos amigos han quedado a comer con unos catalanes (por los cuatro costados) que conocieron trabajando en el extranjero, y también el subidón de la manifestación se disipa. Han dudado mucho si ir a la manifestación por la seguridad de los niños y se han quedado en sus afueras. No creen que la situación vaya a mejorar y se están planteando, también, irse de Cataluña. Dicen, por ejemplo,  que en los días pasados nadie ha comentado ni en el trabajo ni con los amigos nada sobre la manifestación, y que mañana tampoco se hablará de ello. En un momento dado se quejan de la balanza fiscal y de las autopistas de peaje. Me parece increíble es que estas dos cuestiones, necesitadas de estudio serio y seguramente de reforma, se hayan podido convertir en un “casus belli” en sentido literal, porque no hay que engañarse, la  situación es casi prebélica.

Después de comer paseamos hasta la playa de la Barceloneta: hace un día precioso,  con viento para que los veleros alegren el mar, y sol para que miles de personas disfruten de la playa. Nos sentamos en un banco: al lado, un matrimonio joven charla y de vez en cuando sus dos hijos menores de 10 años se acercan con sus patinetes o con su pelota de fútbol, descalzos. Aunque los  padres parecen extranjeros, viven aquí a juzgar por el uso que tiene la pelota. Al cabo de un rato nos preguntan si hemos estado en la manifestación y si ha habido mucha gente. Les decimos que sí, que según las fuentes de 350.000 a un millón. El es francés y ella habla un español perfecto, con un acento que localizo. Me dicen que no han ido a la manifestación porque tenían miedo por los niños, pero que nos agradece mucho que hayamos ido, sienten que les hemos sustituido. Llevan 11 años viviendo en Barcelona: para ellos es su ciudad, pero desde el referendum están pensando en que no se quieren quedar aquí.

De vuelta paramos en una panadería y tomamos un estupendo café con croissant. Cuando vamos a pagar una señora que estaba al lado charlando con el que despacha nos pregunta de donde somos y nos agradece que hayamos venido. De camino a la estación el taxista nos comenta que la ciudad está llena de gente,  y decimos que seguramente es por la manifestación. Dice que más gente aún tenía que haber venido, que era muy imporante, y que tenemos que venir a la próxima. Le comento que los que tienen que salir son ellos , los que viven aquí y me da la razón. Pregunto de donde es originalmente y me dice que es de Colombia, y que los latinos quieren ser españoles pero no todos, que una pequeña parte son ya independentistas.

Me alegro de haber venido, pero no me voy alegre. A pesar del éxito inesperado de asistencia, va a ser difícil que esto sea un punto de inflexión. O los callados se organizan y mantienen el pulso o revertirán a los mismo, y los planes de huida (las personas físicas tardan más que las jurídicas) se mantendrán.

Urgente moderación (el discurso del Rey)

Coescrito por Ignacio Gomá Lanzón e Ignacio Gomá Garcés, padre e hijo y residentes en Gerona desde 1997 hasta 2005 (y veraneantes hasta el presente), región que amamos y que queremos seguir visitando:

Los hechos de los últimos días han producido en todos –al menos en nosotros, en nuestra familia y nuestros amigos- un verdadero golpe emocional, no por esperado menos doloroso. Al alba del día uno, las primeras noticias informaban de que los mossos no estaban haciendo lo que les correspondía ni previsiblemente lo iban a hacer más adelante. No por probable menos indignante. Sin duda, era tarea ardua y complicada –quizá imposible- pero no cabe duda de que tampoco lo intentaron, lo cual no hace sino alimentar la desesperanza de muchos.

Un poco después, al filo de las ocho, nos enteramos de que Guardia civil y Policía se desplegaban. Vaya, parece que algo se va a hacer. Reconocemos que nuestra reacción fue doble: una primera irracional, de cierta alegría, al constatar que el Estado de derecho recibiría satisfacción y que quizá los insurrectos no conseguirían su propósito, y otra más racional, sobre todo al ver las escenas y constatar que en muchísimos sitios se estaba votando tranquilamente, que consiste en pensar que mal asunto es hacer algo que solo te da mala imagen y que encima no consigue su objetivo.

¿Que las fuerzas de seguridad actuaron porque era su obligación ante un mandato judicial y además lo hicieron, en términos generales, muy profesional y proporcionalmente? Sí, de acuerdo, pero en este lío endiablado lo importante es entender que en política no basta con actuar, sino que hay que hacerlo a tiempo. Ya lo decía Michael Ignatieff en su famoso libro Fuego y cenizas: “El medio natural de un político es el tiempo. Un intelectual puede estar interesado en las ideas y las políticas en sí mismas, pero el interés de un político reside exclusivamente en saber si el tiempo para una determinada idea ha llegado o no”. Como hemos tenido oportunidad de clamar en este blog muchas veces (en modo desierto), el 155 debería haberse aplicado mucho antes y debería haberse encarcelado a unos cuantos para disuadir al resto. Es más fácil reducir a 3 o 300 que a 300.000. Pero no pudo ser, como dicen los locutores deportivos.

Como era de esperar, ante estas escenas de fuerza se produce el fenómeno que tiene lugar en la vida normal en la sociedad del espectáculo en que nos encontramos y que tan bien describe Lipovetski: una lucha en las redes sociales en la quien gana quien nos muestra el video o la foto más dramática y chocante y que nos produzca la impresión más grande, con los correspondientes “me gustas” y retuiteos. Y es que, como decía Josep Borrell durante la presentación de su nuevo libro este martes: “En política, la percepción es la realidad”.

En el lado en el que nos encontramos cunde una sensación de desánimo ante la imagen del voto de los principales gerifaltes insurrectos y las declaraciones del presidente del gobierno, que considera que como el referéndum es nulo, no se ha celebrado y, por tanto, no pasa nada. Vamos, que como si se tratara del artículo 33 de la Ley Hipotecaria, en función del cual la inscripción no convalida los actos nulos. Las abstractas apelaciones a la unidad y a la grandeza del país, leídas en tono frío, no trasmiten serenidad y paz, sino más bien parecen las declaraciones de un capitán de barco que recibe un torpedo y que se limitara a calmar a los viajeros diciendo que el torpedo no ha pasado la ITV de Torpedos. Sánchez comienza a hablar de Estado de Derecho – y eso inicialmente nos tranquiliza-, pero luego se tuerce al hablar de negociación y diálogo, que es la muletilla que suele usar el que no quiere tomar una determinación, porque no le interesa, y cree que apelando al medio puede cambiar el fin, como si tuviéramos que ir a Santiago y uno nos dijera que previamente tenemos que elegir la carretera.

A continuación, un sentimiento de desánimo y preocupación se acrecienta a medida que muchos ciudadanos tenemos la oportunidad de ver imágenes de votaciones en iglesias, canciones, himnos y movilizaciones populares, con un inquietante parecido al Tomorrow belongs to me de Cabaret (ver aquí y fijarse en las últimas palabras: “¿Estás seguro de que podremos pararlos?”). Los que hemos vivido por allí sabemos que en Cataluña convive una gran mayoría de buena gente que quiere vivir en paz, tenga o no sus quejas y reivindicaciones lógicas y atendibles, y una minoría muy movilizada y radicalizada que en los últimos tiempos, de una manera estudiada y planificada, ha ido tomando todos los resortes del poder social y político y ahora está ejerciendo sobre la otra una presión que, a falta de palabras más específicas, cabría denominar totalitarismo nacionalista, con ribetes xenófobos y fascistas. Conviene no olvidar esto. En los últimos días hemos recibido personalmente testimonios de familiares próximos en los que la locura excluyente se ha exacerbado y cuestiones que antes no hubieran generado problema hoy son graves ofensas que justifica cortar relaciones. Familias literalmente rotas; compañeros que abandonan Cataluña; amigos que dejan de serlo… Éstas son, señores, las consecuencias de la depravación moral de la que adolece una buena parte de la población de Cataluña y prácticamente todos sus dirigentes.

La sensación ya no es de preocupación sino de indignación; sobre todo después de ver acoso a policías que son expulsados de hoteles, banderas españolas pisoteadas, comisarias rodeadas, peleas callejeras y puro odio hacia gente con banderas españolas. Estas imágenes nos sulfuran hasta tal punto que nos saca lo peor de nosotros mismos, fabulamos con imágenes de violencia en la que quienes consideramos nuestros enemigos son destruidos, sobre todo cuando constatamos que no hay nadie al otro lado que nos defienda.

Antes de abordar la conclusión de este post, es importante hacer dos matizaciones, porque en situaciones de obnubilación podemos equivocarnos: no se ha insurreccionado Cataluña, sino una parte de ella que no ha conseguido tener más del cincuenta por ciento de los votos en las últimas elecciones, no obstante lo cual se siente legitimada para acabar con todo. Como avanzábamos antes, ayer acudimos juntos a oír a Piqué, Borrell y de Carreras en la presentación de su libro Escucha, Cataluña, Escucha España, que insistían acertadamente en esta idea.

Por eso, debemos resaltar que nosotros no condenamos a Cataluña, sino el extremismo que unos pocos perpetran, y todo ello porque su irracional discordia no conduce sino a todo aquello que aborrecemos y que a tantas tragedias nos ha arrastrado durante la historia. Y es por esa misma razón que nuestra democracia debe condenar y condena un nacionalismo que viola la Constitución, la ley y las reglas más elementales de convivencia democrática. Y ante esto, queridos amigos, no cabe sino ejercer una acción política inteligente y eficaz que restablezca el orden entre los insurgentes.

Segunda matización: somos una gran nación que no puede ser disuelta así por así. No por una regla divina, sino porque es producto de sus instituciones, reglas escritas o no escritas entre las que están también su historia y su tradición. Y no debemos autoflagelarnos por sus defectos, como se decía aquí, porque cabe la evolución. A nadie se le escapa que el ineficiente funcionamiento de nuestras instituciones ha hecho mella en esta crisis territorial de tamañas dimensiones. Tenemos unos gobernantes incompetentes y unas instituciones capturadas en un importante grado y ello es ciertamente parte del problema, porque la ineficiencia de esas instituciones impide la correcta adaptación de los recursos a los retos que nos va poniendo la vida. La crisis económica y la crisis territorial han puesto de manifiesto en toda su crudeza esa crisis de nuestras instituciones y la necesidad no sólo de atender a los problemas urgentes e inmediatos de orden público, sino también a las ineficiencias de fondo. Sin duda habremos de plantear en su día una reforma. Pero ahora urge que el Gobierno se demuestre capaz de afrontar este desafío, porque su insoportable inacción a muchos nos resulta también extremista. Extremadamente torpe, incapaz, molesta y cobarde.

En cambio, en su discurso de esta noche, el Rey ha demostrado un compromiso mucho más firme con la democracia,  con la unidad y con la integridad del país, que agradecemos y cuyo mensaje de esperanza, especialmente en los últimos días, hemos echado en falta en el Presidente del Gobierno. Hoy, igual que en el 23-F, el Rey ha dado valientemente la cara por todos nosotros cuando más se le necesitaba. También nos ha pedido calma, serenidad y determinación ante esta crisis, porque, dice, la superaremos. Convenimos en esto, pero con un inciso: nosotros, además, apelamos a la urgencia. A la urgencia de emprender una acción moderada en defensa de lo más digno que puede ser objeto de defensa: la igualdad de los españoles, la democracia, el Estado de Derecho y la unidad de España.

Y no lo pedimos por prisa o por capricho (o no sólo por eso), sino que porque estamos convencidos de que, si no somos capaces de ofrecer una pronta respuesta a este desafío, otros lo harán. Una vez llevada a cabo esta acción moderada, pero determinada y firme, en defensa de lo anterior, hablaremos de generosidad y diálogo. Pero nunca antes, pues la decepción y la indignación que, hoy por hoy, sufrimos muchos debe ser satisfecha aunque sea por una razón ulteriormente práctica: evitar que éstas sean alimentadas por los sentimientos equivocados. Y es que, si la moderación democrática demuestra no funcionar ante el desafío antidemocrático, las consecuencias serán nefastas e imposibles de imaginar. Evitémoslo. Evitémoslo, pero ya.

¿Por qué te vas de Cataluña?

(3 de Octubre, escribo con rapidez porque en cualquier momento entran piquetes en la notaría).

Domingo 1-O, diez de la noche. He tomado la decisión de irme de Cataluña. Todo ha sucedido muy rápido, lo he decidido al bajarme de la moto, y es que no he sabido controlarme.  Ese ha sido el punto de inflexión.

Acabo  de salir de un restaurante donde he ido a cenar con la familia. Subo a la moto con mi hija Catalina, síndrome de down, y en el camino de vuelta a casa, en la calle Amigó, zona pija de Barcelona (no imagino lo que será en otros barrios por debajo de Diagonal), nos envuelve el ruido de las cacerolas. ¡No aguanto más… y grito! Un grito ridículo de “Viva España”, levantando al tiempo el puño del manillar. La gente se vuelve aún más enloquecida, y nos empieza a insultar desde los balcones, mientras avanzamos lentamente. Grito más fuerte. Mi hija se parte de risa. Vive este drama de forma feliz e inconsciente. Igual de inconsciente soy yo, que la estoy poniendo en peligro… en cualquier momento nos cae una piedra en el casco, pues yo, -que hasta hace unos días no era más que un vecino-,  ahora soy su enemigo. Ellos deciden que el ruido de la cacerola es “libertad de expresión” y  mi grito es “una provocación”. De repente un soniquete me da cierta vida: es el “Que viva España” de Manolo Escobar; casposo y enrojecedor, pero me da aliento para seguir gritando.

Me he dado cuenta de que, hasta hoy, me he estado escondiendo, al igual que la mitad de mis conciudadanos, por temor, por desidia, por esperar que el Estado resuelva “el problema”. Pero llega tarde porque lo que siento ahora es que me odian.

Cuando me bajo de la moto, estoy convencido de que, esta etapa sensacional, en esta maravillosa tierra donde he hecho grandes amigos, ha llegado a su fin. Afortunadamente mi profesión me permite trasladarme. Soy la envidia de muchos por ello.

Sin embargo, no me puedo librar de lo que está por llegar: Lo peor. No tardará en llegar toda la artillería pesada de ese Estado de Derecho que me protege. Sucede que ese “mal necesario” resolverá el problema político, pero habrá mucho dolor y llanto, y dejará una atmósfera irrespirable.

Mi mujer y mi hijo de once años ya no podrán llevar en la muñeca la banderita de mi país, porque tendrán miedo. El Domingo tendremos que elegir parroquia en la que el cura no nos sermonee a favor del Procés. El sábado no iré a ver al Barça por temor a verme envuelto en un asalto al campo. Pero lo que peor llevo es la cena que tendremos con unos amigos “que piensan de forma distinta”. Cuando les cuente que acabo de colgar en el balcón de mi recién comprada casa  el cartel de “Se vende”, me dirán que qué locura es ésta, ¿Por qué te vas? Preguntarán.

“Porque no quiero que mis hijos convivan con el odio entre dos bandos”. Eso le diré y añadiré: “Todos hemos dejado que así sea y tardaremos años en reponerlo”.

 

1-O. La sociedad española tiene recursos para superarlo.

Coescriben Elisa de la Nuez e Ignacio Gomá.

En el momento de escribir estas lineas todavía no sabemos bien como terminará el día, pero aparentemente los acontecimientos se están desarrollando como era esperable, en forma de movilización o manifestación en favor de la independencia de Cataluña pero ciertamente no en forma de referéndum.  Porque lo de hoy no se parece en nada, ni en el fondo ni en la forma, no ya  a una consulta con garantías legales (a eso se renunció desde el principio por la Generalitat y el Parlament) sino a una consulta a secas.  Estaríamos ante una repetición corregida y aumentada del 9-N del año 2014 pero con una diferencia muy notable: que hay miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado (y en menor medida de los Mossos d’ Esquadra) impidiendo las votaciones dado que, a diferencia de lo ocurrido con el 9-N que se consideró una consulta “alegal” e “informal”,  ahora ya estamos ante “the real thing”, es decir, de un referéndum por la independencia convocado como tal y declarado ilegal por los órganos competentes para hacerlo, que son los judiciales.

Y esa es básicamente la diferencia. El Gobierno ha intentado impedirlo atacando la logística que es imprescindible para realizar una consulta en una democracia moderna pero al final ha tenido que mandar a la Guardia Civil y a la Policía Nacional lo que probablemente, como Bartleby en el famoso cuento de Melville, hubiera preferido no tener que hacer. Efectivamente, dado que con o sin  censo electoral, con o sin Sindicatura electoral, con o sin recuento digno de tal nombre, con o sin colegios electorales la voluntad clara del Govern era la de poner las urnas como y donde fuera para que la gente saliera a la calle y gritase “volem votar” no ha habido más remedio que mandar a los miembros y fuerzas de Seguridad del Estado a requisar urnas y cerrar colegios. Una foto soñada por cualquier nacionalista que se precie dado que -al menos en su imaginario- permite identificar el Estado español con un Estado represor y franquista y porque es casi inevitable que alguna persona pueda resultar zarandeada o incluso herida. De hecho, ya ha ocurrido y Puigdemont ya ha denunciado la actuación represora del Estado. Esperemos que no ocurra nada más y nos quedemos con la simple utilización partidista de la imagen, como era de esperar.

En definitiva, la táctica de desmontar el referéndum exclusivamente por las vías legales nos ha traído hasta aquí. A partir de mañana se abre la necesidad de hacer política y de empezar un camino que se prevé largo para remediar y reparar los desperfectos, que son muchos y graves, particularmente en Cataluña. Por el camino, en este mes de vértigo, hemos aprendido unas cuantas cosas sobre el nacionalismo catalán de raíz romántica y reaccionaria, sobre la división de la sociedad catalana, sobre mayorías silenciosas, sobre democracia, sobre consultas, sobre las dificultades de la izquierda para encontrar un discurso que siga defendiendo la igualdad de los ciudadanos también ante los nacionalismos, etc, etc. Y lo hemos aprendido leyendo a muchos españoles y catalanes que han escrito mucho y bien sobre estos temas.

Que nuestros políticos prácticamente sin excepción -con mención destacada a los que tenían más responsabilidad, obviamente- no hayan estado a la altura de la madurez demostrada por el conjunto de la sociedad española no es tan grave después de todo.  Su recambio por otros más adecuados para construir una democracia mejor y más moderna es solo cuestión de tiempo. Peor hubiera sido al contrario.  Si algo estamos demostrando es que la sociedad española tiene recursos suficientes intelectuales, cívicos y morales para salir de este lío. Llevará tiempo, paciencia, generosidad e ideas, pero saldremos.

O así lo creemos nosotros, porque crisis -que es lo que tenemos ahora, una verdadera crisis constitucional- significa “decisión”: es preciso que baje la fiebre del conflicto inmediato e iniciemos la recuperación, lo que significará determinar claramente cuáles son los males que padecemos e intentar atajarlos. Los problemas de orden público derivan de una situación emocional que a su vez procede de un agravio o de un supuesto agravio. Como diría un experto en mediación, una vez superado el momento especial del uno de octubre, esperemos que sin graves consecuencias, nos enfrentamos con una ardua tarea: mantener el Estado de Derecho incólume -lo que puede significar consecuencias jurídicas y sanciones- y al mismo tiempo conseguir que las partes pasen de sus “posiciones” emocionales e inalterables a averiguar cuáles son sus “intereses” de verdad, lo que realmente buscan y necesitan. Difícil tarea cohonestar ambas necesidades cuando el marco en el que nos hemos situado excede de los límites de la ley, pero no hay más remedio que hacerlo. Quizá, queremos ser optimistas, esta crisis nos permita averiguar los problemas de fondo que tiene nuestro sistema político, y una vez apercibidos de ellos, enfrentarlos debidamente.

Un conflicto sin (aparentes) salidas

“Quien se pertrecha con el único argumento de su radical coherencia cuenta con poco recorrido en política, pues esta es una actividad que tiene que ver con la búsqueda de espacios de encuentro, el compromiso y la implicación de otros (…) Forma parte de las obligaciones de un buen político tratar de descubrir las oportunidades para el acuerdo y sus límites” (Daniel Innerarity, La política en tiempos de indignación, Galaxia Gutenberg, 2015, pp. 143 y 148).

La crisis político-constitucional como consecuencia de la rebelión institucional que se ha producido en Cataluña, alimentada y apoyada por la sociedad civil independentista, cada día que pasa tiene peor pinta. Se ha ido tan lejos que cicatrizar las heridas abiertas se me antoja imposible a corto/medio plazo. Pactar es un verbo que no se conjuga. No hay fractura, existe una auténtica e insalvable zanja.

Desde el punto de vista formal lo más osado que se propone para reconducir ese órdago es una salida altamente compleja: un referéndum pactado y, por tanto, una más que previsible cadena de consultas, siempre abiertas, que hagan efectivo un denominado derecho a decidir, que un territorio puede activar cuando le venga en gana y las veces que quiera tirando la moneda al aire hasta que salga cara. Llevar eso a una reforma constitucional, por los procedimientos establecidos actualmente, es altamente improbable, si no materialmente imposible. La ley de claridad, que podría haber sido una solución razonable, pasó a la historia, si es que alguna vez se barajó seriamente (y sin reglas claras seguirá valiendo siempre “un voto más” para decidir cuestiones existenciales tan relevantes). Por tanto, un camino intransitable o, al menos, plagado de tantas dificultades, tan lejanas e inciertas, que no es remedio para atemperar los exaltados ánimos de quienes enfebrecidos de pasión identitariaven tocar con los dedos la presunta independencia.

Mientras sigan gobernando las instituciones catalanas las personas que hoy en día lo hacen con sus apoyos externos (antisistemas, por un lado, y asociaciones de religión política monolítica, por otro), el camino del acuerdo está cegado. La unilateralidad se ha impuesto y crea fervor. Otra cosa es a qué puerto se llegará con eso. El gobierno central, por su parte, ha dado muestras fehacientes de miopía absoluta (e incluso de dejadez irresponsable) en esta trascendental cuestión de Estado. Tampoco los partidos políticos han estado muy finos. Las ofertas por parte de las fuerzas políticas y del Gobierno central llegan tarde, de forma precipitadamente reactiva y además plagadas de confusión, así como carentes de un mínimo planteamiento homogéneo que les dé la necesaria credibilidad. No hay un discurso coherente, solo voces desordenadas. Improvisación. Así no se llega a nadie. Ni a los propios.

La evidente ruptura con el Estado Constitucional que se produjo en las sesiones delos días 6 y 7 de septiembre (en estos términos se expresan ya académicos del ámbito independentista) abría un escenario que ya no tenía vuelta atrás. La manifiesta torpeza del empeño, puso el relato en bandeja a favor del Gobierno central. Y, paradojas de la vida, lo ha desperdiciado totalmente. Como bien dijo el profesor Francisco Velasco, rotas las reglas del juego se abre la solución del más fuerte. Pero la verdadera fortaleza, en una sociedad posmoderna e interconectada, puede no estar en la vieja coacción (tildada por el independentismo como “represión franquista”) ni en la tardía aplicación del Derecho, sino en la burda simplificación del relato que, paradojas de la vida, termina haciendo bueno a quien precisamente ha roto la vajilla. Y aquí ha hecho aguas el relato gubernamental, pésimamente configurado (¿quiénes son los asesores de La Moncloa?, cabe preguntarse). Fiarlo todo al rule of law, pieza maestra del funcionamiento de un Estado constitucional democrático, en un país que pocos saben qué significa y con un sentido de la democracia propio de un parvulario, es jugar a la ruleta rusa. Venden más, en el mercado de 140 caracteres, las consignas de bisutería política:“votar = democracia”; o “no nos dejan votar”. Esto es así y así se está confirmando.

La senda por la que se ha metido el Gobierno es la peor de las posibles, con las dificultades adicionales de operar en un territorio donde el Estado está ausente, sobre todo cuando las instituciones catalanas que lo son dicen no serlo. Si no hay Estado, hay que llevarlo en “camiones-cisterna” o barcos suministradores, como cuando escasea el agua. Mal contexto para unos desperdigados y desasistidos funcionarios del Estado (de seguridad y justicia) que están, literalmente, en un territorio hostil dominado por los “señores de la calle” (las huestes de la CUP y el resto de escuadrones de independentistas, infantes, jóvenes y menos jóvenes, movilizados permanentemente para que la presión no decaiga).

Uno de los comentaristas más finos del panorama político vasco (José Luís Zubizarreta), escribió hace unas semanas en El Diario Vasco que en el enfrentamiento catalán unos (el Estado) tenían la artillería y la aviación; mientras que los otros (independentistas) disponían de la infantería. Si la guerra fuera convencional, estos últimos lo tendrían difícil. Pero no lo es y lo saben. Se trata, en cambio, de una sublevación institucional (de despacho y coche oficial, gestada desde el poder y con un macro-aparato de propaganda siempre activo) apoyada por una sociedad civil muy organizada y movilizada bajo consignas que se impulsan desde una feligresía incondicional (ANC y OC) y, asimismo, absolutamente dominante en feudos donde se asienta el carlismo renovado (o también postmoderno) de la Cataluña profunda (como recordara Víctor Lapuente), así como con la complaciente e inestimable ayuda de quienes quieren movilización a toda costa para “echar a Rajoy”. Estos también defienden sin ambages el derecho a votar por encima de las decisiones de los tribunales, que tampoco aceptan ni acatan. Incluso, el líder de la formación morada, llama al Gobierno para que permita votar el 1-O y se declare, así, insumiso frente a la suspensión del TC. Complejo panorama. Se busca sin rodeos acabar con “el régimen de 1978”. Refundar algo “nuevo”. Cuidado que aquí está la verdadera batalla. El fiel de la balanza estaba en “los comunes/morados” y estos ya han dado el paso: están por la consulta (también sus líderes mesetarios) y por participar en ella, esté o no esté suspendida. No les importa. No es su fuerte el sentido institucional, precisamente.

El primer paso ya se ha dado en Cataluña por el independentismo. Y lo habían anunciado. Se sabía desde meses atrás, si no años. Mientras tanto el Gobierno central se hacía el muerto o el sordo. Su responsabilidad en este conflicto será elevada y habrá que hacer balance cuando esto acabe. En estos momentos solo un cambio urgente en la Presidencia del Gobierno español (con un cambio también profundo de todo su equipo ministerial y entrada de perfiles políticos dialogantes y de personas de prestigio; o incluso mediante la formación de un gobierno de coalición) podría reconducir la crisis frente a una situación que se le ha ido completamente de las manos al gobierno actual y desarmar, así, la estrategia frontal de ruptura de quienes regentan las instituciones catalanas. Pero el fracaso de la política no se detiene allí, llega a (casi) todas sus esquinas. A todos los colores. Necesitamos políticos que hagan del diálogo y el acuerdo, así como de la transacción, su guía de actuación. Deben cambiar los actores, hay cambio de escena.

Pero no todo es homogéneo en Cataluña. Aunque la idea no pase por sus mejores momentos, hay muchas personas allí que tienen identidades múltiples (sentido de pertenencia compartido) y no comulgan con la que se pretende establecer de modo unilateral. Estos han sido borrados, señalados o, en el mejor de los casos, ignorados. No cuentan. La exclusión no es un buen método, tampoco para construir país. Pretender formar hoy en día una sociedad total, cerrada o monolítica, es una tarea inútil; aunque se ponga empeño en ello y haya no pocos por Europa (adviértase quiénes) que lo pretendan hacer. Esta es una idea queel PNV (al menos quienes lo gobiernan) ha entendido e interiorizado de forma inteligente, aunque el devenir del conflicto en Cataluña también les desgarre y les desvíe en su inicial hoja de ruta (más aún si les coincide con el Alderdi Eguna). La estrategia de atracción (o empatía) que se puso en marcha hace unos años por el nacionalismo vasco institucional está dando, en términos de cohesión social y de construcción de país, mucho mejores resultados que una línea de confrontación cainita, siempre que aquella no se abandone. Con toda franqueza no creo que manifestar una actitud hosca, antipática o de odio hacia el diferente o el no alineado con tu causa (alimentada o retroalimentada, sin duda también, por expresiones y actuaciones de la caverna mediática y política), dé beneficio alguno a nadie. Las redes sociales están ahora cargadas de odio cruzado. Son puro estercolero.

Nadie sabe cómo va a acabar esto, ni siquiera los (irresponsables) protagonistas que han encendido una u otra mecha. Aunque no cabe olvidar que sobre las espaldas de un líder pretendidamente mesiánico y bonzo político por excelencia descansa la mayor responsabilidad y el último desenlace de este conflicto. También por quien maquiavélicamente lo colocó en aquel sitio. Las salidas inmediatas al 1-O dependerán mucho de cómo este se desenvuelva. La DUI es una posibilidad abierta, que tendrá efectos perturbadores y respuestas inmediatas. El 2-O, más que abrirse espacios de diálogo, puede dar comienzo a una traca. Al menos se intentará. Pero tampoco descarten –si la cohesión entre las tres fuerzas políticas independentistas no se resquebraja- nuevas elecciones “referendarias” para lograr el voto más que dé pátina de legitimidad a un degradado proceso a ojos de la mirada internacional, que ya ha puesto el foco en el problema tras las recientes y continuas jornadas de movilización callejera. Más las que vendrán.

Una vez más algunos están haciendo esfuerzos ímprobos por destruir el Estado Constitucional  (peor o mejor) edificado hace casi cuarenta años. Todo apunta a que se abren tiempos de revisión constitucional. Algunos pretenden que volvamos a empezar, por enésima vez. Desandar lo andado, viaje de alto riesgo. Otros se quieren ir, aunque sea forzando una mayoría social que hasta ahora no tienen. Eso sí haciendo mucho ruido y no pocos juegos de manos. Estos ya no cuentan, solo cabe pretender seducir con fórmulas de encaje razonable a quienes quieran compartir identidades múltiples. Y en este caso las alternativas son dos: construir un nuevo edificio constitucional (muy propio del adanismo de un demos de frágil cultura democrática constitucional) o rehabilitar el conjunto del edificio manteniendo solo la fachada y algunos elementos centrales que han aguantado el paso del tiempo. Parece claro que las reformas interiores ya no sirven. En lo demás tengo dudas.

Pero no albergo duda alguna en torno a que cualquier proceso de ruptura, quebrantamiento o disolución del orden constitucional vigente vaya a ser gratis. Los desgarros serán evidentes. Y lo serán, en efecto, aunque algunos se emborrachen de una pretendida supremacía que no es tal (de esto convendría hablar largo y tendido, pero hoy no toca), haya también quienes pretendan una suerte de refundación republicana de pueblos confederados (experiencia que, vista la tradición, duraría dos telediarios)y existan otros, en fin, que se escuden en una pretendida fortaleza del Estado de Derecho, que en verdad tampoco lo es, pues se tambalean las dos palabras centrales del enunciado. El resultado de esa combinación imposible es obvio: unos (y sus compañeros de viaje) caminan decididos hacia el paraíso o Arcadia feliz, otros a taponar la herida que, en parte ellos mismos abrieron, y hoy sangra a borbotones. Y la ciudadanía cabal y sensata(la no fanatizada, que es la inmensa mayoría)mira atónita y preocupada el dantesco espectáculo que estos políticos-pirómanos (primero) y (luego) bomberos, nos ofrecen como “soluciones” o “salidas”.

Ya lo dijo Azaña, como recuerda habitualmente mi buen amigo el politólogo Manuel Zafra: los españoles aprendemos lo que es el fuego quemándonos las manos una y otra vez. Dolorosa lección. Que, además, por lo visto, no sirve para nada.

The Catalan problem for dummies

(especially for non-Spanish) 

Revised and updated translation on Friday 29 September

Versión en español aquí

Imagen por Javier Ramos Llaguno

Many of you have read in the newspapers of your respective countries that there are demonstrations in the Spanish region of Catalonia because regional authorities want to call a referendum on independence from Spain, a referendum which the State rejects. From the media, you may have heard that suffrage is a democratic right and that Catalonia is therefore entitled to a referendum, or perhaps you have been told that the Catalan leaders have bypassed the Spanish Constitution and are in a seditious process.

Well, we’ll give you some facts. First, let us introduce ourselves: the Hay Derecho Foundation is an independent institution whose purpose is to defend the rule of law. I am, at the moment, the president and, in addition, a lawyer that has served in Catalonia and now in Madrid.

Secondly, I’d like to introduce you Spain. It is a country of about 500,000 square kilometers and 46.5 million inhabitants, located in southern Europe. It has a GDP per capita of 24,100 euros (26,528 dollars – Italy 30,000 and France 36,000) in 2016. The Spanish language is spoken throughout the country, but several regions of Spain have their own official languages. Catalonia is a region in the northest of Spain, which has 32,100 square kilometers and a population of 7.5 million, with a per capita GDP of around 28,590 euros in 2016. In other words, Catalonia is relatively small and rich.

Spain is a very old country, formed by the union of several kingdoms, more than 500 years ago. It was a world power in the 15th and 16th centuries and then its power began to decline. Politically, it has had a relatively tumultuous past (as so many others), but from recent history it is important to remember that after the 1936-39 civil war we had a period of almost 40 years of dictatorship under General Franco. When he died there was a phenomenon almost unparalleled in world history, which came to be called “Transition.” During the Transition, Spain moved peacefully from a dictatorship to a democracy, solely by reforming laws, through much consensus and good will, and ultimately established a democratic Constitution (from 1978). Today, the Spanish Constitution can be considered one of the most progressive in the world in terms of social rights and freedoms. We therefore have a parliamentary monarchy at the level of any progressive country. However, we will not pretend that our democracy is perfect: in fact, the purpose of this blog and the Foundation is to highlight the shortcomings of the system, fundamentally due to the degeneration of political parties into invasive power structures that have colonized all the democratic institutions to their advantage. But we do not believe that this phenomenon is exclusive to Spain, although it may affect us more aversely because of our younger democracy and relatively new enjoyment of civil liberties.

During the years of democracy, we have suffered some major scourges, such as a coup d’ état that came close to success in 1981, and many years of terrorism at the hands of  Basque nationalism. We have also had corruption that has affected the various political parties, and is more rampant in the political sphere than in the administrative or civil service. Yet, the reality is that we have made progress in all areas. We entered the European Union in the1980s, which enabled us to come up to speed with our neighboring countries and to grow economically. Terrorism ended some time ago. The dysfunction of government institutions and political corruption, although they still exist and are difficult to eradicate, has become a national concern, and the tolerance towards both has lessened. Nevertheless, Spain is pioneer in freedom and (civil?) rights. Perhaps our forty-years dictatorship made us envious of other’s liberties, up to the point it drives us to reject any imposition on our costly-won liberty, even in cases in which such motions would be perfectly justified,

The economic crisis of 2007, from which we have not yet recovered, has been an important turning point in politics. The crisis was significant because the two traditional parties, the PP on the right, and the PSOE on the left, have suffered significant wear and tear. The PSOE was blamed for denying the crisis and offering a wandering and inconsistent policy and the PP, which currently governs, for burdening all the consequences of the crisis on the citizenry and for very serious corruption. All this has led to the emergence of regenerative movements, and also left-wing populism of an anti-systemic nature. In fact, the current PP government took almost a year to form.

Now, I will recount our current problem of Catalonia. The fact is that the territorial divides in Spain is not new. The territorial uniformity achieved in other countries, such as France in the 18th century, did not take place in Spain, which has preserved the idiosyncrasies that were fundamentally idiomatic and legal (that is to say, non-racial and non-religious) and that survived throughout the centuries. In the 19th century, this regional diversity acquired a new, vindictive dimension, in line with the fervor of nationalism that took place in that century. Clearly, during the Franco’s dictatorship, regional nationalism was severely repressed, although curiously enough,

When the dictatorship ended with the Transition in 1978, these regionalist sentiments had to be dealt with in some way, and a system of autonomy was introduced to enable each region to have its own parliament and government with jurisdiction over key areas, including education and health. The bad thing is that the regulation of Title VIII of the Constitution was excessively flexible and this, together with the fact that the electoral system -proportional with a majority bias- does not facilitate the existence of absolute majorities, has meant that the successive parties in power in Spain have had to negotiate their support with regionalist parties to form a government. This has meant that regional governments have increasingly been given more powers. This in itself is not bad, but the nationalist authorities in certain regions have used their powers unfairly, insisting on exaggerating differences at every opportunity and abusing their roles in education to indoctrinate the minds of students. For example, in Catalonia it is practically impossible to study in Spanish, and most schooling takes place in Catalan, despite the fact that repeated rulings have recognized the right to be educated in Spanish. You can’t name a store only in Spanish either, otherwise you will be fined.

In other words, this significant degree of autonomy, money and competence has not served to calm nationalist feelings in some autonomous regions, but has only exacerbated them, though all evidence might point to the contrary. In the Basque Country, where they enjoy a privileged tax system in comparison to other regions, the feeling persists and, truthfully, the end of regionalist Basque terrorism was not due to the action of local elites, but to a slow and constant work of the security forces and to political action at the national level.

In Catalonia, there is undoubtedly a feeling of difference. This feeling is in part due to a language of its own and a certain regional pride  that has remained constant in recent years, with a right-wing regionalist/separatist party that has governed most of the last 40 years. It is also true that it is a rich, labor-intensive and innovative region, and thus laments that it contributes disproportionately to the whole of Spain, especially compared to other, less affluent regions. Recently they invented a slogan, Espanya ens roba (Spain robs us), which resonated with many in Catalonia, although the reality is that there are other regions of Spain – Madrid and the Balearic Islands – that contribute more than Catalonia.

Catalonia is in a gridlock, because the region is divided in half between those who are Catalan nationalists and those who are not, so it is difficult to reach an agreement. If it was 80% on one side or the other, there might not be a problem. However, one way or another, we have been enduring this situation, although in general, the lack of order in the territorial sphere has generated economic inefficiencies, an excessive number of rules and disproportionate spending.

However, when the Crisis began in 2007, the Catalan elites, then in power, saw promoting the cause of Catalan nationalism as a way to divert the blame on to the State. The State would conveniently be the guilty party who had robbed Catalonia and cut all its self-government initiatives, which, in reality, always tried to go beyond the limits of the Constitution. This had also been accompanied by massive corruption in Catalonia, which, although corruption is certainly not unique to the region, had reached very high levels. It is well known, because it was said by a political leader and was later confirmed, that the Catalan nationalist party in power was given at least 3 percent of the works and concessions authorized by the Catalan administration. So much so that the emblematic Catalan leader, many decades in the regional presidency, Jordi Pujol, has revealed himself to be the head of a corrupt plot that involves him, almost all his family, and many of his collaborators. Nationalism, however, considered the fact that the Constitutional Court annulled some years ago the reform of the Statute of Autonomy promoted by the former Spanish President Zapatero to be an aggravation of nationalism, and has based its claims on this grievance. But this means not understanding that political promises or pacts are not and should not be above the law.

Thus, the independence drift that has been in motion since 2010 has consisted of a threat to hold a referendum for independence, one that was already attempted in 2014 and is set for a second attempt on October 1. In order to ensure that many people support the initiative, the Catalan government has taken advantage of the educational system, which for many years has taught Spain to be considered as a foreign entity, somewhat inferior, but always oppressive. The media, which are practically all subsidized by the Catalan administration (to the extent that, contrary to the principle of journalistic independence, in 2010 all the Catalan newspapers published a joint editorial called “La dignidad de Cataluña”); and a powerful network of client relationships from which many people live.

The message that these Catalan nationalist elites promote have been, at their roots, emotional, appealing to concepts such as “oppression”, “lack of freedom”,” robbery”, and, above all, for the people to whom these concepts produce a cognitive dissonance because of their obvious contradiction of reality, they have manipulated concepts such as “democracy”, in concluding that the right to vote matters above all else, regardless of whether or not the way to do so is legal. On the other hand, they have recklessly minimized the economic consequences of secession and have lied to citizens by saying that secession would allow them to continue in the European Union, despite the continuous warnings from the European authorities on this matter. In recent weeks, the disobedience of regional authorities has been very serious— approving laws illegally and disrespecting minority rights— actions that would allow them to hold the referendum and thus explicitly challenge the government with threats to use the de facto route and possibly criminal public declarations

The reality is, even with this massive mobilization of resources, the separatists do not add up to more than 50 percent of the Catalans, despite their majority in Catalan parliament due to electoral rules. Yet, they continue onwards. The Spanish Constitution, our national bedrock, does not allow referendums of self-determination called by the regional authority to be held, and in no way does it permit a region to separate on its own free will. Many of us believe that this is correct. This does not mean that the Constitution cannot be reformed and nor that no agreement can be reached, if the corresponding support is obtained. Perhaps, even a referendum can be held if it is considered appropriate. Unlike other countries, however, we have rules on this action and, at the moment, they do not allow it. By the way, Catalonia does vote: since 1980 there have been 11 regional elections, and many other general, local and European elections.

The central government has maintained a prudent and passive stance during these years, due in part perhaps to political instability in the country, and or because it assumed regional authorities would never dare. Or, perhaps the central government hoped that the issue would resolve itself in the face of the practical difficulties that secession would entail, of which the Catalans should be aware. In the last few days, it seems that the State has finally awoken a little and some measures have been taken to prevent the referendum, confiscating ballots, disrupting the voting system and controlling the region’s economy to avoid diversion of funds. Incidentally, these measures have not been adopted by the government itself but by the judicial authority, except for certain decisions on financial intervention to prevent the diversion of funds. In fact, the government has not dared to use Article 155 of the Constitution, which would allow it to “adopt the necessary measures” (even to suspend autonomy) if an Autonomous Community does not comply with the obligations imposed on it by the Constitution or other laws, or acts in a manner that seriously infringes the general interest of Spain. Nor has it declared a state of emergency, which would enable it to take extraordinary measures of public order in the event that normal functioning is affected. I assume they don’t want to lose the “battle of the image” that using these measures would entail. However, the regional authorities have not hesitated to harangue people into going out into the streets and there are currently riots, surrounding the courthouse and other state buildings, and they have tried to prevent police action.

We do not know what will happen in the next few days, but many Spaniards are very concerned because we think that the rupture of the Constitution, in addition to the fact that it could mean the loss of a region that we love and feel as ours, could shake the foundations of our democratic system. We trust, however, that resolving this crisis will be an opportunity to improve our democratic system and strengthen our institutions, because we can talk about everything, in an open discourse of mutual respect.

 

El problema catalán para dummies

(especial para no españoles)

English version  here

Revisada el viernes 29

Muchos de ustedes habrán leído en los periódicos de sus respectivos países que en una región de España llamada Cataluña está habiendo movilizaciones porque se quiere convocar un referéndum para conseguir la independencia y el Estado español se niega. Según el medio que hayan escuchado, quizá habrán insistido en lo democrático que es votar y que por tanto Cataluña tiene razón o a lo mejor le han dicho que los dirigentes catalanes se han saltado la Constitución española y están en un proceso sedición.

Bueno, les daremos algunos datos. Primero, nos presentamos nosotros: la Fundación Hay Derecho es una institución independiente cuyo objeto es la defensa del Estado de Derecho. Yo soy, en este momento, su presidente y, además, un profesional de las leyes que ha ejercido en Cataluña y ahora en Madrid.

Segundo, les presento a España. Es un país de unos 500.000 km cuadrados y 46,5 millones de habitantes, situado en el sur de Europa. Tiene un PIB per cápita de 24.100 euros (26.528 dólares- Italia 30.000 y Francia 36.000) en 2016. Se habla el idioma español, pero diversas regiones de España tienen sus propias lenguas, que son oficiales en ella. Cataluña es una región al noreste de España, que tiene 32,100 km cuadrados y 7,5 millones de habitantes y un PIB per cápita de unos 28.590 euros en 2016. O sea, que Cataluña es relativamente pequeña y rica.

España es un país muy antiguo, formado por la unión de varios reinos, hace más de 500 años. Fue una potencia mundial en los siglos XV y XVI y luego su poder fue decayendo. Políticamente ha tenido un pasado relativamente convulso (como tantos otros), pero de la Historia reciente es preciso recordar que tras la guerra civil 1936-39 tuvimos un periodo de casi 40 años de dictadura ejercida por el general Franco. Cuando él murió se produjo un fenómeno casi único en el mundo, que se vino a llamar “Transición”: se consiguió pasar de una dictadura a una democracia solamente reformando leyes, pacíficamente, con mucho consenso y buena voluntad, al punto que se consiguió establecer una Constitución democrática (de 1978), que puede considerarse de las más avanzadas del mundo en libertades y derechos sociales. Tenemos pues una monarquía parlamentaria al nivel de cualquier país avanzado. Por supuesto, no vamos a ocultar que nuestra democracia no es perfecta: de hecho el objeto de este blog y de la Fundación es evidenciar las carencias del sistema, fundamentalmente debidas a la degeneración de los partidos políticos en estructuras invasivas de poder que han colonizado todas las instituciones democráticas en su beneficio. Pero no creemos que esto sea exclusivo de España, aunque puede ser que nos afecte más por nuestro menor recorrido democrático y vida en libertad.

Durante los años de democracia hemos sufrido algunas lacras importantes, como un golpe de Estado que estuvo a punto de triunfar en 1981 y muchos años de terrorismo, vinculado al nacionalismo vasco. También hemos tenido corrupción que ha afectado a los diversos partidos y más al ámbito político que al administrativo o funcionarial. Pero la realidad es que hemos ido hacia delante en todos los terrenos: ingresamos en su día en la Unión Europea, lo que nos permitió adaptarnos a los estándares de los países de nuestro entorno y crecer económicamente; el terrorismo se terminó hace algún tiempo; y el mal funcionamiento de las instituciones y la corrupción, aunque siguen existiendo y son difíciles de erradicar, es algo que, al menos en la mente de la opinión pública, de la judicatura y de algunos partidos, se ha convertido en una de las principales preocupaciones y la tolerancia frente a ella es mucho menor; y, desde luego, en libertades y derechos somos pioneros, quizá porque cuarenta años de dictadura nos han hecho muy celosos de ellos, hasta el punto de que hay un cierto complejo que nos lleva a rechazar la autoridad y la imposición incluso en aquellos casos en los que estaría perfectamente justificado.

La crisis económica de 2007, de la que todavía no nos hemos recuperado, ha supuesto un importante punto de inflexión política, porque los dos partidos tradicionales, PP, de derecha y PSOE, de izquierdas, han sufrido un importante desgaste: el PSOE por negar la crisis y tener una política errante y poco coherente y el PP, que es el que gobierna ahora, por cargar todas las consecuencias de la crisis sobre el ciudadano y por una corrupción muy importante que ha ido aflorando en los últimos tiempos. Todo ello ha hecho surgir movimientos regeneradores pero también un populismo de izquierdas de corte más bien antisistema. De hecho, el último gobierno del PP tardó casi un año en poder constituirse.

Ahora les cuento sobre nuestro problema actual, el de Cataluña. Lo cierto es que el problema territorial en España no es nuevo. La uniformización territorial que se consiguió en otros países, como en Francia, en el siglo XVIII, no se produjo en España, que ha conservado particularidades fundamentalmente idiomáticas y legales (no raciales ni religiosas) que pervivieron a lo largo de los siglos, y que en el XIX adquieren una nueva dimensión reivindicativa, pareja al auge de todo nacionalismo que se produce en ese siglo. Lógicamente, durante el periodo de dictadura Franco, los nacionalismos fueron duramente reprimidos aunque curiosamente fue recogida su normativa civil en leyes en esa época.

Cuando en 1978 termina la dictadura con la Transición, es preciso tratar de alguna manera estos sentimientos nacionalistas y se introduce para ello un sistema de autonomías que permite a cada región disponer de un parlamento y gobierno propios con importantes competencias en muchos ámbitos clave: por ejemplo, la enseñanza y la sanidad, por mencionar las más importantes. Lo malo es que la regulación del Título VIII de la Constitución fue excesivamente difusa y ello, unido a que el sistema electoral, proporcional con sesgo mayoritario, no facilita la existencia de mayorías absolutas, ha hecho que los sucesivos partidos en el poder de España hayan tenido que ir negociando con partidos nacionalistas su apoyo para formar gobierno, lo que ha supuesto cesiones constantes de competencias. Ello, en sí mismo, no es malo, pero las autoridades nacionalistas de ciertas regiones han usado sus competencias de una manera desleal, insistiendo en exagerar las diferencias en toda ocasión y aprovechando sus funciones en educación para adoctrinar las mentes de los alumnos. Por poner un ejemplo, en Cataluña es prácticamente imposible estudiar en español, y hay que hacerlo en catalán, a pesar de que reiteradas sentencias han reconocido ese derecho. Tampoco se puede rotular una tienda en español, si no quieres que te multen

O sea, que esa gran cantidad de autonomía, de dinero y de competencias no ha servido para calmar los sentimientos nacionalistas en algunas autonomías, sino que las ha exacerbado, contra lo que pudiera parecer lógico y normal. En el País Vasco, donde disfrutan de un régimen fiscal privilegiado respecto de las demás regiones, el sentimiento persiste y, la verdad, la terminación del terrorismo nacionalista no se debió a la acción de las élites locales, sino a una labor lenta y constante de las Fuerzas de Seguridad y a una actuación política a nivel nacional.

En Cataluña, sin duda, hay un sentimiento de diferencia, una lengua propia y una cierta tradición nacionalista que se ha mantenido constante en los últimos años, siendo un partido nacionalista de derechas el que ha gobernado la mayor parte de los últimos 40 años. También es verdad que es una región rica, laboriosa e innovadora, que se queja de que aporta demasiado al conjunto, sobre todo cuando parece que hay otras regiones, más pobres, que necesitan recibir y no pueden dar, y que de algún modo parecen ser vistas como subvencionadas, vagas o gastosas. Últimamente inventaron un lema, Espanya ens roba, España nos roba, que caló entre mucha gente de allí, aunque lo cierto es que hay otras regiones de España –Madrid y Baleares- que aportan más que Cataluña al conjunto.

El problema del nacionalismo en Cataluña es que se encuentra en una situación de bloqueo, porque la región está dividida por mitad entre quienes son nacionalistas y quienes no lo son, por lo que es difícil el acuerdo. Si fuera un ochenta por ciento de un lado o del otro, quizá no hubiera problema. Ahora bien, de una manera u otra, se ha ido conviviendo con esta situación, aunque en general, el poco orden en el ámbito territorial haya generado ineficiencias económicas, excesivo número de normas y un gasto desmesurado.

Pero cuando comienza la crisis de 2007, las élites catalanas en el poder ven en la exacerbación del nacionalismo una forma de desviar la atención del pueblo hacia un culpable que, presuntamente, sería el Estado central, que robaba a Cataluña y recortaba todas sus iniciativas de autogobierno, que en realidad siempre intentaban sobrepasar  los límites de la Constitución. A ello se ha unido también una enorme corrupción que si bien sin duda no es exclusiva de esta región, en ella ha alcanzado cotas muy elevadas. Es bien conocido, porque se le escapó a un dirigente político y se ha confirmado después, que el partido nacionalista en el poder se quedaba un 3 por ciento, como mínimo, de las obras y concesiones que autorizaba la administración catalana. Hasta tal punto ha llegado la cosa que el dirigente catalán histórico, muchas décadas en la presidencia regional, Jordi Pujol, se ha revelado jefe de una trama corrupta que le implica a él, a casi toda su familia, y a muchísimos de sus colaboradores. El nacionalismo, no obstante, ha considerado un agravio que el Tribunal Constitucional anulara hace algunos años la reforma del Estatuto de Autonomía que impulsó el ex presidente español Zapatero; y ha basado en ese agravio sus reivindicaciones. Pero esto significa no entender que las promesas o pactos políticos no están ni deben estar por encima de la ley.

Así, la deriva independentista que se está sufriendo desde aproximadamente 2010 ha consistido en una amenaza de celebrar un referéndum de autodeterminación que ya se intentó en 2014 y que se quiere intentar de nuevo el uno de octubre. Y para conseguir que mucha gente lo apoye han aprovechado el sistema de educación, que durante muchísimos años ha enseñado a considerar a España como algo ajeno, de alguna manera inferior a lo catalán, pero siempre opresor; los medios de comunicación, que están prácticamente todos subvencionados por la administración catalana (al punto que, contra la independencia periodística, en 2010 todos los periódicos de Cataluña sacaron un editorial conjunto que se llamaba “La dignidad de Cataluña”); y una poderosa red de relaciones clientelares de la que vive mucha gente.

El mensaje que estas elites nacionalistas catalanas ha sido básicamente emocional, apelando a conceptos como “opresión”, “falta de libertad”, “robo”, y, sobre todo, para las personas a las que estos conceptos produjeran una disonancia cognitiva por su evidente contraposición con la realidad, han manipulado conceptos como “democracia”, viniendo a decir que lo que importa realmente es votar, sin importar si la forma de hacerlo es legal o no, si lo que se vota es legítimo o no, o si vivimos en un sistema de libertades o no (como si porque saliera la mitad más uno de un pueblo se pudiera acordar fusilar a alguien o no pagar impuestos); o se ha apelado a un supuesto “derecho a decidir” que al parecer habilitaría a cualquier región a independizarse de un país si lo decide la mitad más uno de esa región, cuando en realidad ese concepto se ha usado sólo para países en los que no hay libertades y en condiciones muy extremas. Por otro lado, han minimizado imprudentemente las consecuencias económicas que tendría para todos una secesión y han mentido a los ciudadanos diciendo que la misma les permitiría continuar en la Unión Europea, pese a las continuas advertencias de las autoridades europeas al respecto. En las últimas semanas, la desobediencia de las autoridades regionales ha sido muy grave, aprobando de manera ilegal y sin respetar los derechos de las minorías leyes que les permitirían realizar el referéndum y han desafiado explícitamente al gobierno con amenazas de usar la vía de hecho y con declaraciones posiblemente delictivas.

Y lo cierto es que, ni siquiera con ese despliegue de medios, los independentistas suman más del 50 por ciento de los catalanes, aunque en el parlamento catalán tienen mayoría por el juego de las normas electorales. Y aun así siguen con sus intenciones. La Constitución española, nuestra norma fundamental, no permite que se celebren referéndums de autodeterminación convocados por una autoridad regional ni, mucho menos, que se pueda separar una región por su sola voluntad. Y muchos creemos que eso es correcto. Eso no quiere decir que no se pueda reformar la Constitución y pactar lo que sea, si se consiguen los apoyos correspondientes, incluso celebrar un referéndum si se considera conveniente. Pero, a diferencia de otros países, nosotros tenemos normas al respecto y no lo permiten en este momento. Por cierto, en Cataluña sí se vota: desde 1980 ha habido 11 elecciones regionales, y muchas otras generales, locales y europeas

El gobierno central ha mantenido una posición prudente y pasiva durante estos años, quizá porque no podía hacer mucho por la inestabilidad política o porque pensaba que las autoridades regionales no se iban a atrever a tanto y que la cuestión se resolvería por sí sola ante las dificultades prácticas que supondría una secesión, de lo que los catalanes deberían ser conscientes. En las últimos días, parece que por fin el Estado ha despertado un poco y se han tomado algunas medidas para impedir el referéndum, confiscando papeletas, desbaratando la intendencia para las votaciones y controlando la economía de la región para evitar desvíos de fondos. Por cierto, estas medidas no han sido adoptadas por el gobierno sino por la autoridad judicial, salvo ciertas decisiones de intervención financiera para evitar el desvío de fondos. De hecho, el gobierno no se ha atrevido a usar el artículo 155 de la Constitución, que le permitiría “adoptar las medidas necesarias” (incluso suspender la autonomía) si una Comunidad Autónoma no cumpliere las obligaciones que la Constitución u otras leyes le impongan, o actuare de forma que atente gravemente al interés general de España; ni ha declarado el estado de excepción, que le facultaría tomar medidas extraordinarias de orden público en caso de que resulte alterado el normal funcionamiento de las instituciones. Probablemente no quiere perder la “batalla de la imagen” que supondría usar estas medidas. En cambio, las autoridades regionales no han vacilado en arengar a la gente para que salga a la calle y en la actualidad se están produciendo disturbios, cercando el palacio de justicia y otros edificios estatales, y han tratado de impedir la labor policial.

No sabemos lo que ocurrirá en los próximos días, pero muchos españoles estamos muy preocupados porque pensamos que la ruptura de la Constitución, además de que podría suponer la pérdida de una región a la que queremos y sentimos nuestra, puede hacer tambalear las bases de nuestro sistema democrático. Confiamos, no obstante, que la resolución de esta crisis sea oportunidad para mejorar nuestro sistema democrático y reforzar nuestras instituciones. Y se puede hablar de todo, pero respetando las formas.

 

¿De qué sirve el Estado de Derecho?

Este post es reproducción, por su interés, del que ha publicado nuestro colaborador Alvaro Delgado, en El Mundo Baleares, y con su permiso. Muchas gracias. Aquí puede ver la publicación original.

 

VIENDO EL errático comportamiento de mucha gente en relación con los turbulentos acontecimientos que nos rodean, creo que no está de más refrescar algunos conceptos jurídicos aplicables en general a la vida política y social, fundamentalmente qué significa y qué consecuencias tiene para todos nosotros vivir en lo que llamamos un Estado de Derecho. Ya publiqué hace unos meses en estas mismas páginas otro artículo titulado ¿Es la Ley para los tontos?, en el que trataba de aclarar en términos sencillos lo que significaban los conceptos «ley» y «democracia» desde un punto de vista práctico, y creo que éste de hoy servirá, especialmente en estos momentos, de perfecto complemento a lo explicado en su día.

Deben ustedes saber que en las sociedades primitivas había muy pocas normas, y que las pocas que existían no emanaban del intelecto sino del simple uso de la fuerza. El más fuerte, el mejor armado, el más poderoso o el que más miedo infundía a quienes vivían a su alrededor era el que imponía sus reglas, que dependían exclusivamente de su voluntad. Los derechos de los más débiles ni existían ni eran reconocidos. El modelo social estaba basado en dos conceptos muy básicos, el miedo y la sumisión, siendo una traslación casi calcada del modelo de convivencia de los animales: el más fuerte de la manada impone su ley a los demás.

Con el paso de los siglos, los grupos humanos fueron perfeccionando sus formas de convivencia, apareciendo en ellos incipientes hábitos y luego normas, en principio meramente orales. Las reglas pasaron de estar basadas en la fuerza a ser creadas por la inteligencia, alejando el funcionamiento de las colectividades humanas de las pautas del mundo animal. Y, en un momento determinado, apareció la necesidad de escribir y reunir esas normas de convivencia, para que así pudieran ser publicadas y conocidas por todos sus integrantes. La primera compilación de normas conocida de la historia -que se conserva en el Museo del Louvre de París- es el llamado Código de Hammurabi, nombre del entonces Rey de Mesopotamia que lo elaboró hacia el año 1750 antes de Cristo, constituyendo un conjunto elemental de leyes sobre variadas materias (basado en la antigua ley del talión -ojo por ojo-, pero que contenía una aplicación incipiente del principio de presunción de inocencia y del derecho de todo acusado a aportar pruebas) que supuso la fundamental transición de la mera costumbre o las reglas orales a las normas escritas y reunidas en un código. Con el transcurso de los años, los códigos se fueron perfeccionando hasta que las Revoluciones liberales -francesa y norteamericana-, que por primera vez proclamaron Declaraciones de Derechos de los Ciudadanos, pusieron los cimientos (después convenientemente elaborados por filósofos y juristas de la escuela alemana como Kant, Ihering, Kelsen y Savigny) de lo que hoy conocemos como Estado de Derecho.

Esta breve introducción histórica viene a cuento de que todos ustedes puedan comprobar los siglos y esfuerzos que ha costado al género humano tener unas normas escritas y conocidas por todos para regular su funcionamiento como colectividad. Para que algunos torpes contemporáneos, poco leídos y con escasas luces, lo desprecien hoy en día como algo intrascendente o prescindible… El ilustre jurista español Elías Díaz escribió en su emblemática obra Estado de Derecho y sociedad democrática (1975) que «no todo Estado es Estado de Derecho», para aclararnos que puede existir un Estado, que puede haber un Derecho (entendido como un conjunto de normas jurídicas para regular la convivencia), pero que el verdadero Estado de Derecho va más allá de ambos conceptos. Y nos detalló cuáles eran sus cuatro características esenciales: imperio de la ley, división de poderes, sujeción de la Administración a la ley y al control judicial, y derechos y libertades fundamentales para los ciudadanos.

El Estado de Derecho es, entonces, una creación intelectual del género humano, tal vez la más importante de la historia, cuya esencia es proteger al ciudadano del mismo poder que dicta las Leyes, evitando así sus posibles abusos. Si aún no tienen claro para qué sirve, les voy a poner un ejemplo muy gráfico de su utilidad, recién sacado de twitter. El político vasco Arnaldo Otegi escribió el 9 de septiembre de 2017 en dicha red social el siguiente tuit: «La democracia consiste en respetar lo que decide la gente. Después vienen las leyes». Un avispado tuitero, Philmore A. Mellows, le respondió al día siguiente: «No. Si fuera por respetar lo que decide la gente a ti te habrían cortado los h… Lo que te ha salvado han sido precisamente las leyes». He aquí una demostración popular -ciertamente vulgar pero muy esclarecedora- de lo que significa en la práctica vivir en un Estado de Derecho.

Dicho todo ello, resulta evidente que en España tenemos graves problemas con nuestro Estado de Derecho: que la Administración funciona de una manera mejorable, que existe corrupción, que los órganos de gobierno de jueces y fiscales -e incluso los miembros del Tribunal Constitucional- son elegidos políticamente y que no hay la suficiente separación de poderes. Pero la solución a esos problemas no es dinamitarlo todo por las bravas, haciendo lo que a un grupo de gente le dé la gana y dictando normas inconstitucionales -lo cual es evidente para todo el mundo-, sino todo lo contrario, que es reforzarlo y consolidarlo aún más. Así se impedirá que un político se salte los diques de contención legales, porque entonces sería admisible que cualquier otro político de ideología completamente contraria se los saltara también. O que cualquier ciudadano que considere que una ley no le favorece no la quiera cumplir. ¿Con qué criterio un gobernante que se salta la Ley puede exigir a sus ciudadanos que la cumplan? ¿Dónde está el límite de lo que un grupo pequeño puede decidir por sí sólo respecto de otro mayor? ¿Puedo yo decidir por mí mismo que mi piso, el 3ºB, se separe de mi comunidad de vecinos con la que comparte luz, agua, ascensor, fachadas, techo y pilares, y forme un inmueble totalmente independiente?

Utilizar el nacionalismo como pretexto para atentar contra nuestro Estado de Derecho es realmente un atentado contra todos nosotros. Contra el sistema que tantos siglos nos ha costado conseguir y contra los diques legales que nos protegen de la arbitrariedad de los poderosos. El propio Estado de Derecho no es inamovible, y proporciona los medios para defender cualquier idea y proponer las novedades que se quieran introducir en nuestro sistema constitucional. Y quienes ahora atentan contra él lo saben. Su problema es que respetando las normas sus propuestas no triunfan. Por ello quieren cambiar el árbitro y el reglamento a mitad del partido, apelando a los sentimientos, manipulados durante años, de muchos ciudadanos ignorantes.

Dos ilustres catalanes pusieron el dedo en la llaga en un reciente encuentro auspiciado por este mismo periódico. Dijo Francesc de Carreras que «hay que hacer comprender a la gente que esto de las identidades colectivas, como las naciones en sentido identitario, es una manera de embaucar a los ciudadanos, de dividirlos para dominarlos mejor», para añadir Josep Piqué que «ser nacionalista es afirmar lo propio en contraposición a lo pretendidamente ajeno. Nada hay más antiprogresista que el particularismo y el pretendido y ridículo supremacismo». Les ruego queridos lectores, que sean cuales sean sus sentimientos, no se dejen manipular. En este lamentable juego de tronos que estamos viviendo tenemos muchos siglos que perder…