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Derecho a decidir, democracia y ley de partidos

El mundo es nuestra representación como decía Schopenhauer. Pero las representaciones no son la realidad.  Heisenberg decía que no deberíamos olvidar que lo que observamos no es la naturaleza misma sino la naturaleza determinada según la índole de nuestras preguntas. Por lo expuesto, a veces es necesario una metodología que en algún punto podríamos llamar apofática que consiste en poner en evidencia la inadecuación esencial de nuestras representaciones y de nuestros enunciados con relación a la realidad, incluida la política.

Las precedentes consideraciones vienen a propósito de enfocar adecuadamente la realidad política del independentismo y de las pretensiones independentistas propugnadas por ciertos partidos políticos.

Asistimos a una constante invocación por cierta parte de la población avecindada en Cataluña de su “derecho a decidir”. Sin duda bajo dicho enunciado fluye un sentimiento específico y auténtico, aparentemente ingenuo, inofensivo y legítimo en su imaginaria representación. Pero bien mirado ¿qué significa y comporta realmente hacer efectivo ese derecho a decidir la independencia en una parte del territorio español en nuestra situación actual?

Significa y comporta un conjunto de población atribuyéndose arbitrariamente una exclusividad de decisión sobre materias y ámbitos que pertenecen a muchas otras personas que en realidad conforman una comunidad mucho más amplia. Significa la vulneración del derecho a decidir del resto de la población española, de su actual derecho a establecer allí su residencia, su libertad de circulación, su libertad de inversión y de creación de empresas, del actual estatuto de las propiedades o inversiones que allí mantengan, de la garantía de su asistencia sanitaria, de la justa distribución del gasto público y de las inversiones y compromisos asumidos para el conjunto de la ciudadanía, de sus posibilidades de participación política o cultural en las instituciones allí existentes, etc. y sobre todo de la garantía y tutela de efectividad de sus derechos fundamentales en esa parte del territorio.

Al establecer el artículo 2 de la Constitución española que ésta se fundamenta en la indisoluble unidad de la nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, lo que viene a determinarse, entre otras cosas, es precisamente esa garantía y efectividad de los derechos fundamentales de todos los españoles en cualquier parte del territorio español. Lo que no puede dejarse en manos de algunos y menos de los que pretendieran imponerse con quiebra de un previo texto constitucional.

De modo que la unidad territorial en nuestro actual marco constitucional constituye la expresión jurídica del valor de ser simultáneamente ciudadano en igualdad de derechos fundamentales en cualquier espacio del territorio español.

Lo cierto es que dar expresión jurídica al sentimiento o al mero deseo de unos de decidir la independencia permitiendo un Estado independiente significa comenzar el camino hacia cercenar derechos fundamentales de los demás. La independencia política como idea o filosofía es de admisible consideración teórica, pero como objetivo de acción de un partido político en un ámbito que ya goza de un marco de derechos fundamentales no lo es. Porque su conquista siempre va a desembocar en la quiebra absoluta de los derechos fundamentales de una parte de la población, lo que suele arrojar a la continuación de la política por otros medios, que es la conocida forma de definir la guerra por Carl von Clausewitz.

El derecho a decidir la independencia no es expresión de libertad alguna sino la pretensión de apropiarse de la libertad en exclusiva, que implica esclavizar al resto. Tampoco es democrático porque excluye el derecho de decisión de los demás, omitiendo la elemental consideración de que no es el capricho de uno o de muchos sino el Derecho el sistema que la humanidad ha encontrado para conciliar el derecho de decisión de cada uno en relación a las posibles controversias con el derecho a decidir de los demás en los distintos ámbitos; por lo que venir a expresar a secas que la “democracia es votar” es como definir al ser humano limitándose a decir que es un animal.

La democracia hoy se entiende evolucionada en el marco del Estado social y democrático de Derecho que requiere unas exigencias: de imperio de la ley entendida como expresión de la voluntad popular, división de poderes, observancia del principio de legalidad de la actuación administrativa y suficiente control jurisdiccional, etc. y, sobre todo, garantía y efectividad de derechos fundamentales.

Esta última cuestión de los derechos fundamentales es decisiva, porque se puede ir de la “ley a la ley” cuando se avanza en la garantía y en la efectividad de los mismos, que es lo que sucedió con la Transición. Pero los derechos fundamentales no están sujetos al pluralismo y a la libertad, sino que son el contenido de la tolerancia y la libertad. Por tanto, no deben ser disponibles como opción política por partido alguno, ni tiene sentido una reforma constitucional para eliminar unos derechos y deberes que deben ser previos y fundamento de la constitución de todo poder.

La voluntad general encuentra su límite en la garantía efectiva del respeto de la dignidad y los llamados derechos fundamentales de la persona. Lo contrario es caer en el totalitarismo, que es la absolutización de lo relativo y una de cuyas muestras es el independentismo aflorado en Cataluña legitimándose a sí mismo e invadiendo todos los espacios al objeto de pretender imponer y glorificar un nuevo e innecesario Estado para adueñarse del poder público en mero detrimento de la ciudadanía catalana y española.

Si la propia voluntad general tiene límites, más aún los tienen los partidos políticos que propugnan cercenar los derechos fundamentales de alguna persona. A nadie se le debiera escapar hoy que no es admisible un partido político que propugnara expulsar a los españoles judíos o musulmanes o de origen chino. Que debiera ser inmediatamente ilegalizado, por mucha que fuera la suavidad de sus formas; pues la violencia se expresa en su propio contenido. Bien, pues qué decir entonces de un partido que pretende en una parte del territorio excluir de sus derechos fundamentales a toda una parte de la población. No debiera ser necesario ir de lo particular a lo general en un razonamiento jurídico, pero las imágenes derrotan a las ideas cuando la persona desciende de la razón al puro sentimiento, máxime cuando se hace institucionalmente posible la manipulación de las imágenes, la desinformación y el empleo programado de lo que Gabriel Marcel denominó “técnicas de envilecimiento”.

En el marco de un Estado social y democrático de Derecho, el independentista tiene que recuperar la consciencia de que su acción política puede suponer la exclusión de los derechos de los que no lo son. Que el respeto del derecho de los demás y la organización de la vida social remiten a la realización de la justicia y a la regulación del poder. Que carece, por tanto, de sentido la pretensión de los partidos políticos independentistas de considerar al Estado como investido de una excelencia propia por sí mismo cuando no aporta sino restricción de derechos por su carácter excluyente.

Y las instituciones democráticas no pueden caer en la incuria y la pasividad de no instar judicialmente la ilegalización los partidos políticos que la merecen. Máxime cuando no ofrecen una acción pública para ello. Pues aquí en materia de urbanismo existe acción pública, pero en asuntos mucho más relevantes no. La actual Ley Orgánica de Partidos Políticos limita la legitimación para instar la declaración de ilegalidad de un partido político y su consecuente disolución, al Gobierno y el Ministerio Fiscal; sin perjuicio de que El Congreso de los Diputados o el Senado también puede instar al Gobierno que la solicite.

La exposición de motivos de dicha Ley explicaba que la necesidad de defender la democracia de determinados fines odiosos y de determinados métodos, de preservar sus cláusulas constitutivas y los elementos sustanciales del Estado de Derecho, la obligación de los poderes públicos de hacer respetar los derechos básicos de los ciudadanos, o la propia consideración de los partidos como sujetos obligados a realizar determinadas funciones constitucionales, para lo cual reciben un estatuto privilegiado, han llevado a algunos ordenamientos a formular categóricamente un deber estricto de acatamiento, a establecer una sujeción aún mayor al orden constitucional y, más aún, a reclamar un deber positivo de realización, de defensa activa y de pedagogía de la democracia. Deberes cuyo incumplimiento los excluye del orden jurídico y del sistema democrático. Pero añadía que, sin embargo, a diferencia de otros ordenamientos, se había partido de considerar que cualquier proyecto u objetivo se entiende compatible con la Constitución, siempre y cuando no se defienda mediante una actividad que vulnere los principios democráticos o los derechos fundamentales de los ciudadanos.

El articulado de la Ley enmarañaba un poco más las cosas. No tanto, si se entendiera y resolviera el asunto a la luz de todo el ordenamiento jurídico. Pero sucede que la vulneración clara y diáfana para algunos sólo se produce cuando tales partidos llegan al poder y aplican su programa. Pero, ¿tiene sentido esperar a una ilegalización que en realidad cuando llega ese estadio proviene de contravenir directamente el orden penal?

La acción política de los partidos independentistas no es mera expresión de ideas o doctrinas, conlleva un proceder en sí mismo lesivo de los derechos fundamentales y provoca evidentes males para quien no se complazca en ignorar las cosas. Pero, además, esperar a su ilegalización a que alcancen el poder y apliquen su programa de cumplimiento imposible por inconstitucional o contrario a la dignidad y los derechos fundamentales de la persona no solo es añadir una frustración absurda y desconcertante para sus votantes, es provocar riesgos innecesarios para toda la población, no evitarles graves daños y perjuicios y a la postre aumentar el gasto público para poner remedio a todo ello.

Nuestro Estado social y democrático de Derecho, sin duda es insuficiente y presenta muchas disfunciones como toda estructura humana. Basta para comprobar sus insuficiencias advertir que nuestra constitución predica en su artículo 14 la igualdad ante la ley exclusivamente para los españoles. Asistimos a la injusticia que supone toda frontera y en lugar de tender puentes, universalizar derechos, hacerlos más efectivos, atender situaciones de dependencia, mejorar pensiones, facilitar vivienda, etc. o incluso rebajar tributos, tenemos que aguantar la agresión de partidos políticos independentistas con la pretensión de crear nuevas fronteras, y para ello inventando e imponiendo falsas realidades pseudo históricas y culturales, construyendo artificialmente una identidad basada en la inmoralidad, sembrando odio como forma de alimentar el independentismo, propiciando y sirviéndose de una deformación generalizada de las conciencias para la extensión de su ideología de un modo estable,  sin  representar en realidad un verdadero proyecto sino siendo ante todo negación del resto, entrañando un efectivo parasitismo de lo que otros crearon y que convierte a tales partidos en fines en sí mismo, que se nutren con una afán independentista expansivo que nunca estará satisfecho y que, bajo el método de transferencia de culpa sobre los demás, pretende eludir la valoración moral, y la responsabilidad política y jurídica de sus acciones. Si nadie se va a hacer responsable de los daños y de los gastos, razones de justicia elemental también exigen ilegalizar ab initio estos partidos.

Las oscuras golondrinas se han convertido en halcones peregrinos. Causas y efectos de la diáspora empresarial en Cataluña

Estado de situación de la diáspora empresarial en Cataluña

La fuga de empresas de Cataluña durante los últimos tres meses del año 2017 que agoniza es un fenómeno del todo excepcional tanto en el ámbito europeo como en el global, por cuanto las experiencias previas en Canadá no son comparables. Es por ello por lo que nos parece que es pertinente analizar el estado de situación de este traslado masivo de domicilios societarios de miles de empresas desde un punto de vista técnico-regulatorio, al margen de cualquier implicación de la etiología política del movimiento. Y, así, al amparo de la hospitalidad que me brindan los patronos de este blog, procedemos a evaluar, una vez más, el fenómeno desde la perspectiva mercantil. Anticipamos que se trata de juicios provisionales, porque el completo alcance de la diáspora empresarial se podrá valorar cuando hayan transcurrido varios años y se hayan manifestado en su plenitud sus efectos. Pero, en todo caso, nos parece que la importancia del caso amerita no esperar esos años para ir haciendo diagnósticos de seguimiento desde un punto de vista racional y a ello procedemos.

Debemos comenzar retrotrayéndonos a nuestra anterior entrada del 23 de noviembre de 2017 en este blog en la que –bajo el título “¿Volverán las oscuras golondrinas? ¿Cuál es el grado de reversibilidad de la diáspora empresarial en Cataluña?”-  concluíamos diciendo Que “mientras no se logre una solución razonable y urgente que restablezca la percepción empresarial de seguridad jurídica en Cataluña podremos decir –recordando el poema de Gustavo Adolfo Becquer- que los bancos y empresas de Cataluña, como las golondrinas viajeras que “el vuelo refrenaban, tu hermosura y mi dicha al contemplar, aquellas que aprendieron nuestros nombres… ¡Esas…no volverán”.

 A día de hoy podemos decir que aquellas previsiones, desgraciadamente, no solo se han cumplido, sino que se han multiplicado de forma exponencial ya que las 2.540 empresas que habían trasladado fuera de Cataluña su domicilio social se ha convertido, a 21 de diciembre, en 3139. Es por ello por lo que nos hemos permitido titular esta entrada con la licencia metafórica zoológica de convertir a las oscuras golondrinas en halcones peregrinos que, como es bien sabido, junto a su dispersión geográfica, se caracterizan por poder alcanzar velocidades de hasta 300 km./hora. Y este incremento de velocidad merece una explicación regulatoria –que nunca política, en nuestro caso- de sus causas y efectos.

Causas

Las causas de la diáspora empresarial vuelven a ser evidentes porque, con independencia de su etiología política, se identifican con la percepción empresarial del nivel de seguridad jurídica en Cataluña; percepción psicológica que es anterior incluso a la efectiva inseguridad jurídica que pueda existir en la realidad. Es una especie de actualización financiera de eventuales efectos futuros que hacen los mercados y los empresarios que operan en ellos y determina decisiones actuales tan transcendentales como las inversiones futuras en el territorio.

Efectos

Si pasamos de las causas a los efectos, debemos distinguir los que interesan a los dos principales tipos de agentes económicos implicados en la diáspora empresarial que son:

a) Por una parte, las empresas que se deslocalizan fuera de Cataluña. En este punto, hay que diferenciar varios tipos de efectos regulatorios del traslado: procesales, conforme a los artículos 51 y 52 de la Ley de Enjuiciamiento Civil; fiscales, conforme al artículo 8 de la Ley del Impuesto de Sociedades; etc. (sobre ellos puede verse el análisis clarificador de Segismundo Alvarez Royo-Villanova publicado en “El Notario del Siglo XXI”, Número 76, de noviembre-diciembre de 2017, pág.18 y ss., titulado “El traslado de domicilio social: porqué se ha producido y cómo hacerlos tras el Decreto Ley 17/2018”).

Nosotros vamos a detenemos ahora, de forma telegráfica, en los efectos mercantiles y societarios para empezar recordando que la jurisprudencia tradicional de nuestro Tribunal Supremo, desde fecha muy anterior a la diáspora que analizamos ahora, tiene declarado que el domicilio de las sociedades mercantiles es un elemento indispensable de la seguridad del tráfico mercantil. En este sentido,  la Sentencia del 4 de octubre de 1999 afirma que es doctrina de la Sala Primera de lo Civil del Tribunal Supremo, citando la de 28 de noviembre de 1998, «que el domicilio social de las sociedades anónimas, no sólo constituye la sede oficial de la entidad, que garantiza a la misma la recepción y práctica de cuantas comunicaciones y notificaciones hayan de trasladársele para su conocimiento, con plenitud de efectos, sino también, la ubicación que por naturaleza formal [cfr. artículo 9 de la Ley de Sociedades Anónimas, apartado e)] y necesidad de inscripción registral, asegura a los terceros, que, con ella, se relacionan, la certeza de aquel conocimiento, como elemento indispensable de la seguridad del tráfico mercantil».

En síntesis, a la vista del art.9 de la Ley de Sociedades de Capital, podemos identificar dos niveles de localización empresarial –y, por lo tanto, de eventual deslocalización- con sus diferentes consecuencias: El primer nivel es el del domicilio de gestión que se corresponde con el lugar en el que esta el “centro de su efectiva administración y dirección”. Podríamos decir –salvando las correcciones derivadas del sector económico en que se ubique cada empresa- que es el lugar de las “oficinas” de la empresa. El segundo nivel es el del domicilio productivo, que se corresponde con el lugar en donde está su “principal establecimiento o explotación” o –en términos del artículo 10 de la Ley Concursal- el “centro de sus intereses principales”. Podríamos decir –con la salvedad anterior- que es el lugar de las “fabricas” de la empresa.

b) Por otra parte, si enfocamos nuestra atención hacia los ciudadanos que verán afectadas sus economías familiares por la diáspora empresarial, podemos distinguir dos tipos de efectos: Primero, los efectos macroeconómicos, que son los primeros en manifestarse y no producen una afectación directa e inmediata de las economías familiares. Segundo, los efectos microeconómicos, que se manifiestan a continuación en forma de eventuales ajustes de plantillas y de otras formas que afectan directa e inmediatamente a las economías familiares.

Conclusiones

En términos generales, podemos apreciar una suerte de regla de proporcionalidad directa que nos dice que: a mayor nivel de inseguridad jurídica en un determinado territorio o de simple percepción empresarial de aquella; existe un mayor riesgo de deslocalización de empresas y esta deslocalización suele pasar por dos fases: en la primera se trasladan las oficinas y, después -si la inseguridad jurídica persiste o se agrava- se trasladan las fábricas. Y la cadena de causas y efectos acaba empobreciendo al territorio en cuestión.

En el caso de Cataluña,  con las imprescindibles ajustes que cada caso requiere, existen indicios de que la diáspora empresarial ha pasado la fase de enfermedad aguda y se ha convertido en crónica (entra otras razones, porque el universo de empresas desplazables es limitado) y ha consolidado la primera etapa de traslado de “oficinas” y el mercado esta a la espera de ver cómo evoluciona el nivel de seguridad jurídica para decidir, si la inseguridad persiste o se agrava, el traslado de las “fábricas”.

Por último, informar al lector de este blog  que, junto a las entradas fundamentadas que puede encontrar en el mismo sobre esta compleja cuestión (incluida la nuestra del pasado 25 de octubre sobre “La motivación y las consecuencias financieras de la activación por el gobierno del artículo 155 de la Constitución”) puede ver también la entrada de Javier Fernandez Alén publicada el 22 de noviembre pasado en el blog de ajtapia.com sobre “¿Por qué la Agencia Europea de Medicamentos no ha recalado en Barcelona?: Crónica de una muerte anunciada”, así como la publicada el 28 de noviembre en dicho blog sobre “¿Por qué la Autoridad Bancaria Europea se ha trasladado de Londres a Paris? Paralelismos con el caso de la Agencia Europea de Medicamentos. Refuerzo del Sistema Europeo de Supervisión Financiera”.

 

 

Devolución de los bienes de Sijena: un epítome del problema secesionista

Anteayer proponía yo a los editores que tratar el tema de la devolución de los bienes a Sijena y algún editor joven, de cuyo nombre no quiero acordarme, alegaba que era un tema viejuno frente a los drones, uber o el bitcoin que tratan ellos. La cosa estaba entre las chanzas y las veras, pero me vi en la obligación paternal de corregir a estos jóvenes activistas: lamentablemente la importancia de los asuntos no está siempre relacionada con la novedad del objeto de los contratos, sino que a veces lo está con su causa.

Es más, en este caso lo importante no lo es ni siquiera el intríngulis jurídico –que sin duda lo tiene- sino la trascendencia social y política que muestra el asunto y que revela de forma palmaria alguna de las lacras que han presidido el tratamiento del problema nacionalista, de una y de la otra parte. No obstante, parece inevitable hacer una breve referencia a los hechos. En un primer momento pensé en encargar el post a alguien que esté cerca del asunto, pero lo cierto es que los resúmenes más amplios los he encontrado siempre desde la parte aragonesa, y me parecía un post de parte, así que he hecho un“leído para ustedes” y a continuación pueden ver lo que he encontrado rebuscando en Google. Incluso en wikipedia se pueden ver un resumen del conflicto, que les enlazo aquí

Referencia a los hechos

El monasterio de Sijena, declarado monumento Nacional en 1923, fue saqueado el comienzo de la Guerra y quedó en muy malas condiciones. Aquí ya empiezan las disputas, porque según unos fueron unos anarquistas catalanes de paso y según otros los propios vecinos del pueblo (ver aquí). Pero es igual, a nuestros efectos. Las monjas sanjuanistas, propietarias del convento, volvieron a ocupar el monasterio, muy deteriorado. En 1969 se les recomendó que lo abandonaran temporalmente mientras se realizaban obras de rehabilitación. Se marcharon a Cataluña, instalándose en Valldoreix en 1970. Las monjas depositaron las piezas artísticas en cuestión en el Museu de Lleida o se las llevaron consigo y entregaron al MNAC. Dichas piezas se vendieron a la Generalidad de Cataluña, con permiso eclesiástico, en 1982 (44 piezas por 66 millones de pesetas) y 1992 y 1995 (52 piezas por 39 millones).

El Gobierno de Aragón ejerció, al tratarse de bienes objeto de Patrimonio Histórico, el derecho de retracto en 1997, por no haber podido ejercerlo en su momento. La Generalidad de Cataluña planteó un conflicto de competencias ante el Tribunal Constitucional, por considerar que la normativa de protección del Patrimonio Artístico que debería prevalecer es la catalana. El fallo del Constitucional, tras 14 años de deliberación y con varios votos particulares, fue favorable a Cataluña, aunque deja claro que no entraba en la legalidad de la venta ni en la calificación de los bienes.

Precisamente por eso el gobierno aragonés y el ayuntamento de Sijena presentaron una demanda de nulidad de las compraventas, y un juzgado de primera instancia de Huesca, en la sentencia 48/2015, de 8 de abril (ver aquí) las declaró nulas de pleno derecho entendiendo  que el monasterio era monumento nacional desde 1923 y que las piezas no podían separarse del conjunto: las ventas se hicieron sin informar a las administraciones que tutelaban el monumento. Además la persona jurídica que vendió los bienes en litigio no fue la Comunidad de monjas sanjuanistas de Sijena, que tenía su representación legal en su última priora, doña Angelita Opi, sino que fue otra persona jurídica distinta, la Comunidad de monjas de Valldoreix, que no era legalmente propietaria de esos bienes. A mayor abundamiento, aunque se solicitó permiso eclesiástico a la Santa Sede para su enajenación, lo fue en términos excesivamente genéricos, que impedían saber qué bienes se estaban vendiendo. En definitiva, la sentencia ordenó el traslado al cenobio. En este documentado post en Almacén de Derecho se tratan las cuestiones del conflicto de competencias y las de Derecho eclesiástico.

Tras dicha sentencia,  apelada por la Generalitat y el MNAC, la parte aragonesa solicitó la ejecución provisional de la misma, lo que generó diversas oposiciones, pero todas las vías procesales posibles para evitar la devolución fracasaron. La Generalitat ha presentado un recurso de amparo ante el Tribunal Constitucional en el que solicita de forma urgente la suspensión del auto de ejecución dictado por el juzgado, argumentando que estas obras forman parte de una colección catalogada y protegida por la Ley catalana en la materia.

En ejecución de sentencia, se fijó el 25 de septiembre de 2015 como fecha de devolución de las piezas, pero las instituciones catalanas desobedecieron la sentencia. El 25 de febrero de 2016, los consejeros de Cultura de sendos gobiernos autonómicos anunciaron que Cataluña devolvería de inmediato 53 de las 97 piezas que jamás se habían expuesto y que permanecían en diferentes almacenes, pero finalmente este acuerdo no se cumplió por decisión de la Generalitat. Una nueva orden judicial fijó el 25 de julio de 2016 como fecha definitiva de devolución, contemplando multas de 3000 € por cada día de incumplimiento. El día 26 de julio se produjo el traslado de 53 piezas por las que ya había estado a punto de cuajar un acuerdo en febrero entre las administraciones, mientras las otras 44 piezas se retuvieron.

Finalmente, una sentencia de la Audiencia de 30 de noviembre de 2017 desestima las pretensiones de la Generalitat (ver aquí) y una providencia de 1 de diciembre del juez de Instrucción de Huesca fija en el 11 del mismo mes la fecha de la entrega, en su caso con intervención policial, con el desenlace que conocemos dicha intervención y los disturbios consiguientes.

Algunas interpretaciones y posicionamientos políticos

A partir de aquí, podemos ver diversas declaraciones más o menos de parte. Aquí pueden ver un interesante hilo de la asociación aragonesa APUDEPA, que a pesar de su vecindad se considera independiente y que trata de desmontar las diversas posverdades que se han difundido sobre esta cuestión. También es muy interesante, en este mismo sentido aclaratorio, el “manifiesto por la verdad”, promovido por el Ayuntamiento de Sijena.

No me ha sido fácil encontrar argumentos que defiendan técnicamente la posición catalana. La Generalidad ha mantenido una posición muy beligerante contra la devolución y, por ejemplo, en esta noticia en La Vanguardia de agosto de este año se rechaza la devolución, declarando el conseller de turno que es una injusticia y que no se han resuelto los recursos, lo que, como se puede apreciar, no es sostenible jurídicamente. En esta otra noticia, también de La Vanguardia, con una inexactitud notable, se cifra el origen del problema en 1995, “cuando la Santa Sede decidió complacer a la Conferencia Episcopal Española en su deseo de adecuar los límites religiosos a los provinciales. Y en esta otra noticia del Heraldo de Aragón, se informa de una resolución del Parlament que en 2016 promueve el desacato de la sentencia, aprobada por todos los partidos excepto Ciudadanos.

Pero si ya nos centramos en el último capítulo, el centrado en la entrega del día 11, lo relevante es apreciar cómo las posiciones políticas poco tienen que ver con la realidad y cómo se aproximan a los previamente adoptadas respeto a tema de la secesión en Cataluña. El inefable Puigdemont nos comunica por twitter aquí que una “policía militarizada” (como fueron los mossos, puede que tenga razón) consuman con nocturnidad el expolio; el bueno Iceta sigue con sus equilibrios y ve “un error” la devolución (aquí); Podemos mete la pata y da versiones contradictorias con su confesión de ideas habitual (aquí); el PP -lo que faltaba- culpa al PP por no dialogar. Ciudadanos, en cambio, muestra su respeto a las decisiones judiciales.

Conclusiones 

Una primera conclusión que podemos sacar de todo esto es que, sin duda, el conflicto planteado tiene una notable complejidad jurídica, porque en su resolución se mezcla la normativa civil general-la venta de cosa ajena- por no ser titular de los bienes quien trasmitió; la normativa de protección de patrimonio histórico artístico y particularmente cuál de las normas regionales era aplicable; la normativa de Derecho canónico que actúa aquí como un Derecho estatuario que ha de ser aplicado pese a ser, en el fondo, una normativa extranjera.

Pero en el Blog Hay Derecho solemos tratar –normalmente- las cuestiones  de actualidad no sólo por su enjundia específicamente jurídica sino en cuanto estas cuestiones técnicas tienen alguna disfuncionalidad que genera consecuencias políticas, sociales o económicas; o, al revés, si se trata de cuestiones políticas que tienen consecuencias en el mundo jurídico. Por ello, la segunda derivada de este asunto es que, no obstante ser cuestión jurídica compleja, es un asunto que no debería haber salido del cauce jurídico. O, todavía más, que no debería haber llegado al cauce jurídico, porque la debida lealtad entre las instituciones españolas debería haber propiciado no tener que acudir a una tercera institución, la judicial, como si de dos simples ciudadanos empecinados en tener razón se tratara. Sin embargo,  así ha ocurrido y en su agravamiento tiene buena parte de culpa la voluntad deliberadamente rebelde de la Generalidad de Cataluña a cumplir las sentencias judiciales ya en proceso de ejecución. Este es el dato que me interesa de todo este asunto, en cuanto revela una disfuncionalidad del sistema institucional que permite que una Comunidad pueda desobedecer mandatos judiciales –no es la primera vez- sin que el gobierno central haya tenido demasiado interés en el asunto, prefiriendo mirar a otro lado, y probablemente sólo la casual vigencia del artículo 155, haya permitido llevarla a efecto. En este sentido, este asunto de Sijena es, como anunciaba en el título, un cierto epítome del problema secesionista catalán: se acusa de expolio a España, cuando si acaso y si se quiere llevar el asunto del conflicto jurídico a las palabras gruesas, lo que ha ocurrido es un expolio en sentido contrario; se ha incumplido sentencias judiciales y por tanto la legalidad, por motivos políticos; se ha falseado la verdad histórica y la realidad jurídica y se exacerba la humillación para ahondar en la idea de victimización con fines de control social y electorales.

Dice Fernando Savater en su reciente librito -o panfleto, como lo llama él- “Contra el separatismo” que con algo de paciencia y sentido del humor se puede convivir mejor o peor con los nacionalistas; pero con los separatistas no hay más arreglo posible que obligarlos a renunciar a sus propósitos. No caben, lamentablemente, demasiados diálogos con quienes no son favorables a aplicar la ley, “la cual también es el resultado de largos diálogos pero que finalmente han llegado a acuerdos no ventajistas”.

Es esencial pues, que comprendamos que siempre, pero todavía más en estos casos, es preciso cumplir la norma, fruto del diálogo ordenado. Sin ello no hay convivencia posible, sino la voluntad de la turba o del iluminado.

Otoño de 2017: reproducción de la Tribuna en El Mundo de nuestra coeditora Elisa de la Nuez

En marcha ya sin demasiadas complicaciones la aplicación del 155 de la Constitución y confirmado que todos los partidos políticos catalanes se van a presentar las elecciones en Cataluña el 21 de Diciembre  (lo que supone, en la práctica, un 155 de mínimos y una salida política más que digna al embrollo catalán) podemos extraer algunas lecciones de los sucesos vividos en España en el agitado otoño de 2017 que entrará a formar parte de la Historia de nuestro país aunque ciertamente no del modo previsto por sus instigadores. El famoso principio –recogido por Karl Marx en su ensayo sobre el 18 de Brumario de Luis Napoleón Bonaparte- según el cual la historia se repite siempre dos veces primero como tragedia y después como farsa se ha cumplido religiosamente en el caso del independentismo catalán del siglo XXI. Afortunadamente. La razón es que el momento histórico de este tipo de nacionalismos (en base a los cuales se construyeron muchos Estados-nación durante los siglos XIX y XX)  ha pasado hace mucho tiempo al menos en los países desarrollados.

De ahí el carácter inevitablemente “retro” y nostálgico de un independentismo que necesita para sobrevivir revivir clichés de siglos anteriores magnificando la importancia de “las estructuras de Estado” y negando la profunda transformación que ha experimentado la sociedad española en las últimas décadas. Una transformación que es mucho mayor que la del propio Estado dicho sea de paso. Nuestras instituciones necesitan una renovación urgente que deberíamos acometer en un plazo perentorio para adaptarlas a las necesidades y a las exigencias de una sociedad española muy distinta a la que vivió el franquismo y la Transición y no solo por obvios motivos generacionales. Es también la sociedad que acaba de vivir la Gran Recesión lo que la ha convertido en una sociedad más resistente, más crítica, más consciente y más segura de sí misma.  Baste recordar que durante los últimos meses ha sido básicamente la ciudadanía y la sociedad civil y no las instituciones la que ha protagonizado la defensa intelectual, mediática y  social de los valores democráticos y constitucionales. La cantidad de análisis, reflexiones, manifiestos, concentraciones y manifestaciones propiciadas al margen o incluso en contra de los cauces oficiales en un cortísimo periodo de tiempo ha sido realmente espectacular, lo mismo que la decidida voluntad de suplir las deficiencias de la estrategia de comunicación oficial particularmente  en relación con los medios extranjeros. Lo que demuestra la enorme vitalidad y recursos de los que disponemos como sociedad y, lo que es más importante, la convicción de que podemos y debemos usarlos sin esperar a que una mediocre clase política claramente sobrepasada por los acontecimientos nos saque las castañas del fuego.

En definitiva, hemos vivido un proceso de maduración acelerada que nos ha permitido tomar la delantera a nuestros políticos e instituciones lo que también nos permite ser mucho más críticos y exigentes con unos y con otras. Quizás el caso catalán siga siendo la excepción más notable frente a este cambio aunque que destacar la comparecencia “in extremis” de la mayoría silenciosa y algunas iniciativas de personas y colectivos que empiezan a romper la “omertá” nacionalista. Pero sin duda una de las características más llamativas del independentismo es que ha impedido que una parte significativa de sus electores haya experimentado el mismo proceso de maduración ciudadana al recurrir a un relato político infantilizado de malos y buenos sólo apto para consumidores acríticos.

La conclusión parece clara: no necesitamos ni queremos rebeliones institucionales y saltos en el vacío para mejorar nuestro entramado político e institucional. En el selecto club de las democracias liberales occidentales de la Unión Europea al que afortunadamente pertenecemos las cosas no se hacen así. Claro que hay muchas reformas que siguen pendientes especialmente las políticas e institucionales que son además las que permitirían abordar todas las demás en mejores condiciones. Pero mantener desde un poderoso Gobierno regional con cargo al erario público que la única posibilidad de mejora pasa por la independencia  (incluso cuando la desidia y la incompetencia del Gobierno central vienen en tu ayuda) y que además una parte de la ciudadanía –precisamente la más privilegiada en términos sociales y económicos-  esta oprimida es bastante más complicado que sostenerlo desde el exilio, la cárcel, la guerrilla o las huelgas de hambre, por mencionar algunos de los instrumentos tradicionales a los que los realmente oprimidos no tienen más remedio que recurrir. Ni siquiera la prisión preventiva de Junqueras y otros Consejeros o el autoimpuesto “exilio” de Puigdemont son suficientes para demostrar la existencia de ese Estado opresor que el separatismo necesita para justificar la vulneración de los principios y valores de nuestro pacto de convivencia nacional y europeo. En ese sentido, es muy comprensible el desprecio que suscitan los que denuncian injusticias y agravios imaginarios a los que han luchado y todavía luchan por combatir las injusticias y agravios reales como se ha puesto de manifiesto en las declaraciones de algunos representantes de la izquierda histórica española que saben de lo que hablan.

También se ha puesto de manifiesto el enorme valor del Estado de Derecho en nuestras sociedades. La previsibilidad y la certeza que proporciona a ciudadanos y empresas en un momento dado no puede arrojarse por la borda a cambio de vagas promesas. Las leyes se pueden y se deben mejorar siempre, pero a través de los procedimientos establecidos. Sin duda nuestro Estado de Derecho tiene imperfecciones pero el peor de los ordenamientos jurídicos democráticos es mejor que ninguno o que la pura y simple arbitrariedad de los gobernantes. Para un jurista no deja de ser una satisfacción comprobar como un concepto tan abstracto y tan complejo ha sido interiorizado por los españoles con ocasión de esta crisis. Y es que -como ocurre con tantas otras cosas importantes en la vida- sólo apreciamos su valor cuando corremos el riesgo de perderlo.

Por tanto como sociedad madura que ya somos conviene desconfiar de los gobernantes que nos prometen alcanzar la tierra prometida (la famosa Dinamarca del sur) de un día para otro y a coste cero adulando nuestras más bajas pasiones. Hay que ser conscientes de que las grandes transformaciones jurídicas e institucionales pueden ocurrir, pero requieren de debate, de tiempo y de esfuerzo. Tratar a los ciudadanos respeto supone reconocerlo así. Ocultar los costes y el esfuerzo de cualquier promesa que se haga a los votantes de saltos económicos, institucionales, jurídicos o incluso sociales para ponernos a la altura de los países más avanzados del mundo por arte de magia es pura y simple demagogia, y deberíamos empezar a denunciarlo. En este sentido, hay que hablar no sólo de la irresponsabilidad de los líderes políticos (sin duda clamorosa y que debería propiciar en algún momento su sustitución por otros que, aun manteniendo la misma ideología, sean más honestos con sus votantes) sino también de la de muchos brillantes académicos, economistas y expertos de toda índole cuya frivolidad  (no siempre desinteresada) ha sido pavorosa. Estamos ante una versión moderna de la traición de los intelectuales criticada por Julian Benda en su famoso libro de 1927 “La trahison des clercs”. Efectivamente, se trata de una traición en toda regla a la principal misión de un intelectual: el compromiso con la verdad.

Como siempre el problema es que los platos rotos económicos e institucionales no los pagarán los más responsables porque suelen ser los que tienen el poder y los medios para evitarlo. Los pagarán los más débiles y los menos organizados.  Más allá del recorrido judicial que tengan los procesos judiciales ya estamos viendo que la mayoría de los políticos responsables del destrozo repiten en las listas electorales. También los empresarios consentidores seguirán con sus negocios y los prestigiosos profesores en sus cátedras. La vida sigue pero los que perderán o verán amenazados sus puestos de trabajo serán otros desde los pequeños empresarios que quebrarán por el boicot a sus productos hasta los empleados de los negocios dependientes del turismo y en general todos aquellos trabajadores y empresarios a los que les irá un poco peor.

Si algo podemos aprender como sociedad de esta gran crisis del otoño de 2017 es que la ineludible renovación de nuestro pacto de convivencia representado por la Constitución de 1978 exige tiempo, dedicación, esfuerzo y la participación de todos.

Cataluña: ¿y ahora qué?

El último capítulo de la larga serie del psicodrama catalán tuvo un desenlace inesperado para muchos (aunque no para este blog, como pueden ver aquí y aquí). Tras un largo “planteamiento”, un “nudo” casi gordiano de requerimientos contestaciones, amagos y amenazas, la cosa quedó en una pseudo-DUI descafeinada y un 155 reducido en sus pretensiones iniciales con el añadido de una inmediata convocatoria de elecciones.

Ese “desenlace” no ha sido, por supuesto, un desenlace definitivo y a partir de ahí han ocurrido muchas cosas, y más que van a ocurrir.  En este post queremos advertir de que en el maremágnum de acontecimientos presentes y futuros es preciso no perder el rumbo, y que ello exige un esfuerzo para distinguir lo principal de lo accesorio.

Nos aclaramos: hay algunas cosas que se pueden discutir desde el ámbito político o jurídico pero hay otras que deben considerarse principios mínimos, sin lo cuales no hay nada a lo que agarrarse. Por ejemplo: podemos debatir si ha sido acertado convocar elecciones inmediatamente o hubiera sido mejor esperar y desmontar parte del tinglado institucional y mediático que nos ha conducido hasta aquí; podemos criticar los autos de los jueces de la Audiencia Nacional y del Supremo y entender que hubiera sido más justa (y conveniente) una libertad condicional para todos o algunos de los querellados, o por el contrario que todos deberían ingresar en prisión; podemos discutir si ha concurrido la violencia necesaria para calificar el delito de rebelión, o incluso de sedición, o si esto al final debe quedar en un simple delito de desórdenes públicos. Todo se puede discutir en un Estado de Derecho.

Pero hay cosas que son esenciales, y deberíamos ser conscientes de ello, porque sin esas cosas es muy difícil un entendimiento. Por ejemplo, que el Estado de Derecho es algo irrenunciable, innegociable e inseparable de una democracia que se precie de ser tal, por lo que no cabe modificar constituciones por medio de referendos ilegales, aunque eso no quiere decir que las constituciones no puedan modificarse por el procedimiento correspondiente. El procedimiento es justicia y libertad. También que meter a una persona en la cárcel por cometer delitos por motivos políticos no es crear presos políticos ni encarcelar a nadie por sus ideas. Intentar romper el pacto político por la vía de hecho es una de las agresiones más serias que puede sufrir una comunidad política y en todos los países democráticos se castiga con penas serias.

También es un dato casi seguro que el secesionismo va a seguir ahí, más o menos frustrado, y va a tener el apoyo de más o menos un cincuenta por ciento de la población. Pero, además, no debe ignorarse otra realidad: ha habido una evolución del nacionalismo a un secesionismo que no está exento de ribetes nocivos y antidemocráticos. Es decir, no se trata sólo de cómo resolver unas discrepancias políticas con las reglas que tenemos establecidas y en la que podríamos desembocar en la independencia de una región, sino como gestionar que una parte de la población apoya a unos líderes que han decidido prescindir de toda regla y acometer sus pretensiones por la vía de hecho. Este dato es también esencial, porque el independentismo, como opción política, cabe en el sistema, pero el totalitarismo secesionista, para el que el fin justifica los medios, no.

Otro hecho que hay que tener en cuenta es que España existe como nación y existe desde hace mucho tiempo, y que existen sentimientos de identidad española que comparte muchísima gente también en Cataluña como, sin duda, se ha mostrado con gran plasticidad en las últimas semanas; como lo es que hay una “cuestión catalana” que no es de ahora y que responde a otros sentimientos y hechos históricos que no proceden del señor Puigdemont y adláteres.

Pero las circunstancias nos han llevado a la situación en la que nos encontramos, que es la indiscutible aplicación del artículo 155 y del Código Penal, al menos en su fase inicial. Y, ¿ahora qué? ¿Alguien piensa que basta aplicar las normas políticas y penales para que esto se solucione? Quizás el Sr. Rajoy sí lo piense, pero cualquier persona con sentido común y con los incentivos correctos debe percatarse que este lio es imposible que pueda arreglarse por ensalmo. Pudiera ser que unas elecciones cambien el panorama político en Cataluña con una nueva mayoría que acatara la Constitución y acometiera ciertas reformas que permitieran reintegrar a Cataluña a la normalidad. Otra opción es que no sea así, y haya que aplicar de nuevo el artículo 155, en una sucesión de actos de acción-reacción in crescendo hasta que entraran en razón, la razón de la legalidad. Pero ni aun en el primero de los casos la situación quedaría resuelta. Todos estos factores son importantes y muestran que, más allá de las medidas hasta ahora adoptadas, va a ser preciso afrontar sin perdida alguna de tiempo varias cuestiones.

En primer lugar, debemos realizar una importante labor de reflexión acerca de por qué hemos llegado a este punto de casi ruptura. Hace tres años abogábamos (aquí) por realizar un esfuerzo paralelo al que se hace en la mediación y en otros modos de resolución alternativa de conflictos: ponerse en el lugar del otro y ver qué ocurre. Es necesario estudiar el invocado déficit de financiación y ponerle solución. Es imprescindible reorganizar y aclarar nuestro sistema competencial de organización territorial sin que ello tenga que implicar una cesión al “chantaje” soberanista. Esa distribución, pese a lo que muchos creen, no es un juego de suma cero. Es posible reservar unas competencias básicas al Estado, ceder el resto a las CCAA, y que el Estado mantenga unas competencias excepcionales de intervención para la preservación de la unidad de mercado y de la igualdad de las condiciones de vida de los ciudadanos cualquiera que sea el lugar donde residan. De esta forma, las CCAA tendrán más competencias y también más responsabilidad fiscal frente a sus ciudadanos, pero el Estado saldrá ganando si se le atribuyen facultades de intervención que ahora no tiene.

Entre otras cosas, tal cosa permitiría poner coto a esa corriente nociva y antisistema que ha estado empeñada en los últimos años en un esquema planificado de propaganda. Es interesante este trabajo (aquí) que muestra claramente que el independentismo crece cuando las autoridades regionales quieren traspasar la culpa de las consecuencias de la crisis a otras instancias, como muchos ya pensábamos. Para eso tiene que estar normativamente mucho más claro cuándo son ellas principalmente las que tiene la culpa de las perdidas relativas de bienestar de su CA, y no el Estado.

Pero hay algo muy importante que añadir, y es que debemos ver también la viga en el ojo propio. Lo que queremos decir es que esta deriva enloquecida hay culpas personales concretas pero también hay un elemento muy importante que tener en cuenta: la debilidad institucional propia que todos los españoles hemos permitido, muchas veces por complicidad, y si no por indiferencia. Así como las consecuencias de la crisis económica han pesado en España más que en otros lugares porque nuestra estructura institucional ha permitido que organismos que tendrían que haber actuado mucho mejor no lo hicieran -porque estaban capturados- también cabe decir que el nacimiento y agravamiento de la crisis política deben mucho a la debilidad institucional y a los vicios de un sistema que no practica, o lo hace tarde y mal, ni controles ni rendiciones de cuentas, pero tampoco penaliza las malas actuaciones. Esta debilidad ha minado el prestigio de las instituciones clave de nuestro sistema político y ha generado la sensación de que aquí vale todo, al menos para quién tiene el poder político (léase fáctico) por el mango.

En relación a Cataluña, pero también al resto de España, la dejadez y la lenidad son antiguas y han permitido desde hace tiempo que el Estado de Derecho fuera un simple concepto sin aplicación práctica y que intereses electorales a corto permitieran dar carta de naturaleza a situaciones que, por otro lado, todo el mundo reconocía como injustas e intolerables y que solo una situación crítica como esta parece poner en primer plano. Véase la cuestión, ahora de moda, del clientelismo nacionalista en todos los niveles sociales, desde el cultural y educativo al mediático y empresarial, con su correspondiente dosis de corrupción hard and soft. En una cadena descendente de descontroles, resulta que no sólo las relaciones entre el Estado y Cataluña han estado presididas por esa debilidad, sino que es precisamente en Cataluña donde la captura institucional ha presentado síntomas más agudos y ha permitido que el ejecutivo invada todos los sectores de la vida social y económica, como la educación a través de sus competencias, la prensa a través de la publicidad institucional (El Punt Diari va a hacer un ERE porque no puede vivir sin ella dos semanas), la sociedad civil a través de subvenciones, la Administración a través de la discrecionalidad y el mundo empresarial a través del clientelismo. Pero no nos engañemos, estos males son absolutamente generales. No es difícil comprender cómo esta hidra institucional puede llegar a conseguir por convencimiento o por intereses cruzados poner a un país en una situación crítica. Hoy ha sido esto, mañana vete a saber qué.

No ocultamos que nuestra visión es básicamente institucionalista y que consideramos que una modificación de las reglas del juego, formales o informales, legales o sociales, es esencial para que cambien las estructuras y las dinámicas de los países. Y que esas reglas no es fácil cambiarlas, pero que hay que aprovechar las coyunturas críticas, en que esas estructuras están en cuestión, para introducir cambios. Y este es el momento adecuado para introducir reformas que beneficien a todos, partiendo de la base que lo que ha fallado aquí no es sólo Cataluña, sino todo un sistema que ha generado incentivos inadecuados para todos.

Por eso, la reforma constitucional que se barrunta no puede ser una reforma constitucional para “encajar Cataluña en España”. Tiene que ser una reforma para encajar de una vez España, empezando por su aparato institucional. Necesitamos estudios técnicos y datos fiables, pero también saber a dónde nos queremos dirigir. Hemos construido un Estado federal sin los instrumentos típicos de responsabilidad autonómica y control federal propios de esos Estados. Hemos desactivado a conciencia los controles institucionales que garantizaban, a todos los niveles (local, autonómico y estatal) el funcionamiento neutral de nuestras instituciones en beneficio de los intereses generales. Es el momento de dar, por fin, el paso que nos falta. Toda crisis es también una gran oportunidad.

Candidatos al III Premio Hay Derecho nominados por su defensa de la transparencia y valores del Estado social y democrático de Derecho

Por Carlota Tarín y Carlota García

Como ya sabéis, nuestra tercera edición de los Premios Hay Derecho ya está en marcha. Ayer os contamos en un post quiénes son los 19 candidatos que concurren este año a la convocatoria y en qué bloque temático destaca cada uno de ellos. Y es que en esta edición de los premios compiten candidaturas que tocan cinco grandes temas relacionados con la defensa Estado de Derecho y la calidad democrática. Estos temas son los que nos han hecho fijar las categorías del premio: (1) la Transparencia, (2) la Libertad de expresión y de información, (3) la Lucha contra la corrupción, (4) la Separación de poderes y la neutralidad de las instituciones y (5) la Defensa de los valores del estado social y democrático de derecho.

En el post de ayer os presentamos a los candidatos que destacan por su labor en la defensa de la libertad de expresión y de información. Queremos seguir hablando de nuestros aspirantes al premio y, por eso, hoy nos vamos a centrar en aquellos cuyo papel ha sido decisivo en la defensa de la transparencia y valores del Estado social y democrático de Derecho . Ellos son: Civio, Sueldos Públicos, Joaquín Contreras, Faustino G. Zapico, la Fundación Española de Debate Jurídico Universitario y Josep Borrell.

La labor de todos ellos ha permitido que tengamos hoy unas instituciones más fuertes, gracias al esfuerzo realizado por revertir las debilidades e injusticias que todavía existen. Todos nuestros candidatos han mostrado un fuerte compromiso con valores esenciales de nuestra democracia, como son la transparencia o la justicia social.

Nuestro primer candidato en la categoría de Transparencia es la Fundación Ciudadana Civio. Es una organización independiente y sin ánimo de lucro que vigila a los poderes públicos, informa a todos los ciudadanos y presiona para lograr una transparencia real y eficaz en las instituciones. La Fundación Civio es puntera en investigación periodística y en la creación de herramientas innovadoras que ponen al alcance de los ciudadanos información inédita sobre gestión pública, sus datos relevantes y contexto.

Algunas de esas herramientas son: Entre ellos: El BOE nuestro de cada día, Medicamentalia, El indultómetro, Quién cobra la obra, Dónde van mis impuestos, Quién manda, España en llamas o Tu derecho a saber.

Civio cree que los cambios no llegan solos y por eso hace lobby transparente para presionar hacia la mejora de leyes y políticas. Recientemente han jugado un papel decisivo en la tramitación parlamentaria de la Ley de Contratos del Sector Público (LCSP), mejorando sustancialmente tan importante norma. Sólo esta última aportación haría a Civio claro merecedor de nuestro Premio, pero no en vano Civio ha sido candidato en todas las ediciones anteriores. Su labor en pro de la transparencia es un claro ejemplo de cómo la sociedad civil puede ayudar a mejorar nuestro estado de Derecho.

Quien, en la misma línea, ha centrado sus esfuerzos en la transparencia es el portal de Sueldos Públicos. Esta plataforma es el primer digital en España pionero en información sobre el salario de los políticos, aunque  también trata otros temas como transparencia, nepotismo o gasto público.

Este portal nació en 2012 gracias al periodista y politólogo Carles Torrijos. A los pocos meses, se unió a colaborar al proyecto -la también periodista y politóloga- Inés Calderón. Ambos habían analizado los salarios de los políticos para algún reportaje, pero decidieron dar un paso más y poner en marcha una página web en la que se hablara fundamentalmente de sueldos públicos.

Saber cuánto cobran los políticos y cargos de confianza debería ser un derecho, pero en muchos casos, sigue siendo muy complicado. Gracias a su labor salió a la luz la indemnización de transición, una de las prerrogativas que mantienen diputados y senadores; también dieron a conocer que José Manuel Soria y José Ignacio Wert pidieron seguir cobrando tras ser cesados como ministros e investigaron a qué se dedican ahora los expresidentes autonómicos, entre otros casos. Además de esto, su labor va más allá de los grandes nombres de la política y de los cargos más visibles.

La labor de Sueldos Públicos es esencial en la construcción de una cultura de transparencia, tanto entre los cargos públicos como entre los ciudadanos. Esta candidatura es sólo un pequeño reconocimiento a un trabajo encomiable y extremadamente laborioso.

Nuestros últimos cuatro candidatos tienen en común la defensa de los valores del Estado Social y Democrático de Derecho.

Joaquín Contreras –que concurre al premio en esta categoría- ha encabezado la iniciativa y la movilización social por el soterramiento de las vías del tren que dividen la ciudad de Murcia en dos. Contreras lleva más de tres décadas luchando por esta causa y es el presidente de la Plataforma Pro Soterramiento de Murcia.

Desde la plataforma han conseguido poner el foco de atención en el problema de las vías del ferrocarril. También, han encabezado una movilización ciudadana sin precedentes que denuncia las constantes promesas rotas por los políticos acerca del posible -y necesario- soterramiento de las vías de tren.

Contreras ha sido la voz en Murcia que ha pedido que se atiendan las mejoras necesarias en infraestructura ferroviaria y que se incluya a la región en dichos avances. Simboliza la lucha de la sociedad civil por unas políticas públicas eficientes pero centradas en el ciudadano, con visión de futuro y más allá de las promesas electorales y los intereses partidistas. Por ello, sin duda, una candidatura más que merecida.

Nuestro siguiente candidato Faustino G. Zapico es el educador y terapeuta que dirige la Unidad Terapeútica y Educativa (UTE) de la cárcel de Villabona-Asturias. Él y su equipo han desarrollado un modelo de éxito en prisión, orientado a la rehabilitación y reinserción social de los internos afectados por graves adicciones y poli-toxicomanías. Su modelo, con el que llevan trabajando 25 años, es una referencia en el conjunto del sistema penitenciario español.

El objetivo del equipo de la UTE es cambiar una realidad hostil dominada por la toxicomanía y la subcultura carcelaria. El trabajo de Zapico es clave para invertir la situación de las personas internas, consiguiendo una mejora personal.

Su labor se centra en que las penas privativas de libertad y las medidas de seguridad se orienten hacia la reeducación y reinserción social, ofreciendo esperanza a miles de internos. Con ello, y frente a numeroso ataques que buscan terminar con esta práctica exitosa y referente, se busca poner en práctica un valor constitucional prácticamente olvidado en nuestro país. Sirva esta candidatura para reivindicar su importancia y reclamar que, tal y como han pedido ya numerosas instancias, se ponga fin al desmantelamiento de esta iniciativa.

Otra candidatura al premio, la Fundación Española de Debate Jurídico Universitario (FEDEJ) impulsa a los jóvenes abogados a tener criterio sobre la actualidad jurídica, a mejorar su capacidad de análisis y a formarse en la debida defensa del Estado de Derecho. Esta organización sin ánimo de lucro fue creada en 2015 por jóvenes juristas y estudiantes de Derecho cuyo objetivo es potenciar la formación en este ámbito.

La Fundación, también ha contribuido al desarrollo y promoción del debate jurídico en España, creando la Liga Universitaria Española de Debate Jurídico Universitario. Sus competiciones, han conseguido aunar más de 400 universitarios de todo el país. Además, organizan actividades de debate nacionales e internacionales, talleres, conferencias y simulaciones judiciales.

Desde su creación, han implicado en su actividad y su insaciable preocupación por el derecho a defender nuestras ideas y nuestro Estado de derecho, a más de ochocientos jóvenes.

Nuestro último candidato es Josep Borrell, quien recientemente ha destacado por su compromiso en defensa del europeísmo frente a los nacionalismos y su postura ante el reto independentista en Cataluña.

Aparte de su meritoria trayectoria política, queremos poner de manifiesto su activa defensa del Estado de Derecho en Cataluña, alzándose, con sus discursos contra las mentiras y manipulaciones de algunos. Un claro ejemplo fue su discurso pronunciado con motivo de la manifestación multitudinaria del día 8 de octubre de 2017 en Barcelona, en el que abogó por la unidad de España con argumentos sólidos y conciliadores. Borrell fue uno de los más aplaudidos por su clara alineación con el Estado de Derecho y la defensa de aquellos silenciados en los últimos tiempos en Cataluña.

Hay que recordar que Borrell no ha iniciado esta lucha en el presente, sino hace ya algunos años. En 2015 publicó junto con Joan Llorach el libro Las cuentas y los cuentos de la independencia, en el cual trataba de desarticular los argumentos del nacionalismo catalán. Borrell encarna la postura del diálogo a través de la razón.

¿Quién es tu favorito? Podéis seguir votando durante todo el mes. Ayuda a Hay Derecho a decidir los finalistas al premio.

Presentación de candidaturas al III Premio Hay Derecho. (I)

Por Carlota Tarín y Carlota García

 

Cada año la Fundación Hay Derecha entrega un premio a personas o entidades que hayan destacado por su defensa del Estado de Derecho y en estos momentos estamos en el proceso de selección de los finalistas de la III edición de este premio.

Las candidaturas han sido presentadas por los amigos y lectores de Hay Derecho, y desde el pasado 2 de noviembre todos los que lo deseen pueden votar a través de nuestra página web a su candidato favorito. En diciembre un jurado elegirá al ganador de entre los cinco más votados.

Para los que formamos parte de Hay Derecho es una gran alegría comprobar que en esta edición hemos superado ampliamente el número de propuestas recibidas en las convocatorias anteriores, reuniendo un total de 19.

El gran número de candidaturas recibidas es la prueba de que contamos con una ciudadanía cada vez más activa y que reconoce a aquellos que destacan por su lucha en favor de los valores democráticos. Desde la Fundación es gratificante ver cómo los temas que nos preocupan y en los que venimos trabajando más de dos años son también motivo de atención de la sociedad civil. Y que trabajamos en la misma dirección para visibilizar los valores en los que se fundamenta el Estado de Derecho.

Y es que en esta tercera edición de los premios compiten candidaturas que tocan grandes temas relacionados con la defensa Estado de Derecho y la calidad democrática. Así, hemos agrupado las 19 candidaturas en torno a cinco temas: (1) la Transparencia, (2) la Libertad de expresión y de información, (3) la Lucha contra la corrupción, (4) la Separación de poderes y la neutralidad de las instituciones y (5) la Defensa de los valores del estado social y democrático de derecho.

Sin embargo, desde la Fundación somos conscientes de que aún queda trabajo por hacer. Dos de las propuestas presentadas no han sido incluidas en la convocatoria a petición de los propios interesados, que han preferido que su trabajo no recibiese exposición pública. Y es que todavía en algunos ámbitos existe miedo, y no siempre se entiende y valora suficientemente el esfuerzo por defender la democracia y la legalidad. Pero esto, lejos de desanimarnos, es lo que nos mueve a seguir trabajando.

Como parte de nuestro empeño por dar visibilidad a las personas e iniciativas que comparten nuestros valores y objetivos vamos a dedicar una serie de posts a destacar la labor de nuestros candidatos. Esperamos que así, además, os animéis a votar.

 

Realizaremos un post para cada uno de los grandes temas que hemos identificado, presentando a los candidatos que han destacado en dicho ámbito y las razones por las que merecen ser premiados.

Para aquellos que aún no los conocen, los 19 aspirantes de esta convocatoria son: Mariano Benítez de Lugo, Joan Antoni Llinares, Josep Borrell, Joaquín Contreras, la Junta de Fiscales Anticorrupción, Mercedes Alaya, Macarena Olona, Elena Vicente Rodríguez, la Fundación Ciudadana Civio, Acción Cívica, la Fundación Española de Debate Jurídico Universitario, Fernando Urruticoechea, Faustino García Zapico, Fernando Clemente, el Portal de los Sueldos Públicos, Jordi Cantallops, Pedro García Cuartango, Carlos Almeida y David Bravo.

Con estos tres últimos candidatos abrimos esta serie de posts, hablando de su papel en la lucha por la libertad de expresión y de información.

Pedro G. Cuartango es periodista y fue redactor jefe de el periódico El Mundo desde el año 1992 y, tras varios puestos de responsabilidad en este diario, en 2016 fue nombrado Director. Fue el encargado de coordinar, elaborar y redactar las “Propuestas para la regeneración democrática” que puso en marcha El Mundo. Entre ellas figuran algunas tan actuales como terminar con la politización en el nombramiento de los cargos judiciales, eliminar aforamientos, elegir por el poder legislativo y por mayoría cualificada a los responsables  de los medios de comunicación públicos o medidas concretas de lucha contra la corrupción política.

En su etapa como director de El Mundo se mostró implacable en la defensa de la libertad de prensa, luchando por mantener al diario al margen de intereses económicos y políticos ajenos a la verdad periodística. Su celo le valió ser imputado por desobedecer a un juez que prohibió publicar informaciones relevantes al caso ‘Football Leaks’ sobre presuntos delitos fiscales de figuras del deporte español. Según sus propias palabras, decidió seguir adelante con la publicación amparándose en el derecho fundamental a la libertad de información “frente al derecho a la intimidad cuando se cumplen los requisitos de veracidad, diligencia informativa y relevancia pública”.

Por su integridad en el ejercicio de su profesión, profesión esencial para el buen funcionamiento democrático, a pesar incluso del importante coste personal al que se enfrenta, merece sin duda estar entre los candidatos a nuestro premio.

Carlos Almeida es un abogado de Barcelona que cuenta con una amplísima trayectoria de más de 20 años en el ejercicio del derecho vinculado a las nuevas tecnologías, campo en el que es un verdadero pionero en España. Ha sido miembro de FrEE (Fronteras Electrónicas), organización orientada a la defensa de los derechos civiles en Internet. Su trabajo se caracteriza por la defensa legal de ciudadanos, empresas y movimientos sociales en los ámbitos del ciberactivismo, ciberderechos y ciberdelitos.

Actualmente es director legal de la Plataforma en Defensa de la Libertad de Información (PDLI), que vela por los derechos de libertad de expresión e información en España. Es autor de varios libros sobre Derechos Humanos, derechos sociales, delitos informáticos o la Sociedad de la Información, temas que aborda en relación a Internet.

Sin duda esta candidatura reconoce su trayectoria personal, pero también la importantísima labor de la PDLI en la lucha por la libertad de información y de expresión. Unos derechos esenciales, especialmente en tiempos difíciles en los que es fácil caer en vulneraciones y ser laxos ante sus limitaciones, en aras de conceptos como la estabilidad o la seguridad, pero que son esenciales para cualquier Estado de Derecho.

David Bravo es uno de los abogado de especializados en derecho informático, libertad de expresión y propiedad intelectual más conocidos del país. Este sevillano es conocido por su activismo en defensa del acceso libre a la cultura y conocimiento vía Internet. Ha sido defensor de Pablo Soto en el caso que lleva su nombre (‘Caso Soto’), en el que se enfrentó a la industria discográfica, reunida en varias firmas que presentaron una demanda conjunta por los programas de redes de pares o P2P.

Defensor también de Rubén Sánchez, lo que generó el primer caso en España de una condena que obligaba al demandado a rectificar durante 30 días en Twitter. Es autor de la obra Copia este libro (2005). David es también miembro de la PDLI. Por su trabajo por preservar la libertad en Internet y evitar su criminalización, y por defender con todas sus consecuencias la separación de poderes en los conflictos entre libertad de expresión y otros derechos, David es un digno candidato a nuestro premio.

 

Anímate a votar y sé tú quien decida los finalistas del III Premio Hay Derecho. Las votaciones ya están abiertas en este enlace. Elige tu candidato favorito.

¿Presos políticos?

Durante las últimas semanas, los líderes del bloque secesionista, con la colaboración de Unidos Podemos a nivel nacional (entre otros), han tratado continuamente de incorporar la expresión “presos políticos”  al lenguaje político cotidiano. Este discurso repetitivo, que comenzó con el ingreso en prisión preventiva de Jordi Sánchez (presidente de ANC), y Jordi Cuixart (presidente de Òmnium Cultural), ha terminado instándose definitivamente después que la juez Lamela ordenase la semana pasada el ingreso en prisión de los ocho exconsellers de la Generalitat que no han huido de España.

En la época de los tweets (y retweets), los memes virales y los discursos políticos low cost, los principios goebbelianos son más efectivos de lo que nunca antes habían sido. Y la famosa frase atribuida al ministro de propaganda de la Alemania nazi –si una mentira se repite suficientemente, acaba por convertirse en verdad-, constituye hoy el motor de una buena parte del discurso político. Por tanto, aún confiando en que la inmensa mayoría de los ciudadanos de este país cuentan con la madurez y lucidez suficientes para descartar la idea de que Oriol Junqueras pueda ser un preso político, no está de más aclarar la cuestión.

Lo primero que conviene tener claro es la definición de preso político. Según la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa (ver aquí la Resolución 1900), para que persona privada de su libertad personal pueda ser considerada como un preso político debe concurrir alguna de las siguientes circunstancias: (i) que la detención haya sido impuesta en violación de una de las garantías fundamentales establecidas en el Convenio Europeo de Derechos Humanos; (ii) que la detención se haya impuesto por motivos puramente políticos sin relación con ningún delito; (iii) que por motivos políticos, la duración de la detención o sus condiciones sean manifiestamente desproporcionadas con respecto del delito del que la persona ha sido declarada culpable o de la que se sospecha; (iv) que por motivos políticos, la detención se produzca de manera discriminatoria en comparación con otras personas; (v) o, por último, que la detención sea el resultado de un procedimiento claramente irregular y que esto parezca estar conectado con motivos políticos de las autoridades.

Los cinco supuestos a los que se refiere la Asamblea tienen un denominador común: la privación de libertad, las circunstancias en que tiene lugar o la ausencia de garantías, deben tener su origen en motivos políticos. Y desde luego, analizando el supuesto concreto que nos ocupa, no se da ningún elemento –ni objetivo ni subjetivo- que pueda llevarnos a pensar que en España existan presos políticos. Lo que sí hay, como algunos han apuntado de manera muy elocuente, son “políticos presos” (ver aquí o aquí), porque aquí, desde luego, el orden de los factores sí altera el producto.

En primer lugar, debemos tener en cuenta que todos los exconsellers que acaban de ingresar en prisión preventiva –y también los Jordisestán siendo investigados por la posible comisión de delitos específicamente tipificados en nuestro Código Penal. Y no está de más recordar que esta norma no es fruto del capricho de un estado opresor, sino que fue democráticamente aprobada por las Cortes mediante la Ley Orgánica 10/1995, de 23 de noviembre, y modificada posteriormente en varias ocasiones, con las mayorías previstas en el artículo 81 de la Constitución.

Centrándonos en el delito más grave de los que se imputan a los miembros cesados del gobierno catalán (el delito de rebelión), veamos la redacción del tipo penal (art. 472): Son reos del delito de rebelión los que se alzaren violenta y públicamente para cualquiera de los fines siguientes: 1. º Derogar, suspender o modificar total o parcialmente la Constitución. […] 5. º Declarar la independencia de una parte del territorio nacional” (art. 472). Es fácil observar que el tipo penal se refiere única y exclusivamente a hechos, pero en ningún caso a la ideología u orientación política de la persona que pudiera llevar a cabo los mismos. Por tanto, ninguna relación existe entre el delito de rebelión y el ejercicio de derechos fundamentales de contenido político, tales como la libertad de pensamiento, conciencia y religión, la libertad de expresión e información o la libertad de reunión y asociación. Y lo mismo podemos decir respecto de los demás tipos penales en liza: sedición, malversación y otros delitos conexos.

Si viajamos en el tiempo a una época de nuestra historia recordada de manera constante (casi obsesiva) por los mismos que hoy se rasgan las vestiduras por el ingreso en prisión preventiva de los líderes separatistas, encontramos un claro ejemplo de norma cuya aplicación podía conllevar –y de hecho conllevó- la existencia de presos políticos. Me refiero a la la Ley de Responsabilidades Políticas, de 9 de febrero de 1939 (ver aquí), en la que se declaraban “fuera de la Ley” una serie de partidos y agrupaciones políticas (entre otros, Esquerra Catalana, Partido Socialista Unificado de Cataluña o el Partido Socialista Unificado de Cataluña), se declaraban “responsables políticos” a quienes hubieran desempeñado cargos directivos y se preveían determinadas sanciones, incluidas las limitativas de la libertad de residencia (extrañamiento, confinamiento, destierro o relegación a las Posesiones africanas).

Pablo Iglesias nació en el año 1978 (como nuestra Constitución), Irene Montero en 1988 y el célebre Gabriel Rufián en 1982. Yo soy el más joven (nací en 1989), y afortunadamente, los cuatro hemos tenido la suerte de nacer en un Estado social y democrático de Derecho. Hemos tenido la oportunidad de pensar y expresar nuestras opiniones de manera libre, militar en el partido político que tuviéramos por conveniente y, en definitiva, ejercer nuestros derechos políticos en el más amplio sentido del término. Por tanto, seamos sensatos y mínimamente rigurosos en el análisis.    

En segundo lugar, conviene aclarar que los investigados que ha ingresado en prisión provisional lo han hecho en virtud de un auto dictado por un juez independiente, imparcial y predeterminado por la Ley. Si alguien pudiera tener alguna duda sobre este extremo, le animo a lea las 19 páginas del Auto dictado la semana pasada por la juez Lamela (descargar aquí), para comprobar que no existe, entre los numerosos argumentos esgrimidos por el órgano judicial, ni una sola referencia a las ideas políticas o a la forma de pensar de los investigados.

Y ni que decir tiene que a pesar de que los investigados puedan estar o no de acuerdo con la resolución judicial que les ha conducido a prisión, lo cierto es que todos ellos han dispuesto y disponen de todas las garantías que nuestra Constitución les reconoce (presunción de inocencia, utilización de los medios de prueba para su defensa, derecho a no declarar contra sí mismos y a no declararse culpables) y por supuesto, tendrán la opción de recurrir la resolución ante el órgano judicial que corresponda, en el legítimo ejercicio de su derecho de defensa y conforme a lo previsto en la Ley de Enjuiciamiento Criminal.

Cuestión distinta es la opinión que las resoluciones judiciales puedan merecernos desde un punto de vista técnico-jurídico, pues aunque éstas deban ser acatadas en modo alguno están exentas de crítica. De hecho, en este blog se han publicado tanto opiniones favorables a la prisión preventiva de los Jordis y la libertad provisional de Josep Lluis Trapero (ver aquí), como opiniones contrarias al auto que ordenó la entrada en prisión preventiva de los exconsellers de la Generalitat (ver aquí). Incluso hemos llegado a plantearnos –yendo más allá del criterio de la Fiscalía- la posible responsabilidad penal de los 72 diputados que votaron a favor o se abstuvieron en la votación secreta que tuvo lugar el pasado 27 de octubre en el Parlament (ver aquí).

Como sobradamente conocen los lectores del blog, nuestro Estado de Derecho adolece de múltiples defectos en su funcionamiento. El sistema es manifiestamente mejorable. De hecho, si todo fuera perfecto y nada hubiera que objetar respecto de nuestras Instituciones, Hay Derecho ni tan siquiera existiría. Pero una cosa es opinar a favor o en contra de una resolución judicial, desde un punto de vista jurídico, y otra muy distinta es cometer la enorme irresponsabilidad de negarle toda bondad al sistema en su conjunto. Con esto quiero decir que, aun en el caso de que el auto de la juez Lamela se hubiera equivocado en sus razonamientos jurídicos, esto no significaría que los investigados hubieran ingresado en prisión por motivos políticos. A día de hoy, no existe ningún dato o evidencia que nos permita concluir que las condiciones de la detención hayan sido manifiestamente desproporcionadas, que haya habido discriminación en comparación con casos similares o que en el procedimiento seguido no se hayan respetado las garantías y derechos de los investigados.

Por último, resulta significativo que los ingresos en prisión hayan llegado en el momento más inoportuno desde un punto de vista político, y probablemente, en el peor momento posible para los intereses electorales del partido de gobierno, y a la postre, del bloque constitucionalista. Como señalaba Victoria Prego el pasado día 2, es más que probable que esta decisión judicial “encienda los ánimos de los soberanistas y complique mucho el desarrollo de la campaña” (ver aquí). Y en esta misma línea se situaba el contundente Editorial de El País del día 3, apuntando que “la contundencia de la justicia, paradójicamente, favorece a la causa independentista en su lógica victimista” (ver aquí). Desde luego, el tempo que está siguiendo por el Poder Judicial, en clara contraposición a los intereses del Gobierno, conduce igualmente a desechar la teoría de la conspiración.

A pesar de todo, que nadie tenga la menor duda de que los tres representantes electos a los que me refería antes seguirán repitiendo hasta la saciedad que en España hay “presos políticos”, quizás por negligencia o tal vez de manera dolosa, es decir, tratando deliberadamente de difundir una afirmación objetivamente falsa y sin ningún fundamento. Las consecuencias electorales de esta forma de proceder están por ver, pero el daño a las Instituciones es incalculable. Mientras tanto, desde las páginas de este blog seguiremos defendiendo el Estado de Derecho, desde la imparcialidad, independencia y rigor que se nos exigen cada día.

El pasado 8 de octubre, Josep Borrell pronunció en su ovacionado discurso (ver aquí) una frase que para muchos ha pasado inadvertida, pero de un inmenso y profundo significado. Ante los gritos de “Puigdemont, a prisión”, el expresidente del Parlamento Europeo exclamó: “No gritéis como las turbas en el circo romano, a prisión van las personas que dice el juez que tienen que ir”. Pues eso, lo que sirve para unos sirve para otros: que tomen nota los que estos días se dedican a pedir repetidamente la liberación de los “presos políticos”.

 

*Rectificación: el post ha sido modificado en su párrafo 8º, a fin de eliminar cualquier referencia a Alberto Garzón, Diputado del Grupo Parlamentario de Unidos Podemos. 

La hora de la convicción

Por unas cosas y por otras, durante el infausto día 27-O estuve muy atareado y no tuve apenas tiempo para seguir las informaciones que transmitían los medios sobre los acontecimientos que iban sucediendo tanto en Madrid como en Barcelona. De lo poco que pude ver y oír, dos frases captaron especialmente mi atención.

La primera la pronunció el Presidente Rajoy en una declaración improvisada rodeado de periodistas en un pasillo del Senado. La cámara le enfocaba muy de cerca y desde abajo, distorsionando su cara como en un cuadro expresionista. Después de decir que el Gobierno, en la aplicación de las medidas del artículo 155, iba a actuar de forma proporcionada, razonable e inteligente, como hasta ahora, añadió que Cataluña no se iba a independizar, porque la independencia de Cataluña es imposible.

¿Imposible? -pensé yo-. ¿Se refiere a una imposibilidad metafísica?, ¿lógica?, ¿jurídica?, ¿fáctica?

En un plano fáctico o práctico, un proceso de independencia o secesión puede ser difícil, traumático, ruinoso…, pero, ¿imposible? Casi nada es imposible en el curso incierto de los asuntos humanos. No hace tanto hemos asistido en el continente europeo a unos cuantos procesos de independencia culminados con éxito con ocasión de la descomposición de la URSS y de Yugoslavia, y no uno ni dos.

No parece que el señor Presidente se estuviera refiriendo a este tipo de imposibilidad, sino más bien a una imposibilidad jurídica. Por supuesto que en el ámbito jurídico-constitucional vigente actualmente en España la independencia de Cataluña es un imposible. Simplemente, porque su posibilidad supone una derogación de la Constitución en una porción del territorio nacional y el reconocimiento como sujeto soberano de una parte de la población y no de la totalidad del pueblo español. Como imposible jurídicamente es también el diálogo y la negociación entre un ordenamiento y lo que supone su negación.

Pero que la independencia de Cataluña choque con la lógica jurídica vigente hasta hoy en España no quiere decir que sea algo práctica o fácticamente imposible, ni que choque con toda lógica jurídica.

Todo proceso de independencia, aunque sea incruento, supone una revolución, una ruptura del orden jurídico vigente en un Estado. Pero esto, por sí solo, no quiere decir que los rebeldes o secesionistas renuncien al derecho (o a la idea de Estado de derecho), sino que pretenden instaurar una legalidad diferente, lo que presupone que postulan una fuente de legitimidad diferente, en concreto, la afirmación de la soberanía de un sujeto distinto del que presupone el ordenamiento vigente en el Estado contra el que se alzan. Por eso, los mismos actos que, desde la lógica del derecho de nuestro Estado, pueden ser calificados de sedición, rebelión o golpe de Estado y que moralmente se pueden ver como una traición, desde la lógica del ordenamiento jurídico que se pretende instaurar por los secesionistas, se trata de actos de la más absoluta legitimidad e incluso de un gran valor moral.

Y al final, lo que termina decidiendo este irreductible conflicto de legalidades y legitimidades es el éxito en el plano fáctico. Si los rebeldes consiguen de facto controlar los resortes del poder en el ámbito territorial objeto de su acción, si consiguen hacer de facto vigente su ley, entonces, el reconocimiento internacional del nuevo statu quo no se hará esperar mucho. Porque lo relevante en el plano del derecho internacional es la efectividad en el ejercicio del poder sobre un territorio y una población. Y así, una nueva lógica jurídica habrá terminado sustituyendo a la anterior en el territorio afectado y nadie verá en el futuro contradicción alguna.

Si esto es así, me resultaba preocupante (salvo que en ese momento, en un alarde de presciencia, supiera todo lo que ha sucedido desde entonces) que el Presidente del Gobierno de España, además de afirmarla, creyese realmente en la imposibilidad de la independencia de Cataluña (como alarmante me pareció en su día que calificase como sorprendente e inimaginable la aprobación por el Parlament de las leyes del referendum y de transitoriedad jurídica, cuando todo lo acontecido había venido siendo anunciado durante meses y años). Se trataba de una posibilidad en absoluto descartable en ese momento, cuando todo estaba todavía por decidir, cuando ya había sucedido lo peor que podía suceder: que no estábamos ya simplemente ante un conflicto de “relatos” (acerca de acontecimientos históricos remotos como la Guerra de Sucesión, o más próximos, como la anulación por el TC de determinados preceptos del nuevo Estatuto Catalán; acerca de balanzas fiscales y de lo que da y recibe económicamente Cataluña del resto de España; o acerca de la interpretación de lo sucedido el 1-O), sino ya ante un conflicto de legalidades, ante la proclamación de un Estado independiente por un Parlament en rebeldía declarada contra el orden constitucional y estatutario hasta ahora vigente en territorio catalán.

En el marco de ese conflicto ya declarado, me resultó llamativo un momento de duda que se apoderó de una locutora de TVE -la segunda frase a la que quería hacer referencia- cuando esta emisora estaba retransmitiendo las imágenes del acto que tuvo lugar en una escalinata del Palau del Parlament donde los líderes del procés hacían piña con una multitud de alcaldes soberanistas, enarbolando éstos sus bastones de mando. Entonces comenzó a hablar el señor Oriol Junqueras y la locutora nos dijo que había tomado la palabra el Vicepresidente de la…, y ahí, tras el artículo, se quedó atascada unos instantes. ¿Qué pasó?, ¿que no sabía si decir “la Generalitat” o “la República Catalana”? Del atolladero salió dando marcha atrás y diciendo “… el Vicepresidente catalán”.

Semejante episodio de duda -en el mismísimo canal 1 de la televisión pública estatal española- me pareció muy revelador tanto de la confusión institucional generada, como de la importancia que tenían las palabras en la lucha de legalidades y de legitimidades a la que nos veíamos abocados. Una lucha a la que -pensaba – nadie iba a poder ser ajeno en territorio catalán (donde nadie, salvo los indigentes, podrían dejar de decidir a qué Administración pagar sus impuestos o ingresar sus cotizaciones a la Seguridad Social).

En relación con este conflicto y su resolución me parece oportuno recordar una enseñanza de Hans Kelsen. Para el célebre jurista austriaco, la cúspide de todo ordenamiento jurídico positivo la ocupa la constitución. El resto del ordenamiento se encuentra en una relación de dependencia lógica con la constitución en el sentido de que sólo son válidas las normas emanadas o los actos realizados por aquellos órganos investidos del correspondiente poder normativo o de decisión sobre una determinada materia por la propia constitución.

Ahora bien, por encima de esta validez determinada por un criterio puramente lógico, la vigencia de cualquier constitución y del ordenamiento jurídico derivado de ella presupone la existencia de una “norma fundamental” no escrita, que tiene un significado fáctico, y que no es otra cosa que la convicción por parte de los ciudadanos del país en cuestión acerca del carácter vinculante de su constitución.

De esta manera, la vigencia y la propia validez de un ordenamiento no es una cuestión puramente lógica, sino en último término fáctica. Depende de que esa constitución sea realmente vivida como vigente por la población del Estado correspondiente. O dicho de otra forma, la vigencia de un ordenamiento jurídico no se basa en una simple apreciación lógica, ni tampoco en la pura coacción, en la fuerza, sino más bien en la convicción; en el hecho de que la población se sienta obligada por ese ordenamiento, reconozca realmente su vigencia y actúe en consecuencia.

En esa hora difícil que atravesamos el pasado viernes, el quid de toda la cuestión se encontraba exactamente en este punto: en si la Constitución española y el ordenamiento que emana de ella iban a seguir siendo reconocidos como derecho vigente en el territorio y por la población catalana. Lo que en último término –como demostraron los tristes hechos acaecidos el 1-O- no es una cuestión de fuerza o coacción, sino de convicción, de convencimiento. En definitiva, porque es imposible imponer por la fuerza un ordenamiento a todo un pueblo.

Los acontecimientos han evolucionado tan rápidamente que las reflexiones que me tuvieron en vela durante la noche de ese viernes han quedado en gran parte superadas. No obstante, aunque el panorama se ha aclarado enormemente, creo que todavía conservan interés de cara a todo lo que todavía tenemos pendiente.

Lo que me planteaba entonces, en el mismo calor de la noticia de la declaración unilateral de independencia, y en relación con el mantenimiento o incluso la recuperación de esa aludida convicción (que parecía para muchos ya perdida), era lo siguiente.

Primero, que debíamos tomar conciencia de que este tema de la vigencia de nuestras leyes no es un asunto sólo de los jueces o de los policías. Por supuesto que los funcionarios públicos en general tienen un papel decisivo (como oportunamente señaló Elisa de la Nuez), pero es toda la población la que debía sentirse y estar implicada, tanto allí –donde se jugaba lo más difícil de la partida-, como en el resto de España. En todo este asunto, los primeros que debemos estar convencidos somos los españoles no catalanes. Y aquí es donde muchos, por absurdas y anacrónicas razones, flaqueaban y todavía siguen flaqueando.

En segundo lugar, la propia forma de proceder de los secesionistas -pese a sus bravatas, a sus solemnes escenografías y liturgias, y a su “la calle siempre será nuestra”- mostraba una muy escasa convicción acerca de la viabilidad fáctica de su proyecto. Así, esa declaración de independencia con la boca pequeña para inmediatamente proponer su suspensión, ese no saber si convoco elecciones o someto a votación la DUI, esas frenéticas idas y venidas por los pasillos, los retrasos en los plenos y en las comparecencias, hasta esa elocuente muestra de debilidad consistente en votar de forma secreta en un parlamento por temor a unas represalias que presuponen el propio fracaso de lo que estoy votando. También, seguir hablando de resistencia cívica a la aplicación de una norma del orden constitucional autonómico de nuestro Estado después de haber declarado formalmente –parece, porque no termina de estar claro (véase la estupenda explicación de Ignacio Gomá Garcés)- la independencia de su República. Como las inmediatas dudas explícitas sobre si concurrirían o no a unas elecciones autonómicas convocadas por el Presidente del Gobierno español. En definitiva, el problema de la nonata República Catalana no es la falta de reconocimiento internacional, sino que sus propios promotores y solemnes declarantes no se la terminan de creer, se han seguido moviendo en un terreno puramente simbólico y retórico.

Unos días más tarde, está claro ya que toda convicción por su parte ha desaparecido. Al día siguiente, las banderas españolas continuaban en sus astas en los edificios oficiales más emblemáticos, el jefe de los Mossos acataba su cese y el President estaba de paseo por Girona como si tal cosa, mientras se transmitía una declaración institucional pregrabada en la que había mucha queja por la aplicación del artículo 155, pero de la República Catalana poco o nada se oía hablar. Para el miércoles 31 ya estaban todos planificando su estrategia de participación en las elecciones autonómicas de diciembre. El estrambote final de la huida de medio Govern a Bruselas es algo que pertenece más al género de lo bufo que al de la tragedia histórica. No parece que aunque Puigdemont haya marchado a Flandes esté tratando de emular a un Horn o a un Egmont.

Y en tercer lugar y sobre todo, la idea de que en esta lucha de legalidades y de legitimidades (de momento pospuesta, por la asumida debilidad de uno de los contendientes), no sólo la inercia de una legalidad formal preexistente, sino también la razón y la justicia están claramente de una parte.

Así, ese desprecio por las formas y los procedimientos jurídicos y parlamentarios más elementales, ese prescindir de quorums y mayorías reforzadas para decisiones de la máxima gravedad, ese ninguneo de la oposición y de los dictámenes de letrados y secretarios, ese imponer a toda costa lo que se trae ya predecidido, ese cambiar sobre la marcha cualquier regla que ahora me resulta incómoda, ese protagonismo de organizaciones y sujetos ajenos a los cauces normales de la representación política, todo eso que habíamos presenciado en la fase final de aceleración del procés, incluso la abyecta instrumentalización de una manifestación ciudadana de dolor y repulsa por unos crímenes que nada tienen que ver con el asunto, no son algo casual o episódico, unas fricciones inevitables en toda crisis de sustitución de una legalidad por otra, sino más bien síntomas –por mucho que se la invoque- de una concepción enferma de la democracia y que delatan el verdadero rostro de la ideología que impulsa el proceso, es decir, el nacionalismo.

Una ideología “esencialista” y contraria a la idea de sociedad abierta, fundamentada en la radical distinción de naturaleza entre los de aquí y los de fuera (los verdaderos catalanes y los que no lo son). Una ideología egoísta e insolidaria; que practica un sempiterno victimismo, la identificación de un enemigo exterior al que culpar de todos los males propios, el señalamiento, el acoso y el aislamiento social no sólo del disidente sino del no entusiasta. Una ideología para la cual el fin justifica cualquier medio, en especial la mentira y la tergiversación sistemática de la realidad, el adoctrinamiento de los niños, la movilización total de la población, ancianos incluidos. Una ideología que justifica el empecinamiento en un proyecto ilusorio, el hágase la República aunque perezca el mundo, el sacrificio de la prosperidad y la tranquilidad de toda una generación en el altar de una anhelada patria redimida.

Todo esto es propio de esa enfermedad nacionalista a la que Stefan Zweig atribuyó las grandes catástrofes del siglo XX, y que hoy vemos con alarma rebrotar en forma de Brexit, de euroescepticismo, de partidos populistas y xenófobos que por toda Europa obtienen preocupantes éxitos electorales, de un personaje como Trump en la Casa Blanca,…

Saber que nuestra legalidad, la hasta ahora de todos, representa, con todas sus imperfecciones, exactamente lo contrario de todo esto debería ser la base última y más firme de nuestra convicción.

Y la gran y ardua tarea que tenemos pendiente, que va a requerir bastante más tiempo que el que resta hasta la inminente celebración de las elecciones autonómicas convocadas, es extender y asentar esta convicción en una amplia mayoría de la población catalana. Lo que supone exorcizar con la palabra y con la razón todos esos demonios, desintoxicar de esa ideología perversa no sólo a aquella casi mitad de la sociedad catalana que se identifica con la causa nacionalista, sino también a aquella otra afectada durante años por un grave síndrome de Estocolmo. Y esto, al tiempo, con una inteligente gestión de los sentimientos y las emociones removidas, porque hay ahora mucha frustración y rabia que tratar. Sin ceder en nuestra reafirmada convición, que no nos sigan viendo en esta hora como aquesta gent tan ufana i tan superba.

Momentos decisivos: elecciones, el artículo 155 y su ejecución

El pasado viernes hacía yo un largo hilo de tuits (se puede ver aquí) en el que exponía mi particular visión del problema catalán hasta ese momento y en concreto de la aplicación del artículo 155 de la Constitución, cuyo anuncio se preveía para el día siguiente. Señalaba en él que una aplicación del artículo 155 “de mínimos” -expresión que se había usado varias veces como opción deseable- no podía entenderse sino en el sentido de que las medidas tenían que ser proporcionales y adecuadas a la situación que trata de resolver, pero no como algo puramente testimonial o para cubrir el expediente que no solucione nada o incluso sea contraproducente. La fuerza coactiva del Estado debe usarse cuando proceda y sin fallar, porque si no se destruye la propia esencia del poder. Por eso me parecieron un error político -por muy profesionales que fueran- las actuaciones policiales del 1-0: no consiguieron en la práctica parar el referéndum y sirvió a los sediciosos para hacerse propaganda.

La aplicación por el gobierno del artículo 155 no fue, sin embargo, de mínimos en el sentido formal, dado que previó medidas que iban más allá de la simple convocatoria de elecciones para enero, como indiscretamente Carmen Calvo dejó caer. Había mucho más: cese del ejecutivo catalán, limitaciones al Parlament, control de mossos y medios de comunicación públicos, lo que evidencia que el gobierno español ha comprendido que el reto al que nos encontramos no es de índole representativa sino de legalidad, por lo que antes de la convocatoria es preciso restituir mínimamente el Estado de Derecho lo que, en la situación actual, no significa anular leyes inconstitucionales (cosa que se ha hecho) ni sancionar conductas penales (que también se ha hecho y se hará), sino simplemente parar la dinámica de unas estructuras de poder catalanas que han decidido presentar una oposición directa, frontal, colectiva y casi física a la normativa vigente contra la cual ni sentencias ni negociaciones (que no sean capitulaciones) son remedio alguno.

Por eso yo me he manifestado en contra de una aplicación del 155 limitada a la convocatoria de elecciones. Convocar unas nuevas elecciones inmediatamente significaría tanto como mandar un mensaje a la población que dijera: “habéis votado mal, es preciso hacerlo otra vez, hasta que lo hagáis bien”, lo que además de no ser demasiado correcto puede no solucionar problema alguno: si simplemente se repitiera el resultado de las últimas elecciones lo único que habríamos conseguido es aplazar el problema. Por supuesto, si el resultado fuera otro totalmente distinto quizá se mejorara la situación, pero ni eso lo podemos asegurar ni tampoco nos encontramos aquí con un simple problema de gobierno –en el que pueden entrar en juego diferentes intereses políticos a corto plazo- sino ante un verdadero problema de Estado que exigirá soluciones de Estado, con visión a largo plazo. Por supuesto, ha de haber tarde o temprano elecciones -como muy tarde, en seis meses- pero esperemos que sea en otras condiciones.

Por eso mismo me está preocupando una especie que corre por las redes que es la posibilidad de que Puigdemont en estos días que quedan hasta la aprobación por el Senado de las medidas del artículo 155 pudiera convocar elecciones. Elecciones de acuerdo con lo establecido en la ley, que luego oportunamente se podrían convertir en plebiscitarias, constituyentes o cualquier otra cosa vigente o suspendida que permitiera alargar un poco más el culebrón. De hecho, en algunas noticias se señala que ello podría paralizar la aplicación del art. 155 (aquí y aquí) aunque Albiol parece decir lo contrario.

Desde luego, si yo estuviera en el lugar de Puigdemont es lo que haría, porque eso me permitiría tener un mayor plazo para enredar, me liberaría de las garras de la CUP de momento, seguiría en funciones una larga temporada y quizá evitaría la aplicación del artículo 155 si las ganas de que pase de ellos este cáliz impele a nuestro dirigentes a procrastinar un poco y encima quedar como unos grandes negociadores que han logrado resolver el problema acudiendo a las urnas. Por eso creo que aunque se produjera esa convocatoria creo que sería preferible que la aplicación del artículo 155 siguiera adelante anulándola o asumiéndola si se considerara posible.

Porque como decía antes, el problema que tenemos no es de gobierno, es de Estado. Es necesario restablecer las condiciones de seguridad jurídica y libertad necesarias para que el voto sea libre y desalojar del poder a personas claramente insumisas. Como dice en un reciente artículo García Domínguez, “sin la máquina de lavar cerebros de las madrasas de la Generalitat, sin los medios de comunicación del Movimiento funcionando a toda máquina durante las veinticuatro horas del día, y sin los centenares de chiringuitos insurreccionales financiados con cargo al Erario, esto volvería a parecer un sitio normal de la Europa civilizada en cuestión de meses. Por eso los que dentro de la sala de máquinas de la asonada todavía conservan la cabeza encima de los hombros, el cínico Mas por ejemplo, son tan sabedores de que perder ahora el control de la Generalitat significaría perder la partida”. Lo transcribo porque lo suscribo. Por supuesto, unos pocos meses no dan para solucionar los problemas de fondo de Cataluña, pero quizá si sirvan para desactivar las redes políticas clientelares que contaminan, entre otras cosas, el libre ejercicio del derecho de voto.

Por tanto, desde mi punto de vista, el control de la Generalitat es estratégicamente la acción más importante para desactivar la operación separatista. No el separatismo, claro. Y, obviamente, ha de hacerse bien y con todas las consecuencias. Eso significa que no se puede decir eso de que “me duele a mí más que a ti” o lo de “preferiría no aplicarlo”, en expresión que ya he usado alguna otra vez en este blog. Lamentablemente el Estado tiene por delante una labor enormemente difícil y arriesgada no sólo porque pueda haber movilizaciones callejeras, que ya se están anunciando, sino por la resistencia que previsiblemente pueda presentarse por parte de funcionarios o todavía peor, por mossos de escuadra, que no desobedezcan pero boicoteen las disposiciones que adopte el nuevo ejecutivo. Por eso, desde mi punto de vista, las personas encargadas del ejecutivo provisional catalán deberían, en primer lugar, estar en Cataluña y también ser de Cataluña. Las medidas que se adopten no pueden tomarse desde Madrid. Sería muy positivo que además se tratara de un órgano colegiado compuesto de personas de diversas tendencias ideológicas o de los diversos partidos constitucionalistas implicados y quizá incluyendo alguno con una mayor sensibilidad nacionalista: esto generaría mayor unidad, corresponsabilidad y daría un claro mensaje de que la cuestión no lo es de gobierno, sino de Estado, y se transmitiría además la sensación de que en este asunto se va a llegar a donde haya que llegar.

Conste que no quiero mano dura. Participo de la opinión de mi hermano Fernando expresada en su post de ayer: no se trata de castigar a Cataluña por sus malas acciones, ni sancionar una región rebelde, por otra parte muy querida para mí. Entre otras cosas porque no es “Cataluña”, sino una parte de su ciudadanía la que se comporta así. Se trata, simplemente, de que impere la ley, pero es imprescindible transmitir a quienes quieren impedirlo la idea de que se va a hacer todo lo que sea necesario y de que no va a ocurrir como con el referéndum que teóricamente no se iba a celebrar pero que finalmente se celebró, aunque fuera de aquella manera. Si el adversario es conocedor de que uno tiene “voluntad de vencer (querer), libertad de acción (poder) y capacidad de ejecución (saber)”, que es lo que se exige en los manuales de estrategia para vencer, tenemos mucho adelantado.

¿Qué precio vamos a pagar por ello? No lo sé, es una incógnita. Quizá, como dice Jabois en “Date un capricho”, se trata de una revolución de ricos que quiere darse el capricho de sentirse bolcheviques durante un mes y que ha arrastrado a mucha gente que cree que no tendrá factura cruzar el río con el escorpión encima y que cuando haya de pagarla los ricos ya habrán trasladado sus sedes. Y ya se ha empezado a pagar, precisamente con el traslado de estas sedes. Quizá si el precio se empieza a mostrar en toda su evidencia la razón vuelva a imponerse. Si no, habrá un precio alto que deberá pagarse si quiere mantenerse el entramado constitucional que tanto nos ha costado conseguir.

En los próximos días pueden ocurrir muchas cosas. Incluso que Puigdemont comparezca en el Senado y haga alguna propuesta que pudiera modificar los términos del 155. Me encantaría que fuera así, pero lo dudo porque el marco incumplidor en que se ha situado no parece permitirlo. Pero, como decía al final del hilo de tuits que antes enlazaba, creo que, si se resuelve bien, esta crisis puede reforzar nuestras instituciones porque en definitiva, “crisis” no significa otra cosa que “decisión”. Sólo hay que decidir bien. Y estar dispuesto a llevar a cabo la decisión.