Siguiendo el precedente de nuestra entrevista a Adrian Vermeule con ocasión de la publicación de su libro “Common Good Constitutionalism” (aquí y aquí), en esta ocasión entrevistamos en Hay Derecho a otro destacado constitucionalista con una orientación ideológica muy diferente, pero también preocupado por el deterioro de nuestras democracias a la hora de perseguir intereses generales y por el auge del populismo. Hablamos de Martin Loughlin (Profesor de Derecho Público y de Ciencia Política en la LSE) y de su provocador “Against Constitutionalism” (Harvard University Press, 2022).
Loughlin ha sido calificado como “quizás el teórico de Derecho público más destacado del Reino Unido” (aquí) y en el libro anteriormente citado somete a una fundamentada y contundente crítica la concepción hoy dominante sobre el papel de las constituciones en nuestras democracias, convertida casi en una ideología o religión civil, que ha terminado por producir una aberrante forma de gobierno que amenaza con eliminar la deliberación y la decisión democrática.
No podemos negar que en la actualidad la mayor parte de las cuestiones sociales controvertidas terminan siendo decididas en última instancia por los tribunales con referencia a valores y principios consagrados en el texto constitucional. Al fin y al cabo, en un Estado total como el actual, que no solo garantiza derechos formales sino también materiales y que tiene una presencia absoluta en todas las esferas de la vida social, todos los conflictos sociales que se suscitan, tanto horizontales entre ciudadanos como verticales con el Estado, acaban transformándose en conflictos jurídicos remitidos a la decisión de los tribunales y, en última instancia, del correspondiente Tribunal Constitucional. Es casi inevitable que su decisión inapelable se acepte como una confirmación cuasi religiosa que zanja la cuestión blindándola del alcance de la revisión democrática. Lo justo y lo constitucional pasan a convertirse así en términos sinónimos. El consiguiente malestar explica el gran componente de desafección ciudadana con la actual forma de gobierno que se vislumbra hoy en nuestros países.
La preocupación fundamental del autor es que tal deriva dificulta llevar a cabo políticas de progreso, pero lo cierto es que su crítica del constitucionalismo transciende de esta perspectiva hasta convertir en aberrante cualquier forma de gobierno que funciones con arreglo a estos parámetros, no solo conservadora, sino supuestamente progresista. Especialmente cuando la partitocracia de turno captura los órganos judiciales superiores para ponerlos a su servicio, desvirtuando completamente el sentido de estos términos, como estamos viendo hoy en la política española. El sentimiento de desafección alcanza así a las instituciones claves del Estado, que de instrumentos que deberían representar lo común pasan, por su deslegitimación, a convertirse en fulminantes de la polarización.
Reproducimos a continuación la entrevista con el profesor Martin Loughlin:
Se suele definir el constitucionalismo como una doctrina donde la autoridad gubernamental se basa en leyes y está limitada por estas, enfatizando la prevención del gobierno arbitrario. Sin embargo, usted lo define como una ideología y una teoría sobreponderante relacionada con la construcción del Estado, que se ha convertido rápidamente en la filosofía de gobierno contemporánea más influyente en el mundo. ¿Podría explicarnos esta perspectiva y la distinción que establece?
Mi principal motivación para escribir Contra el Constitucionalismo [Against Constitutionalism] fue una creciente sensación de frustración ante el hecho de que el constitucionalismo está muy de moda e invariablemente se considera con una connotación positiva, pero nunca se define con precisión. La definición ‘común’ que usted proporciona entra en esa categoría. Es tan útil como decir que un ecologista es alguien que expresa cierta preocupación general por el estado del medio ambiente. Esto es insatisfactorio precisamente porque, en todo el mundo, los regímenes políticos se están reordenando ahora bajo la influencia de esta ideología del constitucionalismo. Se emplea invariablemente como un “término celebratorio”: todos tenemos que estar a favor del constitucionalismo, pero principalmente porque es un término abstracto —de hecho, bastante vacuo— que se puede infundir con los valores liberales que se desee. Para comprender el significado de estos cambios en las prácticas de gobierno, se necesita una mayor precisión en el uso del lenguaje.
Si queremos explicar lo que sucede, se requiere una explicación más precisa de lo que ocurre cuando a un sustantivo como ‘constitución’ se le asigna este sufijo específico. Como el idealismo y el materialismo en filosofía, el impresionismo y el cubismo en arte, y el liberalismo y el socialismo en política, el sufijo intenta transmitir un conjunto de valores y principios que algún grupo acepta como representación de sus creencias fundamentales sobre lo que es bueno en moral, estética o política. El ‘ismo’ convierte un sustantivo en una ideología. Por tanto, mi principal objetivo era examinar qué implica la ideología del constitucionalismo y elaborar esa explicación con más detalle que lo que han hecho otros que emplean el término.
En su libro, usted diferencia entre democracia constitucional y constitucionalismo, afirmando que este último puede degenerar en una forma de gobierno aberrante que amenaza a la primera, en parte debido a que incentiva el populismo. ¿Podría ilustrarnos sobre cómo se manifiesta esta aberración e identificar qué elementos considera esenciales para preservar una democracia constitucional auténtica?
En primer lugar, es importante establecer que no existe una ‘verdadera’ democracia constitucional. Las democracias constitucionales varían considerablemente en su estructura institucional. Lo que tienen en común es simplemente la aceptación de la necesidad de conservar abiertos una pluralidad de lugares de deliberación, toma de decisiones y rendición de cuentas.
En el libro explico esto por la vía de observar que los gobiernos obtienen legitimidad de dos fuentes principales: la primera, adhiriéndose a una constitución que ‘nosotros, el pueblo’, hemos autorizado; y la segunda, adoptando una constitución que protege los derechos básicos. Pero, ¿cuál tiene prioridad? Los demócratas dirían que la primera, los liberales que la segunda. La característica distintiva de la democracia constitucional es que reconoce que estas dos reivindicaciones no pueden reconciliarse, sino que sólo pueden ser objeto de negociación pragmática. Es decir, el desacuerdo y la deliberación sobre la importancia relativa de estos dos principios permanecen abiertos a negociación política continua. Esto sugiere como mínimo que hay limitaciones estructurales en el grado en que estas cuestiones pueden ser resueltas legítimamente por el poder judicial. Sin embargo, la resolución de esta tensión es precisamente lo que promueve la ideología del constitucionalismo. Trata la constitución no solo como un marco de gobierno, sino como la encarnación de los valores del régimen y asume que la judicatura es la mejor equipada para desarrollar esos valores y determinar sus prioridades relativas.
Las democracias constitucionales son regímenes variables, con fundamentos ideológicos diversos que se basan en particularidades culturales e históricas. En contraste, el constitucionalismo se erige como una ideología universal, que hoy pretende reordenar las prácticas diversas de las democracias constitucionales de acuerdo con su plantilla universal.
Sugiere que habitamos en una era del constitucionalismo, aunque éste se desvía del entendimiento clásico. Propone que, con la llegada de la segunda fase de la modernidad, la constitución cumple un doble papel: no solo regulando el sistema de gobierno sino también representando simbólicamente a la sociedad, evolucionando hacia una forma de religión civil.
Las constituciones establecen el marco del gobierno y comúnmente expresan los derechos básicos que los gobiernos deben respetar. En este sentido, desempeñan una función importante. No obstante, bajo la influencia de esta ideología del constitucionalismo, las constituciones se están convirtiendo en algo que ciertamente no son: esto es, en expresiones simbólicas de la identidad política colectiva del régimen.
En la concepción clásica, el constitucionalismo expresaba una filosofía que abogaba por un gobierno limitado, a través de doctrinas como la separación de poderes y el estado de derecho. Sin embargo, ya hacia mediados del siglo XX, era ampliamente reconocido que esta comprensión clásica tenía una relevancia marginal frente a los desafíos contemporáneos. El gobierno moderno requería respuestas gubernamentales más decisivas de las que el constitucionalismo podía permitir. En este mundo de gobierno total, en el cual casi no hay ningún aspecto de la vida en el que el gobierno no tenga algún interés, el constitucionalismo se había convertido en una filosofía de gobernanza anacrónica.
Sorprendentemente, esta situación ha cambiado ahora: se asume que el constitucionalismo tiene la clave para encontrar soluciones. Este cambio dramático exige una explicación, pero rara vez se ha proporcionado.
En el libro ofrezco una explicación señalando la emergencia de una segunda fase de la modernidad. Aquí, sin embargo, debe destacarse que, desde 1989, se han adoptado constituciones nuevas a un ritmo sin precedentes, y que tanto en los regímenes constitucionales nuevos como en los consolidados, el estatus de la constitución en la vida política nacional se ha visto enormemente fortalecido. Esto se expresa en la expansión dramática en el alcance de la justicia constitucional. En todo el mundo, los jueces ahora revisan cuestiones de política pública que hace una generación atrás se asumía que excedían de su competencia. Impulsada por el estatus realzado de los derechos individuales, la revisión judicial se extiende ahora a disputas que afectan aspectos fundamentales de la identidad colectiva y el carácter nacional. En muchas partes del mundo, el tribunal constitucional se ha convertido en la institución clave para resolver las disputas políticas más controversiales del régimen.
Estos eventos señalan el triunfo de la ideología del constitucionalismo. Pero también muestran hasta qué punto su carácter ha sido transformado. El constitucionalismo ya no se concibe según su imagen clásica como un conjunto de técnicas para limitar el gobierno y proteger los derechos establecidos. Más que una técnica para implantar la concepción del gobierno limitado, el constitucionalismo ha pasado a ser un vehículo para la promoción de la buena sociedad que vendrá. Y de la misma manera que en un mundo de gobierno total se puede politizar cada aspecto de la vida social, bajo una constitución total se puede constitucionalizar cada aspecto de la vida social.
Bajo la constitución total, los derechos siguen ofreciendo garantías contra la acción gubernamental, pero además proveen los medios para constitucionalizar todas las disputas gubernamentales por la vía de establecer estándares normativos comprehensivos para su resolución. En esta nueva era del constitucionalismo, en consecuencia, la función instrumental de la constitución, que asegura que los poderes del gobierno estarán limitados a los prescritos por el texto, queda disminuida, y la función simbólica, que presenta a la constitución como la expresión simbólica de los valores del régimen, queda fortalecida. De ahora en adelante la constitución ya no puede ser interpretada simplemente como texto; ahora se asume que constituye la manifestación simbólica de la identidad colectiva.
En esta era totalizadora, las funciones instrumentales y simbólicas de la constitución sólo pueden ser reconciliadas a través del del desarrollo por la judicatura de una nueva concepción del derecho, un tipo de superlegalidad descontextualizada, abstracta y ahistórica. Bajo la constitución total, todo poder público emana de la constitución y está condicionado por ella. Sin embargo, por ‘constitución’ ya no nos referimos a un sistema de reglas autorizado por ‘el pueblo’, sino a un conjunto de principios abstractos que expresan los valores del orden social. Una vez roto el vínculo con el pueblo que adoptó el texto, la constitución se concibe como un orden de valores que evoluciona a medida que cambian las condiciones sociales.
La concepción moderna del derecho como un sistema de normas jurídicas positivas continúa ejerciendo una función reguladora, pero ahora está subordinada a una nueva especie de derecho que le da forma al régimen en su totalidad. Mientras el derecho ordinario —es decir, la legislación— es un producto de la voluntad, la superlegalidad evoluciona mediante una elaboración de la racionalidad de esta constitución invisible. Toda acción gubernamental, incluida la legislación, se encuentra sujeta a revisión judicial de acuerdo con la razón constitucional.
Gobernar según la ley ya no significa únicamente hacerlo conforme a normas formales promulgadas independientemente. Significa gobernar en concordancia con principios de legalidad abstractos, cuya elaboración depende más del juicio político que del legal. El Estado de derecho ya no sólo exige conformidad con las normas; requiere de un juicio sobre si es posible conciliar los principios jurídicos de libertad e igualdad con las demandas políticas de necesidad y seguridad. La legalidad constitucional comporta un método de razonamiento que fusiona la racionalidad jurídica y la política.
Esto supone nada menos que un cambio revolucionario en el pensamiento constitucional. La base de la forma moderna de pensar las constituciones, en la que la soberanía popular se expresa mediante la atribución de poderes de gobierno a través de un documento autorizado por ‘nosotros, el pueblo’, ha quedado desplazada. Queda remplazada por un concepto de constitucionalismo que se presenta como un marco conceptual comprehensivo que establece las condiciones de la acción gubernamental legítima, tanto a nivel nacional como internacional. La autoridad constitucional depende de la adhesión a una concepción de la razón universal articulada en los principios abstractos de legalidad, racionalidad, debido proceso, proporcionalidad y subsidiariedad. Este cambio de paradigma reemplaza un sistema estatal de autoridad por un esquema cosmopolita de estatalidad abierta y gobernanza multinivel.
Usted destaca el debate de la época de Weimar entre Kelsen y Schmitt sobre el papel del tribunal constitucional como guardián de la constitución. Aunque las visiones de Kelsen predominaron en gran medida, usted apunta que las advertencias de Schmitt resultaron ser premonitorias. ¿Podría esclarecer el núcleo de este debate y los riesgos específicos que Schmitt anticipó?
El debate tiene ahora principalmente una importancia histórica. Es significativo porque vemos a Kelsen argumentar que, en la era moderna, el tribunal debe actuar como el guardián de la constitución. Esto se explica porque para Kelsen el derecho es un sistema de normas, cuya norma suprema es la constitución y el Estado no es más que la otra cara de ese orden jurídico. En contraste, para Schmitt, las disputas legales implican conflictos de intereses materiales; la constitución no es esencialmente el texto, sino la expresión de un orden político concreto, y el Estado es la unidad política de un pueblo. Kelsen afirmaba, lógicamente dadas sus premisas, que el tribunal debe actuar como guardián del orden normativo. Schmitt, por su parte, sostenía que el Estado y su constitución no son simplemente un orden normativo; sino un orden político y como tal requiere de alguna entidad con poder político para proteger dicho orden.
El normativismo de Kelsen sustenta una buena parte del pensamiento constitucionalista contemporáneo, pero Schmitt ciertamente tenía razón al observar que el tribunal constitucional ejerce una jurisdicción política. El riesgo que identificó es que, al sobrecargar al tribunal con esta tarea, lo ponemos en riesgo. Si un tribunal permanece dentro de los límites de la razón jurídica, puede ciertamente servir a la democracia constitucional. Si actúa de acuerdo con los preceptos del constitucionalismo y hace valer su autoridad, establece una estructura que restringe la democracia en nombre del liberalismo. Y si llega a ser percibido como una institución que toma decisiones que son esencialmente políticas, no solo pierde su propia autoridad, sino que además socava la del régimen.
Dado el tránsito hacia la segunda fase de la modernidad, el Estado adopta más roles en defensa del Estado de bienestar, conllevando a una juridificación inevitable de la vida social. ¿Es ineludible una tendencia hacia el constitucionalismo? ¿Podemos armonizar la democracia constitucional con el Estado de bienestar sin caer en el constitucionalismo?
No acepto del todo la premisa de esta pregunta. Durante el siglo XX, vemos la emergencia del ‘Estado total’, a menudo debido a que asumía el carácter de un Estado del bienestar. Pero en la década de 1970, muchos argumentaban que estas responsabilidades del bienestar estaban creando un gobierno sobreburocratizado, imponiendo una carga fiscal insostenible y que provocarían una crisis de legitimación en la que, como sostenía Habermas, el sistema político no estaba generando suficiente capacidad de resolución de problemas para garantizar su propia existencia continuada. La emergencia de la segunda fase de la modernidad se asocia con una serie de cambios sociales y económicos después de la década de 1970 que alteraron radicalmente las condiciones del gobierno constitucional. Durante esta fase, se desmantelaron o restringieron muchas de las instituciones colectivas de la vida moderna mediante la privatización, la introducción de disciplinas de mercado en la prestación de servicios públicos y el fortalecimiento de sistemas individualizados de rendición de cuentas. Concedo que durante este periodo se ha intensificado la juridificación de la vida social, pero esto, me parece, forma parte de un proceso de desmantelamiento o reestructuración y no, desde luego, una defensa del Estado del bienestar.
Durante este proceso el constitucionalismo se rejuvenece al volverse reflexivo. La constitución se reinterpreta desde la perspectiva de los derechos individuales en vez de desde la de los poderes institucionales, el foco de la acción se desplaza de las legislaturas a los tribunales, y emerge el concepto de ‘constitución total’, con el que se reimagina la constitución según principios universales como la racionalidad, la proporcionalidad y la subsidiariedad. Esto, sostengo, es impulsado principalmente por el neoliberalismo, un movimiento que tiende a exacerbar crecientes desigualdades en las economías avanzadas.
Estas son fuerzas poderosas. ¿Es posible resistirlas? ¿Pueden las democracias constitucionales proteger el Estado de bienestar sin sucumbir al constitucionalismo? No me considero especialmente capacitado para responder a esta pregunta. Ciertamente existen regímenes, como los de los países nórdicos, que a pesar de tensiones palpables, han mantenido elementos fundamentales del Estado del bienestar y no se han entregado al constitucionalismo. Pero en esta cuestión, simplemente adoptaría la frase del teórico brasileño-estadounidense Roberto Unger y destacaría los peligros de presuponer una ‘necesidad falsa’.
El profesor Hirschl sostiene que la constitucionalización de los derechos está influenciada por las élites políticas salvaguardando sus preferencias políticas, las élites económicas defendiendo sistemas de mercado y las élites judiciales aumentando su influencia. ¿Está usted de acuerdo? Además, ¿podría la tendencia de los políticos a eludir cuestiones polémicas pasando la responsabilidad al poder judicial fomentar esta dinámica? ¿Se está produciendo una difuminación entre lo que es justo y lo que es constitucional como resultado de estas estrategias políticas?
Ciertamente estaría de acuerdo en que la constitucionalización está ‘influenciada’ por esos factores, pero no estoy seguro de que la teoría de las élites ofrezca todas las respuestas. Asimismo, estoy de acuerdo en que los cambios estructurales en curso son tales que la constitucionalización no se puede explicar únicamente como una ‘apropiación de poder’ por parte de los jueces. En cuanto a la última pregunta, sobre la difuminación entre justicia y constitucionalidad, el punto esencial que intento desarrollar en el libro es que no deberíamos buscar en la constitución nuestros ideales colectivos de justicia. Su propósito fundamental es proveer un marco de gobierno a través del cual se puedan negociar los desacuerdos políticos acerca de lo que implica la justicia social. El constitucionalismo, en contraste, busca convertir la constitución en un medio por el cual el poder judicial obtiene la autoridad para decidir lo que la justicia constitucional exige.
Usted sostiene que la ausencia de un método interpretativo claro puede transformar a los jueces de guardianes en gobernantes de la constitución. Este cambio, junto con el papel cada vez más prominente de los tribunales en asuntos políticos, parece erosionar su legitimidad. ¿Podría elaborar más sobre esto? Además, ¿ve un riesgo paralelo de que los jueces sean cooptados por políticos, como se ha visto en países como Estados Unidos, Polonia, España, etc., poniendo en peligro así la separación de poderes y el Estado de derecho?
Este problema no surge simplemente por la falta de un método interpretativo dotado de autoridad como tal. Surge ante todo porque, bajo la influencia de la ideología del constitucionalismo, la gente recurre a la constitución, y específicamente a los jueces en tanto guardianes de la constitución, para resolver las principales preguntas que atañen a la identidad política colectiva. Recurrimos a los tribunales para determinar los asuntos de política pública más controversiales que anteriormente pensábamos que estaban más allá de su competencia. Y ya que los jueces deben fallar sobre materias para las cuales las técnicas tradicionales de razonamiento jurídico ofrecen poca orientación, la revisión constitucional se convierte en una jurisdicción inherentemente política.
Este problema ha alcanzado un punto crítico en Estados Unidos. Una Corte Suprema que ahora cuenta con una mayoría asegurada que le permite revertir sentencias de orientación liberal de décadas anteriores es percibida como desconectada de la opinión mayoritaria en numerosas cuestiones. Esto, como usted señala, amenaza con minar la legitimidad de la Corte.
En otros lugares, las dinámicas políticas son diferentes. En algunos regímenes poscomunistas de Europa Central y Oriental, por ejemplo, sus recién establecidos tribunales constitucionales adoptaron una agenda de derechos liberales que parecía no estar en sintonía con quienes tenían control de las ramas políticas del Estado. En Hungría y Polonia en particular, estas tensiones han desencadenado una contrarreacción, resultando en reformas al poder judicial que amenazan gravemente su independencia. Se percibe que la democracia constitucional está en peligro, aunque no se admite a menudo que estas reformas recientes también podrían interpretarse como respuestas a la manera en que los poderes judiciales de estas democracias recién establecidas han adoptado la ideología del constitucionalismo.
Usted refiere a la crítica que Norberto Bobbio realizó en 1980, donde resaltaba la erosión de los valores democráticos a causa de la expansiva influencia de un estado corporativo que funciona mediante métodos encubiertos, eludiendo así la supervisión democrática y la rendición de cuentas. Aunque mucho ha cambiado desde entonces, algunos ven en el constitucionalismo un medio para regular este ‘poder invisible’. No obstante, usted sostiene que, a pesar de las ventajas potenciales de la constitucionalización, finalmente legitima un sistema que ya no está impulsado ni controlado por la ciudadanía. ¿Podría explicar más sobre esta perspectiva?
No acepto la pretensión de que el constitucionalismo sea un medio eficaz para controlar estas nuevas formas de poder invisible. A veces, puede parecerlo cuando se mira desde un enfoque exclusivamente interno, especialmente cuando el régimen abraza la retórica del constitucionalismo aspiracional. Pero esto sería pasar por alto las dinámicas de poder implicadas en la globalización económica. Los cambios introducidos en esta segunda fase de la modernidad consolidan un proyecto neoliberal dominante que pretende consolidar un orden económico mundial aislado de interferencias políticas. Este proyecto impulsa un nuevo tipo de ‘poder invisible’, que se manifiesta en lo que comúnmente se llama el Consenso de Washington —el Banco Mundial, el FMI, los bancos regionales de desarrollo— y que actualmente permea en instituciones supranacionales como la Unión Europea. El giro reflexivo que se ha dado en respuesta ante estos cambios se materializa principalmente en lo que yo llamo ordo-constitucionalismo. El ordo-constitucionalismo propugna un esquema de instituciones de múltiples capas que promueve la estatalidad abierta, la libre circulación de bienes, servicios, mano de obra y capital, y los derechos cosmopolitas asociados. Y, crucialmente, suplanta la función legitimadora que el ‘nosotros, el pueblo’, desempeña en el orden constitucional moderno. El ordo-constitucionalismo sirve para legitimar los nuevos tipos de poder invisible que ahora están remodelando el mundo.
Abogado. Licenciado en Derecho por la Universidad Panthéon-Sorbonne (Paris 1) y la Universidad Complutense. LLMM por la New York University.