Entradas

Grande y pequeña política: Zelenski en Madrid

Este artículo es una reproducción de una tribuna publicada en El Mundo, disponible aquí.

Transcurridas ya varias semanas desde la invasión de Ucrania y tras la intervención del presidente Zelenski a través de videoconferencia en el Parlamento español podemos hacer unas breves reflexiones sobre la política en tiempos de crisis, o quizás convendría decir en tiempos de catástrofes, pues no otra cosa es una guerra de agresión con tintes genocidas en un país europeo en la tercera década del siglo XXI. Para los que hemos intentado comprender, a través de libros, documentales y testimonios cómo fue posible la barbarie que vivió Europa antes y durante la II Guerra Mundial el comportamiento que estamos viendo estos días de una parte significativa de políticos democráticos y de una parte no menos significativa de intelectuales, opinadores y ciudadanos de a pie resulta, lamentablemente, muy clarificador.

Además de los que siempre se apuntan a teorías conspiranoicas varias, hay un porcentaje nada desdeñable de personas (básicamente de extrema izquierda o de extrema derecha) que están dispuestos a negar la realidad por la sencilla razón de que no se ajusta a sus prejuicios ideológicos. Es más fácil recurrir a explicaciones carentes de cualquier racionalidad, contradictorias o que ignoran los hechos que tantos corresponsales y reporteros se esfuerzan en hacernos llegar sobre la Guerra de Ucrania (poniendo en riesgo sus vidas) que revisar o sacrificar esas creencias previas. ¿Por qué es tan difícil reconocer la dictadura de Putin no es más que la siniestra continuación de la dictadura soviética que, a su vez, sucedió a la dictadura de los zares? ¿O que las atrocidades que deja a su paso el ejército ruso son idénticas a las de Chechenia?  Parafraseando a Vasili Grossman cuando hablaba de su patria, Rusia ha conocido muchos gobiernos a lo largo de 1000 años, pero lo que nunca ha conocido es la libertad. Pero es que para la extrema izquierda y la extrema derecha la libertad tiene poco valor.

Pero quizás más preocupante por más numeroso es el grupo de políticos y ciudadanos de las prósperas democracias occidentales (aunque, a juzgar por las encuestas, más los primeros que los segundos) que, pese a las evidencia de la invasión rusa, de la destrucción de ciudades enteras y  de las atrocidades que se están cometiendo en Ucrania contra la población civil, no están dispuestos a arriesgar demasiado por defender los valores europeos en forma de sanciones más contundentes contra las exportaciones de gas y petróleo ruso. Mención especial merece Alemania, que con su política energética y su tolerancia con la Rusia de Putin -me temo que el legado de Angela Merkel va a ser juzgado, con razón, muy duramente- ha contribuido a fomentar su sensación de impunidad. Interesante que el país del “nunca más”, tan atento frente al posible resurgimiento del fascismo dentro de su país, haya sido tan complaciente con Putin. Pero, para ser justos, podemos mencionar también a otros líderes occidentales igualmente complacientes: Boris Johnson y sus amistades peligrosas, cuando en el Reino Unido se asesinaba tranquilamente a opositores rusos, o el ex Presidente Donald Trump, tan admirador de Vladimir Putin. Y podríamos seguir mencionando toda una extensa lista de políticos occidentales fascinados por el mito del “hombre fuerte” por antonomasia.

Puede ser que todos estos políticos no hayan tenido tiempo de ver los documentales de Netflix sobre el personaje o de leer los libros de Peter Pomerantsev, Timothy Snyder y otros autores que llevan años alertando sobre la deriva autoritaria del país o (como reza el subtítulo del libro del primero “La nueva Rusia”) o de que, en la Rusia de Putin, nada es verdad y todo es posible. O puede que sí, pero que pensaran que todo era una exageración. Probablemente también les pareció exagerado reaccionar frente a lo sucedido en Grozni, en Siria, con la invasión de Crimea, en 2014, o exigir cuentas por el lanzamiento del misil ruso que abatió el avión de Malaysia Airlines que se estrelló en Ucrania lleno de pasajeros procedentes de Amsterdam.

Desgraciadamente, todo esto ya lo hemos vivido, o, para ser exactos, ya lo hemos leído en los libros de Historia. La catástrofe de la Segunda Guerra Mundial y del Holocausto no surgió de la nada. Fue producto, entre otros factores, de muchos años de políticas erróneas de apaciguamiento frente a Hitler por parte de las potencias occidentales, que culminaron en el vergonzoso acuerdo de Münich de 30 de septiembre de 1938, en el que Francia y Gran Bretaña intentaron evitar la guerra cediendo frente a Hitler en la crisis de los Sudetes. Se suponía que, una vez anexionado este territorio para defender a los alemanes étnicos que vivían allí (¿les suena?) se quedaría satisfecho y la paz en Europa estaría asegurada.  Menos de un año después, Alemania invadía Polonia.

Tampoco entonces habían faltado las voces advirtiendo de lo que estaba sucediendo con el nazismo en Alemania y la clase de líder que era Hitler. Además de la muy famosa de Winston Churchill había muchas otras. Lo contaba perfectamente Wiliam L. Shirer en directo, como reportero desde Berlín para la Universal News Service y la CBS desde 1934, desesperándose porque no conseguía que sus conciudadanos, allá en Estados Unidos, le tomasen en serio. El libro en que recoge su experiencia del ascenso del nazismo y sus consecuencias, “Diario de Berlín”, pone de manifiesto que quien quería saber lo que estaba pasando en Alemania -sin necesidad de viajar allí, que era la otra opción- podía hacerlo.  Por otra parte, no es que los nazis lo ocultasen. Los discursos de Hitler, como los de Putin, o la propaganda de Goebbels, como la rusa, no dejaban mucho margen para las interpretaciones. Pero los occidentales de entonces, como los de ahora, prefirieron mirar para otro lado: después de todo, se trataba del gobierno de un país europeo y civilizado de la mitad del siglo XX.

Puede que la comparación no sea exacta, pero en el fondo lo que importa es constatar que a los políticos de las democracias occidentales siempre les cuesta abandonar la creencia de que los líderes autoritarios pueden ser “amansados” si se les trata adecuadamente y que, de esta forma,  se comportarán de forma más predecible o, al menos, respetarán las reglas básicas del juego internacional. Si además hay relaciones económicas importantes por en medio, esto se da por supuesto. Por eso se sorprenden tanto cuando no sucede.  Por otra parte, nuestros políticos también tienden a creer, y con ellos nosotros, que los valores democráticos siempre han estado ahí y ahí seguirán, aunque no se haga nada por mantenerlos. Y tampoco es así; nunca se pueden dar por sentados. Por último, nuestros políticos tienen miedo de exigirnos no ya grandes, sino también pequeños sacrificios para defenderlos. Y tampoco esto es así, o al menos eso es lo que dicen las encuestas. En todo caso, no se nos está pidiendo jugarnos la vida y la libertad como están haciendo los ucranianos.

Por tanto, ha llegado el tiempo de la gran política. La que requiere no tanto de condiciones políticas sino morales. Como demuestra el presidente Zelenski cualquier político, sea cual su trayectoria previa, es capaz de convertirse en un gran líder con una sola condición: la honestidad y el valor. Lamentablemente, este tipo de conductas que permiten poner los intereses generales por encima de los particulares, ya sean de individuos o de partidos, suelen estar reñidas con la política del día a día, la de las facciones, la de las maniobras partidistas, la del cálculo electoral, la del corto plazo, en definitiva, con la pequeña política tan habitual en nuestras democracias. Esa política a la que estamos tan acostumbrados- en Occidente en general y en España en particular- incluso en tiempos extraordinarios como los que estamos viviendo es la misma que se ha desarrollado incluso ante tragedias como la del 11M (muy recomendables los documentales de Amazon y de Netflix al respecto sobre cómo la falta de honestidad y de valor pasó una factura tremenda al PP de Aznar en víspera de las elecciones) o la actual  epidemia del coronavirus en que el actual Gobierno de coalición ha intentado, ante todo eludir, su responsabilidad para que la crisis no le pasase factura con idéntica falta de honestidad y de valor.

El problema, claro está, es donde encontrar en estos tiempos de crisis líderes honestos y valientes. Porque es fácil darse cuenta de que a los políticos profesionales les cuesta bastante más exhibir este comportamiento que a los simples advenedizos como Zelenski. Pero no está de más recordar la diferencia entre la reacción del Reino Unido y la de Francia frente a la agresión alemana tuvo mucho que ver con el liderazgo de Churchill. Y es que en una democracia en una época como la que estamos viviendo la categoría de los líderes es un factor esencial.  De ella puede depender su supervivencia como tal.

 

Manipulador en Serie: sobre todólogos, expertos y cuñados

Hace poco he leído un artículo escrito por conocido que tiene por costumbre pontificar sobre temas importantes y actuales en los que supuestamente no tiene experiencia ni conocimiento experto. Es miembro de una conocida familia de empresarios españoles. Da igual el nombre, lo importante es el hecho en sí mismo. En el artículo escribe unas reflexiones sobre la guerra de Ucrania en las que viene a acusar a los lectores de ser ciegos seguidores de la corriente de opinión generalizada que apoya el heroísmo de Zelensky y la culpabilidad única de Rusia en el conflicto. Comienza el artículo diciendo que la opinión pública en occidente es monolítica. Que solamente defiende una versión de los hechos. Pero curiosamente más adelante en su artículo cita varios medios occidentales como fuentes de sus ideas contrarias.

Es posible que se refiera a que la gente en general solamente lee los titulares de los medios de comunicación generalistas. Estoy de acuerdo. Pero entonces, ¿a quién dirige este artículo? ¿Al gran público? Si fuera así, y siguiendo su teoría, nadie le leería, así que sería una pérdida de tiempo y un desperdicio.  En mi opinión el citado autor se equivoca. El lector atento se ha informado sobre lo que se dice sobre Zelensky y sobre las razones de Rusia para considerar, injustamente, que Ucrania no puede entrar en la OTAN. También hemos podido comprobar que algunas de las fuentes que utiliza el autor son falsas o sesgadas. Por ejemplo, la repetida mentira de que Ucrania es más corrupta que Rusia. Según The Economist, revista que el mismo autor cita para otra cuestión, Rusia tiene una peor valoración que Ucrania.

Repasando otros artículos del mismo autor encuentro que ha utilizado la misma técnica para desacreditar las vacunas contra el COVID y las teorías del cambio climático. En términos policiales a esto se le llama un manipulador “en serie”, pero muy poco “serio”.  El autor del artículo nos toma a los lectores por tontos. Pero, como decía Ortega, hay una diferencia entre el tonto y el perspicaz. Éste se sorprende a sí mismo siempre a dos dedos de ser tonto; por ello hace un esfuerzo para escapar a la inminente tontería, y en ese esfuerzo consiste la inteligencia. El tonto, en cambio, no se sospecha a sí mismo: se parece discretísimo, y de ahí la envidiable tranquilidad con que el necio se asienta e instala en su propia torpeza. El objeto de este artículo es encarecer al lector para hacer este esfuerzo.

En realidad, el autor de ese artículo no es un experto en los temas de que habla, es una falsa autoridad que debería de tener un especial cuidado a la hora de elegir los temas de los que habla y ceñirse a lo que realmente conozca, y no expandir las conclusiones a las que ha llegado tras una revisión más o menos sesuda de unos cuantos artículos e informes de expertos. Las consecuencias de extender ideas poco fundamentadas son graves, y en este caso se acentúan por el apellido ilustre que ostenta, lo que hace más peligrosas sus opiniones.

Hoy en día cualquier persona puede publicar un escrito sobre el tema que le apetezca sin mediación de intermediarios. Este hecho se ha mitificado como la panacea del siglo XXI, ya que no dependemos de los medios de comunicación vendidos al poder. Sin embargo, este supuesto acceso democrático e igualitario a la información no es real. Hay personas que tienen gran capacidad para hacer llegar sus opiniones a la opinión pública, sean rigurosas o tendenciosas, incluso aunque sean burdas mentiras. Algunos no solamente divulgan ideas, sino que pontifican y además consideran que lo que dicen los medios de comunicación tradicionales es falso. Un ilustre ejemplo es, o fue, Donald J Trump, por suerte para todos, ex presidente de los Estados Unidos.

Es bastante habitual también que profesionales de éxito consideren que sus grandes conocimientos en una materia concreta les convierten automáticamente en autoridades en otras materias de las que no tienen, realmente, no tienen un conocimiento especializado (por no hablar de los todólogos y expertos varios capaces de hablar de cualquier cosa en las tertulias de los medios). A esto el psicólogo americano Stanley Milgram lo llamó Sesgo de Autoridad. Está dentro de los sesgos cognitivos sociales o colectivos y parte de la noción de que existe una tendencia a atribuir mayor credibilidad y rigurosidad a las opiniones de una persona influyente sobre materias que no son de su área de conocimiento o experiencia. Por esta razón, las personas de cierta relevancia social tienen una responsabilidad añadida porque pueden hacer que la gente cambie su comportamiento siguiendo sus indicaciones, generando con ello confusión en quienes admiran lo que representa. Este fenómeno se ha generalizado durante la pandemia del COVID 19, con científicos que se han precipitado a dar recomendaciones sin tener conocimientos suficientes sobre las consecuencias que ello implicaba.

En estos momentos es especialmente recomendable leer a Kahneman, que nos enseñó la distinción entre los que leen los titulares y a aquellos que elaboran sus juicios y decisiones basados en un nivel más profundo de lectura y análisis de los problemas y aplicar sus enseñanzas cuando se lea cualquier opinión sobre un tema importante y sobre todo si puede hacernos cambiar de opinión o comportamiento.

Me ha fascinado siempre esa frase –atribuida a Goebbels- que dice que una mentira repetida mil veces se convierte en verdad. Siguiendo esta misma lógica quien sea capaz de desenmascarar esa mentira, tendrá una ventaja sobre el resto. Estará más preparado para las consecuencias negativas a largo plazo que las mentiras suelen causar. Como inversor que soy, si veo que mucha gente invierte en una acción o en un tipo de proyectos, tiendo a huir de ellos y, sin embargo, me gustan aquellos que, teniendo bondades inherentes, no están de moda. Creo que es una forma de hacer buenas inversiones.

Sin embargo, esta misma lógica no se puede aplicar a otros campos. Por ejemplo, y siguiendo con el dicho popular de la mentira, el hecho que mucha gente esté de acuerdo con una idea no implica que sea aconsejable ser contrario a esa corriente de opinión. Por supuesto, hay también sesgos que llevan a pensar que la opinión mayoritaria es la acertada, porque permite encajar en el grupo social (teoría de la espiral del silencio, de la politóloga alemana Elisabet Noelle-Neumann). Pero percibo que hay gente, posiblemente con un componente narcisista y pretencioso, que piensan que es inteligente llevar la contraria, porque la opinión mayoritaria “nunca” puede ser correcta.

Por supuesto, la verdad es compleja y tiene muchos componentes, pero la posición que las personas deben adoptar es al final una decisión ética, la que mejor se adapte a ciertos principios básicos: el respeto a los demás, el no uso de la violencia, la idea de que el fin no justifica los medios, la idea de proporcionalidad. Nosotros no permitiríamos que en nuestra presencia un padre apalizara brutalmente a su hijo por haberse portado mal ¿no? Pues eso.

Me comenta un amigo que me ha ayudado a redactar estas reflexiones que lea el libro de Jean Francois Revel llamado “El conocimiento inútil”.  Ya en 1988, antes de la existencia de internet se daba este fenómeno de la manipulación de la opinión pública muy criticado por Revel en su libro.  Revel se refería a la prensa, no a los falsos expertos manipuladores. Pero el principio es el mismo.

 

Consecuencias de la politización del Tribunal de Cuentas

Esto es una reproducción de la tribuna publicada en Crónica Global disponible aquí.

Las noticias de prensa que recogen el cambio de criterio del Tribunal de Cuentas en torno a la admisión de los avales presentados por el Instituto Catalán de Finanzas (ICF) se comenta por sí sola: después de la renovación de los consejeros por acuerdo entre PP y PSOE (el habitual reparto de cromos, para entendernos) que lleva a una mayoría diferente –es decir, a favor del PSOE cuando antes la ostentaba el PP–, una cuestión de carácter técnico se resuelve en el sentido más favorable para los altos cargos independentistas afectados y de paso para la estabilidad del Gobierno permitiendo nada menos que avalar con dinero público… una supuesta mala gestión del dinero público.

Para rizar el rizo, la decisión se toma por dos votos a uno dentro de la sección de enjuiciamiento, que es la encargada de instruir el expediente. Como dice el titular de algún medio nacional de forma muy expresiva, “la rectificación llega tras la renovación del Tribunal de Cuentas, el pasado mes de noviembre, que se tradujo en un cambio de mayorías en la institución”. No se puede decir más claro. Estamos ante una decisión política.

No me quiero extender demasiado los aspectos técnico-jurídicos de esta decisión, aunque de entrada llama poderosamente la atención que las posibles responsabilidades contables derivadas de la gestión de fondos públicos se garanticen no con el dinero de los presuntos responsables políticos sino con el dinero de los contribuyentes, aunque sea por la vía indirecta de la utilización del Instituto Catalán de Finanzas, una entidad pública cuyo único accionista es la Generalitat de Cataluña y que, como es sabido, no consiguió que las entidades privadas se animaran a garantizar​ ellas estas posibles responsabilidades (incluso con la garantía última del ICF).

No hace falta ser un lince jurídico para entender que, de existir dolo o negligencia grave, es decir, responsabilidad por parte de los altos cargos, avalarles con dinero público contradice los principios más elementales que rigen en el ámbito de la responsabilidad en la gestión de fondos públicos o de la responsabilidad, a secas. Dicho de otra forma, con esta ingeniosa fórmula (que seguramente otros se apresurarán a copiar) se garantiza la total impunidad de los altos cargos en la gestión de los recursos públicos. Por último, recordemos que ningún organismo técnico se ha pronunciado al respecto, y que el informe solicitado a la Abogacía del Estado no se emitió por razones formales.

En todo caso, sobre lo que sí quiero llamar la atención es sobre algo que me parece elemental: en un organismo como el Tribunal de Cuentas, el máximo órgano de fiscalización de las cuentas del Estado, los cambios de consejeros no deberían llevar consigo un cambio en los criterios técnicos de aplicación de las normas. Tan sencillo como eso. Dicho de otra forma: o los avales del ICF son admisibles en derecho o no lo son: y esto es algo que corresponde analizar desde un punto de vista técnico, por lo que los cambios en la composición del órgano colegiado no deberían afectar en absoluto la resolución de este tipo de cuestiones. Entre otras cosas porque estas decisiones no deberían ser tomadas exclusivamente por los consejeros. Es así como ocurre en la mayor parte de los órganos de fiscalización de nuestro entorno, precisamente para preservar su profesionalidad y, en definitiva, su independencia.

Ya, me dirán ustedes, pero es que antes el Tribunal de Cuentas también estaba politizado. Efectivamente, pero ese es precisamente el problema estructural. Que la politización de un órgano de fiscalización no se puede combatir con una politización de signo contrario, porque esto lleva sencillamente a la deslegitimación de la institución en primer lugar y en segundo lugar a su irrelevancia.

En definitiva, si acabamos por convertir estos órganos de contrapesos en una especie de tercera cámara –por lo menos en las materias políticamente sensibles, que en un órgano de fiscalización externa son probablemente casi todas– los condenamos a la irrelevancia. Lo que necesitamos, si queremos de verdad tener un Estado y unas Administraciones que funcionen razonablemente (no hablemos ya de erradicar el clientelismo y la corrupción), es que los órganos que fiscalizan el gasto público, a nivel estatal o a nivel territorial, sean neutrales, profesionales y técnicamente solventes.

Y no parece que vayamos bien, ni a nivel estatal, ni a nivel regional. No puede sorprender en ese sentido que el Gobierno de la Comunidad de Madrid quiera recuperar un mayor control de su cámara de cuentas regional. No nos engañemos: es difícil que los políticos renuncien a ampliar sus espacios de impunidad cuando les resulta tan sencillo. Eso sí, es siempre a costa de los ciudadanos. En este caso, literalmente.

 

La semilealtad de Pedro Sánchez

“La democracia es el engendro del despotismo”, dijo Frazier, mientras discutía con sus invitados acerca de las virtudes de su comunidad frente a los inconvenientes de un sistema democrático (B. F. Skinner, Walden Two). No dejaba de tener parte de razón. La democracia dejada a su aire, anegada en la suma y resta de voluntades individuales, no constituye sino un error cuyo único principio rector se asienta en que las decisiones se adopten de acuerdo con la regla de la mayoría, con independencia de aquello que se decida. Si se entendiera de este modo, la democracia no sería sino expresión del despotismo de la mayoría.

La única manera de evitar los excesos del imperio de la mayoría, es la de establecer límites a su ejercicio. Si bien, estos no pueden imponerse desde fuera a quien definimos como soberano, el pueblo, pues si así se hiciera, dejaría de serlo. Este es el primer problema con el que nos enfrentamos cuando hemos de concebir qué sea la democracia y el punto central sobre el que la misma se constituye, la soberanía del pueblo. Solo es posible evitar esa dificultad si fuésemos capaces de pensar ese poder en términos normativos. Esto supone que el poder político, especialmente el del gobierno, se diseñe de manera condicionada, lo que implica que solo pueda actuar justificadamente por medio del derecho.

Cuando se tacha al presidente del Gobierno de tu país como semileal, parece que se afirmara que actúa de alguna manera al margen o frente al mismo derecho. Sin embargo, nuestro presidente ha sido elegido democráticamente y de acuerdo con los procedimientos establecidos por nuestra norma fundamental. Una vez celebradas las elecciones, nuestra Constitución afirma que en los supuestos constitucionales en que procede, el candidato a la Presidencia del Gobierno expondrá ante el Congreso de los Diputados el programa político del Gobierno que pretenda formar y solicitará la confianza de la Cámara. Si el Congreso se la otorgara, el Rey ha de nombrarlo. La función del presidente consiste en dirigir la acción del Gobierno que, a su vez, ejerce la función ejecutiva y la potestad reglamentaria de acuerdo con la Constitución y las leyes. Así pues, el presidente encabeza el poder ejecutivo que emana, como los otros dos poderes del Estado, el legislativo y el judicial, del pueblo español, en quien reside la soberanía nacional, cuya voluntad se expresa en las urnas por medio del ejercicio del derecho de participación por parte de la ciudadanía. Asimismo, la propia Constitución recuerda que el Gobierno ha de perseguir el interés general.

La prueba de la lealtad que una persona o un partido tiene con un régimen democrático se encuentra en “el compromiso público [que posee para] emplear medios legales a fin de llegar al poder y rechazar el uso de la fuerza” (J. Linz, La quiebra de las democracias). Por eso, se puede calificar a aquellos grupos políticos “que cuestionan la existencia del régimen y quieren cambiarlo”, como oposición desleal. Esto habría que entenderlo en consonancia con lo anteriormente afirmado, es decir, que ese cambio de régimen se llevaría a cabo al margen de la ley e incluso mediante el uso de la fuerza.

Sin embargo, Linz afirma que el proceso de quiebra de la democracia no se explica solo por el papel que desempeñe una oposición desleal, sino que también puede acontecer por el que lleve a cabo una oposición semileal. Cuando trata de explicar qué es en lo que consiste esa semilealtad de la oposición, considera que no solo cabe atribuirla a la oposición, sino que también se puede predicar de los mismos partidos de gobierno. Esto es lo que sucedería en el caso de que el presidente del Gobierno hubiera conseguido “el apoyo de partidos que actuaron deslealmente contra un Gobierno previo”. Además, se ahonda en esa semilealtad, cuando se muestra mayor afinidad hacia “los extremistas”, que “con los partidos moderados”.  Dice Linz que en estas circunstancias “la sospecha de semilealtad es casi inevitable”. La consecuencia de los pactos con fuerzas “que la oposición dentro del sistema percibe como desleales”, conducirá, en su opinión, a la polarización.

Justamente, este es nuestro caso, un Gobierno que se apoya en partidos desleales, con los que se encuentra en una situación de mayor proximidad que con aquellos que defienden nuestro sistema constitucional. Este proceder ha generado una sociedad absolutamente polarizada. ERC, aunque no solo este partido, participó en el intento de golpe de Estado llevado a cabo entre septiembre y octubre de 2017 en Cataluña y actuó de manera desleal con el Gobierno previo al de Sánchez. Bildu posee una trayectoria de deslealtad con el sistema democrático que ha durado décadas. Hoy siguen celebrándose ongi etorris, los homenajes que se realizan para recibir en sus pueblos a ex terroristas que nunca se arrepintieron de lo que hicieron ni colaboraron en la resolución de los crímenes pendientes, casi la mitad de ellos. Estos actos persiguen la glorificación y legitimación de sus acciones de terror, es decir, la justificación del asesinato político. No es posible sostener que esos homenajes sean correctos, por más que ni estén prohibidos ni se ilegalicen. Ni el crimen político ni su defensa caben en una democracia que se considere sana. La democracia tolera la discrepancia, pero siempre dentro de la ley. La ley está para cumplirla, pero también para cambiarla, si es que nos parece inadecuada, pero nunca para violentarla. Se trata, pues, de dos formaciones políticas desleales que constituyen parte de la mayoría parlamentaria que aguanta al Gobierno. El caso de Unidas Podemos es diferente pues si bien cuestionan la existencia del régimen de 1978 al no reconocer la soberanía del pueblo español y defender el derecho de autodeterminación de los diferentes pueblos de España, es cierto que no han actuado, por ahora, al margen de la ley ni han usado de la fuerza.

Sánchez se apoya en partidos desleales, que actuaron al margen del derecho o lo hicieron mediante el uso directo de la fuerza, que siguen reivindicando de manera torticera. El presidente sostiene el Gobierno, que es el de todos, con partidos que actuaron deslealmente frente a Gobiernos previos, a pesar de lo cual, muestra por ellos una mayor cercanía, que la que posee por adversarios, que, pensando distinto, son leales con el sistema constitucional. Finalmente, gobierna en coalición con quien cuestiona la existencia del régimen y quiere cambiarlo.

Esto nos lleva a concluir que el partido de gobierno y, en consecuencia, quien lo preside, es semileal. Esta actitud es la que explicaría ciertos comportamientos del ejecutivo. Un Gobierno que indulta, sin entrar ahora en las razones en las que se apoyó, a políticos desleales que actuaron al margen de la legalidad y que afirmaron que volverían a hacerlo; un Gobierno que otorga o facilita que se concedan beneficios penitenciarios a ex miembros desleales de una banda armada, pues usaron de la fuerza, el asesinato político, para conseguir sus fines, sin que hayan mostrado,  todo lo contrario, el más mínimo arrepentimiento ni colaboración con la justicia, un Gobierno que no presta la atención debida a las resoluciones judiciales. En definitiva, un Gobierno que posee dos almas, una de las cuales defiende la destrucción de nuestro sistema constitucional y la creación de una alocada confederación de no se sabe qué.

La condición de este Gobierno fomenta el clima de polarización que vive nuestra sociedad, así como conduce a que encuentre una gran dificultad a la hora de afirmar su autoridad, pues resulta contradictorio que esta se asiente en quienes quieren destruirla. Todas estas son, finalmente, las razones que explican el momento delicado que padecemos, en el que aquellos que quieren demoler el Estado, se han sumado a su dirección de la mano de quien es semileal con nuestro Estado democrático de derecho.

La (¿irreversible?) descomposición de lo público

“Todo acaba, todo termina.

No dura siempre el mismo sol ardiente en el mismo cielo azul”

(José Hierro, Poesías completas 1947-2003, Visor, 2017, p. 255)

Este artículo es una entrada publicada en el blog “La Mirada Institucional” disponible aquí.

 

Preliminar

Los datos de contexto más inmediato nos muestran algunas señales de alarma. Pero, no les oculto que no me interesan demasiado ahora: son mera sintomatología de una enfermedad mucho más profunda. Que el Índice de Transparencia Internacional sobre la percepción de la corrupción en 2021 nos haga bajar dos escalones y nos sitúe en el puesto 14 de la UE, es preocupante (por debajo de la media); pero no pasa tampoco de mero síntoma. Lo mismo se puede afirmar del reciente Democracy Index editado por The Economist que, sin perjuicio de las inteligentes objeciones que plantea Carlos Sánchez en su artículo dominical en El Confidencial, desciende a la democracia española al segundo escalón, fuera ya de los sistemas políticos más consistentes. Estas son noticias de inmediatez, siempre interesantes y que tantos comentarios mediáticos levantan, pero ofrecen solo una parte del problema.

Lo que aquí sigue, es una mirada personal e incompleta. Hay momentos en que cabe transcender de lo inmediato e intentar, al menos, analizar el presente y el futuro con una lente más amplia, que nos permita identificar los movimientos sísmicos que realmente se están produciendo en nuestro panorama público-institucional, y sobre todo hacer un ejercicio de prospectiva sobre cuáles serán sus hipotéticos efectos. Esa mirada es necesaria, aunque nos incomode, disguste y perturbe, pues –al menos en mi caso y tras más de cuatro décadas trabajando desde y sobre lo público- se detecta un deterioro profundo del ecosistema público, que comienza a ofrecer síntomas evidentes (más allá de los índices expuestos) de descomposición. Lo grave de la situación no es tanto el presente, que lo es, sino especialmente el futuro; pues el deterioro del actual sistema político-administrativo en España tendrá inevitables consecuencias devastadoras sobre el futuro del país y de sus próximas generaciones. La pandemia ha consolidado (aunque venía de lejos) una forma de hacer política y de gestionar lo público basada en la contingencia (a veces chapucera) y en la inmediatez. Hay síntomas muy preocupantes de ineptitud política e ineficacia gestora, amén de dispendio constante de recursos públicos, ahora “abundantes” (por las vacaciones de las reglas fiscales, el endeudamiento y los fondos europeos) y dentro de poco escasos (por los planes de reequilibrio que habrá que aprobar). Y, en ese momento, no muy lejano, aflorarán crudamente los males nunca resueltos.

 

Una sintomatología (incompleta) del estado de descomposición de lo público en España

Estas son algunas muestras evidentes del estado de descomposición de lo público en este país llamado España y en todos sus niveles territoriales de gobierno:

a) No funciona (nunca lo ha hecho) el principio de separación de poderes: las instituciones de control están capturadas por el clientelismo partidista. No cumplen, o lo hacen de forma muy insatisfactoria, las misiones existenciales que tienen asignadas. No hay contrapesos efectivos, ni frenos institucionales del poder. Y sin ellos, ya se sabe: los atropellos son constantes.

b) El sistema político institucional está devastado, sin legitimidad; en hundimiento imparable.

c) El Parlamento es una institución sin pulso que ha cedido graciosamente su potestad legislativa al Ejecutivo, que “legisla” excepcionalmente sin freno ni control. El ruido parlamentario es un insulto a la inteligencia.

d) Los partidos políticos ya no son lo que eran, están adosados al poder. Alejados de la ciudadanía, son ya partidos de cargos públicos. Viven en el poder o esperando alcanzarlo.

e) Hay un connivencia espuria entre política gubernamental y sindicalismo del sector público, para defender el statu quo y paralizar de facto cualquier transformación de lo público que altere sus recíprocos intereses endogámicos.

g) Disponemos de élites políticas de muy baja calidad y liderazgos efectivos inexistentes. La política no sabe gobernar con mirada estratégica, vive atada a la contingencia. Solo quieren ganar elecciones para estar en el Gobierno. No para hacer realmente la vida más feliz a la ciudadanía ni resolver los grandes problemas siempre pendientes. Las decisiones incómodas se aplazan eternamente.

h) La política actual está preñada de impotencia, sectarismo, fragmentación y polarización. Notas apropiadas para el triunfo (ya se anuncia) de las políticas populistas y de la pura demagogia. Las redes sociales fomentan una ciudadanía cada vez más ignorante que se mueve principalmente por estímulos primarios. El debate se ha enterrado. La deliberación apenas existe.

i) Todo se fía en política a una comunicación política de baratija, que vende discursos autocomplacientes que nada tienen que ver con la realidad, y que la ciudadanía ya no compra.

j) No hay alineamiento real entre política y gestión. La realidad público-institucional vive en compartimentos estancos y con muy baja interacción. Desconfianza recíproca y aislamiento.

k) Las políticas se cuartean en estructuras de gobierno multinivel descoordinadas y hasta cierto punto anárquicas, con costes elevadísimos de transacción. No funciona la Gobernanza. El Estado es un conglomerado de estructuras territoriales adosadas que hacen lo mismo (isomorfismo) o se diferencian en la nimiedad absurda y desconcertante (Covid19).

l) Internamente los gobiernos se fragmentan en compartimentos estanco (silos) que apenas interactúan entre sí, agravado por estructuras de gobiernos de coalición con lógicas internas disgregadoras y contradictorias. Sin cultura de coalición. Los ministerios “legislan” sobre “su negociado”, dando lugar, por ejemplo, a disparatados complejos normativos incoherentes y absurdos en su aplicación al sector público (Ley 20/2021 y RDL 32/2021).

ll) La alta administración está colonizada por la política, sin resquicio alguno a la profesionalización efectiva. España es uno de los países de la UE con mayor politización de la Administración (que alcanza decenas de miles de niveles orgánicos de responsabilidad).

m) Las Administraciones públicas no son tractoras de (casi) nada, son máquinas repartidoras de recursos públicos ya tasados (pensiones, retribuciones a empleados) o discrecionalmente distribuidos por medio de subvenciones, ayudas o contratos públicos, frecuentemente dirigidas por criterios clientelares o hacia grandes empresas, despachos y consultoras.

n) La transformación digital está empeorando los servicios públicos, con abandono de la atención ciudadana y afectación brutal a la brecha digital. No hay una transición ordenada.

ñ) El sector público está perdiendo a marchas forzadas capacidad ejecutiva viéndose cada vez más obligado a echarse en manos de un sector privado que ve en lo público un nicho de negocio de proporciones incalculables (algo que ya se visualiza con los fondos europeos).

o) La Agenda 2030 sigue sin calar, convertida en un marchamo publicitario (desarrollo sostenible), sin aplicación efectiva. Los ODS son, en buena medida, elementos decorativos. Las instituciones sólidas del ODS 16 se están transformando en instituciones gaseosas. Nadie (o muy pocos) se cree nada: ni la integridad, ni la transparencia, ni la participación.

p) Las Administraciones Públicas son organizaciones del pleistoceno. No se trabaja por proyectos, se dispone de estructuras rígidas e inadaptadas, que nadie quiere tocar. El sector público empresarial sigue siendo, en buena medida, la cueva de Alí Baba de lo público.

q) Las AAPP están perdiendo su (escaso) talento interno por las jubilaciones masivas. Y nadie piensa en cómo rehacerlo. La Administración se descapitaliza a marchas forzadas. Los recursos humanos del sector público son el gran nudo. Irresoluble.

r) El declive del mérito y la capacidad es absoluto en el acceso. Las oposiciones libres son ya casi anecdóticas porcentualmente. Las Ofertas de empleo público, en buena parte mentira. Las RPT instrumentos rígidos y obsoletos.

t) El aplantillamiento automático (sin pruebas reales de acceso) de centenares de miles de plazas fruto de una política populista y demagógica de pretendido combate contra la temporalidad, comportará muy bajos estándares profesionales en las próximas décadas. Se han dado un tiro en la cabeza. Sin conocimiento interno, la dependencia del mercado será total. No puede haber conocimiento (talento) cuando no se exige en el acceso. No se crea por generación espontánea

u) Sigue el reinado absoluto de la libre designación y la aplicación pésima de los sistemas de concurso. Los RRHH del sector público son compartimentos estancos e incomunicados. Es la cañería principal por donde se van los mayores costes de ineficiencia del sector público (también en el docente y sanitario) por incapacidad estratégica y de gestión.

v) Ni hay evaluación del desempeño, ni carrera profesional efectiva, ni Dirección Pública Profesional. Los valores públicos juegan en retirada en un bastardo empleo público, contaminado hasta los tuétanos por la impronta laboral. La función pública (servicio público) ha dejado paso a la centralidad del empleado público, que de forma espuria y perversa se convierte en el centro endógeno de lo público.

x) La ciudadanía (la persona), por tanto, ya no está en el centro de las políticas (solo de boquilla), que se han convertido en endogámicas (garantizar el statu quo y los intereses endógenos y exógenos cruzados). No hay nadie ya que defienda al ciudadano. La digitalización lo hace aún más vulnerable.

y) Un país que es incapaz de promover reformas y transformación si no nos las exige la UE (que siempre procuramos orillar), es un fracaso colectivo. No dispone de visión ni proyecto.

z) El interés general se ha convertido en un eufemismo formal, pues está dando paso a una privatización creciente de lo público, tanto por los partidos políticos, por el sindicalismo del sector público, por un empleo público en zona de confort, así como por las grandes empresas que se benefician de todas las carencias indicadas. Los demás, a pasar por caja.

Final

Quienes sean finos analistas del pasado, presente y futuro del sistema público objetarán al planteamiento anterior muchas limitaciones y una mirada muy cargada de elementos disfuncionales, sin poner el acento en lo positivo. No lo negaré. Tampoco pido que se comparta, sino que sirva de elemento de reflexión. Cada uno es hijo de su pasado y de sus obsesiones. También se objetará que muchas de esas taras detectadas son globales, fruto de una sociedad en proceso de aceleración y descomposición permanente, y con unos retos o desafíos comunes. Esto es verdad, al menos parcialmente, pero en España se multiplican esas patologías por factores endógenos nunca bien analizados. O simplemente preteridos u olvidados.

Ross Douthat, en un libro editado en 2021, ponía el foco en cuatro notas que identificaban a la actual sociedad decadente: estancamiento, esterilidad, esclerosis y repetición. Las cuatro notas se reiteran de forma clara en el caso español y en todos sus ámbitos territoriales de gobierno, si bien en nuestro caso incrementan sus efectos hasta multiplicarse. Y no parece haber absolutamente nadie con capacidad de decisión y liderazgo en el ámbito de lo público que quiera darle la vuelta a este estado de cosas.

Hay, además, un modo de entender lo público enquistado, viejo y dominado por un conjunto de vicios innatos que proceden de la particular concepción de hacer política en España desde tiempos inmemoriales (herencia decimonónica), preñada de clientelismo y pegada a las ubres de los presupuestos públicos como fuente de absorción y reparto “de poder” (ahora incrementada la leche de la vaca con la gestión de fondos europeos, que corre el riesgo de transformarse en un enorme fiasco). Ahí y no en otro sitio están nuestras grandes dolencias. Las de siempre. Las que nadie quiere resolver, porque “siempre se ha hecho así”. El peso de las mentalidades (o de las patologías heredadas) es inmenso. Y ni siquiera las admoniciones permanentes de la UE sirven para mucho. Entran por un oído y salen por otro. Estamos instalados en el reino de la impostura y de la mentira, en el que la mala política abunda cada vez más y la burocracia empieza a dar muestras evidentes de esterilidad, y ambas tendencias se retroalimentan a sí mismas en ese espacio cerrado que es lo público, en plena era de Gobierno Abierto. Nada es como debiera ser, todo son apariencias. Se vive de vender humo. O, en su defecto, de trampear.  Así, hasta que el toldo se derrumbe. Nada es eterno, tampoco los sistemas público-institucionales.

Credibilidad y protección del denunciante de corrupción: conflictos por resolver

La cuestión de la protección de los alertadores y de los denunciantes de corrupción en nuestro país se encuentra íntimamente vinculada a la credibilidad. Cuando surge un nuevo caso de corrupción y los detalles de la investigación van saliendo a la luz, conociéndose que se ha detectado por la colaboración de una persona concreta que ha dado el paso de contar lo que sabe, siempre encontraremos posturas antagónicas para calificar dicho acto. Así, algunos pensarán que lo hace por venganza o por el interés de ser tratado con mayor condescendencia por la justicia, o incluso por afán de protagonismo, y pocos pensarán que la ética o los principios morales presiden tal iniciativa. De igual modo, para un sector se tratará de un acto de heroísmo y, para otro, no insignificante, de una traición imperdonable.

Por muchos casos que sigan apareciendo, existe tal normalización de la corrupción que el manto de anestesia general extendido ha rebajado demasiado el umbral que permite reconocer su gravedad y su trascendencia. En términos de la Directiva 1937/2019 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 23 de octubre de 2019, relativa a la protección de las personas que informen sobre infracciones del Derecho de la Unión, la corrupción no se limita a los actos constitutivos de infracción penal, sino que también incluye la vulneración de los códigos éticos de las entidades del sector público y del privado. Por ello, debemos preguntarnos en primer lugar para quién ha de ser creíble ese alertador o denunciante de corrupción: para los responsables de los canales de denuncia, para las Agencias Antifraude, para el Ministerio Fiscal, para los jueces de instrucción, para los medios de comunicación…

Encontramos, pues, el primer gran conflicto a resolver. El incumplimiento por parte de las autoridades españolas del mandato europeo en orden a la trasposición de dicha directiva en el plazo impuesto nos ha de llevar a concluir que es la propia sociedad la que no exige tal protección, porque no cree en ella. Ahora bien, esa falta de trasposición no implica que la directiva no forme parte de nuestro ordenamiento, por su posible efecto directo conforme a la STC de 30 de enero de 2016 y porque ha de ser interpretado el derecho interno conforme a la misma (TJCE, Asunto Marleasing, de 13 de noviembre de 1990).

El siguiente conflicto a resolver, derivado del anterior, lo constituye la falta de confianza de los alertadores y denunciantes en el sistema que ha de protegerles frente a represalias. Este conflicto es tan grave que las propias autoridades comunitarias lo destacan en la norma: “La falta de confianza en la eficacia de las denuncias es uno de los principales factores que desalientan a los denunciantes potenciales”.

El problema deriva de la propia psicología del ser humano, ya que todos podemos preguntarnos si somos capaces de creer en aquello que no hemos visto. Después volveremos sobre esta cuestión. De ahí que el legislador comunitario establezca una cierta preferencia por que se acuda, en primer lugar, a los canales de denuncia interna al ser los más próximos a la fuente del problema y tener más posibilidades de investigarlo y competencias para remediarlo, como segundo escalón a los canales externos de denuncia y, como tercera vía, al ejercicio del derecho a la libertad expresión a través de los medios de comunicación pública.

Las garantías que se establecen para proteger frente a represalias cuentan, a su vez, con un nuevo conflicto: la necesidad de compaginar el anonimato y la confidencialidad del alertador y del denunciante con su credibilidad. No serán pocas las ocasiones en que el alertador alcance el nivel de denunciante y, de ahí, el de testigo o incluso de investigado en un procedimiento judicial y los derechos de todas las partes exigen que se garantice el cumplimiento de los principios de inmediación y de contradicción en el proceso. Y ello al margen de que, tampoco de forma aislada, encontremos que la fuente de información sólo pueda provenir de una o de pocas personas por su privilegiada posición para tener conocimiento detallado, e incluso documentado, de la infracción denunciada. Pero la credibilidad del alertador o denunciante de corrupción se ha de asentar también, de forma inexorable, en los principios de presunción de inocencia e in dubio pro reo que amparan a todo denunciado. Por tanto, esa credibilidad a proteger se consolidará o desvanecerá en la medida en que pueda corroborar lo que comunica. Y ello dará lugar a su vez, respectivamente, a que el proceso avance o no y, por tanto, a la necesidad de otorgar progresivamente una mayor protección.

En otro artículo publicado en el número de diciembre de la revista Paréntesis Legal exponía las dificultades para acreditar los actos de corrupción que deriven de órdenes verbales y analizaba la desprotección jurídica al respecto. No cabe duda de que la mejor manera de acreditar el hecho denunciado, más allá de los testigos, es su corroboración objetiva, habitualmente mediante documentos. Y, a estos documentos, el alertador o denunciante tampoco puede acceder de cualquier manera, ni en muchas ocasiones puede trasladarlos a las autoridades sin que resulte descubierto.

Superado el umbral del procedimiento, el siguiente conflicto credibilidad-protección lo determinará el estatus conferido en su seno, que puede no ser el pretendido de inicio por quien comunica la presunta infracción. No es lo mismo poner en conocimiento unos hechos irregulares que se conocen de cerca, sin haber participado en los mismos, que si se conocen desde dentro, es decir, asumiendo el rol de arrepentido y de colaborador en el procedimiento.

Y ello no implica, necesariamente, que el testigo sea más creíble que el delator investigado. La directiva comunitaria no nos establece los criterios para dotar de credibilidad a ese delator, pero sí se muestra tajante para el caso contrario: “Son necesarias asimismo sanciones contra las personas que comuniquen o revelen públicamente información sobre infracciones cuando se demuestre que lo hicieron a sabiendas de su falsedad, con el fin de impedir nuevas denuncias maliciosas y de preservar la credibilidad del sistema”. Como vemos de nuevo, las propias autoridades comunitarias son conscientes de que la credibilidad en el sistema es uno de sus principales hándicaps.

Por un lado, nuestro Código Penal recoge la figura del falso testimonio en sus artículos 458 y siguientes para testigos, peritos e intérpretes. Por otro, al acusado le asisten los derechos a no declarar contra sí mismo y a no confesarse culpable. La STS nº 35/20, de 6 febrero, lo analizaba junto al valor procesal de la denuncia interna anónima, invocando expresamente la Directiva Comunitaria 1937/2019 no traspuesta. ¿Cómo se protege, entonces, a ese investigado creíble que decide colaborar con la justicia relatando hechos que conoce desde dentro? Desde el punto de vista del derecho penal sustantivo, a modo de ejemplo, mediante la apreciación de las atenuantes de confesión, de reparación del daño y de colaboración, la exención de responsabilidad por el delito de cohecho a tenor del art. 426 del Código Penal o mediante el castigo de intimidaciones y represalias conforme al art. 464 del mismo texto. Pero lo que es más importante, procesalmente, mediante la aplicación de lo dispuesto en la Ley Orgánica 19/94, de 23 de diciembre, de Protección a testigos y peritos en causas criminales, que habilita a adoptar medidas de protección para un investigado colaborador que les preserven de ataques, conforme a la normativa internacional en la materia.

Queda un último mecanismo de protección que, además, eleva la credibilidad del denunciante al mayor de los reconocimientos por razones de justicia, equidad y utilidad pública, tal y como refleja el informe favorable al indulto parcial de un condenado de 13 de octubre de 2021 emitido por la Sala Segunda del Tribunal Supremo, que volvía a aplicar el espíritu de la Directiva 1937/2019 no traspuesta porque su testimonio fue “constante, coincidente e incluso valiente”.

Destaco este calificativo ya que la Comisaria europea de Justicia señaló al presentar la citada Directiva que “[…] los whistleblowers necesitan protección ante la degradación, la posibilidad de afrontar procedimientos judiciales, perder sus trabajos y su estabilidad económica, así como para defender el mantenimiento de su buen nombre y reputación. El 81% de los consultados en el Eurobarómetro especial sobre corrupción contestaron que no denunciarían actos de corrupción a los que hubieran tenido acceso. El motivo: el miedo a las consecuencias de esas denuncias”. Efectivamente, necesitamos proteger a quienes se atreven a delatar. Con cautelas, sin duda, pero también con determinación. Porque por encima de todo tipo de represalias que puedan sufrir, lo peor es la incomprensión.

 

La bandera de España y el restablecimiento de la legalidad

Han tenido una cierta trascendencia pública las recientes sentencias de 20 de enero y de 8 de febrero de 2022 del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña que obligan al Ayuntamiento de Cardedeu (Barcelona) a hacer ondear en el exterior del consistorio las banderas de España y de Cataluña y legitima a la Asociación Impulso Ciudadano para interponer acciones destinadas a la reposición de las banderas oficiales en los edificios públicos.

La que torpemente se ha denominado “guerra de las banderas” no es nueva. Arranca a principio de la década de los años 80 en algunos municipios vascos en los que sus plenos adoptaron acuerdos para retirar la bandera de España de las fachadas de los edificios consistoriales durante las fiestas locales.

El primer asunto que llegó a los Tribunales fue la impugnación del Ayuntamiento de Bilbao contra una resolución de noviembre de 1984 de la entonces Dirección General de Política Interior, denegatoria del recurso de alzada formalizado por el Ayuntamiento contra una resolución del Gobierno Civil de Vizcaya de agosto de 1984 que requería que ondease la bandera nacional junto a la de la Comunidad Autónoma y la del Municipio en el exterior de la Casa Consistorial durante las fiestas de la Semana Grande de Bilbao. La Audiencia Provincial de Vizcaya en una sentencia de 1986 confirmó la actuación del Gobierno de España y recurrida por el Ayuntamiento de Bilbao, el Tribunal Supremo dictó en 14 de abril de 1988 la primera sentencia en la que se analiza la normativa vigente en materia de banderas oficiales. El debate que se planteaba entonces era si la bandera nacional debía ondear permanentemente o no en los edificios públicos. El Tribunal Supremo recordó que el art. 3.º.1 de la Ley 39/1981 especifica que  «La Bandera de España deberá ondear en el exterior y ocupar el lugar preferente en el interior de todos los edificios y establecimientos de la Administración central, institucional, autonómica, provincial o insular y municipal del Estado» y añadía: “la expresión ‘deberá ondear’ que utiliza el legislador, formulada en imperativo categórico viene a poner de relieve la exigencia legal de que la Bandera de España ondee todos los días y en los lugares que expresa, como símbolo de que los edificios o establecimientos de las Administraciones Públicas del Estado son lugares en donde se ejerce directa, o delegadamente, la soberanía y en ellos se desarrolla la función pública en toda su amplitud e integridad, sea del orden que fuere, de acuerdo con los valores, principios, derechos y deberes constitucionales que la propia bandera representa, junto con la unidad, independencia y soberanía e integridad del Estado Español. Por ello, la utilización de la bandera de España en dichos edificios o establecimientos debe de serlo diariamente como manifestación, frente a los ciudadanos, del contenido que simboliza y representa”.

La vía penal también se ha utilizado en algunas ocasiones para corregir los excesos de autoridades que retiraban con su propia mano la bandera de España de los edificios públicos. Es el caso de la sentencia de la sala de lo Penal del Tribunal Supremo de 7 de febrero de 1990 que condenó, por ultraje a la bandera con penas de seis meses y un día de prisión menor y seis años de inhabilitación absoluta, a unos concejales de Herri Batasuna del ayuntamiento de San Sebastián que descolgaron la bandera de España de la fachada del consistorio durante las fiestas de La Salve del año 1983.

Como se ha dicho anteriormente, la bandera de España debe ondear con carácter permanente en el exterior de los edificios de las Administraciones Públicas. A ello obliga el artículo 4 de la Constitución y la citada Ley 39/1981, de 5 de octubre, que regula el uso de la bandera de España y el de otras banderas y enseñas. El fuerte simbolismo que este hecho contiene hace que el artículo 9º de la Ley 39/1981 disponga que: “Las autoridades corregirán en el acto las infracciones de esta Ley, restableciendo la legalidad que haya sido conculcada.” Ese “restableciendo” de la norma ha llevado a actuaciones expeditivas como la que aconteció el 20 de agosto de 1984 cuando el Gobernador Civil de Vizcaya desplegó una compañía de la policía nacional para plantar en el exterior del ayuntamiento de Bilbao tres mástiles con las banderas de España, la ikurriña y la del municipio[1].

Sin embargo, no todos los Gobiernos han sido tan expeditivos. Las respuestas a estas acciones contrarias a derecho han dependido fundamentalmente del celo de las autoridades de turno que, en función de la coyuntura política o de su propia ideología, han actuado con más o menos interés. Así, en el País Vasco ahora casi todos los ayuntamientos exhiben con normalidad las banderas oficiales y, en cambio, en Cataluña la desidia de las instituciones hace que una gran mayoría de los consistorios municipales no coloquen la bandera de España en sus fachadas tal como puso de relieve el estudio que presentó Impulso Ciudadano en noviembre del año pasado[2].

En ese contexto, ¿Por qué son relevantes las sentencias del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña en el caso de Cardedeu[3]?

La sentencia de 20 de enero de 2022 reconoce la legitimación activa de la asociación Impulso Ciudadano para interponer las acciones pertinentes contra las Administraciones incumplidoras de la normativa de banderas oficiales. Es la primera vez que se reconoce a una asociación esta legitimación. Impulso Ciudadano tiene como fines la defensa de los valores constitucionales y la bandera de España simboliza estos valores. Por lo tanto, tiene interés directo en el cumplimiento del mandato constitucional y ello le permitirá suplir (esperemos que no sea necesario) la apatía de los Gobiernos de España y de la Generalitat de Cataluña en esta materia.

La sentencia de 8 de febrero de 2022 avala como mecanismo de impugnación en este tipo de asuntos el recurso directo que contempla la ley de la jurisdicción Contencioso-administrativa contra la actuación irregular de las Administraciones por vías de hecho cuando las autoridades retiran la bandera de España de los edificios públicos. Y lo que es más importante, permite la utilización de la medida cautelarísima en estos casos. Es decir, constatada la manifiesta irregularidad, el órgano judicial puede ordenar, antes de escuchar a la Administración incumplidora (inaudita parte), la reposición de las banderas oficiales. Este instrumento permite el restablecimiento de la legalidad de una manera eficaz y rápida.

Se utiliza, por lo tanto, una vía que siempre ha estado al alcance de las Administraciones Públicas y que, sin embargo, no han empleado hasta ahora. Impulso Ciudadano pondrá en conocimiento de las Delegación del Gobierno en Cataluña las sentencias para que sean las autoridades las que se encarguen de restablecer la legalidad. Si no lo hacen, seguiremos defendiendo los valores constitucionales interponiendo recursos y haciendo ejecutar las sentencias que recaigan en los procedimientos. Por nosotros no va a quedar.

 

 

Notas:

[1] https://elpais.com/diario/1984/08/20/espana/461800808_850215.html

[2] https://www.impulsociudadano.org/wp-content/uploads/2021/11/Simbolos-en-ayuntamientos-catalanes.-Informe.pdf

[3] https://www.impulsociudadano.org/impulso-ciudadano-logra-que-en-el-ayuntamiento-de-cardedeu-ondeen-las-banderas-oficiales/

España, ¿una democracia defectuosa?

La noticia ha caído como un jarro de agua fría: el índice de democracia (Democracy-Index) que elabora anualmente The Economist Intelligence Unit nos deja fuera de las “democracias completas” para relegarnos a la tercera posición entre las “democracias defectuosas” (esto es, por encima de los regímenes híbridos y los autoritarios). Los titulares de prensa, siguiendo el propio informe, rápidamente se han lanzado a poner el acento en el bloqueo del Consejo General del Poder Judicial. Y, por supuesto, los dos grandes partidos no han tardado en echarse mutuamente las culpas.

Ciertamente, el informe menciona la grave anormalidad que supone que el CGPJ lleve en funciones desde 2018 y la “división política” que lo motiva. Es algo que la Fundación Hay Derecho lleva denunciando desde hace años; desde antes del bloqueo mismo. Recordemos en este sentido que “repartirse los cromos” desatascaría la situación, pero volvería a suponer un flagrante incumplimiento de la sentencia 108/1986, de 29 de julio, del Tribunal Constitucional; no parece que de esto sea conocedor el informe.

Lo que sí menciona son otros tres motivos para la bajada de España en el ranking: la creciente fragmentación parlamentaria, una “letanía” de escándalos de corrupción y los problemas de gobernanza que supone el “creciente” nacionalismo regional en Cataluña.

Ocupar el vigésimo cuarto lugar en el ranking no puede servir de consuelo. Tampoco me resulta suficiente argumentar que otros países también bajan (¿mal de muchos…?). En todo caso, la gota que colma el vaso no puede hacernos olvidar toda el agua que ya había dentro. Además, conviene tener claro qué es este indicador y qué no, qué mide y cómo lo mide. Intentaré por ello realizar aquí un análisis algo más detallado y sosegado de la situación y del índice mismo de los hasta ahora realizados en otros medios.

La democracia es un concepto complejo, valorativo y controvertido, por lo que se presta a muy distintas formas de medición: así, existen otros índices como el de Freedom House, Polity Project o V-Dem. The Economist tiene un posicionamiento liberal, y eso se nota en su conceptualización, que excluye aspectos como la participación directa o el grado de redistribución económica. El Democracy-Index se caracteriza por contar con 60 elementos a valorar (dicotómicamente muchos -se da o no se da-, con una posición intermedia la mayoría de las veces). Estos ítems están clasificados en 5 categorías: limpieza del proceso electoral y pluralismo; funcionamiento del gobierno; participación política; cultura política; y libertades civiles.

Quizás el mayor defecto de este índice es su opacidad: no conocemos los resultados que ha obtenido cada país en cada uno de estos 60 elementos (sólo en cada una de las 5 categorías) ni sabemos quién ha realizado estas valoraciones: ¿se consulta a expertos externos o lo realizan los internos? ¿Qué especialización tienen dichos expertos en cada país? Sí sabemos que algunos de los ítems dependen directamente de algunas preguntas de encuestas (preferentemente de la Encuesta Mundial de Valores, WVS, que no es anual, por lo que no sabemos exactamente en qué otras encuestas se apoyan). Además, uno de los ítems depende del nivel de participación electoral.

En todo caso, la repetición del estudio a lo largo del tiempo nos permite dibujar una trayectoria; una claramente descendente para España desde 2008, con dos altibajos post-crisis:

Fuente: elaboración propia a partir de los informes de Democracy Index

 

Como se ve, la Gran Recesión nos supuso un revés en términos democráticos de acuerdo con este índice, dejándonos al borde de ser considerados entonces como “democracia imperfecta” (por debajo de 8 puntos). Los informes lo atribuyeron a “la erosión en soberanía y rendición de cuentas democrática asociada con los efectos y respuestas a la crisis de la Eurozona” (Informe del 2012). Tras una breve recuperación, en 2017 The Economist nos dejó de nuevo al borde del descenso, del que apenas habíamos salido en 2019 para volver a la senda decreciente.

Debe notar el lector, eso sí, que la diferencia entre el máximo de 2008 (8.45) y la mínima de 2021 (7.94) es de medio punto. La recuperación experimentada tras 2014 se debe, como puede verse desagregando el indicador, al aumento de participación política que vivimos al acabar nuestro bipartidismo imperfecto – llamando la atención a este respecto que la oleada previa de movilizaciones no tuviera ningún impacto en el indicador-.

Fuente: elaboración propia a partir de los informes de Democracy Index

 

Quede así patente la necesidad de detenerse en la evolución y composición de cada una de estas categorías para identificar los aspectos democráticos que el indicador está detectando, pero también aquellos que no, así como los que malinterpreta. Vamos a ello, de la categoría en que España obtuvo la mejor puntuación al principio de la serie, en 2006, a la que peor resultó.

  1. Proceso electoral y pluralismo.

Aunque la puntuación de España es ciertamente buena en este apartado -y lo es de forma estable-, once países obtienen mejor puntuación en 2021 (un 10). Viendo los ítems que componen esta categoría, podemos suponer que la transparencia y aceptación del sistema de financiación de los partidos políticos es lo que nos separa persistentemente del 10. Además, podemos observar un pequeño bache en los años 2017 y 2018 para esta categoría, que puede relacionarse con algo que reseñaba el informe de 2017: las “medidas legales contra políticos catalanes independentistas”. Varios ítems de esta categoría pueden haber sufrido por esta interpretación de los hechos: ¿Aceptación de los mecanismos de transmisión del poder de gobierno a gobierno? ¿Apertura del acceso a los cargos abiertos a todos los ciudadanos? En todo caso, en 2019 recuperamos nuestra cota habitual. ¿Se cambió de criterio más tarde ante una mejor comprensión de los delitos cometidos por dichos políticos, o quizás se consideró que la llegada del PSOE al gobierno suponía el fin de este riesgo democrático?

  1. Libertades civiles

Como se ve en el gráfico, en este apartado España puntuaba de forma excelente (9.41) hasta 2016. Esa pequeña diferencia con el 10 fácilmente podría haberse debido, por ejemplo, a que poco más del 50% de los españoles declaraban en la WVS que los derechos humanos se respetaban en España. La única explicación que tenemos para la bajada en 2017 fue, de nuevo, la cuestión catalana, que se pudo reflejar en el ítem de la libertad de expresión y protesta o, según la percepción de los analistas, incluso podrían haber considerado que el gobierno “invoca nuevos riesgos y amenazas como excusa para restringir libertades civiles”. Llama la atención respecto a este último elemento que el informe de 2021 no haga mención a que las restricciones de derechos fundamentales para contener la covid se tramitaran de forma inconstitucional según nuestro TC. También sorprende que no se refleje el continuo abuso de los Real Decretos Leyes, o que la llamada “Ley Mordaza” (2015) no tuviera efectos sobre esta categoría. La caída desde 2019, según el informe, es por el ítem dedicado a la independencia judicial; como si este problema fuera nuevo o el actual bloqueo del CGPJ lo empeorase; más bien, lo pone en el foco.

  1. Cultura Política

También antes de 2008 España puntuaba en cultura política muy alto, cerca del sobresaliente (8.75). El análisis de esta categoría es difícil, porque muchos ítems se apoyan en datos de encuestas y, aunque se ofrece como referencia la Encuesta Mundial de Valores (WVS), esta no se realiza anualmente, por lo que posiblemente se recurre a otras preguntas de otras encuestadoras.

Sin duda, en este apartado nos penaliza el 56% (WVS 2020) de conciudadanos que considera que es mejor que las decisiones las tomen expertos a que las tome el gobierno. Y, quizás, la falta de una mayor separación Iglesia-Estado. La crisis pudo además afectar a la “cohesión” y “consenso”, además de a la percepción de que las democracias son buenas para el desarrollo económico, pero me cuesta justificar esa caída en cultura política democrática en 2010 para un país que respondió a la crisis demandando más democracia, por muchos defectos que tuviera aquella amalgama de discursos democratistas. Ciertamente, The Democracy Index ha avisado sobre el peligro que pueden suponer para la democracia los discursos populistas; sin embargo, la llegada a las instituciones de Podemos fue acompañada de una subida en esta categoría, sin que nadie entonces pudiera aventurar el proceso de moderación que ello supondría sobre su discurso.

La caída en 2017 y 2018 debemos, de nuevo, entenderla vinculada al problema en Cataluña, que desde luego afecta al “grado de consenso y cohesión para fundamentar una democracia estable y funcional”. No logro entender en todo caso qué causa la bajada en 2021 en este apartado, cuando el problema catalán parece haberse, por lo menos, postergado.

  1. Funcionamiento del gobierno

La bajada en la clasificación de España, achacada en el informe en parte a la fragmentación parlamentaria y la corrupción, hace a uno esperar una bajada de puntuación en esta categoría en el último año. Sin embargo, se mantiene constante desde 2014. Ello se entiende mejor sabiendo que en esta categoría se incluyen ítems como la preponderancia del legislativo sobre los otros poderes, los pesos y contrapesos entre poderes, la rendición de cuentas frente al electorado entre elecciones, transparencia, corrupción o efectividad de la Administración, materias todas en las que sabemos España tiene amplio margen de mejora, pero en los que no tengo muy claro que el balance sea cero desde 2014. Por no hablar de la dificultad para tratar la corrupción a estos efectos: cuando los casos llegan a los tribunales ya son pasados y precisamente su publicidad son un buen signo, frente al silencio y la omertá previas.

Además, tres ítems de la categoría se basan en encuestas: percepción que tienen los ciudadanos de tener el control sobre su vida, confianza en el gobierno y confianza en los partidos políticos. Recordemos que, según muestran los barómetros del CIS, quienes confiaban poco o nada en el gobierno aumentaron de forma importante entre 2007 (cuando un 48% desconfiaba del gobierno) y octubre de 2010 (cuando desconfiaba el 72.5%); y la desconfianza en los partidos subió más de 10 puntos en esos años. Sabiendo todo esto, ¿cómo pudo darse por mejorado el funcionamiento del gobierno en 2008 y 2010? Escapa totalmente a mi entendimiento.

  1. Participación

Esta es la única categoría en que vemos mejoría a lo largo de la serie. Aquí se tienen en cuenta algunos aspectos en que sobresalimos, como la participación electoral (por poco, pero superamos el 70% de media que da la máxima puntuación), el porcentaje de mujeres en el parlamento (más que duplicamos el 20% que otorga la máxima puntuación), la disposición a participar en manifestaciones y el grado de alfabetización. La mejora lograda podría atribuirse en parte al aumento del interés por la política de nuestros ciudadanos entre 2008 y 2016, así como su seguimiento de la política a través de los medios.

¿En qué ítems de esta categoría fallamos? En mi opinión, claramente en la falta de promoción de la participación política desde las autoridades, empezando por el sistema educativo y siguiendo por la ausencia total de llamadas a la militancia y afiliación. Esto se refleja en la bajísima asociación política de nuestros ciudadanos, sea en partidos o en fundaciones excepcionales, en todos los sentidos, como la que publica este blog. Y, sin participación, sin rendición de cuentas, los peores encuentran fácil su vía hacia la cúspide política. En una democracia no vale por tanto con desconfiar de los políticos: nos toca asumir la responsabilidad y tomar las riendas.

En conclusión: sin duda, son muchos los aspectos democráticos en que España puede mejorar. En todo caso, conviene no obsesionarse con un indicador opaco y que, como intuyo y he intentado mostrar, peca de importantes sesgos e imprecisiones que, de todos modos, no podemos contrastar. Y que tiene otro defecto: las puntuaciones del pasado quedan fijadas y, por tanto, sus juicios están siempre privados de la perspectiva que da el tiempo. Además, vemos que nos penaliza en varios puntos tener una ciudadanía exigente, que percibe la gran distancia entre el ideal democrático y la realidad. La pena es que tanta crítica y el aumento del interés por la política no hayan permitido -aún- generar la masa crítica de participación, rendición de cuentas y cultura de cooperación que hagan que la participación política deje de ser una máquina de frustrar y triturar a sus mejores ciudadanos. Para lograrlo, tienen cerca una vía: apoyen a Hay Derecho.

El declive de la acción normativa del Estado

En fechas recientes, Juan Mora Sanguinetti, colaborador de este blog, ha puesto de manifiesto con interesantes datos la cuestión de la complejidad del marco regulatorio en España

En dicho artículo, Mora Sanguinetti ponía de relieve la creciente pérdida de protagonismo o de liderazgo estatal en la producción normativa de la siguiente manera: “Solo en el año 2020 se publicaron nada menos que 12.250 normas nuevas… En 1979 el Estado central aprobaba un 88,6 % de todas las nuevas normas. En 2020 aprobó tan solo el 15,7 % del total, frente a un 78,7 %, de las Comunidades autónomas”.

Por tanto, de esas 12.250 normas nuevas del año 2020, el Estado aprobó 1923 disposiciones y de estas once fueron leyes, tres fueron leyes orgánicas, treinta y nueve fueron decretos-leyes y una de ellas real decreto legislativo, lo que ofrece un total de cincuenta y cuatro normas con rango y fuerza de ley, es decir, un 2,8% del total de disposiciones aprobadas por el poder estatal.

Estos números ponen de manifiesto que el legislador estatal no parece ser en cantidad el poder normativo principal en España. Es cierto que gran parte de su producción normativa tiene el carácter de normativa básica, sobre cuyas características y su impacto en la normativa autonómica no es preciso extenderse, siendo también muy relevante el conjunto de disposiciones que se aprueba para incorporar al ordenamiento interno el Derecho de la Unión Europea, cuya trasposición, en muchas ocasiones, se efectúa por las instancias estatales.

De hecho, en una reciente nota de prensa la Oficina del Parlamento Europeo en España publicaba una noticia según la cual “El 51% de las leyes aprobadas en España en 2021 deriva de directrices y decisiones europeas”. Dicha nota de prensa indicaba que, entre enero y el 17 de diciembre de 2021, el Congreso de los Diputados había aprobado un total de 55 leyes, de las que veintiocho derivaban de una forma u otra de las decisiones adoptadas en Bruselas. De estas veintiocho, once procedieron a la trasposición de directivas, en tanto que las diecisiete restantes derivaron de recomendaciones, orientaciones, programas o iniciativas emanadas del Consejo, Comisión o Parlamento Europeo o de otras instituciones comunitarias.

Estas cifras ponen de manifiesto que el Estado dedica más de la mitad de sus esfuerzos normativos a la tramitación y, en su caso, aprobación de normas legales relacionadas con el Derecho de la Unión Europea. Siendo usualmente las disposiciones europeas normas que precisan de alguna labor de incorporación de sus reglas y previsiones a nuestro ordenamiento, llama poderosamente la atención el modo en que, en más ocasiones de las que sería deseable, se efectúa dicha tarea de manera poco adecuada -véase, entre otros ejemplos, el dictamen del Consejo de Estado n.º 878/2021 y las críticas en él vertidas a la defectuosa tramitación de la norma proyectada, dedicada a la transposición de directivas de la Unión Europea en las materias de bonos garantizados, distribución transfronteriza de organismos de inversión colectiva, datos abiertos y reutilización de la información del sector público, ejercicio de derechos de autor y derechos afines aplicables a determinadas transmisiones en línea y a las retransmisiones de programas de radio y televisión, y exenciones temporales a determinadas importaciones y suministros .

Ante esta situación cabe legítimamente preguntarse acerca de las causas, en unas ocasiones, de los retrasos en la tramitación de normas de obligada trasposición y, en otros momentos, de la perceptible desidia o dejadez en el ejercicio de la iniciativa legislativa que constitucionalmente corresponde al Gobierno, conforme al artículo 87 de la Constitución.

Y, más aún, cabe preguntarse por la aparente desaparición de algunos ministerios en la génesis misma de dicha iniciativa normativa. Hace ya tiempo que se advierte el creciente protagonismo de los llamados departamentos “económicos”, como el Ministerio de Hacienda, en dichas tareas de producción normativa, al tiempo que se aprecia la creciente pérdida de protagonismo de otros clásicos departamentos, como el de Justicia, incluso en relación con cuestiones tan relevantes como la tramitación de proyectos normativos que han afectado a los derechos de los ciudadanos, como el proyecto de Ley Orgánica de Garantía Integral de la Libertad Sexual, que incluye una importante reforma del Código Penal.

En lo que llevamos de legislatura, el Ministerio de Justicia ha abordado algunas cuestiones que, más tarde o más temprano, acabarán teniendo reflejo en el BOE, como la esperada reforma completa del proceso penal español; pero el modo de abordar dicha reforma no ha sido en este caso el más acertado, sin previsión económica conocida para modificar el modo de organización de la instrucción del proceso penal, otorgándola a un Ministerio Fiscal carente de medios personales y materiales, entre otros defectos apreciables.

Junto a esa archivada  iniciativa se encuentra la triada de anteproyectos “eficientes” en materia organizativa, procesal y tecnológica de la Administración de Justicia, que progresan de manera lenta por las tripas de la Administración estatal, en ocasiones con severísimas críticas -puede verse, por ejemplo, el informe del Consejo General del Poder Judicial sobre el Anteproyecto de Ley de medidas de eficiencia procesal del Servicio Público de Justicia, disponible aquí.

En suma, hasta la fecha, la producción normativa de este ministerio no merece ni un aprobado por parte de los operadores jurídicos y las instituciones que participan en la tramitación de los proyectos normativos que alumbra. Pueden existir diversas razones para la situación descrita. Quizá, entre otras más apreciables en un análisis superficial, puedan aventurarse otros motivos, relacionados con cuestiones alejadas de la producción normativa.

Cabe recordar que en lo más crudo de la primera ola de la pandemia causada por el COVID-19, mientras se adoptaban las primeras disposiciones de declaración del estado de alarma y comenzaban a aplicarse, se procedió a la modificación casi inmediata del Real Decreto 463/2020, de 14 de marzo, por el que se declaraba aquél, por medio del Real Decreto 465/2020, de 17 de marzo, a fin de, entre otros extremos, excepcionar del régimen general de suspensión de la tramitación de todos los procedimientos administrativos a aquellos que estuviesen “referidos a situaciones estrechamente vinculadas a los hechos justificativos del estado de alarma, o que sean indispensables para la protección del interés general o para el funcionamiento básico de los servicios”.

En solo tres días, la Subsecretaría de Justicia dio luz verde a la Resolución de 20 de marzo de 2020, por la que se acordaba la reanudación del procedimiento para solicitar y conceder la Gracia del Indulto, por entender que concurría en dichos procedimientos el referido interés general.

Por tanto, mientras se decretaba el estado de alarma y la Administración de Justicia quedaba prácticamente paralizada, el Ministerio de Justicia, que ni siquiera fue uno de los departamentos a los que se atribuyó la coordinación de la acción estatal durante la pandemia, se encomendó a la tramitación de indultos, con el resultado sobradamente conocido. Luego esa inacción motivó la adopción de medidas cuestionables en su “eficiencia”, como la habilitación procesal del mes de agosto, aunque contara con el apoyo de los representantes de los consejos generales de la abogacía y la procura.

En definitiva, la escasa participación, y el correlativo protagonismo decreciente en la acción normativa estatal de un otrora pujante ministerio como fue el de Justicia en el pasado, puede insertarse en el decreciente papel del Estado como motor normativo en España; pero existen, al tiempo, otras causas como las apuntadas que ponen de manifiesto la existencia de prioridades diferentes a la tramitación y aprobación de normas que mejoren realmente el estado de la Administración de Justicia en España y, por consiguiente, la mejor tutela de los derechos del conjunto de los ciudadanos.

Tal vez el nuevo equipo ministerial sí esté a la altura de lo que la ciudadanía espera de un ministerio señero como el de Justicia.

“La factura de la injusticia”: una aproximación con datos a los grandes (y complejos) debates sobre la justicia en España

El buen (o mal) funcionamiento de la justicia es muy importante para la vida de los ciudadanos, incluso de aquellos que no han hecho nunca uso de ella. Solo el sistema judicial y su buen funcionamiento permiten corregir las injusticias, pequeñas o grandes, que, por desgracia, forman parte de la vida cotidiana. De forma muy simplificada, la justicia realiza una doble tarea de protección: por un lado, defiende a los ciudadanos frente a otros ciudadanos malintencionados, es decir, “disciplina” la contratación y las interacciones privadas. Paralelamente, también los defiende frente al poder del gobierno, disciplinando la acción pública.

Por desgracia, no es nuevo escuchar que el sistema judicial español no funciona bien, ya sea por ser lento o porque se le acusa de carecer de la “eficacia” que cabría esperar en un país con la renta y el desarrollo del nuestro. Al mismo tiempo, es muy difícil analizar su situación de forma objetiva y “real”, porque su funcionamiento está sujeto a grandes pasiones y tensiones territoriales y políticas. Resulta, además, muy complejo: compromete diariamente a decenas de miles de profesionales (en España había 5.341 jueces y magistrados en activo y 153.913 abogados ejercientes en 2020.

Pero ¿es nuestro sistema judicial tan lento o tan “ineficaz” comparado con el del resto de países como se dice usualmente en los debates públicos? ¿Somos uno de los países más litigiosos del mundo? ¿Hay verdaderamente “más abogados en Madrid que en toda Francia”? ¿Tenemos realmente pocos jueces? ¿Funciona igual la justicia en Barcelona y en Sevilla? ¿Está avanzando de una manera efectiva la digitalización del sistema judicial en España? ¿Hay siempre que gastar más?

Con el objetivo de contestar a estas preguntas, que han ocupado mi labor de investigación de los últimos años, me propuse escribir un libro, titulado “La factura de la injusticia. Sistema judicial, economía y prosperidad en España” que se aproxima, con datos, a estos debates (1).

Al mismo tiempo, el libro no rehúye el análisis de cuestiones todavía más complicadas, como ¿Qué efectos tuvieron de verdad las tasas judiciales en España? ¿La abogacía y la litigación están realmente relacionadas? ¿No habría que “echar” la culpa a un marco normativo excesivamente complejo? Tan solo un dato: en el año 2020 se publicaron nada menos que 12.250 normas nuevas.

Una vez analizadas las cuestiones de carácter jurídico, cabe preguntarse qué implicaciones tiene que el sistema judicial funcione “bien” o “mal”. De ahí que el libro analice los impactos de la justicia en la economía y la competitividad de España. Termino esta presentación con un ejemplo: si se lograra mejorar solamente en un punto la congestión judicial se podrían atraer a Madrid 3.400 viviendas más en alquiler (o 3.100 a Barcelona). Es decir, tantas como los estudiantes de doctorado de toda la Universidad Autónoma de Madrid (y sin necesidad de intervenir el mercado).

 

Notas

  1. Las opiniones y las conclusiones recogidas en esta entrada representan las ideas del autor, con las que no necesariamente tiene que coincidir el Banco de España o el Eurosistema.

Items de portfolio